SAN LUIS GRIGNION DE MONTFORT: UN MAESTRO PARA NUESTRO TIEMPO


GIANDOMENICO MUCCI, S.J.

 

Existen muchos estudios de carácter predominantemente teológico e histórico y numerosos escritos con fines devocionales sobre San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716). En esos estudios, no faltan las secciones, por lo general breves, con una descripción de la época en que vivió el santo, así como, al menos a grandes rasgos, la cultura de dicha época, con el fin de ubicar su biografía en un contexto histórico mínimo. En este artículo queremos reflejar especialmente la cultura de su época, por una parte con el fin de enmarcar la figura y la obra, y por otra considerando el hecho de que esa cultura trazó modelos de pensamiento y estilos de vida que no se han agotado enteramente en la cultura de nuestros días. Dejamos para un próximo artículo la presentación de la doctrina cristológico-mariana de San Luis María, que observada sobre el fondo de una cultura aún vigente hoy en día, revela de mejor manera su actualidad. Omitiremos el referirnos a su perfil biográfico, para lo cual nos remitimos a los especialistas montfortianos[1]. Recordemos que en el año 2000 tuvo lugar el tricentenario de la ordenación sacerdotal de este insigne discípulo de los Padres de la Compañía de Jesús (5 de junio de 1700).

Del esprit de géométrie al esprit de critique[2]
San Luis María vivió en la época del iluminismo. Según muchos investigadores, en realidad, este gran fenómeno cultural se desarrolló gradualmente entre la revolución inglesa de 1648 (teniendo en Inglaterra su primera formulación) y la revolución francesa de 1789, en los principales países europeos. Como ocurre con todo fenómeno del espíritu, en este caso hay una convergencia de la herencia del pasado: la emancipación del hombre de la tradición promovida por el Renacimiento en el dominio de la cultura, la duda crítica cartesiana y el método baconiano; la superación de la cosmología aristotélica por obra de la física moderna; los graves conflictos políticos y religiosos a raíz de la Reforma, que degeneraron en guerras sumamente largas; la sucesiva conciencia adquirida de los derechos de la naturaleza humana. Destaca entre estos elementos y experiencias la confianza iluminista en el poder clarificador y renovador de la razón.
Inaugurando un método que hasta ahora se mantiene, el iluminismo establece una oposición entre la razón y la historia, en el sentido de que todo cuanto ha producido la historia -sociedad, regímenes políticos, instituciones jurídicas, economías, métodos e instrumentos educativos, creencias y comportamientos religiosos- debe someterse a revisión crítica, con el fin de aceptar aquello que la razón considera aceptable y refutar aquello que la razón interpreta como traba del pasado. La razón asume por sí sola la tarea de decidir sobre la vida individual y social, sobre su perfección moral, sobre su progreso indefinido. Las dos vetas filosóficas máximas del siglo XVII están al servicio de este progreso. El racionalismo cartesiano, con la clarté de las ideas elevada a criterio supremo de la verdad, ofrece al iluminismo el ideal de base, es decir, la vida según la pura razón. El empirismo, que admite la posibilidad de explicar tanto los fenómenos físicos como la actividad espiritual partiendo de las asociaciones y combinaciones más diversas de los datos inmediatos de la experiencia sensorial, ofrece al iluminismo la formulación de su fin, cual es hacer manifiesta la trama de la naturaleza para así destruir el concepto mismo de misterio.
A fines del siglo XVII y también durante la primera mitad del siglo XVIII, el centro de la nueva cultura es Inglaterra, patria de Newton y Locke: el primero, considerado el legislador del mundo de la naturaleza con el experimento y el cálculo; el segundo, el maestro del pensamiento conducido nuevamente a la experiencia del análisis que reduce todo saber a la fuente original de la filosofía. Es promotora de esta cultura la clase dirigente de los whigs, anticatólica, poco sensible a la teología misma del High Church, de orientación liberal-protestante, contraria al rigorismo ético luterano y calvinista y a la institución eclesiástica. “La demolición de toda “forma” teológica desembocó en la instauración de un monoteísmo racionalista, el cual se resume en la aceptación de la existencia de un Ser supremo, demostrable filosóficamente, y de una serie de preceptos morales, que aun cuando no se diferencian substancialmente de aquellos propios del Evangelio cristiano, prefieren señalar como fundamento la inclinación de ánimo “natural” del ser humano antes que la revelación de las Escrituras. Esa religión indiferente a fórmulas y ceremonias, pacifista y tolerante, bastante más preocupada de los problemas prácticos que de las definiciones teóricas (...), se convierte ya con Toland en deísmo, y evita no sólo ser calificada de protestantismo, sino también de cristianismo. (...). Los deístas tienden a acoger el mito de una “religión natural”, es decir, una religión primigenia y universal, grabada por la naturaleza en el corazón del hombre, de la cual toda religión histórica sólo sería una derivación o, mejor dicho, una imitación, producto de la superstición del vulgo y de los embustes interesados de los sacerdotes. En el paraíso deísta hay espacio suficientemente amplio para acoger a les honnêtes gens de todas las nacionalidades y religiones en la medida que practiquen la “virtud” y respeten la “filosofía”. La única condición realmente indispensable es no caer en el pecado capital, para el cual no admite absolución el nuevo credo del siglo XVIII: el “fanatismo”, es decir, fastidiar a los demás con la propia intolerancia y la propia rabies theologica. (...). Surtout, pas trop de zèle podría muy bien ser el lema de las clases dirigentes europeas de comienzos del siglo XVIII”[3].
Es breve el paso del escepticismo irreligioso a la moral utilitarista, y la Inglaterra whig se encarga de divulgar en Europa “el evangelio del éxito y especialmente del éxito económico, sintetizado en el precepto que indica enriquecerse cuanto antes y en la forma más abundante posible”: “La única función en el mundo de los pobres diablos consiste en estar, con su propio sudor y estupidez, al servicio del bienestar cada vez mayor de los happy few, provistos de una sólida filosofía “natural” y un igualmente sólido crédito bancario”[4]. En la escuela de los whigs, se constituyen gradualmente en Europa un sistema internacional de las grandes finanzas y un sistema internacional de la alta política dinástica, o sea, esa oligarquía que reconoce su propia conciencia de clase en la filosofía, en la “religión natural”, en los hábitos mentales y éticos que han madurado cabalmente por primera vez en Inglaterra. “El esprit amablemente cínico que triunfa en los salones aristocráticos y el público que frecuenta los cafés -otra institución típica del siglo XVIII- para discutir de negocios y política, al estilo de los clubs ingleses, se asemejan muy pronto desde un extremo al otro del continente. La pasión por los negocios y la especulación financiera se extiende como manía atravesando todas las fronteras”[5].
El movimiento iluminista encuentra en Francia las condiciones sociales, políticas y culturales más adecuadas para la evolución radical de las ideas, proveniente del buen sentido práctico de la mentalidad inglesa e influenciada en gran medida por el espíritu lógico y racional de los franceses. Es en Francia donde el iluminismo determina las soluciones de los problemas filosóficos más adversas y opuestas al espiritualismo tradicional, así como la subversión ante todo orden político, económico y religioso. Es esa Francia cansada de las guerras en que la monarquía ha precipitado al pueblo movida por sus intereses y su orgullo dinástico, cansada de árbitros soberanos y burócratas omnipotentes, exasperada ante las luchas religiosas forjadas en torno a la Unigenitus. Y esa burguesía del comercio y la industria, que anhela liberarse del autoritarismo estatal y desea evitar todo enfrentamiento con la potencia inglesa para garantizar sus negocios, se convierte al racionalismo iluminista, a la moral utilitaria, a la irreligiosidad. El empirismo lockiano se transforma gradualmente en un decidido sensualismo, con la renuncia escéptica a lo suprasensible. El deísmo de Montesquieu y Voltaire, después de Condillac, se convierte en ateísmo con Helvetius y d'Holbach. Diderot identifica la virtud y el vicio con la utilidad y el perjuicio de la especie humana, y d'Holbach afirma que las únicas divinidades son la Naturaleza, la Razón y la Virtud, identificando en el interés la causa exclusiva de las acciones humanas. Pierre Bayle (1647-1706), contemporáneo de San Luis María, tiende a demostrar, con su Dictionnaire historique et critique, el carácter antirracional de la Revelación y la necesidad de renunciar al uso de la razón al abordar los problemas planteados por la fe. La mayor parte de sus lectores aprovechará su lección para refutar la Revelación en nombre de la razón.
El iluminismo de los comienzos fue una “meditación solitaria de intelectuales anhelantes de un diseño abstracto de reconstrucción social basado en el modelo de un reino ideal de la Razón”[6] y no contó con amplia participación de las masas populares. Éstas no presentan en Francia, a pesar de estar descontentas con su suerte, las características que en Inglaterra dieron lugar al movimiento metodista. Si bien de extracción aristocrática, el alto clero francés no es ajeno en su mayoría al compromiso pastoral y caritativo solicitado por el gobierno de las numerosas diócesis. Las estructuras parroquiales son sólidas y el bajo clero goza de buena preparación. Con todo, en su interior ya están obrando esas fracturas, que mostrarán todo su efecto corrosivo en la época de la Revolución y entretanto se manifiestan con la crisis de las vocaciones, la indiferencia de los fieles ante la Iglesia y la práctica religiosa, así como la propagación de la secularización de la sociedad[7]. Luego tendrá lugar la lucha e incluirá también a las masas populares. Y será una lucha dirigida por ambas partes con extrema violencia: “Por las luces, con la crítica cada vez más radical a la moral y a la teología de las Iglesias, con el deseo de liberarse de los modelos tradicionales de la autoridad, en particular la autoridad religiosa dominante y una ortodoxia privilegiada y perseguidora; por el catolicismo, con el uso cada vez más frecuente de los instrumentos propios de una política represiva heredados de la Contrarreforma, dirigidos contra las expresiones más significativas de la nueva cultura, pero sin gran éxito. En efecto, ante las críticas de las luces, que transformaban gradualmente la cultura y la sociedad, la Iglesia, además de perder el control de la vida intelectual europea, en general dará una respuesta inadecuada a los philosophes hasta la Revolución y los umbrales del siglo XIX”[8].

Un hombre de Dios en el siglo de las luces

San Luis María pertenece demográficamente al siglo del iluminismo y es hijo de la Iglesia de Francia en la época del crepúsculo de sus místicos, cuando a las pruebas internas, principalmente el galicanismo y el jansenismo, se agregan las externas, provenientes del esprit critique, el libertinage, el desorden económico y la miseria, consecuencia de las guerras deseadas por Luis XIV a partir de 1672 y las grandes penurias de 1693 y 1709[9]. En todo caso, sería inútil buscar en sus escritos las huellas de la problemática cultural en pleno desarrollo en ese momento. Casi siempre, las fuentes de las referencias al mundo y sus peligros son el Nuevo Testamento, los Ejercicios ignacianos u otras lecturas espirituales, y como tales constituyen elementos comunes de la espiritualidad cristiana[10]. Tampoco sería posible encontrar allí huellas explícitas de las acaloradas y a menudo violentas disputas de carácter teológico-político. Ciertamente, no es ni quiso ser un teólogo, un investigador de las ideas, un autor para las escuelas. Sus escritos casi nunca se editaron durante su vida y tal vez quedaron sin terminar[11]. San Luis María siempre quiso ser únicamente un misionero para el pueblo, que recorre los campos enseñando el catecismo y proponiendo la vida en la fe. “Y Luis Grignion, discípulo de los jesuitas y los sulpicianos, hijo espiritual de Bérulle, Olier y Surin, “enviado” del Papa, con su cristianismo teocéntrico y profundamente interior, menos institucional que profético, con su vocación de misionero popular, con su genio para desmenuzar la Palabra ante los humildes y las multitudes, con su dulce, tradicional y con todo nueva forma de sentir a María, se encontrará en la encrucijada de las corrientes, inmerso en la levadura que hace fermentar la masa de la Iglesia francesa en este primer período del siglo XVIII”[12].
Ésta es la ubicación de San Luis María en su época, un lugar que tal vez no dice mucho al historiador de la cultura, pero sí dice o puede decir mucho a la Iglesia y al clero. “Ciertamente, con un análisis de los datos que nos han llegado, se manifiesta claramente la posición combativa, constructiva y alternativa de Montfort en relación con la nueva cultura iluminadora o racionalista que ya se anunciaba. Así, aparece como un bloque monolítico, no atropellado ni rasguñado por el espíritu crítico, sino llamado a una profundización del cristianismo. (...) La elección de Montfort es de orden pastoral y espiritual: se dirige hacia las poblaciones y sectores marginados de la Iglesia de su época, que todavía no se habían beneficiado con la reforma de Trento: campesinos, soldados, estudiantes, prostitutas... Llega a ser misionero popular y padre de los pobres. En esto reside la grandeza de Montfort: abandonar las garantías y normas de la conveniencia, mejor dicho el cliché del sacerdote dedicado al culto, para convertirse en pobre entre los pobres y elaborar una espiritualidad popular. El misionero les propone un cristianismo personalizado y comprometido, es decir, una consagración total a Cristo por medio de María, que es ratificación consciente de las promesas bautismales”[13]. Es la elección de la fe de los simples, y no de la ciencia de los doctos[14], una elección que ha madurado gradualmente bajo el influjo y la enseñanza de tres sacerdotes santos: François Gilbert (1658-1697), Philippe Descartes (1640-1716) y Julien Bellier. Con los dos primeros, jesuitas, San Luis María se encontró en el colegio de Rennes. Del primero aprendió que en la vida la cultura viene después de los valores religiosos; del segundo, sobrino del filósofo homónimo, el carácter radical requerido por el Señor a sus discípulos; y de Bellier, joven sacerdote secular de la misma ciudad, aprendió a amar a la gente pobre olvidada y despreciada por la cruel indiferencia de los ricos y los libertinos[15].
Durante su primera juventud en el colegio de Rennes, San Luis María de hecho descubrió los extremos de la sociedad francesa de su época: la santidad y el libertinage. Y desde ese momento conoció su misión y la eligió. Y sin embargo, aun cuando se negó a llegar a ser doctor de la Sorbona, ¿tuvo la intuición de su tiempo, se percató de la guerra desencadenada por los philosophes contra el sentimiento religioso mismo con el fin de eliminarlo del proyecto de la nueva sociedad iluminada? ¿Percibió los problemas que se agitaban en los libros y salones, extendiéndose hasta donde llega el eco de los filósofos y los letrados, y que un día no lejano contaminarían también el campo y sus habitantes?[16]. Ya hemos advertido que su prosa enteramente espiritual se presenta como la obra de un pastor de almas y no de un pensador o investigador de las ideas del momento. En sus páginas se agita la pasión apostólica y no se encuentran reflexiones sobre el pensamiento filosófico y político, sobre la nueva imagen del hombre y la cultura que se va construyendo críticamente mientras él recorre, predicando y orando, Saint-Saturnin y Moncontour, Valet y Pontchâteau, La Rochelle, Nantes y Saint-Laurent-sur-Sèvre. Con todo, hay un texto en el cual las reminiscencias bíblicas, el ímpetu homilético y el ansia pastoral no logran ocultar el conocimiento esencial que tuvo San Luis María de la cultura inspirada en las luces y de los efectos destructivos de la misma en la práctica cristiana. Es un texto que merece ser leído en su totalidad.
“Esta sabiduría del mundo es una perfecta conformidad con las máximas y los modales del mundo; es una tendencia permanente a la grandeza y la estima; es una búsqueda constante y secreta del propio placer e interés, no en la forma burda y estridente con la cual se admitiría algún pecado escandaloso, sino de manera fina, embaucadora y política. De lo contrario, para el mundo ya no sería sabiduría, sino libertinaje.
“El sabio del mundo es un hombre que sabe muy bien hacer sus negocios y conseguir que todo redunde en su propio beneficio temporal casi sin aparentar desearlo; que conoce el arte de disimular y engañar con astucia sin que los demás lo adviertan; que dice o hace una cosa y piensa otra; que nada ignora de los comportamientos y formalidades del mundo; que sabe adaptarse a todos para lograr sus propios fines, sin preocuparse demasiado del honor y el interés de Dios; que establece un acuerdo secreto, pero funesto, entre la verdad y la mentira, entre el Evangelio y el mundo, entre la virtud y el pecado, entre Jesucristo y Satanás; que quiere pasar por honesto (honnête homme), pero no observante (dévot); que desprecia, envenena o condena con facilidad todas las prácticas piadosas que no se acomodan con las suyas. En suma, el sabio del mundo es un hombre que procediendo únicamente a la luz de los sentidos y la razón humana, no procura sino cubrirse de apariencias cristianas y honestidad (d'honnête homme), sin afanarse mucho por agradar a Dios y expiar con la penitencia los pecados cometidos contra su divina majestad.
“La conducta de este sabio del mundo se basa en el pundonor, en el “qué dirán”, en la moda, la buena mesa, el interés, el darse importancia y el ingenio. Son éstos los siete motivos de acción que considera no culpables y en los cuales se apoya para llevar una vida tranquila. Y hay siete virtudes en particular que lo hacen ser canonizado por los mundanos: el valor, la finura, la diplomacia, el tino (le savoir-faire), la galantería, la cortesía y la jovialidad. Le parecen, en cambio, pecados enormes la insensibilidad, la estupidez, la pobreza, la tosquedad y la santurronería. Sigue en la forma más fiel posible los mandamientos que le ha dictado el mundo:

Conocerás bien el mundo.
Vivirás como hombre de bien (en honnête homme).
Harás bien tus negocios.
Conservarás lo que te pertenece.
Saldrás del polvo.
Tendrás amigos.
Alternarás con la gente distinguida (le beau monde).
Comerás bien.
No alimentarás la melancolía.
Evitarás la peculiaridad, la tosquedad y la santurronería.

“Jamás el mundo ha estado tan corrompido como hoy, ya que nunca ha sido tan fino, tan sabio a su manera y tan político. Utiliza muy hábilmente la verdad para inspirar la mentira, la virtud para autorizar el pecado, las máximas mismas de Jesucristo para legitimar las propias, para engañar a menudo a los sabios inspirados en Dios”[17].
Según Benedetta Papàsogli, es característica de los escritos de San Luis María la observación moral seca, realista, que llega a ser irónica y algo despiadada, en todo momento psicológicamente penetrante, de acuerdo con la inclinación común de los moralistas del grand siècle, que sondean el corazón partiendo de la meditación sobre el comportamiento social. En estas páginas de 1703-04, se capta directamente el pecado, pero no en su gravedad teológica ni en la fuerza paulina de negación que le es intrínseca, sino en su aspecto de mediocridad, en su cara burguesa, cuando el egoísmo y las concesiones al espíritu de la época aconsejan un redimensionamiento de las exigencias de la fe y el compromiso con la realidad.
El honnête homme descrito en este texto es el hombre del cálculo y la utilidad, que otorga prioridad a las convenciones e ideas prevalecientes en su medio humano también en relación con Dios. Es el hombre centrado en sí mismo, fascinado por la razón, que ha abandonado la fe y la piedad, y por ser amante de la forma no está dispuesto a arriesgarse en la gran apuesta final. Es el hombre de la mediocridad mundana. Siendo ciertamente una figura de todos los tiempos, nunca del todo ausente en época alguna, aparece como un tipo común y predominante cuando la cultura propone un hedonismo enteramente racional, ideal de la serenidad del intelecto y de los sentidos, no perturbados ya por supersticiones y fantasmas que la razón pretende haber derrotado finalmente. Y por consiguiente esas páginas de San Luis María “puedes repetirlas todavía, casi sin cambiar una coma, sobre ti mismo y el mundo en que habitas: tiene la fuerza de la palabra que discrimina y juzga”[18].


Maestro para nuestro tiempo

Un intérprete de San Luis María, que se preguntó sobre la posibilidad de inculturar en nuestros días la figura y la espiritualidad del gran misionero bretón, se planteó justamente una pregunta previa: “¿Qué significa la vida de un santo de los siglos anteriores para hombres y mujeres cuya vida transcurre en un horizonte cultural, una época y lugares distintos a los suyos?”[19]. ¿No se corre el riesgo de forzar o manipular la biografía del santo y las características de su tiempo con el fin de incluirlo en los esquemas de nuestra cultura contemporánea? Por el contrario, ¿a quién le serviría la repetición literal de modo fundamentalista de una experiencia de vida, santidad y ministerio apostólico propia de un hombre tan alejado de nosotros en el tiempo?
Nos parece que, en el caso de San Luis María, semejantes interrogantes y temores tienen menos razón de subsistir que en relación con otros santos de su tiempo. Nos hemos convencido de que no fue indiferente ante el cambio cultural y espiritual de su época y vio o intuyó las luces de la razón, encendidas para oscurecer y apagar la fe, y predicó para salvar y proteger a los menos defendidos de esa luz falsamente liberadora. Su largo texto, citado por nosotros anteriormente, es un documento sobre esta clarividencia. Aquí reside para nosotros su originalidad y su carácter ejemplar. Vivió, por así decir, en la prehistoria de una cultura cuya evolución aún no ha terminado, de la cual somos sucesores. El patrimonio cultural del cual vivimos, en el bien y en el mal, comenzó a gestar valores, proyectos y sueños en su época, esa época que recibe su nombre de una cultura del hombre sin Dios y sigue siendo en tantos aspectos nuestra cultura. San Luis María vio con profundidad más allá de su tiempo y por eso mismo indicó un método para el “tiempo de indigencia” y necesidad. Este método todavía es válido. “Entre otras cosas, él recuerda a los cristianos de nuestra época el valor supremo de la vida en comunión con Dios, la necesidad urgente de la acción de una opción fundamental por Cristo, el dulce y comprometido camino espiritual dirigido bajo la guía maternal de la Madre del Señor, la atención diligente para los hermanos más pobres y marginados, la preparación en clave mariana de la venida escatológica del Salvador”[20].
Su mística no se traduce en concepto y palabra, discusión y denuncia. No es un filósofo ni un investigador de la historia y las costumbres, y tampoco es un predicador de la fe propiamente tal. Su vocación estaba encaminada a salvar y no a educar críticamente. De ahí proviene el ardor de plegaria y celo pastoral que hasta ahora emana de sus páginas. Su mística tiene conciencia del mal y trabaja sacerdotalmente para detener o sanar los estragos que produce en las almas. De ahí proviene la intensidad con que vivió las fatigas de la misión; de ahí la lucha contra el honnête homme adoptado como modelo antropológico por el creciente humanismo ateo; de ahí la mística de Cristo Sabiduría verdadera, acción misericordiosa de Dios que quiso acercarse a su criatura; de ahí el sentido profundo del reino de Dios que debe prepararse; de ahí el carácter central de la misión en su vida y su concepción eclesiástica, hasta el punto que de él se pudo afirmar que es “como la personificación de la vocación misionera de la Iglesia” y tiene una visión de la Iglesia “que no hace misiones, sino es misión”[21]. San Luis María es una de las primeras voces que expresa esta conciencia de la Iglesia en el mundo moderno, uno de esos hombres de Dios en los cuales revive con plena verdad la palabra grande y conmovida del Apóstol: “Me hago con los flacos flaco para ganar a los flacos; me hago todo para todos para salvarlos a todos” (1 Cor 9, 22).


[1] Cfr B. PAPASOGLI, Montfort, un uomo per l'ultima Chiesa (Montfort, un hombre para la última Iglesia), Turín, Gribaudi, 1979; E. FALSINA, Dio non manca mai. Vita di Luigi Maria Grignion di Montfort (Dios nunca falta. Vida de Luis María Grignion de Montfort), Roma, Città Nuova - Ed. Monfortane, 1997; S. DE FIORES - A. BOSSARD, "Louis-Marie de Montfort", en Dictionnaire de spiritualité montfortaine, Ottawa, Novalis, 1994, 795-812; B. CORTINOVIS, Dimensione ecclesiale della spiritualità di san Luigi Maria Grignion de Montfort (Dimensión eclesiástica de la espiritualidad de San Luis María Grignion de Montfort), Roma, Ed. Monfortane, 1998, 9-72.

[2] Cfr E. P. LAMANNA, Il problema della scienza nella storia del pensiero (El problema de la ciencia en la historia del pensamiento), vol. II, Florencia, Le Monnier, 1941, 166-177; G. SPINI, Storia dell'età moderna. Dall'impero di Carlo V all'illuminismo (Historia de la edad moderna. Del imperio de Carlos V al iluminismo), Roma, Cremonese, 1960, 577-591; 753-767; 844-850.

[3] G.SPINI, Storia dell'età moderna. Dall'impero di Carlo V all'illuminismo, cit., 760 s.

[4] Ibid, 762.

[5] Ibid, 765.

[6] Ibid, 850.

[7] Cfr M. ROSA, Settecento religioso. Politica della Ragione e religione del cuore (El siglo XVIII religioso. Política de la Razón y religión del corazón), Venecia, Marsilio, 1999, 118 s.

[8] Ibid, 115 s.

[9] Cfr B. PAPASOGLI, Montfort, un uomo per l'ultima Chiesa, cit., 21-32; 239-248.

[10] Cfr SAINT LOUIS-MARIE GRIGNION DE MONTFORT, Lettres, 4; 5; 24; Lettre circulaire aux Amis de la Croix, nn. 7-8; Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, nn. 89; 114; Cantiques, n. 29, estr. 1, 5, 9, 17, 19, 20; n. 123, estr. 5, en ID., Oeuvres complètes, París, Seuil, 1966, 10-15; 61 s; 225 s; 545; 557 s; 1.108-12; 1.506.

[11] Cfr B. CORTINOVIS, Dimensione ecclesiale della spiritualità di san Luigi Maria Grignion de Montfort, cit., 144 s; 152 s.

[12] B. PAPASOGLI, Montfort, un uomo per l'ultima Chiesa, cit., 245.

[13] S. DE FIORES, “Presentazione” (Presentación), ibid, 5 s.

[14] Cfr B. PAPASOGLI, Montfort, un uomo per l'ultima Chiesa, cit., 82-84.

[15] Cfr ibid, 25-31.

[16] Cfr G. MACCHIA, Storia della letteratura francese dal Rinascimento al Classicismo (Historia de la literatura francesa desde el Renacimiento hasta el Clasicismo), vol. II, Florencia, Sansoni, 1970, 472; A. MAUROIS, Storia della Francia (Historia de Francia), Milán, Mondadori, 1957, 284-292; G. DUBY - R. MANDROU, Storia della civiltà francese (Historia de la civilización francesa), Milán, il Saggiatore, 1994, 422-453.

[17] SAINT LOUIS-MARIE GRIGNION DE MONTFORT, L'amour de la Sagesse éternelle, nn. 75-79, en ID., Oeuvres complètes, cit., 133-135.

[18] 18. B. PAPASOGLI, Montfort, un uomo per l'ultima Chiesa, cit., 206; cfr también pp. 195-209; ID., “Introduzione generale” (Introducción general) en S. LUIGI MARIA GRIGNION DI MONTFORT, Opere (SAN LUIS MARIA GRIGNION DE MONTFORT, Obras), Roma, Centro Mariano Monfortano, 1977, XI-XIII, XXX-XLIII.

[19] S. DE FIORES, “Inculturation du message montfortain dans notre temps”, en ID. - A. BOSSARD, “Louis-Marie de Montfort”, cit., 822.

[20] ID., “Presentazione”, cit., 8.

[21]
ID., “Inculturation du message montfortain dans notre temps”, cit., 827 s.