LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA




CAPITULO XII
Cuerpo de Cristo
La cabeza 
Los miembros 
La mano larga de Cristo
Cuerpo glorificado 

 

CAPÍTULO XII

CUERPO DE CRISTO


«Todo lo ha puesto Dios bajo los pies de Cristo, constituyéndolo 
cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, y, por lo mismo, 
plenitud del que llena totalmente el universo» (Ef 1,22-23). Esta imagen 
de la Iglesia como cuerpo de Cristo, ampliamente formulada en los 
escritos paulinos, ha sido la más divulgada en los decenios anteriores 
al Concilio Vaticano II. A ella dedica un amplio número la Constitución 
Lumen gentium y sobre ella se volvió en la Asamblea Extraordinaria del 
Sínodo de los Obispos en 1985. 

Esta metáfora, más que símil, se inscribe ineludiblemente en la 
condición de la Iglesia como Misterio: «Por la comunicación de su 
Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los 
constituye místicamente en su cuerpo» (LG 7). Por ello, esta imagen ha 
de verse como complementaria de otros conceptos —en particular del 
de la Iglesia como Pueblo de Dios—que, aislados, pueden conducir a 
reducir o a descolorar el verdadero sentido de la Asamblea convocada, 
que es la Iglesia. 

Con esta expresión del cuerpo se consigue iluminar, de forma clara, 
la relación íntima entre Jesucristo y la Iglesia. Ésta no solamente se 
reúne en torno a Él, sino que es entrañada en una misteriosa unidad 
con Él y con los demás miembros. De este modo, se destaca, por un 
lado, la comunión y, por otro, la pluriformidad. 

Con este fundamento, se ponen de relieve otros aspectos que 
integran la misteriosa realidad de la Iglesia: la unidad de todos los 
miembros entre sí, por su unión con Cristo; la esencia de Cristo como 
Cabeza del Cuerpo; la inserción de la Iglesia en la intimidad de Cristo 
1. En efecto, «la Iglesia es una comunión en la fe y en la caridad, y no 
una sociedad anónima de accionistas» (D. M. CHENU). 

La comunión eclesial encuentra una forma relevante de expresarse 
en esta figura de significación del cuerpo, tanto por lo que se refiere a 
la unión con la cabeza como por lo que hace a la trabazón de los 
miembros entre sí. «El Cuerpo místico significa algo inmensamente más 
trabado y compacto que un cuerpo moral, algo mucho más sólido que 
cualquier grupo humano. Se parece a éste en cuanto que sus 
miembros gozan de una personalidad propia, pero lo supera sin 
tasa—y coincide así con el cuerpo físico—en cuanto que tienen tales 
miembros verdadera comunión vital entre sí y con la cabeza» (José 
MARIA CABODEVILLA). 
El Cristo místico es uno solo. Su muerte y su resurrección son la 
última y eficaz iniciativa de Dios Padre para acogernos en su amor sin 
diferencia alguna; para constituirnos en signo del disfrute de la paz y 
de la unión; y para enviarnos a desempeñar la función del imán, que 
invita a pertenecer a la comunidad fraterna. Todo cuanto atente, de 
alguna manera, contra la unidad de ese cuerpo, no dimana del Señor. 


Pero, además, por muchas que sean las divisiones y los 
rompimientos temporales de la unidad, nada podrá quebrantar el 
dinamismo del Cuerpo místico de Cristo, que impulsa hacia la unidad 
sin fractura alguna: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, 
de Cristo habéis sido revestidos. Ya no hay distinción entre judío y 
griego, entre esclavo y libre, entre varón o mujer, porque todos 
vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,27-28). 

Esta unidad en la pluriformidad no es de orden funcional, ni 
responde a razones coyunturales, ni es para ocasiones de especial 
hostilidad externa. Nace del principio de vida que anima a todo el 
Cuerpo: el Espíritu Santo. Éste actúa, de múltiples maneras, en la 
edificación de todo el Cuerpo en el amor 2; constituye a la Iglesia como 
sacramento de comunión de la Trinidad con los hombres 3; asegura en 
la firmeza la concordia entre todos los miembros, por medio de la 
efusión de su caridad 4. 

«Él (el Espíritu Santo) conduce a la Iglesia a la verdad total (cf. Jn 
lG,13), la une en la comunión y en el servicio, la construye y dirige con 
diversos dones jerárquicos y carismáticos, y la adorna con sus frutos 
(cf. Ef 4,11-12; 1 Cor 12,4; Gál 5,22). Con la fuerza del Evangelio, el 
Espíritu rejuvenece a la Iglesia, la renueva sin cesar y la lleva a la 
unión perfecta con su Esposo» (LG 4). 


La cabeza

En muchas culturas, la cabeza del cuerpo humano, por cuanto es la 
que lo cierra en la altura, tiene un claro sentido religioso; es la parte 
del cuerpo que apunta hacia lo alto. La cabeza erguida significa alegría 
y confianza; por el contrario, la cabeza baja, a punto para ser cubierta 
de ceniza, expresa el decaimiento, el luto y el dolor 5. 

En cualquier caso, la cabeza es siempre la esencia de la persona, su 
parte más noble e identificativa, la que ejerce la soberanía y la 
dirección sobre el resto del cuerpo. 

El Padre del cielo constituyó todo lo creado bajo los pies de Cristo. 
«Él existe antes que todas las cosas y todas tienen en Él su 
consistencia. Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. Él 
es el principio de todo, el primogénito de los que triunfan sobre la 
muerte y, por eso, tiene la primacía sobre todas las cosas. Dios, en 
efecto, tuvo a bien hacer habitar en Él la plenitud» (/Col/01/17-19). En 
Cristo está la sede de la vida; es el verdadero soberano universal, 
cabeza de toda primacía y autoridad 6. 

Cristo «es el primero en todo; es la cabeza del cuerpo que es la 
Iglesia» (Gál 1,18). Es el principio de la creación y de la redención. Es 
el origen y fuente de la Iglesia, por cuyo medio se extiende el Reino: Él 
nos une a su Pascua, a su muerte y a su resurrección, en un proceso 
que nos guía hacia la configuración con Él 7. 

El Resucitado nos hace crecer, progresivamente, hacia su plenitud, 
por medio de su presencia, que distribuye y anima los dones y 
funciones, en la caridad, para la ayuda mutua de sus miembros 8. Nos 
lleva de la mano a formar con Él una única entidad, el Cristo total: «De 
Jesucristo y de la Iglesia, me parece que es todo uno y que no es 
necesario hacer una dificultad de ello» (SANTA JUANA DE ARCO). 

La Iglesia sólo tiene sentido y cohesión si se sabe existencialmente 
unida a la cabeza. Todos los creyentes, por el Bautismo, por los demás 
sacramentos, y en particular por la Eucaristía, quedan estrechamente 
unidos a Cristo Cabeza. La comunidad de discípulos, adquirida por la 
donación de Cristo 9 y sellada con su sangre 10, ha de peregrinar por 
la historia con el convencimiento de que no tiene más fuente de 
vitalidad, más principio de dirección, más origen de consistencia, más 
fundamento de comunión que Cristo, Cabeza y Señor. 

Él vendrá, al final de los tiempos, a recapitular todas las cosas, a ser 
cabeza, indiscutible y total, del conjunto de la obra creada y redimida 
11, en la que se habrá diluido la Iglesia, no por aniquilación, sino por 
identificación con Él. 


Los miembros

Del mismo modo que los miembros del cuerpo humano, siendo 
muchos, forman un solo cuerpo, así somos los fieles en Cristo 12., Es 
su Espíritu de Resucitado el que, de la inmensidad de su riqueza y por 
razón de la necesidad de los ministerios 13, distribuye sus carismas 
para bien de la Iglesia; sitúa a cada uno en diversas funciones; da 
unidad al cuerpo; y, así, produce y estimula la caridad fraterna entre 
los creyentes 14. De este modo, «todo el cuerpo crece para Dios, 
compacto y estructurado mediante ligamentos y articulaciones» (Col 
2,19). 

Los miembros del Cuerpo de Cristo, que conformamos la Iglesia, 
recibimos participación, por el Bautismo, en el único Sacerdocio de 
Cristo. Todos los bautizados acogemos el don del sacerdocio común 
de los fieles; algunos son llamados al sacerdocio ministerial; otros son 
agraciados con carismas particulares, que se ordenan a la vida y a la 
santidad comunitarias. 
Entre los laicos, son múltiples los ministerios y funciones que les son 
propios y que deben ejercer para edificación de todo el cuerpo. Los 
ministros ordenados han sido llamados para ser servidores de la 
comunidad, por medio de la predicación de la Palabra y de la 
presidencia de la Eucaristía, in persona Christi Capitis. Los religiosos y 
consagrados reciben dones de índole especial que contribuyen a 
reafirmar en la esperanza a todo el cuerpo de Cristo. 

La unidad en el cuerpo de la Iglesia no sólo no aniquila las 
diferencias entre sus miembros, sino que, además, las justifica y las 
promueve. Un cuerpo en el que todo fuera cabeza o manos o pies, 
sería monstruoso 15. 

La imagen ayuda a entender mejor las diferencias en la unidad. 
Nadie en el cuerpo de Cristo es inútil; nadie carece de la vocación 
apropiada para ejercer un ministerio, una función o un carisma; no hay 
en él cuerpos muertos ni clases pasivas ni miembros inútiles. Todos 
tienen una misión que desempeñar, porque toda la Iglesia es diakonía, 
ministerio, servicio. 

Las diversas misiones no tienen como finalidad que quien las realiza 
se aproveche personalmente del beneficio que generan, sino que 
están al servicio de la totalidad del cuerpo y del aumento de la caridad 
recíproca. Los dones y las vocaciones particulares deben estar 
subordinados al bien común de todo el Cuerpo, de su misión y de su 
destino último. 

Estas diferencias entre los miembros nunca pueden ser ocasión de 
rivalidad, sino de complementariedad; nunca causa de divisiones, sino 
de enriquecimiento de la unidad; nunca origen de dispersión, sino de 
ejercicio de la corresponsabilidad. A Cristo «no le cortaron la cabeza 
como a Juan, ni fue aserrado como Isaías, para que conservase en la 
muerte el cuerpo íntegro y así no tuviesen pretexto los que quieren 
dividir la Iglesia» (SAN ATANASIO). 
El Espíritu, que regala y sostiene los dones particulares, pretende 
con ellos llevar a cabo la evangelización del mundo y la consolidación 
de la Iglesia, para la extensión progresiva del Reino. Por eso, obsequia 
con carismas suficientes, para que toda la obra evangelizadora se 
realice al completo. Ningún carisma estará de más ni faltará ningún 
don. 
A los miembros de la Iglesia nos corresponde, por un lado, auscultar 
cuál es la voluntad del Espíritu y acoger, por otro, los carismas 
diversificados que se nos entregan. Los dones del Espíritu se nos 
hacen para que se pueda proceder, adecuadamente, a ofrecer el 
primer anuncio, a iniciar en la fe con la aplicación de los procesos 
catequéticos y a fortalecer la comunidad, por medio de los ministerios 
pastorales de la Palabra, de la Liturgia y de la Caridad. Una comunidad 
que descuida o minusvalora cualesquiera de estos ministerios y 
acciones, no es sólo una comunidad incompleta; es que, además, 
estas carencias acusan una deficiente escucha y una empobrecida 
obediencia a las insinuaciones y a los regalos del Espíritu 16. 

Por otra parte, la incomodidad con la vocación propia y los afanes 
por situarnos en otros ministerios o servicios, no siempre, ni mucho 
menos, indican una buena salud y una elogiable vitalidad en la 
comunidad. Más bien denuncian una distorsión en la docilidad al 
Espíritu y una subordinación a los gustos propios o a las tendencias 
dominantes en cada época. 

La contaminación de los esquemas mundanos ha conducido a 
algunos miembros de la Iglesia, ayudados, si cabe, por la influencia de 
categorías culturales profanas, a tener en más algunos de los 
ministerios y a menospreciar otros. Todos, sin embargo, son iguales en 
dignidad, aunque desempeñen funciones diferentes. Los que pueden 
parecer más despreciables o irrelevantes, son los que deben ser 
mimados con más delicadeza 17. Ni de ninguno de ellos se puede 
prescindir, ni ninguno de ellos resulta superior a los demás. 

Ciertamente que, por voluntad de Cristo, algunos de ellos 
pertenecen al ámbito de la constitución de la Iglesia y otros son dados 
en favor de la vida y de la santidad de sus miembros. Pero una Iglesia 
que, por el ejercicio de los ministerios constituyentes, no crea el clima 
apropiado para que surjan vocaciones de especial consagración, es 
una Iglesia con alarmantes imperfecciones. 

Esta imagen de la Iglesia como cuerpo de Cristo ayuda, también, a 
comprender mejor el dogma de la comunión de los Santos, en la 
dimensión de unidad entre los bautizados: «Como todos los creyentes 
forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros... 
Es, pues, necesario creer que existe una comunión de bienes en la 
Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la 
cabeza... Así, el bien de Cristo es comunicado a todos los miembros» 
(SANTO TOMÁS DE AQUINO). 

La comunión entre los creyentes, fruto de la inserción en Cristo y, 
por tanto, de índole sobrenatural, ha de ser, sin embargo, causa y 
acicate que hagan visibles los compromisos comunitarios y sociales 
que ellos conllevan y postulan: la comprensión, el perdón y la 
tolerancia, el diálogo, la alegría compartida, la comunicación de todo 
tipo de bienes. 

Esta forma pública de manifestarse la comunidad cristiana será un 
testimonio atrayente, que invita a los no cristianos a integrarse en ella y 
a buscar las razones que motivan este modo de vivir y de relacionarse. 



La mano larga de Cristo

Cuando Saulo, afanado en la persecución de los cristianos, se 
encuentra, camino de Damasco, con una luz misteriosa y una voz que 
le pregunta por qué le persigue, responde interesándose por saber 
quién está detrás de aquella voz; la respuesta es rotunda: «Yo soy 
Jesús, a quien tú persigues» (Hech 9,5). El pasaje bíblico demuestra 
que, desde el comienzo de su andadura en el tiempo, la Iglesia 
postpascual tiene clara conciencia de que Cristo no sólo la asiste, sino 
que se identifica con ella. 

Añadamos, además, que los miembros de la comunidad, por el 
Bautismo, nos unimos íntimamente a la Cabeza, que es Cristo, y que, 
por la acogida progresiva de la fe y por la inserción creciente en la 
comunidad, estamos llamados a identificarnos plenamente con la 
Cabeza 18. 

Por ello, en los escritos paulinos se emplearán neologismos difíciles 
de traducir: el bautizado está con-crucificado, co-sepultado, 
co-resucitado, con-glorificado con Cristo, es co-heredero con Cristo, 
vive con Cristo Jesús 19. Todos expresan la profunda y mística unión 
de los miembros con la Cabeza. 

En algún sentido, pues, se puede afirmar que el cristiano es la mano 
larga de Cristo, que ha de seguir llevando a cabo su misma misión 
salvadora. Si esto es evidente en el ejercicio de las funciones del 
ministerio ordenado, realizado in persona Christi Capitis («Cuando 
alguien bautiza, es Cristo quien bautiza»), también lo es, de modo 
analógico, en la realización de cualquier otro ministerio o servicio que 
se origina en el sacerdocio común de todos los bautizados. 

Cristo se identifica con sus miembros y sigue ejecutando por medio 
de ellos, de sus cualidades y de sus órganos, de su palabra y de sus 
gestos, la obra de la salvación. Pablo lo intuyó y, sin pretender afirmar 
que la obra redentora de Cristo hubiera quedado incompleta, 
reconocía, con humildad y con decisión: «Ahora me alegro de padecer 
por vosotros, pues así voy completando en mi existencia mortal, y en 
favor del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, lo que aún falta al total de 
las tribulaciones de Cristo» (Col 1,24). 

La Iglesia no es, únicamente, la continuadora de la misión de 
Jesucristo, realizada en su nombre y con su fuerza. Es la comunidad de 
discípulos que recibe la mismísima misión que el Padre encomendó a 
Cristo, y que Éste les entrega a ellos, para que, tutelados por el 
Espíritu, sean agentes de reconciliación 20. Es, pues, el propio cuerpo 
de Cristo; es el conjunto de miembros unidos a la cabeza; es el 
organismo cuyas manos siegan el campo que no sembraron y que 
otros trabajaron antes que ellos 24. 

Las manos de la Iglesia, como las de Cristo, deben ser manos 
activas, que saben de trabajos sostenidos y de quehaceres intensos 
en favor del advenimiento del Reino; manos abiertas, para acoger 
todos los afanes humanos y para repartir con prodigalidad las riquezas 
que Alguien les prestó; manos acariciantes, para depositarse en la 
cabeza de los pequeños, para consolar a los tristes y para animar a los 
que se derrumban; manos restauradoras, para perdonar a los 
pecadores, para levantar a los caídos y para conducir a los 
equivocados; manos tiernas, que bendicen lo bueno y corrigen lo malo, 
que reparten el Pan y la Palabra, que consuelan y perdonan; manos 
gozosas, que no se cansan de dar gracias, que reparten con profusión 
esperanza y que jamás se derrumban por los desánimos; manos 
elevadas hacia el Padre, esperando de él la suficiencia; y manos 
abajadas al arado que rotura la tierra ansiosa de la liberación que 
viene con el Reino de Dios. 


Cuerpo glorificado

El Cuerpo de Cristo, que es aún peregrino por esta tierra, tiene 
vocación de plenitud y de incorporación, plena e irrebatible, a la 
totalidad de Cristo. Aunque sólo en el Señor Resucitado reside la 
plenitud de la divinidad, los miembros de la Iglesia podemos alcanzarla 
en Él, que es cabeza de todo, por pura gracia 22. 

Con nosotros, sus miembros, toda la creación puede incorporarse a 
la plenitud del Cristo místico, ya que la Iglesia es el espacio en el que 
se reconoce, se proclama y se ejerce la soberanía de Cristo sobre el 
cosmos 23. 

La gracia, que el Señor derrama sobre la Iglesia, es la que le 
concede a ésta la planificación, consistente en la unidad de la fe y en 
el perfecto conocimiento del Hijo de Dios. Con ese bagaje recibido es 
posible avanzar hacia la perfección y llegar a obtener enteramente la 
talla de Cristo 24. 


Las parábolas de la Iglesia

Más aún, Cristo llena a la Iglesia, pero la misma Iglesia contribuye a 
completar el Cristo total, por medio de la capacidad que se le otorga 
para desempeñar la tarea del ministerio y para construir su Cuerpo 25. 


El camino es una sabiduría a lo divino: conocer la anchura, la 
longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo; un amor que 
supera todo conocimiento y que llena a los miembros del Cuerpo de la 
plenitud misma de Dios 26. 

Nosotros, miembros del Cuerpo místico, hacemos este último tramo 
del camino histórico a la espera gozosa de incorporarnos con Cristo, 
Cabeza, a la gloria, en la que seremos semejantes a Dios, porque lo 
veremos tal cual es 27. Fuertes en la fe, aguardamos la feliz esperanza 
y el regreso glorioso del Señor, que está a la derecha del Padre. Con 
su venida última, nuestros cuerpos, que son miembros suyos, se 
transformarán en un cuerpo glorioso parecido al suyo; así estaremos 
siempre con el Señor, glorificados en su Cuerpo glorificado 28. 

En resumen, «Nuestro Señor Jesucristo, como varón perfecto total, 
es cabeza y cuerpo... Es la Cabeza de la Iglesia. El Cuerpo de esta 
cabeza es la Iglesia; no sólo la que está aquí, sino también la que se 
halla extendida por toda la tierra; y no sólo la de ahora, sino la que 
existió, de Abel a los que han de nacer y creer en Cristo hasta el fin del 
mundo; es decir, la Iglesia es todo el pueblo de los santos, que 
pertenecen a una ciudad. Esta Ciudad es el Cuerpo de Cristo, la cual 
tiene por Cabeza a Cristo. De ella son también nuestros 
conciudadanos los ángeles, con la diferencia de que nosotros 
peregrinamos y trabajamos, y ellos esperan en la ciudad nuestra 
llegada» (SAN AGUSTÍN). 
........................
1. CE CATIC 789. 
2. Cf. Ef 4,16.
3. Cf. CATIC 738.747.
4. Cf. 1 Cor 13,13; 2 Cor 6,6; Ef 4,3; Flp 2, I, Col 3,14.
5. Cf. Neh 9,1; Lam 2, 10; Sal 110,7; Job 10, 15.
6. Cf. Col 2, 10.
7. Cf. Gal 4, 19.
8. Cf. Ef 4, 11-16; Col 2, 19.
9. Cf. Hech 20,28; Ef 1,14; 1 Pe 2,9s. 
10. Cf. Mt 26,28 y par; Heb 9,12ss; 10,16. 
11. Cf. Ef 1,10; LG 10, 45.
12. 1 Co 12, 12. 
13. Cf. 1 Cor 12,1-11. 
14. Cf. LG 7. 
15. Cf. 1 Cor 12,15-17.19. 
16. Cf. 1 Cor 12,7-11.
17. Cf. 1 Cor 12,22-24.
18. Cf. Rom 6,5; Gál 4,19; Ef 4,24; Flp 3,10-11; Col 3,9-10. 
19. Cf. Rom 8,4.6.8; 8,17; Gal 2,19; 3,27; 5,24; Col 2,12.
20. Cf. Jn 20,21-22.
21. Cf. Jn 4,38.
22. Cf. Col 2,9-10. 
23. Cf Ef 1,22 23. 
24. Cf. Ef 4, 13. 
25. Cf. Ef 4,12. 
26. Cf. Ef 3, 19. 
27. Cf. Ef 1, 14; 1 Jn 3, 1.
28. Cf. Flp 3,21; 1 Tes 4,17; 2 Tes 1,10; 2 Tim 2,11-12; Tit 2,13.

ANTONIO TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997