LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO


I/CUERPO-DE-CRISTO
Si Dios habló en el pasado, debe seguir hablando en el presente. Si 
se dio a conocer entonces, debe seguir haciéndolo ahora. Si, entre 
muchas palabras, tuvo una más claramente perceptible y más 
fácilmente inteligible que las otras, una palabra pronunciada como 
nosotros lo hacemos, emitiendo sonidos articulados, dicha palabra 
tiene que seguir hablando, porque lo propio de la palabra es hablar, 
expresarse, darse a conocer, comunicarse, manifestar las 
interioridades de quien la pronuncia... Si Dios, en otro tiempo, se dio a 
conocer a través de un cuerpo humano con la finalidad de hacerse 
visible y tangible (1 Jn 1,1-3), aquel cuerpo, realizador de la presencia 
divina entre nosotros, debe seguir estando presente entre los hombres 
para conseguir efectos similares a los entonces logrados. ¿Estamos 
imponiendo condiciones a Dios? En modo alguno. Somos plenamente 
conscientes de que una de las características fundamentales del Dios 
que comenzó a dársenos a conocer en tiempos ya remotos es que no 
admite ningún tipo de condiciones que el hombre pueda imponerle 
para chantajearlo. Ni siquiera a la hora final de las labores, porque, 
como dice, con plena justicia teológica, uno de los himnos de Vísperas: 
«Ahora que nos pagas, nos lo das de balde, que a jornal de gloria no 
hay trabajo grande». 
Nuestro anterior raciocinio surge de una lógica muy diferente a la 
deducción humana; surge de la lógica divina a la que Dios mismo quiso 
acostumbrar paulatinamente a los humanos: ¿Creéis, acaso, que 
soy como vosotros? He dicho una cosa, ¿y no la voy a cumplir? 
(Nm 23,19). 
Sin duda alguna que fue esta incomprensible lógica divina la que 
llevó al apóstol Pablo a definir a Jesús como el sí (2 Cor 1,19), el sí de 
Dios a todas sus palabras anteriores. Y. como consecuencia inevitable 
de esta lógica divina, si hubo un cuerpo real en el pasado para hacer 
visible y tangible a nuestro Dios, debe seguir habiendo un cuerpo 
verdadero, y de alguna manera experimentable, que siga siendo la 
epifanía abierta y manifiesta de nuestro Dios a través del tiempo. Una 
epifanía que continúe la de Cristo, que, en otro tiempo, la encarnó 
plenamente (Col 1,19; 2,9). Y esto es lo que debe ser la Iglesia: el 
cuerpo de Cristo, la forma epifánica o manifestativa de la realidad 
divina encarnada en Cristo. 
Estamos diciendo con toda la claridad posible que, cuando hablamos 
de la Iglesia como cuerpo de Cristo, no entendemos la palabra 
«cuerpo» como habitualmente es utilizada entre nosotros. Esperamos 
que esto se vaya clarificando a lo largo de nuestra exposición. 
Anticipemos, por elemental necesidad pedagógica, que, al hablar del 
cuerpo de Cristo, al utilizar la palabra cuerpo para designar la realidad 
eclesial, no pensamos en el cuerpo como la parte visible, extensa y 
material del hombre en su contraposición al alma. Entendemos por 
cuerpo la plena realidad humana, destacando su aspecto y capacidad 
de relación; entendemos por cuerpo la totalidad del «yo» en cuanto se 
relaciona, o es capaz de hacerlo, consigo mismo, con los otros, con el 
totalmente Otro y con lo otro, con las cosas que le rodean. La palabra 
«cuerpo» aplicada a Cristo, en la expresión «cuerpo de Cristo», debe 
ser entendida en el marco de las dimensiones aludidas. El cuerpo de 
Cristo es Cristo mismo en su enseñanza, en su conducta, en su muerte 
y resurrección, destacando la plena coherencia que existe entre los 
puntos mencionados: la enseñanza o doctrina rubricada por la 
conducta y culminada, de forma necesaria, en la muerte y resurrección. 
El cuerpo de Cristo es todo aquello que Cristo manifestó ser para el 
hombre y el mundo. 
Si consideramos a la Iglesia como el cuerpo de Cristo es porque 
pensamos que tenemos en ella su presencia salvadora; porque 
creemos que ella continúa ofreciendo al hombre de todos los tiempos 
el acontecimiento salvífico con su eficacia liberadora; porque sabemos 
que, en ella, su palabra inamordazable sigue hablando, a pesar de 
todos los intentos de «encadenarla» o reducirla al silencio, y sigue 
situando al hombre que de un modo o de otro la escucha ante el 
inevitable dilema de la elección decisiva; porque estamos convencidos 
de que ella tiene y cumple una esencial tarea reconciliadora a todos los 
niveles y con múltiples recursos; porque, en su irrenunciable tarea 
evangelizadora, entra el colocar al hombre, en cualquiera de las fases 
en que su existencia se encuentre, por encima de toda ley reguladora y 
por encima de cualquier tipo de conveniencias sociopolíticas, aunque, 
como le ocurrió a Jesús de Nazaret, esto lleve a Ios fariseos 
implacables -que los hay de muchas clases en todos los tiempos y 
latitudes- a rasgarse las vestiduras puritanas declarando blasfema 
dicha pretensión; porque, desde la finalidad claramente encomendada 
por su fundador, es sembradora de esperanza en el callejón sin salida 
de la existencia humana; porque, como continuadora de quien se 
autopresentó como la «luz del mundo», ella tiene por misión proyectar 
luz vivificadora sobre la pantalla negra en que se sumerge nuestra vida 
en su etapa final. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, Cristo mismo a lo 
largo de todos los tiempos y en las más diversas geografías, sin 
limitación alguna impuesta por fronteras excluyentes de cualquier tipo.
¿Cómo puede ser esto? Es inevitable que aparezca el viejo 
interrogante, que ya Nicodemo presentó a Jesús cuando éste comenzó 
a descubrirle el proyecto de Dios. Es posible porque Dios lo hizo 
posible. Sólo por eso. La apertura, la automanifestación de Dios en la 
historia, que tuvo lugar de forma definitiva en Jesucristo, culmina 
justamente en la creación del cuerpo de Cristo. Únicamente así se hará 
posible que la apertura clara y profunda de la historia a Dios, rea]izada 
de forma completa en Jesús de Nazaret, siga siendo una realidad 
creadora de optimismo en el devenir implacable del tiempo.
En expresión del apóstol Pablo, «Cristo hizo de los dos pueblos 
-judíos y paganos, representantes de la humanidad entera en aquel 
tiempo- uno solo» (Ef 2,14-18). El es nuestra paz. Su muerte en la cruz 
es la reconciliación de los hombres entre sí y con Dios. Cayeron así las 
fronteras. Cristo es el espacio abierto por Dios para el hombre y el 
mundo en orden a su reconciliación necesaria. Y este espacio abierto 
por Dios en un tiempo ya lejano continúa siendo eficaz a través de los 
tiempos gracias a la acción incesante del Espíritu. Es el Paráclito, el 
Espíritu Santo, el Espíritu de Dios o el Espíritu de Cristo -términos o 
expresiones que indican la misma realidad- quien únicamente puede 
descubrirnos esta dimensión abierta, que es una dimensión salvífica o 
salvadora, que continúa en oferta permanente para el hombre de todos 
los tiempos. 
Desde este punto de vista, la Iglesia se identifica con Cristo, es el 
cuerpo de Cristo, ya que ella es dicha dimensión o espacio abierto e 
ilimitado puesto a disposición de todo hombre; es el Cristo continuado y 
presente gracias a la acción operante del Espíritu. 
Para facilitar la comprensión del tema que estamos desarrollando, la 
Iglesia considerada como cuerpo de Cristo, nos ha parecido oportuno 
presentarlo ofreciendo las siguientes consideraciones 
complementarias. Pero, antes de entrar en su desarrollo 
pormenorizado, creemos oportuno hacer la observación siguiente: en 
nuestra exposición renunciamos intencionadamente a la utilización del 
calificativo «místico» para aplicárselo a la expresión «cuerpo de 
Cristo». No hablaremos del «cuerpo-místico de Cristo». Y ello por 
varias razones: 

-El adjetivo calificativo, cualquiera que sea, debe servir para clarificar 
el sentido o contenido del nombre o sustantivo al que es aplicado. 
Ahora bien, añadir a la expresión «cuerpo de Cristo» el calificativo de 
«místico» no cumple este requisito en modo alguno. Decir que el 
mencionado calificativo nos orienta hacia la consideración de un 
cuerpo «misterioso» equivale a no decir nada, porque este aspecto de 
«misterioso» o de misterio se halla claramente implicado en la misma 
expresión «cuerpo de Cristo». Se entiende por sí mismo que, al decir 
que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, no se hace referencia a un cuerpo 
físico. Dicho de otro modo: el añadir «místico» no aclara nada dicha 
expresión. Más aún, creemos que sirve únicamente para añadir mayor 
confusión, ya que debemos explicar el calificativo mismo «místico». 

-El creador y único utilizador de la metáfora en el Nuevo Testamento, 
el apóstol Pablo, utiliza la expresión «cuerpo de Cristo» sin ninguna 
clase de calificativos. Por algo será. Somos nosotros los obligados a 
conocer sus razones, no a cambiar su terminología. 

-El calificativo de «místico», dado a la expresión paulina, apareció 
muy tardíamente en la reflexión teológica y, por lo que sabemos, sin 
gran fortuna. Queremos decir que dicha invención no consiguió el 
efecto para el cual fue creada: el iluminar o clarificar la naturaleza de 
dicho cuerpo, el cuerpo de Cristo, al que se le llamó «místico». 

I
SENTIDO METAFÓRICO DE LA PALABRA «CUERPO» 

CUERPO/SENTIDO Las múltiples imágenes utilizadas a lo largo y 
ancho del Nuevo Testamento para presentar a la Iglesia hablan 
elocuentemente de dos cosas importantes: de la grandeza inabarcable 
del tema o del misterio por un lado, y por otro, de la insuficiencia 
radical de cualquier término, imagen o metáfora para describirla 
adecuadamente. No entramos aquí en la calificación valorativa de la 
mayor o menor idoneidad de cada una de las aludidas imágenes en 
orden a describir el misterio eclesial. Sí afirmamos con pleno 
convencimiento que la presentación de la Iglesia como «el cuerpo de 
Cristo» ofrece grandes ventajas sobre otras denominaciones teniendo 
en cuenta una doble consideración: 

a) Que ésta, la imagen del cuerpo, tiene a Cristo como punto de 
referencia inmediato; ahora bien, Cristo siempre resulta una figura 
atrayente, y esto tiene, a su vez, la gran ventaja de partir de algo 
plenamente aceptable para llegar a descubrir el misterio eclesial como 
una realidad atractiva también. 

b) Al utilizar la imagen del cuerpo para presentar a la Iglesia, las 
deficiencias o fallos existentes en ella no se manifiestan directamente ni 
en un primer plano; las aludidas limitaciones repelentes aparecerán, 
más bien, como una derivación lógica, no de la Iglesia en sí, sino de 
aquellos que aceptan ser miembros de dicho cuerpo al nivel que sea; 
ahora bien, lo defectuoso nunca debe mostrarse en lugar destacado 
del escaparate. 
Cuando hablamos de la Iglesia como cuerpo de Cristo estamos 
utilizando una metáfora. Imitamos así al apóstol Pablo, que fue el 
primero en recurrir a ella. ¿Qué aspecto pretendía aclarar de la Iglesia 
al presentarla utilizando esta imagen? Lo primero y más elemental que 
sugiere la metáfora empleada es la de un organismo vivo. La Iglesia es 
un organismo vivo. Y como tal organismo vivo se halla regida por unas 
leyes inalterables de crecimiento continuo y de desarrollo incesante. 
Estamos ante un proceso necesario en el que cada uno de los 
miembros que integran dicho organismo debe cumplir una tarea 
ineludible. Ninguno puede excusarse de cumplir la misión que su misma 
categoría de miembro vivo le confiere dentro del cuerpo al que 
pertenece. 
La imagen del cuerpo, utilizada únicamente por Pablo, dentro de los 
escritos del Nuevo Testamento, para describir a la Iglesia, no fue una 
creación genial, sino más bien una importación afortunada. El la tomó 
de su entorno cultural, en el que la referida imagen era utilizada para 
poner de relieve la necesaria colaboración de todos los miembros 
dentro del cuerpo social al que pertenecen. Tengamos en cuenta que 
también nosotros empleamos la palabra «cuerpo» en este sentido 
metafórico. Hablamos de cuerpos legislativos, de órganos de gobierno, 
cuerpos ejecutivos... Esta utilización era frecuente en el tiempo en que 
nacieron los escritos del Nuevo Testamento. Lo demuestra claramente 
la fábula de Menenio Agripa, transmitida en su forma más clara por Tito 
Livio. Dice así: 

«Reinaba el terror en Roma a consecuencia de una disensión entre 
los cónsules y el ejército. Este, por instigación de un tal Sicinio, cesó de 
obedecer a los cónsules y se retiró al Monte Sacro. Sin la unión de 
todos los ciudadanos, la situación parecía desesperada. Para lograr 
esta unión se decidió enviar un parlamentario, orador elocuente, 
Menenio Agripa, que, por sus orígenes plebeyos, era popular. Llegado 
al parlamento, recurrió a un antiguo procedimiento oratorio y se limitó a 
contar esta fábula: 
«En el tiempo en que el cuerpo humano no formaba como hoy un 
todo en perfecta armonía, sino que cada miembro tenía su opinión y su 
lenguaje, todos estaban indignados al tener que tomar sobre sí el 
cuidado, la preocupación y la molestia de proveer el estómago, en 
tanto que él, ocioso en medio de ellos, no hacía otra cosa que disfrutar 
de los placeres que se le procuraban. Todos, de común acuerdo, 
tomaron una decisión: las manos, de no llevar el alimento a la boca; la 
boca, de no recibirlos; los dientes, de no masticarlos. Pero queriendo, 
en su cólera, reducir al estómago por el hambre, de repente, los 
miembros, también ellos, y el cuerpo entero, cayeron en un 
agotamiento completo. Entonces comprendieron que la función del 
estómago no era ociosidad, y que si ellos lo alimentaban a él, él los 
alimentaba a ellos enviando a todas partes del cuerpo el principio de 
vida y de fuerza repartido en todas las venas, el fruto de la digestión, la 
sangre". 
Comparando después la disensión interna con la cólera del pueblo 
contra el Senado, Menenio Agripa doblegó los ánimos de aquellos 
hombres». 

¿Conocía Pablo esta fábula? Lo menos que puede decirse es que 
estaba al tanto de la mentalidad plasmada en ella. Recordemos la 
descripción que hace de la Iglesia en 1 Co 12, partiendo de la imagen 
del cuerpo: Hay en él diversidad de miembros y de funciones; todos 
son respetables y ninguno despreciable; cada uno debe cumplir su 
misión dentro del cuerpo, la que su misma naturaleza le confiere; todos 
deben trabajar, realizando la propia tarea para el bien del conjunto, sin 
tensiones ni disensiones, sin altanería ni infravaloración, dentro de la 
armonía requerida para que el organismo desarrolle plenamente su 
vida. 
El centro de gravedad de la imagen paulina podía ser formulado así: 
el creyente, individualmente considerado, es a la Iglesia lo que un 
miembro del cuerpo humano es al conjunto del organismo. Un miembro 
del cuerpo humano, cualquiera de ellos, puede servir de ejemplo: lo es 
en la medida en que se halla inserto en el conjunto del organismo vivo 
y cumple en él su tarea específica. En el momento en que se rompe 
dicha inserción o no se cumple la misión específica del miembro en 
cuestión, dejaría de ser tal miembro. Pues bien, exactamente igual 
ocurre en la Iglesia. El creyente, individualmente considerado, es 
miembro de la Iglesia, y solamente en cuanto tal existe en su calidad de 
creyente. Y. siguiendo en la línea de la imagen, en el momento en que 
un miembro rompe la pertenencia mencionada o deja de cumplir su 
misión específica, queda excluido del organismo eclesial, se 
autoexcluye o es amputado. 
Debemos notar, sin embargo, que Pablo no considera la imagen del 
cuerpo como el principio fundamental a partir del cual debe 
desarrollarse el pensamiento eclesial. Tampoco es para él la 
representación directa de la Iglesia. Cuando utiliza el cuerpo como 
imagen o metáfora lo hace con la finalidad de aclarar el aspecto o 
punto de vista al que nos acabamos de referir. 

II 
SENTIDO PROPIO DE LA PALABRA «CUERPO» 

El sentido metafórico de la palabra «cuerpo» no agota todas las 
posibilidades que el término posee. Es necesario dar un paso más. 
Para el Apóstol, la palabra, además de tener el sentido metafórico 
explicado, posee un significado propio. Habría que distinguir, por tanto, 
dos cosas bien distintas: la comparación de la Iglesia con un cuerpo 
en cuanto organismo vivo, en cuyo caso la formulación adecuada sería 
la siguiente: la Iglesia es como un cuerpo, y la definición de la Iglesia 
como un cuerpo, en cuyo caso la formulación adecuada seria ésta: la 
Iglesia es el cuerpo de Cristo. 
Este esencial cambio de perspectiva aparecerá teniendo en cuenta 
los distintos enfoques que el Apóstol da a la palabra «cuerpo»: 

a) El pasaje paulino que con mayor claridad utiliza la palabra cuerpo 
como imagen-metáfora de la Iglesia (/1Co/12/12ss) incluye dos 
afirmaciones fundamentales que prohíben restringir el término al 
campo de la simple comparación. Inmediatamente después de iniciada 
la metáfora, afirma: Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu 
para no formar más que un cuerpo... Y todos hemos bebido de un solo 
Espíritu (1 Cor 12,13). Por tanto, es el Espíritu el que constituye a los 
bautizados en miembros de dicho cuerpo. Más aún, la acción del 
Espíritu en cada bautizado tiene la finalidad de constituir un solo 
cuerpo. 
Aquí no se acentúa ni la diversidad de los miembros ni la aportación 
particular de cada uno al buen funcionamiento del conjunto, que son 
los dos aspectos característicos del cuerpo entendido en sentido 
metafórico. Aquí lo que se pone de relieve es la igualdad de los 
miembros dentro del cuerpo. Más aún, se pretende acentuar que no 
son los miembros los que constituyen al cuerpo -como ocurre en el 
caso en el que la palabra cuerpo es utilizada en sentido metafórico; 
son los ciudadanos los que constituyen el cuerpo social-, sino que es el 
cuerpo el que constituye a los miembros. Precisamente por eso, una 
vez que Pablo desarrolla ampliamente la metáfora, pasa al lenguaje 
directo y afirma: Vosotros sois el cuerpo de Cristo (1 Cor 12,27). 

b) La igualdad de los miembros, a la que acabamos de referirnos, no 
nace de una consideración democrática de la sociedad eclesial, sino 
de la naturaleza íntima y más específica del cuerpo al que somos 
unidos por la acción del Espíritu. Dicha igualdad, que nace de la 
unidad del cuerpo, es presentada por Pablo en estos términos: Todos 
sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los 
bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni 
griego; ni esclavo ni libre ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros 
sois uno en Cristo Jesús (/Gá/03/26-28). La igualdad de los miembros 
se halla originada por el único cuerpo en el que son recibidos «por 
igual» miembros diferentes, ya que, a nivel social, seguirán siendo 
distintos. 

c) Si la Iglesia como tal, y los creyentes en cuanto miembros 
individuales de la misma, son constituidos en el cuerpo de Cristo 
gracias a la acción del Espíritu, es evidente que la palabra «cuerpo» 
tiene un significado diferente a la de simple organismo, que es 
constituido por sus miembros, como acabamos de decir. La nueva 
perspectiva nos obliga a pensar en el cuerpo como un lugar, una 
atmósfera, un espacio o ámbito vital que recibe en sí, sin ninguna clase 
de limitaciones de ningún tipo, a todos aquellos que voluntariamente se 
acercan a él, a los que quieren vivir y respirar en él, a los que deciden 
buscar su seguridad en él, a quienes buscan dar sentido a su vida 
desde él. Este «espacio» vital comunica la vida a cuantos la buscan en 
él. 
Insistimos en que la palabra cuerpo es entendida ahora en sentido 
propio. Sin embargo, la realidad misteriosa del mismo nos obliga una 
vez más, para hacerla inteligible de alguna manera, a presentarla 
desde la imagen o categoría «espacial». Lo mismo le ocurrió a Pablo. 
El no encontró una forma más adecuada para hacer comprensible la 
realidad misteriosa de la Iglesia. El la definió como un cuerpo, el cuerpo 
de Cristo, en el que o en la que cabe todo el mundo. Casi es inevitable 
utilizar o hacer referencia a lo «espacial», sencillamente porque 
nosotros vivimos en un lugar. De ahí la fuerza de la definición de la 
Iglesia al ser presentada como «el cuerpo de Cristo»: es como un 
espacio vital, un lugar habitable, una casa confortable, que no sólo 
dignifica a sus habitantes, sino que les proporciona incluso la misma 
posibilidad de nacer y poder realizarse como miembros de dicho 
cuerpo. Sin él, sin el cuerpo de Cristo, no existiría tal posibilidad. 
Este «espacio», animado por la presencia y acción del Espíritu, hace 
que unos y otros, los más diversos miembros por razón de la 
procedencia y otras causas especificativas, tengamos libre acceso al 
Padre. Por eso ya no somos extraños ni forasteros, sino 
conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el 
cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo 
mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un 
templo santo en el Señor (Ef 2,19-22). 

d) El sentido propio de la palabra «cuerpo», aunque tenga que ser 
iluminado desde la imagen espacial mencionada, se pone de relieve 
desde el crudo realismo con que el Apóstol habla de él, tanto cuando 
se refiere al creyente como cuando se refiere a Cristo: el cuerpo es 
para el Señor y el Señor para el cuerpo (/1Co/06/13). En esta frase 
paulina, como casi siempre en sus cartas, el cuerpo designa no la 
parte corpórea, extensa y material del hombre en su contraposición al 
alma, sino al hombre en su totalidad, al yo en cuanto expresa toda la 
realidad del ser humano. Desde este significado, la frase anteriormente 
citada debería ser traducida en los siguientes términos: el individuo en 
cuanto creyente, su «yo» total, pertenece al Señor y viceversa. Nos 
hallaríamos, por tanto, en el núcleo mismo de la doctrina paulina sobre 
la identidad del cristiano con Cristo. Recuérdese el Yo soy Jesús a 
quien tú persigues (Hch 9,4), cuando Pablo perseguía a los 
cristianos. 
En el epistolario paulino esta identidad aparece no como ocurrencia 
fugaz, sino como una constante casi obsesiva de su pensamiento: 
-el cristiano está muerto a la Ley por el cuerpo de Cristo (Rom 7,4); 
-experimenta la muerte de Cristo en su propio cuerpo (Rom 6,3ss); 
-en la eucaristía participa en el cuerpo de Cristo (1 Cor 11,24ss); 
-todos hemos sido reconciliados con el Padre en su cuerpo (Ef 
2,16s; Col 1,22); 
-los cristianos somos llamados como miembros de un solo cuerpo 
(Col 3,15). 

El tremendo realismo de los textos citados no puede diluirse 
relegándolos al terreno de la metáfora. La identidad de los cristianos 
con el cuerpo de Cristo es mucho mayor que la unión de los miembros 
de una sociedad entre sí y con la autoridad respectiva. 

e) ¿Cómo deberíamos traducir este crudo realismo con que se habla 
del cuerpo de Cristo? Evidentemente, la expresión no puede tener el 
sentido que habitualmente damos a la palabra cuerpo. Digamos una 
vez más que no puede tratarse de la parte material y visible del hombre 
en contraposición al alma considerada como el principio vital. Esto 
equivaldría a manejar las categorías filosóficas griegas. Las categorías 
bíblicas son muy distintas. Y, desde éstas, cuando hablamos del 
cuerpo de Cristo, necesariamente debemos entender toda la realidad 
existente en Cristo, su «yo» completo. Dentro de la primera carta a los 
de Corinto encontramos dos textos cuyo paralelismo proyecta una gran 
luz en nuestra cuestión. Uno de ellos, a propósito de la participación en 
la eucaristía, habla de «hacerse reo del cuerpo y de la sangre de 
Cristo» (1 Cor 11,27). El otro, a propósito del escándalo dado a los 
débiles, habla de «pecar contra Cristo». El cuerpo y la sangre de Cristo 
son expresiones sinónimas de Cristo mismo. Tanto en una expresión 
como en la otra se halla recogida y concentrada toda la realidad del 
acontecimiento salvífico.
En el punto de partida tenemos, lógicamente, una clara referencia al 
Crucificado, al cuerpo de Jesús colgado en la cruz. Esta primera 
consideración lleva implícita la idea de todo el acontecimiento salvífico 
en cuanto tal: su muerte y su presencia. Ahora bien, esta realidad 
abarca todo cuanto Jesús hizo para la salud del hombre. Por ello, 
cuando hablamos de la Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo, resulta 
inevitable pensar también en el cuerpo eucarístico (1 Cor 10, 16s). El 
cuerpo o la realidad eucarística es como la célula original y originante a 
partir de la cual nace, crece y se desarrolla el cuerpo de Cristo, que es 
la Iglesia. Y todo esto es lo que nos hace pensar -lo que hizo pensar a 
Pablo- en el ámbito-espera-espacio en el que dicho acontecimiento se 
hace presente y eficaz en la Iglesia. 

III
INFLUENCIA PAULINA 

¿Cómo pudo Pablo llegar a una concepción tan genial, sobre la 
identificación de Cristo con su cuerpo, que es la Iglesia y son los 
creyentes en cuanto miembros insertos en ella? Los genios, aunque lo 
sean, nunca parten de cero; siempre tienen algún punto de referencia 
para sus creaciones. ¿Qué fue lo que le estimuló a Pablo para llegar a 
esta representación y a una definición tan singular y profunda de la 
Iglesia? Se apuntan varias posibilidades que, fundamentalmente, 
pueden quedar reducidas a dos: su entorno cultural por un lado, y por 
otro, su vivencia personal. Ambas causas habrían influido en la 
persona del Apóstol para recurrir tanto a la comparación como a la 
definición de la Iglesia, teniendo como punto de referencia el término 
«cuerpo» 

1. Su entorno cultural. E1 entorno cultural paulino había creado un 
mito que tenía como finalidad primordial explicar la unidad de los 
hombres. Una unidad que debía llegar más allá de la interrelación 
mutua, más allá de la unidad moral -como podía ocurrir en el caso de la 
fábula expuesta de Menenio Agripa-, hasta la explicación de esta 
unidad con el mundo y con Dios. Una unidad que llegaba a considerar 
todas las posibilidades o realidades mencionadas: los hombres, el 
mundo, Dios, como una verdadera identidad. Para explicar esta amplia 
y compleja unidad se hicieron muchos intentos tanto en el mundo judío 
como en el pagano.

a) Mundo pagano. El mito aludido adquiere en este mundo cultural 
pagano dos modalidades claramente diferenciadas. La primera, 
procedente en cuanto a su origen del Irán, representaba a la divinidad 
de tal modo que en ella se hallaba comprendido el universo entero. 
Este Dios-mundo es imaginado como un cuerpo gigante, que unía en 
él las diferentes partes del mundo, que, por lo mismo, eran 
consideradas como sus miembros. Dicho de otro modo: las diversas 
partes del mundo eran consideradas como otros tantos miembros de 
este cuerpo universal, el Dios-mundo.
Serapis (el Sol), que era el dios más grande de Egipto, consultado 
por Nicocreonte, rey de Chipre, para saber qué clase de divinidad era, 
contestó: «La naturaleza de mi divinidad es la que voy a darte a 
conocer: mi cabeza es el ornato del cielo, mi vientre es el mar, mis pies 
son la tierra, mis orejas son el aire y mi ojo resplandeciente a lo lejos 
es la luz brillante del sol». En definitiva, estamos ante un mito 
cosmológico centrado en la explicación de la armonía de la 
naturaleza en su relación con Dios.
Este mito cosmológico es convertido en mito antropológico, para 
explicar la inclusión del hombre dentro de esta armonía, al pasar por el 
tamiz de la gnosis, esencialmente preocupada por el problema de la 
salvación del hombre. Este nuevo tamiz nos ofrece la versión mitológica 
siguiente: las almas, que eran los miembros del Dios-redentor, más 
exactamente del Anthropos-redentor, habían caído en la materia a 
causa de una falta. El Dios-anthropos viene a liberarlas mediante la 
comunicación de un conocimiento (llamado técnicamente «gnosis») 
salvador. Una vez hecho esto, las reúne, las une a sí y sube al cielo 
con ellas, en su cuerpo así reconstruido.
¿Se vio influido Pablo por estos mitos para presentar a la Iglesia 
como cuerpo de Cristo? Creemos que es difícil demostrar tal influencia, 
aunque no existan razones definitivas para excluirla.

b) Mundo judío. Es más probable que Pablo haya conocido las 
especulaciones del mundo judío sobre el particular. Se hallan 
orientadas en varias direcciones, que mencionamos a continuación:

-Especulaciones sobre Adán. En la descripción fantástica del rey 
de Tiro (Ez 28,12ss) se halla subyacente la figura de Adán, que sería 
el primer hombre, el hombre perfecto, quien, a raíz de una falta, cayó 
de su perfección y grandeza originales. Las especulaciones judías 
presentan a Adán en posesión de la Sabiduría (Sab 10,1), que le 
proporcionaba el poder sobre todas las cosas. Este hombre primero y 
perfecto era considerado algo así como el depósito de la divinidad. 
Pero, además, Adán es un ser ancestral, que determina la suerte de 
las generaciones siguientes. Por eso, de alguna manera, Adán se 
identifica con sus descendientes.
En la literatura apócrifa se expone frecuentemente el aspecto de 
Adán como el ser primero determinante de la suerte de cada hombre y 
de todos en general. Esta consideración llevó a la afirmación rabínica 
siguiente: «Todo hombre debe considerarse como el primer hombre». 
«Adán contiene en sí todas las almas».
Especulaciones más tardías decían que Adán había sido modelado 
con el polvo de distintos países: para formar su cabeza había sido 
tomado el polvo de la Tierra Santa; el tronco de su cuerpo había sido 
formado con el polvo recogido en Babilonia, y para los demás 
miembros del cuerpo se había utilizado el barro de distintos países. 
Esta estructura cósmica o cosmopolita de Adán explicaría que todos los 
hombres fuesen uno, que constituyesen una unidad en Adán. 
Precisamente por eso, las mismas especulaciones judías hablaban de 
la recuperación de lo perdido: Adán sería restablecido en la humanidad 
del tiempo último.
Nótese, sin embargo, que la dimensión cósmico-universal de Adán, 
en las especulaciones mencionadas, es puesta de relieve por un 
principio necesario de solidaridad universal, no por razones 
eclesiales.

-Para expresar y explicar esta misma realidad, que subyace a la 
concepción paulina, prefieren otros autores recurrir al concepto de la 
personalidad corporativa, es decir, al principio o la mentalidad según la 
cual una persona encarna, personifica y, de alguna manera, determina 
la suerte del clan, de la tribu o del pueblo, de forma general. Una 
persona que de alguna manera incluye en sí a todos aquellos que 
descienden o simplemente dependen de ella. Esta idea de la 
personalidad corporativa es eminentemente bíblica. Aparece de forma 
destacada en la figura misteriosa del Hijo del hombre, que incluye en sí 
a todos los santos del Altísimo, según la descripción que nos hace el 
profeta Daniel (Dn 7).
En la misma línea deberíamos citar, probablemente, la presentación 
que se nos hace del Siervo de Yahvé e incluso el «yo» de algunos 
salmos: en ambos casos tendríamos una persona individual con 
significado y alcance colectivos. El Siervo de Yahvé incluiría en sí a 
todos los fieles a Yahvé e incluso a todos los hombres, lo mismo que el 
«yo» de algunos salmos no haría referencia únicamente a una persona 
singular, sino que en ella estarían incluidos todos aquellos que se 
hallan animados por los mismos sentimientos o se hallan en las mismas 
circunstancias.
Estas representaciones serían válidas en la línea de la solidaridad. 
Este sería el principio fundamental desde donde serían explicadas. 
¿Podría, desde estas representaciones, darse el salto al nivel de la 
identificación en el que se sitúa el apóstol Pablo cuando llega a la 
afirmación siguiente: vosotros sois el cuerpo de Cristo? 

2. La vivencia personal. En el encuentro con Cristo, camino de 
Damasco, Pablo tiene la experiencia personal de que perseguir a la 
Iglesia, a los cristianos, es perseguir a Jesús. Esta fue una sacudida 
violenta que le hizo despertar del sueño en que vivía. Le invita y le 
obliga a la reflexión.
Esta reflexión le llevará a descubrir la dimensión profunda de la vida 
cristiana; le hace comprender la unión vital e íntima de los cristianos 
con Cristo y que el Apóstol formula con la expresión pregnante «en 
Cristo». Vivir «en Cristo» no significa simplemente vivir en un 
determinado espacio o lugar, sino que alude a una vida orgánica 
similar a la que tiene la rama en el árbol, y que la tiene gracias a él. El 
mismo Pablo utiliza esta imagen: estamos injertados en él (Rom 6,5). 
Y, en un lenguaje más directo, el Apóstol expresa la misma realidad de 
la identificación con Cristo en la carta a los Gálatas: He sido 
crucificado con Cristo. Vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive 
en mí (Gál 2,20).
Sin duda alguna que la experiencia más profunda y aleccionadora en 
nuestro terreno fue la participación en el cuerpo eucarístico de Cristo. 
Lógico. Si puede y debe hablarse de la unión vital e íntima de los 
cristianos con Cristo, ningún momento más importante y significativo 
que el de la participación eucarística para expresar esta realidad 
misteriosa. El lo expresa así: El cáliz de bendición que bendecimos, 
¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que 
partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el 
pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos 
participamos de ese único pan (1 Cor 10,16s).
La participación sacramental en el cuerpo de Cristo nos hace cuerpo 
de Cristo.
Hablar del cuerpo y de la sangre de Cristo equivale a hablar de 
Cristo glorificado, de Jesús resucitado, que tiene un cuerpo 
«espiritual», idéntico con el crucificado y distinto de él. La participación 
en Cristo, en el acontecimiento cristiano, en toda la realidad que Cristo 
es y significa para el hombre, produce la comunión con él. Una 
comunión que no debe ser entendida mágicamente. En realidad, la 
palabra «comunión», para ser traducida de forma adecuada, de modo 
que abarcase todo su significado, debería ser traducida por dos 
términos distintos: donación y participación. La «donación» acentuaría 
la acción de Cristo. La «participación» pondría de relieve la acción de 
los creyentes, la fe. Los dos términos unidos expresarían la conexión 
necesaria de los dos elementos para que una acción sea realmente 
eficaz a nivel personal y no pueda correr el riesgo de ser remitida al 
terreno de lo mágico.

IV 
RAZONES DEL PENSAMIENTO PAULINO 

Este nuevo subapartado puede parecer una variante del anterior. 
Acaso lo sea. De todos modos creemos que puede contribuir a aclarar 
alguno de los aspectos que consideramos fundamentales para 
comprender todo el alcance de la designación paulina para entender la 
expresión «cuerpo de Cristo» para designar a la Iglesia. Las que 
mencionamos a continuación pueden servir para conseguir este 
objetivo.

1. Una de las más importantes la encontró el apóstol Pablo en su 
entorno, como ya hemos dicho. Tanto en el Antiguo Testamento como 
en el judaísmo contemporáneo era frecuente la representación del 
primer hombre como un ser perfecto, casi divino, una especie de 
depósito de la divinidad (Ez 28,12ss; Sab 10,1).
Este primer hombre, Adán, es ancestral, y, como tal, determina la 
suerte de las generaciones siguientes, y, aunque perdido por la culpa, 
en el tiempo último sería restablecido en un cuerpo perfecto.
En el ámbito extrabíblico -la gnosis, por ejemplo- existe también la 
creencia del hombre perfecto de los orígenes (el Urmensch=el hombre 
original), que incluye en si todas las almas de los redimidos.
En tiempos de Pablo, la imagen del cuerpo podía designar al Estado 
e incluso al cosmos. En la literatura griega, el cosmos es descrito como 
un ser vivo: Platón y la Estoa hablan del «cuerpo» animado del «todo», 
de la totalidad del universo y del hombre. Zeus es su cabeza y su 
centro.
Añadamos que la palabra cuerpo designa en el Apóstol toda la 
persona. Una prueba bien clara es que él intercambia frecuentemente 
el pronombre personal con dicha palabra.

2. Otra razón la encuentra Pablo en la situación angustiosa en que 
vive el hombre, en la experiencia humana, que «gime» por la 
liberación del cuerpo de pecado (Rom 6,6) y de muerte (Rom 7,24; 
8,10). Este punto de partida, experimentable por el hombre universal, 
le hace levantar los ojos hacia arriba. Y desde este «gemido» 
torturante escucha el Apóstol la respuesta de Dios, que ofrece el 
cuerpo de Cristo como única contrapartida y solución al cuerpo de 
pecado y de muerte.

3. Esta respuesta de Dios es verdaderamente urgente y apremiante. 
Por eso no se puede hablar de ella teniendo únicamente en cuenta la 
intervención definitiva de Dios al final de los tiempos. Desde la urgencia 
de la respuesta, en orden a que el hombre tenga ya garantizada la 
esperanza y el consuelo necesarios, el apóstol Pablo prescinde en esta 
ocasión de la categoría temporal -la intervención divina tendría lugar al 
fin de los tiempos- y utiliza la categoría espacial: el cuerpo de Cristo es 
el espacio ya actual donde el hombre puede encontrar la respuesta 
divina como única contrapartida a su experiencia de un cuerpo de 
pecado y de muerte.
El lenguaje eclesial le invitaba también a hacerlo así. La comunidad 
cristiana, ya antes que Pablo -como nos consta claramente por la 
tradición referente a la última Cena-, hablaba de la «sangre de Cristo». 
Hay una frase que podríamos considerar clásica. Es la siguiente: «la 
sangre de Cristo purifica los pecados». Esta frase pretendía poner de 
relieve los frutos de la muerte salvadora de Jesús de Nazaret. 
Evidentemente, las consecuencias benefactoras de la muerte de Cristo 
llegaban a la comunidad cristiana y seguían siendo eficaces en ella. 
Esto era, en definitiva, lo que quería ponerse de relieve al hablar de la 
sangre de Cristo; al hablar de la sangre de Cristo se pretendía 
acentuar todo lo que es Cristo para el hombre; todo lo que su entrega 
significa y todo el beneficio que al hombre puede reportarle.
Ante este lenguaje, ya habitual en la Iglesia, Pablo encuentra las 
cosas casi hechas: lo que se decía y era comprendido fácilmente por 
todos los creyentes cuando se hablaba de la «sangre de Cristo» él lo 
amplía y aplica al cuerpo, con unas ventajas innegables por su parte 
en esta apropiación. Porque, al hablar del cuerpo de Cristo, resultaba 
ya absolutamente inadecuado plantearse la cuestión sobre si se refería 
al cuerpo del Crucificado o al del Resucitado. Se trata del cuerpo de 
Cristo. Es el cuerpo de Jesús de Nazaret muerto en la cruz. Pero es el 
cuerpo de Jesús de Nazaret, muerto en la cruz, crucificado y, al mismo 
tiempo, llegando en cuanto a su eficacia hasta nosotros Por tanto, son 
identificados el cuerpo crucificado y el resucitado, en cuanto significan 
y son en realidad el lugar, espacio, habitación o esfera donde se hace 
presente permanentemente la bendición divina, la reconciliación y el 
señorío de Cristo. Identidad que se realiza plenamente en el cuerpo de 
Cristo, que es la Iglesia.

4. Pablo comprende evidentemente el riesgo grave que está 
corriendo al «localizar» la eficacia redentora de la obra de Cristo 
vinculándola a su cuerpo, que es la Iglesia. Aquí encontraríamos, 
probablemente, una explicación satisfactoria a la innegable evolución 
progresiva que hubo en su pensamiento sobre el tema o problema o 
misterio eclesial. En un primer momento, reflejado claramente en las 
cartas que llamamos estrictamente paulinas (Rom y 1 Cor, por lo que 
se refiere a nuestra cuestión, al tema de la Iglesia como tal), la 
expresión «cuerpo de Cristo» únicamente es utilizada una vez (1 Cor 
12,27). En los demás pasajes la frase es más genérica. En ellos a lo 
sumo que llegamos es a oír hablar de «un cuerpo», «un cuerpo en 
Cristo», o se utiliza la metáfora «como» un cuerpo. Dicho de otro modo: 
Pablo utiliza la imagen como una «invitación» e incluso como un 
mandato: los cristianos son exhortados a ser un cuerpo en Cristo. El 
utiliza el imperativo. Y, como ocurre siempre en su pensamiento, lo 
utiliza porque se supone ya el indicativo: el indicativo es descriptivo y 
habla de los cristianos como un cuerpo, ellos son ya un cuerpo, 
participan en el cuerpo de Cristo. El indicativo, que posibilita y facilita el 
imperativo, no puede ser más claro para el Apóstol desde la relación 
estrecha e íntima del cristiano con Cristo: 
-han sido bautizados en su muerte (Rom 6,1-5) 
-han sido crucificados e incluso sepultados con é] (Rom 6,4ss) 
-participan en su cuerpo eucarístico (1 Cor 10,16s) 
-glorifican a Dios en sus cuerpos (2 Cor 4,10-12).

5. Desde el riesgo apuntado en la razón anterior se comprende la 
puntualización que, al respecto, hacen las cartas posteriores (nos 
referimos a las cartas a los de Colosas y a los de Efeso). En ellas, la 
cabeza, que en las cartas anteriores es mencionada como un miembro 
más, es presentada con entidad propia y claramente diferenciada 
frente a las demás partes del organismo; la cabeza es aquí -en las 
cartas llamadas deuteropaulinas- la fuente y el «lugar» de la autoridad 
y señorío, a la que todo el cuerpo debe honor y obediencia (Col 2,10); 
es como el canal a través del cual la vida divina llega al cuerpo (Ef 
1,22ss). En cuanto cabeza, Cristo ama, santifica y salva a su cuerpo 
(Ef 5,25); es el principio desde el que y hacia el que crece todo el 
cuerpo (Col 2,19; Ef 4,15). En estas cartas es sumamente importante el 
tema del crecimiento. Es una de las novedades que ellas introducen.
UNIVERSO/QUE-ES:Otro rasgo, no menos importante porque lo 
mencionemos al final, es que dichas cartas, al acentuar la supremacía 
de Cristo en cuanto cabeza, no lo limitan a la Iglesia. Tanto Colosenses 
como Efesios presentan a Cristo como la cabeza del «todo». Aquí y así 
surge la idea de la «recapitulación», de dar o poner una cabeza a una 
realidad, la del mundo, que sin ella sería acéfalo; se trata de dar el 
sentido último a la creación, que únicamente así se convierte en 
«universo», aquello que está vuelto u ordenado hacia el Uno (que 
únicamente es quien lo puede dar sentido). Por eso, en el pensamiento 
del cuerpo es necesario incluir una referencia a toda la obra de Dios, 
no sólo en la redención, sino también en la creación. Bastaría, para 
darnos cuenta de ello, reflexionar sobre los himnos cristológicos de 
Colosenses (1,15-23) y Efesios (2,11-22).


DIMENSIÓN PERSONAL 

La Iglesia, los creyentes, somos el cuerpo de Cristo. De forma 
análoga a como nosotros somos españoles. Lo somos por haber 
nacido en un lugar concreto, por estar configurados por nuestro suelo 
y nuestra historia, por estar determinados por los intereses patrios, por 
vivir de nuestros recursos y realizarnos dentro de nuestras 
posibilidades 
La comparación pretende únicamente hacernos caer en la cuenta de 
que una imagen «espacial» -como es la del cuerpo o la de la patria- 
puede tener y tiene de hecho connotaciones personales importantes. 
Hemos podido comprobar que la imagen del cuerpo es utilizada en su 
dimensión espacial y mítica. El apóstol Pablo tuvo la genialidad de 
«historificarla». Historificación que consistió en cargar la mencionada 
imagen espacial y mítica con todo el contenido de la fe cristiana. Vació 
en el modelo existente la nueva realidad cristiana. Y, al historificarla, le 
dio una dimensión personal. Lo que, en principio, podía haber tenido 
un sentido mítico, lo tradujo en categorías relacionales que hablan de 
la realización individual del ser creyente.
La metáfora del cuerpo acentúa en los creyentes su aspecto de 
miembros de un organismo viviente. Es el cuerpo vivo el que da a los 
miembros la categoría de tales. No es imaginable un miembro muerto. 
Quedaría excluido del cuerpo. Cada uno debe cumplir su misión en el 
conjunto vivo, llegando a constituir una comunión o koinonía de vida y 
de justicia. Es el nuevo ser que nace como consecuencia de la nueva 
relación con el Otro y con los otros. Y esto tanto a nivel personal como 
eclesial, ya que el primer aspecto es irrealizable sin su referencia al 
segundo.
Es miembro del cuerpo de Cristo todo aquel que participa de su 
misterio, el que participa en el misterio de su muerte y resurrección, 
con todas las implicaciones que dicha participación comporta; todo 
aquel que concibe dicho cuerpo como el espacio-habitación-atmósfera 
en la que vive y respira, donde experimenta un nuevo ser; todo aquel 
que descubre en dicho espacio el señorío determinante de su vida; 
todo aquel que lo experimenta como el lugar vital de la fe, como el 
espacio creador de la esperanza y realizador de la libertad; todo aquel 
que vive en él la única posibilidad que le es ofrecida al hombre de 
escapar de las garras del mundo considerado como el poder antidivino 
y generador de muerte; todo aquel que percibe con claridad suficiente 
cómo se entrecruza el aspecto eclesial con el sacramental, 
descubriendo en el cuerpo de Cristo todo el acontecimiento salvífico 
que Dios sigue ofreciendo a cada hombre; todo aquel que se siente en 
el cuerpo de Cristo participando simultáneamente en el Crucificado 
-por su muerte al pecado, a todo lo antidivino- y en el Resucitado, que 
es el Señor y dador de vida nueva; todo aquel que sabe descubrir la 
corresponsabilidad con los demás miembros de dicho cuerpo; todo 
aquel que se hace consciente de que el ser creyente se constituye por 
un continuo recibir para dar constantemente.
El continuo recibir del que acabamos de hablar pone de relieve 
nuestra asunción, nuestro recibimiento, el ser admitidos dentro del 
cuerpo de Cristo. La Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo no debe ser 
imaginada como la suma total de una serie de sumandos parciales, que 
serían todos los creyentes. Los cristianos, tanto a nivel de creyente 
individual como de grupo, constituyen la Iglesia sólo después de haber 
sido constituidos en Iglesia, sólo después de haber entrado a formar 
parte del cuerpo de Cristo. Es el cuerpo el que constituye a los 
miembros, no los miembros los que constituyen al cuerpo. Y este ser 
anterior, la anterioridad del cuerpo, significa lo siguiente: el lugar de la 
salud no está al alcance de la mano; se halla por encima de las 
posibilidades humanas; es la gran oferta de Dios, que pone ante el 
hombre la posibilidad de un nuevo ser, de un nuevo nacimiento 
determinante de una nueva existencia. Como consecuencia, todos los 
miembros del cuerpo participan de la misma igualdad fundamental, a 
pesar de la diversidad de funciones que realicen en el mismo. Las 
diferencias seguirán existiendo en otros aspectos, pero en el terreno 
de la salvación quedan conjuradas por una total neutralidad. 
Finalmente, la unidad debe provocar no la uniformidad, pero sí la 
unanimidad en el esfuerzo y en el trabajo por los intereses del 
Cuerpo.

FERNANDEZ RAMOS
SOIS IGLESIA
Reflexiones sobre la Iglesia como pueblo de Dios
y sacramento de salvación
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1983.Págs. 45-67