Natalia

 


Juan Manuel de Prada
2 de octubre de 2000

   

Así es como prefiere que lo llamen. José Antonio, un gijonés que padece «un estado intersexual de carácter patológico» —según palabras textuales de la sentencia que acaba de atender sus peticiones— decidió demandar ante los tribunales al Insalud, por haberse negado a financiarle una operación de cambio de sexo; un juzgado ovetense ha decidido, mediante sentencia, acceder a sus requerimientos e instar a la retractación al hospital que se negó a practicar esta atrocidad quirúrgica. En su exposición de motivos, la sentencia alega que, de no serle realizada la operación, José Antonio, o Natalia, podría suicidarse, arrastrado por la ansiedad y la angustia. Vemos, una vez más, cómo un humanitarismo postizo sirve como coartada a una tropelía contra el hombre, sin otro fundamento que esa demagógica apelación al «derecho de minorías» y cierto progresismo de pandereta. Vemos, una vez más, cómo el deseo lacayo de acceder a las reivindicaciones más desquiciadas y ese afán estulto de mostrar un pedigrí de tolerancia y modernidad conducen a un ministro de la justicia a sancionar jurídicamente un acto de crueldad contra un reconocido enfermo.

    A José Antonio, o Natalia, a quien —repito— la sentencia de este juzgado ovetense reconoce «un estado intersexual de carácter patológico», se le van a infligir varias mutilaciones para que por fin se reconcilie con su identidad oculta. El experimento me retrotrae a aquella época en que los dementes eran lobotomizados, en un intento quimérico de extraerles la piedra de la locura. Si a esta sociedad aún le restase una pizca de piedad, un leve rastro de humanismo, se avergonzaría ante esta sentencia execrable. A José Antonio, o Natalia, no hay que convertirlo en un monstruo de quirófano, sino aplicarle tratamientos psiquiátricos que alivien sus trastornos de personalidad. ¿Qué entendimiento bestial de la dignidad humana puede justificar esta intervención quirúrgica? ¿Ha reparado ese juzgado ovetense que su sentencia condena a José Antonio, o Natalia, a una existencia de marginalidad y abyección y burla? ¿Qué porvenir le aguarda a ese hombre, perturbado por un «estado intersexual de carácter patológico», cuando le hayan sido amputados sus atributos viriles? ¿Desde cuándo el expeditivo recurso del tijeretazo, la pura escabechina de quirófano, constituye una solución a «las terribles crisis de angustia» que su apariencia física produce a José Antonio, o Natalia? ¿Desde cuándo las enfermedades del alma se curan con un bisturí?

    Toda esta apoteosis de barbarie, toda esta atroz profanación del hombre no encontraría respaldo sin el fermento de una sociedad enferma, capaz de declinar en la defensa de unas mínimas convicciones de humanidad, con tal de satisfacer ese apetito hipócrita de progresismo o beatería laica que la corroe. A José Antonio, o Natalia, le aguarda un futuro aciago de escarnecimiento y prostitución, una paulatina muerte que acabará con su amputado cuerpo en algún lodazal de ostracismo social. Con un poco de suerte, quizá consiga ingresar en alguna troupe nómada donde se exhiban adefesios humanos, y hasta figurar en el elenco de alguno de esos programas televisivos por los que desfilan la degradación y la chabacanería. Esto debería saberlo el juez que ha dictado esta sentencia carnicera; lo sabe, sin duda alguna, pero ha preferido amparar este crimen aséptico —porque, para enfangarse las manos de sangre, ya están los cirujanos sobre los que se abate la sentencia— antes que arriesgarse a que lo motejen de retrógrado o cavernícola. Yo pensaba que las cavernas se hallaban allí donde se permite el expolio del hombre, la vejación de su vida y su dignidad, en aras de no sé qué absurdas imposturas. El delito de lesiones acaba de ser legalizado por un juzgado ovetense; José Antonio, o Natalia, es la víctima indefensa de esta aberración jurídica.

Gentileza de http://www.interrogantes.net para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL