EL HOMBRE, SEÑOR DE LA CREACIÓN

 

1. La plenitud de la humanidad se manifiesta también en la plenitud de toda la creación. La razón de ello está en la relación del mundo humano y extrahumano. La vida del hombre es una vida en el mundo y con el mundo y está unido a él por numerosas y profundas relaciones. Fuera de él no puede encontrar ni alcanzar un punto de Arquímedes para sacarlo de quicio. Sin embargo, el hombre es cabeza y señor de la creación. Fue llamado por Dios a la existencia cuando ya habían sido creadas las demás cosas, las estrellas, las rocas, las plantas, los animales, la luz, el agua, la tierra. Necesitaba todas estas cosas para existir. Por él y por amor a él fueron creadas todas ellas por Dios. Dios habló a los dos primeros hombres: "Procread y multiplicaos y henchid la tierra; sometedla, dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra" (/Gn/01/28). Con estas palabras se entregó al hombre el dominio sobre la tierra. Debe considerar su dominio como un feudo de Dios y realizarlo sometido a Dios. Lo que Dios dice es a la vez indicativo e imperativo.

Una forma especial del dominio del hombre sobre la creación es el hecho de dar nombres. Se narra en el Génesis: "Y se dijo Yavé, Dios: No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él. Y Yavé, Dios, trajo ante el hombre todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo los llamaría, y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera. Y dio el hombre nombre a todos los ganados y a todas las aves del cielo, y a todas las bestias del campo" (/Gn/02/18-20). En el hecho de poner nombres se expresa la unión del hombre con la naturaleza y su superioridad sobre ella. Dar nombre significa tanto como definir el ser. El hombre determina el ser de las cosas. Lo define válidamente. Lo define con sus palabras humanas, con su medida humana. Introduce su propia medida en las cosas y ella tiene validez para ellas. Al poner nombres crea orden entre las cosas. Al darles nombre determina su rango y su puesto en la eternidad. El mundo es confiado al hombre para que lo administre (Lc. 16, 1-13). Entre el hombre y el cosmos hay, por tanto, una estrecha relación. En la unidad total que surge entre él y la creación restante el hombre es el superior. Desde el punto de vista meramente cuantitativo, el fuego y el agua y el hierro son ciertamente más poderosos que el hombre. Pueden aniquilarlo. Pero en el hombre hay una fuerza que lo eleva sobre todas las cosas: el espíritu. Dice ·Pascal-B: "No tengo que buscar mi dignidad en lo espacial, sino en orden de mi pensamiento; poseer países no me servirá de nada. Por la magnitud espacial el universo es lo que me rodea y me devora como a un punto. Pero por el pensamiento soy yo quien lo abarca" (Vol. 2, 127).

El hombre realiza su unión con el mundo y su puesto dominante en él de múltiples modos; por ejemplo, en la respiración, en el comer, en el vestido, en la vivienda, en el conocimiento, en la configuración artística y en el trabajo cultural de cualquier tipo. En todas las formas de su dominio sobre el mundo configura la tierra. La profundidad de este proceso se expresa ya en el hecho de que el cosmos, tanto en el microcosmos como en el macrocosmos, se hace tanto más abigarrado y variado cuanto más se aproxima el hombre. Y a la inversa se hace tanto más monótono y uniforme cuanto más se aleja del hombre. En el universo hay distancias inimaginablemente grandes. Pero los acontecimientos cósmicos se mueven en un transcurso vacío y desolado. Donde el hombre no llega, impera el desierto y la soledad (Ph. Dessauer).

Este hecho significa que el hombre está en el centro del cosmos y a la vez es superior a todo el resto de la creación. La misma situación resulta del hecho de que la creación está abierta a las preguntas del hombre. El hombre hace a la creación las preguntas que ascienden de su propio ser. Lleva consigo su medida. Sólo cuando la creación está ordenada al hombre y lleva de algún modo la imagen del hombre en sí puede ser alcanzada por las cuestiones humanas y dar respuesta a ellas. En la misma dirección apunta una observación de la actual teoría del conocimiento. El conocimiento humano significa trato con el mundo, participación en su ser y en su vida. Los ensayos que la actual ciencia de la naturaleza ha hecho en los procesos atómicos aclaran esta importancia del conocimiento. Mientras que, según la concepción aristotélico-escolástica, el mundo se enfrenta como objeto al sujeto cognoscente, de forma que el hombre, en el proceso del conocimiento, no añade nada al ser de las cosas conocidas, mientras que, según Kant, el hombre imprime al ser desconocido de las cosas sus formas de intuición, según las concepciones de la actual ciencia de la naturaleza, el proceso del conocimiento ocurre cuando tanto el objeto como el sujeto contribuyen a la figura de lo conocido. Según la física atómica actual, los últimos elementos estructurales de la materia (ondas o partículas) se cambian cuando el hombre se dirige a ellos con sus aparatos de observación. El hombre sólo puede conocer la materia cambiada y configurada por el proceso de observación. El es, por tanto, quien da configuración al mundo material. Por esa actividad configuradora del hombre es ordenado el mundo. Si las cosas aparecieran a los ojos del hombre en su ser primitivo, despojadas de la forma que el hombre les da, darían la impresión de una complicación caótica. El mundo está, por tanto, creado de tal forma para el hombre, que puede recibir de él forma y orden. En esto se ve que el comportamiento del hombre tiene significación decisiva para el mundo.

Donde más claro se ve la ordenación recíproca de hombre y naturaleza es en la relación del animal con el hombre. Por una parte, el hombre presiente en el animal una extrañeza y cerrazón inevitables. Tiene una posesión inaccesible para el hombre. Por otra parte el animal está abierto al hombre, lo mismo que él está abierto al animal. Esta recíproca patencia es importante para ambos. Ante el animal el hombre puede hacerse consciente de sí mismo al darse cuenta de su parentesco y de su diversidad. El placer del hombre en contemplar al animal significa que el hombre ve en el animal algo significativo para él. Los animales tienen análogo simbolismo para los hombres. El hombre debe contemplarlos para recordar su propio ser. No es indiferente el tipo de imágenes que el hombre tenga. Determinan y alimentan su vida. Cumplen esta función, aunque el hombre no sea claramente consciente de su sentido. Cuanto más grande sea el simbolismo de las imágenes que viven en su interior para su propia vida, tanto más fecunda será la actividad que desarrollen. Las imágenes que el hombre se apropia al contemplar a los animales tienen un efecto de especiales características. Ello ocurre aunque no se explique reflejamente en su espíritu el simbolismo de los animales. Cuando el animal tiene fuerza simbólica para él, al contemplarlo se apropia de imágenes que tienen su fecundidad inconscientemente y sin análisis racionales.

Más importante que para el hombre es para el animal esta relación recíproca. Lo mismo que el hombre recuerda su propio ser por medio del animal, el animal es llevado a su verdadera forma de ser por el hombre. Al encontrarse con el hombre se realizan las diversas y opuestas posibilidades del animal. Vamos a aclararlo con algunos ejemplos. Si un niño sin malicia entra sin miedo en la caseta de un mastín y se echa a dormir, puede ocurrir que el perro no le haga daño alguno. El niño ha despertado las posibilidades buenas en el perro. Lo que puede sentir así, está contenido en el primitivo saber de ·Laotsé, sabio de la antigüedad china, que enseña: "Quien sabe dirigir bien su vida camina por el país y no necesita esquivar ni al tigre ni al rinoceronte... El rinoceronte no tiene en él dónde meter su cuerno; el tigre no tiene dónde hacer presa con sus garras..." Tal hombre no tiene sitios vulnerables ni mortales. El miedo es vulnerabilidad. El hombre puede, con su ser, poner al animal en buen orden con él. El ser del animal está abierto a este orden, no es para él una violencia extraña, es la plenitud última de la naturaleza animal. La misma comprensión de los animales encontramos entre los hindúes.

La contraprueba aparece en la siguiente narración: "Un buen hombre se había empobrecido y vivía como guarda de una viña. Todas sus posesiones consistían en diez perros pastores con los que compartía su cabaña. Estaban pendientes de él y obedecían su palabra. Una noche se emborrachó hasta perder el sentido. Cuando al día siguiente no apareció en el servicio, se abrió su cabaña y fue encontrado muerto y destrozado por sus perros. El hombre borracho no era señor de los animales. Los animales no lo reconocieron. Bastó una falsa acción del borracho para excitar la animalidad, para despertar el instinto del animal. La posibilidad más general por que yacía en sus profundidades. La decisión estuvo en el hombre, no en el animal." El hombre se convierte en destino del animal (Ph. Dessauer).

Esto suele ocurrir no raras veces, como si el animal tuviera un oscuro presentimiento de estas relaciones, como si esperara del hombre su verdadero ser, como si pusiera en él ciertas indeterminadas esperanzas. Algo parecido parece estar en juego cuando el animal no sólo mira y observa al hombre, sino que lo examina. De esto se puede deducir que el animal no sólo ve en el hombre al cuidador que le da comida, sino otra cosa y mucho más. Así puede ocurrir que un animal cuando tiene que ser operado no deje acercarse a sí a ningún hombre. Pero cuando está presente su dueño soporta paciente y sosegadamente cualquier dolor hasta que todo se acaba. Este ejemplo indica que el animal necesita de lo que el hombre hace.

2. El hombre, destino de la creación

Tales conocimientos nos dan un acceso a la comprensión del testimonio de la Escritura, según el cual el comportamiento del hombre tiene significación pancósmica, tanto en lo bueno como en lo malo. Según la Sagrada Escritura, el pecado del hombre trasciende el marco de la historia universal. Obra destructoramente sobre toda la creación.

La maldición que Dios pronunció sobre el hombre cae también sobre la creación de la que él es rey. En el Génesis se cuenta (/Gn/03/14-19): "Dijo luego Yavé, Dios, a la serpiente: Por haber hecho esto, maldita serás entre todos los ganados y entre todas las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu pecho y comerás el polvo todo el tiempo de tu vida. Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le morderás a él el calcañal. A la mujer le dijo: multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos y buscarás con ardor a tu marido, que te dominará. Al hombre le dijo: por haber escuchado a tu mujer, comiendo del árbol de que te prohibí comer, diciéndote: no comas de él, por ti será maldita la tierra, con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos, y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan. Hasta que vuelvas a la tierra. Pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres y al polvo volverás."

Según estas palabras, la caída del hombre significa una catástrofe para toda la vida de la creación. Con esto no se dice que antes del pecado del hombre hubiera imperado la libertad de la muerte y del dolor. Sólo el hombre tenía la promesa de no tener que morir. También para él debía terminar la forma de vida anterior al pecado y comenzar una nueva forma de vida celestial. Pero este fin no debía ocurrir como ahora nos ocurre en la muerte, sino en un proceso de transformación sin dolor. Sin embargo, no está revelado que el resto de la creación estuviera completamente libre de la muerte y del dolor. También en el estado anterior al pecado los animales tenían que vivir unos de otros y unos para otros. No se puede suponer que por el pecado padecieran los animales un cambio de estructura y se convirtieran, por ejemplo, de herbívoros en carnívoros. Es para nosotros un misterio impenetrable el aspecto de la vida antes del pecado para la creación no humana. Sin embargo, aunque la Escritura no atestigua para esa creación no humana la libertad del dolor y de la muerte, la rebelión del hombre contra Dios significa desgracia para toda la creación. En su apartamiento de Dios el hombre arrastró consigo a toda la creación unida con él. Se podría explicar este proceso de la manera siguiente: el cambio ocurrido por el pecado afecta primariamente al hombre, no a la naturaleza. La naturaleza produjo también antes del pecado cardos y espinas. Pero no eran cardos y espinas para el hombre. Sólo por el pecado se convirtieron en cardos y espinas para él. Por la rebelión contra Dios el hombre cayó en el egoísmo y obstinación. Su pecado era a priori egoísmo y orgullo. Estas actitudes son corroboradas continuamente por el apartamiento del hombre respecto a Dios. El egoísta y orgulloso no se dirige ya a la naturaleza del modo objetivo y lleno de amor que Dios había dispuesto, sino que en su administración del mundo es cómodo, caprichoso e interesado. La naturaleza no recibe, por tanto, de él lo que necesita para prestarle el servicio que él a su vez necesita. La tierra, la realidad objetiva, fue creada por Dios para que sirviera al hombre. El sentido más íntimo de la materia es servicio al hombre. Pero supuesto que las cosas realicen su ser y cumplan las funciones que resultan de él, es decir, de que presten al hombre los justos servicios, es el recto comportamiento del hombre frente a la materia. Esto implica amor y objetividad a la vez. El amor a la creación está condicionado por el amor a Dios creador. Donde muere el último muere también el primero. Cuando el hombre administra la tierra no con celo, sino con pereza, cuando la trata no según las leyes que Dios le dio, sino según su capricho egoísta, ella no puede producir ni dar lo que según la voluntad de Dios debía producir y dar. Entonces nace el hambre y la falta de protección y de orientación. La tierra se manifiesta como enemiga del hombre. Sin embargo es claro que la enemistad de la tierra contra el hombre está fundada en la enemistad del hombre contra la tierra. Por tanto, el apartamiento de Dios significa apartamiento de la alegría, de la vida, del orden, de la luz. Con el hombre cayó, por tanto, toda la creación en la tristeza, en la oscuridad, en el desorden, en la lucha y en la muerte. La muerte adquiere ahora otra profundidad y una gravedad antes no existente. Está unida a un tormento no existente en el paraíso. A menudo aparece, sobre todo si es prematura, como sin sentido y sin relación con la totalidad de la naturaleza. Los animales fueron expulsados, junto con el hombre, del paraíso. Dolor y muerte se convirtieron en suerte de la naturaleza. La caducidad, la vanidad, es el signo de la nueva situación del mundo. El orden del cosmos está entorpecido. La lluvia no llega ya oportunamente, el crecimiento se interrumpe, la tierra tiembla. Se lamenta de la crueldad y violencia que ocurren sobre ella.

El canto de alabanza de la criatura es superado en fuerza por el grito de la tierra debido a la sangre que tiene que beber (Gen. 4 10; lob 38, 41; Ps. 146 [145], 9). Grita a Dios pidiendo ayuda y misericordia. Dios la oye. Oye los gritos del cuervo pequeño lo mismo que el grito de la sangre de Abel. La contradictoriedad introducida en la creación por el pecado del hombre se convierte, del modo que acabamos de describir, en enemistad contra el hombre mismo. La naturaleza ya no sirve al hombre, señor suyo, con entrega evidente, porque no lo ve ya como señor de modo evidente y auténtico. Está llena de resistencia contra su trabajo y con frecuencia lo condena al fracaso. El mundo está lleno de crueldad e inquietud, lleno de perfidia y absurdos, lleno de mentiras y engaños. Los antiguos cuentos de los malos espíritus del bosque y del aire, que encantan y hacen daño a los hombres, manifiestan una oscura conciencia de esta primitiva fatalidad.

También Cristo ve en el estado de guerra entre el hombre y la creación, en las destrucciones del cosmos y en el crecimiento de la cizaña la obra del pecado humano (Mt. 13, 25-30; Mc. 4, 39).

Quien con más claridad ha descrito la relación entre el destino del cosmos y la decisión del hombre es el Apóstol San Pablo. Escribe a los Romanos (/Rm/08/18-22): "Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros; porque el continuo anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios, pues las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto."

Cuando San Pablo dice "sabemos" alude a que la corrupción introducida en el cosmos por el pecado es un hecho bien conocido y reconocido. La criatura está sometida a un oscuro destino por una voluntad extraña, por la voluntad del hombre. El es el responsable. Lo ocurrido a la creación por el comportamiento pecador del hombre, es el destino de la caducidad. Esto no significa -ya lo hemos acentuado, pero hay que decirlo de nuevo para que se mantengan lejos del paraíso todas las ideas fantásticas- que antes del primer pecado no existiera la muerte en toda la creación de Dios. Sólo al hombre le fue prometida la libertad de la muerte, pero no al resto de la creación, que estaba, por tanto, sometida a la ley de la muerte. Pero la muerte tenía otra significación. Era el modo en que una cosa servía con evidente entrega a otra hasta la destrucción de su propio ser y vida. Por el pecado, en cambio, se introdujo en la creación la muerte, que es una imagen del pecado, que, por tanto, es absurda para el hombre superficial que no tiene en cuenta el pecado (/Rm/05/12). Esta muerte impera en la naturaleza como una ley omnipresente. La caducidad es representativa para la creación. A cualquier parte que se mire se encuentra caducidad y corrupción. La creación ofrece el aspecto de la melancolía. También lo bello morirá (Schiller). La creación no puede representar simbólicamente la futura vida de gloria.

La creación, corrompida por el pecado, tiene que servir a la debilidad y caducidad a consecuencia del pecado humano. No es imagen de la vida imperecedera ni es capaz de dar al hombre vida inmortal. Sólo puede producir vida mortal. En todas las obras humanas hechas con material del cosmos está metida la muerte. También las obras amenazadas de caducidad, y al fin continuamente presas de ella, tienen que ser robadas a la naturaleza con los esfuerzos del hombre. La naturaleza presta incluso su servicio mortal contra su voluntad. Por eso al hombre que mira hacia la naturaleza y vive en ella le sale desde todas partes al paso la nada que amenaza arrastrar de nuevo a su abismo las cosas creadas por Dios. Quien se abandona exclusivamente a la dirección de la naturaleza está, por tanto, en peligro de caer en el nihilismo. Algún día la creación se levantará por mandato de Dios contra los hombres y completará su servicio de muerte en la aniquilación a que será entregada por su ateísmo (Apoc. 6; 8; 9; 11; 15; 16). Sin embargo, el destino de muerte no es el destino definitivo de la naturaleza. Lo soporta con repugnancia y hace muchos esfuerzos para liberarse de él. Continuamente trata de alcanzar su figura definitiva. Todo su florecer y madurar, todos sus desarrollos en el transcurso de su propia historia son ensayos continuamente emprendidos de formar en sí el modo de ser que dé solución a la maldición que pesa sobre ella. Todas las empresas culturales humanas son también ensayos de la figura definitiva de la tierra. No pueden alcanzar en definitiva los que desearían alcanzar; sólo tienen significación transitoria, pero incluso así tienen gran importancia. Son imágenes de la figura del cosmos que Dios mismo creará. La tierra y todo esfuerzo por ella tienen, por tanto, carácter escatológico. Desde el momento de su creación, fue destinada la tierra a su plenitud como a su fin. Como la historia y el cosmos están orientados a esa figura de la tierra, ni el hombre ni la naturaleza pueden ahorrarse a pesar del continuo fracaso los intentos de dar a la creación su figura definitiva. Esto es lo que quiere decir San Pablo cuando habla de que la naturaleza gime por su salvación

3. Cristo y la plenitud de la naturaleza

Sin embargo, aunque al hombre no le es posible liberarse por sus propias fuerzas de su perdición, tampoco la naturaleza logrará librarse de su caducidad por sus propias fuerzas. A pesar de todo, sus esfuerzos no son absurdos ni desesperados intentos. También a ella se le ha prometido que algún día logrará librarse de la caducidad, no como resultado de su evolución inmanente, sino como regalo de Dios. La creación será librada de la corrupción también por Cristo. San Pablo llama gemido a la ordenación hacia este estado. Del mismo modo que la naturaleza fue incorporada a la historia del pecado humano, también ha sido incorporada a la historia de la salvación humana. La criatura alcanzará su fin por medio del hombre. Cuando la historia humana alcance su meta, llegará a su fin también todo el mundo material. La relación entre el destino de la creación y la época de la salvación humana iniciada por Cristo se hace comprensible si pensamos que Cristo es el centro de la creación. Lo que antes dijimos de la significación del hombre en cuanto culminación de la obra creadora de Dios, logra su pleno sentido y su verdad completa, si consideramos a Cristo como compendio de todo lo humano. Si el hombre es cabeza y señor de la creación, ello vale de Cristo en el sentido más pleno.

Pues, en primer lugar, Cristo es el logos (/Jn/01/01ss.), el Verbo eterno del Padre, por el que fue creado el mundo. La significación creadora y conservadora del logos implica dos cosas: primero, el logos es el poder creador por el que Dios llama al mundo a la existencia y lo conserva en ella. Es en cierto modo el poder existencial del cosmos. Además, en el logos están configuradas y compendiadas las ideas divinas sobre el mundo, de forma que el mundo es la manifestación del logos. El mundo está, por tanto, referido al logos en su esencia y en su existencia, en su ser y en su facticidad.

Sin embargo, la relación del mundo a Cristo tiene otro aspecto; le compete por haberse encarnado. San Pablo escribe a los Colosenses (1, 13-17): "El Padre nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados; que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en El fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por El y para El. El es antes que todo y todo subsiste en El." En la Epístola a los Hebreos se dice (1, 1-3): "Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo el mundo; y que siendo el esplendor de su gloria y la imagen de su sustancia, y El que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la majestad en las alturas".

ENC/CREACIÓN: Habría que interpretar estos textos de la manera siguiente: lo mismo si el Hijo de Dios sólo hubiera querido hacerse hombre en un mundo caído en pecado para redimirlo, que si hubiera querido hacerse hombre también en un mundo que no conociera el pecado, la encarnación sería de todas las formas la coronación de todas las obras de Dios, porque Dios, en el orden real, quiso la encarnación de su Hijo desde la eternidad. Muchas palabras habló Dios al mundo. La encarnación es la última y más luminosa palabra que ha pronunciado dentro de la historia humana y de todo el cosmos. Todas las palabras anteriores que el Padre había dicho en la revelación natural o sobrenatural, fueron recapituladas y explicadas en Cristo como en un epílogo. Todas fueron habladas por esta palabra final. Todas las anteriores palabras fueron pronunciadas en el mundo por el Padre y a través del Hijo en el Espíritu Santo. Como todas estaban orientadas a la palabra final, no habrían sido pronunciadas si esta palabra final hubiera quedado callada. Todas las cosas y también nosotros tenemos la existencia por Nuestro Señor Jesucristo y para El (/1Co/08/06). El hecho de que existamos tiene su razón en Cristo porque nosotros existimos como los llamados por Cristo a la salvación y santificación. Por El y para El existe todo el cosmos. ·Scheeben ve bien estas relaciones cuando dice:

"Como el sol en medio de los planetas, así está Cristo en medio de las criaturas como corazón de la creación, del que fluyen luz, vida y movimiento a todos los miembros del mismo, y hacia el que gravitan todos, para descansar en Dios en El y por El. A primera vista y en la vida práctica vemos el sol como una fuente de energía para bien de la tierra, y también solemos comprender a Cristo como liberador y auxiliador enviado por Dios, como nuestro Jesús de quien tenemos que esperar todas las cosas. Pero lo mismo que a lo largo del tiempo la ciencia ha demostrado que no es la tierra la que atrae al sol, sino el sol a la tierra, la teología científica tiene que penetrar para comprender a Cristo en toda su significación hasta considerarlo como centro de gravedad de todo el orden del universo" (Die Mysterien des Christentums, edit. por Josef Hofer, Freiburg 1941, 371).

En el mismo sentido llama San Pablo a Cristo segundo Adán (/1Co/15/45). Lo mismo que la vida del primer Adán fue decisiva para el destino de la creación, lo fue también la vida del segundo Adán. La rebelión del primer Adán fue una catástrofe para el cosmos y la obediencia del segundo iba a traer salvación al universo. Cristo tuvo significación no sólo panhistórica, sino también pancósmica. Cristo pone un nuevo comienzo a la humanidad y al cosmos.

Este nuevo comienzo fue fundado por El sobre todo con su muerte y su resurrección. Por la muerte y resurrección fue transformada la creación de Dios. Del mismo modo que la creación tuvo que tomar parte en la perdición del hombre causada por el pecado, pudo tener parte en el nuevo modo de existencia creado por la muerte y resurrección. La nueva situación del mundo está, por tanto, caracterizada por la muerte y la resurrección. Estos dos acontecimientos sellan todos los sucesos del mundo.

Por una parte, por la caída de Cristo ocurrida en la muerte se confirma la caducidad del mundo en grado sumo. Si el mismo Hijo de Dios entrado en la historia humana, y que en su núcleo personal más íntimo no tenía ninguna parte en la muerte, se sometió al destino de muerte en la naturaleza humana asumida por El, que estaba formada de la materia de la tierra caída en maldición, la creación no puede tener ninguna esperanza de sustraerse al destino de la muerte. Por la Cruz fue confirmado de nuevo su destino de muerte, que reveló en la Cruz de Cristo su última validez y su ineludible seriedad. Desde la Cruz de Cristo se subraya la caducidad del mundo. Desde que fue levantada en el mundo la Cruz de Cristo, la caducidad del mundo se manifiesta como propiedad esencial mucho más aún que antes. La Cruz de Cristo es el centro del mundo que atrae hacia sí a todo el cosmos parte a parte. Expresión de esta situación son todas las catástrofes. En la destrucción de ciudades y casas, en la catástrofe de países y reinos se revela continuamente que el cosmos está bajo la ley de la Cruz. El moribundo cuerpo de Cristo se dibuja en la destrucción a que han sido condenadas las cosas de este mundo. La Cruz de Cristo confirma, por tanto, con claridad definitiva, que todos los intentos del cosmos para alcanzar su figura definitiva con sus fuerzas inmanentes tienen que estar en definitiva condenados al fracaso. El cosmos existe en estado de decadencia. Es una realidad en demolición.

Sin embargo, lo mismo que la muerte de Cristo fue para El un paso hacia la vida imperecedera, cualquier caída y destrucción en el cosmos es también un paso hacia una nueva forma de existencia. Porque el cosmos participa en la muerte de Cristo y participa también, por ser Cristo su cabeza, en la vida gloriosa de Cristo. Esta participación ocurrirá en su forma definitiva en el futuro, en el nuevo eón desarrollado al fin de la historia. Entonces alcanzará el cosmos su modo de existencia definitiva intentado por él mismo en esfuerzos siempre repetidos, pero fracasados. Lo llamamos cielo nuevo y tierra nueva.

CR/MISTERI-PAS: Esta forma de existencia definitiva dada por Dios al fin de los tiempos le ha sido infundida al cosmos ocultamente desde el momento de la resurrección de Cristo. Al cosmos le han sido dadas en cierto modo, fuerzas de resurrección. Está traspasado por la vida gloriosa de Cristo. Los Padres de la Iglesia expresan a veces la idea de que en la resurrección de Cristo resucitaron no sólo los hombres, sino también las cosas e incluso todo el cosmos, es decir que la caducidad y la muerte fueron superadas desde la raíz Dice por ejemplo ·Ambrosio-SAN: "En El (Cristo) resucitó el mundo, en El resucitó el cielo, en El resucitó la tierra" (De excessu fratris Satyri I. II = De fide resurrectionis). Por Cristo se hizo una nueva creación (2 Cor. 5, 17; Gal. 6, 15). El es el primogénito de la creación (Col. 1, 15). Las fuerzas de resurrección y transformación infundidas en el mundo desarrollan actividad viva desde la venida del Espíritu Santo. Con el Espíritu Santo, que es el aliento amoroso que va del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, se hizo presente en la comunidad de los cristianos, y, a través de ella en todo el cosmos, el amor creador que flotaba sobre las aguas al comienzo de la creación y configuró el caos en cosmos (Gen. 1, 2), que formó el cuerpo del logos encarnado, que lo consagró para el sacrificio de la Cruz, que lo resucitó de entre los muertos y le dio vida gloriosa y mortal. El Espíritu Santo apareció en todos estos procesos como fuerza vital inagotable y todopoderosa y como poder ordenador. Cuando el Padre lo hizo descender sobre el cuerpo muerto de Cristo éste revivió y fue penetrado por el Espíritu divino de forma que alcanzó existencia inmortal. De la naturaleza humana glorificada del Señor fluye el Espíritu, según la voluntad del Padre el día de Pentecostés hasta la tierra para transformarla a imagen del resucitado. Desde entonces actúa el Espíritu Santo, el Espíritu del amor, de la vida y de la alegría, en la configuración de la tierra. En la liturgia es comparado al fuego. Su actividad tiende de hecho a abrasar en el fuego de su amor las actuales formas del mundo en que se revelan la caducidad, la insuficiencia, la indigencia del mundo, a la que son inherentes las lágrimas y gemidos de los hombres, y a crear una existencia de inmortalidad y alegría; el Espíritu Santo hace muchos intentos para crear esta nueva forma de existencia antes de darle su figura definitiva. La palabra de la predicación, en la que hace oír el amor de Dios, los signos de los sacramentos, en los que se hace visible su amor son comienzos continuamente repetidos. Incluso de cualquier ensayo consentido de configurar el mundo, desde la transformación de la materia en comida humana hasta las obras supremas del arte, podemos decir que están de algún modo bajo la influencia transformadora del Espíritu Santo. En todas estas configuraciones y figuras actúa con diverso poder el Espíritu Santo, que dará al mundo su figura definitiva cuando suene la hora determinada por el Padre. Entonces al golpe de su verdad y de su amor perderá el mundo su figura actual y alcanzará la figura nueva pensada desde el principio, anhelada a través de los siglos y emprendida repetidas veces, aunque no lograda. Estará caracterizada por el hecho de ser causada por el Espíritu Santo, espíritu de amor y de alegría. La figura y orden definitivos del mundo serán por tanto una figura y un orden del amor. En ellos imperarán el amor y la verdad. Será por tanto lugar y manifestación del pleno reino de Dios.

CREACION/TRANSFORMACION: La transformación de la creación fue profetizada en el AT. En Isaías (65, 17) se dice: "Porque voy a crear cielos nuevos y una tierra nueva, y ya no se recordará lo pasado y ya no habrá de ello memoria." "Porque así como subsistirán ante mí los cielos nuevos y la tierra nueva que voy a crear, dice Yavé, así subsistirá vuestra progenie y vuestro nombre" (Is. 66, 22).

El nuevo estado del mundo iniciado por Cristo fue simbolizado, como antes dijimos, por algunos sucesos de su vida terrena. Cuando convirtió el agua en vino, o con unos pocos panes calmó el hambre de millares, o apaciguó la tormenta, o caminó sobre el mar, o hizo caer la presa en las redes de los discípulos en la pesca milagrosa, se trataba de signos expresos del estado en que el mundo ya no será opuesto al hombre, sino que se entregará servicial a él como a su señor. Lo que hizo Cristo durante su vida terrena en algunos lugares de la tierra, lo hizo radicalmente para todo el cosmos en su muerte y en su resurrección, aunque al principio solo ocultamente. Pero la transformación oculta del mundo se hará algún día visible. Se revelará al fin de la historia cuando todo el mundo se transforme. Actúa ya en la figura del mundo del eón presente cuantas veces se realiza un sacramento, sobre todo en la Eucaristía. La transformación que ocurre en ella anticipa en cierto modo la futura transformación universal. La transformación implica la caída de todas las formas actuales de existencia de este mundo. En esta catástrofe final se compendian todas las desgracias y catástrofes particulares del eón presente. En la transformación de la creación a ella unida se resumen también todas las transformaciones parciales anteriores y son llevadas a su fin ultimo.

Cuando Cristo profetiza en su discurso del juicio la catástrofe final, promete a la vez un cielo nuevo y una tierra nueva. La relación entre la caída y la nueva configuración se expresa claramente en la segunda Epístola de San Pedro. En ella se dice (/2P/03/10-13): "Pero vendrá el día del Señor como ladrón, y en él pasarán con estrépito los cielos, y los elementos, abrasados, se disolverán, y asimismo la tierra con las obras que en ella hay. Pues si todo de este modo ha de disolverse, ¿cuáles debéis ser vosotros en vuestra santa conversación y en vuestra piedad, en la expectación de la llegada del día de Dios, cuando los cielos, abrasados, se disolverán y los elementos en llamas se derretirán? Pero nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia." Según el Apocalipsis de San Juan, el cielo y la tierra huyen (Apoc. 20, 11). Huyen al abismo, que para ellos es una caída creadora. Su actual forma de existencia desaparece de forma que San Juan no puede verlos ya en el nuevo eón. Desaparece todo lo que pertenece al actual modo de existir del cielo y de la tierra. Cuando San Juan usa las palabras cielo nuevo y tierra nueva, significa con ello toda la creación. La creación causada por la acción de Dios, según el primer capítulo del Génesis, serán transformadas al final de la Historia. Cielo y tierra tienden, desde el primer momento de su existencia hacia ese estado definitivo. A través de todos los acontecimientos de la historia, a través de todos los sucesos del mundo, la creación camina desde su primera hora hacia esa figura final. Será alcanzada cuando Cristo vuelva a entregar al Padre la creación que se la había huido en cierto modo por el pecado del hombre. Al final de los tiempos Cristo volverá a poner en manos del Padre el mundo, que es su propiedad y herencia. Durante su vida terrena, durante todo el transcurso de la historia humana se entregó a si mismo y por tanto el mundo unido y perteneciente a El, al Padre. Esta entrega alcanza su plenitud cuando El sale de su ocultamiento y cumple su propia obra (l Cor. 15; 24-28).

Dentro de la historia Cristo cumple su función transformadora del mundo por medio de los hombres, sobre todo por medio de los hombres unidos a El en la fe, esperanza y caridad. Todo lo que los hombres hacen por la configuración del mundo con esfuerzo y amor, sea en lo político, en lo económico, en lo social, en lo científico o cultural, es, según su sentido último, acción de Cristo por medio de los hombres. Sólo está en contradicción con la actividad de Cristo lo que se omite por pereza o se echa a perder con odio y orgullo. Cierto que los esfuerzos transfiguradores del hombre no pueden producir jamás la figura definitiva; sólo puede hacerlo Dios creador; pero tales esfuerzos tienen significación precursora. No desaparecerán en el cielo nuevo y en la tierra nueva, sino que allí serán sublimados en el doble sentido de que pasará sus formas intrahistóricas y de que entrará en la figura definitiva del mundo un contenido permanente. El cielo nuevo y la tierra nueva son por tanto sellados por los esfuerzos humanos a favor de la creación, y ello en doble sentido: por una parte, el contenido objetivo de lo creado por el hombre pervivirá por toda la eternidad en el cielo nuevo y tierra nueva con figuras apropiadas; además, el nuevo cielo y la tierra nueva resplandecerán del amor que el hombre dedicó a la creación. Todo lo que el hombre hace dentro de la historia tiene, por tanto, un aspecto perecedero y temporal y otro inmortal. De nuevo se ve aquí que el mundo es escatológico tanto en sus figuras objetivas como en los esfuerzos humanos subjetivos en él ocurridos. Todo lo que nace en la creación y todo lo hecho por el hombre tiene carácter escatológico.

4. Transfiguración de la creación

Mediante la entrega del mundo al Padre éste alcanza la forma de existencia que Cristo alcanzó como modelo en su glorificación, la forma de existencia de la transfiguración. Se puede caracterizar de modo semejante a como es caracterizado el cuerpo glorificado de Cristo o los cuerpos de los resucitados. Isidoro de Sevilla (De ordine creaturarum, Cap. 11, n.° 6 ; PL 83, 943) explica: "Para los nuevos cuerpos será creada una tierra nueva, es decir, el ser de nuestra tierra será transformado; pasará a un estado espiritual y después no estará sometida a cambio alguno." El mundo así transformado tendrá persistencia, fuerza y belleza. Será configurado a imagen del cuerpo glorificado de Cristo. El cuerpo de Cristo sella toda la creación. Como antes hemos visto, el mundo lleva la imagen del hombre. Si Cristo resume y eleva lo humano, la mirada de hombre que nos contempla desde el mundo se convierte en mirada de Cristo. Sin embargo, mientras dura la historia terrena sólo es perceptible para los creyentes. Cuando el mundo tenga su modo definitivo de existencia, la mirada de Cristo glorificado acuñará todo el cosmos de forma que pueda ser vista por todos los habitantes de la nueva Jerusalén celestial. Como el cuerpo glorificado de Cristo está penetrado de la luz y fuego de la verdad y del amor al Padre, el cosmos configurado a su imagen estará también lleno de la luz y fuego de la verdad y amor del Padre. De todas las partes del mundo glorificado saldrá al encuentro la mirada de la verdad y amor personales. Dios será todo en todas las cosas (I Cor. IS, 28). El mundo glorificado no carecerá, como hemos visto, de los valores que le pertenecieron en otro tiempo. Es atestiguado por el Apocalipsis de San Juan. Esto significa el hecho de que sean conservados en el cielo nuevo y en la tierra nueva todos los tesoros del Poderoso (Apoc. 21 24). Se expresa esto especialmente en la metáfora de las piedras preciosas de las que está edificada la futura ciudad celestial Aunque, como hemos visto, la visión de la Jerusalén celeste tiene que ser primariamente referida a la nueva humanidad, también debe ser entendida del cielo y de la tierra transformados.

La fe en el cielo nuevo y en la tierra nueva es una confesión de la máxima dignidad de la materia. La materia será puesta algún día en un estado capaz de dar expresión no sólo al espíritu humano sino también al espíritu divino. Esto será lo que le dé su máxima dignidad y belleza. Quien espera a este estado del cosmos puede rezar: Que pase la figura de este mundo (Apoc. 21, 1). En boca de quien tiene tal esperanza tal oración no es una palabra de desprecio al mundo, sino del amor más íntimo y poderoso al mundo. Quien reza así conoce un orden en el que el mundo está libre del peso de la caducidad y existe en pura perfección. Comparada con tal esperanza, la concepción materialista del mundo, que no conoce más que la materia y sus leyes, se manifiesta como una desesperada visión del mundo. Aunque el hombre que piensa así del mundo se entregue a él con todas las fibras de su corazón, no logrará liberar al mundo y a su propia vida del poder omnipotente de la muerte. En definitiva, ha apostado por nada. Pero también la huida espiritualista del mundo está en contradicción con la esperanza del cristiano, ya que ésta se refiere a la corporalidad. La salvación en que cree el cristiano es, en su última figura todo-abarcadora, el cielo y la tierra transfigurados, sobre los que se reúne la humanidad salvada en torno a Cristo glorificado y canta al Padre en el Espíritu Santo su eterno himno de alabanza y de acción de gracias. Aparte de éste no hay ningún otro camino. El tiempo se detendrá. El mundo y la historia habrán llegado para siempre y definitivamente a su meta.

Este estado del mundo no significa un reposo eterno del que haya que temer hastío y aburrimiento. Pues la luz y fuego de Dios fluyen en eterna corriente por todas las venas de la naturaleza hasta los hombres glorificados. Estos acogen en sí el esplendor y la gloria de Dios en un proceso continuado. En el cielo nuevo y en la tierra nueva hay por tanto un continuo acontecer de la máxima intensidad. Como la fuerza del esplendor y fuego divinos tienen una intensidad ante la cual todos los acontecimientos del mundo, incluso los astronómicos, no son más que lejanos rumores, el dinamismo futuro del mundo que se nos ha prometido trasciende todas las imágenes que podemos tener por la experiencia. Podemos suponer que la luz y fuego divinos traspasarán con más intensidad cada vez la creación transformada, de forma que la humanidad que vive en tal creación pueda comer y beber cada vez con más claridad y energía la misma gloria de Dios que se manifiesta en el mundo transformado.

Entonces alcanzará su máxima plenitud el sentido de todas las obras de Dios. Mientras que en el presente eón el mundo vela muchas veces la gloria de Dios, entonces brillará por el esplendor de esa gloria. Será un perfecto espejo de Dios y la forma máxima de la revelación divina. Entonces alcanzará su plena validez el valor que Dios concedió a la obra de su creación. La creación se revelará como buena e incluso como muy buena (Gen. 1, 1-26).

Este estado será la forma final del reino de Dios, si el reino de Dios consiste en la imposición de su señorío en este mundo, el cielo nuevo y la tierra nueva son la máxima realización de tal reino dentro de las posibilidades de la creación. Cierto que tampoco el cielo nuevo y la tierra nueva serán representación exhaustiva de la gloria de Dios; es imposible para la criatura; expresar la gloria de Dios Padre exhaustivamente sólo le es posible al Hijo, porque tiene el mismo ser y vida que el Padre. Pero la creación transformada expresa la gloria de Dios del modo supremo concedido por Dios a las criaturas. El cielo nuevo y la tierra nueva se integran así en un cántico todo-abarcador de alabanza a Dios.

Schell describe así la vida del futuro eón: "Cuando haya entrado el número perfecto de los elegidos en la contemplación de Dios, cuando el cuerpo de Cristo haya alcanzado la edad perfecta de la Cabeza, cuando la naturaleza transformada se haya desposado con el Espíritu lleno de Dios en viva alianza de paz y para toda la eternidad; cuando la muerte y el pecado hayan sido vencidos y Dios sea todo en todas las cosas, toda la comunidad de los bienaventurados ángeles y hombres, del mundo de los espíritus y de los cuerpos, cantará unánime y llena de animación, inflamada de Dios, el salmo de acción de gracias en que toda virtud, todo mérito y todo carácter es un acorde; todo talento, todo arte y toda ciencia, una palabra; todo estado, todo destino, todo orden, un sonido; todo pueblo, toda época y todo el mundo, un tono: y todos juntos un canto animado de alabanza en honor del misericordioso, que sale al encuentro desde el pasado y el futuro al asombrado espíritu, un canto de alabanza tan potente como el mundo de Dios, tan rico como eI tiempo y la eternidad, y tan íntimo como el amor divino: un salmo en el que la Palabra infinita resuena con el fuego y energía deI Espíritu Santo de cielo a cielo, de generación en generación, de eternidad en eternidad (Apoc. 4, 8). Santo, Santo, Santo, es Dios el Señor, Todopoderoso que existía, que existe y que viene. Aleluya."

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961 pág. 292-310