LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA




CAPITULO X. 
Familia de Dios
Los hijos de Dios 
El Primogénito 
En torno a la Mesa

 

CAPITULO X

FAMILIA DE DIOS


Dios, que es una familia enlazada por el infinito amor trinitario, quiere 
compartir este amor con sus criaturas. Éstas son engendradas en el 
mismo amor, están llamadas a compartirlo y tienen su último destino en 
el disfrute eterno del calor del hogar divino, en los cielos nuevos y en la 
tierra nueva, donde ya no habrá más duelos ni muertes 1. 

Los humanos, en nuestro afán de libertad y de autonomía, optamos 
por alejarnos del hogar paterno de Dios. Pero El, que no puede vivir 
con el dolor de la frustración de su plan de felicidad para todos, se 
escogió un pequeño pueblo, los descendientes de Abraham —el 
hombre que nunca dejó de confiar en las promesas—, para que fueran 
sus hijos y El fuera su padre. En aquel pueblo estuvo aletargada, 
durante siglos, la voluntad de Dios, que quería reconciliar a todo el 
género humano y a todas las cosas consigo, para incorporarlas de 
nuevo a una familia irrompible 2. 

Dios es misericordioso y rico en piedad. Estos calificativos, en su 
origen etimológico hebreo, significan que es como una madre que se 
sobrecoge ante la visión de su pequeño niño caído en el suelo, que la 
lleva a abajarse para levantarlo y entrañarlo fuertemente en su 
corazón; es como la madre gestante que se enternece al sentir la vida 
del pequeñín en su seno; es como el padre que está siempre a la 
espera de que regrese el hijo que, una mañana infausta, se le fue del 
calor del hogar; es quien no permite que por más tiempo su nombre 
sea el inefable y quiere que se le llame, con balbuceo infantil, «Abbá» 
(«Papaíto») 3. 

Jesús de Nazaret es evidencia visible de la plenitud del amor que 
Dios tiene a sus hijos. Cuando llega la hora, El, imagen perfecta del 
Padre, desvela ante las naciones su voluntad de reconciliación 
universal, sin que nadie quede excluido de antemano de la pertenencia 
al hogar de Dios. 

Esta Nuera Familia es la Iglesia, la madre y virgen, que aprende, al 
lado del corazón de Cristo, el ejercicio del amor que no tiene fronteras. 


En la paternidad-maternidad de Dios está la escuela de aprendizaje 
de la Iglesia, que no tiene otra misión que calcar, en su ser entero, el 
rostro amoroso y sonriente de Dios, que tanto amó al mundo que fue 
capaz de enviar a su Hijo, nacido de mujer, para que recibiéramos la 
condición de hijos adoptivos 4. 

En la nueva familia de Dios, nadie puede quedar lejos del calor del 
afecto. Todos cuantos la componen han sido engendrados por puro 
amor y experimentan el gozo de saberlo. Todos sus miembros viven 
para saberse amados y para ser donantes del amor. 

En el seno de esta nueva familia no existe más meta que el Reino, ni 
más estado que la libertad de hijos, ni más ley que el precepto del 
amor (prefacio común VII). 


Los hijos de Dios

En este hogar a nadie se le piden credenciales de limpieza de 
origen, ya que todos han recibido nueva vida de la sangre derramada 
por el Hijo y hermano mayor, que los amó a todos tanto, que dio su 
vida por ellos 5. La ternura del Padre nos ha hecho hijos en el Hijo. 

Nada mejor, probablemente, que el himno cristológico de la Carta de 
Pablo a los de Éfeso para narrar y cantar nuestra nueva condición de 
hijos, recibida en pura gratuidad y en imprevisible sorpresa 6: 

«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, 
que nos ha henderido en la persona de Cristo 
con toda clase de bienes espirituales y celestiales. 
Él nos eligió en la persona de Cristo 
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor. 
Él nos ha destinado en la persona de Cristo, 
por pura iniciativa suya,
a ser sus hjos,
para que la gloria de su gracia, 
que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, 
redunde en alabanza suya. 
Por este Hjo, por su sangre,
hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el Misterio de su Voluntad».

La condición de hijos está justificada por la presencia en nosotros 
del Espíritu de Dios. Los que se dejan guiar por Él, ésos son hijos de 
Dios. El Espíritu nos hace hijos adoptivos de Dios y nos permite 
llamarle, con todas las letras, «Padre». Más aún, si somos hijos, somos 
también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, por 
nuestra incorporación a sus misterios de muerte y de resurrección 7. 
Por la adhesión e incorporación a Cristo, como el Enviado todos somos 
hijos de Dios8. 

El misterio del mal, que no cesa de infiltrarse en los corazones, aun 
de quienes han sido incluidos, por el Bautismo, en la familia divina, a 
veces consigue alejar del hogar al hijo pequeño, que sigue tentado por 
las frivolidades de los sucedáneos terrenos. Sin embargo, el pecado de 
infidelidad y de abandono del amor del Padre no provoca la exclusión o 
el distanciamiento de la ternura paterna. Siempre, en el seno de la 
familia, habrá unos ojos afectuosos que estén atisbando el horizonte, a 
la espera de que aparezca, en la lejanía, el hijo que vuelve reducido y 
apesadumbrado. 

La bondad infinita del Padre es la causa de que la familia no se 
disgregue y de que puedan volver a reintegrarse en ella cuantos hayan 
olvidado por un tiempo que no hay más que «un día del Señor, el día 
octavo y eterno, en el que descansaremos y veremos; veremos y 
amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí la esencia del fin sin fin. 
Y ¡qué fin más nuestro que arribar al reino que no tendrá fin!» (SAN 
AGUSTÍN). 

Conducidos por el Primogénito, los demás hijos se arraciman en 
torno al Padre, mientras saborean la nueva condición de miembros de 
una familia en la que se saben exentos de tener que pagar tributos o 
de cumplir exigencias rituales9, porque han sido recibidos 
graciosamente en ella por el amor paterno y por el amor ilimitado del 
Hijo y Hermano mayor. En aquel hogar solo existirá espacio para el 
amor y para la libertad. En él no existirá más que un principio básico de 
moralidad: «Ama y haz lo que quieras» (SAN AGUSTIN). 


El Primogénito

Con esta nueva naturaleza, conquistada por Cristo en la cruz y 
festejada en el Bautismo, entramos a formar parte del parentesco del 
Reino de Dios, que supera y purifica cualesquiera de las parentelas de 
esta tierra, por muy perfectas que éstas sean. Pocas dependencias 
propias de este mundo habrán hecho tanto daño a la vitalidad y al 
dinamismo de la Iglesia como las ataduras al parentesco terreno. 

Este tipo de servidumbre puede presentarse con diferentes 
modalidades: rendición de la voluntad a las presiones, demasiado 
humanas, del entorno familiar y social; nepotismos de diversos tipos; 
plegamientos a intenciones no suficientemente purificadas; lentitud en 
los compromisos por culpa de las ataduras de la sangre; influencias 
sutiles de afectos no sanos ni sanados; tensiones y contiendas nacidas 
de la pertenencia a diferentes apellidos; negación del amor filial y 
fraterno, porque priman los egoísmos personales o tribales. 

Jesucristo, el Primogénito del Padre, denuncia estas sujeciones 
malsanas y abunda en convencer de que, en la familia que Dios se 
preparó en su Hijo, todo pertenece absolutamente a la categoría de la 
gracia 10. 

No hay título alguno que valga, ni de la ascendencia de la sangre ni 
de la observancia de la Ley ni de las purificaciones rituales ni de los 
méritos personales, que sea justificación suficiente para la pertenencia 
a una familia que tiene por padre a quien nos cuida, en minuciosidad, 
más que a los pájaros del cielo y que a los lirios del campo 11. Cuantos 
acojan el mensaje del Evangelio son hijos de Dios 12. 

Jesucristo, el hermano mayor, al poner su mirada en los discípulos, 
enuncia las exigencias básicas y primarias del nuevo parentesco: «El 
que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi 
hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50); «Mi madre y mis 
hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en 
práctica» (Lc 8,21). Quienes acogen al Hijo no son unos advenedizos 
en la familia. Han sido recibidos, por pura gracia, en el hogar del 
Padre, por medio de la reconciliación obrada por el Hijo mayor, que 
lleva al colmo el amor por sus amigos, hasta el punto de dar la vida por 
ellos. Nunca más serán esclavos, sino amigos, que participan de la 
intimidad de los vínculos familiares 13. 

En las citadas propuestas se concretan las exigencias originales y 
fundamentales de la pertenencia a la familia de Dios. Todo lo que no 
sea fidelidad a la Palabra, que es Cristo vivo y es su Evangelio 
vivificador, será una rémora en el proceso que conduce a la 
implantación progresiva del reinado de Dios. 

Por otra parte, en la familia del Señor Jesús nadie es más que nadie. 
Nadie tiene en ella más prerrogativas que las que se generan en el 
espíritu de servicio y en las distintas funciones que se le regalan. «El 
que quiera ser el mayor, que sea vuestro servidor» (Mt 23,11). 

Por eso, a ningún mortal se le deben rendir los amores y los honores 
de maestro, de padre o de jefe, porque todos son hermanos, porque 
no hay más que un padre común, el del cielo, y porque no hay más 
preceptor que el Mesías Jesús 14. 

Nuestra Iglesia, contagiada por los esquemas dominantes en las 
instituciones sociales y arrastrada por las soberbias que también 
anidan en el corazón de los fieles, se ha ido dejando deslizar, en 
ocasiones, por la pendiente que desfigura su condición de pequeña 
familia de Dios. 

Es aquí donde se han de ubicar los pecados de la conversión de los 
ministerios en autoridad, de los corporativismos cerrados y agresivos, 
del clericalismo como dominio, de la concepción de la Jerarquía como 
clan, del complejo de minoría de edad de los laicos, de los cultos a las 
personas, de las dificultades para el diálogo y para la libertad, de las 
rivalidades de diversos tipos, de las descalificaciones mutuas, de las 
relaciones fundadas más en lo funcional que en lo cordial. Estas y 
otras lacras son las culpabilidades de una Iglesia peregrina que aún se 
resiste a permitir que el Espíritu la unifique y la consolide, 
definitivamente, en nueva familia de los hijos de Dios. 


En torno a la Mesa

En la cultura semita, la familia se constituía, ante todo, cuando los 
miembros de ella se acomodaban alrededor de una misma mesa, para 
compartir la compañía y los alimentos. La fuerza de la comensalidad 
era tanta que, cuando alguien que no pertenecía por sangre a la 
familia, era invitado a sentarse con los demás, desde ese mismo 
instante pasaba a formar parte de la familia anfitriona, con todos los 
derechos y todas las obligaciones 15. 

Los planes liberadores de Dios, que quiere hacer de toda la 
humanidad una sola familia reunida en torno a su amor universal, se 
expresan a veces en la imagen de Yahveh como el señor que prepara 
un banquete de manjares suculentos y de vinos de solera para todas 
las naciones, reunidas en el monte santo de Sión 16. Nadie queda 
excluido de la pertenencia a la intimidad de Dios; Él es quien toma la 
iniciativa de aparejar el banquete y de convocar a los invitados. 

Jesucristo, el Hijo encarnado de Dios, es el mensajero que anuncia, 
con gestos y con palabras, que, en el Banquete del Reino, hay sitio 
reservado para todos. Además, denuncia que, quienes fueron los 
primeros invitados, se han hecho indignos, porque rechazan dejar sus 
cosas y se creen confirmados en una familiaridad que les nacía de los 
parentescos de esta tierra. Esta autoexclusión es paso abierto para 
que al Banquete que parecía aderezado sólo para unos pocos 
selectos, sean invitados, con preferencia, los que andan fuera del calor 
del hogar y de la mesa. No tendrán que hacer más que acogerse a la 
gratuidad de quien convoca 17. 

A hacer cercana la invitación al Banquete contribuyen unos criados 
que personifican a la Iglesia. Ella es la enviada y es, a la vez, la 
invitada. Ella es la que sale por los caminos y es la que es traída de 
todas las dispersiones y pobrezas. De este modo, se puede proceder a 
celebrar un festín en el que se hace realidad que la comida en común 
tiene, para los participantes, la fuerza de crear y de fortalecer la unidad 
de la familia, en la que nadie será considerado como invitado de 
segunda hora. 

Con el Banquete dispuesto y con los comensales acomodados, es 
tiempo oportuno para manifestar que está disfrutándose de la alegría 
fraterna; que están degustándose los dones de la vida; que está 
expresándose la vida misma; y que está poniéndose en evidencia la 
comunión total con Dios. 

En contexto cristiano, el Banquete es la mesa de la Eucaristía. Cristo 
nos habla de alimentarnos de su cuerpo y de su sangre para poder 
tener vida 18. Comiendo al lado de Cristo y haciendo de Él nuestro 
alimento, se constituye la nueva familia de los hijos de Dios. Comer del 
pan y del vino, que son el cuerpo y la sangre de Cristo, es pasar a la 
intimidad más perfecta, que es participación en la misma vida divina. 

Por esta comida y por esta bebida, se produce la comunión plena 
con Cristo, muerto y resucitado 19, y con su cuerpo que es la Iglesia, 
terrestre y celeste. En la celebración de la Eucaritía, se obra la total 
comunión con el cuerpo místico, que son los demás hermanos en la fe 
y compañeros de Banquete: «Si el pan es uno solo y todos 
participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo» (1 Cor 
10,17). 

Celebrar la Eucaristía sobre la superficie terrestre es incorporarnos a 
la comunión universal y poder disfrutar de sus gozos. Además, 
tomando parte viva en ella, percibimos misteriosamente la presencia de 
la Iglesia celeste: «Al celebrar el sacrificio eucarístico, nos unimos de la 
manera más perfecta al culto de la Iglesia del cielo» (LG 50). 

EU/A-H/CRISOSTOMO:En esta nueva familia deben tener un lugar 
relevante los pobres, que son sacramento de Cristo 20. Jamás se 
podrá separar la comunión familiar con Cristo de la cercanía afectiva y 
efectiva a los pobres: «Has gustado la sangre del Señor y no 
reconoces a tu hermano: deshonras esta mesa, juzgando indigno de 
compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta 
mesa» (SAN JUAN CRISÓSTOMO). 

La Iglesia, consciente de que ha sido acogida en la familia de Dios, 
sabe que su misión en esta tierra es conuribuir, con todas sus 
energías, a que todos los seres humanos, en comunión con las cosas, 
puedan pasar a participar del Banquete que Dios ha preparado. 

Este lo celebramos aquí con la presencia velada del Señor, pero es 
una prenda de la gloria que tendremos junto a Él en el Convite de los 
cielos nuevos, cuando el Padre entrañe definitivamente a su familia, 
redimida por la sangre del Hijo primogénito. 

Mientras tanto, la Iglesia, pequeña familia de Dios, está segura de 
que avanza, en el tiempo, a lo largo del peregrinaje en esta vida, 
sostenida y alimentada en la Mesa de la Palabra y de la Eucaristía. 
........................
1. Cf. Ap 21,1-5.
2. Cf. Ef 2,19.
3. Cf. Rom 8,15; Gál 4,6. 
4. Cf. Jn 3,16; Gál 4,4-5. 
5. Cf. Jn 13,1; 15,13. 
6. Cf. Ef 1,3-8. 
7. Cf. Rom 8,14ss; Gál 4,7; Tit 3,7.
8. Cf. Gál 3,26. 
9. Cf. Mt 17,26. 
10. Cf. Rm 8,14-15.23; 9,4; 15,3, Gál 4,5-7, Ef 1,5. 
11. Cf. Mt 6,25ss; Lc 12,22ss. 
12. Cf. Jn 1,12. 
13. Cf. Jn 15,13-16. 
14. Cf. Mt 23,9-10. 
15. Cf. Dt 12,7; 2 Sam 9,7; 2 Re 25,29.
16. Cf. Is 25,6. 
17. Cf. Mt 22,1ss. 
18. Cf. Jn 6,53. 
19. Cf. 1 Cor 10,16. 
20. Cf. Mt 25,40.

ANTONIO TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997