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3. La salvación con otros

En este capítulo vamos a tocar dos aspectos de la gracia: su dimensión universal y su dimensión social. Y si bien son temas diferenciados que exigen un distinto tratamiento, tienen una referencia común: la relación al hermano. Dios llama a todos los hombres a la salvación, porque todos son obra suya, y Dios exige que el hombre se preocupe de sus hermanos, porque así es como mejor traduce la imagen que lo habita: la del mismo Dios.

3.1. Perspectiva comunitaria de la salvación

3.1.1. La llamada universal a la salvación

He dudado sobre la conveniencia o no de exponer la doctrina agustiniana sobre la salvación universal, porque uno termina preguntándose si vale la pena discutir estas cosas. Con todo, aunque sólo sea por la gran influencia que ha tenido en la teología hasta nuestros días y para que resalte mejor nuestra posición, vamos a aludir brevemente a ella.

GRACIA-SUFICIENTE: Un manual sobre la gracia, y no precisamente de los peores, dedica páginas enteras a hablar de la distribución desigual de las gracias, que se explica teológicamente por la distinción entre gracia suficiente y gracia eficaz 116. ¿Qué significa esto? Pues que, según san Agustín, Dios no quiere que todos los hombres se salven, y no lo quiere porque no da a todos la gracia eficaz. Eso sí, da a todos la gracia suficiente, concepto que nos permitimos calificar de irrisorio: es una gracia que no produce su efecto. Y todo esto, por supuesto, pretende justificarse con la Sagrada Escritura. Bastarán unos ejemplos concretos para darse cuenta del triste uso que se hace de la misma.

El primero lo tomaremos del manual citado. Después de afirmar que «Dios elige a uno y no a otro, según sus inescrutables designios», se justifican tales designios citando Rom 11,34-35 117. Ahora bien, este texto, lejos de aludir a restricción alguna, se refiere a la salvación universal. Citémoslo en su contexto prescindiendo de todo otro comentario:

«Dios encerró a todos en la rebeldía, para tener misericordia de todos. ¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! Pues ¿quién conoce la mente del Señor? ¿Quién es su consejero? ¿Quién le ha prestado para que él le devuelva? El es origen, camino y meta del universo: a él la gloria por los siglos, amén» (/Rm/11/32-36).

Veamos ahora el comentario de san Agustín, al que sigue santo Tomás, de un texto tan claro como 1 Tim 2,4: «Dios quiere que todos los hombres se salven». Comenta san Agustín: «Se dijo: Dios quiere que todos los hombres sean salvos, para incluir a todos los predestinados, pues toda clase de hombres hay entre ellos» 118. La glosa de santo Tomás termina por aclararnos: «Se refiere a todas las categorías de hombres, aunque no a todos los individuos de cada clase: Dios quiere que se salven hombres de todas las condiciones, varones y hembras, judíos y gentiles, grandes y pequeños, aunque no todos los de cada estado» 119.

No vale la pena seguir. Se trata, en estos casos, de un claro uso de la Escritura al servicio de tesis establecidas de antemano y no de buscar la inteligencia del texto.

PREDESTINACIÓN: Ya en la segunda parte del libro aludimos a la teoría agustiniana de la predestinación. No es cuestión de repetirla 120. Sí que debemos indicar que ha sido K. Barth el primero que ha roto abiertamente con los planteamientos de san Agustín y de Juan Calvino. En la doctrina de la predestinación, dirá Barth, se trata de la relación entre Dios y el hombre. Pero tal relación sólo se comprende a la luz de Jesucristo y no especulando abstractamente. Dios, en Jesucristo, da al hombre la bienaventuranza, mientras reserva para sí la condenación. El aspecto negativo de la predestinación divina es la parte que Dios asume; por eso no concierne ya al hombre. La razón se encuentra en que Dios es misericordioso en su justicia y justo en su misericordia. Justo porque toma el mal en serio y lo condena; misericordioso porque acoge al culpable en su corazón 121. Pues «Dios ama a sus enemigos» 122. y así, gracias a Cristo, quiere dar un porvenir a lo que en sí no lo tiene: el reprobado 123. Este evidencia la intención profunda del evangelio: la misericordia de Dios 124.

* * *

Pero dejemos ya las opiniones ajenas y ofrezcamos unas pistas de solución a este grave problema. Ante todo conviene aclarar que predestinación no significa que todo está determinado de antemano y la historia discurre mecánicamente según un plan pre-establecido por Dios. Lo que significa es que el hombre no es producto del azar, sino que desde siempre ha sido elegido y destinado por Dios para ser adoptado como hijo (Rm 8,28-30; Ef 1,4-14). «Hay una correspondencia entre la voluntad de Dios y el sentido último de la vida humana. Creer significa, por tanto, tener fe en la bondad radical de los planes de Dios para con los hombres y en el sentido último de la existencia humana: ponerse a sí mismo y a los demás en manos de Dios... La predestinación divina y la experiencia de que el hombre tiene sentido son dos aspectos de una misma y única realidad salvífica» 125. Por lo demás, son tres las instancias que, a nuestro entender, hay que considerar para situar adecuadamente esta cuestión de la predestinación y de la voluntad salvífica universal de Dios.

Primero. Una instancia cristológica. Aquí tenemos que darle la razón a K. Barth: la predestinación sólo se comprende a la luz de Jesucristo. Ya indicamos, en nuestra segunda parte, que en Jesucristo se ha manifestado el amor de Dios para todos los hombres y por eso todos estamos elegidos, con una elección a la que hay que consentir libremente. El Dios de Jesús es Padre de los pequeños y los perdidos, un Dios que llama a los pecadores y se llena de alegría cuando un pecador se convierte. El proyecto de Dios es llevar la historia a su plenitud, haciendo la unidad del universo por medio del Mesías (Ef 1,9-10). Por eso, la humanidad entera abriga una esperanza: que se verá liberada de la esclavitud a la decadencia, para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios (Rm 8,19-21). Segundo. Una instancia comunitaria. El grave error de los planteamientos agustinianos era considerar la llamada de Dios individualmente. Pero hay que dejar claro que no hay predestinación individual, sino colectiva. Todos estamos predestinados, todos somos amados por Dios. Y aducir aquí, como suele hacerse, el caso de la Virgen María como un caso claro de que Dios ama más a unos que a otros, es medir el amor de Dios con el rasero del amor humano, que siempre es limitado, y no entender además que una cosa es amar más y otra amar de distinto modo. En Dios no hay más ni menos. La humanidad como totalidad está predestinada: el Dios vivo es «salvador de todos los hombres, sobre todo de los fieles» (1 Tim 4,10; sin este matiz, por otra parte interesante: 1 Tim 2,3-4; Tit 2,11; Ap 21,3; Jn 4,42; 1 Jn 4,14; Jn 1,29, etc.).

De ahí que no podemos aceptar los planteamientos de una teología agustiniana: Dios no es parcial, en él no hay acepción de personas. Cuando se habla de elección («Dios nos ha elegido») no se designa un privilegio concedido a algunos, sino la gratuidad del proyecto de Dios. Y la selectividad no es condición de gratuidad, como pensaba Agustín. Al contrario: el carácter gratuito de una realidad nada tiene que ver con la pregunta de si ella ha sido dada a muchos hombres o sólo a pocos. El amor de Dios no se hace menos prodigioso por el hecho de darse a todos los hombres, por lo menos en forma de oferta. Es más, sólo lo dado a todos realiza radicalmente la auténtica esencia de la gracia fe 126. Cada hombre, cada uno, ha sido llamado por Dios para compartir su vida. Otra cosa distinta es que el hombre libremente acepte esta llamada. Este es el sentido de un texto como /Mt/22/14, que literalmente traducido significa: «Porque muchos son llamados y pocos escogidos». Pero su correcta intelección exige tener en cuenta que «muchos» no es un término selectivo. La idea que quiere expresar habría que traducirla por «multitud» (ver, por ejemplo, Mt 26,28, en donde se utiliza el mismo término polús: sangre derramada por «muchos», es decir, por «todos»). Todos están invitados al festín. Por lo que se refiere al «pocos» (los escogidos), habría que traducirlo por «menos». Estamos ante la forma aramea de expresar el comparativo de superioridad. La Nueva Biblia Española traduce: hay más llamados que escogidos. Pero Dios no es el causante de que no todos respondan a esta llamada universal: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas, pero no habéis querido!» (Mt 23,37).

SV/SEGURIDAD: Tercero. La universalidad de la salvación tiene que plantearse siempre en términos de esperanza y nunca en términos de saber. En este tema hay dos extremos a excluir: la concepción agustiniana que entiende la elección y la reprobación como dos miembros paralelos de un decreto divino abstracto, porque en tal concepción «se sabe», que Dios no escoge a todos. La otra concepción a excluir es la doctrina (de Orígenes) de la apocatástasis: la afirmación de que al final todos seremos salvados, porque aquí también «se sabe» que nadie se va a condenar. Y todos los saberes suponen una «seguridad», actitud inadecuada ante Dios. La actitud correcta ante Dios y la predestinación es la esperanza, que deja abierta la puerta a la misericordia divina, pero nos hace huir de toda seguridad presuntuosa. Tal esperanza se traduce en oración al Dios libre, que siempre deja una puerta abierta, pues ante él nunca hay nada perdido. Ante Dios, sin duda, siempre hay algo que hacer.

3.1.2. El caso de las grandes religiones no cristianas

La afirmación de la universalidad de la gracia nos conduce a reflexionar sobre la valoración que debemos dar, desde un punto de vista cristiano, a las grandes religiones de la humanidad. Afirmar que en Cristo se ha dado la salvación definitiva no tiene que significar que fuera de la explícita confesión cristiana sólo se da la perdición. Hay que tener en cuenta que la realización del plan de salvación de Dios con respecto a la humanidad es anterior y más antiguo que la Iglesia: es más amplio de lo que resulta ser la historia judeo-cristiana de cuatro mil años. O dicho de otro modo: el cristianismo, que se entiende como religión absoluta, tiene un comienzo intrahistórico en Jesucristo. De ahí la cuestión esencial planteada por Rahner:

«¿Ese instante del requerimiento existencial y concreto a través de esta religión absoluta, en su concreción histórica y palpable, realmente se presenta para todos los hombres en el mismo momento, o si a su vez la aparición de ese momento tiene su propia historia y por lo mismo, no es simultáneo para todos los hombres, culturas y espacios históricos?»

Si la segunda teoría es la correcta, entonces dejamos pendiente el problema de «en qué instante preciso este cristianismo obliga objetivamente a cada hombre y a cada cultura» 127. Este planteamiento nos permite situar positivamente, desde un punto de vista cristiano, a las grandes religiones de la humanidad y valorarlas no sólo «cronológicamente» o históricamente, sino también simultáneamente o contemporáneamente, lo que nos abre necesariamente al diálogo y a la comunicación. A grandes rasgos, podríamos considerar una triple etapa en la valoración de las grandes religiones:

La etapa pre-conciliar: las religiones no se consideraban medios salvíficos. El acento estaba puesto en cada individuo: cada uno de los fieles o adeptos de la religión que, por ignorancia y con buena voluntad, se comportaba religiosamente, podía conseguir la salvación 128. La etapa conciliar: el Vaticano II, siguiendo las intuiciones de los Padres griegos de los siglos segundo y tercero (Justino, Clemente: «las semillas de la Palabra» se encuentran en todas partes), valora a las religiones, en cuanto tales religiones, como una preparación al Evangelio y como conteniendo elementos positivos, reflejos de la Verdad que ilumina a todos los hombres i29. Etapa posconciliar: la declaración de Nagpur (1971), a partir de las bases dadas en el Vaticano II, ha ido más lejos y ha afirmado el carácter cristológico e inspirado de las religiones:

«El inefable misterio (otorgado en Jesucristo) está, bajo diferentes formas y de diversas maneras, obrando entre todos los pueblos del mundo, para dar a la existencia y a las aspiraciones humanas su sentido último... La comunicación que Dios hace de sí mismo no está limitada a la tradición judeocristiana, sino que se extiende al conjunto de la humanidad de diversos modos y en grados diversos en el seno de la única economía divina (del único plan de salvación)... Puesto que los hombres salvados obtienen su salvación (por el don de la gracia) en el contexto de su tradición religiosa, las diversas Escrituras sagradas y los ritos de las tradiciones religiosas del mundo pueden constituir, en distintos grados, expresiones válidas de una manifestación divina y conducir a la salvación. Esto no disminuye en nada el carácter único de la economía cristiana, a la que han sido confiados la palabra decisiva proclamada en el mundo por Cristo y los medios de salvación iniciados con él» 130.

3.1.3. Anchura de la gracia y misión de la Iglesia

EVON/NECESARIA: El principal problema estriba en cómo entender y formular, desde la perspectiva de este contexto, la originalidad y peculiaridad de la Iglesia. Sobre todo la motivación misionera que estribaba antiguamente en el hecho de que los seguidores de otras religiones no podían salvarse y que aquellas religiones no podían ser contextos adecuados de salvación, tiene ahora que enfocar su fuente de inspiración en el hecho de que la gracia salvífica de Cristo resulta operativa y activa en ellas. Esto quedó formulado en la declaración de Nagpur de la siguiente forma: «Ello no invalida en modo alguno la peculiaridad única de la economía cristiana, a la que se le ha encomendado la palabra decisiva pronunciada por Cristo al mundo y los medios de salvación por él instituidos». Y continúa: «El reconocimiento de la relación positiva de las tradiciones religiosas de la humanidad con Cristo en modo alguno debilita la urgencia de la misión cristiana; antes al contrario, se la reconoce como más significativa, más humana, más universal». La razón está en que «ella comunica el conocimiento explícito de Cristo y una más profunda unión con él que es el acontecimiento central de la historia de la salvación. La evangelización es necesaria porque la pertenencia al cristianismo, al ser realmente universal y no quedar vinculada a ninguna cultura específica, raza o nación concretas, constituye un factor indispensable para la paz y la prosperidad del mundo, el entendimiento entre los pueblos y la justicia universal. La evangelización constituye, de este modo, una expresión del ser cristiano que comunica a los demás lo que le ha sido encomendado a la Iglesia para que lo comparta con todos los hombres». La Iglesia se pone, pues, al servicio de las necesidades de la humanidad, en obediencia a Cristo que vino a servir y no a ser servido. Finalmente, la evangelización es necesaria «porque la historia humana no consiste simplemente en un progreso horizontal, sino que contiene una dimensión escatológica de la cual el cristiano es ministro» 131.

El creyente ha recibido un encargo que es al mismo tiempo un servicio: predicar el evangelio a todos los hombres. Además, la fe es exigencia de confesión: «Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (He 4,20). «`Ay de mí si no evangelizara!» (1 Cor 9,16; cf 2 Cor 4,13; 2 Tim 2,4). De ahí esta afirmación taxativa del Vaticano II: «La Iglesia es, por su naturaleza, misionera» 132, es decir, cada cristiano es, por su naturaleza, misionero; pues la Iglesia no es un ente abstracto, sino un organismo concreto y vivo formado por todos y cada uno de los cristianos: «La responsabilidad de diseminar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo» 133. Y la Iglesia se sabe misionera por razones positivas, «por su naturaleza», «por la exigencia radical de su catolicidad» 134 y no precisamente porque los hombres sean malos y se vayan a condenar si la predicación y el testimonio de los cristianos no llega a ellos.

FE/MISION FE-OCULTA/ICD: La Iglesia sabe que no puede poner límites a la acción del Espíritu, sabe que el Espíritu actúa en el corazón de todos los hombres y que «quienes, ignorando sin culpa el evangelio de Cristo y de su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la ayuda de la gracia de Dios» 135. Ahora bien, quien considera sin importancia la confesión y el testimonio a la vista de la anchura de la gracia no ha comprendido lo que es la fe 136. Quien ha descubierto la salvación y el sentido definitivo de su vida no puede menos que compartir su descubrimiento con otros. La fe es exigencia de compromiso. Quien no se compromete es porque no cree. La fe privada es una falsa fe, una incredulidad escondida. Creer es confesar la fe 137. La palabra de Dios es un don que se nos ha dado a nosotros, los cristianos, para transmitirlo, porque revela, en última instancia, la plenitud del hombre, sus últimas obligaciones y sus infinitas posibilidades. Cristo no sólo revela el sentido de la realidad, sino que lo realiza de tal manera, que sólo al encontrarse con Jesucristo se decide el sentido definitivo del hombre. Sólo en Jesucristo se cumplen las esperanzas de la humanidad de un modo único y rebosante, pues es el gran «sí» de Dios a todas las promesas (cf 2 Cor 1,20).

No es precisamente porque los hombres, sin nuestra palabra, se vayan a condenar por lo que debemos predicar, sino porque el hombre, para llegar a su definitiva claridad y plenitud, necesita de esta palabra revelada. Necesita el conocimiento y anuncio de la Buena Noticia: «He venido para que tengan vida y la tengan con más abundancia» (Jn 10,10). Dios ama a todos los hombres, quiere que todos se salven, pero quiere también que lleguen al conocimiento de su verdad (1 Tim 2,4).

* * *

I/SV: De todo esto se sigue que «la Iglesia no ha de considerarse actualmente tanto como la comunidad exclusiva de quienes esperan la salvación, sino más bien como la vanguardia históricamente visible, como la expresión histórica y social de cuanto el cristiano espera encontrar también como realidad escondida fuera de la Iglesia visible. La Iglesia no es la comunidad de quienes poseen la gracia de Dios, a diferencia de quienes carecen de ella, sino la comunidad de los que expresamente pueden confesar lo que ellos y los demás esperan ser (con lo cual esta confesión expresa y la organización histórica e institucional de esta salvación de Cristo ofrecida a todos es también, naturalmente, querida por Dios, siendo asimismo gracia y parte de la salvación...). La Iglesia ha de salir al encuentro de los no cristianos con la postura de Pablo: 'Lo que vosotros adoráis ­nótese bien adoráis­ sin conocerlo yo os lo anuncio'» 138.

Esta misma es la postura del padre Congar: la Iglesia «recoge y da voz a la doxología del universo». Ella «sabe a quién y por quién asciende esta alabanza». En el amplio campo de todo lo que es Dios y para Dios en el mundo, la Iglesia es la zona iluminada, compuesta por el pueblo que conoce y confiesa. Por eso ninguna obra buena, ningún deseo secreto, ninguna alabanza inconsciente, le son extraños (cf Mt 25,35 ss). «La Iglesia es más que su espacio ideal, es su patria real, es secretamente su madre» 139.

«¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios! 'Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles; filisteos, tirios y etíopes han nacido allí'. Se dirá de Sión: 'Uno por uno, todos han nacido en ella, el Altísimo en persona la ha fundado'. El Señor escribirá en el registro de los pueblos: 'Este ha nacido allí' y cantarán mientras danzan: 'Todos mis manantiales están en ti'» (/Sal/086).

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MARTÍN GELABERT BALLESTER
SALVACIÓN COMO HUMANIZACIÓN
Esbozo de una teología de la gracia
PAULINAS.Madrid-1985.Págs. 144-189

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116. M. FLICK/ Z. ALSZEGHY, o. c. en nota 40, 258-328.

117. Id, 261.

118. De la corrección y de la gracia, XIV, 44.

119. Suma Teologica, I, 19, 6, ad 1.

120. Véase la nota 46 de la segunda parte. Añadamos aquí que al exponer su doctrina sobre la predestinación, san Agustín no olvida lo que podríamos calificar de imperativos o necesidades pastorales. En estos momentos su exposición no está exenta de tensiones. Ignoramos quién está predestinado para que temamos y no presumamos (De la corrección y la gracia, XIII, 40). La misma perspectiva rige en las exhortaciones al progreso en la fe y la práctica de las buenas obras, predicadas junto con la doctrina de la predestinación; el segundo tema no hace inútil el primero, «pues así, el que vive y obedece fielmente, no se engreirá de su obediencia como si no fuese un don recibido (Del don de la perseverancia, XIV, 36). Todo esto, lo repetimos, no está exento de tensiones. Cierto que la predestinación no es una llamada a la molicie o a la pereza, aunque puede conducir a ella. Pero ¿acaso hemos de callar o de negar lo que con toda certeza se dice de la presencia divina? Sobre todo cuando, al no predicar esto, se cae en errores mayores (Del don de la perseverancia, XIV, 38). San Agustín exhorta a que se predique esta doctrina «de tal manera que no se haga odiosa a las personas incultas y tardas de inteligencia» (Del don' de la perseverancia. XXII, 57). Esto no impide que el problema siga estando ahí y no se soluciona con razones oportunistas (Id, XXII, 57-62, sobre todo el n. 61 al final).

121. K. BARTH. Dogmatique, deuxieme volume, tome deuxieme, 1, Labor et Fides, Geneve 1958. 174-175.

122. Id, 317.

123. Id, 453.

124. Id, 454

125 O.c. en nota 16, 619 y 622.

126. Cf o.c en nota 14. 160.

127. O.c. en nota 45, i78-179

128. Cf DS 714 y 1646-1648.

129. Cf Nostra Petate, 2; Lumen gentium, 16; Gaudium et spes, 22, Ad gentes, 9 y 15.

130. Cf D.S. AMALORPAVADASS. El universo indio de una nueva teología, en (Sergio Torres/Virginia Fabella), El Evangelio emergente. La teologia desde el reverso de la historia, Sígueme, Salamanca 1981, 135 ss.

131. Id, 140.

132. Ad gentes, 2.

133. Lumen gentium, 17.

134. Ad gentes, 1.

135. Lumen gentium, 16.

136. «Aunque Dios, por los caminos que El sabe, puede traer a la fe, sin la cual es imposible complacerle, a los hombres que sin culpa propia desconocen el Evangelio, incumbe, sin embargo, a la Iglesia la necesidad, a la vez que el derecho sagrado, de evangelizar y, en consecuencia, la actividad misionera conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad» (Ad gentes, 7).

137. Cf K. BARTH, Esquisse d'une dogmatique, Delachaux et Niestlé, Neuchatel 1960, 24 ss.

138. O.C. en nota 45, 181-182.

139. O.C. en nota 12, 428-429.

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