La experiencia cotidiana coloca al hombre frente a situaciones difíciles
de interpretar y en las cuales no siempre es fácil captar la rica complejidad.
En semejante situación, la lectura de textos literarios puede adquirir un rol
determinante en el reencuentro con uno mismo, enriqueciendo con significados
la permanencia en el mundo.
La reciente nueva traducción de un texto de Proust dedicado a la lectura[1]
y la publicación de un ensayo de Paul De Man[2]
nos ayudan a volver al gran escritor francés para encontrar palabras con las
cuales expresar el mensaje de una vida que por transcurrir lentamente en forma
fragmentaria y precaria no nos permite captar su sentido y verdad emocional.
El espacio de la lectura
En el autor de A la recherche (...), el acto de escribir presupone el
acto crítico del lector, a través del cual “el futuro autor se eleva a una
condición espiritual, mediante la cual -al menos eso se espera- la actividad
literaria creativa, como quiera sea, llegará a ser más justa, más
verdadera, más profunda”[3]. El
mismo Proust, antes de ser escritor, fue un “maravilloso lector”[4]
e intuyó la sabia belleza (p. 33 s) de la lectura. Ésta abre un espacio y
permite entrar en un “castillo interior”. Es común la experiencia
inmediatamente anterior a la lectura de un libro: se elige un lugar
tranquilo, un asiento cómodo y una luz adecuada. Proust es siempre muy
preciso en sus descripciones al respecto: “Me sentaba bajo el parrón,
apoyado en las ramas podadas, dirigiendo la mirada a la esparraguera, a las
matas de fresas, al estanque donde ciertos días los caballos giraban y hacían
subir el agua, a la puerta blanca en lo alto que marcaba el “fin del
parque”, y más allá, a los campos de lirios y amapolas. En el parrón había
un silencio profundo, casi no existía el riesgo de ser descubierto y la
tranquilidad era aún más dulce con los llamados lejanos de quienes me
buscaban inútilmente acercándose incluso algunas veces, subiendo un instante
por la ladera, buscando en todas partes y luego regresando sin haberme
encontrado. En ese momento cesaba todo rumor” (p. 22).
Frescura, clima de penumbra, silencio y reposo son las condiciones para dar
comienzo a una lectura intensa. La percepción de las cosas externas se
encuentra al interior de un movimiento de la atención, que no procede desde
afuera hacia adentro, sino por el contrario, desde adentro hacia afuera y es
el movimiento propio de la lectura[5]
. En otras palabras, la lectura crea las condiciones de su práctica y a su
vez las alimenta. Así, las condiciones descartadas por la contemplación
interior, tales como el calor, la luminosidad y la actividad, se recuperan
precisamente mediante la lectura. Así, la “oscura frescura” de la
habitación puede ofrecer a la imaginación “el espectáculo total
del verano” en mucho mayor medida que un paseo. Así, con los libros, el
“reposo” es sacudido por el “impacto y la animación de un torrente de
actividades”[6]. Proust señala
nuevamente que “estaba sentado cómodamente, sentía el buen olor del aire,
no me perturbaban visitas y al dar la hora el campanario de Saint-Hilaire, veía
caer paulatinamente el fin de la tarde, hasta el último repique de campana,
después del cual sobrevenía un largo silencio que parecía marcar en el azul
del cielo el comienzo de todo cuanto aún se me concedía para leer”[7].
Proust crea una especie de “nido” para sumirse y mirar hacia afuera: hay
un espacio disponible ofrecido por el deseo. Bajo el umbral hay un
desequilibrio. Se crea una zona fronteriza, ajena al “lugar”, que el
lector deja para entrar en la lectura, pero es independiente del lugar y el
tiempo de su “retiro”. Este décollage constituye un nuevo espacio
de conciencia y discernimiento. El corte tiene relación con las conexiones
que aplican el deseo o la atención a un objeto: la visión de las cosas se
filtra de alguna manera a través de la conciencia, que la rodea “de un
sutil bordado espiritual”[8], el
cual impide el acceso directo a lo material, que parece casi volatilizarse. La
eficaz imagen proustiana es precisamente la de un cuerpo incandescente, el
cual, “si uno lo acerca a un cuerpo húmedo, no entra en contacto con su
humedad porque siempre está precedido de una zona de evaporación”[9].
Se crea una especie de pantalla iridiscente, que la conciencia despliega
durante la lectura y separa de las aspiraciones más profundamente ocultas en
la visión del horizonte, que ahora es también una situación interna.
La precisión de los detalles y ambientes donde ocurre semejante evento es
como una invitación a considerar la apertura de un espacio interior en
relación con el cual los elementos externos son algo más que un marco
adecuado. No es afán de preciosismo, sino interés por mostrar que el espacio
interior es un ámbito sin nombre y escapa a la fragmentación del tiempo. No
podemos dejar de recordar en este punto cómo también la tradición
espiritual ha dado importancia a los elementos requeridos para crear un
espacio interior. En los Ejercicios espirituales, Ignacio de Loyola
dedicó mucha atención a las notas sobre el tiempo de oración, aconsejando
un lugar aislado y soledad, control de la luz ambiental, una hora
adecuada y una alimentación oportuna[10].
El arte verdadero nos permite un reencuentro con la vida
En el interior de este espacio abierto por el libro, el autor de la
Recherche observa cómo sus tardes dedicadas a la lectura contenían
“más acontecimientos dramáticos que todos los ocurridos en una vida
entera. Eran los acontecimientos que se sucedían en el libro que estaba
leyendo[11]. Así -afirma Proust-
de alguna manera las tardes dedicadas a la lectura parecen “retocadas con
esmero por los mediocres incidentes de mi existencia personal, que había
reemplazado por una vida de extrañas aventuras y aspiraciones en un país
regado por aguas vivas”[12].
Ciertamente los personajes no son “reales”, pero la genialidad consiste, a
juicio de Proust, precisamente en “comprender que en el mecanismo de
nuestras emociones la imagen es el único elemento esencial”[13].
Así, no tiene importancia si las acciones y emociones de los personajes son
reales o no “desde el momento que las hemos convertido en nuestras, desde el
momento que se producen en nosotros mismos y de ellas dependen, a medida que
damos vuelta febrilmente las páginas del libro, la rapidez de nuestra
respiración y la intensidad de nuestra mirada”[14].
Es así como el novelista “desencadena en nosotros, en el curso de una hora,
todas las alegrías y desventuras posibles, que en la vida demoraríamos años
para conocer sólo en muy pequeña medida, siéndonos jamás reveladas las más
intensas, ya que la lentitud con que se producen nos impide percibirlas”[15].
En la vida se producen profundas transformaciones internas, que a menudo sólo
conocemos en la lectura, con la imaginación. La grandeza del verdadero arte
consiste en permitirnos “reencontrar, captar nuevamente, conocer esa
realidad lejos de la cual vivimos y de la cual nos desviamos cada vez más
a medida que adquiere espesor e impermeabilidad el conocimiento convencional
con que la sustituimos, esa realidad que corremos el riesgo de morir sin
haberla conocido y que es simplemente nuestra vida”[16].
La obra literaria nos permite entrar al mundo interior
La obra literaria es “una especie de instrumento óptico”, afirma Proust,
que permite al lector “distinguir” aquello que tal vez, sin el libro, no
habría observado dentro de sí mismo”[17].
La lectura aviva la percepción haciendo que busquemos “en las cosas, que
con ella adquieren un carácter precioso para nosotros, el reflejo que en las
mismas ha proyectado nuestra alma”[18],
formada por la lectura. Tiene un rol fotográfico: los hombres con frecuencia
no ven su propia vida, y así el pasado se convierte en una vista de láminas
fotográficas inservibles por cuanto la inteligencia no las ha
“desarrollado”[19]. La
literatura, en cambio, es como un laboratorio fotográfico en el cual es
posible elaborar las imágenes de la vida para que revelen contornos y
matices. Según Proust, en algunos casos la lectura puede “introducir
nuevamente y para siempre a una conciencia perezosa en su vida espiritual”
(p. 36).
La lectura tiene evidentemente un rol de praeparatio para el trabajo
espiritual del pensamiento y la creación, y nos aleja de la superficialidad y
el torbellino que impiden el ingreso al mundo interior. La lectura puede
acompañar hasta el umbral donde los lectores comienzan a ser “capaces de
descubrir y hacer fructificar riquezas reales, pero sin esa intervención
externa viven en la superficie, en un permanente olvido de sí mismos,
en una especie de pasividad que los deja a merced de los placeres” (ivi).
Proust compara a estas personas con un “hidalgo que habiendo pasado la vida
con bandidos ha olvidado su propio nombre por haber dejado desde hace mucho
tiempo de usarlo” (p. 37 s). Ellas “terminan alejando de sí mismas todo
sentimiento y recuerdo de su propia nobleza si no interviene desde afuera un
estímulo que las introduzca nuevamente casi por la fuerza en la vida del espíritu,
donde de pronto recuperan la facultad de pensar por sí mismas y crear” (ivi).
El intelecto y la voluntad recuperan la memoria gracias al espacio abierto por
la lectura con sus “mágicas llaves”, que “nos abren en el fondo de
nosotros mismos esas puertas que nunca habríamos sabido abrir” (p. 39).
Proust lector percibe el ritmo del texto y lo sigue en una aventura interior:
“Cuando terminamos un libro, nuestra voz interior, que durante toda la
lectura se ha sometido a seguir el ritmo de un Balzac o un Flaubert,
quisiera seguir hablando como loro”[20].
En esta participación íntima hay una incorporación propiamente tal, una
adhesión íntima a la forma de pensar, sentir y vivir del autor, y en este
sentido hay una especie de “re-creación” de uno mismo.
El único riesgo es la posibilidad de que la lectura, más que despertar en
nosotros la vida del espíritu, tienda a sustituirla, “de tal manera que la
verdad ya no nos parezca un ideal realizable únicamente con el progreso
interior de nuestro pensamiento y con el esfuerzo de nuestro corazón, sino
algo material, recogido en las páginas de los libros, como una miel ya
preparada por los demás, que sólo debemos tomar y probar pasivamente, en
estado de perfecto reposo del cuerpo y el espíritu” (p. 39). El intelecto y
la voluntad están activos en una lectura de carácter espiritual, concebida
como ingreso al mundo interior. Si eso no ocurre y se aborda el texto como una
entrega de verdades que no pone en juego la personalidad del lector y únicamente
lo reduce a mero receptor de un mensaje, en ese caso la lectura se vuelve
peligrosa.
La lectura con valor espiritual nunca es pasiva: plantea interrogantes a la
mente y el corazón y lleva al lector a un viaje interior que lo libera de
la pasividad de una vida distraída. La lectura “lee” al lector y lo
sumerge en un mundo de significados a partir del cual es más fácil
“leer” lo que nos rodea y nuestro interior de una forma nueva, más
profunda, interior, fina, sutil. La lectura forma un espíritu realmente
humano. Así, las obras literarias no son “hechos consumados” alejados del
lector, sino posibilidades de resonancia del alma, que como señaló el gran
poeta portugués Pessoa, es una “misteriosa orquesta”[21].
[1] M. PROUST, Del piacere di
leggere, Florencia, Passigli, 1997 (las páginas citadas en el texto son
de este volumen). Se trata de un notable ensayo, que apareció por primera vez
en La Renaissance latine en 1905 y fue publicado al año siguiente por
el autor como prefacio de su traducción de Sesamo e i gigli de John
Ruskin. En 1919, publicó nuevamente el texto en Pastiches et Mélanges con el
título Journée de lecture.
[2] Cfr. P. DE MAN, La lettura.
Proust, en ID., Allegorie della lettura, Turín, Einaudi, 1997,
64-86.
[3] G. POULET, “Proust, en La
coscineza critica, Génova, Marietti, 1991, 43.
[4] Ivi, 44.
[5] M. PROUST, Alla ricerca del
tempo perduto, vol. I: La strada di Swann, Milán, Mondadori, 1983, 107.
[6] Ivi, 102. Crf. P. DE MAN, La
lettura. Proust, cit., 66 s.
[7] M. PROUST, Alla ricerca...,
vol. I, cit., 107.
[8] Ivi., 102.
[9] Ivi., 103.
[10] Crf. IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios
espirituales, nn. 20, 159, 210-217.
[11] M. PROUST, Alla ricerca...,
vol. I, cit., 103.
[12] Ivi., 107.
[13] Ivi., 104.
[14] Ivi.
[15] Ivi., 104 s.
[16] M. PROUST, Alla ricerca...,
vol. IV, cit., 577.
[17] Ivi., 596.
[18] Ivi., vol. I, cit., 106.
[19] Ivi., vol. IV, cit., 577 s.
[20] ID., Carta a Román Fernández
(1919), citado en G. POULET, “Proust”, cit., 4.
[21] F. PESSOA, Il libro dell’inquietudine,
Milán, Feltrinelli, 1986, 9.