LA IGLESIA, DON DE DIOS Y SACRAMENTO DE SALVACIÓN


I. LA IGLESIA, DON DE DIOS A LOS HOMBRES I/DON-DE-D
1. Hoy inauguramos esta reflexión y este anuncio del misterio de la 
Iglesia haciendo hincapié, sobre todo, en esta idea: la Iglesia es un 
don, un regalo de Dios para la humanidad entera. 
«El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su 
sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los 
hombres a participar de la vida divina, y como ellos hubieran pecado en 
Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios 
para la salvación, en atención a Cristo Redentor, que es la imagen de 
Dios invisible, primogénito de toda criatura (Col 1,15). A todos los 
elegidos, el Padre, antes de todos los siglos, los conoció de antemano 
y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que 
éste sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29). Y 
estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que 
ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada 
admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua 
alianza, constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la 
efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los 
tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos 
desde Adán, desde el justo Abel hasta el último elegido, serán 
congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre» 2. 
Podríamos glosar esta idea recorriendo la historia, porque siempre, 
en todas las épocas de la humanidad, Dios ha ido -de alguna manera- 
iluminando, ayudando a los hombres -hijos suyos- en el descubrimiento 
y en la realización de sus designios y de su vida; pero querría yo que 
nos pusiéramos en una actitud de espíritu más concreta, más realista, 
pensando no en la humanidad de los siglos pasados, sino pensando en 
esta humanidad y en esta sociedad nuestra. Y no en la sociedad de los 
cinco continentes, que tiene también sus problemas, que son, 
lógicamente, nuestros problemas, sino en una sociedad concreta, en 
esta sociedad española, en esta sociedad de nuestra Iglesia de León, 
sociedad formada por jóvenes, adultos y ancianos, cada uno con sus 
problemas a cuestas, con problemas interiores, problemas económicos, 
sociales, afectivos, de todas clases. Esta sociedad nuestra con sus 
instituciones económicas, sociales, políticas, con sus fuerzas, con sus 
lluvias de influjos y de influencias en todos los órdenes de las cosas, 
con sus comodidades y sus incertidumbres, con sus fiestas y sus 
sufrimientos, unas veces aparentes y otras encubiertos y profundos. 
Pues bien, a esta sociedad nuestra, de la cual nosotros somos, aquí y 
ahora, una pequeña representación -pero pensemos en todos los 
barrios, en todas las casas, asociaciones, las gentes de León, de León 
ciudad, de todas las villas, de todas las ciudades, de todos los 
pueblos-, a esta sociedad nuestra le ha hecho Dios un gran don. Y 
pensemos que este Dios, que es el Dios Creador, el Dios misterioso 
-lejano y cercano al mismo tiempo-, el Dios Omnipotente, el Dios 
nuestro Padre, nos ha dado en la Iglesia el don más grande que podía 
darnos. 
Estamos rodeados por los dones de Dios: dones de la creación, del 
campo, de las tierras, de las entrañas de la tierra, del agua, de la vida, 
de la salud... Todos son dones de Dios. 
Pero hay un don más profundo, que es el don de la Iglesia, y este 
don empieza con nuestro Señor Jesucristo. Dios, nuestro Creador, 
nuestro Padre, nos ha dado a su Hijo, a su Hijo hecho hombre, para 
que comparta nuestra vida y nuestra condición humana. Jesucristo 
vivió en la tierra y su predicación fue una iluminación continua y 
universal de todos los problemas y las oscuridades de nuestra 
existencia humana. Nos habló de Dios Padre, nos habló del corazón de 
los hombres, nos habló de los criterios y de las normas con las cuales 
nos tenemos que respetar y estimar y ayudar y querer en este mundo. 
Nos habló de la gran esperanza que tiene que sostener nuestras 
actividades en todas las circunstancias. 
«Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al 
hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda 
responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a 
la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. 
Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia 
humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que 
bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que 
tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para 
siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de 
toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio 
del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que 
respondan a los principales problemas de nuestro época» 3. 

Jesús compartió nuestra vida. Jesús bajó a los infiernos, a los 
infiernos de la muerte y después de la muerte, y entró también en los 
infiernos del dolor, de la soledad, del menosprecio, del abatimiento. 
Jesús, en su inocencia, de una manera misteriosa quiso sentir -como 
nos recordaba este escalofriante pasaje del evangelio que hoy hemos 
escuchado 4-, quiso sentir las asechanzas del demonio, las 
asechanzas del mal. Jesús compartió verdaderamente -no sólo el 
aspecto amoroso, idílico, agradable de la vida-, Jesús compartió hasta 
sus raíces más amargas la condición dolorosa y trágica de la vida 
humana. 
Pero de todo esto, Jesús, por la fuerza de Dios Padre, que estaba 
con él, por la fuerza del Espíritu Santo, por la fuerza de su propia 
inocencia, Jesús saltó el día de la resurrección a la vida eterna y desde 
allí es el gran horizonte de esperanza para todos los que creemos en 
e1, y desde allí es el gran cable de seguridad, aferrándonos al cual 
podemos avanzar día a día en esta vida sin perdernos, sin ser 
apenados ni abatidos, porque nuestra esperanza está consolidada en 
Jesucristo resucitado, que es nuestro hermano, que es nuestra cabeza, 
la fuente y el poder de nuestra propia vida. 
«La sociedad actual tiene bastante afinidad con aquella en la que se 
abrió paso la primera predicación del evangelio. Nos sentimos, como 
muchos hombres de aquella época, aprisionados en nuestra 
impotencia, sumergidos en múltiples ofertas de salvación que vemos 
como no definitivas y engañosas. Pero, como sucedió a los hombres de 
aquella antigua generación, desde la experiencia de nuestra limitación 
tenemos hoy la vivencia de que un don que nos desborda, una 
misericordia sumamente acogedora, puede salvarnos en plenitud, 
ofreciéndonos la gratuidad de su amor. 
Sí, Cristo -el Hijo de Dios vivo -confiere toda su grandeza a nuestro 
ser personal, es el garante de lo que pensamos y queremos ser, es 
quien posibilita vivir la vida con dignidad y ponerla a disposición de los 
otros, para ayudarles a dignificarse más; quien avala las genuinas 
aportaciones de las ciencias y los saberes humanos y los proyecta a 
horizontes más amplios; quien nos hace capaces de enfrentarnos sin 
temor ante el futuro, empeñados en construir la 'utopía' de un mundo 
nuevo, más justo y humano» 5. 

2. Y en este don de Jesucristo, Dios nuestro Señor nos dio el gran 
don de la Iglesia. Un don de la Iglesia el cual yo subrayaría 
brevísimamente en tres rasgos fundamentales: ¿Qué nos da Dios en la 
Iglesia? ¿Qué nos da Jesucristo al dejar constituida la Iglesia en el 
mundo antes de desaparecer definitivamente de nuestro mundo visible, 
de esta tierra? 
2.1. Jesús nos da el Colegio de los Apóstoles. Aquellos hombres 
testigos de la presencia de Dios, aquellos hombres que empeñan su 
vida entera hasta el martirio en anunciar lo que han visto y oído de 
nuestro Señor Jesucristo. Y eso lo da de una vez para siempre: Pedro y 
los apóstoles, el Papa y los obispos, el Colegio Apostólico, 
predicadores de la palabra de Dios conjunta y unidamente en el mundo 
entero, testigos permanentes de la presencia de Dios y de Cristo en el 
mundo para todos los hombres. Rogad para que el Papa y los obispos 
de hoy seamos tan fieles en nuestro servicio de la predicación y 
dirección del pueblo de Dios como fueron Pedro y los apóstoles fieles a 
la fe, al amor, a la confianza que vosotros -nuestros hermanos- ponéis 
en nosotros. 
Y rogad también para que toda nuestra Iglesia, sacerdotes, 
religiosos, fieles, adultos y jóvenes, sean más conservadores o más 
innovadores, cumplan el deseo y el consejo de Cristo expresado en su 
nombre por nuestro Papa Juan Pablo II: «De estas premisas se deriva 
una actitud bien concreta para el cristiano. La Iglesia ha sido 
constituida por Cristo y no podemos pretender hacerla según nuestros 
criterios personales. Tiene por voluntad de su Fundador una guía 
formada por el sucesor de Pedro y de los apóstoles: ello implica, por 
fidelidad a Cristo, fidelidad al magisterio de la Iglesia» 6. 

2.2. Jesús, con el Colegio Apostólico, nos deja la palabra viva de 
Dios en el evangelio y los sacramentos. Una palabra que es alimento 
para nuestro espíritu y unos sacramentos que son presencia 
santificadora de Jesucristo para todos nosotros en los momentos 
cruciales de nuestra vida por el bautismo, la confirmación, la 
penitencia, la eucaristía, el matrimonio, la unción de enfermos. 

2.3. Y Jesucristo nos deja y nos da el gran don del Espíritu Santo de 
Dios, la fuerza más profunda de la vida de Dios que está derramada 
misteriosamente por el corazón de todos los creyentes. Así, nuestros 
corazones y nuestras vidas son como arroyos, como las venas por las 
cuales circula en el mundo la vida misma de Dios. 

II. LA IGLESIA ES LA SALVACIÓN 
Este es el gran don de la Iglesia que Dios ha dado a los hombres, 
que nos ha dado a nosotros, no por nuestros méritos, sino por 
nuestras necesidades, por nuestras debilidades, por nuestra 
indigencia. El gran don que nos ha dado Dios no sólo a nosotros, y 
aquí los católicos necesitamos corregir un poco la estrechez de nuestra 
mente. Dios ha dado el gran don de la Iglesia, el gran don de 
Jesucristo, el gran don del ministerio apostólico de la palabra de Dios, 
de los sacramentos, del Espíritu Santo de Dios, a todos los hombres, 
también a los que nos critican, también a los que no son aficionados a 
venir a la iglesia, también a los que no han oído hablar de estas cosas. 
Dios es el Padre de todos y Jesucristo es el Salvador de todos y la 
Iglesia tiene que ser la Iglesia de todos y para todos. 
En la Iglesia tenemos el descubrimiento de lo más hondo, de lo más 
verdadero, de lo más definitivo y profundo de nuestra vida humana. En 
la Iglesia encontramos una especie de iluminación de los propios 
misterios y abismos de nuestra vida. En la Iglesia tenemos la liberación 
de las profundas opresiones: opresiones del miedo, opresiones de la 
injusticia, opresiones de las pasiones; no solamente de las opresiones 
externas, sociales, económicas; también de las opresiones internas que 
padece el hombre. 
La Iglesia es un mensaje de liberación. La Iglesia es ella misma 
libertad, salvación para todos los que quieren vivir profundamente el 
mensaje de Jesús. 
La Iglesia es también renovación, cambio y transformación; pero 
renovación, cambio y transformación empezando por el corazón de los 
hombres, porque ahí es donde -con la luz de Dios y con el poder de 
Dios- hay que cambiar verdaderamente la humanidad, en el corazón de 
los hombres. No ocultando a Dios, no apartando y silenciando a Dios 
en nuestra vida, sino en el nombre de Dios, con la luz de Dios, con el 
Espíritu de Dios, que es como cambiaremos a todos los hombres y 
como este mundo llegará a ser -poco a poco, penosamente- un mundo 
de hermanos, en la medida en que tengamos todos un corazón de 
hermanos con la mente y con el Espíritu de Dios. 

III. ¿QUE HACER AHORA? 
Y ¿qué hacer ahora para vivir de verdad en este tiempo, en esta 
tierra, en esta sociedad, este misterio de la Iglesia? Yo quiero 
rápidamente -para vosotros y para los que me están escuchando por la 
radio- decir sólo aquello, aquellos rasgos o aquellas características que 
las circunstancias nos están pidiendo a los católicos españoles y, en 
primer lugar, repetir unas palabras muy queridas de Juan Pablo II: «No 
tengáis miedo». 

Primer consejo: No temer. Han cambiado muchas cosas y muchos 
católicos se sienten como desamparados. No tengáis miedo, Jesús es 
nuestro jefe, Jesús es nuestro dirigente. Este Jesús que ha vencido 
todos los poderes, todas las mentiras, todas las pasiones de este 
mundo; este Jesús -resucitado por el Espíritu de Dios- está con 
nosotros, nos guía y nos sostiene y nos llevará a la victoria y a Ia 
salvación; este Jesús se hará creer por todos los hombres, por 
aquellos que hoy puedan reírse de él y de su Iglesia. 

Segundo consejo: La unidad. Hoy más que nunca los católicos, Ios 
miembros de la Iglesia, necesitamos reunirnos, agruparnos en torno a 
la palabra de Dios, predicada e interpretada válidamente sólo por 
aquellos que en la Iglesia tienen la función y asistencia de Dios para 
este ministerio: por el Papa y los obispos en comunión con el Papa, por 
los sacerdotes en comunión con los obispos y por todos aquellos 
seglares y religiosos que, de alguna manera, son difusores de la 
doctrina de la Iglesia en comunión, en unidad. Porque ésta es la única 
manera de estar formando cadena con nuestro Señor Jesucristo, que 
es el origen y la fuerza y la consistencia de la Iglesia. 
Todas nuestras diferencias y dependencias de opiniones, de 
escuelas, de características, todo tiene que quedar en un rango muy 
secundario frente a estas exigencias de unidad que el Señor y las 
circunstancias y nuestros hermanos y nuestra propia prosperidad 
espiritual nos están pidiendo. 

Tercer consejo: Participación. La Iglesia no se sostiene desde 
ningún despacho, ni desde ninguna oficina, ni desde ninguna dirección 
general. La Iglesia la tenemos que sostener nosotros con nuestra fe, 
con nuestra formación, con nuestra dedicación, con nuestro tiempo, 
con nuestro interés y con nuestros propios bienes. Caminamos hacia 
unas situaciones en las que los cristianos tenemos que sostener la 
Iglesia con nuestro esfuerzo. Y aquí hay que decidirse: no vale nadar 
entre dos aguas; o se es católico y miembro de la Iglesia con todas las 
consecuencias, o las circunstancias mismas irán haciendo que los 
niños, los que no se preocupan de la formación propia y de la 
formación de sus hijos, los que son católicos pero no practican -que en 
unos ambientes parece la fórmula elegante: «soy católico, pero no 
practicante»; muy bien, ¡felicidades!-, todos éstos irán -poco a poco- 
siendo sacudidos por los vendavales, por las incongruencias de las 
ideologías y de pasiones y de intereses contrarios a las ideas y a los 
verdaderos sentimientos de Jesucristo y de la Iglesia. 
No es tiempo de ambigüedades ni de tibiezas; es tiempo de claridad, 
de coherencia, de personalidad, de decidirse cada cual. 

Cuarto consejo: Testimonio. Hay muchos católicos que en los 
medios públicos -en la prensa, en la radio, en la televisión, en los 
ambientes de trabajo, en las oficinas, en las conversaciones- se 
avergüenzan de decir que son católicos, que son discípulos de 
Jesucristo. Les parece más importante o más elegante ser discípulos 
de otros maestros de mucha menor categoría. 
Los católicos españoles necesitamos hoy ser capaces de dar 
testimonio -sin menospreciar a nadie, pero sin avergonzarnos tampoco- 
de nuestra propia fe con la palabra, con las obras, con nuestras 
actividades, con nuestros criterios morales sobre temas tan importantes 
que se agitan actualmente en la opinión pública y en las mismas 
decisiones legales de nuestra nación, como a propósito del tema del 
aborto. 
Los obispos hemos pedido a nuestros católicos que se muevan 
también y que cumplan con su obligación para declarar su opinión y 
sus preferencias en torno a este punto tan importante, del cual 
depende no sólo el honor y la legalidad de un país, sino la vida de 
miles de inocentes e indefensos. 
«Cuando sabéis ser dignamente sencillos en un mundo que paga 
cualquier precio al poder; cuando sois limpios de corazón entre quien 
juzga sólo en términos de sexo, de apariencia o hipocresía; cuando 
construís la paz en un mundo de violencia y de guerra; cuando lucháis 
por la justicia ante la explotación del hombre por el hombre o de una 
nación por la otra; cuando con la misericordia generosa no buscáis la 
venganza, sino que llegáis a amar al enemigo; cuando en medio del 
dolor y las dificultades no perdéis la esperanza y la constancia en el 
bien, apoyados en el consuelo y ejemplo de Cristo y en el amor al 
hombre hermano, entonces os convertís en transformadores 
eficaces y radicales del mundo y en constructores de la nueva 
civilización del amor, de la verdad, de la justicia, que Cristo trae como 
mensaje» 7. 

Confianza, unidad, participación, testimonio. Así es o debemos 
responder todos en un gran sentimiento de gratitud y de fidelidad a 
este gran don de Dios para nosotros que es la Iglesia de Dios. 

Conclusión 
Yo quiero terminar poniendo bajo la protección de la Virgen María las 
jornadas de estos días, a las cuales os invito a vosotros, a los que 
estáis aquí y a todos los oyentes que me estáis escuchando, y os pido 
un esfuerzo para asistir a estas Conferencias. Pero quiero poner ante 
todo a los pies de la Virgen María toda la vida de esta Iglesia nuestra 
de León, la fe de todos los fieles de León, el esfuerzo de todos los 
fieles de León, el testimonio, la generosidad, para que ella, que es la 
Madre humilde y fuerte, Madre de Jesús y de todos los creyentes, nos 
ayude a ser fieles y generosos en estos tiempos y en estas 
circunstancias de nuestra Iglesia. 

FERNANDO SEBASTIAN AGUILAR
Obispo de León
SOIS IGLESIA
Reflexiones sobre la Iglesia como pueblo de Dios
y sacramento de salvación
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-198.Págs. 14-22

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2 Lumen gentium, 2.
3 Gaudium et spes, 10. 
4 Cf. Lc 4,1-13.
5 Juan Pablo II, saludo a los universitarios en el campus de la Universidad Complutense de Madrid.
6 Juan Pablo II, homilía en la eucaristía celebrada en Barcelona