HISTORIA ECLESIÁSTICA Y MISTERIO ECLESIAL
La historia de la Iglesia empieza así que el Misterio Sobrenatural da
sus reflejos e interviene a través de las peripecias de unas tribus
semíticas, elegidas por Dios a fin de que advenga Cristo. Desde Cristo,
la historia de la Iglesia se desarrolla y oculta como antaño el Designio
misterioso y salvador. Tanto antes como después de Jesús de Nazaret,
el misterio de Cristo afecta al tiempo y lo atraviesa. Nosotros queremos
seguir su emergencia en la historia de la Iglesia desde que ella es
Cuerpo de Cristo.
Los acontecimientos sobrevenidos al pequeño grupo que fue la
Iglesia Católica son descritos por los historiadores profesionales. No
vamos pues a describirlos, ni siquiera a resumirlos, sino a encontrar, en
todas las vueltas y revueltas de una existencia, la ley que dirige esta
existencia.
Para la Iglesia, la ley es «cristológica», en el sentido de que los
misterios históricos del Señor Jesús informan y explican los destinos de
su Cuerpo. En otros términos, la vida de la Iglesia no puede sino
parecerse a la vida de su Cabeza, que es Cristo.
Es decir, que hay que desechar las concepciones simplistas
-espontáneas o reflexionadas- que ven en esta historia una aventura
idéntica a todas las demás, en que los móviles humanos, las
circunstancias políticas y los determinismos naturales desempeñarían el
mismo papel que en el destino de Tamerlán o de Napoleón. No se trata,
claro está, de desconocer que las intenciones y los actos de los hombres
tienen una influencia en el curso de la historia eclesiástica y que estas
intenciones o estos actos raramente presentan un alto contenido
espiritual. Pero sea lo que fuere de los hombres y sus métodos, de sus
motivos y de sus proyectos, por encima de las peripecias humanas y a
través de éstas, el Misterio sobrenatural está presente en la historia de
la Iglesia, la dirige, se inserta en ella, emplea incluso en su provecho las
flaquezas y las incapacidades del hombre. Así, todo se hace instrumento
gracias al cual Dios, en su misericordia, realiza la vocación de la Iglesia
y, por ella, provee al destino de la humanidad entera.
1. La ley de la existencia eclesial
I/REPITE-MISTERIOS-J: Una ley dinámica preside la existencia del
pueblo de Dios. ¿Cuál es? Se puede expresar de la manera siguiente:
bajo los acontecimientos exteriores que los historiadores explican
legítitimamente según sus métodos, el destino de la Iglesia es prolongar,
efectivamente y en el mundo, la Encarnación del Verbo de Dios,
perpetuar en él la obra de la Redención. Así pues, la ley de existencia
eclesial trasciende la existencia, así como la naturaleza de la Iglesia
trasciende la naturaleza. Y esto significa que la Iglesia prolonga los
misterios de la vida de Cristo, reproduce la historia del Señor, a fin de
que el Cuerpo de Cristo adquiera la talla que espera y desea.
Pero hay que medir las palabras. Si la Iglesia tiene por destino y
misión propias perpetuar el misterio de Cristo, no lo hará a un ritmo
distinto que el mismo Señor. El ritmo será su existencia concreta, con su
densidad humana de alegrías y dichas, de actividades e impulsos, de
penas y fracasos. Si la Iglesia no perpetuara la Redención a este ritmo y
a sus expensas, la liturgia entera sería vacía por parte de la Catholica,
sin homogeneidad con el Cristo que ama, que actúa, que trabaja, que
sufre, que resucita.
Las misterios de Cristo. - Para mejor captar el sentido de esta ley de
existencia volvamos unos instantes a los misterios de la vida de Cristo.
Tradicionalmente, se les divide en misterios gozosos, dolorosos y
gloriosos: Encarnación, Pasión, y Resurrección. Éstas son, en efecto, las
tres fases características de la vida de Jesús. Ahora bien, estas tres
fases, como ningún cristiano ignora, no son simplemente las vicisitudes
cualesquiera de una vida, el resumen de una biografía. No son «sucesos
diversos», acontecimientos puramente fortuitos cuyas relaciones con la
historia universal nos escaparían o no ofrecerían ninguna importancia.
No son solamente tres situaciones, perfectamente divisadas y
comprendidas por la investigación histórica. Son tres actos
indispensables, tres «épocas» por las cuales debe pasar Cristo a fin de
estar plenamente «completo» y de que su obra redentora se cumpliera
también -para emplear aquí el lenguaje de la Epístola a los I-lebreos-.
Las tres épocas de su vida son tres estados, necesarios al mismo Cristo
y a la humanidad. Por lo demás, Jesús mismo lo declara expresamente.
Cuando quiere dar el sentido de la Pasión a los discípulos de Emáus
desanimados por el fracaso y la muerte del Maestro, el Señor,
resucitado, les declara su necesidad: «¿Por ventura no era menester
que el Cristo padeciese todas estas cosas para entrar así en su gloria?»
(Lucas, 24, 26). La Pasión es la premisa necesaria de un
acontecimiento: la Resurrección.
Gozosos, dolorosos y gloriosos, los misterios son los Momentos
esenciales de la Salvación. La misión redentora de Cristo se realiza en
todos, puesto que «así el Padre lo ha decidido únicamente por su
autoridad». Ésta es la ley cristológica.
Los misterios de la Iglesia.- Ahora bien, la Iglesia es el Cuerpo de
Cristo. Ya lo hemos repetido bastante. ¿Pero hasta dónde llega
prácticamente la identificación mística entre el Cristo y la Iglesia?
Ciertamente, sabemos que es real, más real que todo objeto de
experiencia. No obstante, hay que saber todavía que la identificación
sobrenatural entraña la identidad hasta en la existencia concreta.
Así como Cristo pasó por los tres misterios, así la Iglesia Cuerpo de
Cristo debe entrar en estas tres.«épocas», cuerpos y almas, ora
sumergida en el misterio de la Encarnación, ora sometida al misterio de
la Pasión, en todas partes y siempre llegando al misterio de la
Resurrección (cf. Efesios, 2, 6, ss.). Es la vida de la Iglesia desde que
existe, será su vida hasta el fin de los tiempos. Pero la Pasión de la
Iglesia no conducirá nunca a la muerte de la Iglesia. Es imposible,
porque Cristo ya no muere, porque la muerte ya no tiene imperio sobre
él. Si la Cabeza es inmortal, el Cuerpo no perece, cuando los miembros,
uno tras otro, entran en la muerte, como Cristo en el Calvario.
San Agustín sintió muy vivamente que la identificación mística entre
Cristo y su Cuerpo afectaba a la existencia histórica de la Iglesia, y
encontraba su explicación en esta frase de san Pablo: «Vosotros sois el
Cuerpo de Cristo y miembros unos de otros» (Corintios, 12, 27). Y
escribía: «Nosotros vamos, pues, allá donde Cristo pasó primero y él
mismo sigue yendo allá donde nos procedió: Cristo, en efecto, pasó el
primero como Cabeza, y sigue como Cuerpo» 1. En otra parte, él mira
desarrollarse a través del tiempo el Cuerpo de Cristo y describe el
espectáculo a que asiste: «El señor en persona, en su Cuerpo que es la
Iglesia, fue joven antaño y ahora ha entrado en años... El Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia, como un hombre único, fue primero joven, y
ahora ya ha llegado al fin del siglo y ha llegado a una fértil ancianidad»
2. Igualmente, escuchaba la plegaria de Cristo que subía a través de la
Iglesia: «Él ruega en nosotros como Cabeza nuestra», «ya que no son
sino un solo hombre, Cabeza y Cuerpo. Nosotros le rogamos pues, por
él, en él, y expresamos nuestra plegaria con él y él la expresa con
nosotros; nosotros la expresamos en él y él la expresa en nosotros 3.
Esta visión sobrenatural de la Iglesia en la historia de los hombres la
encontramos hoy expresada por plumas muy diferentes, católicas o
protestantes. Después de haber recordado a nuestra vez esos aspectos
de la fe, nos queda meditar sobre cada uno de los misterios
consustanciales a la Iglesia: Encarnación, Pasión, Resurrección. El
último nos retendrá menos, puesto que está ya presente en nuestro
tiempo, escapa a las investigaciones humanas.
Il. El misterio de la Encarnación en la vida de la Iglesia
Para el Hijo de Dios, el misterio de la Encarnación es el de su
presencia entre los hombres, iluminadora, benéfica, enaltecedora. Para
la Iglesia también existe un misterio de la presencia en el mundo,
iluminadora, benéfica, enaltecedora.
Presencia de Jesucristo.- Con la Encarnación, empieza nuestra
salvación, decía santo Tomás de Aquino. Con estas cuatro palabras:
Verbum caro factum est, se abre la misión del Verbo. El Hijo de Dios se
hará contemporáneo de una época y de una generación en una región
muy limitada. Es necesario. Su palabra no puede tener alcance sino con
esta condición, ya que él quiso la Encarnación real y leal. Nosotros
sabemos el trabajo que el Hijo de Dios se había de tomar para hacer
resonar la Palabra de Dios, hacerla comprender, dirigiéndose ora a la
multitud, ora a los Apóstoles. Va y viene, habla y discute, reprende a
unos y consuela a otros. El mezclarse con la multitud forma parte de la
misión.
Si bien ésta es toda ella espiritual y sobrenatural, no es menos cierto
que Cristo se preocupó por las necesidades materiales de la gente y no
quiso ignorar la desgracia que llama indistintamente a todas las clases
sociales: centurión, jefe de sinagoga, pescador, pagano, judío, hombre y
mujer. De todos los acontecimientos se sirvió, para hacer levantar la
aurora del Reino eterno, para la gloria de Dios, como declara
expresamente antes de la Resurrección de Lázaro (Juan, 11, 4). Todas
las cosas, muy corrientes como el pan, o muy humildes como el polvo y
la saliva, se convirtieron en sus manos en un instrumento para despertar
al hombre de su destino sobrenatural. Así los milagros, restableciendo
las realidades temporales en el orden que el hombre desea sin poder
conseguirlo, eran una revelación. La Palabra del Señor hacía de ellos el
signo de un mundo superior a los deseos del hombre y el anuncio de la
Salvación.
Cristo daba, pues, su presencia a los cuerpos, a las mismas cosas
terrestres, para estar presente a las almas por medio de la palabra y de
la santificación. Jesús es el misionero, el enviado del Padre (Hebreos, 3,
1), a fin de manifestar el Nombre de Nuestro Padre Celestial y salvar las
almas en perdición.
Presencia de la Iglesia.- Lo que Cristo hizo, la Iglesia debe rehacerlo.
No puede faltar a esta tarea, debe desearla, ya que ella es el Cuerpo de
Cristo y sigue a su Cabeza, Luego la gracia de ser el Cuerpo de Cristo
es en la Iglesia una inclinación permanente a hacerse presente en el
mundo.
El misterio misionero de la Encarnación se desarrolla. Se cumple
cuando el Cuerpo de Cristo proclama con ocasión o sin ella el mensaje
de la Cabeza, cuando el Cuerpo de Cristo bautiza, hace la Eucaristía,
recuerda todo lo que Jesús enseñó y mandó. Es preciso que la Iglesia
anuncie a Cristo, que prosiga su obra. Debe mantenerse la continuidad.
San Agustín escucha a Cristo hablar en la predicación de la Iglesia: «La
fe sostiene con toda verdad que el Salvador del mundo nos fue enviado,
puesto que el mismo Cristo es anunciado por Cristo, es decir, por el
Cuerpo de Cristo extendido por toda la tierra... El Cristo que es nuestra
Cabeza es asimismo el Salvador de su Cuerpo. Así pues, Cristo anuncia
a Cristo, el Cuerpo anuncia la Cabeza y la Cabeza protege su Cuerpoç
4.
Porque se mantiene la continuidad, la Iglesia acude con premura a
todas las tareas del Reino. Como Cristo, trastorna, desorienta, molesta.
No puede evitarlo más de lo que lo evitaba el mismo Cristo. Nadie puede
reducirla al silencio y la inacción, así como los fariseos no pudieron
impedir que Cristo proclamara la Buena Nueva. La misma gracia divina,
formada en la Encarnación, derivada de la Encarnación, es la que opera
ahora en el Cuerpo de Cristo el impulso hacia el mundo y la presencia
en el mundo.
Así se perpetúa la función misionera de Jesucristo, el Testigo fiel
(Apocalipsis, 1, 5). Por Cristo que está en ella, la Iglesia es el pueblo
testigo «en Jerusalén, en toda la Samaria y la Judea, hasta los confines
de la tierra». No puede dejar de serio. En el instante que precede a la
Ascensión -Cristo lo certifica muy expresamente-, la Iglesia será lo que él
mismo era, el Enviado «venido al mundo para dar testimonio de la
verdad» y «manifestar el nombre de Dios a los hombres» (Juan, 18, 37;
17, 6).
Tal es la misión propiamente eclesial. Su presencia en el mundo es
esencialmente sobrenatural, ya que el Señor lo dijo claramente: «Mi
Reino no es de este mundo» (Juan, 18,36).
Como la de Cristo también la presencia de la Iglesia en el mundo es
una presencia real entre los hombres. Pero ésta no será real si el
Cuerpo de Cristo no concede una cierta atención al orden temporal,
construido por las civilizaciones humanas, y si no lo influye de alguna
manera. El motivo no es diferente para el Cuerpo y la Cabeza: el amor a
los hombres, el deseo de elevarlos hasta la verdadera vida. El fin debe
ser el mismo: salvar al hombre para la eternidad divina. Pero ya que la
presencia en el orden temporal no es un medio directo y absolutamente
indispensable de procurar la Vida Eterna, tampoco la Iglesia tiene una
misión directa en lo que concierne a la organizacion de las ciudades
terrestres. Hay que dar al César lo que es del César. La acción eclesial
no es substituir a los organismos temporales que se esfuerzan por
construir un mundo mejor, sino que es más bien inspirar a los que
construyen este mundo, recordándoles qué es el hombre, en qué
condiciones se cimentan las sociedades, en qué condiciones se conduce
la historia a su verdadera terminación. Ella es la única que puede
hacerlo, puesto que es la única que conoce el sentido definitivo del
hombre y del universo. «Así como Cristo tomó una verdadera naturaleza
humana, la Iglesia toma igualmente sobre ella la plenitud de todo lo que
es auténticamente humano y hace de ello una fuente de fuerza
sobrenatural, en cualquier lugar y en cualquier forma que lo encuentre»
5.
I/ENC-MU-RS: Así pues, la trascendencia de la Iglesia en el mundo
cambia inevitablemente el propio orden natural -como sucedió a Cristo
cuando dejó caer sobre la historia universal esas pocas palabras,
grávidas de repercusiones indefinidas: «Dad al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios.» Esta frase tenía una potencia
explosiva, destructiva y constructiva a la vez. El futuro debía demostrarlo.
El orden temporal era puesto en tela de juicio, la confusión del poder
político y del poder religioso era recusada. La humanidad no tenía más
que descubrir las formas nuevas del verdadero orden social. Porque la
Iglesia no ha puesto este principio bajo el celemín, ella es una fuente de
rejuvenecimiento perpetuo. Por esta sola razón, habría que conceder
que Pío XII opinó justamente: «Hoy como en el pasado, escribe, la Iglesia
es la levadura de la humanidad» 6.
Si la presencia de la Iglesia es a menudo positiva por las sugerencias,
los consejos, es al mismo tiempo, y casi siempre quizá, negativa porque
es vigilante. La Iglesia pone en guardia, advierte, contradice, prohibe.
Proclama, en efecto, la necesidad para el hombre de poner una cierta
distancia entre él mismo y sus deseos, de introducir un verdadero
desprendimiento en la busca de un orden temporal mejor. Pues la
construcción de un mundo más fácil, más cómodo, más confortable, no
es un fin absoluto. A la Iglesia corresponde recordar que el mejor medio
de faltar a este fin relativo es también tender a él con frenesí y como el
todo de la existencia. Aquí el Cuerpo de Cristo repite por su cuenta las
palabras de la Cabeza y las hace oír para provecho de cada generación:
«¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?»
(Mateo, 16, 26). Con el autor de la epístola a los hebreos, el Cuerpo de
Cristo se va repitiendo: «no tenemos aquí ciudad fija» (13, 14).
Así la Iglesia vive y prosige el misterio de la Encarnación hasta el fin
de los tiempos, sea que cumpla su misión directa que es proclamar la
Buena Nueva, sea que cumpla su misión indirecta que es consagrar el
mundo a Dios, inspirando a los organizadores de este mundo
transitorio.
Este misterio de presencia llama a toda la Iglesia, afecta a todos sus
miembros, pertenezcan a la jerarquía o al laicado. Nadie está
dispensado de prolongar en su medida y a su manera la presencia en el
mundo de los Hijos de Dios. Los medios no son los mismos para todos. A
los miembros de la jerarquía corresponde la misión inmediatamente
sobrenatural de santificación, predicación, gobierno (Mateo, 16, 18, ss;
28, 18, ss; etc.); al conjunto de la Iglesia corresponde la misión general
de testimonio confiado por el Señor a todo el Cuerpo (Juan, 17, 20-23);
al laicado corresponde la misión propia de consagrar el mundo a Dios,
encarnando los valores cristianos en las instituciones temporales.
Es también un misterio de crecimiento sobrenatural, a veces
visiblemente manifestado, a veces invisiblemente realizado. En todo
caso, este crecimiento es cierto, porque Cristo no puede dejar de crecer.
No es el resultado de cálculos o de ambiciones terrestres, aunque se
mezclen en ellos ambiciones y cálculos terrestres. Es el misterio de la
vida de Jesús el que pide desarrollarse en el Cuerpo Místico, como se
desarrollaba en el Cuerpo histórico del Señor. En efecto, en el curso de
su vida terreste, «Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia, ante Dios y
ante los hombres» (Lucas, 2, 52), hasta que «se hizo perfecto y se
convirtió en príncipe de salvación eterna» (Hebreov, 5, 9). Así el Cuerpo
de Cristo, en este tiempo que se le ofrece, quiere crecer, «realizar su
crecimiento en Dios» (Colosenses, 2, 19), a fin de «constituir este
hombre perfecto en la fuerza de la edad que realiza la plenitud de
Cristo» (Ef 4, 13). El Cuerpo no puede no desear, querer, realizar este
crecimiento, extenderse más por la superficie de la tierra, ser rico de
todas las naciones y de todas las razas del mundo.
Tales son los aspectos más importantes del misterio de la
Encarnación en la vida de la Iglesia. Se resumen en estas palabras:
Presencia de Cristo en el mundo, Presencia misionera y Presencia
creciente.
III. El misterio de la Pasión en la vida de la Iglesia
Con el Misterio de la Encarnación y al mismo tiempo que él, el misterio
de la Pasión es esencialmente apartamiento del mundo, fracaso y
sufrimiento. Este misterio es inevitable en la Iglesia, como el de la
Encarnación. Evidentemente, puédense explicar las desdichas de la
Iglesia por las circunstancias, por la influencia combinada de las
pasiones y de la necedad humanas. Pero bajo la trama de los
acontecimientos se encuentra un secreto sobrenatural. La Iglesia va al
Calvario, porque el Señor de la Iglesia fue a él. El Cuerpo sufrirá la
Pasión puesto que el Cuerpo sigue a la Cabeza.
La Pasión en la vida de Cristo.- En Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, la
Pasión tomó dos formas, una incruenta y diaria, la otra dramática y
mortal. Cristo entró en la Pasión mucho antes de subir al Calvario.
Encontramos los primeros asomos en Belén, la noche de Navidad, en el
curso de la huida a Egipto, en la sencillez de la vida en Nazaret, en el
ministerio público en que se entrecruzan la hostilidad de los fariseos, la
incomprensión de sus hermanos y la de sus discípulos. Además, el
fracaso visible flota alrededor de su persona: los judíos no son
arrastrados por el surco del nuevo Israel, y el Sanedrín no se ha
convertido, lo mismo que Herodes o Pilatos. Es la forma ordinaria de la
Pasión.
En cuanto a la circunstancia mortal, aconteció el Viernes Santo a las
tres. Allí, en torno a la Cruz, estalla la humillación del fracaso definitivo.
¿Dónde están los favorecidos con milagros? ¿Dónde están los
entusiastas del Día de Ramos? ¿Dónde están los mismos discípulos? Se
oyen bien las burlas de los espectadores, pero no se ve en el número de
los fieles sino algunas mujeres y un solo hombre.
La Pasión en la vida de la Iglesia.- La Iglesia no se ahorrará este
misterio. Bajo una forma benigna o bajo una forma espectacular, la
Pasión empieza para ella, como para Cristo, con la Encarnación, con la
Presencia en el mundo. La Cruz, sufrimiento o fracaso, llegará
inevitablemente y subsiste necesariamente. Como el servidor de Yahvé,
la Iglesia «es visitada por el sufrimiento». Al Cuerpo de Cristo
corresponde la Pasión de Cristo.
Este Misterio fue señalado y anunciado por la Escritura, en muchas
ocasiones. Había que decirlo y repetirlo, ya que no hay nada hacia lo
cual sientan los hijos de la Iglesia una repugnancia más instintiva. San
Pablo vio bien la incidencia de este misterio sobre su propia vida.
Comprendió que se realizaba en su persona el misterio eclesial, pero ya
que en él «la gracia de Dios no era inútil», se alegraba de ello:
«En este momento encuentro mi gozo en los padecimientos que sufro por
vosotros y completo en mi carne lo que falta a las pruebas de Cristo por su
Cuerpo que es la Iglesia» (/Col/01/24).
La Cruz en la vida del cristiano y en la de la Iglesia es el complemento
aportado por la humanidad a los sufrimientos redentores. Porque
Jesucristo padeció, su Cuerpo padece asimismo, en cada uno de sus
miembros. La Pasión iniciada con la Cabeza prosigue en el Cuerpo
entero.
En otra parte san Pablo hace valer el mismo misterio, pero lo
considera en un aspecto inverso al que acaba de enunciar. «Porque
sufrís las pruebas de Cristo, dice, en substancia, os hacéis cuerpo de
Cristo, sois configurados con el Señor» (Filipenses, 3, 10). San Juan
Crisóstomo comenta así el texto de los Filipenses: «Es como si Pablo
dijera: nos hacemos el retrato (de Cristo)... es como si dijera: en esto
nos hacemos Cristos» 7. En una exhortación dirigida a los cristianos de
Corinto, el Apóstol inculca la misma verdad. Viendo los sufrimientos de
los cristianos «acosados por todas partes», «perseguidos», «abatidos»,
añade para dar la explicación de estos acontecimientos:
«Traemos siempre, en nuestro cuerpo por todas partes la mortificación de
Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos.
Porque nosotros, aunque vivimos, somos continuamente entregados en manos
de la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste
asimismo en nuestra carne mortal» (Corintios, 4, 10-11).
Así pues, el pensamiento de Pablo presenta dos movimientos. Porque
somos la Iglesia, Cuerpo de Cristo, sufrimos la Pasión a fin de completar
lo que Cristo hizo, y porque sufrimos la Pasión de Jesús nos hacemos el
Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Los dos acontecimientos son
verdaderos a la vez y son solidarios. Si Pablo, en sus exhortaciones,
desarrolló sobre todo el segundo movimiento, sugiere el primero cuando
presenta la Iglesia bajo la forma del Servidor de Yahvé (Hechos, 13, 47;
11 Corintios, 6, 2).
La misma doctrina -solidaridad de la Iglesia en la Pasión de Cristo- se
lee en la Epístola a los Hebreos. He aquí como describe su autor la
suerte de la Iglesia:
«Corramos con aguante al término del combate que nos es propuesto,
poniendo los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe»; «salgamos, pues, a
Él fuera de la ciudad cargados con su improperio (Hebreos, 12, 1-2; 13, 13).
San Pedro, por su lado, invita a los cristianos a no sorprenderse ni
escandalizarse por la prueba. Presenta la razón de ella con medias
palabras, como si estuviera seguro de ser bien comprendido:
«Carísimos: cuando Dios os prueba con el fuego de las tribulaciones, no lo
extrañéis, como si os aconteciese una cosa muy extraordinaria, antes bien,
alegraos de ser participantes de la pasión de Cristo, para que cuando se
descubra su gloria, os gocéis también con Él llenos de júbilo» (1 Pedro, 4,
12-13).
Pedro tiene razón. Ninguna pasión puede parecer extraña en la
Iglesia, puesto que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, el Cuerpo del
Servidor que padece y es perseguido a muerte.
San Agustín, una vez más, da a esta verdad un relieve notable. La
repitió a menudo, y a menudo en términos idénticos. La historia de la
Iglesia y la historia de Cristo, piensa, están ligadas. A decir verdad, no
hay dos historias, no hay más que una, la de Cristo, Cabeza y Cuerpo.
También Agustín oye a Cristo dirigir a los miembros de su Cuerpo las
palabras siguientes:
«Tú estás hoy en la tribulación, y soy yo quien estoy en ella (ego tribulor);
otro está mañana en la tribulación, y soy yo quien estoy en ella (ego tribulor).
Después de esta generación, otros vendrán y otros más: estarán en la
tribulación, y seré yo quien estaré en la tribulación (ego tribulabor); hasta el fin
de los siglos, cuando quienquiera que sea, en mi cuerpo, se encuentre en la
tribulación, yo seré quien esté en la tribulación (ego tribulabor)» 8.
Una misma historia prosigue en la Cabeza y en el Cuerpo: «La Iglesia
sufría en Cristo, cuando Cristo sufría por la Iglesia; así como Cristo
sufría en la Iglesia cuando la Iglesia sufría por Cristo» 9.
Así se explican, según el obispo de Hipona, ciertas palabras de Cristo
que, fuera de la unión mística de Cristo y de la Iglesia, serían
inexplicables. Cristo, escribe, no hubiera podido decir de sí y sólo para
sí: «Mi alma está triste hasta la muerte», o bien: «Dios mío, por qué me
has abandonado?» En realidad, es ya la Iglesia quien, en el Cristo en
agonía, pronunciaba estas palabras, mientras aguardaba a
pronunciarlas un día en la historia presente. «Los miembros hablaban de
la Cabeza y la Cabeza hablaba por los miembros» 10. En una palabra,
hay un Hombre único que dura hasta el fin de los tiempos, y son siempre
sus miembros los que claman 11.
Si hace falta todavía otra garantía para este concepto de la existencia
eclesial, lo será santo Tomás de Aquino. Hablando del bautismo, escribe:
«Por éste el hombre es incorporado a Cristo y se hace miembro de
Cristo. Conviene pues que ocurra al miembro lo que ocurrió a la
Cabeza... Cristo tuvo un cuerpo capaz de sufrir... el cristiano conserva
un cuerpo capaz de sufrir, con el cual podrá padecer por Cristo» 12.
Si hemos comprendido bien las lecciones dadas, es preciso decir que,
en la vida de la Iglesia, las dificultades y los fracasos, la hostilidad y las
persecuciones, no constituyen algo «extraño». No es un simple
malentendido lo que es su causa. El Calvario de la Iglesia no es
simplemente imputable a algún error que el progreso de las «luces» o de
las civilizaciones podría disipar. Sin duda, se presenta en la existencia
del Cuerpo de Cristo cierto triunfo o éxito. Pero éxito y triunfos son
efímeros, como lo fue en la vida de Cristo la acogida entusiasta de los
judíos el día de Ramos, cuando su entrada en Jerusalén. En la Iglesia no
hay éxito permanente y definitivo. Para ella, se trata de una cosa muy
distinta. Un misterio sobrenatural se desarrolla en virtud de la unión
mística de Cristo y de la Iglesia. Constituye la estructura misma de la
Iglesia: «¿Cómo podríamos pertenecer a la Iglesia, sin participar en la
Pasión de Cristo?» preguntaba justamente Erik Peterson 13.
IV. Conclusion
I/HT: A ojos del historiador que contempla el decurso de los siglos, la
historia de la Iglesia está tan mezclada a la historia humana que a duras
penas se distingue una de otra. De hecho, las apariencias humanas son
análogas en una y otra, los fenómenos históricos se parecen en ambas
partes, porque son fenómenos históricos. Pero, en realidad, los ojos de
la fe distinguen la substancia sobrenatural de esta historia. Es el Misterio
de la Encarnación y de la Pasión de Jesucristo indefinidamente
presentes al universo y a su evolución, por y en la Iglesia. A los
acontecimientos efímeros, pronto desaparecidos de la escena, la Iglesia
aporta el valor imperecedero, los metamorfosea en riquezas eternas,
porque en ella, como en Jesucristo, la Encarnación -presencia en el
mundo- y la Pasión -desprendimiento del mundo- se transmutan
diariamente en Resurrección. Por la Iglesia la esperamos nosotros en el
tiempo que Dios ha fijado.
«Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo,
que es vuestra vida, entonces apareceréis también vosotros con él, gloriosos»
(Colosenses, 3, 3-4).
Ahora ya, sin embargo, las arras de la Resurrección se dan a todos
los que, a lo largo de las horas cotidianas, permanecen fieles a la
llamada de la Encarnación y de la Cruz:
«Dios, que es rico en misericordia, movido del excesivo amor con que nos
amó, aun cuando estábamos muertos por el pecado, nos dio la vida juntamente
en Cristo... y nos resucitó con Él, y nos hizo sentar sobre los cielos en
Jesucristo» (Efesios, 2, 4-6).
Es, pues, una cosa realizada. La Iglesia, ya hoy, toma parte en la
Resurrección gloriosa invisiblemente, mientras avanza en la tierra
visiblemente. No puede ser de otro modo, ya que «(Jesús) ya ha
resucitado. Tenemos, pues, la Cabeza en el cielo. Y donde está la
Cabeza, allá van también los miembros» 14.
Así adelanta la Iglesia a lo largo del tiempo, «destinada por
Jesucristo», «perseverando en la misma regla» (Filipenses, 3, 12; 16). Al
ideal de la vida cristiana que describe Pablo para uso de los Filipenses,
está sometida la Iglesia. No es más que acoger los misterios del Señor,
hacérselos suyos al mismo tiempo en la tierra y en los cielos, como el
mismo Apóstol, modelo de la vida eclesial:
«Olvidando las cosas de atrás, y atendiendo solo y mirando a las de delante,
ir corriendo hacia el hito ... »
«Conocerle a Él, y la eficacia de su resurrección, y participar de sus penas,
asemejándome a su muerte ... »
«Pero nosotros vivimos ya como ciudadanos del cielo; de donde asimismo
estamos aguardando al salvador Jesucristo Señor nuestro, el cual transformará
nuestro vil cuerpo, y le hará conforme al suyo glorioso ... » (Filipenses, 3,
passim).
A este precio, pero sólo a este precio, se realiza en la Iglesia y por la
Iglesia la verdadera historia. En el Cuerpo de Cristo y por él, se hace la
historia real, que no es simplemente lucha política o competición
económica; en él y por él, la duración conduce al Término trascendente,
el tiempo pasa para la Eternidad, lo efímero se muda en Definitivo. Así,
pues, -¿hay que repetirlo?- la verdadera humanidad, aquella en que
sueña la imaginación de la gente y la de los constructores de imperios,
no se realiza simplemente en las civilizaciones terrestres y las formas
políticas, sino ante todo y esencialmente allí donde em pieza el pueblo
de Dios, allí donde permanece el Cuerpo de Cristo, allí donde los
hombres se unen a la sombra de la Iglesia y en su Misterio.
ANDRÉ DE
BOVIS
LA IGLESIA Y SU MISTERIO
Editorial CASAL I VALL
ANDORRA-1962.Págs. 146-159
..................
1. Enarratio in psalmum 86, 5; PL 37, 1102.
2. Enarratio in psalmum 36, 3, 4; PL 36, 585. Se conoce que San Agustín se
creía en los últimos momentos de la historia.
3. Enarratio in psalmum 86, 1; PL 37 1081-1082.
4. Sermo 354, 1; PL 39, 1563.
5. Pío XII, Mensaje de Navidad 1945, Doc. Cath. 43 (1946), col. 37.
6. Alocución del 8 de marzo de 1952; Doc. Cath. 49 (1952), col. 390.
7. In Philippenses Hom 11, n.9 2; PG 62, 266.
8. Enarratio in psalmum 101, 1; PL 37, 1296.
9. Epistula 140, 6, 18; PL 33, 545.
10. Enarratio in psalmum 40, 6; PL 36, 459; cf. En. in ps. 62, 2; 85, 1; 86, 8; 101,3;
3, etc.
11. Enarratio in psalmum 85, 5; PL 1085; cf. Sermo 137, 2; PL 38, 755.
12. Summa Theologica, 3ª. pars, qu. 69, art 3.
13. Citado por CH. JOURNET, L'Église du Verbe incarné, II, pág. 318.
14. SAN AGUSTIN, Sermo 1371, PL 38, 754.