La iglesia de la resurrección

 

1. La palabra «resurrección»

Fin del evangelio de la transfiguración según san Marcos (9, 9-10): «Mientras bajaban de la montaña, Jesús les mandó: "No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que este hombre resucite de la muerte". Esto se les quedó grabado, aunque discutían qué querría decir aquello de "resucitar de la muerte"».

Efectivamente es una palabra que puede dar lugar a equívoco: muchas veces se traduce por «volver a la vida», mientras que en sentido estricto significa «entrar en una vida nueva». Por otra parte, no es más que una palabra, ligada a cierta representación del mundo (la tierra y los infiernos) y evocadora de cierta imagen (el hombre postrado que se levanta). Los autores del nuevo testamento no dudan en emplear.otras palabras, que transmiten otras comparaciones: despertarse del sueño, subir a lo alto (ascensión en la gloria - sentado a la derecha de Dios - proclamación real de Jesús el Señor). Utilizan también la expresión «estar vivo», «vivir», que toman en el sentido fuerte: «No busquéis entre los muertos al que está vivo», con una vida que va a ser inmortal.

Sin embargo, parece que la palabra «resurrección» 1 es, en el nuevo testamento, « el lenguaje de referencia», es decir, la expresión que no se debe olvidar nunca, que se debe tener siempre presente en el espíritu. En primer lugar porque expresa la acción de Dios: la resurrección de Jesús no es el coronamiento de una evolución previsible, sino la intervención de la voluntad divina: Dios se compromete a fondo en nuestra historia resucitando a Jesús, haciéndole subir del abismo.

Además, la palabra «resurrección» es sumamente valiosa porque, con un simbolismo de la época (subir de los infiernos), expresa bien el paso «a través de la muerte»: Jesús ha sido engullido en la sima, «ha venido de muy lejos».

La muerte de Jesús no es un mal momento que se deba pasar, pensando que en seguida todo volverá a ser como antes. En la cruz, Jesús de Nazaret muere, y su resurrección será un nacimiento: «primogénito de entre los muertos». Cierto es que Jesús resucitado no es un Jesús distinto («Soy yo, no temáis»), pero es un Jesús verdaderamente otro. «Se apareció con aspecto diferente» (Mc 16, 12). «No me detengas»: las relaciones de amistad, de ternura respetuosa, de admiración, van a dejar lugar a la fe, reconocimiento de la presencia en la ausencia: nada más ser reconocido, «él desapareció» (Lc 24, 31).

Lo que era ya no es, «es un ser nuevo». Hay que insistir en este punto para que la proclamación de la resurrección no parezca que acaba con la obra de la muerte. Resucitar no es recuperar; lo que se ha perdido, perdido está, y es necesario para que nazca algo verdaderamente nuevo. « Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda infecundo; en cambio, si muere, da fruto abundante» (Jn 12, 24).

A la salida de una catequesis sobre la resurrección, una señorita ya mayor, que acababa de perder a su madre, plantea al conferenciante algunas preguntas angustiosas: «¿No es verdad que volveremos a encontrar a nuestros muertos?». El conferenciante no tuvo valor para decir «no»: esta mujer acababa de perder su seguridad, estaba desamparada, había pasado su vida en un capullo protector, arropada por una madre claramente abusiva que había mantenido a su hija en estado infantil para guardarla para sí. Aquella madre había muerto, a Dios gracias. Su resurrección será una entrada en una novedad de vida total, un nacimiento al amor perfectamente desinteresado. No, la hija no volverá a encontrar a su madre. En el mundo de Dios, no hay ni madre ni hija, ni esposo ni esposa. «Serán como ángeles (= viven para Dios): son hijos de Dios por ser hijos de la resurrección» (Lc 20, 36).

Algunos se lamentan, como si fuera una ingratitud, del olvido que borra poco a poco el recuerdo de padres o de amigos difuntos. Creo que este olvido inevitable puede vivirse como un alejamiento: dejar marchar. Los que vivían de nosotros (y nos hacían vivir) tienen que vivir ahora de Dios, el único que puede hacerles nacer a su verdadera dimensión: la de hijos e hijas de Dios en el Hijo único.

La palabra «resurrección» es de gran valor por una tercera razón: conserva una gran sobriedad sobre «el más allá de la muerte». Resucitar indica simplemente que el sepulcro está abierto, que se ha atravesado la muerte, que son posibles otro nacimiento y otra vida. En la controversia con los saduceos, Jesús rechaza toda imaginación sobre la vida de los resucitados y afirma con fuerza únicamente que hay una resurrección. De la misma manera, los relatos de las apariciones del Cristo resucitado no nos dicen lo que fue de él. Los «detalles» no son descriptivos, proceden del género apocalíptico o del género apologético. Lo que quieren decirnos esencialmente es esto: la resurrección de Jesús no es una ilusión (los famosos «detalles» de Lucas y de Juan para vencer el escepticismo griego sobre la resurrección: «Tocadme, un fantasma no tiene ni carne ni hueso, como veis que yo tengo»). La resurrección de Jesús es la introducción de la vitalidad divina en la condición humana, la aparición de la novedad absoluta en el desarrollo de las cosas humanas o más claramente el fin de la historia, cosas todas que la Biblia expresa con las imágenes de apariciones, revelaciones, apocalipsis (luz celestial, apariciones de ángeles, presencia súbita de Jesús, temor...). La resurrección es algo real pero inimaginable. Se ha abierto una brecha en el muro de la fatalidad, y esta brecha desemboca en una luz cegadora para nuestra vista.

Así, la palabra «resurrección» contiene sin duda los elementos del misterio pascual: muerte y vida nueva. Pero el nuevo testamento no limita su utilización a la muerte corporal y a la vida nueva en el reino de Dios. La palabra «resurrección» se aplica a la vida presente: «Fue él quien os asoció a su resurrección, por la fe en la fuerza que lo resucitó a él de la muerte» (Col 2, 12). Con otras palabras, esta misma convicción aparece reflejada en Juan: «Se acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado, en que los muertos escucharán la voz del Hijo de Dios y al escucharla tendrán vida» (Jn 5, 25). «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3, 1.4).

Y la famosa frase de Romanos (6, 4) donde se sopesan cuidadosamente los términos: «Luego aquella inmersión que nos vinculaba a su muerte nos sepultó con él, para que, así como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, también nosotros empezáramos una vida nueva».

2. La vida. ¿Qué vida?

Es muy importante, creo yo, señalar que la resurrección es la clave, la llave de nuestra vida humana concreta. Hablar de resurrección únicamente a propósito de la vida corre el peligro, en nuestros tiempos, de dejar a nuestros contemporáneos bastante perplejos: «Por más que lo deseamos no tenemos ningún medio de verificarlo». Por el contrario, hay una verificación posible de lo que aporta a la vida humana la resurrección: «Tú, el Viviente que haces vivientes», esto sí se puede experimentar.

Henos aquí ante nuestra vida, y no la vida religiosa, ni la vida espiritual, sino la vida de todo el mundo. Esta vida sugerida por palabras mágicas como: seguridad, sueño, descanso, comprender, hablar, ser amado, ser útil, forzar al futuro, combatir, no ceder, obligar a lo visible a emitir lo invisible, decirse, oír...

¿Qué es vivir? Me gustaría responder: todo lo que contienen estas palabras. Vivir sería no poner nada entre paréntesis, no encerrar nada en el fondo de un agujero, sembrar todo lo posible, esperar todas las flores. No renunciar a nada, no encoger nunca los hombros. Sería amar como proclama san Pablo: «El amor lo cubre todo, lo cree todo, lo espera todo, lo soporta todo».

Soportar también, pues la vida tiene asperezas, desafíos, pasos en el vacío, angustias. Y esto debe ser vivido, incluso esta muerte incomprensible y fascinante. Habrá que vivir también la muerte. No dejar nada de lado, no arrojar nada al cubo de la insignificancia.

Sin duda alguna, al individuo le es imposible hacerlo. Pero somos un conjunto; por eso nos corresponde a todos vivir todo. Y en cuanto a cada uno, lo que puede hacer es acoger todo lo que se presente, producir todo lo que germine y saber también decir que no: «Todo sarmiento que produce fruto se poda a fin de que produzca todavía más».

¿Dónde conseguiremos esta seguridad? ¿La buscaremos en una filosofía, una religión, una práctica política acompañada de una utopía (como el marxismo)? Al comienzo de Godspell, varios filósofos y sabios de todos los tiempos se agitan sobre el escenario en una bella feria de las ideologías. En una esquina hay un hombre desnudo y mudo. Es él quien nos hará vivir. Las ideas no hacen vivir, lo único que hacen es explorar la noche como si fueran proyectores, pero los conos de luz se perfilan sobre el círculo de la noche intacta. Lo que hace vivir es una cara, una palabra, una presencia, una confianza ofrecida. La vida no se entrega mediante un pensamiento sino con una confesión: «Eres Tú quien me hace vivir».

3. El Resucitado

La iglesia es la comunidad de los que hacen esta confesión a Jesucristo. De quienes le reconocen el derecho a decir: «Yo soy la resurrección y la vida».

La resurrección adquiere por fuerza en la iglesia este aspecto de testimonio. La resurrección es en primer lugar palabra. Y a través de esta palabra sobre la resurrección es como descubrimos la realidad de la resurrección tanto para Jesús como para nosotros. Esto tiene su base en el nuevo testamento. Los apóstoles no llevan a sus oyentes al sepulcro vacío para que constaten con sus propios ojos que Jesús no está allí y por tanto que ha resucitado. Los apóstoles proclaman la resurrección y es en esta proclamación donde sus oyentes pueden encontrar, si creen, al Cristo resucitado. Ciertamente, los apóstoles han «visto» al Señor Jesús nacido de la muerte. Su «experiencia» era además, como la nuestra, una experiencia en la fe 2, pero esta experiencia es intransmisible. El primer lugar de reencuentro con Cristo resucitado es el testimonio de los creyentes: «Hay un ser Viviente que hace vivir».

La iglesia es el lugar de este testimonio: Jesucristo, alguien a quien podemos llamar «Tú» pues él mismo nos dice hoy «Yo soy» (Jn 8, 28: «Cuando levantéis en alto a este Hombre, entonces comprenderéis que yo soy el que soy»).

¿Cuándo será transparente la iglesia y dejará de ocultar al único que es Interesante? Para que haya los menos pretextos posibles para rehuir la pregunta: « Jesucristo, ¿qué piensas de esto?». Y nosotros, los cristianos, deberemos repetir sin cesar la letanía de nuestra fe. Ciertamente, una ciudad situada en lo alto de una montaña, una luz puesta sobre el candelero, es decir, nuestras acciones inspiradas por el Señor Jesús y visibles a los ojos de los hombres serán la primera alerta, el signo de que en medio de las ruinas y de las casas abandonadas sigue habiendo vida. Pero pronto o tarde, tendremos que hablar, y no solamente, ni en primer lugar, del cristianismo, sino de Cristo. Para que lo antes posible los demás no tengan ya necesidad de escucharnos: «Ya no creemos por lo que tú cuentas; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es realmente el salvador del mundo» (Jn 4, 42).

Después de todo, quizá el mejor lenguaje de la fe sea la letanía, la melodía que da vueltas sin cesar alrededor del mismo nombre: Jesucristo Nuestro Señor. Que no se aleja de él, que está en continuo vaivén entre este nombre y la vida.

¿Qué diremos de Jesucristo, de este contemporáneo? Diremos lo que vemos de él, lo que tenemos como signos de su presencia aquí y ahora.

Diremos que es pan para ser compartido y tomado: el que vivifica. Jesús es vino, el que anima la fiesta, da fervor, reanima. Jesús es comunión, el que congrega, une, pone cara a cara, mano con mano. Jesús es palabra, interpelación, reproche: el que llama y absuelve. Jesús es agua: frescor, apaciguamiento, renovación: renueva, irriga, fecunda.

Está en los sacramentos y en toda la vida. «Sois vosotros quienes lo ponéis». Puede ser; sin embargo tenemos más bien la impresión de encontrarlo, de constatarlo. Un hombre sencillo encontrado y nos invade Cristo, él el pobre Dios, el que enseña que recibir es la mayor riqueza. Al consolar a un niño pensamos en aquel para quien el verdadero poder es debilidad por ser poder sólo del amor. El silencio nos acoge, y está junto a nosotros, puerta hacia el invisible secreto del mundo a que él se refiere simplemente como « mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios». Nos detenemos ante un rostro de dolor y vernos en él su rostro, desfigurado y transfigurado. A causa de él, no apartamos los ojos y ofrecemos nuestra mirada a fin de que el sufrimiento encuentre un lugar de reposo: el corazón de Jesucristo («Venid a mí los que estáis cansados...»). Una esperanza nos solicita y Jesús marcha a nuestro lado, despejando el horizonte, prolongando el camino hasta el infinito.

Jesucristo, presente pero sin resultar pesado, que está verdaderamente ahí y es a la vez inasequible, que provoca, que participa y nos deja siempre la tarea de tomar partido. Presencia real en la ausencia consentida. No es un fantasma: camina sobre el mar, pisa lo imposible pero sin dejar de ser él. Ante el eco de su voz en nosotros, ante la riqueza de nuestra captura, sólo nos queda decir: «Es el Señor» (Jn 21).

Antes de ser la iglesia de la resurrección, la iglesia Qs en primer lugar la iglesia del Resucitado. Es la parte de, la humanidad que testimonia, porque es la realidad: «Hay una fuente, una palabra, una llamada, una puerta, un reposo».

4. La iglesia de la resurrección

Con esta expresión quisiera decir dos cosas:

a) la iglesia es la que anuncia la resurrección de la vida de los hombres;

b) la iglesia es la que se somete, como su Señor, al ritmo pascual de muerte real para una resurrección real.

a) La iglesia es la que anuncia: la vida merece la pena ser vivida, la vida que es una conquista perpetua, una tarea a realizar, un proyecto (un logos) que encarnar, que inscribir en una personalidad, una historia, una promoción colectiva. ¿Es una persecución del viento? ¿Es una caza sin presa? ¿A qué precio se paga el progreso futuro de la humanidad? Y, dicho más brutalmente, ¿a dónde nos lleva todo esto?

La resurrección de Jesús nos da la certeza de una realización: la vida es una conquista que Dios consagra. El término de la historia está ahí, en Jesucristo resucitado. No como una recompensa concedida antes del fin del trabajo, sino como un centro de atracción que incita a la historia a seguir siempre hacia adelante, a no detenerse en el camino, pues se trata de un camino victorioso. No es que debamos abandonarnos a un «sentido de la historia» infalible. Es cierto que la historia nos hace, pero también nosotros hacemos la historia. Esto lo sabemos desde que un hombre ha puesto todo el peso de su esperanza sobre las leyes del destino y las ha forzado. El compromiso total de Jesús ha hecho brotar la resurrección.

La iglesia proclama que todo el hombre, toda la historia reciben la promesa de la resurrección. La esperanza no es una droga, un sonajero tranquilizador para niños miedosos. La esperanza es nuestra respuesta a las esperanzas que Dios pone en nosotros. En Jesucristo resucitado Dios ha afirmado su presencia, su voluntad de salvar al mundo entero, nos ha tendido la mano y nos ha dado el Espíritu que es la energía creadora, el principio de la renovación, la fuerza inagotable. La única sabiduría consiste, por tanto, en apostar por el futuro, apostar por los otros y sobre todo apostar por la palabra de Dios, como lo hizo Jesucristo, que lo arriesgó todo y ganó.

Para mí, lo más emocionante en el itinerario espiritual de R. Garaudy es la obstinación de este hombre por saber si la esperanza no es más que una palabra y si encuentra no una respuesta sino Alguien que responde.

b) La iglesia es la iglesia de la pascua, del paso por la muerte. « Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo. Ya le basta al discípulo con ser como su maestro y al esclavo como su amo» (Mt 10, 24-25).

Cristo murió porque se negó a ser el Mesías que se esperaba y porque quiso transformar la antigua alianza en una alianza nueva, universal. Mantuvo firmemente el rumbo entre corrientes contrarias. Su prueba fue renunciar a lo tangible, a lo seguro, a lo confirmado, para caminar hacia lo nunca visto, lo nunca experimentado y ni siquiera imaginado. La consecuencia de semejante lógica fue desaparecer y la consecuencia de semejante lógica fue la que Dios creó: la resurrección, la novedad perfecta, la vida a la altura de Dios.

La iglesia de Jesucristo no tiene más que un camino a seguir: el de Jesucristo. Este camino es:

- fidelidad a su misión, y por tanto rechazo de la facilidad (o de las facilidades), amor desinteresado a los hombres, sin inquietud por sí mismo, perseverancia en el testimonio de Jesucristo;

- fe en el poder de Dios, y por tanto aceptación de la muerte y falta de previsiones sobre el futuro (sobre su resurrección venidera).

Comentemos brevemente.

Fidelidad a su misión y rechazo de las facilidades. Las tentaciones no faltan en la iglesia de hoy: dedicarse a lo religioso, dedicarse a la política, dedicarse a la cultura, predicar la cruzada o la revolución, excitar o calmar. Creo que muchas veces deberá negarse a elegir y que esto le costará muchos apoyos, que esto desanimará muchas generosidades impacientes. Pero la iglesia no puede elegir entre razón y fe, entre religión y fe, entre mística y política, entre Dios y el hombre. No por razones dé oportunismo, sino a causa de Jesucristo. La iglesia debe defender una mística comprometida y una política que acepte un absoluto más allá de sí misma.

Por lo mismo, la iglesia no puede elegir entre fidelidad y adaptación, no puede renegar de sus orígenes ni de su tiempo. Por ejemplo, aun cuando cada vez sean menos los cristianos que van a misa, la iglesia deberá seguir diciendo que la eucaristía es el signo de la fe en Jesucristo y al mismo tiempo deberá imaginar celebraciones que sean de nuestro tiempo.

Todas estas posturas, impuestas por la fidelidad a la misión, no son posturas que atraigan a las multitudes. Sobre todo si la iglesia decide por fin respetar totalmente la libertad de los hombres (por fidelidad a Cristo) y negar todo medio de presión y especialmente los medios de presión moral (culpabilidad, conformismo...). «Si apeláis a la libertad y a la responsabilidad, os vais a quedar con muy poca gente», decían a un sacerdote. Negativa a atraer por atraer (es Jesucristo quien debe atraer y no la iglesia), negativa a ser inmediatamente útil (siempre a causa de Jesucristo): ¿es que Jesús es utilizable? No trata de reclutar para el reino de la tierra, recluta para el reino de Dios y, al mismo tiempo, el reino de la tierra se salva porque conoce una superación.

La iglesia testimoniará a Jesucristo muerto y resucitado no alimentando ninguna inquietud sobre sí misma. «¿Qué llegará a ser la iglesia?» es una pregunta inútil. La única pregunta válida es: «¿Qué pasará con los hombres?». La iglesia no puede perecer, quedar

reducida a la nada, pues Jesucristo ha resucitado, «El que es, que era y vendrá». Siempre habrá un Convocante que suscitará su pueblo en todos los siglos.

«Pero, se dirá, ¿es que no queréis abrir los ojos? ¿No veis todas las ruinas entre las que avanzan los cristianos? La iglesia se está haciendo girones, el cuarenta y uno por ciento de los franceses la consideran completamente superada 3. Instituciones venerables se vienen abajo (vida religiosa, profesores de religión en la enseñanza pública, clero...) o están a punto de hacerlo (catecismos, vida litúrgica). Las construcciones recientes (catecumenado, acción católica) siguen el mismo camino si es que no están ya desmoronadas».

No es de extrañar que muchas personas abandonen la casa cuando se anuncia que se va a caer el tejado o que el subsuelo está minado. Pero tampoco hay que exagerar. Hay todavía lugares donde se puede hablar de Jesucristo, donde se puede celebrar a Jesucristo, donde se puede compartir una esperanza. Por tanto es viable, pues el único interés de las instituciones de la iglesia es el testimonio de Jesucristo. Poco importan las corrientes de aire.

Y en cuanto a prever la pastoral de mañana o de pasado mañana, prefiero el consejo de Jesús: «No os inquietéis por el día de mañana; bástale al día de mañana su malicia». Sí, a cada década le basta con su pena. Serán los cristianos del año 2000 los que deban hacer la iglesia del año 2000.

«¡Pero la iglesia está a punto de morir!» 4. ¿Qué cosa mejor se puede desear a la iglesia de Jesucristo?

Está claro que debe morir. Pero está resucitada si cree en la fuerza de Dios que resucitó a Jesucristo de entre los muertos (cf. Col 2, 12), guardándose de imaginar esta resurrección venidera: es el secreto de Dios.

La única tarea de la iglesia es creer y amar, comprometerse a fondo en su fe y en su amor. Por el poder del Espíritu esta fe y este amor lograrán, una vez más, imponerse en el futuro.

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1. Cf. X. Léon-Dufour, Résurrection de Jésus et mystére pascal, Paris 1971.
2. P. Guérin, Je crois en Dieu, Paris 1974, 76-77.
3. Panorama aujourd'hui, n.° 88, Enquéte Sofres.
4. La «muerte» de la iglesia.
Algunos traducirán esta «muerte» como rechazo de toda institución. No es en absoluto mi opinión. En primer lugar porque es imposible desde el punto de vista humano: un ideal no es viable si no es sostenido por una institución. En segundo lugar porque es contrario a la lógica del cristianismo, que es una religión de la historia: voluntad de encarnar el proyecto de Dios en la historia real, y por tanto siguiendo sus leyes. Además, el rechazo de la institución me parece un reflejo suicida. Ahora bien morir no es suicidarse. Morir es una acción, es una pasión, un hecho sufrido y no provocado. La salud es obstinarse en vivir, en tener, en explotar todas las oportunidades posibles todavía. Llega un momento en que es preciso morir y ahí es donde Cristo nos enseña la sabiduría suprema: «Haz de esta muerte un acto de fe, una generosidad. En lo más hondo de la impotencia total, cree en el poder de Dios». Pero tanto si es en la vida individual como en la vida colectiva, no hay que adelantar esta intervención de Dios («la hora» de san Juan). Y en la espera se vive lo más activamente posible. Sigue siendo todavía la mejor forma de prepararse a morir.

Lo que entiendo por muerte de la iglesia es el planteamiento a fondo y la reestructuración profunda de su organización, por el movimiento de la historia (evoluciones de todas clases) y bajo la presión del ideal evangélico, única razón de ser última de la iglesia.

Paul Guerin
El Credo, hoy
Edic. Sígueme.Salamanca 1985, págs. 173-184