La iglesia del Espíritu

 

1. El Espíritu en la Biblia

Se sabe que el hebreo es una lengua muy concreta. Las realidades divinas se transmiten en la Biblia mediante palabras que tienen siempre un sabor preciso.. Así, la palabra «espíritu» en hebreo («ruah») evoca el viento, el aire, el espacio. Se piensa generalmente en el viento violento a causa de pentecostés. Pero según H. Cazelles 1 éste no es el sentido primero ni el más extendido de «ruah». La «ruah» (femenino) es la atmósfera, es el aire, una cosa amplia y abierta donde se respira, donde uno se siente a gusto. Todo lo contrario de lo encerrado, de lo sofocante. Cuando el Señor viene a visitar al hombre y a la mujer en el Edén, lo hace al «soplo del día», cuando se está bien y se comienza a respirar. Estaba previsto, por tanto, que Dios y el hombre se sintieran «a gusto». Dios, que nunca carece de «ruah», de soplo, desea que el hombre tenga espacio, aire.

«Ser salvado», en hebreo, se dice «yacha» : estar a sus anchas, a gusto. De hecho, el hombre está apagado, le falta aire, se marchita por no poder respirar a sus anchas. Esa es la razón por la qué el Señor envía su soplo a esta tierra. Hay por tanto una realidad que escapa completamente al hombre (el viento, el aire, la vitalidad de Dios), pero de la que el hombre depende totalmente para vivir, en el sentido fuerte de la palabra vivir.

La palabra «ruah» implica también un matiz de violencia: el viento que barre las resistencias y arrastra a la acción. La imagen del viento se alterna con la del fuego (Hech 2). Aquí, me quedaría en una dominante más tranquila, la de un paisaje de montañas, de un espacio despejado con atmófera tonificante, imágenes tan atrayentes para el hombre urbano que sufre la polución.

Desde esta perspectiva (que es la del antiguo testamento), se está lejos dejas meditaciones trinitarias, que son la base de la teología griega y que faltan por completo de nuestra espiritualidad occidental. Pero Ratzinger observa 2 que el texto original griego del símbolo de los apóstoles no tiene artículo: «Creo en un Espíritu santo». El credo se sitúa, por tanto, en el plano de la historia de la salud: creo que hay en la historia un Espíritu santo, un soplo de lo alto que va a permitir a los hombres respirar. El Espíritu santo que ha dilatado a Cristo en la resurrección, le ha dado un espacio y un tiempo infinito. Así querría el Espíritu dar espacio y tiempo a los hombres demasiado encerrados y con demasiadas prisas. La resurrección ha hecho proyectar, en la historia, el fin de la historia: la esperanza puede despojarse de toda impaciencia.

Así, dejando descansar aquí las imágenes de movimiento (presentes también en la Biblia), conservaría como evocadoras del Espíritu las imágenes de distensión, de calma, del hombre que se toma tiempo, que deja venir las cosas, que se siente a gusto, en su sitio. ¿Parece una imagen evocadora de un lujo? «Tener tiempo para vivir», ¿se ha convertido esto en un sueño inaccesible? ¿No se ve obligado el hombre moderno, al límite de sus fuerzas, a poner orden en su existencia y a redefinir lo que da valor a la vida? Y no sólo desde un punto de vista individualista, sino a escala comunitaria, hasta la de la comunidad mundial. ¿De qué debe estar hecha y de qué debe verse liberada nuestra vida para que pueda florecer la alegría?

2. Una iglesia «fuera de sí misma» (según los Hechos de los apóstoles)

El relato del capítulo segundo de los Hechos nos muestra a la iglesia en su estado naciente sin ninguna sobrecarga institucional. Creo que este capítulo nos da los elementos fundamentales de la iglesia, su arquitectura primera.

Se ve que, desde el comienzo, la iglesia es un pueblo convocado entre personas de todas las partes («todas las naciones que hay bajo el cielo») y que la iglesia es un pueblo reunido alrededor del colegio apostólico (que acaba de ser completado en el capítulo primero con la elección de Matías). Es la primera estructura básica de la iglesia: tiene un centro visible y tiene un proyecto que abarca a la humanidad entera. Estos dos polos van a crear forzosamente en la iglesia una tensión permanente, pues no se tratará nunca de elegir entre estos dos polos. La iglesia es para la multitud, para la masa, pero para encarnar en ella el proyecto de Dios. No son los apóstoles quienes reagrupan el pueblo de Dios (cf. Hech 2, 37); pero son el signo visible de esta llamada, de esta convocatoria divina (cf. v. 42). Llamada que no se detendrá ante ninguna frontera (cf. v. 39) y que prohibirá a la iglesia elegirse una o varias patrias: ni Jerusalén, ni Roma, ni Europa, ni la cristiandad, ni ninguna forma histórica de organización. La historia de la iglesia es un poco la historia de sus mudanzas (siempre forzadas, pero ¿a quién le gusta mudarse?).

En el capítulo segundo de los Hechos, se ve otra dinámica. La «casa» se llena con un gran viento, el fuego se apodera de los apóstoles y se ponen a hablar en una lengua que no es la suya. Los que los oyen se quedan estupefactos: les hablan en su propia lengua. La iglesia está así abierta en los dos sentidos. Invadida por el soplo de Dios, no existiendo más que por él, pero para propagarlo, darlo, hacer vivir de él a los hombres. La iglesia no existe más que por Dios y para los hombres. Tal es su estatuto según el capítulo segundo de los Hechos.

3. La hija del viento (vínculo entre Espíritu e iglesia)

Respecto a la fe, lo que define a la iglesia es el proyecto de Dios: permitir a los hombres respirar. Y lo que es el lugar de la iglesia es la vida de los hombres.

El primer deber de la iglesia es por tanto la contemplación. No servirá bien a los hombres más que si piensa sin cesar en Dios. Esto me parece especialmente cierto en el día de hoy. Sobre todo si la iglesia (y éste es su deber) quiere estar próxima, bañada, inmersa en la humanidad. No es el interlocutor de los hombres, no es ella quien ama al mundo, es el Padre por el Hijo en el Espíritu. Ella es también objeto de amor como todos los demás y signo de amor para todos los demás. Cuando olvida este amor que la atraviesa, la iglesia sucumbe a todas las tentaciones de la facilidad: hacerse admitir, volverse útil, ajustar su hoja de servicios, acudir en apoyo de la moral y de la religión. Yo creo que la iglesia tiene en este siglo algo mejor que hacer. Debe dar testimonio de la única libertad verdadera que es la libertad de la fe: «Por encima de mí, el sol y nada más». Aprender a reírse de las modas y opiniones que, parece ser, «no se discuten».

Proclamar que no hay más que un solo Señor y un solo Dios (1 Cor 8, 5-6). Proclamar que no hay más que una sola verdad, que esta verdad no es un catecismo sino una persona de quien nadie es propietario y menos que nadie la iglesia. Renunciar a todo dogmatismo para ser capaz de denunciar los innumerables dogmatismos venideros (si no, la paja y la viga...). Tener el valor de decir, en medio de este mundo transformado en supermercado, que solo Dios es indispensable pero que no se compra, que se recibe cuando se comparte. Tener el valor de decirlo, pero sobre todo de hacerlo.

La hija del viento, la Bohemia, despreciada y celosa, que da miedo y envidia, así es como me imagino la figura de la iglesia en este siglo. Feliz por ser pobre, libre por ser amante, secreta por ser amada. Pero sin ningún desprecio hacia el mundo, pues el mensaje de la iglesia es la felicidad de los hombres. Por tanto, hay que hacer lo imposible para hacerse comprender. Poco importa después de todo que la iglesia sea ridiculizada si se escucha el evangelio. No es la religión lo que hay que salvar sino los hombres. La iglesia no puede refugiarse en los espacios verdes de la espiritualidad (las antiguas sacristías), los hombres tienen necesidad de aire en los bajos fondos de la política, de la economía, en medio de las luchas por la santidad física y moral. Ahí es donde la iglesia de nuestro tiempo (es decir, todos los cristianos) deberá acostumbrarse a las pullas de los expertos, a la indignación de los fanáticos, sin hacer el papel de madre ultrajada («¿por qué no me comprenden?») ni de profeta de mal agüero («Soy vuestra última oportunidad»).

Libertad de conducta y de servicio verdaderamente desinteresado son, creo yo, los dos acentos principales de la acción de la iglesia en nuestro tiempo. Renunciando a toda influencia, la iglesia tendrá, de hecho, una verdadera influencia, la del poeta, del artista, sometido únicamente al impulso de la inspiración y movido sin cesar por la necesidad de inscribir esta inspiración en un decir y en un abrir que cada uno puede asumir bajo su propia responsabilidad.

4. Una iglesia de la profecía

Así pues, parece que el carisma más necesario a nuestra época es, para la igleia, el de la profecía, el más deseable, dice Pablo (1 Cor 14, 1), el que viene en segundo lugar en la jerarquía enunciada en 1 Cor 12, 28. En el pueblo de la nueva alianza, es una gracia dada a todos. Gracia cuya autenticidad se verifica con dos criterios: el amor y la fe en Jesús, Dios encarnado (cf. 1 Cor y 1 in). Si el profeta habla en el amor y para el amor, si cree y profesa que «Jesús ha venido en la carne», entonces es Dios quien habla en él. El profeta de la nueva alianza es el que está dominado por el Espíritu de Jesús, el Profeta. Como él, denunciará la hipocresía, la estupidez y la suficiencia. Por instinto, escogerá lo esencial y encontrará las evidencias primarias que la rutina o la pereza habían camuflado.

«El Espíritu sopla donde quiere» y por esa razón la iglesia debe estar a la escucha de todos aquellos que pueden ser el eco de su voz. Actualmente se tiene bastante tendencia a imponer al Espíritu un sentido único: de la base hacia la jerarquía. Justa inversión de las cosas, se dice, pues en otras épocas los obispos acaparaban las luces de lo alto. Esto no es a la fuerza una razón para negarles ahora el derecho a profetizar.

Si resumimos (un poco rápidamente) el profetismo como «zarandear al hombre», es cierto que los guardianes de una institución son poco dados por naturaleza a poner esta institución en tela de juicio. El despertar vendrá por eso, con mucha frecuencia, de la base (o del exterior), pero no únicamente. La imagen de una base siempre innovadora y de una cima siempre conservadora es un mito. La base es muchas veces muy conservadora. Una de las ventajas esenciales que veo en una autoridad central (como la del papa) es poder lanzar iniciativas verdaderamente innovadoras. La historia conoce muchos de estos ejemplos, en especial en el movimiento misionero. También en esto la iglesia (todos los cristianos) debe estar libre ante las modas y no tener más que una preocupación: la sensibilidad al Espíritu que sopla desde los cuatro vientos.

La misión de la iglesia en el mundo es, por tanto, la atención, la apertura, la acogida del Espíritu a fin de que los hombres puedan respirar el aire de Dios.

5. La vía real del diálogo

La misión de la iglesia impone su organización interna: en sí misma, la iglesia debe ser, de la cumbre a la base, atención, escucha, acogida del Espíritu. En cada siglo, la iglesia adopta más o menos los modelos de organización que «hay en el mercado», lo que es natural. Pero debe estar vigilante: pues los modelos disponibles deben ser criticados en nombre de su misión: la escucha del Espíritu.

Actualmente, la iglesia romana se aleja cada vez más del modelo autoritario, aunque teóricamente siga siendo una monarquía. Tendría cierta tendencia a adoptar el modelo burocrático, o hasta tecnocrático. Tecnocrático, es decir, según la línea de pensamiento y acción definida por los «expertos» que, más o menos hábilmente, tratan de hacer que la masa lo acepte. Burocrático, es decir, el conjunto de comisiones, delegaciones, juntas y comités que desean coordinar, entrelazar, pero que muchas veces tienen como consecuencia la despersonalización, en nombre de la línea general que se quiere establecer; la riqueza de posiciones y oposiciones desaparece tras las línea media, resultante de las diversas tendencias. Como dicen las malas lenguas, «habrá un episcopado pero no obispos, un laicado pero no laicos».

Y sin embargo la tecnocracia y la burocracia responden a necesidades que son verdaderas necesidades: la de hacer evolucionar y la de coordinar. Pero estas necesidades no deberían hacer olvidar los imperativos del Espíritu que mueve a cada individuo y a cada comunidad a producir su originalidad y a enriquecer el cuerpo único con sus carismas únicos (cf. 1 Cor 12).

La iglesia debería ser el lugar en que cada uno pueda hablar, ser él mismo, respetado como tal y respetuoso del otro en cuanto otro. Este es, sin duda, el sentido en que se desarrollará la catequesis de la confirmación en la medida en que este sacramento se vaya desplazando de la infancia hacia la juventud. A los niños se les habla fácilmente de integración en la comunidad ya existente. A los jóvenes se les hablará de construcción de la comunidad a partir de los dones de cada uno, a partir de la cualidad personal de vida que el Espíritu quiera crear en cada uno.

El fin primero es que cada uno viva en plenitud, respire a fondo bajo la influencia del Espíritu. Cada uno y cada comunidad según el ritmo que es el suyo.

Hacer evolucionar a la iglesia es un deseo sano. Las tendencias a la regresión no son despreciables: regresión hacia una religión-refugio o una religión-droga, hacia una religión a remolque de proyectos políticos o una religión que deserta de los campos de batalla. El análisis lúcido de las exigencias «religiosas» tal como las recibe diariamente el sacerdote de una parroquia, con practicantes habituales o con personas que acuden ocasionalmente, con adolescentes o con adultos, este análisis lleva forzosamente a fortalecer las convicciones, los proyectos y las orientaciones. Es la tarea de los encargados de mantener el rumbo, de señalar los escollos, de evitar los arrecifes. Pero no creo que la iglesia tenga necesidad de un comisariado de planificación. La experiencia demuestra que la obsesión por uña pastoral coherente lleva a una pastoral raquítica. La lógica no es un fin, sino un medio al servicio de la vida. Es la vida la que constituye el único fin válido.- Por eso, yo apoyaría con gusto una pastoral incoherente, única forma, a mi entender, de respetar todos los gérmenes de vida, todas las promesas de libertad.

La iglesia saldría ganando, me parece, si recuperara costumbres colegiales. Es decir, las costumbres del progreso por el diálogo. Así es como funcionaban las iglesias de los primeros siglos: intercambiaban sus diversas expresiones de fe (credos, oraciones litúrgicas, disciplinas de vida...); practicaban la hospitalidad como medio de control: Abriéndose a lo universal, pensaban que se aproximaban a lo esencial.

Así hizo Juan XXIII cuando el concilio Vaticano II: no tenía ningún plan preciso de reforma, solamente estaba convencido de que permitiendo un diálogo muy amplio abriría los caminos de la renovación. Dando demasiada importancia a una autoridad central (como autoridad reguladora) o a las orientaciones comunes de acción, se demuestra, en mi opinión, una falta de confianza en el Espíritu. El Espíritu sopla donde quiere, anima a toda la iglesia y a la humanidad entera. Lo importante es favorecer al máximo los contactos posibles dentro de la iglesia y en la humanidad para que todas las promesas del Espíritu se integren y se fecunden, para que todo pueda nacer y llegar a la madurez. Diálogo en el interior del mundo cristiano, diálogo en el interior del mundo religioso, diálogo de la fe con los ateísmos, diálogo de la fe con la moral, la política, la cultura, etcétera.

Esta necesidad de diálogo permanente no elimina a las autoridades centrales (obispos, papa). Muy al contrario. Subraya su necesidad. Cada vez se acudirá más a estas autoridades para eliminar los particularismos y provocar los intercambios.

En este plano volvemos a encontrarnos con la burocracia, es decir, con todas las instituciones de coordinación. La tendencia burocrática, en el sentido peyorativo del término, es una tiranía camuflada: «Cómo se atreve a no pensar como todo el mundo?». Y la psicosociología puede ser un hábil instrumento de chantaje al servicio de este autoritarismo hipócrita: el grupo se convierte en la eminencia gris del poder.

Pero la necesidad de hacer comunicar es una necesidad ineluctable, que debe por eso mismo encarnarse en instituciones de comunicación, con la condición de tener personas, grupos a quienes comunicar: En la iglesia católica francesa hay demasiados abonados ausentes, siglas sonoras que no representan ya gran cosa. Ahora bien, la comunicación es interesante y fructuosa en la medida en que sea vida lo que comunique y no solamente ideas. La iglesia.no es una universidad, es un cuerpo.

6. Iglesia, lugar de paso

Quizá a la iglesia de hoy la corresponda sentirse como una organización un poco original que tenga en cuenta su estatuto básico: ser la iglesia del Espíritu.

Podría resumirse el capítulo diciendo que la iglesia es una institución con dos entradas: por una parte, todo lo que en ella significa el proyecto de Dios revelado en Jesucristo (el «misterio» de los efesios) y por otro lado toda la vida de los hombres.

a) El Espíritu sopla donde quiere, pero se ha manifestado ante todo y sobre todo en el Mesías y en la historia sagrada que precedió al Mesías («Habló por los profetas»). Es él, el Espíritu, quien, en la iglesia, hace del Libro (la Biblia) una palabra y quien hace del Mesías una presencia: en el servicio, en la misión, en los sacramentos (en que la llamada al Espíritu -la epíclesis- es fundamental). Lo que es esencial en la iglesia, lo que no puede desaparecer (aun cuando se exprese en formas diversas) es todo lo que es testimonio de Jesucristo, que ha recibido la plenitud del Espíritu. Todo lo que recuerda visiblemente el proyecto de Dios: Biblia, sacramentos, ministerios. Todo lo que recuerda el origen y la ratón de ser de la iglesia: encarnar el proyecto de Dios en la historia. Esta encarnación es la obra del Espíritu: en la Biblia se menciona el Espíritu santo siempre que toma cuerpo o se encarna lo divino (creación - encarnación - pentecostés).

b) Otra entrada: la vida de los hombres, sus peticiones, sus gritos, sus esperanzas. Todo esto es también fermentación del Espíritu, pero oscura, titubeante, un poco a ciegas (cf. Rom 8). Esta fermentación, en la iglesia, aflora sobre todo (no únicamente) por la base, pues los cristianos son en primer lugar hombres y mujeres de nuestro tiempo.

¿Cómo organizar la iglesia en una institución en que el Espíritu hable al espíritu, en que el diálogo sea verdaderamente una obra espiritual? No una obra sobre todo política: estar al corriente, tantear la opinión, estar en el viento; sino una obra de fe: escuchar el viento y dejarse arrastrar por él, hacer sitio al soplo de Dios para que todo el mundo respire.

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1. Dans le mystére de l'Esprit Saint, 1968.

2. Foi chrétienne hier et aujourd'hui, Paris 1969, 237.

Paul Guerin
El Credo, hoy
Edic. Sígueme.Salamanca 1985, págs. 133-142