SACERDOCIO COMÚN Y
SACERDOCIO MINISTERIAL


Todavía hace unos años, la doctrina bíblica del sacerdocio común 
de toda la Iglesia no se destacaba ni se ponía demasiado en relieve. 

Cuando se hablaba de sacerdocio todo el mundo entendía que se 
refería al sacerdocio de los sacerdotes. Ahora, sin embargo, el 
panorama ha cambiado bastante. El Concilio Vaticano II ha insistido 
sobre el sacerdocio común (LG 10) y ha invitado a todos los fieles a 
ejercerlo de manera más consciente y responsable. 
De la renovación de esta doctrina se derivan muchas ventajas 
para la vida de la Iglesia; pero al mismo tiempo surgen también 
algunas dificultades con un cierto desajuste y malestar, como se 
hacía notar ya en el documento del Sínodo de 1972. 

«Acerca de estas cuestiones, surgen algunas que parecieran 
oscurecer la posición actual del sacerdocio ministerial en la Iglesia, y 
producen grave inquietud en el espíritu de muchos sacerdotes y 
fieles» (Introducción número 5). 

Se preguntan muchos con ansiedad si existe realmente o no algún 
elemento específico del sacerdocio ministerial y cuál es la diferencia 
entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial. 
Para poder encontrar respuesta satisfactoria, necesitamos 
navegar salvando dos escollos o dificultades opuestas: el de la 
confusión y el de la separación de ambos sacerdocios. 
Quien pretende mantener fuertemente la diferencia existente entre 
ambos corre el peligro de separarlos totalmente y, en la práctica, 
negar el sacerdocio común, llegando a concluir que se trata de un 
sacerdocio en sentido impropio, metafórico. De esta idea está muy 
frecuentemente imbuida una cierta mentalidad. Leía yo, hace poco, 
en las conclusiones de un artículo escrito por una mujer, más o 
menos la frase siguiente: 

«En la Iglesia todos cantan "pueblo de sacerdotes", sin caer en la 
cuenta que más de la mitad de la asamblea está excluida del 
sacerdocio» (S. Tung, en La Croix, 19 de agosto de 1972). 

La escritora, sin duda, se refiere a las mujeres, excluidas del 
sacerdocio ministerial. Esta queja, sin embargo, mostraba a las 
claras que en su mente el sacerdocio común no era un verdadero 
sacerdocio. 
Por el contrario, el que pretenda remarcar el valor del sacerdocio 
común tendrá siempre la tentación de confundirlo todo y no dejar ya 
lugar al sacerdocio ministerial. Esto lo podemos hacer de dos 
maneras distintas, más aún, opuestas. O se dice que todos los 
ministerios pueden ser administrados a los laicos, y en tal caso los 
sacerdotes pierden la razón de ser de su vocación propia. O por el 
contrario, se dice que los laicos, siendo plenamente sacerdotes en 
su vida concreta, no tienen ya ninguna necesidad de ministerios. Es 
necesario, por tanto, así, dicen, desclericalizar la Iglesia, 
secularizarla realmente, suprimir los sacerdotes. 
Por toda esta problemática consideramos de gran utilidad entrar 
en una reflexión clara acerca de la distinción entre sacerdocio común 
y sacerdocio ministerial, distinción que no es separación; relaciones 
que no indican confusión. De esta manera podremos llegar a 
valorizar tanto el uno como el otro. 

1. Novedad de la posición cristiana en torno al sacerdocio
SCDO/AT-NT/DIFES: Nos conviene encontrar como punto de 
partida algunas comprobaciones precisas y específicas; es decir, 
debemos partir del concepto cristiano de sacerdocio, en toda su 
originalidad y autenticidad. 
Si partimos del concepto antiguo, estamos perdidos. Debemos, por 
consiguiente, traer a la memoria cómo el Nuevo Testamento se 
muestra muy reticente con respecto a las categorías sacerdotales 
del Antiguo Testamento, dado que ellas eran puramente rituales. Los 
Evangelios jamás aplican el título hiereús, sacerdote, a Cristo, y 
jamás nos dicen que Cristo se ha ofrecido en sacrificio. Con 
frecuencia nos presentan una situación y postura de polémica contra 
la concepción ritualista de la religión. Tampoco San Pablo usa nunca 
el vocablo hiereús o archireús. A lo largo de todo el Nuevo 
Testamento no se utiliza jamás el título sacerdotal para los ministros 
de la Iglesia; poquísimos son los textos que hablen de los cristianos 
como sacerdotes (1 Pe 2, 5.9; Ap 1,6; 5,10; 20,26). 
Con respecto a Cristo, un solo libro del Nuevo Testamento hace 
excepción y es la Carta a los Hebreos, que le aplica los títulos de 
«sacerdote» y «sumo sacerdote», y describe toda su obra bajo 
categorías sacerdotales. Este escrito, sin embargo, señala con 
insistencia las diferencias y nos hace entender mejor las reticencias 
de los otros escritos. 
El culto antiguo era ritual, externo, convencional y era por 
necesidad de este modo. Cristo lo sustituirá por un culto real, 
personal, existencial. La concepción antigua nos describe una 
santificación negativa, a través de separaciones rituales. Por el 
contrario, Cristo nos presenta una santificación positiva, adquirida a 
través de la existencia concreta.
El hecho de haber percibido esta diferencia radical fue lo que llevó 
a los primeros cristianos a abstenerse, al principio, de usar el mismo 
vocabulario antiguo; luego fueron más sensibles al hecho de que el 
misterio de Cristo llevaba a pleno cumplimiento el culto antiguo y 
empezaron a utilizar entonces las categorías antiguas, aunque 
remarcando bien claramente las diferencias. 
Habíamos ya notado cómo en el ritual del culto antiguo persisten 
todos unos esquemas basados en separaciones: entre las naciones 
e Israel, entre el pueblo de Israel y sus sacerdotes, entre los 
sacerdotes y el sumo sacerdote, entre el sacerdote y las víctimas. 
También habíamos comprobado por otra parte la imposibilidad de 
una verdadera unión entre la víctima y Dios; el culto antiguo 
pretendía ser un culto de alianza, pero no llegaba a lograrlo. 
En el ofrecimiento de Cristo, por el contrario, todas las 
separaciones habían sido abolidas. Cristo, víctima inmaculada, ha 
penetrado en la intimidad gloriosa de Dios. En su sacrificio no ha 
existido distancia ni distinción entre sacerdote y víctima ni entre culto 
y vida. Incluso la última de las separaciones ha sido superada: entre 
el sacerdote y el pueblo ya no existe separación puesto que el 
sacrificio de Cristo ha sido un acto perfecto de solidaridad con el 
hombre. 
Este hecho de abolir todas esas separaciones rituales cambia por 
completo la situación religiosa de los hombres. El sacerdocio de 
Cristo ha hecho posible la comunión entre todos dentro de nuestra 
relación con Dios. 
Aquí es donde debemos situar el problema del sacerdocio común 
y de su distinción con el sacerdocio ministerial. En efecto, todas las 
separaciones han sido abolidas y todos los creyentes, en cierto 
sentido, están elevados a la dignidad sacerdotal. 

a) El acceso a Dios
El Nuevo Testamento nos muestra con toda claridad que, gracias 
al sacrificio de Cristo, todas las barreras existentes entre el pueblo y 
su Dios han sido destruidas. Todos estamos en consecuencia 
llamados a acercarnos, con confianza y sin miedos, hasta Dios. 
Todos los creyentes tienen este derecho, que antiguamente estaba 
reservado al sumo sacerdote. Más aún, tienen un privilegio mayor. 
En efecto, el sumo sacerdote no podía entrar en el santuario 
libremente, sino solamente una vez al año, y durante una ceremonia 
de expiación (Lev 16,2; Heb 9,7). Ahora, por el contrario, todos los 
cristianos disfrutan de este privilegio sacerdotal. 

«Justificados así por la fe, estemos en paz con Dios por Nuestro 
Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido, en virtud de la fe, el 
acceso a esta gracia, en la que nos mantenemos y nos gloriamos...» 
(Rm 5,1 ss.). 

Con una alusión bien clara a la liturgia del Kippur, es decir, a la 
expiación, y subrayando aún más el contraste con las limitaciones 
antiguas, la Carta a los Hebreos nos dice: 

«Así pues, hermanos, ya que tenemos libre entrada en el 
santuario gracias a la sangre de Jesús, siguiendo el camino nuevo 
que El nos inauguró...; acerquémonos con corazón sincero...» 
(/Hb/10/19-22). 

La libertad de este acceso a Dios nos viene expresada también en 
la carta a los Efesios:

«... Pues por Él tenemos abierta la entrada al Padre, unos y otros 
en un mismo espíritu...» (/Ef/02/18). 

Encontramos aquí otra característica de la nueva alianza; se trata 
de una comunión universal, sin restricciones a un solo pueblo 
privilegiado, sino abierta a todos los pueblos. 
De este modo ha sido suprimida toda desigualdad anterior:

«Por tanto ya no sois extranjeros y huéspedes, sino 
conciudadanos de los santos, miembros de la familia de Dios» (Ef 
2,19). 

«Por quien (Cristo) nos atrevemos a acercarnos con plena 
confianza a Él por medio de la fe» (Ef 3,12). 

A un nivel semejante, podríamos citar toda una serie de textos en 
los cuales se nos expresa cómo el Espíritu Santo habita en los 
creyentes y cómo los creyentes forman el templo de Dios, la morada 
divina: 

«¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios 
habita en vosotros?» (1 Cor 3,16). 

Podemos sacar en conclusión que los cristianos tienen una 
verdadera relación de proximidad e intimidad con Dios; en /Hb/07/25, 
son llamados «aquellos que por medio de Él (Cristo) se adentran en 
Dios». 
No existe, pues, ya ninguna limitación; todos son libres de 
acercarse a Dios continuamente, en todo momento. Ya no existen 
más separaciones. Todos gozan de la libertad de los hijos de Dios, 
los cuales poseen el derecho de aproximarse con toda confianza a 
su Padre. 
En torno a este punto se aclara perfectamente que no hay 
diferencia entre cristianos, no se distinguen los sacerdotes de los 
simples fieles laicos. En la nueva alianza, Jeremías predecía ya que 
todos tendrían una relación personal, inmediata, íntima con Dios. 

«No tendrán ya que instruirse diciéndose unos a otros: ¡Conoced 
al Señor!, porque me conocerán todos, chicos y grandes, oráculo del 
Señor» (/Jr/31/34). 
La Carta a los Hebreos da cuenta de que este oráculo se cumple 
en el Nuevo Testamento (/Hb/08/08-12). 

b) La oferta de los sacrificios
Si nos fijamos ahora en otro punto importante del sacerdocio como 
es el ofrecimiento de los sacrificios, nos encontramos con que los 
sacrificios de los cristianos tienen que ser imágenes del sacrificio de 
Cristo, y que todos los cristianos están invitados a ofrecer, no 
precisamente ritos convencionales, sino su propia existencia como 
ofrenda. 
San Pablo expone toda esta perspectiva en un pasaje de la carta 
a los Romanos, pasaje que sirve de introducción a toda la parte 
exhortativa: 

« Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que 
ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a 
Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual» (/Rm/12/01). 

Ya hemos dicho que Pablo no usa con demasiada frecuencia el 
vocabulario sacrificial o cultual; sin embargo, lo usa aquí, no para 
describir ceremonias cristianas, sino más bien para mostrar la 
existencia cristiana, y añade a este tema cuanto hace referencia a la 
búsqueda de la voluntad de Dios (/Rm/12/02). 
VD-OBDCIA/SC/XTO-CR: Se nos ha definido el sacrificio de Cristo 
como una obediencia, como adhesión concreta a la voluntad de 
Dios. El mismo sacrificio personal se pide a todos los cristianos. 
Igualmente lo podemos ver en la Carta a los Hebreos, donde la 
expresión «hacer la voluntad de Dios» viene utilizada por Cristo 
(/Hb/10/04-10) y para los cristianos (/Hb/10/36). 
El sacrificio de Cristo fue a un mismo tiempo acto extraordinario de 
solidaridad con los hombres, solidaridad hasta la muerte. Igualmente, 
los sacrificios de los cristianos deben consistir en una vida de 
caridad y de amor: 

«No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente, 
porque en tales sacrificios se complace Dios» (/Hb/13/16). 

A este punto, nos encontramos con la palabra koinonía, traducida 
mediante una perífrasis, pero que se podría traducir simplemente 
por «comunión». Pues es precisamente la vida de comunión entre 
los cristianos la que constituye el sacrificio que agrada a Dios. 
En los versículos anteriores el Autor ha rechazado el concepto de 
culto de los antiguos, donde se establecía una excesiva importancia 
para las observaciones externas y rituales. La religión, a partir de 
ahora, ya no se puede concebir más como algo exterior o como un 
conjunto de actos externos, de gestos convencionales que se 
añaden a la vida. 
San Pablo en los lugares que hemos visto polemiza fuertemente 
en esta misma dirección. La religión ahora debe centrarse en la 
existencia misma. Cristo, para su sacrificio, no se ha servido de ritos 
externos, sino que ha tomado su propia existencia, transformándola 
mediante una oración de súplica confiada en ofrenda perfecta para 
presentarla a Dios. 
Del mismo modo los cristianos deben abrazar la propia existencia y 
hacer de ella una ofrenda a Dios, viviéndola en la comunión con los 
hermanos. 
VCR/SC/ESPA-REAL: El culto cristiano no consiste en ritos 
meramente materiales, sino que deben ser sacrificios al mismo 
tiempo espirituales y reales, o sea, sacrificios que nacen del fondo 
del alma dócil al Espíritu Santo (sacrificios espirituales) y que a la vez 
se extiendan a toda la existencia (sacrificios reales, existenciales). En 
definitiva: se trata de asumir, de acuerdo a la inspiración de Dios, 
todas las responsabilidades concretas de la propia existencia 
(personales, familiares, sociales, nacionales, internacionales) de tal 
modo que se adquiera una comunión más amplia y profunda cada 
vez. 

c) La consagración sacerdotal de Cristo
Para designar este aspecto fundamental de la vida cristiana, en 
San Pablo no aparece nunca la palabra «sacerdocio». Ya hemos 
advertido que San Pablo no la utiliza ni para Cristo. Sería extraño, 
pues, que la hubiera utilizado para los discípulos. En su sentido 
antiguo ritual esta palabra no se adecuaba bien a la nueva realidad 
de un sacerdocio existencial. 
Ni tampoco en la Carta a los Hebreos encontramos que se llame a 
los cristianos sacerdotes; el Autor expresa que gozan de los 
privilegios sacerdotales, sin embargo no les llama explícitamente 
sacerdotes. Lo hace de una manera implícita, cuando después de 
haber dado a Cristo el nombre de sumo sacerdote (2,17), declara 
que «hemos sido hechos participantes de Cristo» (/Hb/03/14). No se 
limita a decir solamente «discípulos de Cristo» o «fieles de Cristo», 
sino que dice «participantes de Cristo». 
Por tanto se entiende perfectamente que quien es partícipe de 
Cristo es partícipe también de su sacerdocio. También en /Hb/10/14 
se expresa esta participación: 

«(Cristo) con esta oblación única ha procurado para siempre la 
perfección a aquellos a quienes santifica.» 

El sentido más profundo de esta afirmación no se percibe 
fácilmente en una traducción, pero en el griego el verbo que se ha 
traducido como «ha hecho perfectos» (teleiún) posee todo un 
sentido sacerdotal. Una simple confrontación con otros usos que se 
hace del mismo verbo en la Carta, nos lo demuestra claramente. El 
verbo se utiliza tres veces para Cristo en /Hb/02/10; /Hb/05/09; 
/Hb/07/028, y de todo su contexto aparece que se trata de la 
consagración sacerdotal de Cristo. Consagración real y no ritual, 
adquirida por medio de los sufrimientos y que consiste en una 
transformación radical de la humanidad de Cristo, consagración que 
hace posible la comunión universal. 
J/HECHO-PERFECTO/HB/2-10: El verbo «hacer perfecto» se 
aplica, por tanto, a esta transformación radical de la humanidad de 
Cristo, a través de la cual Cristo llegó a ser Sacerdote y fundamentó 
la comunión universal. 
En efecto, esta consagración de Cristo ofrece una característica 
de intensidad, diferente de las consagraciones antiguas. En el 
sistema antiguo está clarísimo que la consagración era válida 
solamente para el individuo que la recibía y que por tanto se 
convertía en sumo sacerdote. Después de su consagración estaba 
autorizado para entrar en el santuario y no estaba permitido que 
nadie lo acompañara. En el caso de Cristo sucede todo lo contrario; 
su consagración es válida no solamente para el sacerdote mismo, o 
sea, Cristo, sino que al mismo tiempo vale para todo el pueblo. 
El mismo verbo usado en pasiva «Cristo fue hecho perfecto» y 
luego en activa «Cristo hizo perfectos» quiere expresar que Cristo 
recibe el sacerdocio y que al mismo tiempo lo comunica. 
La explicación de toda esta innovación reside en el hecho de que 
la consagración de Cristo es una verdadera transformación del 
hombre y que esta transformación se efectúa mediante un acto de 
solidaridad. Por esta razón la consagración no es solamente válida 
para un hombre, sino para el hombre, para todos los hombres que 
aceptan esta acción. 
El versículo de que venimos hablando contiene, por tanto, la 
afirmación del sacerdocio común, aunque es cierto que no se utiliza 
la palabra «sacerdocio» (cfr. /Hb/10/14). Esta afirmación aparece ya 
explícita en los textos del Apocalipsis, precisamente en un contexto 
similar, esto es, en perfecta conexión con la sangre de Cristo, pero 
no está desarrollada esta similitud. El Apocalipsis toma la fórmula de 
Ex 19,6. 
Del mismo pasaje proviene la expresión de la Carta primera de 
Pedro, texto magnífico donde la idea está plenamente desarrollada. 


«Acercaos a Él, como a piedra viva rechazada por los hombres, 
pero elegida, preciosa ante Dios; vosotros mismos, como piedras 
vivas, sois edificados cual casa espiritual de un sacerdocio santo, 
para ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por 
Jesucristo» (/1P/02/04-05). 

«Vosotros, en cambio, sois un linaje escogido, un sacerdocio real, 
nación santa, pueblo adquirido en posesión» (/1P/02/09). 

La primera Carta de Pedro 2,4-5, nos traslada, en primer lugar al 
sacrificio real, existencial de Cristo, rechazado por los hombres, pero 
glorificado por Dios; a continuación describe la vocación de los 
cristianos llamados a realizar ofrendas del mismo género, es decir, 
no como en los tiempos antiguos, a base de ritos, sino espirituales. 
En el contexto se nos manifiesta cómo «espirituales» no se 
contrapone a «reales», antes por el contrario exige que sean reales. 
Al sacerdocio real de Cristo debe corresponder un sacerdocio 
también real de los cristianos, invitados a acercarse a Dios con su 
vida concreta. Así es como se crea y funda la Iglesia-comunión, 
pueblo de la nueva alianza. 

2. El sacerdocio-ministerial
¿Dónde colocar, entonces, el lugar propio del sacerdocio 
ministerial? 
Parecería que no queda ningún lugar propio para él, más aún, que 
éste podría obstaculizar la comunión eclesial. La verdad es que tiene 
su lugar, un lugar indispensable para lograr esta comunión, y que 
precisamente está al servicio de la misma. 

a) La mediación de Cristo
El paralelismo trazado anteriormente entre el sacerdocio real de 
Cristo y el sacerdocio real de los cristianos, ha revelado las 
semejanzas. Sin embargo hay una diferencia fundamental: Cristo era 
capaz por sí solo de ejercer y actuar el culto existencial perfecto (cfr. 
Heb 9,14). Los cristianos, por el contrario, no están capacitados para 
ejercerlo por sí mismos, por sí solos; solamente en la medida en que 
estén unidos a Cristo pueden elevar su vida hasta Dios, en acto de 
verdadera fraternidad y caridad.
Todos los textos que hemos citado nos remarcan esta necesidad: 
San Pablo, San Pedro, el autor de la Carta a los Hebreos, todos nos 
lo repiten constantemente. No se han detenido a explicar este punto, 
pero éste se encuentra ahí y es fundamental. No hay un solo texto 
que diga que el cristiano es capaz por sí solo de actuar su 
sacerdocio, los textos hablan siempre de los cristianos, en plural. Y 
esto es lógico dado que el sacerdocio va indisolublemente ligado a la 
realidad de la comunión. Los textos no dicen siquiera que los 
cristianos puedan actuar su sacerdocio y formar una comunidad 
entre sí. Siempre viene manifestada, en toda su realidad, la 
necesaria conexión con Cristo. El texto de 1 P es quizá el más 
singularmente indicador. Para ejercer el sacerdocio es necesario 
llegarse hasta Cristo, la piedra viviente, apoyarse en Él como 
cimiento, y formar con El todo el conjunto del edificio que es el 
Templo. 
La palabra utilizada por Pedro para decir «sacerdocio» no es una 
palabra abstracta—el nombre de una dignidad—, sino una palabra 
concreta que propiamente significa «organismo sacerdotal» 
(hieráteuma: en griego el sufijo -ma tiene un sentido concreto). Por 
tanto, se trata de un sacerdocio común, no particular o individual; de 
un sacerdocio de todo el Cuerpo de Cristo en su conjunto, en su 
unidad. 
La relación con Cristo es el elemento más importante e 
indispensable. Expresado ya en el comienzo viene repetido al final, 
Pedro intenta probar cómo es necesario precisar más claramente 
que los sacrificios ofrecidos lo son en tanto que ofrecidos «por medio 
de Jesucristo» (2,5). 
Tampoco los demás textos dejan de hacer indicaciones 
semejantes. En Pablo observamos cómo hace insistencia siempre en 
el Per lesum Christum. Se pueden ver a manera de ejemplo los 
textos: Rom 5,1; Ef 2,18 y 3,12. 
De una manera semejante, el autor de la Carta a los Hebreos 
subraya cómo los fieles son «aquellos que por medio de Él se 
acercan a Dios» (7,25). Todos están, es cierto, invitados a 
aproximarse a Dios, pero «en la sangre de Cristo» (10,19); todos 
están llamados a «cumplir la voluntad de Dios», pero «por medio de 
Jesucristo» (13,21). Dado que todo lo reciben por medio de 
Jesucristo, deben ofrecer continuamente «a través de Él» un 
sacrificio de alabanza, una eucaristía (13,15). 
Tenemos, pues, que distinguir en el sacerdocio de Cristo dos 
aspectos: el aspecto de culto y el aspecto de la mediación. 
El primer aspecto (culto) está inserto en el sacerdocio de todos los 
cristianos, que han sido admitidos a la proximidad de Dios y a 
ofrecerle sus sacrificios, abriéndose a la acción transformante de 
Dios con toda su existencia concreta. 
El segundo aspecto (mediación) pertenece solamente a Cristo: 

«Porque Dios es único, y único también el Mediador entre Dios y 
los hombres, Jesucristo, hombre también, que se entregó a sí mismo 
para redención de todos» (1 Tim 2,5). 

MEDIACION/CO-ECLAL: Y debemos tener presente que este 
segundo aspecto (la mediación) condiciona al primero (culto). Sin 
una mediación eficaz, el culto resulta inútil, no sirve para nada. La 
mediación, pues, condiciona de una manera especial la comunión; 
ya que en la comunión se trata de relación entre personas, como en 
la mediación. No se puede constituir ni formar la comunión eclesial 
sin contar con la mediación de Cristo. 
Esta mediación debe aparecer manifestada concretamente en la 
vida cristiana, de lo contrario nos veríamos ante una situación falsa, 
falta de claridad y de autenticidad. 
Una mediación que de algún modo no se manifiesta, ciertamente 
no funciona. Y esta es precisamente la función del sacerdocio 
ministerial: ser el sacramento de la mediación de Cristo. Manifestar y 
hacer visible la presencia de Cristo mediador y su acción en medio 
de la vida de los cristianos. 
Cristo, «Mediador de la nueva alianza» (Heb 9,15), establece en 
consecuencia los «ministros de la alianza nueva» (2 Cor 3,6); que lo 
representan a lo largo del espacio y del tiempo, o sea, en todos los 
lugares y en todos los tiempos. Su capacidad no es de origen 
humano sino divino (2 Cor 3,5). 
PBRO/SIGNO-XTO-MRO: Si dan la absolución «ministerio de la 
reconciliación» (2 Cor 5,18), no lo hacen con autoridad propia, sino 
«como embajadores de Cristo» (2 Cor 5,20). Deben, pues, 
considerarse como «servidores de Cristo y administradores de los 
misterios de Dios» (1 Cor 4,1). 
Gracias, pues, a «su ministerio sagrado» (Rm 15,16) la ofrenda de 
las gentes puede llegar a ser «agradable a Dios», «santificada por el 
Espíritu Santo» (Rm 15,16). 
El Sínodo de 1972, en este sentido ha hablado del «único 
ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento, el cual prolonga la 
función de Cristo Mediador...» (1ª. parte, núm. 4). 
La referencia a Cristo-mediador me parece preferible ciertamente 
a la referencia a Cristo-cabeza como se había hecho al principio en 
el esquema presinodal, donde se hablaba de que el sacerdote 
«representa a Cristo en cuanto cabeza de la comunidad y por decirlo 
de alguna manera en cuanto está al frente de la misma». 
Este modo de hablar tiene el inconveniente de dejar un tanto 
nebulosa la función propia de Cristo-sacerdote, la cual consiste en 
relacionar la comunidad con Dios. Por el contrario, hablar de 
mediación presenta la verdadera y justa perspectiva en la cual está 
también incluida la función de Cabeza. Por otra parte, el hacer 
hincapié en «el representar a Cristo cabeza», puede conducir a un 
concepto de cierto autoritarismo del ministerio. 
La formulación del Sínodo, sin embargo, deja todavía margen para 
dar pretexto a algún malentendido, al hablar de «continuar la función 
de Cristo mediador», es decir, podría dar a entender que los 
sacerdotes son mediadores, también ellos. En realidad, el 
sacerdocio ministerial no establece una mediación como adjunta a la 
de Cristo, sino solamente constituye al sacerdote como «sacramento 
de aquella mediación», la cual, por encima de todo, sigue siendo 
única (así como la misa no constituye un sacrificio añadido al de 
Calvario, sino que es solamente sacramento de aquel único 
sacrificio). 
CULTO/SOAL-RITUAL: Creemos muy útil señalar aquí, en este 
punto, y precisar la distinción entre el culto sacramental cristiano y el 
culto simplemente ritual. Tanto uno como otro se componen de 
ceremonias simbólicas. En el culto antiguo, sin embargo, estas 
ceremonias no estaban en relación con una ofrenda existencial 
perfecta porque tal ofrenda no existía. El culto se mantenía como un 
valor en sí mismo. Por el contrario, los sacramentos cristianos no se 
presentan como ceremonias con valor propio en sí mismas; toda su 
valoración reside en su relación con la única ofrenda existencial 
perfecta que existe, o sea, la de Cristo, y en la posibilidad que 
brindan a los fieles, gracias a esta relación, de poder transformar la 
propia existencia concreta. 
Al ser sacramental, el sacerdocio ministerial es «secundario» en el 
sentido de que está subordinado, dado que lo verdaderamente 
importante son las existencias reales. El sacerdocio ministerial no es 
el fin, pero constituye el medio de comunión entre las existencias 
reales (las de los cristianos y la de Cristo). Y se le llama ministerial 
precisamente porque es secundario, subordinado, al servicio del 
sacerdocio de Cristo, al servicio del sacerdocio común. 
Sin el sacerdocio de Cristo no tendría ningún sentido ni contenido, 
no tendría ningún valor, no representaría nada. Sin la relación al 
sacerdocio común, carecería de finalidad, no tendría ninguna 
utilidad. Y aunque es cierto que es subordinado, sin embargo es 
indispensable; sin este medio de comunión y unidad, la existencia de 
los cristianos no estaría definitivamente sometida a la mediación de 
Cristo, y por consiguiente, no podría transformarse en un sacrificio 
digno de Dios. 
Rechazar esta mediación sacramental equivale a rechazar la 
mediación de Cristo, para volver al subjetivismo y al individualismo 
religioso. Un rechazo de tal género está en abierta oposición con la 
economía de la Encarnación y de la existencia de la Iglesia como 
Cuerpo de Cristo. Y por tanto estaría en oposición a una verdadera 
comunión eclesial. 

b) Sacerdocio ministerial y comunión eclesial
J/MEDIACION/QUE-ES: Tenemos que hacer una observación 
importante al llegar a este punto; la mediación de Cristo no consiste 
solamente en el hecho de poner a cada uno de los fieles en relación 
con Dios, sino que reside en el hecho de reunir a todos los 
creyentes en un único pueblo de Dios. 
Igual que el sacrificio de Cristo, a un mismo tiempo es un acto de 
unión con Dios y de unión con los hombres, de la misma manera 
también, la mediación abarca inseparablemente estos dos aspectos 
juntamente: reunir a todos los hombres y unirlos a Dios. 

«Pues por Él tenemos abierta la entrada al Padre, unos y otros en 
un mismo Espíritu» (Ef 2,18). 

No se puede, por tanto, aceptar la mediación de Cristo para llegar 
hasta Dios, sin aceptar al mismo tiempo entrar a formar el Cuerpo de 
Cristo, es decir, la Iglesia. 
MIRIOS/FINALIDAD: El sacerdocio ministerial, en cuanto signo e 
instrumento de Cristo mediador, no tiene como función simplemente 
el dar a cada fiel cristiano la posibilidad de unir su propia existencia a 
la existencia de Cristo, sino que tiene también por función el 
estructurar el Cuerpo de Cristo y darle una unidad, una comunión. 
Según lo que nos dice /Ef/04/12, los ministerios han sido 
establecidos por Cristo: 

«... para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos 
todos a la unidad de la fe...». 

Por eso la gran necesidad de la unión del presbiterio y de toda la 
jerarquía. La Iglesia no es una masa informe sino una construcción 
orgánica (Ef 1,20-22). Para proporcionarles «cohesión y armonía», 
Cristo se sirve de «todo un conjunto de lazos que lo unen» (Ef 4,16; 
Col 2,19). 
El sacerdocio ministerial no sólo está lejos de ser un obstáculo 
para la comunión de los cristianos, sino que es el medio 
indispensable para constituir la verdadera unión eclesial. El 
presbiterio es con toda razón el signo y el instrumento de auténtica 
comunión. 
CO-ECLAL/3-ASPECTOS: Como «signo», muestra el verdadero 
sentido de esta comunión, eliminando las distintas ilusiones posibles 
y subrayando en esta misma comunión tres aspectos que son 
específicos: la comunión eclesial es una realidad orgánica y no un 
simple agregado desorganizado; es además, como comunión 
eclesial, un don divino y no una simple conquista humana; 
finalmente, la comunión eclesial no puede existir en un grupo 
cerrado, sino que tiene que estar necesariamente abierto al conjunto 
de la Iglesia. 
Está en primer lugar el aspecto de organicidad. El se opone a una 
ilusión de todo punto ingenua que ve en la igualdad la conditio sine 
qua non de la comunión. Esta ilusión se origina en movimientos de 
un cierto sentido democrático. Contiene ciertamente una parte de 
verdad y más adelante veremos cómo debemos aceptar, bajo un 
determinado punto de vista, una igualdad fundamental en todos los 
cristianos, desde el Sumo Pontífice hasta el último de los fieles. Sin 
embargo, esta opinión resulta mera ilusión cuando rechaza la 
constitución de una comunidad estructurada y con órganos propios. 
Incluso la sociedad más democrática necesita algunas estructuras 
determinadas; de otro modo no podrían existir, reduciéndose a un 
cuerpo sin esqueleto, e incapaz de permanecer y de actuar. 
El igualitarismo no sirve a la comunión. Sirve solamente para 
contestar la autoridad y destruir la comunidad, rechazando las 
condiciones concretas de la vida en común. La Iglesia jamás se 
presenta como un montón de individuos sin relaciones definidas; 
desde el principio ha sido una comunión efectiva y, por tanto, 
estructurada. La existencia de «los Doce» primero y poco después 
«los Presbíteros», nos hablan incuestionablemente de esta 
organicidad. 
Pero incluso admitiendo una cierta estructuración, algunos grupos 
cristianos se alejan actualmente del verdadero concepto de 
comunión cristiana, puesto que construyen y organizan sus 
comunidades como simples asociaciones humanas. Pretenden que 
todos los asuntos partan de la base—es su modo de hablar—. Y 
como consecuencia de ello, «consideran los ministerios como 
servicios que nacen en la comunidad misma en razón de 
determinada necesidad a la que dar respuesta satisfactoria, y tienen 
un reconocimiento recibido de la misma comunidad» (citas sacadas 
de un texto elaborado por algunas comunidades de base). 
Esta orientación no corresponde plenamente a la imagen 
evangélica. En efecto, cuando el Evangelio habla de la institución de 
los Doce, no menciona para nada la iniciativa de la comunidad, sino 
que habla únicamente de una iniciativa de Jesús que es quien llama 
a sí a los doce discípulos, «para que estuvieran con Él y para 
enviarlos a predicar». Es Jesús el creador de los Doce y no la 
comunidad, y es por medio de Jesús que se constituyen en una 
comunidad orgánica. De esta manera, la comunión que caracteriza 
esta comunidad nos viene presentada de manera sobresaliente, 
como «un don divino», como participación a la comunión del Padre y 
del Hijo, según dice San Juan con toda claridad. 
La existencia del sacerdocio ministerial es un signo claro de este 
aspecto esencial, y es precisamente el que diferencia a la Iglesia de 
cualquier otra asociación. 
El último punto es consecuencia directa del carácter sacramental 
del sacerdocio ministerial. Así como los sacerdotes no pueden ser 
mediadores independientes, sino que todos ellos representan al 
único Mediador, asimismo no pueden crear comunidades separadas, 
sino que tienen que ponerse al servicio del Cuerpo de Cristo, el cual 
ciertamente es uno solo. En la Iglesia local, el presbiterio es el signo 
e instrumento de comunión; sin embargo, al mismo tiempo, en razón 
de la unidad del sacerdocio cristiano, es también signo e instrumento 
de la comunión existente entre la Iglesia local y toda la Iglesia 
católica. 
De este modo podemos ver la diferencia que hay entre sacerdocio 
ministerial y sacerdocio común; esta diferencia no le acarrea ningún 
daño a la comunidad local; todo lo contrario, le abre el horizonte en 
todas sus dimensiones. 

c) Relaciones entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común
Después de cuanto hemos expuesto, podemos volver a las 
cuestiones de diferencia e igualdad. En la doctrina constante de la 
Iglesia católica se encuentra a este respecto un punto de vista que 
consideramos de mucho interés; esta doctrina ha sido revalorizada 
una vez más por el Concilio Vaticano II (LG 10) y después por el 
Sínodo de 1972, en su Documento oficial (1,4); y este punto es el 
siguiente: que la diferencia entre los dos sacerdocios no es 
solamente de grado, sino de naturaleza. Si la diferencia existente 
fuera de grado supondría un ataque a la igualdad fundamental de 
todos los cristianos, dado que todos estarían en un mismo 
sacerdocio, pero unos en un grado superior y otros en un grado 
inferior. Por el contrario, al tratarse de una diferencia no de grado, 
sino de naturaleza, las relaciones entre ellos no son a nivel de 
inferioridad o superioridad, sino que se trata de relaciones 
orgánicas, más complejas. 
Podemos dejar anotado que el sacerdocio ministerial se 
encuentra, al mismo tiempo, por encima y por debajo del sacerdocio 
común; debajo, porque está al servicio del sacerdocio común, 
subordinado a él y sin él no tendría ninguna razón de ser; encima, 
porque condiciona al sacerdocio común en su ejercicio; el 
sacerdocio común sin el ministerial, sería totalmente imposible. 
En comparación al sacerdocio común, el ministerial puede llamarse 
«superior» porque es más «específicamente sacerdotal»; pero 
también se le puede llamar «inferior», porque es menos «realmente 
sacerdotal». 
Decimos «más específicamente sacerdotal» porque el elemento 
específico del sacerdocio reside en la mediación entre Dios y los 
hombres; ahora bien, el sacerdocio ministerial es el sacramento de la 
mediación de Cristo, el signo y el instrumento de Cristo mediador. 
Esto, ciertamente, no lo es el sacerdocio común. 
En torno a este punto se notan frecuentes confusiones: algunos 
dicen que todo cristiano debe ser mediador «porque a causa de la 
estructura social de la naturaleza humana, toda persona 
necesariamente incluye a otras en sus relaciones con Dios». 
Una cosa parecida expone también Hans Küng en su libro sobre la 
Iglesia. De por sí es un lenguaje impropio en el que se confunden las 
relaciones de los hombres entre sí, con la mediación, propiamente 
dicha, entre los hombres y Dios. 
Quien tiene necesidad de un mediador entre él y Dios no puede al 
mismo tiempo convertirse él mismo en mediador entre los otros y 
Dios. Todos los hombres tienen necesidad de la mediación de Cristo 
y, por tanto, no pueden ser mediadores para los otros hombres, 
aunque eso no quita para que estén relacionados entre sí. 
Pero si decimos que es más específicamente sacerdotal, también 
afirmamos que es menos «realmente sacerdotal», porque es 
solamente sacramento, o sea, «signo» de una realidad; por el 
contrario, el sacerdocio común es una oferta real de la existencia a 
Dios, en la docilidad concreta. No se trata, sin embargo, en los dos 
casos, del mismo aspecto del sacerdocio. El sacerdocio común es 
culto real; el sacerdocio ministerial, es una mediación sacramental. 

3. Participación de los presbíteros en el sacerdocio común
Hay otro punto todavía muy digno de tener en cuenta para dar a la 
comunión eclesial toda su dimensión, y es el hecho de que el 
sacerdocio común es verdaderamente común, es decir, de todo el 
pueblo que forma juntamente el Cuerpo de Cristo, de toda la Iglesia. 

Porque también a veces se piensa en el sacerdocio común como 
si éste fuese solamente el sacerdocio exclusivo de los fieles. En ese 
caso nos encontramos con una separación; por una parte, los fieles; 
por otra, los presbíteros; éstos, como hemos dicho, estarían al 
servicio de los fieles, pero sin ser sus hermanos. Es algo esto 
completamente equivocado. Todos los cristianos, y por tanto también 
los presbíteros, los Obispos y el Papa, están llamados a ejercer el 
sacerdocio común; desde esta dimensión todos son hermanos. De 
no practicar esta fraternidad, la unión de los mismos con Cristo no 
sería real, personal y existencial. En efecto, el mismo sacerdocio 
ministerial nos compromete en el ejercicio del sacerdocio real, es 
decir, en la ofrenda de nuestra propia persona. 
Todo esto aparece clarísimo en los Evangelios, donde Cristo llama 
a sus apóstoles a un compromiso personal y, por otra parte, les 
confiere unos poderes que no son humanos. 
Por esta razón conviene distinguir con toda claridad en nuestra 
vida el ministerio propio de cada sacerdocio. Hablo de «distinguir», 
no de «separar». Toda separación estaría en contra de nuestra 
vocación concreta; por el contrario, distinguir nos es muy útil para 
profundizar en la doctrina y para el desarrollo de nuestra comunión 
con los fieles en la plena conciencia de una igualdad e identidad 
fundamental. 
Antes del Sínodo de 1972 han aparecido expresiones y pareceres 
opuestos a la distinción. Sirva de ejemplo lo que dice la relación de 
la Comisión teológica: 

«Todos los actos del sacerdote son cualificados, en virtud de su 
ordenación, por su ministerio sacerdotal (...). Ya hemos insistido 
anteriormente sobre ello; no es necesario pensar que haya 
momentos en los cuales el sacerdote, por el hecho de que es 
requerido para un servicio de la Iglesia, actuaría como sacerdote, 
mientras que, por el contrario, en los demás momentos, debería 
sentirse como los demás hombres (...). Jamás hará nada como un 
simple laico.» 

Esta me parece una posición confusa y objetable, ya que no tiene 
en cuenta el sacerdocio común. A mi modo de ver, creo que es 
oportuno distinguir: estoy llamado a vivir siempre el sacerdocio 
común, porque todo cristiano está llamado a ofrecer su vida entera, 
tanto si come, como si bebe, como en cualquier cosa que realice... 
(cfr. /1Co/10/31); pero no siempre, sin embargo, estoy ejerciendo mi 
ministerio sacerdotal, no soy signo e instrumento de Cristo mediador, 
aunque deba estar unido a Dios mediante Cristo, lo cual 
corresponde al sacerdocio común y me pone en comunión con todos 
los fieles. 
Con más justicia aún, el esquema presinodal rechazaba esta 
postura de la Comisión teológica al decir: el ministerio «empapa la 
existencia, no en el sentido de que convierta todas las acciones en 
sacerdotales, sino en cuanto impone una condición a las otras 
actividades». Sin embargo, esta fórmula no es del todo afortunada; 
debería decir: «... no en cuanto que convierte en ministeriales todas 
las acciones», dejando al sacerdocio común la función de hacerlas 
sacerdotales, de darles la categoría sacerdotal. 
En realidad, lo que debe invadir toda la existencia es propiamente 
el sacerdocio común, «el sacerdocio real». Él debe imbuir y empapar 
hasta los actos ministeriales. La actividad propiamente ministerial da 
lugar también al ejercicio del sacerdocio común. Tampoco aquí la 
separación es normal. En todo ministerio se da un aspecto 
sacramental de la actividad, el cual pertenece al sacerdocio 
ministerial; pero también se da un aspecto personal de la actividad 
que debe normalmente hacer relación al sacerdocio común. 
Pongamos un ejemplo bien claro: la celebración de la Santa Misa. 
Al celebrar la Santa Misa todo sacerdote es signo e instrumento de 
Cristo-mediador, el cual se ofrece al Padre y une asociativamente a 
los creyentes en su ofrenda. La consagración es una acción 
ministerial; no se trata de una acción personal, no depende de su 
mérito y condiciones. Sin embargo, al celebrar la Misa, también el 
sacerdote está llamado a adherirse personalmente al misterio, del 
mismo modo en que son llamados todos los demás fieles. 
Este aspecto es totalmente distinto del primero, incluso puede 
andar separado de él, pero esta separación no es lo normal. Un 
sacerdote puede celebrar la Misa sin que haya una adhesión 
personal al sacrificio de Cristo; por ejemplo, con sentimientos de odio 
para con la persona que le ha ofendido. La Misa no resultará 
inválida por eso; los fieles podrán recibir la comunión; el sacerdote 
habrá ejercido su sacerdocio ministerial, pero al rechazar al mismo 
tiempo el ejercicio del sacerdocio común no entra, en consecuencia, 
en comunión con los hermanos. 
Puede haber, y de hecho los hay, casos bastante más 
complicados; el sacerdocio ministerial no consiste solamente en la 
administración de los sacramentos, sino también abarca transmitir la 
palabra de Dios y gobernar al pueblo de Dios en nombre de Cristo. 
Estos tres sectores pertenecen por igual a la mediación de Cristo, 
y en cada uno de esos aspectos se encuentra, por consiguiente, un 
aspecto propiamente ministerial, pero hay también además siempre 
un aspecto personal. Desde el aspecto ministerial los sacerdotes 
están «al servicio de Cristo en los fieles»; en el aspecto personal 
ellos mismos se encuentran como «fieles entre los fieles». 
La comunión en la Iglesia no es posible sin escuchar la Palabra 
viva de Dios y exige una proclamación con autoridad. Ahora bien, el 
texto impreso de la Biblia, considerado materialmente, no es palabra 
viviente de Dios, es «letra» (cfr. 2 Cor 3,6). Para que llegue a 
convertirse en palabra viviente de Dios, es necesario que sea 
transmitida actualmente por el Cristo viviente; el Magisterio de la 
Iglesia, y correlativamente en su debida proporción, la enseñanza de 
los sacerdotes, son el signo y el instrumento de esta mediación. 
Todo sacerdote debe ser consciente de este hecho, a fin de poder 
concebir de un modo justo el ministerio de su predicación, el cual no 
debe servir para extender las propias ideas, sino la Palabra de Dios. 

Pero al mismo tiempo esta actividad exige igualmente un trabajo y 
un compromiso personal, que son y constituyen el ejercicio del 
sacerdocio común, que permiten al presbítero situarse en comunión 
con todos los fieles, empeñados y comprometidos en diversos 
sectores de la actividad humana. 
MIRIO-JERARQUICO: Esta misma observación es válida para el 
ejercicio del gobierno de la Iglesia. La comunión en la misma no es 
posible sin una estructura orgánica. Cristo mediador reúne en su 
cuerpo y agrupa a todos los fieles, que estaban dispersos (cfr. Jn 
11,52; Rom 12,5). La autoridad que se necesita para realizar esta 
tarea le compete sólo a Él, a Cristo. Sin embargo, los cristianos 
tienen necesidad de una manifestación visible de esta autoridad, a 
fin de que todos juntos, de una manera efectiva, puedan formar un 
único «edificio» espiritual» (1 Pe 2,5), un verdadero «organismo 
sacerdotal» (1 Pe 2,5). 
El ministerio jerárquico en la Iglesia realiza esta misión. Es signo e 
instrumento de la autoridad de Cristo al servicio de la unidad. Los 
ministros de la Iglesia no poseen personalmente la autoridad, deben 
ejercerla en nombre de Cristo; en cuanto por medio de ellos Cristo 
mismo dirige a su Iglesia, su actividad tiene un carácter de 
sacerdocio ministerial. 
Mas este sacerdocio no se lleva a cabo sin todo un compromiso 
personal (informaciones, deliberaciones, consultas, iniciativas, 
decisiones) y, desde este punto de vista, la actividad de gobierno se 
introduce en el sacerdocio común. 
En la práctica, no siempre resulta fácil la distinción entre uno y otro 
aspecto, sino que es un reconocimiento de fe. Aceptando las 
decisiones legítimas de sus pastores, los fieles creyeníes saben que 
están sometiéndose al mismo Cristo, unificador único de la Iglesia; al 
contemplar el compromiso de sus pastores los pueden reconocer 
como hermanos y sentirlos como tales. ¡La situación sería totalmente 
distinta si todo les fuera dado milagrosamente a los pastores sin 
necesidad de un esfuerzo y compromiso personal! 
A través de todo esto se puede advertir cómo el sacerdocio 
ministerial especifica el ejercicio del sacerdocio común dándole un 
aspecto muy particular. Una nota específica consiste precisamente 
en la abnegación propia del sacerdote; él debe rechazar siempre 
atribuirse a sí mismo la eficacia espiritual de su ministerio. Esta 
eficacia pertenece en exclusiva a la acción de Cristo, que ilumina, 
gobierna y santifica. El sacerdote debe renunciar a buscarse 
ventajas personales a través de su actividad ministerial; toda clase 
de simonía le está totalmente prohibida. 
Por otra parte, la santificación del presbítero está fuertemente 
ligada, de una manera específica, a su entrega al servicio de la 
Iglesia. En el mismo ejercicio de su ministerio, el sacerdote recibe, de 
un modo personal, gracias suficientes para una plena adhesión a 
Cristo. 
Una visión siempre más clara entre las distinciones, y también 
entre las relaciones existentes entre sacerdocio ministerial y 
sacerdocio común, facilita grandemente el crecimiento de la 
comunión eclesial, es decir, permite reconocer más claramente la 
dignidad respectiva de los dos aspectos del sacerdocio, entender 
más profundamente su conexión y respetar mutuamente sus propios 
límites. 
El sacerdocio ministerial se muestra en toda su grandeza y en toda 
su debilidad; es grande en cuanto Cristo mismo obra y actúa como 
mediador; es humilde, dado que se trata de una actividad que nadie 
puede atribuirse a sí mismo, y es humilde también porque está al 
servicio del sacerdocio común. 
También el sacerdocio común, por su parte, se nos muestra en su 
grandeza y en su humildad; es humilde, por cuanto ha de reconocer 
que no se basta a sí mismo y que está necesitado de una mediación. 
Pero es grande en cuanto que se trata de una oferta real, de un 
culto auténtico, de una transformación de la existencia. 
La plena conciencia de la necesidad de participar todos, incluso 
los presbíteros, del sacerdocio común, nos presenta también otras 
muchas ventajas. De esta manera se elimina el espíritu de 
dominación, que puede existir en algunos sacerdotes, y el espíritu de 
envidia por parte de ciertos laicos, ahondando en todos el sentido de 
la igualdad fundamental y de la fraternidad cristiana. 
La distinción justa proporciona a todos el sentido de su propia 
dignidad y responsabilidad, a la vez que permite evitar muchos de 
los falsos problemas que se suscitan. 

ALBERT VANHOYE
LA LLAMADA EN LA BIBLIA
Sociedad de Educación Atenas
Madrid 1983.Págs. 210-233