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II CONCILIO DE ORANGE, 529 (en la Galia)

Confirmado por Bonifacio II (contra los semipelagianos)

Sobre el pecado original, la gracia, la predestinación

Nos ha parecido justo y razonable, según la admonición v autoridad de la Sede Apostólica, que debíamos presentar para que sean por todos observados, y firmar de nuestras manos unos pocos capítulos que nos han sido trasmitidos por la Sede Apostólica, que fueron recogidos por los santos Padres de los libros de las Sagradas Escrituras para esta causa principalmente, a fin de enseñar a aquellos que sienten de modo distinto a como deben.

[I. Sobre el pecado original.] Can. l. Si alguno dice que por el pecado de prevaricación de Adán no “fue mudado” todo el hombre, es decir, según el cuerpo y el alma en peor, sino que cree que quedando ilesa la libertad del alma, sólo el cuerpo está sujeto a la corrupción, engañado por el error de Pelagio, se opone a la Escritura, que dice: El alma que pecare, ésa morirá [Ez. 18, 20], y: ¿No sabéis que si os entregáis a uno por esclavos para obedecerle, esclavos sois de aquel a quien os sujetáis? [Rom. 6, 16] . Y: Por quien uno es vencido, para esclavo suyo es destinado [2 Petr. 2, 19].

Can. 2. Si alguno afirma que a Adán solo dañó su prevaricación, pero no también a su descendencia, o que sólo pasó a todo el género humano por un solo hombre la muerte que ciertamente es pena del pecado, pero no también el pecado, que es la muerte del alma, atribuirá a Dios injusticia, contradiciendo al Apóstol que dice: Por un solo hombre, el pecado entró en el mundo y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte por cuanto todos habían pecado [Rom. 5, 12] 3.

[II. Sobre la gracia.] Can. 3. Si alguno dice que la gracia de Dios puede conferirse por invocación humana, y no que la misma gracia hace que sea invocado por nosotros, contradice al profeta Isaías o al Apóstol, que dice lo mismo: He sido encontrado por los que no me buscaban; manifiestamente aparecí a quienes por mí no preguntaban [Rom. 10, 20; cf. Is. 65, l].

Can. 4. Si alguno porfía que Dios espera nuestra voluntad para limpiarnos del pecado, y no confiesa que aun el querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo, resiste al mismo Espíritu Santo que por Salomón dice: Es preparada la voluntad por el Señor [Prov. 8, 35: LXX], y al Apóstol que saludablemente predica: Dios es el que obra en nosotros el querer y el acabar, según su beneplácito [Phil. 2, 13].

Can. 5. Si alguno dice que está naturalmente en nosotros lo mismo el aumento que el inicio de la fe y hasta el afecto de credulidad por el que creemos en Aquel que justifica al impío y que llegamos a la regeneración del sagrado bautismo, no por don de la gracia —es decir, por inspiración del Espíritu Santo, que corrige nuestra voluntad de la infidelidad a la fe, de la impiedad a la piedad—, se muestra enemigo de los dogmas apostólicos, como quiera que el bienaventurado Pablo dice: Confiamos que quien empezó en vosotros la obra buena, la acabará hasta el día de Cristo Jesús [Phil. 1, 6]; y aquello: A vosotros se os ha concedido por Cristo, no sólo que creáis en Él, sino también que por Él padezcáis [Phil. 1, 29]; y: De gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, puesto que es don de Dios [Eph. 2, 8]. Porque quienes dicen que la fe, por la que creemos en Dios es natural, definen en cierto modo que son fieles todos aquellos que son ajenos a la Iglesia de Dios.

Can 6. Si alguno dice que se nos confiere divinamente misericordia cuando sin la gracia de Dios creemos, queremos, deseamos, nos esforzamos, trabajamos, oramos, vigilamos, estudiamos, pedimos, buscamos, llamamos, y no confiesa que por la infusión e inspiración del Espíritu Santo se da en nosotros que creamos y queramos o que podamos hacer, como se debe, todas estas cosas; y condiciona la ayuda de la gracia a la humildad y obediencia humanas y no consiente en que es don de la gracia misma que seamos obedientes y humildes, resiste al Apóstol que dice: ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? [1 Cor. 4, 7]; y: Por la gracia de Dios soy lo que soy [1 Cor. 15, 10].

Can. 7. Si alguno afirma que por la fuerza de la naturaleza se puede pensar, como conviene, o elegir algún bien que toca a la salud de la vida eterna, o consentir a la saludable es decir, evangélica predicación, sin la iluminación o inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad en el consentir y creer a la verdad, es engañado de espíritu herético, por no entender la voz de Dios que dice en el Evangelio: Sin mí nada podéis hacer [Ioh. 15, 5]; y aquello del Apóstol: No que seamos capaces de pensar nada por nosotros como de nosotros, sino que nuestra suficiencia viene de Dios [2 Cor. 3, 5] 3.

Can. 8. Si alguno porfía que pueden venir a la gracia del bautismo unos por misericordia, otros en cambio por el libre albedrío que consta estar viciado en todos los que han nacido de la prevaricación del primer hombre, se muestra ajeno a la recta fe. Porque ése no afirma que el libre albedrío de todos quedó debilitado por el pecado del primer hombre o, ciertamente, piensa que quedó herido de modo que algunos, no obstante, pueden sin la revelación de Dios conquistar por sí mismos el misterio de la eterna salvación. Cuán contrario sea ello, el Señor mismo lo prueba, al atestiguar que no algunos, sino ninguno puede venir a Él, Sino aquel a quien el Padre atrajere [Ioh. 6, 44]; así como al bienaventurado Pedro le dice: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Joná, porque ni la carne ni la sangre te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos [Mt. 16, 17]; y el Apóstol: Nadie puede decir Señor a Jesús, sino en el Espíritu Santo [1 Cor. 12, 3] 4.

Can. 9. “Sobre la ayuda de Dios. Don divino es el que pensemos rectamente y que contengamos nuestros pies de la falsedad y la injusticia; porque cuantas veces bien obramos, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros”.

Can. 10. Sobre la ayuda de Dios. La ayuda de Dios ha de ser implorada siempre aun por los renacidos y sanados, para que puedan llegar a buen fin o perseverar en la buena obra.

Can. 11. “Sobre la obligación de los votos. Nadie haría rectamente ningún voto al Señor, si no hubiera recibido del mismo lo que ha ofrecido en voto”, según se lee: Y lo que de tu mano hemos recibido, eso te damos [1 Par. 29, 14].

Can. 12. “Cuáles nos ama Dios. Tales nos ama Dios cuales hemos de ser por don suyo, no cuales somos por merecimiento nuestro”.

Can. 18. De la reparación del libre albedrío. El albedrío de la voluntad, debilitado en el primer hombre, no puede repararse sino por la gracia del bautismo; lo perdido no puede ser devuelto, sino por el que pudo darlo. De ahí que la verdad misma diga: Si el Hijo os liberare, entonces seréis verdaderamente libres [Ioh. 8, 36] .

Can. 14. “Ningún miserable se ve libre de miseria alguna, sino el que es prevenido de la misericordia de Dios” como dice el salmista: Prontamente se nos anticipe, Señor, tu misericordia [Ps. 78, 8]; y aquello: Dios mío, su misericordia me prevendrá [Ps. 58, 11].

Can. 15. “Adán se mudó de aquello que Dios le formó, pero se mudó en peor por su iniquidad; el fiel se muda de lo que obró la iniquidad, pero se muda en mejor por la gracia de Dios. Aquel cambio, pues, fue del prevaricador primero; éste, según el salmista, es cambio de la diestra del Excelso [Ps. 76, 11].

Can. 16. “Nadie se gloríe de lo que parece tener, como si no lo hubiera recibido, o piense que lo recibió porque la letra por fuera apareció para ser leída o sonó para ser oída. Porque, como dice el Apóstol: Si por medio de la ley es la justicia, luego de balde murió Cristo [Gal. 2, 21]; subiendo a lo alto, cautivó la cautividad, dio dones a los hombres [Eph. 4, 8; cf. Ps. 67, 19]. De ahí tiene, todo el que tiene; y quienquiera niega tener de ahí, o es que verdaderamente no tiene, o lo que tiene, se le quita [Mt. 25, 29].

Can. 17. “Sobre la fortaleza cristiana. La fortaleza de los gentiles la hace la mundana codicia; mas la fortaleza de los cristianos viene de la caridad de Dios que se ha derramado en nuestros corazones, no por el albedrío de la voluntad, que es nuestro, sino por el Espíritu Santo que nos ha sido dado [Rom. 5, 5]”.

Can. 18. “Que por ningún merecimiento se previene a la gracia. Se debe recompensa a las buenas obras, si se hacen; pero la gracia, que no se debe, precede para que se hagan”.

Can. 19. “Que nadie se salva, sino por la misericordia de Dios. La naturaleza humana, aun cuando hubiera permanecido en aquella integridad en que fue creada, en modo alguno se hubiera ella conservado a sí misma, si su Creador no la ayudara; de ahí que, si sin la gracia de Dios, no hubiera podido guardar la salud que recibió, ¿cómo podrá, sin la gracia de Dios, reparar la que perdió?

Can. 20. “Que el hombre no puede nada bueno sin Dios. Muchos bienes hace Dios en el hombre, que no hace el hombre; ningún bien, empero, hace el hombre que no otorgue Dios que lo haga el hombre”.

Can. 21. “De la naturaleza y de la gracia. A la manera como a quienes queriendo justificarse en la ley, cayeron también de la gracia, con toda verdad les dice el Apóstol: Si la justicia viene de la ley, luego en vano ha muerto Cristo [Gal. 2, 21]; así a aquellos que piensan que es naturaleza la gracia que recomienda y percibe la fe de Cristo, con toda verdad se les dice: Si por medio de la naturaleza es la justicia, luego en vano ha muerto Cristo. Porque ya estaba aquí la ley y no justificaba; ya estaba aquí también la naturaleza, y tampoco justificaba. Por tanto, Cristo no ha muerto en vano, sino para que la ley fuera cumplida por Aquel que dijo: No he venido a destruir la ley, sino a darle cumplimiento [Mt. 5, 17]; y la naturaleza, perdida por Adán, fuera reparada por Aquel que dijo haber venido a buscar y salvar lo que se había perdido” [Lc. 19, 10] .

Can. 22. “De lo que es propio de los hombres. Nadie tiene de suyo, sino mentira y pecado. Y si alguno tiene alguna verdad y justicia, viene de aquella fuente de que debemos estar sedientos en este desierto, a fin de que, rociados, como si dijéramos, por algunas gotas de ella, no desfallezcamos en el camino”.

Can. 23. “De la voluntad de Dios y del hombre. Los hombres hacen su voluntad y no la de Dios, cuando hacen lo que a Dios desagrada; mas cuando hacen lo que quieren para servir a la divina voluntad, aun cuando voluntariamente hagan lo que hacen; la voluntad, sin embargo, es de Aquel por quien se prepara y se manda lo que quieren”.

Can. 24. “De los sarmientos de la vid. De tal modo están los sarmientos en la vid que a la vid nada le dan, sino que de ella reciben de qué vivir; porque de tal modo está la vid en los sarmientos que les suministra el alimento vital, pero no lo toma de ellos. Y, por esto, tanto el tener en si a Cristo permanente como el permanecer en Cristo, son cosas que aprovechan ambas a los discípulos, no a Cristo. Porque cortado el sarmiento, puede brotar otro de la raíz viva; mas el que ha sido cortado, no puede vivir sin la raíz [cf. Ioh. 15, 5 ss]”.

Can 25. “Del amor con que amamos a Dios. Amar a Dios es en absoluto un don de Dios. Él mismo, que, sin ser amado, ama, nos otorgó que le amásemos. Desagradándole fuimos amados, para que se diera en nosotros con que le agradáramos. En efecto, el Espíritu del Padre y del Hijo, a quien con el Padre y el Hijo amamos, derrama en nuestros corazones la caridad” [Rom. 5, 5].

Y así, conforme a las sentencias de las Santas Escrituras arriba escritas o las definiciones de los antiguos Padres, debemos por bondad de Dios predicar y creer que por el pecado del primer hombre, de tal manera quedó inclinado y debilitado el libre albedrío que, en adelante, nadie puede amar a Dios, como se debe, o creer en Dios u obrar por Dios lo que es bueno, sino aquel a quien previniere la gracia de la divina misericordia. De ahí que aun aquella preclara fe que el Apóstol Pablo [Hebr. 11] proclama en alabanza del justo Abel, de Noé, Abraham, Isaac y Jacob, y de toda la muchedumbre de los antiguos santos, creemos que les fue conferida no por el bien de la naturaleza que primero fue dado en Adán sino por la gracia de Dios. Esta misma gracia, aun después del advenimiento del Señor, a todos los que desean bautizarse sabemos y creemos juntamente que no se les confiere por su libre albedrío, sino por la largueza de Cristo, conforme a lo que muchas veces hemos dicho ya y lo predica el Apóstol Pablo: A vosotros se os ha dado, por Cristo, no sólo que creáis en Él, sino también que padezcáis por Él [Phil. 1, 29]; y aquello: Dios que empezó en vosotros la obra buena, la acabará hasta el día de nuestro Señor [Phil. 1, 6]; y lo otro: De gracia habéis sido salvados por la fe, y esto no de vosotros: porque don es de Dios [Eph. 2, 8]; y lo que de sí mismo dice el Apóstol: He alcanzado misericordia para ser fiel [1 Cor. 7, 25; 1 Tim. 1, 13]; no dijo: “porque era”, sino “para ser”. Y aquello: ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? [1 Cor. 4, 7]. Y aquello: Toda dádiva buena y todo don perfecto, de arriba es, y baja del Padre de las luces [Iac. 1, 17]. Y aquello: Nadie tiene nada, si no le fuere dado de arriba [Ioh. 3, 27]. Innumerables son los testimonios que podrían alegarse de las Sagradas Escrituras para probar la gracia; pero se han omitido por amor a la brevedad, porque realmente a quien los pocos no bastan, no aprovecharán los muchos.

[III. De la predestinación.] También creemos según la fe católica que, después de recibida por el bautismo la gracia, todos los bautizados pueden y deben, con el auxilio y cooperación de Cristo con tal que quieran fielmente trabajar, cumplir lo que pertenece a la salud del alma. Que algunos, empero, hayan sido predestinados por el poder divino para el mal, no sólo no lo creemos, sino que si hubiere quienes tamaño mal se atrevan a creer, con toda detestación pronunciamos anatema contra ellos. También profesamos y creemos saludablemente que en toda obra buena, no empezamos nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de Dios, sino que Él nos inspira primero —sin que preceda merecimiento bueno alguno de nuestra parte— la fe y el amor a Él, para que busquemos fielmente el sacramento del bautismo, y para que después del bautismo, con ayuda suya, podamos cumplir lo que a Él agrada. De ahí que ha de creerse de toda evidencia que aquella tan maravillosa fe del ladrón a quien el Señor llamó a la patria del paraíso [Lc. 23, 43], y la del centurión Cornelio, a quien fue enviado un ángel [Act. 10, 3] y la de Zaqueo, que mereció hospedar al Señor mismo [Lc. 19, 6], no les vino de la naturaleza, sino que fue don de la liberalidad divina.

BONIFACIO II, 530-532

Confirmación del II Concilio de Orange

[De la Carta Per filium nostrum, a Cesáreo de Arlés, de 25 de enero de 531]

1... No hemos diferido dar respuesta católica a tu pregunta que concebiste con laudable solicitud de la fe. Indicas, en efecto, que algunos obispos de las Galias, si bien conceden que los demás bienes provienen de la gracia de Dios, quieren que sólo la fe, por la que creemos en Cristo, pertenezca a la naturaleza y no a la gracia; y que permaneció en el libre albedrío de los hombres desde Adán —cosa que es crimen sólo decirla— no que se confiere también ahora a cada uno por largueza de la misericordia divina. Para eliminar toda ambigüedad nos pides que corfirmemos con la autoridad de la Sede Apostólica vuestra confesión, por la que al contrario vosotros definís que la recta fe en Cristo y el comienzo de toda buena voluntad, conforme a la verdad católica, es inspirado en el alma de cada uno por la gracia de Dios previniente.

2. Mas como quiera que acerca de este asunto han disertado muchos Padres y más que nadie el obispo Agustín, de feliz memoria, y nuestros mayores los obispos de la Sede Apostólica, con tan amplia y probada razón que a nadie debía en adelante serle dudoso que también la fe nos viene de la gracia; hemos creído que no es menester muy larga respuesta; sobre todo cuando, según las sentencias que alegas del Apóstol: He conseguido misericordia para ser fiel [1 Cor. 7, 25], y en otra parte: A vosotros se os ha dado, por Cristo, no sólo que creáis en Él, sino también que padezcáis por Él [Phil. 1, 29], aparece evidentemente que la fe, por la que creemos en Cristo, así como también todos los bienes, nos vienen a cada uno de los hombres, por don de la gracia celeste, no por poder de la naturaleza humana. Lo cual nos alegramos que también tu Fraternidad lo haya sentido según la fe católica, en la conferencia habida con algunos obispos de las Galias; en el punto, decimos, en que con unánime asentimiento, como nos indicas, definieron que la fe por la que creemos en Cristo, se nos confiere por la gracia previniente de la divinidad, añadiendo además que no hay absolutamente bien alguno según Dios que pueda nadie querer, empezar o acabar sin la gracia de Dios, pues dice el Salvador mismo: Sin mí nada podéis hacer [Ioh. 15, 5]. Porque cierto y católico es que en todos los bienes, cuya cabeza es la fe, cuando no queremos aún nosotros, la misericordia divina nos previene para que perseveremos en la fe, como dice David profeta: Dios mío, tu misericordia me prevendrá [Ps. 58, 11]. Y otra vez: Mi misericordia con Él está [Ps. 88, 25]; y en otra parte: Su misericordia me sigue [Ps. 22, 6]. Igualmente también el bienaventurado Pablo dice: O, ¿quién le dio a Él primero, y se le retribuirá? Porque de Él, por Él y en Él son todas las cosas [Rom. 11, 35 s]. De ahí que en gran manera nos maravillamos de aquellos que hasta punto tal están aún gravados por las reliquias del vetusto error, que creen que se viene a Cristo no por beneficio de Dios, sino de la naturaleza, y dicen que, antes que Cristo, es autor de nuestra fe el bien de la naturaleza misma, el cual sabemos quedó depravado por el pecado de Adán, y no entienden que están gritando contra la sentencia del Señor que dice: Nadie viene a mí, si no le fuere dado por mi Padre [Ioh. 6, 44]. Y no menos se oponen al bienaventurado Pablo que grita a los Hebreos: Corramos al combate que tenemos delante, mirando al autor y consumador de nuestra fe, Jesucristo [Hebr. 2, 1 s]. Siendo esto así, no podemos hallar qué es lo que atribuyen a la voluntad humana para creer en Cristo sin la gracia de Dios, siendo Cristo autor y consumador de la fe.

3. Por lo cual, saludándoos con el debido afecto, aprobamos vuestra confesión suprascrita como conforme a las reglas católicas de los Padres.

JUAN II, 533-535

Acerca de “Uno de la Trinidad ha padecido” y de la B. V. M., madre de Dios

[De la carta 3 Olim quidem a los senadores de Constantinopla, marzo de 534]

A la verdad, el emperador Justiniano, hijo nuestro, como por el tenor de su carta sabéis, dio a entender que habían surgido discusiones sobre estas tres cuestiones: si Cristo, Dios nuestro, se puede llamar uno de la Trinidad, una persona santa de las tres personas de la Santa Trinidad; si Cristo Dios, impasible por su divinidad, sufrió en la carne; si María siempre Virgen, madre del Señor Dios nuestro Cristo, debe ser llamada propia y verdaderamente engendradora de Dios y madre de Dios Verbo, encarnado en ella. En estos puntos hemos aprobado la fe católica del emperador, y hemos evidentemente mostrado que así es, con ejemplos de los Profetas, de los Apóstoles o de los Padres. Que Cristo, efectivamente, sea uno de la Santa Trinidad, es decir, una persona santa o subsistencia, que llaman los griegos V7ró(rrQ~LS, de las tres personas de la santa Trinidad, evidentemente lo mostramos por estos ejemplos [se alegan testimonios varios, como Gen. 3, 22; 1 Cor. 8, 6; Símbolo de Nicea, la Carta de Proclo a los occidentales, etc.]; y que Dios padeció en la carne, no menos lo confirmamos por estos ejemplos [Deut. 28, 66; Ioh. 14, 6; Mal. 3, 8; Act. 3, 15; 20, 28; 1 Cor. 2, 8; anatematismo 12 de Cirilo; San León a Flaviano, etc.].

En cuanto a la gloriosa santa siempre Virgen María, rectamente enseñamos ser confesada por los católicos como propia y verdaderamente engendradora de Dios y madre de Dios Verbo, de ella encarnado. Porque propia y verdaderamente Él mismo, encarnado en los últimos tiempos, se dignó nacer de la santa y gloriosa Virgen María. Así, pues, puesto que propia y verdaderamente de ella se encarnó y nació el Hijo de Dios, por eso propia y verdaderamente confesamos ser madre de Dios de ella encarnado y nacido; y propiamente primero, no sea que se crea que el Señor Jesús recibió por honor o gracia el nombre de Dios, como lo sintió el necio Nestorio; y verdaderamente después, no se crea que tomó la carne de la Virgen sólo en apariencia o de cualquier modo no verdadero, como lo afirmó el impío Eutiques.

SAN AGAPITO I, 535-536            

SAN SILVERIO, 536 (537)—540

VIGILIO, (537) 540-555

Cánones contra Orígenes

[Del Liber adversus Origenes, del emperador Justiniano, de 543]

Can. 1. Si alguno dice o siente que las almas de los hombres preexisten, como que antes fueron inteligentes y santas potencias; que se hartaron de la divina contemplación y se volvieron en peor y que por ello se enfriaron en el amor de Dios, de donde les viene el nombre de 7lVXQ¿ (frías), y que por castigo fueron arrojadas a los cuerpos, sea anatema.

Can. 2. Si alguno dice o siente que el alma del Señor preexistía y que se unió con el Verbo Dios antes de encarnarse y nacer de la Virgen, sea anatema.

Can. 3. Si alguno dice o siente que primero fue formado el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo en el seno de la Santa Virgen y que después se le unió Dios Verbo y el alma que preexistía, sea anatema.

Can. 4. Si alguno dice o siente que el Verbo de Dios fue hecho semejante a todos los órdenes o jerarquías celestes, convertido para los querubines en querubín y para los serafines en serafín, y, en una palabra, hecho semejante a todas las potestades celestes, sea anatema.

Can. 5. Si alguno dice o siente que en la resurrección de los cuerpos de los hombres resucitarán en forma esférica y no confiesa que resucitaremos rectos, sea anatema.

Can. 6. Si alguno dice que el cielo y el sol y la luna y las estrellas y las aguas que están encima de los cielos están animados y que son una especie de potencias racionales, sea anatema.

Can. 7. Si alguno dice o siente que Cristo Señor ha de ser crucificado en el siglo venidero por la salvación de los demonios, como lo fue por la de los hombres, sea anatema.

Can. 8. Si alguno dice o siente que el poder de Dios es limitado y que sólo obró en la creación cuanto pudo abarcar, sea anatema.

Can. 9. Si alguno dice o siente que el castigo de los demonios o de los hombres impíos es temporal y que en algún momento tendrá fin, o que se dará la reintegración de los demonios o de los hombres impíos, sea anatema.

II CONCILIO DE CONSTANTINOPLA, 553

y ecuménico (sobre los tres capítulos)

Sobre la tradición eclesiástica

Confesamos mantener y predicar la fe dada desde el principio por el grande Dios y Salvador nuestro Jesucristo a sus Santos Apóstoles y por éstos predicada en el mundo entero; también los Santos Padres y, sobre todo, aquellos que se reunieron en los cuatro santos concilios la confesaron, explicaron y transmitieron a las santas Iglesias. A estos Padres seguimos y recibimos por  todo y en todo... Y todo lo que no concuerda con lo que fue definido como fe recta por los dichos cuatro concilios, lo juzgamos ajeno a la piedad, y lo condenamos y anatematizamos.

Anatematismos sobre los tres capítulos

[En parte idénticos con la Homología del Emperador, del año 551]

Can. 1. Si alguno no confiesa una sola naturaleza o sustancia del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y una sola virtud y potestad, Trinidad consustancial, una sola divinidad, adorada en tres hipóstasis o personas; ese tal sea anatema. Porque uno solo es Dios y Padre, de quien todo; y un solo Señor Jesucristo, por quien todo; y un solo Espíritu Santo, en quien todo.

Can. 2. Si alguno no confiesa que hay dos nacimientos de Dios Verbo, uno del Padre, antes de los siglos, sin tiempo e incorporalmente; otro en los últimos días, cuando Él mismo bajó de los cielos, y se encarnó de la santa gloriosa madre de Dios y siempre Virgen María, y nació de ella; ese tal sea anatema.

Can. 3. Si alguno dice que uno es el Verbo de Dios que hizo milagros y otro el Cristo que padeció, o dice que Dios Verbo está con el Cristo que nació de mujer o que está en Él como uno en otro; y no que es uno solo y el mismo Señor nuestro Jesucristo, el Verbo de Dios que se encarnó y se hizo hombre, y que de uno mismo son tanto los milagros como los sufrimientos a que voluntariamente se sometió en la carne, ese tal sea anatema.

Can. 4. Si alguno dice que la unión de Dios Verbo con el hombre se hizo según gracia o según operación, o según igualdad de honor, o según autoridad, o relación, o hábito, o fuerza, o según buena voluntad, como si Dios Verbo se hubiera complacido del hombre, por haberle parecido bien y favorablemente de Él, como Teodoro locamente dice; o según homonimia, conforme a la cual los nestorianos llamando a Dios Verbo Jesús y Cristo, y al hombre separadamente dándole nombre de Cristo y de Hijo, y hablando evidentemente de dos personas, fingen hablar de una sola persona y de un solo Cristo según la sola denominación y honor y dignidad y admiración; mas no confiesa que la unión de Dios Verbo con la carne animada de alma racional e inteligente se hizo según composición o según hipóstasis, como enseñaron los santos Padres; y por esto, una sola persona de Él, que es el Señor Jesucristo, uno de la Santa Trinidad; ese tal sea anatema. Porque, como quiera que la unión se entiende de muchas maneras, los que siguen la impiedad de Apolinar y de Eutiques, inclinados a la desaparición de los elementos que se juntan, predican una unión de confusión. Los que piensan como Teodoro y Nestorio, gustando de la división, introducen una unión habitual. Pero la Santa Iglesia de Dios, rechazando la impiedad de una y otra herejía, confiesa la unión de Dios Verbo con la carne según composición, es decir, según hipóstasis. Porque la unión según composición en el misterio de Cristo, no sólo guarda inconfusos los elementos que se juntan, sino que tampoco admite la división.

Can. 5. Si alguno toma la única hipóstasis de nuestro Señor Jesucristo en el sentido de que admite la significación de muchas hipóstasis y de este modo intenta introducir en el misterio de Cristo dos hipóstasis o dos personas, y de las dos personas por él introducidas dice una sola según la dignidad y el honor y la adoración, como lo escribieron locamente Teodoro y Nestorio, y calumnia al santo Concilio de Calcedonia, como si en ese impío sentido hubiera usado de la expresión “una sola persona”; pero no confiesa que el Verbo de Dios se unió a la carne según hipóstasis y por eso es una sola la hipóstasis de Él, o sea, una sola persona, y que así también el santo Concilio de Calcedonia había confesado una sola hipóstasis de nuestro Señor Jesucristo; ese tal sea anatema. Porque la santa Trinidad no admitió añadidura de persona o hipóstasis, ni aun con la encarnación de uno de la santa Trinidad, el Dios Verbo.

Can. 6. Si alguno llama a la santa gloriosa siempre Virgen María madre de Dios, en sentido figurado y no en sentido propio, o por relación, como si hubiera nacido un puro hombre y no se hubiera encarnado de ella el Dios Verbo, sino que se refiriera según ellos el nacimiento del hombre a Dios Verbo por habitar con el hombre nacido; y calumnia al santo Concilio de Calcedonia, como si en este impío sentido, inventado por Teodoro, hubiera llamado a la Virgen María madre de Dios; o la llama madre de un hombre o madre de Cristo, como si Cristo no fuera Dios, pero no la confiesa propiamente y según verdad madre de Dios, porque Dios Verbo nacido del Padre antes de los siglos se encarnó de ella en los últimos días, y así la confesó piadosamente madre de Dios el santo Concilio de Calcedonia, ese tal sea anatema.

Can. 7. Si alguno, al decir “en dos naturalezas”, no confiesa que un solo Señor nuestro Jesucristo es conocido como en divinidad y humanidad, para indicar con ello la diferencia de las naturalezas, de las que sin confusión se hizo la inefable unión; porque ni el Verbo se transformó en la naturaleza de la carne, ni la carne pasó a la naturaleza del Verbo (pues permanece una y otro lo que es por naturaleza, aun después de hecha la unión según hipóstasis), sino que toma en el sentido de una división en partes tal expresión referente al misterio de Cristo; o bien, confesando el número de naturalezas en un solo y mismo Señor nuestro Jesucristo, Dios Verbo encarnado, no toma en teoría solamente la diferencia de las naturalezas de que se compuso, diferencia no suprimida por la unión (porque uno solo resulta de ambas, y ambas son por uno solo), sino que se vale de este número como si [Cristo] tuviese las naturalezas separadas y con personalidad propia, ese tal sea anatema.

Can. 8. Si alguno, confesando que la unión se hizo de dos naturalezas: divinidad y humanidad, o hablando de una sola naturaleza de Dios Verbo hecha carne, no lo toma en el sentido en que lo ensenaron los Santos Padres, de que de la naturaleza divina y de la humana, después de hecha la unión según la hipóstasis, resultó un solo Cristo; sino que por tales expresiones intenta introducir una sola naturaleza o sustancia de la divinidad y de la carne de Cristo, ese tal sea anatema. Porque al decir que el Verbo unigénito se unió según hipóstasis, no decimos que hubiera mutua confusión alguna entre las naturalezas, sino que entendemos más bien que, permaneciendo cada una lo que es, el Verbo se unió a la carne. Por eso hay un solo Cristo, Dios y hombre, el mismo consustancial al Padre según la divinidad, y el mismo consustancial a nosotros según la humanidad. Porque por modo igual rechaza y anatematiza la Iglesia de Dios, a los que dividen en partes o cortan que a los que confunden el misterio de la divina economía de Cristo.

Can. 9. Si alguno dice que Cristo es adorado en dos naturalezas, de donde se introducen dos adoraciones, una propia de Dios Verbo y otra propia del hombre; o si alguno, para destrucción de la carne o para confusión de la divinidad y de la humanidad, o monstruosamente afirmando una sola naturaleza o sustancia de los que se juntan, así adora a Cristo, pero no adora con una sola adoración al Dios Verbo encarnado con su propia carne, según desde el principio lo recibió la Iglesia de Dios, ese tal sea anatema.

Can. 10. Si alguno no confiesa que nuestro Señor Jesucristo, que fue crucificado en la carne, es Dios verdadero y Señor de la gloria y uno de la santa Trinidad, ese tal sea anatema.

Can. 11. Si alguno no anatematiza a Arrio, Eunomio, Macedonio, Apolinar, Nestorio, Eutiques y Origenes, juntamente con sus impíos escritos, y a todos los demás herejes, condenados por la santa Iglesia Católica y Apostólica y por los cuatro antedichos santos Concilios, y a los que han pensado o piensan como los antedichos herejes y que permanecieron hasta el fin en su impiedad, ese tal sea anatema.

Can. 12. Si alguno defiende al impío Teodoro de Mopsuesta, que dijo que uno es el Dios Verbo y otro Cristo, el cual sufrió las molestias de las pasiones del alma y de los deseos de la carne, que poco a poco se fue apartando de lo malo y así se mejoró por el progreso de sus obras, y por su conducta se hizo irreprochable, que como puro hombre fue bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y por el bautismo recibió la gracia del Espíritu Santo y fue hecho digno de la filiación divina; y que a semejanza de una imagen imperial, es adorado como efigie de Dios Verbo, y que después de la resurrección se convirtió en inmutable en sus pensamientos y absolutamente impecable; y dijo además el mismo impío Teodoro que la unión de Dios Verbo con Cristo fue como la de que habla el Apóstol entre el hombre y la mujer: Serán dos en una sola carne [Eph. 5, 31]; y aparte otras incontables blasfemias, se atrevió a decir que después de la resurrección, cuando el Señor sopló sobre sus discípulos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo [Ioh. 20, 22], no les dio el Espíritu Santo, sino que sopló sobre ellos sólo en apariencia ¡ éste mismo dijo que la confesión de Tomás al tocar l,as manos y el costado del Señor, después de la resurrección: Señor mío y Dios mío [Ioh. 20, 28], no fue dicha por Tomás acerca de Cristo, sino que admirado Tomás de lo extraño de la resurrección glorificó a Dios que había resucitado a Cristo.

Y lo que es peor, en el comentario que el mismo Teodoro compuso sobre los Hechos de los Apóstoles, comparando a Cristo con Platón, con Maniqueo, Epicuro y Marción dice que a la manera que cada uno de ellos, por haber hallado su propio dogma, hicieron que sus discípulos se llamaran platónicos, maniqueos, epicúreos y marcionitas; del mismo modo, por haber Cristo hallado su dogma, nos llamamos de Él cristianos; si alguno, pues, defiende al dicho impiísimo Teodoro y sus impíos escritos, en que derrama las innumerables blasfemias predichas, contra el grande Dios y Salvador nuestro Jesucristo, y no le anatematiza juntamente con sus impíos escritos, y a todos los que le aceptan y vindican o dicen que expuso ortodoxamente, y a los que han escrito en su favor y en favor de sus impíos escritos, o a los que piensan como él o han pensado alguna vez y han perseverado hasta el fin en tal herejía, sea anatema.

Can. 13. Si alguno defiende los impíos escritos de Teodoreto contra la verdadera fe y contra el primero y santo Concilio de Éfeso, y San Cirilo y sus doce capítulos (anatematismos, v. 113 ss), y todo lo que escribió en defensa de los impíos Teodoro y Nestorio y de otros que piensan como los antedichos Teodoro y Nestorio y que los reciben a ellos y su impiedad, y en ellos llama impíos a los maestros de la Iglesia que admiten la unión de Dios Verbo según hipóstasis, y no anatematiza dichos escritos y a los que han escrito contra la fe recta o contra San Cirilo y sus doce Capítulos, y han perseverado en esa impiedad, ese tal sea anatema.

Can. 14. Si alguno defiende la carta que se dice haber escrito Ibas al persa Mares, en que se niega que Dios Verbo, encarnado de la madre de Dios y siempre Virgen María, se hiciera hombre, y dice que de ella nació un puro hombre, al que llama Templo, de suerte que uno es el Dios Verbo, otro el hombre, y a San Cirilo que predicó la recta fe de los cristianos se le tacha de hereje, de haber escrito como el impío Apolinar, y se censura al santo Concilio primero de Éfeso, como si hubiera depuesto sin examen a Nestorio, y la misma impía carta llama a los doce capítulos de San Cirilo impíos y contrarios a la recta fe, y vindica a Teodoro y Nestorio y sus impías doctrinas y escritos; si alguno, pues, defiende dicha carta y no la anatematiza juntamente con los que la defienden y dicen que la misma o una parte de la misma es recta, y con los que han escrito y escriben en su favor y en favor de las impiedades en ella contenidas, y se atreven a vindicarla a ella o a las impiedades en ellas contenidas en nombre de los Santos Padres o del santo Concilio de Calcedonia, y en ello han perseverado hasta el fin, ese tal sea anatema.

Así, pues, habiendo de este modo confesado lo que hemos recibido de la Divina Escritura y de la enseñanza de los Santos Padres y de lo definido acerca de la sola y misma fe por los cuatro antedichos santos Concilios; pronunciada también por nosotros condenación contra los herejes y su impiedad, así como contra los que han vindicado o vindican los tres dichos capítulos, y que han permanecido o permanecen en su propio error; si alguno intentare transmitir o enseñar o escribir contra lo que por nosotros ha sido piadosamente dispuesto, si es obispo o constituído en la clerecía, ese tal, por obrar contra los obispos y la constitución de la Iglesia, será despojado del episcopado o de la clerecía; si es monje o laico, será anatematizado.

PELAGIO I, 556-561

De los novísimos

[De la Fe de Pelagio, en la Carta Humani generis a Childeberto I, de abril de 557]

Todos los hombres, en efecto, desde Adán hasta la consumación del tiempo, nacidos y muertos con el mismo Adán y su mujer, que no nacieron de otros padres, sino que el uno fue creado de la tierra y la otra de la costilla del varón [Gen. 2, 7 y 22], confieso que entonces han de resucitar y presentarse ante el tribunal de Cristo [Rom. 14, 10], a fin de recibir cada uno lo propio de su cuerpo, según su comportamiento, ora bienes, ora males [2 Cor. 5, 10]; y que a los justos, por su liberalísima gracia, como vasos que son de misericordia preparados para la gloria [Rom. 9, 23], les dará los premios de la vida eterna, es decir, que vivirán sin fin en la compañía de los ángeles, sin miedo alguno a la caída suya; a los inicuos, empero, que por albedrío de su propia voluntad permanecen vasos de ira aptos para la ruina [Rom. 9, 22], que o no conocieron el camino del Señor o, conocido, lo abandonaron cautivos de diversas prevaricaciones, los entregará por justísimo juicio a las penas del fuego eterno e inextinguible, para que ardan sin fin. Esta es, pues, mi fe y esperanza, que está en mí por la misericordia de Dios. Por ella sobre todo nos mandó el bienaventurado Apóstol Pedro que hemos de estar preparados a responder a todo el que nos pida razón [cf. 1 Petr. 3, 15].

De la forma del bautismo

[De la Carta Admonemus ut, a Gaudencio, obispo de Volterra hacia el año 560]

Hay muchos que afirman que sólo se bautizan en el nombre de Cristo y por una sola inmersión; pero el mandato evangélico, por enseñanza del mismo Dios Señor y Salvador nuestro Jesucristo, nos advierte que demos el santo bautismo a cada uno en el nombre de la Trinidad y también por triple inmersión. Dice, en efecto, nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos: Marchad, bautizad a todas las naciones en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo [Mt. 28, 19].

Si, realmente, los herejes que se dice moran en los lugares vecinos a tu dilección, confiesan tal vez que han sido bautizados sólo en el nombre del Señor, cuando vuelvan a la fe católica, los bautizarás sin vacilación alguna en el nombre de la santa Trinidad. Si, empero, por manifiesta confesión apareciere claro que han sido bautizados en nombre de la Trinidad, después de dispensarles la sola gracia de la reconciliación, te apresurarás a unirlos a la fe católica, a fin de que no parezca se hace de otro modo que como manda la autoridad del Evangelio.

Del primado del Romano Pontífice

[De la Carta 26 Adeone te a un obispo (Juan ?), hacia el año 560]

¿Hasta punto tal, puesto como estás en el supremo grado del sacerdocio, te falló la verdad de la madre católica, que no te consideraste inmediatamente cismático, al apartarte de las Sedes apostólicas? Tú, que estás puesto para predicar a los pueblos, ¿hasta punto tal no habías leido que la Iglesia fue fundada por Cristo Dios nuestro sobre el principe de los Apóstoles, a fin de que las puertas del infierno no pudieran prevalecer contra ella? [Mt. 16, 18]. Y si lo habías leido, ¿dónde creías que estaba la Iglesia, fuera de aquel en quien —y en él solo— están todas las Sedes apostólicas? ¿A quiénes, como a él, que había recibido las llaves, se les concedió poder de atar y desatar? [Mt. 16, 19]. Pero por esto dio primero a uno lo que había de dar a todos, a fin de que, según la sentencia del bienaventurado mártir Cipriano que expone esto mismo, se muestre que la Iglesia es una sola. ¿A dónde, pues, tú, carísimo ya en Cristo, andabas errante, separado de ella, o qué esperanza tenias de tu salvación?

JUAN III, 561-574

II (I) CONCILIO DE BRAGA, 561

Anatematismos contra los herejes, especialmente contra los priscilianistas

1. Si alguno no confiesa al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo como tres personas de una sola sustancia y virtud y potestad, como enseña la Iglesia Católica y Apostólica, sino que dice no haber más que una sola y solitaria persona, de modo que el Padre sea el mismo que el Hijo, y Él mismo sea también el Espíritu Paráclito, como dijeron Sabelio y Prisciliano, sea anatema.

2. Si alguno introduce fuera de la santa Trinidad no sabemos qué otros nombres de la divinidad, diciendo que en la misma divinidad hay una trinidad de la Trinidad, como dijeron los gnósticos y Prisciliano, sea anatema.

3. Si alguno dice que el Hijo de Dios nuestro Señor, no existió antes de nacer de la Virgen, como dijeron Pablo de Samosata, Fotino y Prisciliano, sea anatema.

4. Si alguno no honra verdaderamente el nacimiento de Cristo según la carne, sino que simula honrarlo, ayunando en el mismo día y en domingo, porque no cree que Cristo naciera en la naturaleza de hombre, como Cerdón, Marción, Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.

5. Si alguno cree que las almas humanas o los ángeles tienen su existencia de la sustancia de Dios, como dijeron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.

6. Si alguno dice que las almas humanas pecaron primero en la morada celestial y por esto fueron echadas a los cuerpos humanos en la tierra, sea anatema.

7. Si alguno dice que el diablo no fue primero un ángel bueno hecho por Dios, y que su naturaleza no fue obra de Dios, sino que dice que emergió de las tinieblas y que no tiene autor alguno de si, sino que él mismo es el principio y la sustancia del mal, como dijeron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.

8. Si alguno cree que el diablo ha hecho en el mundo algunas criaturas y que por su propia autoridad sigue produciendo los truenos, los rayos, las tormentas y las sequías, como dijo Prisciliano, sea anatema.

9. Si alguno cree que las almas humanas están ligadas a un signo fatal (v. l.: que las almas y cuerpos humanos están ligados a estrellas fatales), como dijeron los paganos y Prisciliano, sea anatema.

10. Si algunos creen que los doce signos o astros que los astrólogos suelen observar, están distribuídos por cada uno de los miembros del alma o del cuerpo y dicen que están adscritos a los nombres de los patriarcas, como dijo Prisciliano, sea anatema.

11. Si alguno condena las uniones matrimoniales humanas y se horroriza de la procreación de los que nacen, conforme hablaron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.

12. Si alguno dice que la plasmación del cuerpo humano es un invento del diablo y que las concepciones en el seno de las madres toman figura por obra del diablo, por lo que tampoco cree en la resurrección de la carne, como dijeron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.

13. Si alguno dice que la creación de la carne toda no es obra de Dios, sino de los ángeles malignos, como dijo Prisciliano, sea anatema.

14. Si alguno tiene por inmundas las comidas de carnes que Dios dio para uso de los hombres, y se abstiene de ellas, no por motivo de mortificar su cuerpo, sino por considerarlas una impureza, de suerte que no guste ni aun verduras cocidas con carne, conforme hablaron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.

[15 y 16 se refieren únicamente a la disciplina eclesiástica.]

17. Si alguno lee las Escrituras que Prisciliano depravó según su error, o los tratados de Dictinio, que éste escribió antes de convertirse, o cualquiera escrito de los herejes, que éstos inventaron bajo los nombres de los patriarcas, de los profetas o de los apóstoles de acuerdo con su error, y sigue y defiende sus ficciones, sea anatema.

BENEDICTO I, 575 579

PELAGIO II, 575-590

Sobre la uni(ci)dad de la Iglesia

[De la carta 1 Quod ad dilectionem, a los obispos cismáticos de Istria, hacia el año 585]

Sabéis, en efecto, que el Señor clama en el Evangelio: Simón, Simón, mira que Satanás os ha pedido para cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti a mi Padre, para que no desfallezca tu fe, y tú, convertido, confirma a tus hermanos [Lc. 22, 31 s].

Considerad, carísimos, que la Verdad no pudo mentir, ni la fe de Pedro podrá eternamente conmoverse o mudarse. Porque como el diablo hubiera pedido a todos los discípulos para cribarlos, por Pedro solo atestigua el Señor haber rogado y por él quiso que los demás fueran confirmados. A él también, en razón del mayor amor que manifestaba al Señor en comparación de los otros, le fue encomendado el cuidado de apacentar las ovejas [cf. Ioh. 21, 15 ss]; a él también le entregó las llaves del reino de los cielos, le prometió que sobre él edificaría su Iglesia y le atestiguó que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella [Mt. 16, 16 ss]. Mas como quiera que el enemigo del género humano no cesa hasta el fin del mundo de sembrar la cizaña encima de la buena semilla para daño de la Iglesia de Dios [Mt. 13, 25], de ahí que para que nadie, con maligna intención, presuma fingir o argumentar nada sobre la integridad de nuestra fe y por ello tal vez parezca que se perturban vuestros espíritus, hemos juzgado necesario, no sólo exhortaros con lágrimas por la presente Carta a que volváis al seno de la madre Iglesia, sino también enviaros satisfacción sobre la integridad de nuestra fe...

[Después de confirmar la fe de los Concilios de Nicea, primero de Constantinopla, primero de Éfeso, y principalmente el de Calcedonia, así como la Carta dogmática de León a Flaviano, continúa así:]

Y si alguno existe, o cree, o bien osa enseñar contra esta fe, sepa que está condenado y anatematizado según la sentencia de esos mismos Padres... Considerad, pues, que quien no estuviere en la paz y unidad de la Iglesia, no podrá tener a Dios [Gal. 3, 7]...

De la necesidad de la unión con la Iglesia

[De la Carta 2 Dilectionis vestrae a los obispos cismáticos de Istria, hacia el año 585]

...No queráis, pues, por amor a la jactancia, que está siempre: muy cercana de la soberbia, permanecer en el vicio de la obstinación, pues, en el día del juicio, ninguno de vosotros se podrá excusar... Porque, si bien por la voz del Señor mismo en el Evangelio [cf. Mt. 16, 18] está manifiesto dónde esté constituída la Iglesia, oigamos, sin embargo, qué ha definido el bienaventurado Agustín, recordando la misma sentencia del Señor. Pues dice estar constituída la Iglesia en aquellos que por la sucesión de los obispos se demuestra que presiden en las Sedes Apostólicas, y cualquiera que se sustrajere a la comunión y autoridad de aquellas Sedes, muestra hallarse en el cisma. Y después de otros puntos: “Puesto fuera, aun por el nombre de Cristo estarás muerto. Entre los miembros de Cristo, padece por Cristo; pegado al cuerpo, lucha por la cabeza”. Pero también el bienaventurado Cipriano, entre otras cosas, dice lo siguiente: “El comienzo parte de la unidad, y a Pedro se le da el primado para demostrar que la Iglesia y la cátedra de Cristo es una sola; y todos son pastores, pero la grey es una, que es apacentada por los Apóstoles con unánime consentimiento”. y poco después: “El que no guarda esta unidad de la Iglesia, ¿cree guardar la fe? El que abandona y resiste a la cátedra de Pedro, sobre la que está fundada la Iglesia, ¿confía estar en la Iglesia?”. Igualmente luego: “No pueden llegar al premio de la paz del Señor porque rompieron la paz del Señor con el furor de la discordia... No pueden permanecer con Dios los que no quisieron estar unánimes en la Iglesia. Aun cuando ardieren entregados a las llamas de la hoguera; aun cuando arrojados a las fieras den su vida, no será aquélla la corona de la fe, sino el castigo de la perfidia; ni muerte gloriosa, sino perdición desesperada. Ese tal puede ser muerto; coronado, no puede serlo... El pecado de cisma es peor que el de quienes sacrificaron; los cuales, sin embargo, constituídos en penitencia de su pecado, aplacan a Dios con plenísimas satisfacciones. Allí la Iglesia es buscada o rogada; aquí se combate a la Iglesia. Allí el que cayó, a sí solo se dañó; aquí el que intenta hacer un cisma, a muchos engaña arrastrándolos consigo. Allí el daño es de una sola alma; aquí el peligro es de muchísimas. A la verdad, éste entiende y se lamenta y llora de haber pecado; aquél, hinchado en su mismo pecado y complacido de sus mismos crímenes, separa a los hijos de la madre, aparta por solicitación las ovejas del pastor, perturba los sacramentos de Dios, y siendo así que el caído pecó sólo una vez, éste peca cada día. Finalmente, el caído, si posteriormente consigue el martirio, puede percibir las promesas del reino; éste, si fuera de la Iglesia fuere muerto, no puede llegar a los premios de la Iglesia”.

SAN GREGORIO I EL MAGNO, 590-604

De la ciencia de Cristo (contra los agnoetas)

[De la Carta Sicut aqua frigida a Eulogio, patriarca de Alejandría, agosto de 600]

Sobre lo que está escrito que el día y la hora, ni el Hijo ni los ángeles lo saben [cf. Mt. 13, 32], muy rectamente sintió vuestra santidad que ha de referirse con toda certeza, no al mismo Hijo en cuanto es cabeza, sino en cuanto a su cuerpo que somos nosotros... Dice también Agustín... que puede entenderse del mismo Hijo, pues Dios omnipotente habla a veces a estilo humano, como cuando le dice a Abraham: Ahora conozco que temes a Dios [Gen.  22, 12]. No es que Dios conociera entonces que era temido, sino que entonces hizo conocer al mismo Abraham que temía a Dios. Porque a la manera como nosotros llamamos a un día alegre, no porque el día sea alegre, sino porque nos hace alegres a nosotros; así el Hijo omnipotente dice ignorar el día que Él hace que se ignore, no porque no lo sepa, sino porque no permite en modo alguno que se sepa. De ahí que se diga que sólo el Padre lo sabe, porque el Hijo consustancial con Él, por su naturaleza que es superior a los ángeles, tiene el saber lo que los ángeles ignoran. De ahí que se puede dar un sentido más sutil al pasaje; es decir, que el Unigénito encarnado y hecho por nosotros hombre perfecto, ciertamente en la naturaleza humana sabe el día y la hora del juicio; sin embargo, no lo sabe por la naturaleza humana. Así, pues, lo que en ella sabe, no lo sabe por ella, porque Dios hecho hombre, el día y hora del juicio lo sabe por el poder de su divinidad... Así, pues, la ciencia que no tuvo por la naturaleza de la humanidad, por la que fue criatura como los ángeles, ésta negó tenerla como no la tienen los ángeles que son criaturas. En conclusión, el día y la hora del juicio la saben Dios y el hombre; pero por la razón de que el hombre es Dios. Pero es cosa bien manifiesta que quien no sea nestoriano, no puede en modo alguno ser agnoeta. Porque quien confiesa haberse encarnado la sabiduría misma de Dios ¿con qué razón puede decir que hay algo que la sabiduría de Dios ignore? Escrito está: En el principio era el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios... todo fue hecho por Él [Ioh. 1, 1 y 3]. Si todo, sin género de duda también el día y la hora del juicio. Ahora bien, ¿quién habrá tan necio que se atreva a decir que el Verbo del Padre hizo lo que ignora? Escrito está también: Sabiendo Jesús que el Padre se lo puso todo en sus manos [Ioh, 13, 3]. Si todo, ciertamente también el día y la hora del juicio. ¿Quién será, pues, tan necio que diga que recibió el Hijo en sus manos lo que ignora?

Del bautismo y ordenes de los herejes

[De la Carta Quia charitati a los obispos de Hiberia hacia el 22 de junio de 601]

De la antigua tradición de los Padres hemos aprendido que quienes en la herejía son bautizados en el nombre de la Trinidad, cuando vuelven a la Santa Iglesia, son reducidos al seno de la Santa madre Iglesia o por la unción del crisma, o por la imposición de las manos, o por la sola profesión de la fe... porque el santo bautismo que recibieron entre los herejes, entonces alcanza en ellos la fuerza de purificación, cuando se han unido a la fe santa y a las entrañas de la Iglesia universal. Aquellos herejes, empero, que en modo alguno se bautizan en el nombre de la Trinidad, son bautizados cuando vienen a la Santa Iglesia, pues no fue bautismo el que no recibieron en el nombre de la Trinidad, mientras estaban en el error. Tampoco puede decirse que este bautismo sea repetido, pues, como queda dicho, no fue dado en nombre de la Trinidad.

Así, [pues,] a cuantos vuelven del perverso error de Nestorio, recíbalos sin duda alguna vuestra santidad en su grey, conservándoles sus propias órdenes, a fin de que; no poniéndoles por vuestra mansedumbre contrariedad o dificultad alguna en cuanto a sus propias órdenes, los arrebatéis de las fauces del antiguo enemigo.

Del tiempo de la unión hipostática

[De la misma carta a los obispos de Hiberia]

Y no fue primero concebida la carne en el seno de la Virgen y luego vino la divinidad a la carne; sino inmediatamente, apenas vino el Verbo a su seno, inmediatamente, conservando la virtud de su propia naturaleza, el Verbo se hizo carne... Ni fue primero concebido y luego ungido, sino que el mismo ser concebido por obra del Espíritu Santo de la carne de la Virgen, fue ser ungido por el Espíritu Santo.

Sobre el culto de las imágenes, v. Kch 1054 ss; sobre la autoridad de los cuatro concilios, v. R 2291; sobre la crismación, ibid. 2294; el rito del bautismo, ibid. 2292; su efecto, ibid. 2298; sobre la indisolubilidad del matrimonio, ibid. 2297.

SABINIANO, 604-606              

SAN BONIFACIO IV, 608-615         

BONIFACIO III, 607                                 

SAN DEODATO, 615-618

BONIFACIO V, 619-625

HONORIO 1, 625-638

De dos voluntades y operaciones en Cristo

[De la carta 1 Scripta fraternitatis vestrae a Sergio, patriarca de Constantinopla, del año 634]

...Si Dios nos guía, llegaremos hasta la medida de la recta fe, que los Apóstoles extendieron con la cuerda de la verdad de las Santas Escrituras: Confesando al Señor Jesucristo, mediador de Dios y de los hombres [1 Tim. 2, 8], que obra lo divino mediante  la humanidad, naturalmente [griego: hipostáticamente] unida al Verbo de Dios, y que el mismo obró lo humano, por la carne inefable y singularmente asumida, quedando íntegra la divinidad de modo inseparable, inconfuso e inconvertible...; es decir, que permaneciendo, por modo estupendo y maravilloso, las diferencias de ambas naturalezas, se reconozca que la carne pasible está unida a la divinidad... De ahí que también confesamos una sola voluntad de nuestro Señor Jesucristo, pues ciertamente fue asumida por la divinidad nuestra naturaleza, no nuestra culpa; aquella ciertamente que fue creada antes del pecado, no la que quedó viciada después de la prevaricación. Porque Cristo, sin pecado concebido por obra del Espíritu Santo, sin pecado nació de la santa e inmaculada Virgen madre de Dios, sin experimentar contagio alguno de la naturaleza viciada... Porque no tuvo el Salvador otra ley en los miembros o voluntad diversa o contraria, como quiera que nació por encima de la ley de la condición humana... Llenas están las Sagradas Letras de pruebas luminosas de que el Señor Jesucristo, Hijo y Verbo de Dios, por quien han sido hechas todas las cosas [Ioh. 1, 3], es un solo operador de divinidad y de humanidad. Ahora bien, si por las obras de la divinidad y la humanidad deben citarse o entenderse una o dos operaciones derivadas, es cuestión que no debe preocuparnos a nosotros, y hay que dejarla a los gramáticos que suelen vender a los niños exquisitos nombres derivados. Porque nosotros no hemos percibido por las Sagradas Letras que el Señor Jesucristo y su Santo Espíritu hayan obrado una sola operación o dos, sino que sabemos que obró de modo multiforme.

[De la Carta 2 Scripta dilectissimi filii, al mismo Sergio]

Por lo que toca al dogma eclesiástico, lo que debemos mantener y predicar en razón de la sencillez de los hombres y para cortar los enredos de las cuestiones inextricables, no es definir una o dos operaciones en el mediador de Dios y de los hombres, sino que debemos confesar que las dos naturalezas unidas en un solo Cristo por unidad natural operan y son eficaces con comunicación de la una a la otra, y que la naturaleza divina obra lo que es de Dios, y la humana ejecuta lo que es de la carne, no enseñando que dividida ni confusa ni convertiblemente la naturaleza de Dios se convirtió en el hombre ni que la naturaleza humana se convirtiera en Dios, sino confesando íntegras las diferencias de las dos naturalezas... Quitando, pues, el escándalo de la nueva invención, no es menester que nosotros proclamemos, definiéndolas, una o dos operaciones; sino que en vez de la única operación que algunos dicen, es menester que nosotros confesemos con toda verdad a un solo operador Cristo Señor, en las dos naturalezas; y en lugar de las dos operaciones, quitado el vocablo de la doble operación, más bien proclamar que las dos naturalezas, es decir, la de la divinidad y la de la carne asumida, obran en una sola persona, la del Unigénito de Dios Padre, inconfusa, indivisible e inconvertiblemente, lo que les es propio.

[Más de esta carta en Kch 1065-1069.]

SEVERINO, 640

JUAN IV, 640-642

Del sentido de las palabras de Honorio acerca de las dos voluntades

[De la Carta Dominus qui dixit, al emperador Constantino, de 641]

...Uno solo es sin pecado, el mediador de Dios y de los hombres el hombre Cristo Jesús [1 Tim. 2, 5], que fue concebido y nació libre entre los muertos [Ps. 87, 6]. Así en la economía de su santa encarnación, nunca tuvo dos voluntades contrarias, ni se opuso a la voluntad de su mente la voluntad de su carne... De ahí que, sabiendo que ni al nacer ni al vivir hubo en Él absolutamente ningún pecado, convenientemente decimos y con toda verdad confesamos una sola voluntad en la humanidad de su santa dispensación, y no predicamos dos contrarias, de la mente y de la carne, como se sabe que deliran algunos herejes, como si fuera puro hombre. En este sentido, pues, se ve que el ya dicho predecesor nuestro Honorio escribió al antes nombrado Patriarca Sergio que le consultó, que no se dan en el Salvador, es decir, en sus miembros, dos voluntades contrarias, pues ningún vicio contrajo de la prevaricación del primer hombre... Y es que suele suceder que donde está la herida, allí se aplica el remedio de la medicina. Y, en efecto, también el bienaventurado Apóstol se ve que hizo esto muchas veces, adaptándose a la situación de sus oyentes; y así a veces, enseñando de la suprema naturaleza, se calla totalmente sobre la humana; otras, empero, disputando de la dispensación humana, no toca el misterio de su divinidad... Así, pues, el predicho predecesor mío decía del misterio de la encarnación de Cristo que no había en Él, como en nosotros pecadores, dos voluntades contrarias de la mente y de la carne. Algunos, acomodando esta doctrina a su propio sentido, han sospechado que Honorio enseñó que la divinidad y la humanidad de Aquél no tienen más que una sola voluntad, interpretación que es de todo punto contraria a la verdad...

TEODORO I, 642-649

SAN MARTIN I, 649-653 (655)

CONClLlO DE LETRAN, 649

(Contra los monotelitas)

De la Trinidad, Encarnación, etc.

Can. 1. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propia y verdaderamente al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad en la unidad y la Unidad en la trinidad, esto es, a un solo Dios en tres subsistencias consustanciales y de igual gloria, una sola y la misma divinidad de los tres, una sola naturaleza, sustancia, virtud, potencia, reino, imperio, voluntad, operación increada, sin principio, incomprensible, inmutable, creadora y conservadora de todas las cosas, sea condenado [v. 78-82 y 213].

Can. 2. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según la verdad que el mismo Dios Verbo, uno de la santa, consustancial y veneranda Trinidad, descendió del cielo y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María siempre Virgen y se hizo hombre, fue crucificado en la carne, padeció voluntariamente por nosotros y fue sepultado, resucitó al tercer día, subió a los cielos, está sentado a la diestra del Padre y ha de venir otra vez en la gloria del Padre con la carne por Él tomada y animada intelectualmente a juzgar a los vivos y a los muertos, sea condenado [v. 2, 6, 65 y 215].

Can. 3. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad por madre de Dios a la santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen por obra del Espíritu Santo al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente le engendró, permaneciendo ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado [v. 218].

Can. 4. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, dos nacimientos del mismo y único Señor nuestro y Dios Jesucristo, uno incorporal y sempiternamente, antes de los siglos, del Dios y Padre, y otro, corporalmente en los últimos tiempos, de la santa siempre Virgen madre de Dios María, y que el mismo único Señor nuestro y Dios, Jesucristo, es consustancial a Dios Padre según la divinidad y consustancial al hombre y a la madre según la humanidad, y que el mismo es pasible en la carne e impasible en la divinidad, circunscrito por el cuerpo e incircunscrito por la divinidad, el mismo creado e increado, terreno y celeste, visible e inteligible, abarcable e inabarcable, a fin de que quien era todo hombre y juntamente Dios, reformara a todo el hombre que cayó bajo el pecado, sea condenado [v. 21-1].

Can. 5. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad que una sola naturaleza de Dios Verbo se encarnó, por lo cual se dice encarnada en Cristo Dios nuestra sustancia perfectamente y sin disminución, sólo no marcada con el pecado, sea condenado [v. 220].

Can. 6. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad que uno solo y el mismo Señor y Dios Jesucristo es de dos y en dos naturalezas sustancialmente unidas sin confusión ni división, sea condenado [v. 148].

Can. 7. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad que en Él se conservó la sustancial diferencia de las dos naturalezas sin división ni confusión, sea condenado [v. 148].

Can. 8. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, la unión sustancial de las naturalezas, sin división ni confusión, en Él reconocida, sea condenado [v. 148].

Can. 9. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, que se conservaron en Él las propiedades naturales de su divinidad y de su humanidad, sin disminución ni menoscabo, sea condenado.

Can. 10. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, que las dos voluntades del único y mismo Cristo Dios nuestro están coherentemente unidas, la divina y la humana, por razón de que, en virtud de una y otra naturaleza suya, existe naturalmente el mismo voluntario obrador de nuestra salud, sea condenado.

Can. 11. Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, dos operaciones, la divina y la humana, coherentemente unidas, del único y el mismo Cristo Dios nuestro, en razón de que por una y otra naturaleza suya existe naturalmente el mismo obrador de nuestra salvación, sea condenado.

Can. 12. Si alguno, siguiendo a los criminales herejes, confiesa una sola voluntad de Cristo Dios nuestro y una sola operación, destruyendo la confesión de los Santos Padres y rechazando la economía redentora del mismo Salvador, sea condenado.

Can. 13. Si alguno, siguiendo a los criminales herejes, no obstante haberse conservado en Cristo Dios en la unidad sustancialmente las dos voluntades y las dos operaciones, la divina y la humana, y haber sido así piadosamente predicado por nuestros Santos Padres, confiesa contra la doctrina de los Padres una sola voluntad y una sola operación, sea condenado.

Can. 14. Si alguno, siguiendo a los criminales herejes, con una sola voluntad y una sola operación que impíamente es confesada por los herejes, niega y rechaza las dos voluntades y las dos operaciones, es decir, la divina y la humana, que se conservan en la unidad en el mismo Cristo Dios y por los Santos Padres son con ortodoxia predicadas en Él, sea condenado.

Can. 15. Si alguno, siguiendo a los criminales herejes, toma neciamente por una sola operación la operación divino-humana, que los griegos llaman teándrica, y no confiesa de acuerdo con los Santos Padres, que es doble, es decir, divina y humana, o que la nueva dicción del vocablo “teándrica” que se ha establecido significa una sola y no indica la unión maravillosa y gloriosa de una y otra, sea condenado.

Can. 16. Si alguno, siguiendo para su perdición a los criminales herejes, no obstante haberse conservado esencialmente en Cristo Dios en la unión las dos voluntades y las dos operaciones, esto es, la divina y la humana, y haber sido piadosamente predicadas por los Santos Padres, pone neciamente disensiones y divisiones en el misterio de su economía redentora, y por eso las palabras del Evangelio y de los Apóstoles sobre el mismo Salvador no las atribuye a una sola y la misma persona y esencialmente al mismo Señor y Dios nuestro Jesucristo, de acuerdo con el bienaventurado Cirilo, para demostrar que el mismo es naturalmente Dios y hombre, sea condenado.

Can. 17. Si alguno, de acuerdo con los Santos Padres, no confiesa propiamente y según verdad, todo lo que ha sido trasmitido y predicado a la Santa, Católica y Apostólica Iglesia de Dios, e igualmente por los Santos Padres y por los cinco venerables Concilios universales, hasta el último ápice, de palabra y corazón, sea condenado.

Can. 18. Si alguno, de acuerdo con los Santos Padres, a una voz con nosotros y con la misma fe, no rechaza y anatematiza, de alma y de boca, a todos los nefandísimos herejes con todos sus impíos escritos hasta el último ápice, a los que rechaza y anatematiza la Santa Iglesia de Dios, Católica y Apostólica, esto es, los cinco santos y universales Concilios, y a una voz con ellos todos los probados Padres de la Iglesia, esto es, a Sabelio, Arrio, Eunomio, Macedonio, Apolinar, Polemón, Eutiques, Dioscuro, Timoteo el Eluro, Severo, Teodosio, Coluto, Temistio, Pablo de Samosata, Diodoro, Teodoro, Nestorio, Teodulo el Persa, Orígenes, Dídimo, Evagrio, y en una palabra, a todos los demás herejes que han sido reprobados y rechazados por la Iglesia Católica, y cuyas doctrinas son engendros de la acción diabólica; con los cuales hay que condenar a los que sintieron de modo semejante a ellos obstinadamente, hasta el fin de su vida, o a los que aún sienten o se espera que sientan, y con razón, pues son a ellos semejantes y envueltos en el mismo error; de los cuales se sabe que algunos dogmatizaron y terminaron su vida en su propio error, como Teodoro, obispo antaño de Farán, Ciro de Alejandría, Sergio de Constantinopla, o sus sucesores Pirro y Pablo, que permanecen en su perfidia; y los impíos escritos de aquéllos y a aquellos que sintieron de modo semejante a ellos obstinadamente hasta el fin, o aún sienten, o se espera que sientan, es decir, que tienen una sola voluntad y una sola operación la divinidad y la humanidad de Cristo; y la impiísima Ecthesis, que a persuasión del mismo Sergio fue compuesta por Heraclio, en otro tiempo emperador, en contra de la fe ortodoxa y que define que sólo se venera una voluntad de Cristo y una operación por armonía; mas también todo lo que en favor de la Ecthesis se ha escrito o hecho impíamente por aquellos, o a quienes la reciben, o algo de lo que por ella se ha escrito o hecho; y junto con todo esto también el criminal Typos, que a persuasión del predicho Pablo ha sido recientemente compuesto por el serenísimo Principe, el emperador Constantino [léase: Constancio] en contra de la Iglesia Católica, como quiera que manda negar y que por el silencio se constriñan las dos naturales voluntades y operaciones, la divina y la humana, que por los Santos Padres son piadosamente predicadas en el mismo Cristo, Dios verdadero y Salvador nuestro, con una sola voluntad y operación que impíamente es en Él venerada por los herejes, y que por tanto define que a par de los Santos Padres, también los criminales herejes han de verse libres de toda reprensión y condenación, injustamente; con lo que se amputan las definiciones o reglas de la Iglesia Católica.

Si alguno, pues, según se acaba de decir, no rechaza y anatematiza a una voz con nosotros todas estas impiísimas doctrinas de la herejía de aquéllos y todo lo que en favor de ellos o en su definición ha sido escrito por quienquiera que sea, y a los herejes nombrados, es decir, a Teodoro, Ciro y Sergio, Pirro y Pablo, como rebeldes que son a la Iglesia Católica, o si a alguno de los que por ellos o por sus semejantes han sido temerariamente depuestos o condenados por escrito o sin escrito, de cualquier modo y en cualquier lugar y tiempo, por no creer en modo alguno como ellos, sino confesar con nosotros la doctrina de los Santos Padres, lo tiene por condenado o absolutamente depuesto, y no considera a ese tal, quienquiera que fuere, obispo, presbítero o diácono, o de cualquier otro orden eclesiástico, o monje o laico, como pío y ortodoxo y defensor de la Iglesia Católica y por más consolidado en el orden en que fue llamado por el Señor, y no piensa por lo contrario que aquéllos son impíos y sus juicios en esto detestables o sus sentencias vacuas, inválidas y sin fuerza o, más bien, profanas y execrables o reprobables, ese tal sea condenado.

Can. 19. Si alguno profesando y entendiendo indubitablemente lo que sienten los criminales herejes, por vacua protervia dice que estas son las doctrinas de la piedad que desde el principio enseñaron los vigías y ministros de la palabra, es decir, los cinco santos y universales Concilios, calumniando a los mismos Santos Padres y a los mentados cinco santos Concilios, para engañar a los sencillos o para sustentación de su profana perfidia, ese tal sea condenado.

Can. 20. Si alguno, siguiendo a los criminales herejes, ilícitamente removiendo en cualquier modo, tiempo o lugar los términos que con más firmeza pusieron los Santos Padres de la Iglesia Católica [Prov 22, 28], es decir, los cinco santos y universales Concilios, se dedica a buscar temerariamente novedades y exposiciones de otra fe, o libros o cartas o escritos o firmas, o testimonios falsos, o sínodos o actas de monumentos, u ordenaciones vacuas, desconocidas de la regla eclesiástica, o conservaciones de lugar inconvenientes e irracionales, o, en una palabra, hace cualquiera otra cosa de las que acostumbran los impiísimos herejes, tortuosa y astutamente por operación del diablo en contra de las piadosas, es decir, paternas y sinodales predicaciones de los ortodoxos de la Iglesia Católica, para destrucción de la sincerísima confesión del Señor Dios nuestro, y hasta el fin permanece haciendo esto impíamente, sin penitencia, ese tal sea condenado por los siglos de los siglos y todo el pueblo diga: Amén, amén [Ps. 105, 48].

SAN EUGENIO I, 664(655)-657                    

SAN VITALIANO, 657-672

ADEODATO, 672-676

XI CONClLlO DE TOLEDO, 675

Símbolo de la fe (sobre todo acerca de la Trinidad y de la Encarnación)

[Expositio fidei contra los priscilianistas]

[Sobre la Trinidad.] Confesamos y creemos que la santa e inefable Trinidad, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, es naturalmente un solo Dios de una sola sustancia, de una naturaleza, de una sola también majestad y virtud. Y confesamos que el Padre no es engendrado ni creado, sino ingénito. Porque Él de ninguno trae su origen, y de Él recibió su nacimiento el Hijo y el Espíritu Santo su procesión. Él es también Padre de su esencia, que de su inefable sustancia engendró inefablemente al Hijo y, sin embargo, no engendró otra cosa que lo que Él es (v. 1. el Padre, esencia ciertamente inefable, engendró inefablemente al Hijo...) Dios a Dios, luz a la luz; de Él, pues, se deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra [Eph. 3, 15].

Confesamos también que el Hijo nació de la sustancia del Padre, sin principio antes de los siglos, y que, sin embargo, no fue hecho; porque ni el Padre existió jamás sin el Hijo, ni el Hijo sin el Padre. Y, sin embargo, no como el Hijo del Padre, así el Padre del Hijo, porque no recibió la generación el Padre del Hijo, sino el Hijo del Padre. El Hijo, pues, es Dios procedente del Padre; el Padre, es Dios, pero no procedente del Hijo; es ciertamente Padre del Hijo, pero no Dios que venga del Hijo; Este, en cambio, es Hijo del Padre y Dios que procede del Padre. Pero el Hijo es en todo igual a Dios Padre, porque ni empezó alguna vez a nacer ni tampoco cesó. Este es creído ser de una sola sustancia con el Padre, por lo que se le llama o,uooV~rLoS al Padre, es decir, de la misma sustancia que el Padre, pues 8~1oS en griego significa uno solo y ov~L~ sustancia, y unidos los dos términos suena “una sola sustancia”. Porque ha de creerse que el mismo Hijo fue engendrado o nació no de la nada ni de ninguna otra sustancia, sino del seno del Padre, es decir, de su sustancia. Sempiterno, pues, es el Padre, sempiterno también el Hijo. Y si siempre fue Padre, siempre tuvo Hijo, de quien fuera Padre; y por esto confesamos que el Hijo nació del Padre sin principio. Y no, porque el mismo Hijo de Dios haya sido engendrado del Padre, lo llamamos una porcioncilla de una naturaleza seccionada; sino que afirmamos que el Padre perfecto engendró un Hijo perfecto sin disminución y sin corte, porque sólo a la divinidad pertenece no tener un Hijo desigual. Además, este Hijo de Dios es Hijo por naturaleza y no por adopción, a quien hay que creer que Dios Padre no lo engendró ni por voluntad ni por necesidad; porque ni en Dios cabe necesidad alguna, ni la voluntad previene a la sabiduría. —También creemos que el Espíritu Santo, que es la tercera persona en la Trinidad, es un solo Dios e igual con Dios Padre e Hijo; no, sin embargo, engendrado y creado, sino que procediendo de uno y otro, es el Espíritu de ambos. Además, este Espíritu Santo no creemos sea ingénito ni engendrado; no sea que si le decimos ingénito, hablemos de dos Padres; y si engendrado, mostremos predicar a dos Hijos; sin embargo, no se dice que sea sólo del Padre o sólo del Hijo, sino Espíritu juntamente del Padre y del Hijo. Porque no procede del Padre al Hijo, o del Hijo procede a la santificación de la criatura, sino que se muestra proceder a la vez del uno y del otro; pues se reconoce ser la caridad o santidad de entrambos. Así, pues, este Espíritu se cree que fue enviado por uno y otro, como el Hijo por el Padre; pero no es tenido por menor que el Padre o el Hijo, como el Hijo por razón de la carne asumida atestigua ser menor que el Padre y el Espíritu Santo.

Esta es la explicación relacionada de la Santa Trinidad, la cual no debe ni decirse ni creerse triple, sino Trinidad. Tampoco puede decirse rectamente que en un solo Dios se da la Trinidad, sino que un solo Dios es Trinidad. Mas en los nombres de relación de las personas, el Padre se refiere al Hijo, el Hijo al Padre, el Espíritu Santo a uno y a otro; y diciéndose por relación tres personas, se cree, sin embargo, una sola naturaleza o sustancia. Ni como predicamos tres personas, así predicamos tres sustancias, sino una sola sustancia y tres personas. Porque lo que el Padre es, no lo es con relación a sí, sino al Hijo; y lo que el Hijo es, no lo es con relación a Sí, sino al Padre; y de modo semejante, el Espíritu Santo no a Sí mismo, sino al Padre y al Hijo se refiere en su relación: en que se predica Espíritu del Padre y del Hijo. Igualmente, cuando decimos “Dios”, no se dice con relación a algo, como el Padre al Hijo o el Hijo al Padre o el Espíritu Santo al Padre y al Hijo, sino que se dice Dios con relación a sí mismo especialmente. Porque si de cada una de las personas somos interrogados, forzoso es la confesemos Dios. Así, pues, singularmente se dice Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo; sin embargo, no son tres dioses, sino un solo Dios. Igualmente, el Padre se dice omnipotente y el Hijo omnipotente y el Espíritu Santo omnipotente; y, sin embargo, no se predica a tres omnipotentes, sino a un solo omnipotente, como también a una sola luz y a un solo principio. Singularmente, pues, cada persona es confesada y creída plenamente Dios, y las tres personas un solo Dios. Su divinidad única o indivisa e igual, su majestad o su poder, ni se disminuye en cada uno, ni se aumenta en los tres; porque ni tiene nada de menos cuando singularmente cada persona se dice Dios, ni de más cuando las tres personas se enuncian un solo Dios. Así, pues, esta santa Trinidad, que es un solo y verdadero Dios, ni se aparta del número ni cabe en el número.

Porque el número se ve en la relación de ]as personas; pero en la sustancia de la divinidad, no se comprende qué se haya numerado. Luego sólo indican número en cuanto están relacionadas entre sí; y carecen de número, en cuanto son para sí. Porque de tal suerte a esta santa Trinidad le conviene un solo nombre natural, que en tres personas no puede haber plural. Por esto, pues, creemos que se dijo en las Sagradas Letras: Grande el Señor Dios nuestro y grande su virtud, y su sabiduría no tiene número [Ps. 146, 5]. Y no porque hayamos dicho que estas tres personas son un solo Dios, podemos decir que el mismo es Padre que es Hijo, o que es Hijo el que es Padre, o que sea Padre o Hijo el que es Espíritu Santo. Porque no es el mismo el Padre que el Hijo, ni es el mismo el Hijo que el Padre, ni el Espíritu Santo es el mismo que el Padre o el Hijo, no obstante que el Padre sea lo mismo que el Hijo, lo mismo el Hijo que el Padre, lo mismo el Padre y el Hijo que el Espíritu Santo, es decir: un solo Dios por naturaleza. Porque cuando decimos que no es el mismo Padre que es Hijo, nos referimos a la distinción de personas. En cambio, cuando decimos que el Padre es lo mismo que el Hijo, el Hijo lo mismo que el Padre, lo mismo el Espíritu Santo que el Padre y el Hijo, se muestra que pertenece a la naturaleza o sustancia por la que es Dios, pues por sustancia son una sola cosa; porque distinguimos las personas, no separamos la divinidad.

Reconocemos, pues, a la Trinidad en la distinción de personas; profesamos la unidad por razón de la naturaleza o sustancia. Luego estas tres cosas son una sola cosa, por naturaleza, claro está, no por persona. Y, sin embargo, no ha de pensarse que estas tres personas son separables, pues no ha de creerse que existió u obró nada jamás una antes que otra, una después que otra, una sin la otra. Porque se halla que son inseparables tanto en lo que son como en lo que hacen; porque entre el Padre que engendra y el Hijo que es engendrado y el Espíritu Santo que procede, no creemos que se diera intervalo alguno de tiempo, por el que el engendrador precediera jamás al engendrado, o el engendrado faltara al engendrador, o el Espíritu que procede apareciera posterior al Padre o al Hijo. Por esto, pues, esta Trinidad es predicada y creída por nosotros como inseparable e inconfusa. Consiguientemente, estas tres personas son afirmadas, como lo definen nuestros mayores, para que sean reconocidas, no para que sean separadas. Porque si atendemos a lo que la Escritura Santa dice de la Sabiduría: Es el resplandor de la luz eterna [Sap. 7, 26]; como vemos que el resplandor está inseparablemente unido a la luz, así confesamos que el Hijo no puede separarse del Padre. Consiguientemente, como no confundimos aquellas tres personas de una sola e inseparable naturaleza, así tampoco las predicamos en manera alguna separables. Porque, a la verdad, la Trinidad misma se ha dignado mostrarnos esto de modo tan evidente, que aun en los nombres por los que quiso que cada una de las personas fuera particularmente reconocida, no permite que se entienda la una sin la otra; pues no se conoce al Padre sin el Hijo ni se halla al Hijo sin el Padre. En efecto, la misma relación del vocablo de la persona veda que las personas se separen, a las cuales, aun cuando no las nombra a la vez, a la vez las insinúa. Y nadie puede oír cada uno de estos nombres, sin que por fuerza tenga que entender también el otro: Así, pues, siendo estas tres cosas una sola cosa, y una sola, tres; cada persona, sin embargo, posee su propiedad permanente. Porque el Padre posee la eternidad sin nacimiento, el Hijo la eternidad con nacimiento, y el Espíritu Santo la procesión sin nacimiento con eternidad.

[Sobre la Encarnación.] Creemos que, de estas tres personas, sólo la persona del Hijo, para liberar al género humano, asumió al hombre verdadero, sin pecado, de la santa e inmaculada María Virgen, de la que fue engendrado por nuevo orden y por nuevo nacimiento. Por nuevo orden, porque invisible en la divinidad, se muestra visible en la carne; y por nuevo nacimiento fue engendrado, porque la intacta virginidad, por una parte, no supo de la unión viril y, por otra, fecundada por el Espíritu Santo, suministró la materia de la carne. Este parto de la Virgen, ni por razón se colige, ni por ejemplo se muestra, porque si por razón se colige, no es admirable; si por ejemplo se muestra, no es singular.

No ha de creerse, sin embargo, que el Espíritu Santo es Padre del Hijo, por el hecho de que María concibiera bajo la sombra del mismo Espíritu Santo, no sea que parezca afirmamos dos padres del Hijo, cosa ciertamente que no es lícito decir. En esta maravillosa concepción al edificarse a sí misma la Sabiduría una casa, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros [Ioh. 1, 19]. Sin embargo, el Verbo mismo no se convirtió y mudó de tal manera en la carne que dejara de ser Dios el que quiso ser hombre; sino que de tal modo el Verbo se hizo carne que no sólo esté allí el Verbo de Dios y la carne del hombre, sino también el alma racional del hombre; y este todo, lo mismo se dice Dios por razón de Dios, que hombre por razón del hombre. En este Hijo de Dios creemos que hay dos naturalezas: una de la divinidad, otra de la humanidad, a las que de tal manera unió en sí la única persona de Cristo, que ni la divinidad podrá jamás separarse de la humanidad, ni la humanidad de la divinidad. De ahí que Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre en la unidad de una sola persona. Sin embargo, no porque hayamos dicho dos naturalezas en el Hijo, defenderemos en Él dos personas, no sea que a la Trinidad —lo que Dios no permita— parezca sustituir la cuaternidad. Dios Verbo, en efecto, no tomó la persona del hombre, sino la naturaleza, y en la eterna persona de la divinidad, tomó la sustancia temporal de la carne.

Igualmente, de una sola sustancia creemos que es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo; sin embargo, no decimos que María Virgen engendrara la unidad de esta Trinidad, sino solamente al Hijo que fue el solo que tomó nuestra naturaleza en la unidad de su persona. También ha de creerse que la encarnación de este Hijo de Dios fue obra de toda la Trinidad, porque las obras de la Trinidad son inseparables. Sin embargo, sólo el Hijo tomó la forma de siervo [Phil. 2, 7] en la singularidad de la persona, no en la unidad de la naturaleza divina, para aquello que es propio del Hijo, no lo que es común a la Trinidad; y esta forma se le adaptó a Él para la unidad de persona, es decir, para que el Hijo de Dios y el Hijo del hombre sea un solo Cristo. Igualmente el mismo Cristo, en estas dos naturalezas, existe en tres sustancias: del Verbo, que hay que referir a la esencia de solo Dios, del cuerpo y del alma, que pertenecen al verdadero hombre.

Tiene, pues, en sí mismo una doble sustancia: la de su divinidad y la de nuestra humanidad. Éste, sin embargo, en cuanto salió de su Padre sin comienzo, sólo es nacido, pues no se toma por hecho ni por predestinado; mas, en cuanto nació de María Virgen, hay que creerlo nacido, hecho y predestinado. Ambas generaciones, sin embargo, son en Él maravillosas, pues del Padre fue engendrado sin madre antes de los siglos, y en el fin de los siglos fue engendrado de la madre sin padre. Y el que en cuanto Dios creó a María, en cuanto hombre fue creado por María: Él mismo es padre e hijo de su madre María. Igualmente, en cuanto Dios es igual al Padre; en cuanto hombre es menor que el Padre.

Igualmente hay que creer que es mayor y menor que sí mismo: porque en la forma de Dios, el mismo Hijo es también mayor que sí mismo, por razón de la humanidad asumida, que es menor que la divinidad; y en la forma de siervo es menor que sí mismo, es decir, en la humanidad, que se toma por menor que la divinidad. Porque a la manera que por la carne asumida no sólo se toma como menor al Padre sino también a sí mismo; así por razón de la divinidad es igual con el Padre, y Él y el Padre son mayores que el hombre, a quien sólo asumió la persona del Hijo. Igualmente, en la cuestión sobre si podría ser igual o menor que el Espíritu Santo, al modo como unas veces se cree igual, otras menor que el Padre, respondemos: Según la forma de Dios, es igual al Padre y al Espíritu Santo; según la forma de siervo, es menor que el Padre y que el Espíritu Santo, porque ni el Espíritu Santo ni Dios Padre, sino sola la persona del Hijo, tomó la carne, por la que se cree menor que las otras dos personas. Igualmente, este Hijo es creído inseparablemente distinto del Padre y del Espíritu Santo por razón de su persona; del hombre, empero (v. l. asumido), por la naturaleza asumida. Igualmente, con el hombre está la persona; mas con el Padre y el Espíritu Santo, la naturaleza de la divinidad o sustancia. Sin embargo, hay que creer que el Hijo fue enviado no sólo por el Padre, sino también por el Espíritu Santo, puesto que Él mismo dice por el Profeta: Y ahora el Señor me ha enviado, y también su Espíritu [Is. 48, 16]. También se toma como enviado de sí mismo, pues se reconoce que no sólo la voluntad, sino la operación de toda la Trinidad es inseparable. Porque éste, que antes de los siglos es llamado unigénito, temporalmente se hizo primogénito: unigénito por razón de la sustancia de la divinidad; primogénito por razón de la naturaleza de la carne asumida.

[De la redención.] En esta forma de hombre asumido, concebido sin pecado según la verdad evangélica, nacido sin pecado, sin pecado es creído que murió el que solo por nosotros se hizo pecado [2 Cor. 5, 21], es decir, sacrificio por nuestros pecados. Y, sin embargo, salva la divinidad, padeció la pasión misma por nuestras culpas y, condenado a muerte y a cruz, sufrió verdadera muerte de la carne, y también al tercer día, resucitado por su propia virtud, se levantó del sepulcro.

Ahora bien, por este ejemplo de nuestra cabeza, confesamos que se da la verdadera resurrección de la carne (v. l.: con verdadera fe confesamos en la resurrección...) de todos los muertos. Y no creemos, como algunos deliran, que hemos de resucitar en carne aérea o en otra cualquiera, sino en esta en que vivimos, subsistimos y nos movemos. Cumplido el ejemplo de esta santa resurrección, el mismo Señor y Salvador nuestro volvió por su ascensión al trono paterno, del que por la divinidad nunca se había separado. Sentado allí a la diestra del Padre, es esperado para el fin de los siglos como juez de vivos y muertos. De allí vendrá con los santos ángeles, y los hombres, para celebrar el juicio y dar a cada uno la propia paga debida, según se hubiere portado, o bien o mal [2 Cor. 5, 10], puesto en su cuerpo. Creemos que la Santa Iglesia Católica comprada al precio de su sangre, ha de reinar con Él para siempre. Puestos dentro de su seno, creemos y confesamos que hay un solo bautismo para la remisión de todos los pecados. Bajo esta fe creemos verdaderamente la resurrección de los muertos y esperamos los gozos del siglo venidero. Sólo una cosa hemos de orar y pedir, y es que cuando, celebrado y terminado el juicio, el Hijo entregue el reino a Dios Padre [1 Cor. 15, 24], nos haga partícipes de su reino, a fin de que por esta fe, por la que nos adherimos a Él con Él reinemos sin fin. Ésta es la confesión y exposición de nuestra fe, por la que se destruye la doctrina de todos los herejes, por la que se limpian los corazones de los fieles, por la que se sube también gloriosamente a Dios por los siglos de los siglos. Amén.

DONO, 676-678.

SAN AGATON, 678-681

CONCILIO ROMANO, 680

Sobre la unión hipostática

[De la Carta dogmática de Agatón y del Concilio Romano Omnium bonorum spes, a los emperadores]

En efecto, reconocemos que uno solo y el mismo Señor nuestro Jesucristo, Hijo de Dios unigénito, subsiste de dos y en dos sustancias, sin confusión, sin conmutación, sin división e inseparablemente [cf. 148], sin que jamás se suprimiera la diferencia de las naturalezas por la unión, sino más bien quedando a salvo la propiedad de una y otra naturaleza y concurriendo en una sola persona y en una sola subsistencia, no distribuido o diversificado en la dualidad de personas ni confundido en una sola naturaleza compuesta; sino que reconocemos, aun después de la unión subsistencial, a uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo, nuestro Señor Jesucristo [v. 148] y no uno en otro, ni uno y otro, sino el mismo en las dos naturalezas, es decir, en la divinidad y en la humanidad; porque ni el Verbo se mudó en la naturaleza de la carne, ni la carne se transformó en la naturaleza del Verbo. Uno y otra permaneció, en efecto, lo que naturalmente era; pues sólo por la contemplación discernimos la diferencia de las naturalezas unidas en Él, aquellas de que sin confusión, inseparablemente y sin conmutación está compuesto; uno solo, efectivamente, resulta de una y otra y por uno solo son ambas, como quiera que juntamente son tanto la alteza de la divinidad, como la humildad de la carne. Una y otra naturaleza guarda, en efecto, aun después de la unión, su propiedad, “y cada forma obra, con comunicación de la otra, lo que le es propio: El Verbo obra lo que pertenece al Verbo, y la carne ejecuta lo que toca a la carne. Uno brilla por los milagros; otra sucumbe a las injurias”.

De ahí se sigue que, así como confesamos que tiene verdaderamente dos naturalezas o sustancias, esto es, la divinidad y la humanidad, sin confusión, indivisiblemente, sin conmutación, así la regla de la piedad nos instruye que el solo y mismo Señor Jesucristo [v. 254-274], como perfecto Dios y perfecto hombre, tiene también dos naturales voluntades y dos naturales operaciones, pues se demuestra que esto nos ha enseñado la tradición apostólica y evangélica, y el magisterio de los Santos Padres a los que reciben la Santa Iglesia Católica y Apostólica y los venerables Concilios.

III CONCILIO DE CONSTANTINOPLA, 680-681

VI ecuménico (contra los monotelitas)

Definición sobre las dos voluntades en Cristo

El presente santo y universal Concilio recibe fielmente y abraza con los brazos abiertos la relación del muy santo y muy bienaventurado Papa de la antigua Roma, Agatón, hecha a Constantino, nuestro piadosísimo y fidelísimo emperador, en la que expresamente se rechaza a los que predican y enseñan, como antes se ha dicho, una sola voluntad y una sola operación en la economía de la encarnación de Cristo, nuestro verdadero Dios [v. 288]. Y acepta también la otra relación sinodal del sagrado Concilio de ciento veinte y cinco religiosos obispos, habida bajo el mismo santísimo Papa, hecha igualmente a la piadosa serenidad del mismo Emperador, como acorde que está con el santo Concilio de Calcedonia y con el tomo del sacratísimo y beatísimo Papa de la misma antigua Roma, León, tomo que fue enviado a San Flaviano [v. 143] y al que llamó el mismo Concilio columna de la ortodoxia.

Acepta además las Cartas conciliares escritas por el bienaventurado Cirilo contra el impío Nestorio a los obispos de oriente; signe también los cinco santos Concilios universales y, de acuerdo con ellos, define que confiesa a nuestro Señor Jesucristo, nuestro verdadero Dios, uno que es de la santa consustancial Trinidad, principio de la vida, como perfecto en la divinidad y perfecto el mismo en la humanidad, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, compuesto de alma racional y de cuerpo; consustancial al Padre según la divinidad y el mismo consustancial a nosotros según la humanidad, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado [Hebr. 4, 15]; que antes de los siglos nació del Padre según la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, nació del Espíritu Santo y de María Virgen, que es propiamente y según verdad madre de Dios, según la humanidad; reconocido como un solo y mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin conmutación, inseparablemente, sin división, pues no se suprimió en modo alguno la diferencia de las dos naturalezas por causa de la unión, sino conservando más bien cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o distribuído en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Verbo de Dios, Señor Jesucristo, como de antiguo enseñaron sobre Él los profetas, y el mismo Jesucristo nos lo enseñó de sí mismo y el Símbolo de los Santos Padres nos lo ha trasmitido [Conc. Calc. v. 148].

Y predicamos igualmente en Él dos voluntades naturales o: quereres y dos operaciones naturales, sin división, sin conmutación, sin separación, sin confusión, según la enseñanza de los Santos Padres; y dos voluntades, no contrarias —¡Dios nos libre!—, como dijeron los impíos herejes, sino que su voluntad humana sigue a su voluntad divina y omnipotente, sin oponérsele ni combatirla, antes bien, enteramente sometida a ella. Era, en efecto, menester que la voluntad de la carne se moviera, pero tenía que estar sujeta a la voluntad divina del mismo, según el sapientísimo Atanasio. Porque a la manera que su carne se dice g es carne de Dios Verbo, así la voluntad natural de su carne se dice y es propia de Dios Verbo, como Él mismo dice: Porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me ha enviado [Ioh, 6, 38], llamando suya la voluntad de la carne, puesto que la carne fue también suya. Porque a la manera que su carne animada santísima e inmaculada, no por estar divinizada quedó suprimida, sino que permaneció en su propio término y razón, así tampoco su voluntad quedó suprimida por estar divinizada, como dice Gregorio el Teólogo: “Porque el querer de Él, del Salvador decimos, no es contrario a Dios, como quiera que todo Él está divinizado”.

Glorificamos también dos operaciones naturales sin división, sin conmutación, sin separación, sin confusión, en el mismo Señor nuestro Jesucristo, nuestro verdadero Dios, esto es, una operación divina y otra operación humana, según con toda claridad dice el predicador divino León: “Obra, en efecto, una y otra forma con comunicación de la otra lo que es propio de ella: es decir, que el Verbo obra lo que pertenece al Verbo y la carne ejecuta lo que toca a la carne” [v. 144]. Porque no vamos ciertamente a admitir una misma operación natural de Dios y de la criatura, para no levantar lo creado hasta la divina sustancia ni rebajar tampoco la excelencia de la divina naturaleza al puesto que conviene a las criaturas. Porque de uno solo y mismo reconocemos que son tanto los milagros como los sufrimientos, según lo uno y lo otro de las naturalezas de que consta y en las que tiene el ser, como dijo el admirable Cirilo. Guardando desde luego la inconfusión y la indivisión, con breve palabra lo anunciamos todo: Creyendo que es uno de la santa Trinidad, aun después de la encarnación, nuestro Señor Jesucristo, nuestro verdadero Dios, decimos que sus dos naturalezas resplandecen en su única hipóstasis, en la que mostró tanto sus milagros como sus padecimientos, durante toda su vida redentora, no en apariencia, sino realmente; puesto que en una sola hipóstasis se reconoce la natural diferencia por querer y obrar, con comunicación de la otra, cada naturaleza lo suyo propio; y según esta razón, glorificamos también dos voluntades y operaciones naturales que mutuamente concurren para la salvación del género humano.

Habiendo, pues, nosotros dispuesto esto en todas sus partes con toda exactitud y diligencia, determinamos que a nadie sea lícito presentar otra fe, o escribirla, o componerla, o bien sentir o enseñar de otra manera. Pero, los que se atrevieren a componer otra fe, o presentarla, o enseñarla, o bien entregar otro símbolo a los que del helenismo, o del judaísmo, o de una herejía cualquiera quieren convertirse al conocimiento de la verdad; o se atrevieren a introducir novedad de expresión o invención de lenguaje para trastorno de lo que por nosotros ha sido ahora definido; éstos, si son obispos o clérigos, sean privados los obispos del episcopado y los clérigos de la clerecía; y si son monjes o laicos, sean anatematizados.

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