EL MISTERIO DE LA IGLESIA EN CRISTO


Las páginas precedentes han presentado la génesis de la Iglesia, tal 
como se realiza en Cristo, visible e invisiblemente. Mas, conocer la 
génesis de un ser es ya percibir su naturaleza. Podemos pues abordar 
la pregunta central: ¿Cuál es la naturaleza de la Iglesia? 
Para muchos la pregunta parece de poco alcance. Para saber qué 
es la Iglesia, piensan, hasta abrir los ojos y examinar su 
funcionamiento. ¿Y qué ven? Una sociedad internacional, jerarquizada 
y organizada, que agrupa bajo la dirección de un jefe supremo a 
cuatrocientos millones de adheridos. La Iglesia es una potencia. Unos 
se alegran, pues les parece que la fuerza de la Iglesia está al servicio 
del orden moral o de un orden político que ellos aprueban; los otros se 
inquietan por ello y se irritan, porque esta potencia parece oponerse a 
su- empresas.
Para todos los cristianos, la pregunta reviste una extrema 
importancia. No todos, sin embargo, dan la misma resuesta.
El pensamiento protestante se opone aquí a tomar en consideración 
el pensamiento católico. En efecto, se inclina a pensar que existe una 
real incompatibilidad entre el orden natural y el orden sobrenatural, 
entre la gracia y la naturaleza y, por consiguiente, entre los elementos 
constitucionales y jurídicos y el acontecimiento de gracia. No es éste el 
lugar de explicar qué motivos se invocan para justificar esta tendencia. 
Importa solamente considerar su incidencia sobre el concepto de 
Iglesia. Veámoslo. Es imposible que las estructuras de gobierno y de 
jurisdición pertenezcan a la Iglesia esencialmente; es imposible 
igualmente que el magisterio ejercido por ciertos miembros de la 
jerarquía de jurisdición forme parte intrínseca de una Iglesia divina. Se 
estará en lo cierto, piensa el protestantismo, si se sostiene que la 
Iglesia es una realidad de orden espiritual e interior, que está 
esencialmente constituida, sea por los elegidos y los futuros elegidos, 
sea por los justos actualmente reconciliados con el Señor. 
Comprendida así, la Iglesia de Cristo se retira del plano terrestre y 
encuentra su auténtica existencia en el misterio de Dios que llama a los 
elegidos, como piensa Juan Hus antes de la Reforma, en el siglo XV; o 
bien abandona el terreno de las apariencias, para subsistir en el 
secreto de las conciencias, no dejando en la plaza pública sino 
comunidades llamadas «iglesias», cuyo lazo con la Iglesia de Cristo es 
bastante flojo. Así piensa Lutero en el siglo XVI.
En cualquier hipótesis, se establece una separación entre la Iglesia 
-acontecimiento de gracia- y las iglesias -asambleas de hombres-. 
Estos dos órdenes no son esencialmente solidarios. Sin duda la Iglesia 
puede ser llamada «Cuerpo de Cristo», si queremos conservar el 
lenguaje paulino. Pero esta denominación no ha sido empleada sino 
con cierta reserva después de Lutero. Se comprende, puesto que la 
expresión «Cuerpo de Cristo» evoca una Iglesia estructurada 
visiblemente 1.
En la ortodoxia grecorrusa, se encuentran a veces expresiones muy 
próximas a las que son corrientes en el protestantismo en materia de 
eclesiología. En efecto, el pensamiento del Oriente cristiano es 
tradicionalmente sensible a la realidad del Misterio divino en la Iglesia 
--y con razón. Por el mismo hecho, en muchos, es menor el interés 
concedido al aspecto institucional de la Iglesia.
Si consideramos ahora las opiniones que se manifiestan entre los 
católicos, no es difícil diagnosticar las mismas tendencias, menos 
acusadas evidentemente, pero reales.
A algunos, como obsesionados por el aparato institucional de la 
Iglesia, por la «administración», parece costarles mucho descubrir otra 
cosa dentro de la Iglesia, cuando lo consiguen. Otros están tentados 
de introducir un separatismo protestante entre los elementos 
constitucionales de la Iglesia y el misterio de la gracia. Acogen éste, 
prestos a sospechar de aquéllos, pretenden superar el orden 
institucional para mejor llegar al orden carismático. Deploran con 
amargura la existencia de una organización jurídica, reprochándole, no 
sin alguna razón, que es demasiado lenta, demasiado pesada. No 
estarían lejos de pensar, por poco que se les empujara, que todos los 
déficits de la Iglesia deben ser atribuidos a esta causa.
Otros, en fin, cediendo a un misticismo excesivo, a fuerza de 
proclamar que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, llegan a identificar a 
cada uno de los cristianos en particular con Cristo.
Tal es el panorama de las opiniones y tendencias entre los que 
hablan de la Iglesia. Aunque esta presentación sea bastante elemental, 
permite por lo menos darse cuenta de que la naturaleza de la Iglesia es 
objeto de discusión. ¿Qué es, pues, le Iglesia? Sin duda todos los 
cristianos, católicos, ortodoxos, protestantes, admiten que la Iglesia es 
el Cuerpo de Cristo. ¿Pero qué poner bajo esta expresión?

I. La Iglesia, cuerpo de Cristo
I/CUERPO-DE-CRISTO: Antes de contestar a esta pregunta, 
conviene formular otra previamente: ¿La Iglesia instituida por 
Jesucristo se reconoce a sí misma como Cuerpo de Cristo, cree que se 
la debe tener por el Cuerpo de Cristo? La respuesta a esta pregunta 
impedirá los despistes que ocurrían si la expresión, admitida por la 
mayoría de los cristianos, no fuese más que una piadosa fórmula o un 
título sin alcance real y oficial.
De hecho, el magisterio de la Iglesia ha tomado posiciones varias 
veces y ha dado una respuesta afirmativa. La última declaración en 
esta materia y la más importante, es la de Pío XII en 1943, en la 
encíclica Mystici Corporis. En plena guerra, el Sumo Pontífice 
proclamaba en ella la vocación de todas las generaciones humanas a 
la unidad y a la paz en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, una, 
santa, católica, apostólica y romana. Pío XII no era el primero en 
proponer esta verdad. Otros le habían precedido, que se habían 
expresado más sucintamente: Pío XI en 1928, en la encíclica Mortalium 
ánimos, León XIII en 1897, en la encíclica Divinum illud, y mucho antes 
Bonifacio VIII, en 1302, en la bula Unam Sanctam, para no citar sino 
algunos de los textos más conocidos.
Si la expresión «Cuerpo de Cristo» se ha visto añadir en el curso de 
los siglos el adjetivo «mistico», ello no varía nada de la fe católica. Ésta 
se remonta a los Padres de la Iglesia, quienes, a su vez, la tomaron de 
la doctrina de San Pablo.
El Apóstol de los Gentiles no empleó formalmente la expresión «La 
Iglesia Cuerpo de Cristo» sino en las últimas epístolas, la epístola a los 
Colosenses y la epístola a los Efesios (entre los años 60 y 62 después 
de JC). En estas dos últimas cartas, ora habla de Cristo Cabeza de la 
Iglesia, lo cual insinúa que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, ora escribe 
expresamente: «La Iglesia Cuerpo de Cristo» (Colosenses, 1, 15-20, 
24; 2, 19; Efesios, 1, 18-23; 2, 14-16; 4, 4, 12, 15-16; 5, 21-23, 30).
En las epístolas anteriores se expresa indiscutiblemente el mismo 
pensamiento, pero de manera más encubierta, sea que san Pablo 
declare: «vosotros sois el cuerpo de Cristo», sea que escriba: 
«vuestros cuerpos son los miembros de Cristo». Estas últimas frases 
están tomadas de la epístola a los Romanos, compuesta en 57-58, y 
de la primera epístola a los Corintios, compuesta el 57 o poco antes.
Que estas diferentes maneras de hablar son la profundización de la 
iluminación recibida en el camino de Damasco, cuando Saulo el 
perseguidor aprendió que Jesús era una sola cosa con sus fieles, es 
algo que no puede ofrecer dudas, y ya no se discute.
Por lo demás, la afirmación de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, 
¿no está ya implicada en la historia de la fundación de la Iglesia que 
hemos tratado? 
En efecto, en el decurso de los años en que Cristo funda la Ekklesia, 
se debió constatar que ésta había adquirido cuerpo y consistencia a 
medida que la misión del Señor se declaraba y se realizaba. 
Precisemos: mientras Cristo va descubriendo su estructura divina y 
explica su papel de redentor durante su vida pública, la misma Iglesia 
sólo está en el estado de la organización y de la institución. Pero 
cuando el Señor ha llegado al término glorioso, cuando ha 
conquistado, a través de la muerte, para su naturaleza humana, todos 
los privilegios de la Divinidad; cuando acaecida la Resurrección, Cristo 
se ha convertido en «espíritu vivificador», entonces la Iglesia, de muda 
e inerte que era, se hace viviente, se anima, se extiende. Desde 
entonces, su voz es «Palabra del Señor» (Hechos, 6, 7; 12, 24; 19, 20); 
desde entonces, opera la santificación en el Espíritu Santo (Hechos, 2, 
37-41, etc ... ).
Hay pues un paralelismo entre la elaboración de la Iglesia y los 
Acontecimientos que alcanzan al alma y al cuerpo de Jesucristo, como 
si la Iglesia no pudiese ser plenamente ella misma sino cuando Cristo 
se hubiese convertido en «Hijo de Dios con poder según el Espíritu de 
santidad en virtud de la resurrección de los muertos» (Romanos, 1, 4). 
Al constatar este paralelismo, uno se ve invitado a pensar que se funda 
en una estrecha relación entre Cristo y la Iglesia, que ésta es 
esencialmente solidaria de Jesucristo.
¿Esta relación no es sino transitoria, y no subsiste sino entre el 
bautismo de Jesús y la Ascensión? ¿O bien es una relación definitiva? 
¿Fue la Iglesia solidaria de la humanidad de Cristo por unos años 
solamente, o bien lo es todavía ahora y para siempre? A esta pregunta 
las fuentes de la Revelación responden y el magisterio presenta la 
respuesta: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo indefectiblemente. Ser el 
Cuerpo de Cristo es su misma definición.
¿Cómo comprender este artículo de fe? Para un espíritu latino, 
estas palabras no revelan inmediatamente su secreto. E incluso a 
ningún espíritu humano esta definición descubre de sopetón el misterio 
real. Bastante sabemos que entre los cristianos las respuestas no son 
unánimes. Pero después de veinte siglos que la Iglesia Católica medita 
estas fórmulas, bajo la luz del Espíritu «que conduce a la verdad 
entera», unas certezas son manifiestas, y es posible una visión de 
conjunto.

II. El Horizonte en que aparece el 
«Cuerpo de Cristo»
Para obtener esta visión de conjunto, no hay que considerar 
solamente las palabras «Cuerpo de Cristo». Los vocablos no son lo 
único que aquí cuenta, sino lo mismo todo el contexto en que estas 
palabras son reveladas. Para encaminarse hacia el sentido pleno, hay 
que discernir qué intención divina en ellos se encarna.
Ahora bien, la Eucaristía atestigua suficientemente que Dios, aquí 
como en otras partes, piensa revelar lo que Él es para los hombres, a 
saber el Amor Salvador. «Dios es Amor». Tal es la substancia de toda 
la Revelación. Tal es también la substancia del mensaje que revela el 
Cuerpo de Cristo. También Pío XII resumió justamente la enseñanza de 
la Revelación sobre este punto, al escribir que la Iglesia es el 
testimonio permanente de la Caridad divina con respecto a la 
humanidad 2. 
Es este testimonio lo que Cristo establece al construir la Iglesia, 
como una Morada donde él será «el Primogénito de una multitud de 
hermanos» (Romanos, 9, 28). Al construir la Iglesia, en efecto, Cristo 
descubre al hombre los aspectos innumerables de la «insondable 
riqueza» (Efesios, 3, 8) de la Caridad Divina.
Pero la Caridad es, como la Sabiduría Divina, infinita en sus 
manifestaciones.
Existe el amor activo y constructor. Éste quiere, en beneficio de los 
hijos de Dios, un hogar espiritual que sea su albergue y su familia. 
Jesús se presenta, pues, como arquitecto obrero que construye la casa 
de Dios, casa del pueblo. Jesús se dedica a ello efectivamente. Pone 
los fundamentos, después de haber escogido la materia (Mateo, 16, 
18; Efesios, 2, 20-22). Mejor aún, es el mismo Cristo quien se hace su 
fundamento (Marcos, 12, 10-11; 1 Corintios, 3, 11), de suerte que 
sobre él y con él, en una obra común, los fieles edifican y levantan el 
Cuerpo de Cristo (Efesios, 2, 22; 4, 12 ss.). La Iglesia, fruto de este 
amor, será el Templo de Dios.
Existe el amor sacrificial. Jesucristo, por la Iglesia, se entrega hasta 
la muerte y muerte en Cruz. San Pablo lo había comprendido bien 
cuando escribía: «Ha amado a la Iglesia y se ha entregado por ella a 
fin de santificarla ... » (Efesios, 5, 25-26). Más que el mejor de los 
esposos, el Señor Jesús ha querido a su Iglesia. «Se sustenta y cuida 
la propia carne», escribe también el Apóstol, aludiendo al amor del 
marido a su mujer, y añade: «Así como Cristo a su Iglesia» (Efesios, 5, 
29). Pablo recogía así la imagen de que Dios se sirvió en el Antiguo 
Testamento para expresar su ternura respecto al pueblo elegido. 
Oseas había hablado de ello admirablemente (Oseas, cap. 2; cf. 
Ezequiel, cap. 16). Pero hoy, bajo la nueva Alianza, y en favor de la 
nueva Alianza, la caridad se eleva al punto culminante: el sacrificio 
total. «No hay prueba más grande de amor que dar la propia vida por 
aquellos a quienes se ama» (Juan, 15, 13). Al término de la historia, el 
Señor recibirá la Iglesia que ha rescatado para sí al precio de su 
sangre. Entonces ella será hermosa como la novia engalanada para su 
esposo (Apocalipsis, 21, 3-9). La Iglesia, fruto del amor sacrificial, es la 
Esposa de Cristo.
Existe en fin el amor de unión, amor que transforma y diviniza. Jesús 
lo revela en el discurso sobre la viña. Los judíos conocían bien esta 
imagen, por haberla leído en el Antiguo Testamento, donde la viña 
designa a Israel. Por esta viña, como un propietario consciente de su 
riqueza, Dios vela con precaución y a veces con inquietud. La viña es 
su tesoro, en ella pone sus esperanzas. Cristo al recoger la imagen la 
perfecciona; enseña ahora la unión transformadora: «Yo soy la vid, 
vosotros los sarmientos... Quien permanece en mí, como yo en él, da 
mucho fruto... No sois vosotros quienes me habéis escogido, sino yo 
quien os ha escogido a vosotros y os he instituido para que vayáis y 
deis fruto y un fruto que no perezca» (Juan, 15, 5-16 passim). La 
imagen es enriquecida y profundizado aún por las palabras que la 
introducen y acompañan: «No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros» 
(Jn 14, 18), palabras en que vibra silenciosamente la ternura más 
humana del Señor para con los suyos. Y añade estas palabras que 
descubren el misterio de la unión: «Quien ha recibido mis 
mandamientos y los observa, ése es el que me ama. Y el que me ama 
será amado de mi Padre; y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a 
él» (Jn, 14, 21), «vendremos a él y haremos nuestra mansión dentro de 
él» (Juan, 14, 23). Unos instantes más tarde, en la larga plegaria que 
precede a la prisión, Cristo reemprende este tema del amor unificador. 
Éste es presentado por Cristo como el elemento constitutivo de la 
Iglesia universal y ruega a su Padre que realice esta gran obra. La 
Iglesia, fruto del amor transformador, es la Viña animada de la misma 
vida que el Hijo de Dios.
Añadamos, para terminar esta breve meditación, que el amor de 
Cristo no se vuelve atrás: «Yo estaré con vosotros para siempre hasta 
el fin del mundo». Es la nueva Alianza. Y es Eterna, como la Caridad 
Divina.
Sobre este horizonte destaca la expresión «Cuerpo de Cristo» 
aplicada a la Iglesia. Hay que recordarlo, para no degradar la expresión 
en un mero rótulo, o en un concepto abstracto, para percibir de 
antemano su tonalidad cálida, su substancia viva, como el Amor Divino 
que es su Autor.

III. ¿Cuál es el sentido del «Cuerpo de Cristo»?
Queda todavía un largo camino por recorrer a fin de determinar con 
más precisión el sentido completo de la expresión «Cuerpo de Cristo». 
¿Es una metáfora, o designa la realidad?

El pensamiento de San Pablo. - Para responder a estos 
interrogantes, hay que acudir primero a san Pablo que es el 
responsable de esta denominación. ¿Qué quería decir. Es posible 
descubrirlo examinando su pensamiento en la epístola a los 
Colosenses y en la epístola a los Efesios, y luego comparándolo con 
las primeras expresiones de la epístola a los Romanos y de la primera 
a los Cofintios
¿Qué es el «Cuerpo de Cristo» en qué piensa el autor de estas 
epístolas? 
Es el conjunto de los creyentes que se han reunido en la misma fe 
en nombre del Señor Jesús. La palabra «iglesia» no se refiere aquí 
simplemente a la comunidad local de Éfeso, de Colosas o de Corinto, 
sino que se refiere a «la Iglesia de Dios», es decir, la Iglesia Universal, 
doquiera que esté, Iglesia de la cual la comunidad de Éfeso, de 
Colosas o de Corinto es una célula. De esta Iglesia universal es Cristo 
la Cabeza, como dice san Pablo en la misma epístola a los Efesios; es 
esta Iglesia la que es Cuerpo de Cristo, es la Iglesia de todas partes 
(cf. I Corintios, 12, 28), aunque no exista sino en comunidades 
locales.
CARISMA/AUTORIDAD: Otro punto merece examen y es importante. 
En el pensamiento de san Pablo, ¿es la asamblea de los fieles un 
cuerpo organizado, o una asamblea de hombres inspirados por el 
Espíritu pero desprovistos de estructura institucional? La respuesta no 
ofrece dudas. Aun entre los protestantes, la mayoría firmaría hoy esta 
frase de uno de ellos: Pablo no fue nunca un «hermano del Libre 
Examen» (P. H. Menaud). Por otra parte, bastaba a Pablo estar 
persuadido, como todos los cristianos de entonces, de que la Iglesia 
era sucesora del pueblo de Dios, para que estuviera lejos de imaginar 
la reunión de los cristianos como una horda tumultuosa en una 
emigración al azar. Que haya dones carismáticos en Corinto, el Apóstol 
no disiente de ello, no lo discute, no lo niega tampoco, pero no son los 
beneficiarios de los carismas los que gobiernan. Menos aún tienen el 
derecho de gobernar contra los Apóstoles o por encima de los 
Apóstoles. Pablo no lo hubiera tolerado. La Iglesia es un «orden», un 
organismo en que el Señor «dio a unos ser apóstoles, a otros ser 
profetas, o bien evangelistas, o bien pastores y doctores, organizando 
así los santos para la obra de su ministerio, con vistas a la 
construcción del cuerpo de Cristo (/Ef/04/11-12). Claro está que 
concordia y cohesión, en el Cuerpo, son sólo obra del Señor, pero a fin 
de cuentas existen concordia y cohesión reales, «de quien (Cristo) 
todo el cuerpo trabado y conexo entre sí recibe por todos los vasos y 
conductos de comunicación, según la medida correspondiente a cada 
miembro (Elesios, 4, 16; cf. Colosenses, 2, 19).
Así pues, no hay que confundir los papeles y usurpar las 
atribuciones. Hay una jerarquía, repite Pablo: 

«Estáis edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, en 
Jesucristo, el cual es la principal piedra angular» (Efesios, 2, 20).

No es la primera vez que Pablo recuerda la existencia de grados, 
puestos determinados, cuya ordenación nadie está autorizado para 
turbar, ya que «formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos 
recíprocamente miembros los unos de los otros» (Romanos, 12, 5). 
Estas últimas palabras constituyen una invitación a respetar el orden 
funcional de la Iglesia. Es la misma invitación que leemos en la epístola 
a los Corintios, en que san Pablo termina sus explicaciones sobre el 
organismo eclesial y sus recomendaciones de unidad, con las 
siguientes palabras:

«Vosotros, pues, sois el Cuerpo de Cristo, y miembros unidos a otros 
miembros. Así es que ha puesto Dios en la Iglesia, unos en primer lugar 
apóstoles, en segundo lugar profetas, en tercero doctores ... » (1 Corintios, 
12, 27).

La conclusión es inevitable: la realidad social, que Pablo llama al 
mismo tiempo «Iglesia» y «Cuerpo de Cristo», es una institución 
estructurada, donde hay jefes, grados en la autoridad. En cuanto a 
Pablo, es sabido que no pensaba dejar prescribir los derechos que 
tenía de su misión apostólica, y llegaba a ejercerlos con algún 
quebranto.
Pero no habríamos visto todo el panorama paulino si no buscáramos 
qué ideas acarrea también la expresión «Cuerpo de Cristo». Acabamos 
de ver que se asocia estrechamente a la idea de jerarquía, de 
organismo, de funciones. ¿Hay otras nociones que rodeen la expresión 
«Cuerpo de Cristo» o que le estén íntimamente vinculadas? 
CUERPO-DE-CRISTO/I: Un lector moderno de san Pablo, al leer que 
la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, piensa inmediatamente que la 
expresión designa una reunión de hombres agrupados con el mismo 
fin, para una misma cosa. Piensa inevitablemente en los «cuerpos 
constituidos», en un «cuerpo de ejército», etc... y asimila a estos 
términos «Cuerpo» de Cristo». Que el lector moderno se pare lo antes 
posible por este camino. Es una falsa pista. Jamás, en la obra de 
Pablo, la palabra «cuerpo» tiene el sentido de grupo de hombres 
unidos moralmente en una misma intención. Más aún, esta acepción es 
ignorada del Antiguo y del Nuevo Testamentos. No hay pues razón 
alguna para dar este sentido a «Cuerpo de Cristo» en el Apóstol.
Mas entonces, ¿qué sentido inmediato hay que dar a la expresión? 
El sentido más evidente. El «Cuerpo de Cristo» es Cristo en persona, 
el único Cristo que padeció, murió y resucitó, y sobre el cual la muerte 
ya no tiene ningún imperio. Para prevenir otra equivocación, 
subrayemos que «Cuerpo de Cristo» designa a Cristo según su 
humanidad - cuerpo y alma - y según su divinidad. No hay que leer 
pues esta palabra como si designara el cuerpo de carne de Cristo con 
exclusión de su alma y de su divinidad. Bajo la palabra «cuerpo», la 
mentalidad semítica comprende el ser concreto entero.
Queda por sacar la conclusión, por sorprendente que parezca. 
Pablo afirma que la Iglesia, asamblea de los fieles y organismo visible, 
en los cuales los ministros constituyen una jerarquía, se identifica con 
el Cristo de la historia, actualmente resucitado y glorificado. Tal es el 
sentido inmediato que puede sacarse al lenguaje paulino.

¿Identificación entre Cristo y la Iglesia?. -.La afirmación de que la 
Iglesia es el Cuerpo de Cristo es desorientadora, si se retiene de ella el 
sentido real. Que haya provocado una oposición cerrada es cosa que 
no puede extrañar. Pues al fin y al cabo la cuestión es la siguiente: 
¿hay que tomar en serio el verbo «ser» en esta frase, y creer que san 
Pablo quiso decir a los cristianos que existe una verdadera identidad 
entre Cristo y la Iglesia? 
Habremos dado un paso hacia la respuesta si nos vemos obligados a 
constatar que todo el «evangelio» de Pablo conduce al reconocimiento 
de esta identidad, y que por consiguiente la afirmación «la Iglesia es el 
Cuerpo de Cristo» no es en su doctrina un bloque heterogéneo, una 
especie de aerolito.
Unas notas bastarán. Nadie puede dudar que en san Pablo se 
encuentran frecuentemente expresiones como ésta: ser cristiano es 
estar sumergido en Cristo, estar unido a Cristo en su muerte, en su 
resurrección, estar incluido en su misterio. Un texto lo dirá más 
elocuentemente que todo comentario:

«Si hemos sido injertados con él por medio de la representación de su 
muerte, igualmente lo hemos de ser representando su resurrección» 
(Romanos, 6, 5).

Esta frase del Apóstol fue escrita con ocasión del bautismo. En 
efecto, por el bautismo se produce este acontecimiento (Romanos, 6, 
1-8). Pero se produce también por la Eucaristía:

«El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre 
de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la participación del cuerpo del 
Señor?» (1 Corintios, 10, 16-17).

Si Pablo afirma la unión con Cristo, no la entiende en absoluto en un 
sentido puramente moral, como simple unión de pensamiento y de 
afecto, sino en un sentido mucho más profundo, que hay llamar un 
poco burdamente «ontológico». Escribió, en efecto: «Si hemos sido 
injertados en Cristo ... », y en otra parte: «Si Cristo está en vosotros ... 
» (Romanos, 8, 10), «y yo vivo, o más bien, no soy yo el que vivo, sino 
que Cristo vive en mí (Gálatas, 2, 20), «somos hechura suya, criados 
en Jesucristo ... » (Efesios, 2, 1 0). Se multiplicarían fácilmente las citas 
de este género.
En una palabra, hay en los escritos de Pablo, cuando tratan de las 
relaciones con Cristo, un realismo indiscutible, muy desorientador para 
un espíritu moderno. Este realismo se resume en una fórmula breve, 
que es característica de la manera del Apóstol: «En Cristo», «en Cristo 
Jesús». Este realismo no puede ser endulzado, si se quiere 
comprender la significación del pensamiento paulino.
¿Qué se encuentra pues bajo estas fórmulas tan realistas? ¿Quiere 
Pablo dar a entender a los cristianos: «Sois una reunión de hombres 
que es Cristo en verdad, y la Iglesia es un cuerpo vivo por el que 
circula misteriosamente la propia vida de Cristo»? Esto es 
efectivamente lo que el Apóstol quiere inculcar a los primeros fieles de 
Jesús.
¿Pero qué realidad se oculta en esta misteriosa identidad? Para 
hacerlo comprender, Pablo explicaba también: la propia vida del Señor 
es transferida a sus fieles, de suerte que «vuestra vida está oculta con 
Cristo en Dios» (Colosenses, 3, 3; Romanos, 6, 1 l), pues también 
Cristo a su vez está ya oculto en Dios. Dicho de otro modo, «su palabra 
(es decir, el pensamiento y la volun tad de Jesús) reside en vosotros 
en abundancia» (Colosenses, 3, 16). Animados por la vida del Señor, 
instruidos por su pensamiento, conducidos por su amor, «somos 
hechura suya, criados en Jesucristo para obras buenas, preparadas 
por Dios desde la eternidad para que nos ejercitemos en ellas» 
(Efesios, 2, 10), "unidos a él como a vuestra raíz, y edificados sobre él» 
(Colosenses, 2, 7-, 11 Corintios, 5, 17).
Hay pues coexistencia de Cristo y de los fieles en la Iglesia. 
Podríamos decir igualmente: presencia de Cristo en los fieles, puesto 
que «en vuestros corazones habita Jesucristo, por la fe» (Efesios, 3, 
17). Diríamos también con la misma exactitud: presencia de los fieles 
en Cristo, puesto que los bautizados son «criados en Jesucristo», 
subsisten cristianos en Cristo glorificado. Coexistencia y copresencia.
También es Cristo el único Viviente que constituye la unidad de 
todos: «Todos vosotros sois una cosa en Jesucristo» (Gálatas, 3, 28; 
asimismo «no hay sino un Cuerpo y un Espíritu» (Efesios, 4, 4).
En otras circunstancias, Pablo repite el mismo pensamiento, pero lo 
desarrolla en una pespectiva histórica, en que se extiende el 
crecimiento de la Iglesia, en la que el mismo Cristo adquiere toda su 
talla en el crecimiento de la Iglesia. Horizonte inmenso y revelación 
inaudita, al pie de la letra.
Según el Apóstol, Cristo, considerado en su total verdad, no es 
solamente la individualidad, limitada en el tiempo y en el espacio, que 
encontraron los fariseos o los humildes de Palestina, sino que abarca 
la colectividad eclesial, se extiende hasta el término de la historia, 
desbordando las fronteras políticas o geográficas. Así Cristo hállase en 
devenir, Hombre Nuevo o -si se prefiere- Humanidad nueva en busca 
de sus miembros (Efesios, 4, 15). En esta perspectiva, la Iglesia es el 
espacio humano que Cristo llena (Efesios, 1, 22), ella es el Cuerpo que 
la vitalidad divina de Cristo fuerza a crecer para «construirse él mismo 
en la caridad» (Efesios, 4, 16), ella es el tiempo en que Cristo se da 
progresivamente su propia perfección y edifica el «Hombre perfecto» 
(Efesios, 4, 13), que es el Cristo Total.
En una palabra, Cristo se ha dado entero al mundo con Jesús de 
Nazaret y sin embargo no se ha dado entero, ya que le faltan 
demasiados de sus miembros humanos para ser llamado ya «el 
Hombre perfecto». Hay que esperar pues con firme esperanza el 
advenimiento de Cristo en su plenitud. Este advenimiento se realiza en 
la Iglesia, en tanto que ella «crece de todas maneras hacia Él que es 
su Cabeza, Cristo» (Efesios, 4, 15), por sus «vasos y conductos de 
comunicación», «a fin de que trabajen en la perfección de los santos 
en las funciones de su ministerio» (Colosenses, 2, 9; Efesios, 4, 12).
Un célebre texto de san Pablo resume y concentra su pensamiento: 
«La Iglesia, escribe, ...es su Cuerpo (de Cristo), el Pleroma (es decir, la 
Plenitud) en el cual Aquel que lo completa todo en todos halla el 
complemento» (/Ef/01/23). Dos sentidos son posibles para este texto.
Según el primero, la Iglesia es el espacio llenado por Cristo. La 
Iglesia es plenitud porque Cristo la llena con su presencia. Según la 
segunda interpretación, la Iglesia es el espacio en que Cristo se realiza 
él mismo 1. 
En el primer caso, la Iglesia es colmada y por tanto completada por 
Cristo; en el segundo, ella completa a Cristo. Una y otra interpretación 
designan la misma Iglesia, organismo jerárquico, conjunto de 
ministerios, ejercicio de poderes diferentes, asamblea de fieles. Esta 
Ekklesia es Cristo. La completa porque es homogénea a su Cabeza y 
prolonga a Cristo en el tiempo; es completada por Cristo porque 
depende de la Cabeza y se ve colmada por la plenitud de Cristo.
Pablo da a esta verdad un relieve sorprendente. Él no había 
olvidado lo que comprendió en el camino de Damasco, cuando Cristo 
se reveló al perseguidor de la Iglesia: «Yo soy aquel a quien tú 
persigues» (Hechos, 9, 5). Pablo ahora lo veía, Cristo y la Iglesia son 
una sola cosa, puesto que atacar a ésta es injuriar a Aquél.
Por otra parte, Cristo durante su vida terrestre había pronunciado 
palabras que anunciaban la misma verdad, pero como en sordina. 
Había dicho a los que enviaba en misión: «Quien os escucha me 
escucha» (Lucas, 10, 16), y a los Doce, después de haber 
determinado sus poderes: «Quien os recibe me recibe» (Mateo, 10, 
40-, cf. Marcos, 9, 17, Lucas, 9, 48). San Juan, por su lado, refiere una 
frase análoga: «Quien recibe al que yo enviare, a mí me recibe» (13, 
20). Hay pues ciertamente, entre Cristo y sus enviados, una verdadera 
continuidad.
Pero el discurso de Jesús sobre la verdadera Viña profundiza estas 
perspectivas (Juan, 15). En esta exposición, en efecto, Cristo enseña 
que la solidaridad entre él y sus discípulos trasciende todos los lazos 
jurídicos, que es una simbiosis, una comunidad de vida, una comunión 
con la vida misma del Padre y del Hijo (Juan, 17, 21-23, 26). Es pues 
inevitable. Sin embargo, afirma Cristo, la comunión de los fieles en Dios 
se expresará visiblemente en la unidad de los fieles gobernados por el 
pastor Pedro (Jn, 12, 21-23; cf. 21, 15-17).

IV. ¿Cómo se realiza esto?
Si bien sólo a la luz divina debemos el poseer la verdad sobre el 
Cuerpo de Cristo, no nos está prohibido tratar de comprender la 
realidad que Dios revela, tanto como está permitido a la flaqueza 
humana. Así la Virgen María preguntaba al arcángel Gabriel que le 
anunciaba el misterio de la Encarnaciói: «¿Cómo ha de ser esto?» 
Asimismo nosotros le preguntamos: «¿cómo es que Cristo e Iglesia 
pueden identificarse de alguna manera?» A nuestra pregunta, como a 
la de la Virgen María, se da la respuesta: «Vendrá el Espíritu Santo...» 

Tal es el principio de toda respuesta en esta indagación. El Misterio 
de la Encarnación como el Misterio de la Iglesia remiten el creyente al 
Espíritu. En él todas las cosas divinas, imposibles para el hombre, se 
cumplen fácilmente y con suavidad. Ésta es la explicación que daba 
san Agustín a los oyentes de sus sermones 7.

En el Espíritu Santo, La Iglesia Cuerpo de Cristo. - Puesto que san 
Agustín, doctor del Cuerpo Místico, nos invita a ello, reflexionemos 
sobre el papel del Espíritu.
I/ES: En la Santísima Trinidad, el Espíritu es el lazo de amor que une 
eternamente el Padre y el Hijo. El Espíritu es para el Padre y el Hijo su 
«nuestro amor» subsistente y personal. En él y por él se realiza la 
comunicación perfecta entre el Padre y el Hijo, «comercio admirable» 
que muy difícilmente evoca la comunicación entre las personas 
humanas, aun cuando la llamemos completa. El Espíritu Santo es la 
unidad amante en Dios, el amor recíproco entre el Padre y el Hijo.
Así pues el Espíritu Santo es esencialmente Dios comunicable, Dios 
«dable», si está permitido hablar as!. San Cirilo de Alejandría intentaba 
expresar estas cosas con una bonita metáfora: «El Espíritu Santo es 
como el Perfume de la Esencia de Dios; perfume vivo de Dios; perfume 
vivo y activo que trae a las criaturas lo que es de Dios y les asegura 
por sí mismo la participación de la Substancia que está por encima de 
todo» 8. Asimismo, como afirmaba santo Tomás, el nombre más 
expresivo del Espíritu Santo es el de «Don», mientras que Agustín le 
llama, en el mismo sentido, «la Gracia», es decir, el Beneficio gratuito, 
el Favor divino 9. Todas estas denominaciones intentan expresar que 
Dios se comunica por el Espíritu, se derrama y se da en participación 
en el Espíritu Santo.
Ahora bien, el Paráclito es, desde la Anunciación, el Espíritu del hijo 
de María, del Hombre Dios 10. Fue dado a Jesús de Nazaret, como a 
ningún hombre. Irrevocablemente, ya que «Jesús vive eternamente» 
(Hebreos, 7, 24).
También el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesús, hace a Cristo 
comunicable. Lo hace «dable» y de hecho lo derrama. Gracias al 
Paráclito, Jesús puede convertirse en «nuestro», ser «nosotros» en 
cierta forma muy real: «Cuando somos iluminados por el Espíritu, es 
Cristo quien en él nos ilumina... Bebiendo el Espíritu, nos hallamos con 
que bebemos a Cristo» 11. Así pues, recibir al Paráclito es hacerse 
conforme a Jesucristo (Romanos, 8, 29), es introducirse en Jesucristo, 
puesto que Jesucristo mismo se introduce en el hombre con su Espíritu 
y vive en el hombre por su Espíritu: «únicamente por el Espíritu, Cristo 
se forma en nosotros y graba en nosotros sus propios rasgos, 
haciendo así revivir en la naturaleza del hombre la belleza de la 
divinidad 12.
En efecto, ¿acaso quien viene al hombre no es el Espíritu, el mismo 
para Cristo y para los fieles? «Todo entero en la Cabeza, se halla 
también entero en cada uno de sus miembros 13.
De Cristo a la Iglesia pasa el Espíritu, ambiente divino en que se 
realiza la simbiosis del Cuerpo y de la Cabeza. Así la Iglesia puede 
decir con la misma verdad que cada uno de sus miembros: «Yo vivo, o 
más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí» (Gálatas, 2, 
20). En el Espíritu, por lo tanto, y sólo en el Espíritu, cada uno de los 
miembros del Cuerpo se une a los demás miembros (Efesios, 2, 17-, 2, 
22). «Así estamos los unos en los otros todos y cado uno en el 
Espíritu, puesto que hemos sido bautizados en un solo Cuerpo en el 
Espíritu», escribe san Basilio, mientras que Agustín declara: «Es el 
mismo Espíritu Santo quien nos une». La transfusión del único 
Paráclito de Cristo a la Iglesia realiza la unión entre Cristo y la Iglesia.
Empleando este lenguaje, hemos intentado penetrar el pensamiento 
de Pablo: «Hemos sido injertados con él» (Romanos, 6, 5). Hemos 
empleado imágenes biológicas, como el propio san Pablo. Mas para 
profundizar más el sentido de la Revelación en este punto, podemos 
tomar otro camino y aclarar el cuadro de la existencia sobrenatural de 
la Iglesia. He aquí alguno de sus rasgos.
En el Espíritu las almas cristianas reciben la luz sobre Cristo, 
reconocen y confiesan que él es el Señor (Corintios, 12, 3). Así Cristo 
se hace habitante de los espíritus convertidos a su Verdad (Efesios, 3, 
16-17). También en el Espíritu son transmitidos a los miembros de la 
Iglesia los deseos del Señor y sus intenciones, que se convierten en 
deseos e intenciones de ellos. En el Espíritu se mantiene la propia 
plegaria de Jesús: «Abba, Padre» (Gálatas, 4, 6; Romanos, 8, 15). En 
el Espíritu los fieles contemplan al Hijo de Dios, se adhieren a él, pues 
«el Espíritu no lo muestra desde fuera, sino que conduce a conocerlo 
en él» 14. Es también el Espíritu Santo el que comunica al alma 
cristiana la caridad cuya fuente es el mismo Dios. El amor de Dios es 
derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado 
(Rm, 5, 5). Por el Espíritu desciende pues en el alma la caridad que 
viene de Dios y le pertenece todavía, aun cuando se nos haya dado 
(Juan, 17, 26). En el Espíritu es concedido el amor que se mueve en 
Jesucristo, que es su vida antes de ser la nuestra y que sigue siendo 
su vida, aun cuando se convierta en la nuestra.
Así pues, no es nada sorprendente que el amor sobrenatural impulse 
a los cristianos a imitar el amor del Hijo a su Padre del Cielo y a sus 
hermanos de la tierra: compasión con respecto a los débiles y los 
pobres, perdón de las ofensas, abnegaciones ocultas, sacrificios 
absolutos... Así, en el Espíritu, el Cristo Cabeza se hace existir en sus 
miembros, mejor o peor por causa de nuestra culpa, pero realmente, 
por su omnipotencia.
Por tener en el Espíritu los mismos sentimientos que Cristo, por vivir 
en el Espíritu Santo de la misma vida que Cristo, la Iglesia es el tiempo 
y el espacio en que Cristo prolonga su existencia de Hijo de Dios. «Así 
el Cuerpo de Cristo es la Iglesia. Así como el cuerpo y la cabeza son un 
solo hombre, así (Pablo) declara que Cristo y la Iglesia son una sola 
realidad "en el Espíritu» 15. Para expresar esta verdad brevemente, 
los Padres de la Iglesia y los teólogos católicos declaran: el Espíritu 
Santo es el alma de la Iglesia. Esto indica lo suficiente que el Alma de 
la Iglesia no se sitúa primero en el nivel humano, natural y creado, sino 
que es Increada, Eterna, Divina.

En el Espíritu Santo, Jesús es la Cabeza de la Iglesia. -El Espíritu 
Santo comunica a la Iglesia Cristo, lo derrama, lo universaliza en 
cuanto la Iglesia es universal, lo temporaliza en cuanto la Iglesia está 
en el tiempo. Así, en el Espíritu Santo, Cristo y la Iglesia se identifican 
misteriosa y sobrenaturalmente.
Decir esto no es desconocer ni mucho menos que Cristo es en la 
Iglesia la Cabeza, el Jefe, el Primero. No igualamos Cristo y los 
miembros terrestres de su Cuerpo. Jesucristo es el «Primogénito». 
como dice san Pablo; todos los miembros de la Iglesia, incluido el Papa, 
no son sino sus humildes «hermanos». Sólo Cristo es el Primero y sólo 
Cristo posee el derecho de enviar el Espíritu Santo, una vez adquirido 
este derecho por su muerte. Sólo él puede así elevar la Iglesia al rango 
de Esposa y hacer de ella su Cuerpo (Efesios, 5, 25 y ss.), porque sólo 
él puede pedir el Espíritu y ser escuchado con seguridad (Juan, 14, 16; 
16, 7).
Desde que la Iglesia es Iglesia, Cristo no cesa pues de enviarle el 
Espíritu de Dios, que es su Espíritu. En el Paráclito, el Señor mueve a 
la Iglesia, la gobierna, la orienta, la dirige. Él es la Cabeza, que piensa 
el camino para el Cuerpo, que decide el camino para el Cuerpo. En el 
sentido estricto de «gobernar» y de «orientar», Cristo es 
absolutamente el único que lo hace real y eficazmente. Nadie más lo 
hace en su Cuerpo.
¿Qué queremos decir con esto? Que Cristo rige su Iglesia 
inmediatamente, inspirando a los miembros de su Cuerpo, en el 
Espíritu, el activarse, el consagrarse al servicio de su gloria. A veces 
Cristo suscita en ellos una acción más adaptada a las circunstancias, 
iniciativas conformes a necesidades nuevas o más urgentes. En todos 
los casos es sólo la Vida del Señor la que crece en los miembros de su 
Cuerpo, como antaño se desplegaba en Jesús, frente a la 
muchedumbre, ante los sumos sacerdotes, ante los fariseos o ante 
Pilatos. Y siempre el Cristo Cabeza inspira a todos el mismo deseo: 
«Padre, glorifica Tu Nombre» (Juan, 12, 28). Enviando su Espíritu, 
Cristo no cesa de iluminar la fe, de despertar la esperanza, de avivar la 
caridad. ¿No es Él «el pastor y el obispo de nuestras almas» (1 Pedro, 
2, 25)? El gobierno de la Iglesia por la Cabeza se realiza aqui a manera 
de invitación secreta, de inspiración interior, de moción invisible que el 
Espíritu Santo derrama en toda la Católica, tanto sobre el laicado como 
sobre la jerarquía.
J/CABEZA-I: I/CABEZA-X: Decir que Cristo es la Cabeza de la Iglesia 
es decir también otra cosa. Es afirmar que, en el Espíritu, Jesús rige su 
Iglesia mediatamente y de forma ordinaria por medio de los sucesores 
de Pedro y de los Apóstoles. Éstos, en efecto, fueron constituidos 
instrumentos visibles al servicio de Cristo, a fin de que por ellos, 
visiblemente, el Señor ejerciera su regencia y diera vida, movimento, 
crecimiento a su Cuerpo. El gobierno de Jesucristo penetra así, pues, a 
través de las mediaciones contingentes que son los hombres de la 
Iglesia, se encarna asimismo en las formas históricas. Papas y obispos 
no son sino hombres, y no obstante, por su mediación, el Señor dirige 
el Cuerpo entero. No son sino instrumentos. No son en absoluto los 
equivalentes de Cristo -¿es preciso decirlo?-. El Papa no es el 
«substituto» de Cristo, como si hubiese en la Iglesia dos cabezas, 
Cristo antes y el Papa hoy. Una suposición tal sería absurda y 
blasfema. En verdad, sólo Cristo puede ser llamado Cabeza de la 
Iglesia.

V. Momento en que la Iglesia se hace y permanece 
«Cuerpo de Cristo»
¿Dónde se hace la Iglesia Cuerpo de Cristo? ¿Cuándo ocurre esto? 
Sin duda, una respuesta a esta pregunta se ha dado virtualmente más 
arriba. Pero conviene presentarla explícitamente.
Y es ésta. La Iglesia ha recibido del Hijo de Dios su constitución de 
cuerpo de Cristo de dos maneras diferentes. Lejos de oponerse, son 
solidarias una de otra. La primera es visible, institucionalmente se 
cumple cuando Cristo determina las estructuras del nuevo Israel, su 
misión, sus poderes, sus deberes. La segunda se sitúa en el misterio 
Redentor del mismo Cristo, Pasión y Resurrección, con la brillante 
manifestación del Pentecostés.

La misión jurídica. -La misión jurídica se halla en el origen de la 
Iglesia Cuerpo de Cristo. A veces se quería apartar esta verdad, tan 
humilde y desproporcionado parece el acto institucional, con lo que 
tiene de jurídico y de histórico, a la grandeza trascendente: Cuerpo de 
Cristo. No obstante, la verdad está aquí al desnudo. La institución 
jurídica es el lazo primordial que une la Iglesia a Jesús y le da una 
aptitud radical para convertirse en el Cuerpo de Cristo en toda su 
verdad. San Pablo será el árbrito de la disensión. Si alguien tiene 
alguna palabra que decir en la doctrina del Cuerpo de Cristo, es 
precisamente él.
Ahora bien, cuando expone esta doctrina, el Apóstol establece 
explícitamente la relación con la institución realizada por Cristo. Ésta no 
tenía otro fin que procurar la existencia del Cuerpo de Cristo y su 
vitalidad conquistadora:
«Y así él mismo a unos ha constituido apóstoles, a otros profetas y a 
otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen 
en la perfección de los santos en las funciones del ministerio, en la 
edificación del Cuerpo de Cristo» (Efesios, 4, 11-12).
Además, el mismo trabajo no es un elemento adventicio y 
heterogéneo al Cuerpo de Cristo, puesto que precisamente la función 
de los ministerios y del trabajo es procurar el crecimiento del Cuerpo. 
Pablo que acaba de decirlo lo repite de otra forma:
«Todo el cuerpo trabado y conexo entre sí recibe por todos los 
vasos y conductos de comunicación, según la medida correspondiente 
a cada miembro el aumento propio del cuerpo» (Efesios, 4, 16; cf. 
Colosenses, 2, 19).
Un poco antes, Pablo había marcado ya la misma relación entre la 
fundación institucional, jerárquica, y el Cuerpo vivo de Cristo cuando 
escribía:
«Estáis edificados (vosotros, el Cuerpo) sobre el fundamento de los 
apóstoles y profetas» (Efesios, 2, 20; cf. 2, 16). En realidad, San Pablo 
había expresado la misma convicción, aunque rápidamente y de forma 
implícita, en la primera parte de la epístola a los Corintios (12, 27-28).
En estos diversos textos, Pablo no hace más que repetir y 
desarrrollar la enseñanza de Jesús mismo. En efecto, Cristo había 
declarado: «En verdad os lo digo, quien recibe al que yo enviare, a mi 
me recibe» (Juan, 13, 20). Estas pocas palabras afirman la identidad 
entre los discipulos y el Señor, porque éstos son enviados por su 
Maestro. En varias ocasiones, Jesús repitió esta enseñanza. Tiende 
realmente a subrayar que la identidad entre Maestro y discípulos se 
funda en la misión dada, en el acto constitucional (Mateo, 10, 40; cfr. 
Lucas, 10, 16).
No puede discutirse pues, que la esencia de la Iglesia, Cuerpo de 
Cristo, se encuentra ya implicada, anunciada, realizada precisamente 
en virtud de la misión jurídica que la constituye.

El Misterio redentor. -Pero sólo en el Misterio redentor la Iglesia se 
completa como Cuerpo de Cristo, según toda la verdad.
En efecto, sobre el madero de la Cruz, Cristo merecía a un elevado 
precio ser la Cabeza de su Iglesia, mereciendo darle su Espíritu y su 
vida.
Desde entonces, el pequeiío grupo de los Apóstoles ya no es 
simplemente un círculo de amigos alrededor de Cristo, sino que es el 
organismo sobrenatural por donde circula la vida del Señor. Todos los 
que en el futuro se agregarán al grupo original acrecentarán el Cuerpo 
aldheriéndose a la Cabeza. A este Cuerpo entero, que crece de 
tamaño y edad, la Cabeza envía el Espíritu, como prometió. Con el 
Espíritu transmite a todos sus miembros «sus insondables riquezas», 
luz, amor, fuerza, sabiduría... Una vez realizada la Redención, en todos 
los fieles penetra la vida del Sefior. De la Cabeza deriva hacia aquellos 
que dependen de la comunidad eclesial, hace de ellos miembros vivos 
de Cristo. Y todos juntos, reunidos por su gracia, son el Cuerpo del Hijo 
de Dios, la Iglesia.
Muriendo y resucitando, el Señor se unía a la Iglesia para siempre y 
hacía de ella su Cuerpo (Efesios, 5, 24). «Todos vosotros sois una sola 
cosa en Cristo Jesús» (Gálatas, 3, 28). En adelante, «vosotros sois el 
cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros» (1 Corintios, 
12, 27), ya que el Espíritu es común al Jefe y a los fieles.
Desde entonces también, en la Redención, la Iglesia recibe el poder 
de irradiar la fuerza redentora de Cristo, así como el cuerpo del Hijo del 
Hombre, antes, dejaba «salir de él una fuerza» curativa (Lucas, 8, 46). 
¿Cómo podía ser de otro modo? Si la Iglesia se ha convertido en 
Cuerpo de Cristo, ¿cómo no había de ser instrumento de salvación? 
Por ella, Jesús resucitado sigue obrando sobrenaturalmente. Por su 
Cuerpo, la Cabeza instruye y rescata. Cuando el Cuerpo realiza los 
gestos redentores deseados por la Cabeza, entonces la salvación se 
esparce hacia la humanidad; cuando habla, es el Jefe quien habla 
(Lucas, 10, 16), cuando enseña, es el Espíritu de Jesús el que 
convence (1 Corintios, 2, 3-5). Desde ahora, por muy humano que sea, 
«el pequeño rebaño» prosigue la acción del Salvador, porque se ha 
hecho Cuerpo de Cristo.
Ahora bien, lo que la Iglesia es por voluntad de Jesucristo, no puede 
seguir siéndolo sin su voluntad permanente. La Iglesia es Cuerpo de 
Cristo por gracia, se mantiene Cuerpo de Cristo por gracia. Jesucristo 
se emplea pues siempre en concederle la gracia de ser Cuerpo de 
Cristo. Y lo hace en cada celebración eucarística.
Invisiblemente presente a los asistentes y al sacerdote, Cristo 
inspira el deseo y da la fuerza de hacer lo que prescribe. Pues Jesús 
se acerca, se ofrece en persona en la comunión, a fin de establecer, 
de consolidar la paz y la unanimidad entre los miembros de la 
asamblea eclesial. Con el único Señor, éstos reciben el lazo de 
fraternidad sobrenatural, se convierten en un solo Viviente con Cristo 
-en tanto que se dejen trabajar por su Espíritu... San Juan Crisóstomo, 
comentando a San Pablo (I Corintios, 10, 16-17), escribía justamente: 
«Nosotros somos este mismo Cuerpo (el de Jesucristo). ¿Cuál es este 
pan? El Cuerpo de Cristo. ¿En qué se convierten los que lo reciben? 
En Cuerpo de Cristo; no varios cuerpos, sino un solo Cuerpo»18.

VI. Conclusión
Hemos tratado de describir el misterio. Es preciso ahora expresarlo 
con alguna precisión. Luego, diremos donde se encuentra 
concretamente, en el tiempo y el espacio de nuestra humanidad, la 
Iglesia Cuerpo de Cristo.

En busca de una expresión correcta.- Para llegar a una formulación 
conveniente -aunque no exhaustiva-, es necesario primero apartar las 
representaciones aberrantes. Las hay de varias clases.
Pío XII protestaba en la enciclica Mystici Corporis contra un 
misticismo extravagante que haría de todo cristiano una personificación 
de Cristo. ¿En qué autoridad podría apoyarse un concepto tal? Jamás 
Pablo denominó «Cristo» al bautizado considerado aisladamente. 
Ninguno puede merecer este calificativo excesivo, sea cual fuere su 
función en la Iglesia, si nos tomamos el trabajo de hablar con algún 
rigor. Es la Iglesia entera la que es Cristo, según San Pablo; es la 
asamblea universal, «con sus vasos y conductos de comunicación», 
con todos sus miembros, la que es denominada Cuerpo de Cristo. Sí, 
San Pablo dijo: «Cristo vive en mi», no dijo nunca «Yo soy Cristo», lo 
cual hubiera sido un absurdo. La subjetividad de Jesucristo no se 
confunde nunca con la de los cristianos, aun cuando éstos actúen 
sobrenaturalmente.
Igualmente, hay que descartar toda expresión que sugiera el 
panteismo. El cristiano -¿es preciso decirlo?- no merece ninguno de los 
atributos divinos. Si está permitida una identificación entre Cristo y la 
Iglesia, ésta no es un derecho natural, sino un don gratuito, merecido 
únicamente por el sacrificio del Hijo de Dios. Todo es misericordia, todo 
es gratuidad. Y si, por gracia, la Iglesia no puede dejar de ser Cuerpo 
de Cristo, todo cristiano puede romper el lazo que lo une a la Cabeza 
de la Iglesia.
Hay que evitar aún otros errores. San Pablo, con su mismo lenguaje, 
descarta toda identificación grosera, que conduciría a formar una 
mezcla de Cristo y de la Iglesia. Los términos empleados por el Apóstol 
marcan claramente la distinción necesaria. Así, la imagen de la 
Cabeza: la Cabeza manda, gobierna, domina, y el Cuerpo obedece. Así 
también la imagen del Esposo y la Esposa: la unión no es amalgama y 
confusión. Lo mismo ocurre, en fin, cuando escribe el Apóstol que la 
Iglesia es el Pleroma de Cristo. Sea cual fuere su interpretación, estas 
palabras implican que la Iglesia no desaparece en Cristo, puesto que 
precisamente ella lo completa y puesto que ella es colmada por Cristo. 
La identidad entre Cristo y la Iglesia no es, pues, «física». Esto sería 
declarar equivalentemente que las personas humanas quedan abolidas 
en el Cuerpo de Cristo.
La unión de la Iglesia y de Cristo no tiene, pues, esencialmente nada 
que ver con la unión hipostática. Sin duda ésta es un término de 
comparacióii que puede ayudar a entrar en la comprensión del misterio 
de la Iglesia. Pero si la fórmula del teólogo Moehler -«La Iglesia es la 
Encarnación continuada» - quisiera decir unión hipostática entre Cristo 
y la Iglesia, habría que recusarla absolutamente. La Iglesia, en efecto, 
no está unida a Dios según la persona, sino según ciertas 
operaciones.
Sin embargo, para evitar estos errores, no es preciso pasar al 
extremo opuesto y reducir la expresión: «la lgIesia es el Cuerpo de 
Cristo» a una simple metáfora, y la solidaridad entre Cristo y los 
cristianos a una simple unión «moral». Esto no sería por definición sino 
el conocimiento de Cristo, la adhesión a su persona, la obediencia a 
sus mandamientos. Pablo no reconocería su pensamiento bajo este 
disfraz.
¿Qué decir, pues, si uno quiere expresarse correctamente? 
Simplemente esto: la unión entre Cristo y la Iglesia es una realidad 
única, que no encuentra ningún equivalente en nuestra experiencia. La 
unión entre la Cabeza y el Cuerpo es misteriosa, por más que podamos 
encontrar alguna analogía de ella en la unión de los miembros del 
cuerpo humano, en la unión del hombre y de la mujer en el matrimonio. 
Porque es sobrenatural, escapa a nuestra comprensión intelectual. Así, 
pues, nos limitamos a llamarla «mística», es decir, supraintelectual, 
supranatural.
Pero no hay que ver en este adjetivo que la unión entre Cristo y la 
Iglesia sea irreal. Es más real que las uniones de la tierra, puesto que 
es operada por la Omnipotencia divina y consolidada en ella. Más real 
que otra unión cualquiera de la tierra lo es también porque la unión 
mística se funda en la fidelidad de Dios y no en la fidelidad de los 
hombres. Más real en fin, porque es una participación en la unión de 
las Personas Divinas entre si. «Que sean uno como nosotros somos 
uno», «que sean también uno en nosotros», había pedido el mismo 
Señor (Jn, 17, 21-23). La vida sobrenatural de los miembros de Cristo 
no es, pues, lo mismo que la vida de la Cabeza de la Iglesia.
La unión es tan real, tan sólida, que es indefectible. Nunca ocurrirá 
que Cristo deje de ser la Cabeza de su Cuerpo. Lejos de ello, la unión 
está llamada a aumentar. Es dada a la Iglesia como un hecho, pero 
también como una esperanza. El Cuerpo de Cristo está destinado a 
«crecer de todas maneras hacia aquel que es la Cabeza, Cristo» 
(Efesios, 4, 15), hasta la plenitud de su talla, al término de la Historia.

¿Dónde está el Cuerpo Místico de Cristo? - Si esto es así, si el 
Cuerpo de Cristo es a la vez un presente y un futuro, ¿en qué tiempo y 
en qué lugar se encuentra realmente el Cuerpo de Cristo? ¿En el 
futuro escatológico y en la visión beatífica? ¿En el curso de nuestra 
historia terrestre? ¿Y en qué punto de esta historia? 
Esta cuestión no adquirió importancia sino a partir de la Reforma. 
Cuando los protestantes disociaron el «Cuerpo de Cristo» y la 
comunidad jerárquica, se planteaba este problema: si el Cuerpo de 
Cristo no es esta comunidad visible y jerárquica, ¿dónde está? La 
Reforma contestaba que el Cuerpo de Cristo es realidad interior, 
justificación y unión espiritual a Cristo. De este modo el Cuerpo de 
Jesucristo se hacía invisible.
Después de lo que hemos leido en las epístolas de san Pablo, 
¿quién no ve la flagrante infidelidad al pensamiento paulino? Jamás el 
Apostol aplica la noción de Iglesia Cuerpo de Cristo solamente a la 
clase de los justificados o de los predestinados, menos aún solamente 
de los elegidos. «Cuerpo de Cristo» es una definición, concisa en las 
palabras, amplia en la significación, que expresa a la vez el aspecto 
visible e invisible, las funciones ministeriales y la unión sobrenatural de 
los miembros entre sí y con la Cabeza, que recuerda el origen 
histórico-jurídico, a saber la institución realizada por Cristo y fundada 
en los Apóstoles (comp. con Juan, 15, 16).
Por ello el Cuerpo de Cristo no puede realizarse plenamente sino 
donde la asamblea de los fieles se une a los Apóstoles por medio del 
lazo de la fe, de la obediencia y de los sacramentos. No puede serlo 
auténticamente allí donde falte uno de estos tres elementos. Solamente 
pues en la Iglesia una, santa, católica, apostólica y romana se realiza 
de manera presente el Cuerpo de Cristo en la verdad total 19. Es esta 
doctrina la que recuerda Pío XII en la encíclica Mystici Corporis. 
Pertenece a la fe católica 20. «Así pues, están en un peligroso error 
los que creen poder pertenecer a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sin dar 
su fiel adhesión a su Vicario en la tierra» 21. San Agustín había dicho 
antaño en el mismo sentido: «Que se hagan pues Cuerpo de Cristo, si 
quieren vivir del Espíritu de Cristo. Nadie vive del Espíritu de Cristo, 
sino el Cuerpo de Cristo» 22.

Epílogo. - Así, cuando decimos que la Iglesia una, santa, católica, 
apostólica y romana es el Cuerpo de Cristo, decimos dos cosas 
esenciales. La primera es ésta: la Iglesia es una realidad humana, 
sociológica, histórica. Y la segunda, ésta: esta humilde realidad es 
habitada por la vida de Cristo, vive de ella y la extiende a lo lejos, cada 
vez más lejos. Por ello la fe no duda en escuchar a Pablo y en 
identificar místicamente Cristo y la Iglesia. No es preciso pues cortar en 
la Católica entre las realidades históricas y la realidad divina, como si 
fueran extrañas una a otra. Es el conjunto, la conjunción de estas dos 
realidades, la humana y la divina, lo que constituye en toda verdad el 
Cuerpo de Cristo, es decir el misterio de la Iglesia Católica.
Esto expresa también el Designio Redentor universal.

ANDRÉ DE BOVIS
LA IGLESIA Y SU MISTERIO
Editorial CASAL I VALL
ANDORRA-1962.Págs. 55-79

....................
1. Estas frases esquematizan y endurecen, reconozcámoslo, el pensamiento 
protestante, que en este punto es actualmente complejo y movible. 
2. Encíclica Haurietis aquas, Acta Apostolicae Sedis 48 (1956), pág. 328.
6. La primera interpretación es más segura desde el punto de vista exegético. 
La segunda se ha ganado en su favor la adhesión de los Padres de la Iglesia. Se 
comprende, ya que precisamente es coherente con el conjunto del pensamiento 
paulino en la epístola a los Efesios, donde Pablo muestra que Cristo está en 
camino de terminación, que debe llegar a la plenitud de su edad.
7. Sermo 71, 12, 28; P. L., 38, 460; íd., 23, 37; P. L., 38, 466; íd., 258, 2; P. L., 38. 
1232.
8. In Joannem XI, 2; P. G., 74, 452-453. Cf. Santo Tomás, Contra Geiitiles, IV, 
cap. 21.
9. Sermo 144, 1, 1; P. L., 40, 191.
10. Cf. Romanos, 8, 9; II Corintios, 3, 17; Gá!atas, 4, 6, textos que recuerda la 
encíclica Mystici Corporis, Acta Apostolicae Sedis 35 (1943), pág. 219.
11. San ATANASIO, Primera carta a Serapion, 19; P. G., 26, 573-576.
12. San CIRILO DE ALEJANDRÍA, Thesaurus, 34 ; P. G., 75, 609.
13. Mystici Corporis, Acta Ap. Sed. 35 (1943), pág. 219.
14. SAN BASILio, De Spiritu Sancto, 47; P. G., 32, 153.
15. SAN JUAN Crisóstomo, In 1 am ep. ad Corinthios, Hom. 30, nº 1; P. G., 61, 
250; cf. Santo Tomás, In III Sentent., D. 13, q. 2, a. 1, ad. 2.
18. In 1 am Ep. ad Corinthios, Hom., 24, nº. 2; PG., 61, 200.
19. Hablando en términos rigurosos, diremos que el Cuerpo de Cristo no se 
realiza adecuadamente sino en la Iglesia Católica. Esto supone que el Cuerpo de 
Cristo puede encontrar realizaciones inadecuadas, en grados diversos, fuera de la 
Iglesia Católica. Es el caso, Evidente, de la Ortodoxia grecorrusa,
20. Antes de Pío XII, Pío IX enseña la misma doctrina en 1861, Clemente VIII en 
1595. Pío XII la repite, después de Mystici Corporis, en la encíclica Orientales 
omnes y en la encíclica Humani Generis (Acta ap. Sed., 1951, pág. 640).
21. Mystici Corporis.
22. In Johannis evangelium, tractatus 26, n.9 13; PL, 35, 1612.