LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
CAPITULO II.
Germen del reino
Humilde levadura
La aurora esperada
Sacramento de unidad
CAPÍTULO II
GERMEN DEL REINO
Con esmero, Dios había entretejido sus planes desde antes del
tiempo. Amaba con afecto infinito a aquellos seres a quienes había
concebido a su imagen y semejanza, para hacerlos partícipes del
mismo aliento de vida y de amor que lo traspasaba a El en su eternidad
trinitaria, enamorada y fecunda.
Los quería felices y en ellos puso su mirada entrañable. De sus
manos fueron saliendo criaturas innumerables, a lo largo de seis
profundos días. Estos seres estaban destinados a ser el espléndido
escenario en que ellos, el género humano, hijos más que criaturas,
pudieran vivir en paz y en amistad.
En la tarde del día sexto, cuando su obra primera tocaba a su fin, los
adornó, como alfarero meticuloso, de todos los dones necesarios. En
ellos puso la semilla de la inteligencia, por la que podrían escudrinar
los secretos de las cosas y apropiarse de la verdadera sabiduría, que
habrá de ser aprendida en sencillez, compartida sin envidia y repartida
profusamente en todas sus riquezas1. A ellos los capacitó con la fuerza
de la voluntad, que sería un arma valiosa en su poder, para disponerse
a dominar todo lo creado y para conseguir domesticarlo, no
sin esfuerzo, para que contribuyera a redondear los planes divinos de
plenitud. A ellos Dios les concedió el libre albedrío, el tesoro más
preciado y más temible que fue la libertad; con ella estaría a su
alcance la capacidad de sintonizar cordialmente con los proyectos de
Dios, de hacerlos suyos y de ser sus colaboradores en la tarea de
domeñar las energías que su Espíritu había dejado en las simas de
una obra creada e inacabada.
Con estos dones en sus frágiles manos, los seres humanos podrían
llegar a adivinar los planes divinos, a quererlos como cosa suya y a
desarrollarlos esforzadamente, mientras fuera tiempo. El Reino, nacido
en la eternidad, encarnado en frágiles mortales, expandido por el
Universo, volvería así al regazo de Dios, perfilado por las habilidades
de su criatura preferida. Todo quedaría, de nuevo en la eternidad,
sublimado en su presencia e inundado por su gracia.
La obra divina, engendrada en el señorío providente y realizada por
su Palabra, estaba asentada en el espacio y en el tiempo. Quedaban
pendientes los remates arquitectónicos que, de conformidad con sus
proyectos, se encomendaban al ser humano, no tanto para complacer
al Creador cuanto para recibir aquella herencia, que le permitiría ser
destinatario del don del Reino y poder disfrutarlo por siempre.
Aquí se obró la tragedia. El ser humano, el hijo querido, optó por
echar abajo los andamios del Reino y levantar otros que sirvieran a
sus intereses bastardos, inducidos por el misterio deshumanizador que
se adueñó de aquella criatura en un alarde consciente de rebeldía
impensable. Con los materiales del proyecto divino, la raza humana se
decidió a levantar un monstruo que rasgara las nubes de la soberanía
de Yahveh.
Dios tuvo que rehacer sus planes. Tras el descanso gozoso del
séptimo día, era necesario componer un nuevo proyecto. El amor
indestructible hacia aquella criatura movió a Dios a habilitar nuevos
designios, que se iniciaran en un octavo día inacabable y, según los
cuales, la Palabra tendrá que abajarse para hacerse como uno de
nosotros en todo, menos en el pecado. Al Hijo encarnado entregó su
Reino, ya que todo había sido hecho por El y para Él 2.
Su mensaje en lenguaje humano fue brillante y nítido. «Se ha
cumplido el plazo y ha llegado el Reino de Dios» (Mc 1,15; Mt 4,17),
repitió a todos los puntos cardinales, entre las miradas torvas de
quienes habían perdido definitivamente la clave que descifraba las
intenciones concebidas para la plenitud humana.
Con obras y palabras, el Verbo manifestó el Reino a los hombres.
Pero, a fin de que no hubiera lugar a la menor duda, quiso que su
Reino se revelara ante todo en su persona, obediente, servicial y
entregada hasta la misma muerte 3. Su proclama y el sentido profundo
de su vida fueron conducidos por el Padre y fueron entendidos y
acogidos por los sencillos4.
El Verbo hecho carne, constituido, en virtud de su actitud obediente,
como Señor, Mesías y Sacerdote 5, derramó su Espiritu sobre aquellos
pequeños que habían creído en Él y los constituyó en Linaje escogido,
Sacerdocio real, Nación consagrada y Pueblo de su propiedad 6.
Aquellos hombres y mujeres, fiados plenamente del Hijo, eran la
Iglesia; en ellos estaba la Iglesia y lo que ella es en nuestros días. Su
misión, que se prolonga en los discípulos de hoy, consiste en anunciar
y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo, que es el Reino
de Dios.
Pero, sobre todo y ante todo, aquel pequeño número de personas,
expropiadas de sí y entregadas a la voluntad expresada por la Palabra
encarnada, es constituido como germen y comienzo del Reino en la
tierra, que irá creciendo poco a poco. De ahí que, hoy, su misión sea,
más que nada, anhelar la plena realización del Reino y esperar y
desear, con todas las fuerzas, reunirse con el Rey en la gloria 7.
Humilde levadura
I/LEVADURA: La pequeña Iglesia de Cristo no se puede identificar
con el Reino de Dios. Este Reino es imposible de contener en
esquemas terrenales, por perfectos que sean, y es incapaz de ser
reducido a límites temporales. Siempre está más allá de todo lo que los
humanos podemos decir o pensar, aunque el Espíritu no sólo nos
conceda la capacidad de penetrar en la superficie del misterio
escondido en los siglos, sino también la de ser, con indignidad por
nuestra parte, embrión del Reino.
El Hijo, que desentraña los secretos del Reino por medio de
parábolas8, nos dejó dicho: «Sucede con el Reino de los cielos lo que
con la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina,
hasta que todo fermenta» (/Mt/13/33).
De algún modo, la comparación también se refiere a la Iglesia, por
cuanto, en su condición terrena, la presencia del Reino se hace
germinal, como una realidad que está en sus comienzos todavía, pero
de suerte que su energía transformante se injerta en la historia
humana de modo irreversible.
La levadura, si quiere llevar a buen término la misión que le es
propia, debe permitir, paradójicamente, la aniquilación de su propia
existencia, para que se pueda producir el efecto perseguido. Ella ha de
diluir su identidad en medio de la masa; ha de morir, para que toda la
medida de harina pueda fermentar. Si la levadura pretendiera, por un
momento, crecer sobre sí misma, ensimismarse con orgullo en su
función, hacerse fuerte y firme, mantenerse inconmovible en su
condición, sucedería que no llegaría, en modo alguno, a cumplir lo que
da razón a su existencia. Por tanto, no sólo desvirtuaría sus
capacidades, sino que, incluso, perdería legítimamente el nombre que
la define.
Está ya escrito con otra imagen: «Yo os aseguro que el grano de
trigo seguirá siendo un único grano, a no ser que caiga dentro de la
tierra y muera; sólo entonces producirá fruto abundante» (/Jn/12/24).
Así de dramática es la suerte de la levadura: morir para que otros
tengan vida; desaparecer para que otros puedan existir. Así es de
dramática... y de fascinante.
La levadura sólo podrá convertirse en germen de pan sabroso
cuando se sumerja, toda ella, en la totalidad de la masa del trigo
molido. La Iglesia, pequeña comunidad de Dios, ha de ser como el
fermento. «Anclada en el corazón del mundo», escribió de ella, con
tono profético, el papa Pablo VI (cf. EN 76). Todo su ser ha de vivir en
la tensión entre acertar, por un lado, a no perder la condición
sobrenatural, porque no es de este mundo, y conseguir, por otro y a la
par, penetrar en todas las realidades humanas, ya que ha de estar en
el mundo 9.
El fermento existe para la harina, y ambas, harina y levadura, existen
para el pan. Iglesia y Mundo están destinados por Dios a llegar a
compenetrarse profundamente. Llegarán a perder su identidad
singular, pero generarán esa nueva criatura que es la Iglesia celeste.
Esto ocurrirá cuando llegue el tiempo de la restauración universal 10,
en que el ser humano y el universo, íntimamente unidos, sean
perfectamente renovados en el Hijo, Jesucristo 11.
La misión evangelizadora de la Iglesia, como la de la levadura en la
masa, será aparentemente irrelevante, silenciosa, sólo perceptible
para quienes tienen el don de una perspicacia sobrenatural. No
obstante, cumplirá eficazmente su cometido, ya que, una vez iniciado el
proceso fecundante, nada ni nadie podrá detenerlo. No será erróneo
afirmar que el resultado feliz de su misión será tanto más rápido y tanto
más seguro cuanto más discretamente se realice.
Que la Iglesia sea germen del Reino justifica que, a la manera como
actúa el fermento, se haga factible que todas las cosas se vean
transformadas, desde lo más hondo y esencial de su ser. Si «lo que el
alma es en el cuerpo, eso han de ser los cristianos en el mundo»
(Carta a Diogneto), la obra humilde de la comunidad cristiana
consistirá en fecundar de Reino de Dios la historia. Con esta gravidez,
se podrá conseguir que todo lo creado se transfigure progresivamente
en la nueva realidad de criaturas renovadas en Cristo y mudadas en
familia de Dios 12.
La aurora esperada
Ser germen del Reino de Dios fuerza a la Iglesia a dejarse apropiar
por el sol resplandeciente que es Cristo y situarse en la historia como
una aurora, añorada por la noche de los siglos. La Iglesia no es la luz,
pero es una adelantada del pleno día, que toma prestada su
luminosidad de la Palabra encarnada. Ésta, la Palabra de Dios, es la
verdadera luz que, con su venida al mundo, ilumina a todo hombre 13.
Las tinieblas de la noche se enseñorearon del mundo por
demasiados siglos. Los seres humanos, ciegos por la fuerza de la
oscuridad consentida, clamaron siempre, a veces en afonía total, por
un nuevo tiempo, en el que las ansias de felicidad luminosa se hicieran
realidad.
Cristo es el Sol de Justicia 14, que, levantado en la cruz, atrae hacia
sí todas las cosas 15. Su Resurrección es el mediodía objetivo, que, en
la Noche Santa, es capaz de romper las tinieblas que aprisionan al ser
humano en la desesperanza.
De su ser glorificado, traspasado en el madero, nació la Iglesia. Ésta
tendrá como misión ser, para todos, el amanecer que ayuda a que,
subjetivamente, sean desterradas las tinieblas del error, del pecado y
de la muerte.
La Iglesia proclama, con reflejo impropio, que se acerca una gran
luz que brilla en medio de la noche. Por la misericordia entrañable de
Dios, visitará a la raza humana un sol que nace de lo alto, para iluminar
a los que están en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar sus
pasos por el camino de la paz total 16.
I/ALBA-LUZ/G-MAGNO: La Iglesia «es llamada alba, porque, al
tiempo que va desechando las tinieblas del pecado, ella misma se va
iluminando con la luz de la justicia» (SAN GREGORIO MAGNO). Es su
primer compromiso, porque ella no es la luz; no es más que una
adelantada modesta, que preanuncia que la gloria del Señor está para
llegar.
Su función es similar a la de Juan Bautista, que no era la luz, sino
testigo de la luz, enviado para que todos creyeran por él 17. La Iglesia
es, como Juan, una voz, y sólo una voz, que clama en el desierto,
pregonando que es necesario allanar el camino del sol que llega 18.
Pobre de la Iglesia cuando se ha creído luz y ha dejado de mirar al
futuro de donde viene el Señor, que es sol y escudo del género
humano 19.
La Iglesia anuncia que la noche ya ha pasado, pero no muestra
todavía, en sí misma, la íntegra claridad del día, sino que, por ser
transición entre la noche y el día, tiene algo de tinieblas y de luz al
mismo tiempo. Por ello, los discípulos de Cristo que caminamos por
esta vida en seguimiento de la verdad, en parte obramos ya según la
luz, pero, en parte, conservamos todavía restos de las tinieblas, tanto
en nuestro interior como en las actitudes y en los actos externos.
No obstante, nuestra Iglesia, que no tiene por sí misma la claridad de
la luz plena que es Cristo, sino que la recibe prestada de El, debe
contribuir, en medio de las nieblas de la cultura de cada tiempo, a que
personas e instituciones sean capaces de poder definir, al menos, los
contornos de las cosas.
La Iglesia, traspasada por la luminosidad divina y con la antorcha del
Evangelio en sus manos, tiene la misión de ofrecer a todos la luz de las
razones suficientes para la esperanza.
Sacramento de unidad
El Señor Jesús ayudó a que sus contemporáneos comprendiesen la
cercanía del Reinado de Dios, por medio de diferentes y múltiples
signos maravillosos. Al ser el Reino de una naturaleza totalmente otra,
no puede ser percibido desde nuestra condición terrena más que a
través de señales, que dan a entender su presencia y su actividad. Y
es que el Reino de Dios también está dentro de las coordenadas de
discreción de todo lo que viene de las manos divinas.
La Iglesia de Cristo debe, pues, pertenecer a este mismo género
sacramental. Ella es instituida como la penúltima maravilla desgajada
de la ternura divina, por cuanto es prenda y anticipo de la Nueva
Humanidad (la última y definitiva maravilla), que Dios quiere crear
cuando sea todo en todos 20.
La nueva Humanidad, caracterizada por vivir en plena reconciliación
y en alegre unidad, preanunciada en el milagro de Pentecostés 21,
tiene en la comunidad de discípulos el espacio sacramental adecuado.
Da a comprender que es posible ese último tiempo de paz y de
felicidad universales, en la presencia paternal de Dios, porque ya ella,
la Iglesia, vive, en su interior y en sus expresiones públicas, el gozo de
la unidad y de la paz.
La unidad entre todos los que formamos la Iglesia es más que signo
y reclamo de la unión entre todos los seres humanos y aun de la
reconciliación con todo lo creado. Si sólo fuera eso, la misión
encomendada a los discípulos quedaría reducida a un proyecto
intrahistórico, sujeto a los vaivenes de los tiempos, sometido a la
fragilidad que generan los egoísmos connaturales y supeditado a las
injerencias de los «mecanismos perversos» y de las «estructuras de
pecado» que rodean al ser humano 22.
Ser germen del Reino de Dios, en este sentido, implica, sobre todo,
que la Iglesia ha de vivir y ha de proclamar que la unidad y la paz,
profundas y definitivas, pertenecen a otra dimensión de la existencia,
aunque hayan de tener en la ciudad terrena su punto de arranque y su
plantación germinal.
Dicho de otro modo, la paz universal, como realidad sacramental
disfrutada ya en el seno de la Iglesia, solamente se sostendrá si es
Dios su mantenedor y si Él es la razón última de su estabilidad y de su
crecimiento, hasta que Cristo vuelva.
Este Reino de unidad y de concordia tiene su imagen perfecta en la
unión de Cristo con su Iglesia, al modo del matrimonio humano 23. En
estos desposorios obrados en la humanidad de Cristo, «admirable
intercambio», están la fuerza y la realidad sacramental con que Dios
quiere construir y quiere hacernos ver la unidad de todo el género
humano con Él y de los humanos entre nosotros mismos24.
Por otra parte, la Iglesia, como sacramento del Reino, no ha de
perder de vista que todo su decir y todo su hacer deben tener, como
horizonte, el aparejo de los medios necesarios, que den la posibilidad a
todos los humanos de descubrir que el Reinado de Dios está llegando
a nuestra tierra. Este Reino, que ya está dentro de nosotros y en
medio de nosotros 25, va fraguándose de forma inexorable, con
nosotros, sin nosotros y a pesar de nosotros.
Su presencia, detectable a través del escrutinio creyente de los
«signos de los tiempos»26, carecerá de la espectacularidad que
acompaña a algunos acontecimientos humanos. Su implantación se irá
produciendo de forma apenas perceptible, por cuanto es el mismo
Dios, siempre discreto, quien marca los plazos y maneja el timón de la
Historia.
Su condición de sacramento debe, primeramente, motivar a la Iglesia
a que no sea obstáculo que impida, con sus divisiones y frialdades, la
obra maravillosa de engendrar la gran familia humana y cósmica que
Dios pretende.
A la comunidad cristiana le pertenecerá acoger la gracia de ese
Reino, compartir gozosamente el regalo y servir el don de la unidad,
que se le ha hecho, con quienes no forman parte consciente de ella.
........................
1. Cf. Sab 7,13.
2. Cf. Col 1, 16.
3. Cf. Mc 10, 45.
4. Cf. Mt 11,25.
5. Cf. Hech 2,36; Hb 5,6; 7,17-21
6. Cf. 1 Pe 2,9; cf. Is 43,21.
7. Cf. LG 5.
8. Cf. Mt 13,11.
9. Cf Jn 17,14-16.
10. Cf Hech 3,21.
11. Cf. Ef 1,10; Col 1,20; 2 Pe 3,10-13.
12. Cf. GS 40b.
13. Cf Jn 1,9.
14. Cf Ap 1,16.
15. Cf. Jn 12, 32.
16. Cf Lc 1,78-79.
17. Cf Jn 1,6-8.
18. Cf. Jn 1,23.
19. Cf. Sal 84,12.
20. Cf. 1 Cor 15,28; Ef 1, 23.
21. Cf Hech 2,5-11
22. Cf SRS 16 36-40.
23. Cf Ef 5, 31-32.
24. Cf. LG 1.
25. Cf. Lc 17,20-21.
26 Cf GS 4.11.44.
ANTONIO
TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997