El cuerpo y la identidad del hombre

1. H/IDENTIDAD-CUERPO
El cuerpo no es el sepulcro del alma, como pretendía el 
helenismo. No es solamente la barca de la que el alma es el 
barquero. El cuerpo es más que un compañero en el camino. El 
dualismo surge continuamente en la historia del pensamiento y de 
las actitudes humanas. Tal vez porque parece la forma más sencilla 
y convincente de explicar la interna división del hombre que quiere 
una cosa y, sin embargo, se siente impulsado a realizar lo que no 
quiere. A pesar de ello, los dualismos no ofrecen una respuesta 
total al problema del hombre al subrayar excesivamente la 
separación entre el cuerpo y el alma.
Es necesario redescubrir la integración del cuerpo en la identidad 
del hombre: una tarea siempre laboriosa pero magnífica para la 
comprensión del hombre y para la educación moral. Es necesario 
comprender que el cuerpo nos lleva al descubrimiento y la 
realización de nosotros mismos. Por el cuerpo llegamos a la 
maduración de nuestra conciencia y al hallazgo de nuestra 
identidad.
El cuerpo, además, nos lleva a la experiencia del mundo en el 
que vivimos y del mundo que tenemos que edificar y plasmar. La 
experiencia corporal de las cosas es siempre un misterio de 
cercanía y de desgarro. Gracias a nuestra presencia corporal, el 
mundo es un mundo humano, las cosas se convierten en símbolo y 
ofrenda y reciben el milagro de la autotrascendencia. Por otra 
parte, el cuerpo es esa parte privilegiada de mundo que 
observamos desde fuera y sentimos desde dentro: «Es, por tanto, 
la vía que nos conduce al adentro de todo», como escribía Lanza 
del Vasto.
Por otra parte, el cuerpo es la llave mágica que nos abre al 
encuentro con los otros. El cuerpo es expresión y lenguaje, tanto de 
acogida como de rechazo, de comunión como de desdén. El cuerpo 
percibe y realiza el misterio de la ausencia y de la presencia. La 
sabiduría popular ha plasmado esta experiencia ancestral en 
adagios que vinculan el amor a la mediación corporal, presencial: 
«Ojos que no ven, corazón que no siente», «Lejos de los ojos, lejos 
del corazón». Somos para los demás una «presencia» a través de 
nuestra corporeidad. Y somos para los demás ofensa y desplante 
cuando les ofrecemos nuestra ausencia corporal. Negar a otro el 
saludo, la presencia, la cercanía corporal, es negarle el amor.
Espacio del descubrimiento de mí mismo, de las cosas y de los 
demás, el cuerpo es por fin la mediación imprescindible en el 
encuentro con Dios. Desde la postración de Moisés ante la zarza 
ardiente hasta la experiencia teresiana del corazón traspasado por 
el amor, la vivencia fascinante y tremenda de la cercanía del 
misterio no puede por menos de afectar a la dimensión corporal del 
hombre. Pero la respuesta adorante y suplicante, por muy subida 
que sea, tampoco puede prescindir de la corporeidad. Ya Tertuliano 
nos decía con una frase preñada de hondo sentido cristológico: «La 
carne es el quicio de la salvación». Si Dios quiso ofrecer a este 
mundo la salvación, lo hizo aceptando nuestra carnalidad, viviendo 
la aventura de ser carne y hombre, aceptando la aventura 
arriesgada y osada de pasar por el vericueto de la corporeidad 
humana.
Por eso la Sagrada Escritura presenta el cuerpo humano con 
infinita dignidad. Es fruto de la atención creadora de Dios. Con 
rasgos antropomórficos se nos dice que Dios lo modela con mimo 
de alfarero (Gn 2,7). Y es fruto de la sabiduría afectuosa del Dios 
que lo modela, como reconoce Job en una plegaria que parece un 
alegato ante el creador de la carne: «Tus manos me han plasmado, 
me han formado, ¡y luego, en arrebato, me quieres destruir!» (Job 
10,8).
El cuerpo humano es, en consecuencia, una constante ocasión 
para la alabanza y la contemplación maravillada: «Tú has creado 
mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias 
porque me has escogido portentosamente, porque son admirables 
tus obras», o «porque soy un prodigio», como se encuentra en 
otros manuscritos (Sal 139,13-14).
Es cierto, sin embargo, que la Escritura ve al cuerpo humano en 
toda su ambigüedad. Camino de gracia es también camino de 
tentación. Es el hombre corporal el que come de un fruto del 
paraíso (Gn 3) o se prosterna ante un becerro de oro en las 
estepas del Sinaí (Ex 32). El cuerpo es símbolo de las opciones del 
hombre y de su fidelidad a la elección de Dios, pero es también 
símbolo de las opciones contra Dios. Algo de eso nos indica la 
historia paradigmática de Sansón. Cuando el hombre se mantiene 
fiel al proyecto de Dios, su mismo cuerpo se halla integrado en esa 
opción; pero cuando el hombre abandona a Dios, que es su fuerza, 
el forzudo no puede evitar su innata disgregación y debilidad (Jue 
16, 17.28).
Ambivalente como es, expresión de entrega o de rechazo, el 
cuerpo humano alcanza en el Nuevo Testamento su máxima 
finalización y glorificación. Aquí la carne se convierte en el medio de 
la salvación, es asumida por el Hijo de Dios. La Palabra se hace 
carne y tangibilidad, presencia corporal (Jn 1,14).
Si el cuerpo es el camino de la luz y de la gracia, como parece 
sugerir el prólogo de Juan, el cuerpo de Jesús se nos presenta 
como reflejo y presencialización de sus íntimos sentimientos. Jesús 
se cansa, mira con afecto o con enojo, y todo eso se percibe en su 
rostro (Mc 10,21.23; Mc 3,5; Jn 4,6). Y, finalmente, como signo 
sacramental de su entrega por los suyos "y por muchos", ofrece su 
propio cuerpo (Lc 22,19). Hasta la experiencia pascual de la 
resurrección no puede prescindir de la corporeidad. El Tomás que 
pide tocar el cuerpo del resucitado nos recuerda que no hay luz sin 
cruz, que no hay resurrección gloriosa sin el paso por la 
corporeidad crucificada: el glorificado es el mismo que el crucificado 
(Jn 20, 27). El nos ha redimido y ha redimido nuestra experiencia 
corporal desde su experiencia corporal, y al resucitar en su cuerpo 
ha glorificado nuestra corporeidad.
De ahí que, en consecuencia, el cuerpo del hombre entre en el 
marco de las mediaciones de la salvación. Santificado por la gracia 
sacramental en el bautismo, incorporado a la entrega del Cristo en 
la eucaristía, elevado a la categoría de signo del amor y de la 
fidelidad en el matrimonio, es ungido y acompañado por la oración 
al entrar en el mundo misterioso del dolor.
(·FLECHA-JR._QUEHACER.Pág. 69 ss.)