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LA IGLESIA DE LOS COMIENZOS


1. 
En la relación con la elaboración de la «ciudad de Dios», San 
Agustín habla de la «iglesia de Abel». Antes de él no se encuentra 
esa expresión. Abel es para ·Agustín-san el comienzo de los 
hombres que no viven humanamente ni según su voluntad, sino a 
modo divino y según la voluntad de Dios (De civitate Dei XIV, 1; 
Explicación del Salmo 142, núm. 3; PL 37, 1846). En el Sermón 
341 (cap. 9, núm. ll; PL 39, 1499) dice: 
«Todos nosotros somos miembros de Cristo y a la vez su 
cuerpo. No só1o los que vivimos en este lugar y ahora, sino, ¿qué 
voy a decir?, desde Abel el justo hasta el fin de los tiempos, todos 
los hambres que engendran y son engendrados, que pasan toda 
su vida viviendo justamente, forman el cuerpo de Cristo... La 
Iglesia que ahora peregrina errante es añadida a la iglesia 
triunfante en la que tenemos a los ángeles como conciudadanos... 
y en una sola iglesia, la ciudad y estado del gran Rey.» Cfr. 
Explicación del Salmo 90 (Sermo. 2, núm. 1; PL 37, 1159). 

En la explicación del salmo 118 (Sermo. 29, núm. 9; PL 37, 
1589) dice: «La Iglesia que no ha faltado desde el principio del 
género humano, cuyo primogénito fue el santo Abel, fue 
sacrificada como testimonio de que en el futuro la sangre del 
Salvador sería derramada por el hermano ateo.» 

En la Ciudad de Dios (lib. 18, cap. 51; PL 41, 614) dice: 
«Y así prosigue la Iglesia su peregrinación entre persecuciones 
por parte del mundo y consolaciones por parte de Dios, y así fue 
siempre en el mundo en esos días perversos, no sólo desde que 
Cristo se encarnó, sino desde Abel, a quien mató su impío 
hermano. Y así seguirá siendo hasta el fin de los tiempos.» 
En el libro 15 (cap. 17; PL 4l, 460) explica San Agustín por qué 
no llama a Adán padre de la ciudad de Dios (como, por lo demás, 
antes había hecho): «Adán es el padre de ambas generaciones, 
de la que tiene como descendencia la ciudad terrena y de la que 
tiene como descendencia la ciudad celestial. Pero después de la 
muerte de Abel, en la que se representa el gran misterio, cada una 
de las generaciones tiene su propio padre: Caín y Set con sus 
respectivos hijos... y las características de las dos ciudades... 
empiezan a destacarse cada vez con más claridad.» En la 
explicación del Salmo 61 (núm. 6; PL 36, 733) explica: 
«Todos los que anhelan lo terreno, todos los que 
prefieren la felicidad terrestre, todos los que buscan lo suyo y no 
lo de Jesucristo, pertenecen a la ciudad misteriosamente llamada 
Babilonia y de la que es rey el diablo. Pero todos los que buscan 
lo de arriba, los que anhelan lo celestial, los que viven esta vida 
cuidadosamente para no ofender a Dios, los que se protegen 
contra el pecado... pertenecen a la ciudad que tiene por rey a 
Cristo. La primera es, en cierto modo, más vieja en este mundo. 
Pero no más digna. La ciudad terrena nació primero y la ciudad de 
Dios nació más tarde. Aquélla empezó con Caín, ésta con Abel. 
Estos dos cuerpos (corpora) actúan bajo dos reyes, pertenecen a 
dos ciudades, están en recíproca oposición hasta el fin del mundo, 
hasta que en la mezcla se haga la separación» 
Según San Agustín son Caín y Abel los principios y a la vez las 
manifestaciones típicas de los dos reinos. 

En la época inmediatamente posterior a San Agustín aparece 
raras veces la idea de la Iglesia de Abel. La encontramos en San 
Gregorio Magno; según él, pertenecen al cuerpo de Cristo todos 
los justos desde Abel hasta los últimos elegidos (Explicación de 
Ezequiel, lib. 2, cap. 5, núm. 2; PL 76, 985). En cambio se repite a 
menudo la idea de una iglesia de los comienzos, por ejemplo, en 
Fulgencio de Ruspe y en Casiodoro. San Isidoro de Sevilla dice 
que la iglesia comienza el día de Pentecostés. En la primera 
Escolástica es defendida casi por todos la idea de la iglesia del 
principio: véanse, por ejemplo, Ruperto de Dacia, Godofredo de 
Admont (+1165), Hugo de San Víctor (+1141). Anselmo de 
Havelberg dice expresamente que la Iglesia empieza con el justo 
Abel y se completa con los últimos elegidos. Todos sus miembros 
-desde Abel hasta el fin de los tiempos- forman unidad por la 
unidad de la fe (De unitate fidei; PL 188, 1141). Lo mismo piensan, 
por ejemplo, San Bruno (+1101), Odón de Ourskamp, Godofredo 
de Babion, Pedro Lombardo, Zacarías Crisopolitano y numerosos 
autores de comentarios anónimos de la Sagrada Escritura, 
especialmente de las epístolas de San Pablo. Durante esta época 
Abel es considerado muchas veces como justo, mártir y virginal. 
En la primera Escolástica se estudió también el problema de por 
qué la iglesia empezó con Abel. Siguiendo a San Agustín 
contestaron los teólogos que porque Abel no había sido como 
Adán malo y bueno a la vez, sino sólo bueno y por eso podía ser 
un «tipo» de Cristo, que fue sacrificado y a la vez virginal. (Cfr. 
Roberto de Melún, Pedro de Poitiers, Esteban Langton.) También 
en la Alta Escolástica encontramos la tesis de la iglesia del 
principio o de Abel, por ejemplo, en Guillermo de Auvergne, 
Alberto Magno, Tomás de Aquino, Mateo de Aquasparta y 
Bartolomé de Bolonia.) Tomás de Aquino dice que los padres 
antiguos pertenecieron al mismo cuerpo de la Iglesia a que 
nosotros pertenecemos (Suma Teológica, III, art. 1, q. 8, ad. 3). 

2. La tesis de que la Iglesia ha existido desde el principio o 
desde Abel presupone una idea determinada de iglesia, a saber, 
más espiritual-personal que jurídico-jerárquica. Esta última se 
desarrolló a partir de la mitad del siglo XIII aunque ya estaba 
fundamentada en la teología precedente y, como veremos, es 
atestiguada claramente por la Sagrada Escritura. Sólo la 
concepción de la Iglesia como comunidad de creyentes en Cristo 
jerárquicamente ordenada constituye el concepto pleno y completo 
de Iglesia. Bajo este aspecto es problemática la doctrina de la 
iglesia del principio. La eclesiología de San Agustín, lo mismo 
que su doctrina de la Trinidad, significa una hipoteca para la 
teología posterior. Al fondo de tales ideas está la filosofía 
platónica. A consecuencia de su estilo platónico de pensar, San 
Agustín apenas puede ver la importancia de lo concreto y visible. 
Bajo la influencia de San Agustín los teólogos postridentinos 
distinguen también entre la Iglesia conforme al estado del Nuevo 
Testamento y la Iglesia conforme al estado del Antiguo 
Testamento (por ejemplo, Tomás Stapleton). El teólogo dominico 
español Báñez habla de dos conceptos de Iglesia; según el uno es 
la comunidad de los que profesan la fe en Dios y en este sentido 
existe una Iglesia desde el principio hasta el fin de los tiempos; 
según el otro concepto, es la comunidad de los unidos no sólo por 
la fe, sino además por el bautismo; en este segundo sentido la 
Iglesia puede ser entendida en general o en particular (generaliter 
o specialiter). Según esta última precisión la Iglesia es la unidad 
visible de los fieles bautizados, unidos en Cristo su única Cabeza y 
bajo el representante de Cristo en la tierra. El desarrollo de este 
concepto especial de la Iglesia condujo a hacer alguna claridad en 
la eclesiología. A su luz se debe hablar de una preparación de la 
Iglesia de Cristo más que de una Iglesia anterior al Cristo histórico. 
Es cierto que en la época de la preparación encontramos una 
especie de anteproyecto de la Iglesia de Cristo. La expresión 
«preparación» implica un doble pensamiento: la orientación hacia 
la Iglesia y su prefiguración. 

3. La tesis de prefiguración de la Iglesia, que precede y prepara 
su verdadera figura, aclara la relación y la diferencia entre las 
épocas precristiana y cristiana. También antes de Cristo se 
salvaban los hombres, pero todos los que se salvaban se 
salvaban por la Iglesia. 

La propiedad que tiene la revelación 
viejotestamentaria de ser prefiguración de la Iglesia afecta en 
primer lugar al conocimiento. Respecto a la Iglesia escondida de la 
revelación viejotestamentaria valen también las palabras de San 
Agustín: «En el Antiguo Testamento está escondido el Nuevo, en 
el Nuevo se revela el Antiguo» (Quaestiones in Heptateuchum, lib. 
2, cap. 73). Sólo el Nuevo Testamento nos abre la comprensión 
del Antiguo (De civitate Dei XV, 2). En definitiva nos enteramos por 
boca de Cristo de cómo debe ser interpretado el Antiguo 
Testamento. Del mismo modo que los muchos signos y símbolos 
referidos al Mesías sólo se entendieron del todo en Cristo, los 
símbolos referidos a la Iglesia sólo se entienden del todo en Cristo 
y en la Iglesia por El fundada. Dice San Agustín: «Todo lo que 
contemplas ahora en la Iglesia de Cristo, todo lo que ves cumplirse 
sobre la tierra en nombre de Cristo, fue profetizado hace siglos» 
(De catechizandis rudibus, 27). El grupo de justos 
salvados de la catástrofe del diluvio en el arca de Noé es un 
presagio de la futura comunidad de Cristo. «En el símbolo del 
diluvio, en el que los justos fueron salvados en el arca, está 
profetizada la futura iglesia, que salva de la muerte de este mundo 
para su Rey y Dios por medio de Cristo y del misterio de la Cruz» 
(De catechizandis rudibus, 18). «Los que fueron salvados en el 
arca representan el misterio de la futura iglesia, que flota sobre las 
olas del mundo y se salva del naufragio por la madera de la cruz» 
[Ibidem, 27). Como las promesas y símbolos no son palabras y 
signos vacíos, sino que son portadores de la virtud de Dios en 
ellos está ya la Iglesia ocultamente presente. Hubo un tiempo, 
según San Agustín, en que la Iglesia sólo se realizaba en Abel o 
en Enoch (Explicación del Salmo 128, 2). También Lutero 
interpreta el Antiguo Testamento como testimonio sobre Cristo. 
Pero esta relación no existe sólo en el conocimiento, sino que 
existe además en el ámbito real de la Salvación (San Agustín, 
Sobre el salmo 67, 19), ya que las promesas y símbolos del 
Antiguo Testamento no eran palabras y signos vacíos, sino que 
tenían fuerza y virtud divinas; en ellos estaba ocultamente 
presente la Iglesia como fuerza activa, aunque todavía no tenía su 
actual figura. 

IV. Fases de la preparación ALIANZA-TRES
1. La preparación de la Iglesia se desarrolla en tres fases 
principales. Podemos hablar también de tres períodos de la 
prehistoria de la Iglesia. Coinciden con los grados del Antiguo 
Testamento: Alianza de Dios con Noé, la vocación de Abraham, la 
misión de Moisés. En la línea ascendente de alianzas que va de 
Noé a Moisés está prefigurada la Alianza que Dios quería hacer 
con los hombres llegada la plenitud de los tiempos. La intimidad de 
la alianza se expresa en el hecho de que el Antiguo Testamento 
hable a menudo de los desposorios entre Dios y el pueblo de la 
Alianza. 
La Alianza se funda en la iniciativa de Dios (Gen. 15, 9-18; 17, 
2; Ex. 19, 4-6; 24, 5-8. 11; Am. 3, 2; 9, 7; Os. 2, 16-26; 11, 1; 2, 
16. 3-14; Gen. 15, 5; 17, 4). Es un gracioso regalo al pueblo (cfr. 
Ps. 89, 4;1 Reg. 3, 6; ls. 55, 3), que El ha escogido para socio 
suyo. Pero la alianza implica una obligación del pueblo. Sólo 
puede adorar a Yavé y debe observar su ley (Decálogo, libro de la 
Alianza, colección de Ex. 34, 11-26). Dios ha hecho grandes 
promesas a su pueblo (la tierra de Caná: Gen. 15, 7; 17, 8; ler. 32, 
22). Y le ha dado numerosa descendencia, pero espera de él 
fidelidad al pacto. Fue el amor la única razón de la alianza. Pero el 
amor de Dios tiene fuerza de mandato. Quien es llamado por Dios 
a la alianza no puede negarse a hacerla. Dios dirigió su llamada 
primero a un hombre determinado, pero a través de él a todo el 
pueblo. No obligó al pueblo, sino que respetó su libertad. El pueblo 
pudo rebelarse, de hecho, contra la alianza. El pueblo prefirió 
muchas veces la vida entregada a la naturaleza, con su encanto y 
magia, a la vida entregada a Dios. Justamente en la frecuente 
rebelión contra Dios se demuestra que los orígenes de la alianza 
no están en la profundidad del corazón humano, sino fuera del 
hombre, en Dios. La alianza no puede ser explicada ni psicológica, 
ni antropológica, ni históricamente, sino sólo teológicamente; es el 
modo en que Dios se hizo cargo del pueblo para darle bendición y 
salvación. 
El cuidado de Dios para el pueblo implica la instauración de su 
reino en él, ya que el hombre sólo logra su auténtica existencia, 
cuando se entrega y somete a Dios. Dios no impidió la caída del 
pueblo ni su apartamiento, pero El permaneció fiel a la alianza y 
por medio de castigos llamó de nuevo al pueblo a la fidelidad 
prometida en la alianza. Los profetas enviados por El tenían la 
misión de interpretar las desgracias nacionales como juicios de 
Dios, despertar la conciencia del pueblo y moverle a conversión. 
La alianza viejotestamentaria está justamente caracterizada por las 
repetidas infidelidades del pueblo, por la llamada de Dios a 
penitencia, por la conversión del pueblo y por las nuevas y 
repetidas rebeldías. 
Cada pacto de alianza atestiguado en el Antiguo Testamento 
apunta sobre sí mismo al grado próximo. Pero tampoco el último 
-el mosaico- es el final, sino que es a la vez cumplimiento y 
promesa. La alianza hecha con Noé logrará su figura definitiva y 
plena en lo que Isaías y el Apocalipsis de San Juan llaman el cielo 
nuevo y la tierra nueva (Apoc. 21, 1; 20, 11; 3, 12; 21, 2; ls. 65, 
17; 66, 22; 2 Pet. 3, 13). Este estado definitivo está prefigurado en 
la alianza del Antiguo Testamento, pero sólo se realiza activa y 
eficazmente por la venida de Cristo y por su obra. 
Al principio la alianza del Antiguo Testamento no abarcaba más 
que un estrecho y limitado círculo, ya que había sido pactada 
entre Dios y el pueblo elegido por El; pero el pueblo tenía la 
promesa de que algún día abarcaría toda la tierra (Gen. 12, 2; 22, 
18; Is. 42, 22; 52, 10; 54, 2). 

2. Considerados en particular los distintos grados de la alianza 
debemos citar en primer lugar la alianza con Noé (/Gn/09/08-17). 
Después del diluvio Dios pactó alianza con los hombres y con los 
animales, de que ya no habría más diluvios de allí en adelante, 
sino que se continuaría ininterrumpidamente el ritmo natural de 
siembra y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche 
para bendición de los hombres. En el pacto con Noé Dios promete 
salud y salvación terrenas. El arcoiris debía ser garantía de la 
promesa divina (Gen. 9, 13. 17). En él se expresa que el cielo y la 
tierra seguirán estando unidos. EI grupo de justos salvados en el 
arca de Noé representaba un anteproyecto de la futura comunidad 
de Cristo. San Agustín nos dice: «En el símbolo del diluvio, en el 
que los justos fueron salvados en el arca está profetizada la futura 
iglesia, que salva de la muerte de este mundo para su Rey y Dios 
por medio de Cristo y del misterio de la Cruz» (De catechizandis 
rudibus, 18). Los que fueron salvados en el arca representan el 
misterio de la futura iglesia, que flota sobre las olas del mundo y 
se salva del naufragio por la madera de la cruz (Ibidem, 27). Noé y 
su descendencia tenían que ser fieles a Dios y evitar sobre todo el 
derramamiento de sangre (Gen. 9, 4), porque la sangre era tenida 
por sede de la vida.
El pacto con Noé deja 
abierta la cuestión de cómo seguirá la historia; logra figura 
concreta en la vocación de Abraham (Gen. 15, 7-21; 17, 3-8. 
10-14). Abraham fue sacado por Dios de su círculo de vida y de 
cultura y enviado hacia un tenebroso futuro. Se le hacen tres 
promesas: le nacerá un hijo; será patriarca de un gran pueblo, del 
que saldrá el Salvador; a Abraham y a su pueblo les 
corresponderá un país. El pacto entre Dios y Abraham se funda en 
la iniciativa de Dios, pero sólo se verifica porque Abraham sigue la 
llamada de Dios. Por su obediencia y fe Abraham es el padre de 
todos los creyentes. Quienes como él se entregan a Dios 
creyendo totalmente, serán para siempre sus verdaderos hijos (Mt. 
3, 9; lo. 8, 33. 40; Rom. 4, 2. 3. 9. 12. 16; Gal. 3, 6; 3, 14. 29; 4, 
22; 11, 8. 17). El Dios de la alianza es para siempre el «Dios de 
Abraham». También el pacto con Abraham tiene su signo: la 
circuncisión. 
Abraham se convierte en padre de muchos pueblos y como 
signo su antiguo nombre Abram es cambiado por el de Abraham 
(Gen. 17, 1-8). Abraham se convierte de hecho en padre de las 
doce tribus de Israel por medio de su nieto Jacob o Israel. El Dios 
de Abraham es también Dios de Isaac y Dios de Jacob y se llama 
también «el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob». En este 
nombre se expresa su obra en la historia sagrada. Los doce hijos 
de Jacob o Israel fueron Rubén, Simeón, Leví, Judá, Dan, Neftalí, 
Gad, Aser, Isacar, Zabulón, José y Benjamín. De ellos descendió 
Israel organizada en doce tribus; por eso es llamada también 
generación de Israel (l Par. 16, 13; Neh. 9, 2), casa de Israel (Ex. 
16, 31; Mt. 8, 6), comunidad de los hijos de Israel (Ex. 12, 13; dr. 
Gen. 32, 32; 36, 31; 45, 21; 46, 8- Ex. 1, 1. 7. 9. 13; 2, 23. 25; 3, 
9).
Hay que subrayar el hecho de que los hijos de Jacob son doce. 
El número «doce» tenía en el antiguo Oriente un simbolismo 
especial, tal vez debido a que el año está dividido en doce meses. 
En el Antiguo Testamento le encontramos también en el número 
de los patriarcas y de las tribus descendientes de ellos (Ex. 24, 4), 
en los panes de la proposición (Lev. 24, 5) y en algunos sacrificios 
(Num. 7, 3. 84-89). Como las doce tribus descendientes de los 
doce patriarcas que constituían a Israel (Gen. 48, 7. 16. 24; Ex. 1, 
9; 4, 22; 5. 2- 6 5; Jos. 7 15- lo. 11, 39; I Sam. 9, 9; Jue. 4, 7; 2 
Para. 9, 13; 12, 1; 1 Macab. 1, 12. 21; Mt. 2, 8; Lc. 1, 54; Act. 4, 
10; Rom. 11, 2; Eph. 2, 12) prefiguran el neotestamentario pueblo 
de Dios fundado sobre los doce apóstoles, el número «doce» tiene 
significación histórico-salvadora. Le encontraremos también 
muchas veces en el Nuevo Testamento. 
El pacto con Abraham fue recogido, continuado y terminado de 
hacer en la vocación de Moisés, que había nacido en Egipto de 
una de las doce tribus, a saber, de la tribu de Leví. Moisés recibió 
la misión de liberar a las tribus de Israel de la esclavitud de los 
egipcios y llevarles hasta la tierra prometida a Abraham. También 
aquí tiene Dios la iniciativa. Pero para que la voluntad de Dios se 
cumpliera, tuvo que actuar el encargado y enviado por El. Moisés 
fue el mediador de las enseñanzas y auxilios que Dios daba al 
pueblo de Israel. Para que el pueblo se pusiera a disposición de 
Moisés tuvo que superar por una parte la pereza y holganza, el 
miedo y desconfianza de Israel, y por otra la resistencia de los 
egipcios. Por mandato expreso de Dios -transmitido por medio de 
Moisés- el pueblo se puso en marcha. La descendencia de 
Abraham se convierte en pueblo de Dios que peregrina por el 
desierto. Las tribus sacadas por Moisés de Egipto sintieron la 
insegura vida del desierto como una difícil exigencia. Volvieron a 
anhelar la vida esclavizada pero segura de Egipto. Cuando 
supieron que tenían que elegir entre la seguridad y la libertad, 
quisieron escoger la seguridad. Continuamente se rebelan contra 
Moisés. Muchas veces fue necesaria la intervención de Dios, para 
que se continuara lo empezado (Ex. 3-18). Entre los lugares del 
desierto adquiere simbolismo especial el monte Sinaí, llamado 
Horeb en el Deuteronomio. En este monte fue hecha y sellada la 
alianza entre Dios y el pueblo; la misma alianza hecha antes con 
Moisés se hace ahora con todo el pueblo. Dios dio la ley de la 
alianza bajo la forma del decálogo (Ex. 20, 2-17) y de los 
preceptos o ritos cultuales (Ex. 34). La alianza se hizo entre 
truenos y relámpagos (Ex. 9, 16-19, 20, 1824, 17) y rociando con 
sangre de animales el altar levantado por Moisés (Ex. 24, 3-8). Se 
añadió el banquete de la alianza (Ex. 24, 
La alianza viejotestamentaria que logra su punto culminante en 
el monte de Sinaí, es confirmada por Dios en la alianza con David 
y su casa (2 Sam. 23, 5; 7, 8. 17; Ps. 89, 4; Is. 16, 5) y con la tribu 
sacerdotal (Jer. 33, 20-22; Deut. 33, 9; Num. 18, 19). Toda la 
historia de la humanidad y sobre todo la de Israel es así 
representada como realización del eterno plan divino de salvación 
y como prehistoria de la Iglesia de Cristo.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA IV
LA IGLESIA
RIALP. MADRID 1960.Págs. 73-81