Existen muchos estudios de carácter predominantemente teológico e histórico
y numerosos escritos con fines devocionales sobre San Luis María Grignion de
Montfort (1673-1716). En esos estudios, no faltan las secciones, por lo
general breves, con una descripción de la época en que vivió el santo, así
como, al menos a grandes rasgos, la cultura de dicha época, con el fin de
ubicar su biografía en un contexto histórico mínimo. En este artículo
queremos reflejar especialmente la cultura de su época, por una parte con el
fin de enmarcar la figura y la obra, y por otra considerando el hecho de que
esa cultura trazó modelos de pensamiento y estilos de vida que no se han
agotado enteramente en la cultura de nuestros días. Dejamos para un próximo
artículo la presentación de la doctrina cristológico-mariana de San Luis
María, que observada sobre el fondo de una cultura aún vigente hoy en día,
revela de mejor manera su actualidad. Omitiremos el referirnos a su perfil
biográfico, para lo cual nos remitimos a los especialistas montfortianos[1].
Recordemos que en el año 2000 tuvo lugar el tricentenario de la ordenación
sacerdotal de este insigne discípulo de los Padres de la Compañía de Jesús
(5 de junio de 1700).
Del esprit de géométrie al esprit de critique[2]
San Luis María vivió en la época del iluminismo. Según muchos
investigadores, en realidad, este gran fenómeno cultural se desarrolló
gradualmente entre la revolución inglesa de 1648 (teniendo en Inglaterra su
primera formulación) y la revolución francesa de 1789, en los principales países
europeos. Como ocurre con todo fenómeno del espíritu, en este caso hay una
convergencia de la herencia del pasado: la emancipación del hombre de la
tradición promovida por el Renacimiento en el dominio de la cultura, la duda
crítica cartesiana y el método baconiano; la superación de la cosmología
aristotélica por obra de la física moderna; los graves conflictos políticos
y religiosos a raíz de la Reforma, que degeneraron en guerras sumamente
largas; la sucesiva conciencia adquirida de los derechos de la naturaleza
humana. Destaca entre estos elementos y experiencias la confianza iluminista
en el poder clarificador y renovador de la razón.
Inaugurando un método que hasta ahora se mantiene, el iluminismo establece
una oposición entre la razón y la historia, en el sentido de que todo cuanto
ha producido la historia -sociedad, regímenes políticos, instituciones jurídicas,
economías, métodos e instrumentos educativos, creencias y comportamientos
religiosos- debe someterse a revisión crítica, con el fin de aceptar aquello
que la razón considera aceptable y refutar aquello que la razón interpreta
como traba del pasado. La razón asume por sí sola la tarea de decidir sobre
la vida individual y social, sobre su perfección moral, sobre su progreso
indefinido. Las dos vetas filosóficas máximas del siglo XVII están al
servicio de este progreso. El racionalismo cartesiano, con la clarté
de las ideas elevada a criterio supremo de la verdad, ofrece al iluminismo el
ideal de base, es decir, la vida según la pura razón. El empirismo, que
admite la posibilidad de explicar tanto los fenómenos físicos como la
actividad espiritual partiendo de las asociaciones y combinaciones más
diversas de los datos inmediatos de la experiencia sensorial, ofrece al
iluminismo la formulación de su fin, cual es hacer manifiesta la trama de la
naturaleza para así destruir el concepto mismo de misterio.
A fines del siglo XVII y también durante la primera mitad del siglo XVIII, el
centro de la nueva cultura es Inglaterra, patria de Newton y Locke: el
primero, considerado el legislador del mundo de la naturaleza con el
experimento y el cálculo; el segundo, el maestro del pensamiento conducido
nuevamente a la experiencia del análisis que reduce todo saber a la fuente
original de la filosofía. Es promotora de esta cultura la clase dirigente de
los whigs, anticatólica, poco sensible a la teología misma del
High Church, de orientación liberal-protestante, contraria al rigorismo
ético luterano y calvinista y a la institución eclesiástica. “La demolición
de toda “forma” teológica desembocó en la instauración de un monoteísmo
racionalista, el cual se resume en la aceptación de la existencia de un Ser
supremo, demostrable filosóficamente, y de una serie de preceptos morales,
que aun cuando no se diferencian substancialmente de aquellos propios del
Evangelio cristiano, prefieren señalar como fundamento la inclinación de ánimo
“natural” del ser humano antes que la revelación de las Escrituras. Esa
religión indiferente a fórmulas y ceremonias, pacifista y tolerante,
bastante más preocupada de los problemas prácticos que de las definiciones
teóricas (...), se convierte ya con Toland en deísmo, y evita no sólo ser
calificada de protestantismo, sino también de cristianismo. (...). Los deístas
tienden a acoger el mito de una “religión natural”, es decir, una religión
primigenia y universal, grabada por la naturaleza en el corazón del hombre,
de la cual toda religión histórica sólo sería una derivación o, mejor
dicho, una imitación, producto de la superstición del vulgo y de los
embustes interesados de los sacerdotes. En el paraíso deísta hay espacio
suficientemente amplio para acoger a les honnêtes gens de todas las
nacionalidades y religiones en la medida que practiquen la “virtud” y
respeten la “filosofía”. La única condición realmente indispensable es
no caer en el pecado capital, para el cual no admite absolución el nuevo
credo del siglo XVIII: el “fanatismo”, es decir, fastidiar a los demás
con la propia intolerancia y la propia rabies theologica. (...).
Surtout, pas trop de zèle podría muy bien ser el lema de las clases
dirigentes europeas de comienzos del siglo XVIII”[3].
Es breve el paso del escepticismo irreligioso a la moral utilitarista, y la
Inglaterra whig se encarga de divulgar en Europa “el evangelio del éxito
y especialmente del éxito económico, sintetizado en el precepto que indica
enriquecerse cuanto antes y en la forma más abundante posible”: “La única
función en el mundo de los pobres diablos consiste en estar, con su propio
sudor y estupidez, al servicio del bienestar cada vez mayor de los happy
few, provistos de una sólida filosofía “natural” y un igualmente sólido
crédito bancario”[4]. En la
escuela de los whigs, se constituyen gradualmente en Europa un sistema
internacional de las grandes finanzas y un sistema internacional de la alta
política dinástica, o sea, esa oligarquía que reconoce su propia conciencia
de clase en la filosofía, en la “religión natural”, en los hábitos
mentales y éticos que han madurado cabalmente por primera vez en Inglaterra.
“El esprit amablemente cínico que triunfa en los salones aristocráticos
y el público que frecuenta los cafés -otra institución típica del siglo
XVIII- para discutir de negocios y política, al estilo de los clubs
ingleses, se asemejan muy pronto desde un extremo al otro del continente. La
pasión por los negocios y la especulación financiera se extiende como manía
atravesando todas las fronteras”[5].
El movimiento iluminista encuentra en Francia las condiciones sociales, políticas
y culturales más adecuadas para la evolución radical de las ideas,
proveniente del buen sentido práctico de la mentalidad inglesa e influenciada
en gran medida por el espíritu lógico y racional de los franceses. Es en
Francia donde el iluminismo determina las soluciones de los problemas filosóficos
más adversas y opuestas al espiritualismo tradicional, así como la subversión
ante todo orden político, económico y religioso. Es esa Francia cansada de
las guerras en que la monarquía ha precipitado al pueblo movida por sus
intereses y su orgullo dinástico, cansada de árbitros soberanos y burócratas
omnipotentes, exasperada ante las luchas religiosas forjadas en torno a la
Unigenitus. Y esa burguesía del comercio y la industria, que anhela
liberarse del autoritarismo estatal y desea evitar todo enfrentamiento con la
potencia inglesa para garantizar sus negocios, se convierte al racionalismo
iluminista, a la moral utilitaria, a la irreligiosidad. El empirismo lockiano
se transforma gradualmente en un decidido sensualismo, con la renuncia escéptica
a lo suprasensible. El deísmo de Montesquieu y Voltaire, después de
Condillac, se convierte en ateísmo con Helvetius y d'Holbach. Diderot
identifica la virtud y el vicio con la utilidad y el perjuicio de la especie
humana, y d'Holbach afirma que las únicas divinidades son la Naturaleza, la
Razón y la Virtud, identificando en el interés la causa exclusiva de las
acciones humanas. Pierre Bayle (1647-1706), contemporáneo de San Luis María,
tiende a demostrar, con su Dictionnaire historique et critique, el carácter
antirracional de la Revelación y la necesidad de renunciar al uso de la razón
al abordar los problemas planteados por la fe. La mayor parte de sus lectores
aprovechará su lección para refutar la Revelación en nombre de la razón.
El iluminismo de los comienzos fue una “meditación solitaria de
intelectuales anhelantes de un diseño abstracto de reconstrucción social
basado en el modelo de un reino ideal de la Razón”[6]
y no contó con amplia participación de las masas populares. Éstas no
presentan en Francia, a pesar de estar descontentas con su suerte, las
características que en Inglaterra dieron lugar al movimiento metodista. Si
bien de extracción aristocrática, el alto clero francés no es ajeno en su
mayoría al compromiso pastoral y caritativo solicitado por el gobierno de las
numerosas diócesis. Las estructuras parroquiales son sólidas y el bajo clero
goza de buena preparación. Con todo, en su interior ya están obrando esas
fracturas, que mostrarán todo su efecto corrosivo en la época de la Revolución
y entretanto se manifiestan con la crisis de las vocaciones, la indiferencia
de los fieles ante la Iglesia y la práctica religiosa, así como la propagación
de la secularización de la sociedad[7].
Luego tendrá lugar la lucha e incluirá también a las masas populares. Y será
una lucha dirigida por ambas partes con extrema violencia: “Por las luces,
con la crítica cada vez más radical a la moral y a la teología de las
Iglesias, con el deseo de liberarse de los modelos tradicionales de la
autoridad, en particular la autoridad religiosa dominante y una ortodoxia
privilegiada y perseguidora; por el catolicismo, con el uso cada vez más
frecuente de los instrumentos propios de una política represiva heredados de
la Contrarreforma, dirigidos contra las expresiones más significativas de la
nueva cultura, pero sin gran éxito. En efecto, ante las críticas de las
luces, que transformaban gradualmente la cultura y la sociedad, la Iglesia,
además de perder el control de la vida intelectual europea, en general dará
una respuesta inadecuada a los philosophes hasta la Revolución y los
umbrales del siglo XIX”[8].
San Luis María pertenece demográficamente al siglo del iluminismo y es hijo
de la Iglesia de Francia en la época del crepúsculo de sus místicos, cuando
a las pruebas internas, principalmente el galicanismo y el jansenismo, se
agregan las externas, provenientes del esprit critique, el
libertinage, el desorden económico y la miseria, consecuencia de las
guerras deseadas por Luis XIV a partir de 1672 y las grandes penurias de 1693
y 1709[9]. En todo caso, sería inútil
buscar en sus escritos las huellas de la problemática cultural en pleno
desarrollo en ese momento. Casi siempre, las fuentes de las referencias al
mundo y sus peligros son el Nuevo Testamento, los Ejercicios ignacianos
u otras lecturas espirituales, y como tales constituyen elementos comunes de
la espiritualidad cristiana[10].
Tampoco sería posible encontrar allí huellas explícitas de las acaloradas y
a menudo violentas disputas de carácter teológico-político. Ciertamente, no
es ni quiso ser un teólogo, un investigador de las ideas, un autor para las
escuelas. Sus escritos casi nunca se editaron durante su vida y tal vez
quedaron sin terminar[11]. San
Luis María siempre quiso ser únicamente un misionero para el pueblo, que
recorre los campos enseñando el catecismo y proponiendo la vida en la fe.
“Y Luis Grignion, discípulo de los jesuitas y los sulpicianos, hijo
espiritual de Bérulle, Olier y Surin, “enviado” del Papa, con su
cristianismo teocéntrico y profundamente interior, menos institucional que
profético, con su vocación de misionero popular, con su genio para
desmenuzar la Palabra ante los humildes y las multitudes, con su dulce,
tradicional y con todo nueva forma de sentir a María, se encontrará en la
encrucijada de las corrientes, inmerso en la levadura que hace fermentar la
masa de la Iglesia francesa en este primer período del siglo XVIII”[12].
Ésta es la ubicación de San Luis María en su época, un lugar que tal vez
no dice mucho al historiador de la cultura, pero sí dice o puede decir mucho
a la Iglesia y al clero. “Ciertamente, con un análisis de los datos que nos
han llegado, se manifiesta claramente la posición combativa, constructiva y
alternativa de Montfort en relación con la nueva cultura iluminadora o
racionalista que ya se anunciaba. Así, aparece como un bloque monolítico, no
atropellado ni rasguñado por el espíritu crítico, sino llamado a una
profundización del cristianismo. (...) La elección de Montfort es de orden
pastoral y espiritual: se dirige hacia las poblaciones y sectores marginados
de la Iglesia de su época, que todavía no se habían beneficiado con la
reforma de Trento: campesinos, soldados, estudiantes, prostitutas... Llega a
ser misionero popular y padre de los pobres. En esto reside la grandeza de
Montfort: abandonar las garantías y normas de la conveniencia, mejor dicho el
cliché del sacerdote dedicado al culto, para convertirse en pobre entre
los pobres y elaborar una espiritualidad popular. El misionero les propone un
cristianismo personalizado y comprometido, es decir, una consagración total a
Cristo por medio de María, que es ratificación consciente de las promesas
bautismales”[13]. Es la elección
de la fe de los simples, y no de la ciencia de los doctos[14],
una elección que ha madurado gradualmente bajo el influjo y la enseñanza de
tres sacerdotes santos: François Gilbert (1658-1697), Philippe Descartes
(1640-1716) y Julien Bellier. Con los dos primeros, jesuitas, San Luis María
se encontró en el colegio de Rennes. Del primero aprendió que en la vida la
cultura viene después de los valores religiosos; del segundo, sobrino del filósofo
homónimo, el carácter radical requerido por el Señor a sus discípulos; y
de Bellier, joven sacerdote secular de la misma ciudad, aprendió a amar a la
gente pobre olvidada y despreciada por la cruel indiferencia de los ricos y
los libertinos[15].
Durante su primera juventud en el colegio de Rennes, San Luis María de hecho
descubrió los extremos de la sociedad francesa de su época: la santidad y el
libertinage. Y desde ese momento conoció su misión y la eligió. Y sin
embargo, aun cuando se negó a llegar a ser doctor de la Sorbona, ¿tuvo la
intuición de su tiempo, se percató de la guerra desencadenada por los
philosophes contra el sentimiento religioso mismo con el fin de eliminarlo
del proyecto de la nueva sociedad iluminada? ¿Percibió los problemas que se
agitaban en los libros y salones, extendiéndose hasta donde llega el eco de
los filósofos y los letrados, y que un día no lejano contaminarían también
el campo y sus habitantes?[16]. Ya
hemos advertido que su prosa enteramente espiritual se presenta como la obra
de un pastor de almas y no de un pensador o investigador de las ideas del
momento. En sus páginas se agita la pasión apostólica y no se encuentran
reflexiones sobre el pensamiento filosófico y político, sobre la nueva
imagen del hombre y la cultura que se va construyendo críticamente mientras
él recorre, predicando y orando, Saint-Saturnin y Moncontour, Valet y Pontchâteau,
La Rochelle, Nantes y Saint-Laurent-sur-Sèvre. Con todo, hay un texto en el
cual las reminiscencias bíblicas, el ímpetu homilético y el ansia pastoral
no logran ocultar el conocimiento esencial que tuvo San Luis María de la
cultura inspirada en las luces y de los efectos destructivos de la misma en la
práctica cristiana. Es un texto que merece ser leído en su totalidad.
“Esta sabiduría del mundo es una perfecta conformidad con las máximas y
los modales del mundo; es una tendencia permanente a la grandeza y la estima;
es una búsqueda constante y secreta del propio placer e interés, no en la
forma burda y estridente con la cual se admitiría algún pecado escandaloso,
sino de manera fina, embaucadora y política. De lo contrario, para el mundo
ya no sería sabiduría, sino libertinaje.
“El sabio del mundo es un hombre que sabe muy bien hacer sus negocios y
conseguir que todo redunde en su propio beneficio temporal casi sin aparentar
desearlo; que conoce el arte de disimular y engañar con astucia sin que los
demás lo adviertan; que dice o hace una cosa y piensa otra; que nada ignora
de los comportamientos y formalidades del mundo; que sabe adaptarse a todos
para lograr sus propios fines, sin preocuparse demasiado del honor y el interés
de Dios; que establece un acuerdo secreto, pero funesto, entre la verdad y la
mentira, entre el Evangelio y el mundo, entre la virtud y el pecado, entre
Jesucristo y Satanás; que quiere pasar por honesto (honnête homme),
pero no observante (dévot); que desprecia, envenena o condena con
facilidad todas las prácticas piadosas que no se acomodan con las suyas. En
suma, el sabio del mundo es un hombre que procediendo únicamente a la luz de
los sentidos y la razón humana, no procura sino cubrirse de apariencias
cristianas y honestidad (d'honnête homme), sin afanarse mucho por
agradar a Dios y expiar con la penitencia los pecados cometidos contra su
divina majestad.
“La conducta de este sabio del mundo se basa en el pundonor, en el “qué
dirán”, en la moda, la buena mesa, el interés, el darse importancia y el
ingenio. Son éstos los siete motivos de acción que considera no culpables y
en los cuales se apoya para llevar una vida tranquila. Y hay siete virtudes en
particular que lo hacen ser canonizado por los mundanos: el valor, la finura,
la diplomacia, el tino (le savoir-faire), la galantería, la cortesía
y la jovialidad. Le parecen, en cambio, pecados enormes la insensibilidad, la
estupidez, la pobreza, la tosquedad y la santurronería. Sigue en la forma más
fiel posible los mandamientos que le ha dictado el mundo:
Conocerás bien el mundo.
Vivirás como hombre de bien (en honnête homme).
Harás bien tus negocios.
Conservarás lo que te pertenece.
Saldrás del polvo.
Tendrás amigos.
Alternarás con la gente distinguida (le beau monde).
Comerás bien.
No alimentarás la melancolía.
Evitarás la peculiaridad, la tosquedad y la santurronería.
“Jamás el mundo ha estado tan corrompido como hoy, ya que nunca ha sido tan
fino, tan sabio a su manera y tan político. Utiliza muy hábilmente la verdad
para inspirar la mentira, la virtud para autorizar el pecado, las máximas
mismas de Jesucristo para legitimar las propias, para engañar a menudo a los
sabios inspirados en Dios”[17].
Según Benedetta Papàsogli, es característica de los escritos de San Luis
María la observación moral seca, realista, que llega a ser irónica y algo
despiadada, en todo momento psicológicamente penetrante, de acuerdo con la
inclinación común de los moralistas del grand siècle, que sondean el
corazón partiendo de la meditación sobre el comportamiento social. En estas
páginas de 1703-04, se capta directamente el pecado, pero no en su gravedad
teológica ni en la fuerza paulina de negación que le es intrínseca, sino en
su aspecto de mediocridad, en su cara burguesa, cuando el egoísmo y las
concesiones al espíritu de la época aconsejan un redimensionamiento de las
exigencias de la fe y el compromiso con la realidad.
El honnête homme descrito en este texto es el hombre del cálculo y la
utilidad, que otorga prioridad a las convenciones e ideas prevalecientes en su
medio humano también en relación con Dios. Es el hombre centrado en sí
mismo, fascinado por la razón, que ha abandonado la fe y la piedad, y por ser
amante de la forma no está dispuesto a arriesgarse en la gran apuesta final.
Es el hombre de la mediocridad mundana. Siendo ciertamente una figura de todos
los tiempos, nunca del todo ausente en época alguna, aparece como un tipo común
y predominante cuando la cultura propone un hedonismo enteramente racional,
ideal de la serenidad del intelecto y de los sentidos, no perturbados ya por
supersticiones y fantasmas que la razón pretende haber derrotado finalmente.
Y por consiguiente esas páginas de San Luis María “puedes repetirlas todavía,
casi sin cambiar una coma, sobre ti mismo y el mundo en que habitas: tiene la
fuerza de la palabra que discrimina y juzga”[18].
Un intérprete de San Luis María, que se preguntó sobre la posibilidad de
inculturar en nuestros días la figura y la espiritualidad del gran misionero
bretón, se planteó justamente una pregunta previa: “¿Qué significa la
vida de un santo de los siglos anteriores para hombres y mujeres cuya vida
transcurre en un horizonte cultural, una época y lugares distintos a los
suyos?”[19]. ¿No se corre el
riesgo de forzar o manipular la biografía del santo y las características de
su tiempo con el fin de incluirlo en los esquemas de nuestra cultura contemporánea?
Por el contrario, ¿a quién le serviría la repetición literal de modo
fundamentalista de una experiencia de vida, santidad y ministerio apostólico
propia de un hombre tan alejado de nosotros en el tiempo?
Nos parece que, en el caso de San Luis María, semejantes interrogantes y
temores tienen menos razón de subsistir que en relación con otros santos de
su tiempo. Nos hemos convencido de que no fue indiferente ante el cambio
cultural y espiritual de su época y vio o intuyó las luces de la razón,
encendidas para oscurecer y apagar la fe, y predicó para salvar y proteger a
los menos defendidos de esa luz falsamente liberadora. Su largo texto, citado
por nosotros anteriormente, es un documento sobre esta clarividencia. Aquí
reside para nosotros su originalidad y su carácter ejemplar. Vivió, por así
decir, en la prehistoria de una cultura cuya evolución aún no ha terminado,
de la cual somos sucesores. El patrimonio cultural del cual vivimos, en el
bien y en el mal, comenzó a gestar valores, proyectos y sueños en su época,
esa época que recibe su nombre de una cultura del hombre sin Dios y sigue
siendo en tantos aspectos nuestra cultura. San Luis María vio con profundidad
más allá de su tiempo y por eso mismo indicó un método para el “tiempo
de indigencia” y necesidad. Este método todavía es válido. “Entre otras
cosas, él recuerda a los cristianos de nuestra época el valor supremo de la
vida en comunión con Dios, la necesidad urgente de la acción de una opción
fundamental por Cristo, el dulce y comprometido camino espiritual dirigido
bajo la guía maternal de la Madre del Señor, la atención diligente para los
hermanos más pobres y marginados, la preparación en clave mariana de la
venida escatológica del Salvador”[20].
Su mística no se traduce en concepto y palabra, discusión y denuncia. No es
un filósofo ni un investigador de la historia y las costumbres, y tampoco es
un predicador de la fe propiamente tal. Su vocación estaba encaminada a
salvar y no a educar críticamente. De ahí proviene el ardor de plegaria y
celo pastoral que hasta ahora emana de sus páginas. Su mística tiene
conciencia del mal y trabaja sacerdotalmente para detener o sanar los estragos
que produce en las almas. De ahí proviene la intensidad con que vivió las
fatigas de la misión; de ahí la lucha contra el honnête homme
adoptado como modelo antropológico por el creciente humanismo ateo; de ahí
la mística de Cristo Sabiduría verdadera, acción misericordiosa de Dios que
quiso acercarse a su criatura; de ahí el sentido profundo del reino de Dios
que debe prepararse; de ahí el carácter central de la misión en su vida y
su concepción eclesiástica, hasta el punto que de él se pudo afirmar que es
“como la personificación de la vocación misionera de la Iglesia” y tiene
una visión de la Iglesia “que no hace misiones, sino es misión”[21].
San Luis María es una de las primeras voces que expresa esta conciencia de la
Iglesia en el mundo moderno, uno de esos hombres de Dios en los cuales revive
con plena verdad la palabra grande y conmovida del Apóstol: “Me hago con
los flacos flaco para ganar a los flacos; me hago todo para todos para
salvarlos a todos” (1 Cor 9, 22).
[1]
Cfr B. PAPASOGLI, Montfort, un uomo per l'ultima Chiesa (Montfort,
un hombre para la última Iglesia), Turín, Gribaudi, 1979; E. FALSINA, Dio
non manca mai. Vita di Luigi Maria Grignion di Montfort (Dios nunca falta.
Vida de Luis María Grignion de Montfort), Roma, Città Nuova - Ed. Monfortane,
1997; S. DE FIORES - A. BOSSARD, "Louis-Marie de Montfort", en
Dictionnaire de spiritualité montfortaine, Ottawa, Novalis, 1994,
795-812; B. CORTINOVIS, Dimensione ecclesiale della spiritualità di san
Luigi Maria Grignion de Montfort (Dimensión eclesiástica de la
espiritualidad de San Luis María Grignion de Montfort), Roma, Ed. Monfortane,
1998, 9-72.
[2]
Cfr E. P. LAMANNA, Il problema della scienza nella storia del
pensiero (El problema de la ciencia en la historia del pensamiento), vol.
II, Florencia, Le Monnier, 1941, 166-177; G. SPINI, Storia dell'età
moderna. Dall'impero di Carlo V all'illuminismo (Historia de la edad
moderna. Del imperio de Carlos V al iluminismo), Roma, Cremonese, 1960,
577-591; 753-767; 844-850.
[3]
G.SPINI, Storia dell'età moderna. Dall'impero di Carlo V
all'illuminismo, cit., 760 s.
[4]
Ibid, 762.
[5]
Ibid, 765.
[6]
Ibid, 850.
[7]
Cfr M. ROSA, Settecento religioso. Politica della Ragione e
religione del cuore (El siglo XVIII religioso. Política de la Razón y
religión del corazón), Venecia, Marsilio, 1999, 118 s.
[8]
Ibid, 115 s.
[9]
Cfr B. PAPASOGLI, Montfort, un uomo per l'ultima Chiesa,
cit., 21-32; 239-248.
[10]
Cfr SAINT LOUIS-MARIE GRIGNION DE MONTFORT, Lettres, 4; 5;
24; Lettre circulaire aux Amis de la Croix, nn. 7-8; Traité de la
vraie dévotion à la Sainte Vierge, nn. 89; 114; Cantiques, n. 29,
estr. 1, 5, 9, 17, 19, 20; n. 123, estr. 5, en ID., Oeuvres complètes,
París, Seuil, 1966, 10-15; 61 s; 225 s; 545; 557 s; 1.108-12; 1.506.
[11]
Cfr B. CORTINOVIS, Dimensione ecclesiale della spiritualità di
san Luigi Maria Grignion de Montfort, cit., 144 s; 152 s.
[12]
B. PAPASOGLI, Montfort, un uomo per l'ultima Chiesa, cit.,
245.
[13]
S. DE FIORES, “Presentazione” (Presentación), ibid, 5 s.
[14]
Cfr B. PAPASOGLI, Montfort, un uomo per l'ultima Chiesa,
cit., 82-84.
[15]
Cfr ibid, 25-31.
[16]
Cfr G. MACCHIA, Storia della letteratura francese dal
Rinascimento al Classicismo (Historia de la literatura francesa desde el
Renacimiento hasta el Clasicismo), vol. II, Florencia, Sansoni, 1970, 472; A.
MAUROIS, Storia della Francia (Historia de Francia), Milán, Mondadori,
1957, 284-292; G. DUBY - R. MANDROU, Storia della civiltà francese
(Historia de la civilización francesa), Milán, il Saggiatore, 1994, 422-453.
[17]
SAINT LOUIS-MARIE GRIGNION DE MONTFORT, L'amour de la Sagesse
éternelle, nn. 75-79, en ID., Oeuvres complètes, cit., 133-135.
[18]
18. B. PAPASOGLI, Montfort, un uomo per l'ultima Chiesa,
cit., 206; cfr también pp. 195-209; ID., “Introduzione generale”
(Introducción general) en S. LUIGI MARIA GRIGNION DI MONTFORT, Opere
(SAN LUIS MARIA GRIGNION DE MONTFORT, Obras), Roma, Centro Mariano Monfortano,
1977, XI-XIII, XXX-XLIII.
[19]
S. DE FIORES, “Inculturation du message montfortain dans notre
temps”, en ID. - A. BOSSARD, “Louis-Marie de Montfort”, cit., 822.
[20]
ID., “Presentazione”, cit., 8.
[21]
ID., “Inculturation du message montfortain dans notre temps”,
cit., 827 s.