EL HOMBRE, SER EN EL MUNDO
conclusión

 

3. REVELACIÓN

«El sentido del mundo ­dice Wittgenstein­ debe quedar fuera del mundo. En el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor. Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de todo lo que ocurre y de todo ser-así» 6 Debemos añadir: el mundo no se justifica por sí mismo, sino por algo que lo transciende: Dios, de quien recibe su sentido; ni tampoco termina en su aquí y ahora, sino que posee un futuro. Así se manifiesta la doble «apertura» del mundo: transcendente e histórica. La Biblia la expresa a través de la idea de creación: Dios, que está en el origen del mundo, está también al final porque le conduce hacia su «nueva creación».

a) El mundo como «gratuidad»

MUNDO/GRATUIDAD CREACION/GRATUIDAD: El hecho de la Creación rompe la soledad del hombre en el mundo. Este pudo ser primitivamente un interlocutor válido: el hombre «religioso» y el místico pueden dialogar con el mundo; pero el hombre actual ya no puede hacerlo, al menos con la profundidad y sinceridad con que lo hicieron aquellos. Por eso se encuentra solo. Pero si el mundo es creación de Dios, entonces adquiere un significado, ya que se convierte en mediación del diálogo con Dios y ha de ser aceptado como don y como gracia. Es este segundo aspecto el que vamos a considerar ahora, dejando el primero para el párrafo siguiente. Ahora bien, el carácter de gratuidad del mundo significa al menos dos cosas: que existe gratuitamente ante Dios, y que ha sido dado como don gratuito al hombre.

El mundo existe gratuitamente ante Dios

El tema de la creación del mundo por Dios lleva incluida tradicionalmente la idea de finalidad: Dios crea para su gloria y entrega el mundo al hombre. Surge de aquí una visión «teleológica» (del griego «telos», fin), es decir, una visión del mundo desde y hacia el fin para el que Dios lo ha creado. El cristiano ha sido enseñado a considerar así el mundo. Lo cual no deja de tener algunos inconvenientes graves. El primero de ellos es que, al ponerse el fin de la realidad que nos rodea fuera de ella, tiende a ser desvalorizada, hasta el punto que de ser un «medio» o un «lugar de paso», se convierte en un peligro del que hay que separarse.

Pero hay otro inconveniente: el pensamiento filosófico, ya desde los atomistas griegos, pero sobre todo a partir de la Edad Moderna, ha combatido fuertemente la teleología. Spinoza, por ejemplo, en un pasaje famoso de su Etica, se burla de los que piensan que «el mundo ha sido creado para el hombre y éste para Dios». Un mundo concebido teleológicamente, añade, es un mundo concebido «al revés»: la causa no está al final (como causa «final»), sino al principio (como causa «eficiente»). Aquí no hay sino un burdo prejuicio: del hecho que los hombres obran siempre por un fin, han llegado a pensar que la Naturaleza obra también del mismo modo. Menos mal, concluye Spinoza, que las matemáticas ­que no tratan en absoluto acerca de finalidades, sino únicamente sobre esencias y propiedades­ nos han enseñado otra manera de pensar. Sin detenernos en las célebres críticas de Kant a la prueba de la existencia de Dios basada en el orden teleológico del mundo, podemos referirnos mejor a algunos autores contemporáneos. Desde el campo de la biología están las críticas de J. Monod en una obra que hizo mucho ruido: «El azar y la necesidad», a la que ya hemos hecho alusión más arriba. En el campo de la filosofía se ha ocupado especialmente del tema N. Hartmann, cuya última parte de su monumental Ontología se titula justamente «El pensar teleológico» (1954). Hartmann se rebela contra «ciertas maniobras de la metafísica», y en concreto contra su «irresistible tendencia a la teleología». En efecto: «En el principio del humano pensar estaba el fin.» No es posible aquí ni siquiera intentar un breve resumen de cuanto Hartmann dice. Bastará recoger este dato: entre los motivos de la «conciencia ingenua», que no puede pensar sino teleológicamente, se incluye «la repulsa de lo sin sentido», es decir, la «tendencia primitiva a buscar en todos los sucesos un 'sentido' o un 'destino'». Detrás de esta tendencia se encuentra «lo insoportable de lo sin sentido, que se siente como opresivo». Y añade Hartmann:

«El hombre se subleva simplemente contra la posibilidad de que no haya absolutamente ningún sentido; con la fe quiere lograr por la fuerza que haya un sentido: no quiere mirar a la cara de lo real como algo absolutamente indiferente para con él.` Cree, en efecto, que la vida no valdría la pena en otro caso. Brega con el destino, con el curso del mundo, con el orden del mundo» (Ontología, V, México, 1964, pág. 244).

No hay por qué entrar ahora en una justificación del pensar teleológico. Es un modo de pensar distinto, pero tan válido como otras formas de pensar. Lo que aquí vamos a tratar de mostrar es que, aun prescindiendo del fin, el mundo puede tener un sentido. Es decir, que aun negando que el mundo pueda tener un «sentido» (como fin «en cuyo sentido» se encamina), el mundo no deja de poseer un «sentido» (como valor en sí mismo). El relato de Gén 1 no dice expresamente que Dios cree el mundo con un fin determinado, ni siquiera se deduce claramente que lo cree para el hombre; pero sí dice que Dios se complace en el mundo, que lo encuentra «bueno». En definitiva: Dios ama al mundo (Jn 3, 16): «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has creado. Y ¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia si tú no las hubieses llamado?» (Sab 11, 24-25). Dios es el «amigo de la vida» (Ibid., v. 26). La creación se convierte en un acto de amor gratuito: el mundo es «gracia», y por ello, también, plenitud de sentido. Ha sido llamado y elegido por Dios: la misma Palabra que es vocación para el hombre lo es para el mundo.

La idea del amor y complacencia de Dios por el mundo se puede expresar a través del simbolismo del JUEGO, que permite destacar el carácter de gratuidad de la creación. Realmente, el tema no es nuevo. Heráclito decía: «El tiempo es un niño que juega y desplaza los dados: ¡el reino es de un niño!» La oscura sentencia hizo fortuna: Proclo habla del demiurgo que juega haciendo el cosmos, y Clemente de Alejandría de un Zeus que juega un juego de niños. Y Nietzsche pone de manifiesto la gran originalidad de Heráclito, quien ante el juego de unos niños pensó lo que nadie podía pensar: «el juego del gran niño del mundo, Zeus». El mismo Nietzsche dice en otro lugar: «El juego, lo inútil ­como ideal del exceso de fuerza, como lo 'infantil'. La infantilidad de Dios, el niño de niños». El pensamiento hindú se halla en el mismo registro. Dios no crea por necesidad alguna, ni por obtener ningún beneficio: la creación es un juego (lila). Es verdad que según los Upanisadas el mundo se convierte para el hombre en un juego mágico (maya), un sortilegio del que se ha de escapar por la meditación, pero esta otra concepción peyorativa del Juego no elimina la anterior. El Bagavad-Gita hace ver que el mundo no es sino el juego que Dios se ofrece a sí mismo, al «mover todos los seres como marionetas en el teatro». Si los brahamanes pensaron que el hombre debe retirarse del juego, Krishna le pide que participe en él, ya que no se trata de liberarse de toda actividad, sino que la perfección está en la actividad gratuita: «El hombre que actúa con total desprendimiento ha alcanzado el fin supremo.»

Quizá esta idea del juego pertenezca al inconsciente colectivo de la humanidad y revele una cierta añoranza del paraíso perdido. Si el mundo debería llegar a ser el lugar del juego de los hombres, y no del trabajo alienante y agobiador, no puede haber sido creado como un trabajo de Dios, sino como un juego divino. Los Proverbios (/Pr/08/30-31) hablan, en efecto, de la Sabiduría de Dios, que «todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, disfrutaba con los hombres».

JUEGO: Los estudios recientes sobre el juego son muy numerosos, así como los estudios sobre esa forma de juego que es la fiesta. Y puede decirse que existe un cierto acuerdo en la descripción de sus caracteres fundamentales. El juego es inútil: no se juega para algo; por ello es gratuito: se juega por jugar, por el placer, el gozo, la expansión del espíritu y la alegría del juego mismo. Se trata de una actividad libre: el juego surge de la pura espontaneidad y se mantiene mientras ésta dure; nadie puede ser obligado a jugar, ni forzar a los otros a que le acompañen en su juego. Se crea un tiempo y un espacio singulares: cuando se juega, el tiempo pasa «como en un voleo», y los jugadores entran en un «campo» en el que todo es diverso, en el que no existe sino el juego mismo. Rigen allí leyes y normas diversas que carecen del carácter de lo impuesto, ya que son vividas y queridas para poder mantener el juego mismo, y que igualan a todos; es un orden en el que se entra y que ejerce un hechizo. Un hechizo y una liberación: en el juego se liberan energías y posibilidades, y por ello se convierte en una purificación. También el hombre es liberado de su soledad: no se sabe bien, muchas veces, si se busca al otro para jugar, o si se juega para buscar al otro. Crea así el juego una comunidad que va más allá del mismo juego: la unidad y amistad permanecen después de haber jugado.

¿Cómo no va a ser, entonces, la creación el «juego de Dios»? El mundo es, por ello, «gracia» de Dios y la creación actividad «graciosa», en todos los sentidos de la palabra: porque es gratuita y porque está llena de espontaneidad, frescura, originalidad. El mundo adquiere así pleno sentido para el hombre, ya que se convierte no sólo en el lugar creado por el juego de Dios, sino donde Dios invita al hombre a jugar con El, a sentir el mismo gozo de crear.

¿Visión demasiado ingenua? ¿Aparece realmente la vida como un juego, o más bien como «lo serio», aquello a lo que «no se puede jugar»? Sin embargo, quizá no hay nada más «serio» que el juego de la creación, también precisamente porque el hombre vive alejado de él. Es verdad; ya ni sabemos ni podemos jugar al vivir, hemos perdido la espontaneidad y la libertad: «¿Cómo cantar los cánticos del Señor en tierra extranjera?» (Sal 137, 4). El juego aparece, entonces, como la utopía por la cual es preciso luchar, como el injusto privilegio de unos pocos que juegan a costa del dolor de la mayoría y también, quizá, como la huida de la realidad de los esclavos que juegan a ser libres. Pero el juego aun en las presentes circunstancias, podría ser un camino ­para no decir el único­ de liberación. Lo que comienza siendo juego de niños puede terminar en una revolución; la fiesta termina en desorden (negación del «orden» establecido). Todo depende de que el pueblo se dé cuenta de «a qué se juega», y desde qué situación; si se es capaz de jugar a ser libres desde la conciencia de la opresión. Entonces la libertad «jugada» será una libertad «gozada» (en el juego) y llegará a ser libertad «reclamada» (en la realidad). Es típico del juego el que no se tolere su interrupción desde fuera. La alienación de la vida terminará por aparecer como una interrupción intolerable de la vida vivida sin alienaciones en el juego y en la fiesta.

Jugando, descubre el hombre el mundo de la «gracia», de lo gratuito: un mundo que no es el suyo, pero que podría llegar a serlo porque de algún modo ya lo vive en la amistad y en el amor. Y atisba el Reino de Dios prometido como una utopía quizá realizable, ya que se siente capaz de disfrutarla en sus realizaciones imperfectas. Pero también descubre que sólo la alcanzará si pone en acción su propia capacidad creadora, que es una imitación de la acción creadora y en la que se manifiesta su condición de hijo de Dios:

«A la libre creación por pura complacencia divina como símbolo cósmico, corresponde la filiación divina como símbolo antropológico. Es lo que quiso indicar Jesús volviéndose de los niños a los apóstoles: 'En verdad os digo: quien no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él' (Mc 1, 15). No sabemos si la sentencia de Heráclito era conocida en tiempos de Jesús y si llegó a sus oídos. Los padres de la Iglesia que nos han transmitido el dicho de Heráclito vieron siempre en él algo de común» (J. MOLTMANN, Sobre la libertad, la alegría y el juego, Salamanca, 1972, pág. 33)

El mundo ha sido dado como don gratuito al hombre

La creación es el modo como la Biblia afirma la soberanía absoluta de Dios sobre el mundo: el creador es el dueño de todo, también del hombre: «Tú eres mío» (Is 43, 1). Por eso el que Dios entregue el mundo al hombre habla de la totalidad del don y de sus límites: «Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios» (1 Cor 3, 22-23). El creyente vive el mundo como don de Dios; de ahí procede una actitud de confianza ante la vida, una confianza radical en la bondad del mundo basada en el convencimiento de que el Creador del mundo es el Padre de Jesucristo y de todos los hombres:

«¿Por qué preocuparos a causa de la ropa? Aprended de los lirios del campo, cómo crecen. Ni trabajan, ni hilan, y, sin embargo, os digo que ni siquiera el rey Salomón, con todo su esplendor, llegó a vestirse como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy está verde y mañana será quemada en el horno, ¿no hará mucho más por vosotros? ¡Qué poca es vuestra fe! No os preocupéis pensando qué vais a comer, qué vais a beber o con qué vais a vestiros. Esas son las cosas que preocupan a los que no conocen a Dios; pero vuestro Padre que está en los cielos ya sabe que las necesitáis» (Mt 6, 28-32).

Bonnard comenta sobre este pasaje: «En pocos textos evangélicos se expresa con tanta sencillez la fe de Jesús y sus discípulos en el Dios creador: creador soberano, pero infinitamente próximo a los hombres y a la naturaleza... No se trata de un entusiasmo fácil y natural ante el paisaje de Palestina, por otra parte incomparable, en especial en la región de Nazaret; para descubrir esta naturaleza de Dios, y encontrar en ella una llamada a la confianza, hace falta nada menos que la fe.»

La revelación bíblica acerca de la creación del mundo no significa, pues, una respuesta a la pregunta teórica sobre el origen de las cosas. Es una enseñanza acerca del modo de vivir en el mundo y acerca del sentido de la vida, que contiene, además, un nuevo elemento: si el mundo es don de Dios, se convierte en responsabilidad para el hombre, a quien se le dirige en todo momento esta palabra inquietante: «Dame cuenta de tu administración» (Lc 16, 2). Ciertamente, la primera «respuesta» del hombre al don de Dios es un «sí» a Dios y al mundo. La «fidelidad a la tierra» del cristiano posee una base más positiva que la de Nietzsche: no se formula mediante la tesis sin horizonte del «eterno retorno» de la historia, en la que la afirmación de la realidad radica en la afirmación del permanente retorno de lo mismo, sino mediante la acción de gracias y la alabanza al Creador de todo. La creaturidad del mundo no disminuye su dignidad, sino todo lo contrario: como obra de Dios, el mundo goza ya de por sí del refrendo y la aceptación de Aquél que al crearlo lo encontró «muy bueno».

Pero la responsabilidad del hombre es sobre todo activa: puede transformar el mundo, corrompiéndolo o mejorándolo. Cuando el hombre hace el balance de su actividad mundana, no puede dejar de hacerlo ante el mismo Dios. El juicio que recoge la Biblia es más bien negativo: por el «pecado» humano la tierra sufre maldición (Gén 3, 17) y el mundo está «condenado al fracaso» y sometido a la «corrupción» (Rm 8, 19-22), aunque su bondad radical no haya podido ser corrompida y los elementos sigan obedeciendo a Dios a pesar de la desobediencia del hombre (Dt 4, 26; Is 1, 2-3; Mi 1, 2; Jer 8, 7, etc.).

FIESTA: La fiesta es el modo como el hombre celebra el don de Dios que es el mundo, aunque no sea sólo eso, puesto que, al menos la fiesta cristiana, tiene un contenido esencialmente histórico. Frente a la «di-versión», que es olvido de sí mismo y del mundo, evasión de una realidad con la que ya no se es capaz de enfrentarse, la fiesta es afirmación de la vida y del mundo, afirmación que presupone que la vida tiene un sentido: solamente por esto es posible la fiesta. Por más que los acontecimientos contradigan la celebración, la fe y la esperanza sostienen y afirman el sentido de la vida y provocan la alegría festiva. Por eso, no todos son capaces de participar en una fiesta sin convertirla en distracción. «No es muestra de habilidad ­escribía Nietzsche­ organizar una fiesta, sino el dar con aquellos que puedan alegrarse en ella.» La parábola del banquete de bodas (Mt 22, 1-14; cf. Le 14, 16-24) muestra hasta qué punto las preocupaciones de la vida pueden impedir el goce de la existencia y la capacidad festiva. Sólo los verdaderamente pobres, los excluidos de los banquetes de los poderosos ­como Lázaro (Lc 16, 19-31)- son capaces de alegrarse en una fiesta en la que lo que se celebra es la liberación futura y la bondad de un mundo otorgado por Dios a los sencillos de corazón, los únicos que «poseerán la tierra en herencia» (Mt 5, 4). El invitado expulsado del banquete por no llevar el traje adecuado no es aquél que carece de dinero para ir ricamente vestido sino el que no es capaz de acudir «llena la boca de risas y los labios de gritos de alegría» (Sal 126, 2), revestido de esperanza, de justicia y de alegría escatológica.

b) El mundo como «palabra» y «revelación»

MUNDO/PD: La ya clásica distinción del lenguaje como «lengua» y como «habla», debida a Saussure, nos permite otorgar a la «palabra» una significación mucho más amplia, que rebasa el campo de lo lingüístico: «palabra» es toda realidad abierta y en comunicación. El «ser» es palabra, y, con ello, «palabra» del ser y «verdad» del ser vienen a coincidir. Como recuerda Heidegger, para los griegos el concepto de verdad significa el hecho de que el ser es lo no-oculto, lo patente, lo que se desvela. Rahner habla de la «luminosidad» del ser, a la que corresponde la «apertura» del espíritu. «Ser» es «mostrarse», y el grado supremo del ser es un mostrarse absoluto a sí mismo y a los otros: conciencia y transparencia. El hombre muestra su verdad en la medida en que se hace translúcido. El fariseo de la parábola es el hipócrita que se oculta tras la maraña de su palabrería, y al enmarañarse y ocultarse huye de la luz y de toda posibilidad de ser justificado por la luz. Dios es la luz, como es el amor. Y el que la primera obra de Dios sea la creación de la luz ­creación que, paradójicamente, precede a la de los astros (cf. Gén 1, 3-5 y 14-19)- indica cuál es el «ser» de toda realidad creada: la luz y la palabra. Dios es la palabra por esencia:

«Cuando todas las cosas comenzaron ya existía aquél que es la Palabra, y aquél que es la Palabra vivía junto a Dios y era Dios. Junto a Dios vivía cuando todas las cosas comenzaron. Todo fue hecho por medio de él y nada se hizo sin contar con él» (Jn 1, 1-3).

Todos los seres creados realizan la perfección de la Palabra, aunque de modo imperfecto y según grados. Todos son «palabra», pero sólo el hombre es no sólo palabra «sida», sino también palabra «dicha»: sólo él habla, y por eso es imagen de Dios, colaborador en su obra creadora al poner nombre a todos los animales de la tierra (Gén 2, 19). Sin embargo, también de algún modo el mundo entero habla, y habla precisamente al hombre:

«Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento; el día al día comunica el mensaje, y la noche a la noche transmite la noticia. No es un mensaje, no palabras, ni su voz se puede oír; mas por toda la tierra se adivinan los rasgos, y sus giros hasta el confín del mundo» (Sal 19, 2-5).

El mundo entero, creado por la palabra del Dios-Palabra, es él mismo «palabra». En la Creación entera hablan las cosas de Dios, habla el mismo Dios, con una palabra silenciosa que se confunde con el «ser» obediente de las criaturas y que está siempre reclamando que se le una la palabra hablada del hombre. De este modo, el mundo adquiere sentido como revelación de Dios. En /Sb/13/01-09 y /Rm/01/18-23 se denuncia el grave peligro de que ­por el pecado del hombre­ las cosas dejen de remitir a Dios y no hablen sino de sí mismas, convirtiéndose en ídolos. Rigurosamente, un ídolo es una realidad que ha perdido su función simbólica y su relación con todas las demás cosas del mundo, y que, por ello mismo, tiende a reclamar para sí misma una consideración absoluta y exclusiva. Indudablemente, hoy asistimos a esta total idolización de las cosas, que han perdido su dimensión transitiva y simbólica y su significación última de ser «palabras de Dios». Esta última fórmula, que cierra la lectura litúrgica de los textos bíblicos, deberla poder ser dicha ante la contemplación del mundo; pero esa posibilidad nos ha sido casi totalmente arrebatada.

En este contexto debe hablarse del tema de la IMAGEN DE DIOS. «Dijo Dios: Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y dominen en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra. Y creó Dios el hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó» (Gén 1, 26-27. Cf. Gén 5, 1 y sgs.; 9, 6 y sgs.; Eclo 17, 2-4; Sab 2, 23; 7, 26; Sal 8).

El hombre es la última palabra de Dios, la definitiva, la cumbre de su creación por la palabra. De este modo interpretamos aquí la expresión bíblica, sin pretender que sea la mejor interpretación posible y sin ignorar que se han dado otras muchas, ya desde la misma Biblia. Eclo 17, 2-4 habla del dominio sobre los animales, aunque inmediatamente añade: «Les formó boca, lengua, ojos, oídos y un corazón para pensar. De saber e inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal. Puso su ojo en sus corazones, para mostrarles la grandeza de sus obras. Por eso su santo nombre alabarán, contando la grandeza de sus obras» (versículos 6-10). Sab 2, 23 habla, en expresión helenística, de la «incorruptibilidad» del ser humano.

W. Eichrodt (Teología del Antiguo Testamento, II, páginas 128 y sgs., Madrid, 1975) piensa que debió existir un relato israelita primitivo que subyace en el texto bíblico y en el que la «imagen de Dios» tendría un significado muy concreto: «imagen» («salem», en hebreo) significa estatua o representación plástica, de ahí que «originariamente se quería decir que la forma externa del hombre era una copia de la de Dios, y aspectos principales de esa semejanza se manifestaban en el porte y paso erguidos del mismo». Eichrodt acepta, así, los estudios de Humbert y Kohler. Pero esta idea fue luego espiritualizada al formarse el relato «sacerdotal» de la creación (Gén 1, 1-2, 4a), de tal modo que el hombre aparece ahora como un ser personal, como un «yo» frente al «tú» divino, que «está abierto a la conversación divina y puede tener una conducta responsable». El dominio del hombre sobre los animales y sobre toda la creación es sólo «una consecuencia de la relación especialmente familiar que esta criatura tendrá con su creador; igualmente, la capacidad de procrear ­igualmente concedida a los animales­ es algo diverso de la condición de imagen».

La creación entera surge de la palabra de Dios y es palabra de Dios. También el hombre lo es, y en ello se asemeja a todas las demás criaturas. Pero la gran diferencia radica en que esa palabra se dirige al hombre, y por ello fue creado el sexto día y no el primero. Dios dialoga únicamente con el hombre: también el hombre puede pronunciar palabras que brotan de su «ser-palabra». El hombre es, pues, imagen de Dios porque puede relacionarse con él en un diálogo auténtico. Y esto es lo que Eichrodt y otros muchos exegetas no han terminado de ver: el hombre-imagen es el hombre-palabra.

Pero hay que añadir algo más: siendo «imagen» de Dios, el hombre es la gran palabra que Dios dirige al hombre mismo: por medio del hombre habla Dios al hombre. En él se revela el Creador de un modo privilegiado, él es la única «visibilidad» posible de Dios, y queda prohibido en la Ley bíblica hacer cualquiera otra «imagen» tomada del mundo astral o animal (Ex 20, 4-6; Dt 4, 15-20). Juan expresa esta idea con particular fuerza:

«Es cierto que a Dios jamás le vio nadie; pero si nos amamos unos a otros, Dios vive en nosotros, y su amor alcanza en nosotros cumbres de perfección... Si alguno viene diciendo 'Yo amo a Dios', pero al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, si no es capaz de amar al hermano, a quien ve?» (1 Jn 4, 12 y 20).

Juan nos da aquí una importante clave de «lectura»: sólo el amor es capaz de descubrir en el otro la imagen de Dios. Sin embargo, la pregunta de la «parábola» del Juicio final ­«¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer...?» (Mt 25, 37-39)- parece contradecir esta afirmación, tampoco confirmada por nuestra propia experiencia. Por eso hay que completar: sólo el amor... que nace de la fe en la encarnación de la Palabra de Dios en el hombre-Jesús. Porque, efectivamente, el Nuevo Testamento no habla del hombre como imagen de Dios: la única imagen es Cristo, el Cristo glorificado, según la teología de Pablo 7. Dios ha dicho su primera palabra al hombre a través del hombre mismo; pero su palabra última y definitiva la ha dicho por medio de su HiJo (Heb 1, 1-5), y quien por la fe y el amor descubre en todo hombre la presencia del Hijo sigue escuchando esa eterna palabra.

c) El mundo como «historia hacia Cristo»

La dependencia del mundo respecto a la palabra de Dios pone de manifiesto la dimensión esencial de aquél: el mundo es, ante todo, Historia. «El mundo ­dice Wittgenstein al comienzo de su Tractatus­ es todo lo que acaece. El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas.» Cualquiera que sea la interpretación que se dé a esta cita, al menos aleja de la consideración del mundo como «cosa que está ahí», y nos orienta hacia el mundo como acontecimiento. Aún más: hay que pensar el mundo como mundo-del-hombre. Y como algo abierto «hacia adelante», pero no tanto como «evolución», sino como Historia. En este sentido, los conceptos de Naturaleza y de Historia se separan claramente entre sí, evidenciándose de qué lado cae el concepto de Mundo. Si son la palabra y la acción humanas las creadoras de historia, lo que ha surgido de la palabra de Dios pertenece con mayor razón a la Historia. Como veremos, ésta es la concepción bíblica de la realidad.

«Un aliento gigantesco ­un gran Grito­, al que llamamos Dios, sopla a través del cielo y de la tierra, en nuestros corazones y en el corazón de todas las cosas vivas. La vida vegetal deseaba permanecer en su sueño inmóvil, junto a las aguas estancadas, pero el grito palpitó en ella y estremeció violentamente sus raíces: '¡Fuera, sal de la tierra, anda! ' Si el árbol hubiera podido pensar y juzgar, hubiera gritado: '¡No quiero! ¿A qué me acucias? ¡Me estás pidiendo lo imposible! ' Pero el grito, implacable, siguió estremeciendo sus raíces y gritando: '¡Fuera, sal de la tierra, anda!' Siguió gritando así durante miles de eones, y he aquí que como consecuencia del deseo y de la lucha, la vida salió del árbol inmóvil y quedó liberada. Aparecieron los animales ­los gusanos­ viviendo cómodamente en el agua y el lodo. '¡Qué bien estamos ­decían­. Tenemos paz y seguridad. ¡No queremos cambiar!'

Pero el grito terrible siguió golpeándoles los lomos sin piedad: '¡Dejad el barro, levantaos, haced nacer a quienes os han de superar! ' '¡No queremos! ¡No podemos hacerlo! ' 'Vosotros no podéis pero yo sí! ¡Levantaos!' Y he aquí que después de miles de eones, apareció el hombre, temblando sobre sus piernas aún débiles.

El ser humano es un centauro; sus pezuñas equinas están plantadas en el suelo, pero desde el pecho a la cabeza tiene el cuerpo trabajado y atormentado por el implacable Grito. También durante miles de eones el hombre ha luchado por salir, como una espada, de su vaina animal. Y está luchando ahora ­en esta su nueva pelea­ por salir de su vaina humana. El hombre se pregunta desesperado: «¿A donde puedo ir? He alcanzado la cumbre: más allá columbro el abismo.» Y el Grito le responde: «Yo estoy más allá. ¡Levántate!» Todas las cosas son centauros. De no ser así, el mundo estaría hincado en la inercia y la esterilidad» (Nikos KAZANTZAKIS, citado por J. A. ROBINSON, Exploración en el interior de Dios, págs. 157-58).

Con razón la Palabra es aquí denominada «Grito», puesto que es no sólo la Palabra que está al principio del mundo, sino sobre todo la Palabra que llama desde su meta final. Dios es el futuro del mundo, y, por ello mismo, su sentido. Y aquí «sentido» no es ya «significación», sino «movimiento hacia», determinado por la Palabra de Dios. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31; cf. Mt 5, 18): la palabra de Dios impulsa la historia y sostiene el mundo en su dinámica, sin ella . «pasarían» como una sombra y perderían todo su sentido. Todo esto nos obliga a profundizar en el tema de la Creación. El «grito» de Dios domina:

«Voz de Yahvé sobre las aguas, el Dios que se manifiesta truena, es Yahvé sobre las inmensas aguas, voz de Yahvé con fuerza, voz de Yahvé con majestad, voz de Yahvé que desgaja los cedros...» (Sal 29, 3-5).

Dios grita y surge el mundo. La Biblia emplea para designar esta actividad de Dios el verbo hebreo BARA, traducido ordinariamente por «crear». El sujeto de este verbo es siempre y exclusivamente Dios, nunca el hombre. Designa el hecho de que Dios hace algo nuevo, inesperado y maravilloso. Fundamentalmente lo encontramos en el Deuteroisaías (Is 40-55), «el primero en haber aplicado a Yahvé de manera total la noción de Dios creador» (Auzou). Y es que la creación no ha terminado: el Dios de «lo nuevo» no deja de actuar, su palabra no cesa, sino que es continuamente emitida, es un acto siempre presente. Hay, pues, una «creación continuada» ­«creatio continua» en la teología clásica­, pero que tiene una dimensión fundamentalmente histórica: Dios es el «creador de Israel» (Is 43, 15), y cada pasaje importante de su historia es una maravillosa aparición de «lo nuevo». Sacar el mundo de las aguas primitivas, sacar a Israel de Egipto, haciéndole pasar por las aguas del mar Rojo, o rescatar a los desterrados en Babilonia, devolviéndoles a su tierra a través de un desierto que recordará el comienzo del mundo (Gén 2, 5), son todo una misma acción continuada de la Palabra omnipotente. Con el trasfondo de la creación del mundo, el Deuteroisaías une el éxodo y el retorno del exilio, mostrando que Yahvé, el rey de Israel, es «el primero y el último, el único Dios» (44, 6), el que pone en la existencia y conduce a la libertad final:

«Así dice Yahvé, que trazó camino en el mar, y vereda en aguas impetuosas. El que hizo salir carros y caballos a una con poderoso ejército; a una se echaron para no levantarse, se apagaron, como mecha se extinguieron. ¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, senderos en el páramo. Las bestias del campo me darán gloria, los chacales y las avestruces, pues pondré agua en el desierto y ríos en la soledad para dar de beber a mi pueblo elegido. El pueblo que yo he formado cantará mi alabanza» (Is 43, 16-21).

El concepto teológico-filosófico de la «creatio continua», entendida como simple «conservación del mundo» está, pues, en contradicción con la Biblia y puede llevar a funestas conclusiones ideológicas: podría justificar una actitud «conservadora» del orden establecido y convertirse en freno de todo progreso. Ciertamente, la visión evolucionista del mundo impone ya otra concepción, pero la visión bíblica es aún más revolucionaria: el Creador es el «Dios de lo nuevo», de lo sorprendente, de lo no-implicado en el mundo, de lo imprevisible históricamente. El mundo queda así abierto de un modo absoluto, incluso más allá de sus propias posibilidades: el Dios creador de lo nuevo actúa continuamente en el mundo-historia, llevándole más allá de sí mismo, hacia un futuro que sólo la esperanza se atreve a imaginar.

MUNDO/FUTURO: La responsabilidad del creyente es no quedarse en el «tiempo bíblico», sino vivir en el presente la continua renovación del mundo como historia. Es culpable ceguera no saber descifrar «los signos de los tiempos» (Mt 16, 3). «De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, caéis en la cuenta de que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis todo esto, caed en la cuenta de que El está cerca, a las puertas» (Mt 24, 32-33). El Dios que «está cerca» es el Dios que viene al mundo no ya desde el principio en que fue creado, sino desde el fin al que El mismo le llama; su cercanía es su «acercamiento» al presente del hombre para «acercarle» más y más a su futuro. Dios no visita el mundo para dejarlo en su «ahora» estático, sino para moverlo en su avanzar hacia el «después» histórico.

MUNDO-NUEVO CREACION-NUEVA: Por eso, el acercamiento de Dios al mundo es también histórico: la palabra de los profetas, la encarnación de su Palabra, la presencia de su Espíritu. Cristo es, de hecho, el futuro del mundo. O, como dice Moltmann, el futuro del mundo no es sino el futuro de Cristo. Porque la Resurrección es el acontecimiento que inaugura el futuro, acontecimiento que contiene toda la posibilidad que le ha sido dada al mundo de ir más allá de si mismo. El resucitado es ya la «nueva creación». Y en él se realiza un radical juicio del mundo: todo cuanto no pertenece aún al mundo inaugurado por el Resucitado está condenado a «pasar», y, por ello, ha de ser abandonado. El hombre ya no está sometido al «sistema» caduco de este mundo, ni a sus leyes: « ¡Qué más da estar circuncidados o no estarlo! Lo que importa es ser hombres nuevos» (Gál 6, 15). Lo que se impone es optar por el mundo que comienza con Cristo: «El que está en Cristo es un hombre nuevo; lo viejo ha pasado, y una realidad nueva está presente» (2 Cor 5, 17). La dialéctica viejo-nuevo que aquí aparece coincide con la dialéctica muerte-resurrección, pero su dimensión cósmica es más evidente. Todas las promesas de Dios respecto al hombre y al mundo se encierran en «lo nuevo»:

«He aquí que Dios ha montado su tienda de campaña entre los hombres. Habitará con ellos, ellos serán su pueblo y él será el Dios-con-ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Es todo un mundo viejo el que pasó. Y el que estaba sentado en el trono anunció: ­Ahora voy a hacer nuevas todas las cosas» (Ap 21, 3-5).

Y con una fuerte imaginaria apocalíptica, la segunda carta de Pedro concluye:

«El día del Señor vendrá como un ladrón. Entonces los cielos se derrumbarán con estrépito, los elementos del mundo quedarán pulverizados por el fuego, y desaparecerá la tierra con cuanto hay en ella. Si todo ha de ser aniquilado, ¡qué vida tan entregada a Dios y tan fiel debe ser la nuestra, mientras esperáis y aceleráis la venida del día del Señor! Ese día en que los cielos arderán y se desintegrarán, y en que los elementos del mundo se derretirán consumidos por el fuego. Nosotros, sin embargo, confiados en la promesa de Dios, esperarnos unos cielos nuevos y una tierra nueva que sean morada de la justicia» (2 Pe 3, 10-13).

El mundo nuevo no es dado al que simplemente «espera», sino al que vive y lucha en una esperanza activa. O, como acabamos de leer, al que «acelera» la venida del día del Señor. La resurrección de Cristo debe convertirse en la insurrección de los hombres contra un mundo que han de denunciar como caduco y contrario al Reino de Dios. El anuncio evangélico se hace también denuncia. Y la proclamación alcanza una dimensión cósmica: «anunciad la buena noticia a toda la creación» (Mc 16, 15).

CESAR TEJEDOR. EL GRITO DEL HOMBRE
Temas de Antropología Teológica
Edic. MAROVA MADRID 1980, págs. 89-123

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1. E FROMM, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, 1970.

2. V, E. FRANKL, Psicoanálisis y existencialismo, México, 1967.

3. Destino y esperanzas del mundo moderno, Madrid 1971, págs. 25-26.

4. Ch. DUQUOC, Ambigüité des théologies de la sécularisation, París 1972, págs. 17-20.

5. M HEIDEGGER, Carta sobre el humanismo, Madrid, 1959, pág. 30.

6. L. WITTGENSTEIN, Tractatus Logico-philosophicus, Madrid, 1973, página 197.

7. Cf. U. Luz, «La imagen de Dios en Cristo y en el hombre según el Nuevo Testamento», en Concilium, núm. 50, 1969, págs. 554 y sgs.