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2.2.1. Pluralidad de modelos: el ejemplo del NT

Todos los autores del Nuevo Testamento coinciden en afirmar que la gracia es la plena y perfecta revelación de Dios. Con el término gracia caracterizan igualmente la originalidad fundamental de la nueva existencia de los creyentes y la forma de vida propuesta a las comunidades que constituyen la Iglesia.

La reflexión paulina destaca este mensaje como lo esencial de su evangelio y como lo característico de la existencia cristiana: «No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6,14; cf Gál 5,13-18). Tal es la doctrina central de las grandes epístolas paulinas: «Todos los que creen son justificados gratuitamente por la gracia en virtud de la redención de Cristo Jesús» (Rom 3,24). En este texto se entrelazan los tres aspectos de la salvación evangélica: gracia, justificación y fe.

El cuarto evangelio sintetiza igualmente en términos de gracia la misión salvadora de Jesús: «El Verbo... Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (=atributos de Yavé: 'misericordia y fidelidad')..., de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia; porque la ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo» (Jn 1,14.16-17). Pero lo que aquí nos interesa destacar son las diversas perspectivas y enfoques que adoptan los distintos autores, perspectivas que a veces parecen contradictorias, pero que no lo son cuando se sitúan en su adecuado contexto y se tienen en cuenta las preocupaciones del autor del texto o de sus destinatarios.

Así, por ejemplo, la carta a los Hebreos presenta la adhesión a Cristo, nuestro «sumo sacerdote extraordinario« (4,14) ­misterio central de la Nueva Alianza, su novedad más original­, en la perspectiva del Antiguo Testamento: «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, a fin de recibir misericordia y hallar gracia para el oportuno auxilio» (4,16; ver también: 2,9; 10,29; 12,15.28; 13,9). También san Lucas se sitúa en perspectiva veterotestamentaria: María «halla gracia delante de Dios» (Le 1,30). En efecto: el término charis usado en estos textos es una traducción del hebreo Hen, con el que se designa el rasgo y la cualidad de una persona que hace que otro le profese sentimientos de benevolencia. Consiste en ser agradable a juicio de otro. El término Hen conoce un empleo profano (Prov 1,9; 3,22; Sa! 45,3; Est 2,17; 5,2; Gén 32,6; 39,4) y un uso propiamente religioso, para describir la intervención salvadora de Yavé y la elección que hace de su pueblo y de sus amigos. Y se expresa en la fórmula «hallar gracia a los ojos de Yavé». Desde Noé, que «halla gracia a los ojos de Yavé» (Gén 6,8) pasando por Moisés que desea gozar del favor de Dios (Ex 3,21; 11,3; 33,12-17), esta fórmula designa la predilección divina, concretizada en la elección de alguien para establecer o restablecer la Alianza. La fórmula «hallar gracia» expresa la calidad y la evolución de las relaciones de Dios con los hombres que elige en el interior de la Alianza.

Otros autores, como Mateo y Marcos, no emplean el término charis. Esto no quiere decir que allí no aparezca la realidad que Pablo designa con ese término. Mateo y Marcos sitúan la vida, el ministerio y la muerte de Jesús en la perspectiva de la gracia bíblica. El «reino» destaca como un don de la bondad del padre, la epifanía de su bondad, de su iniciativa, ofrecido gratuitamente a los pequeños, a los pobres, a los pecadores, sin tener en cuenta los méritos o la justicia de los hombres (Mt 11,25-26). La revelación de la gracia por obra de Jesús culmina en su entrega a la muerte por «muchos», es decir, por todos. El Dios de la gracia es el Dios con nosotros y para nosotros, revelado en Cristo Jesús. Rechazarle significa no conocer al Padre y excluirse del reino, pues Jesús vino a salvar al pueblo de sus pecados (Mt 1,21).

En san Pablo la gracia está en estrecha relación con el proceso de la justificación: todos pecaron, pero Dios graciosamente los rehabilitó (cf Rom 3,21-24). Esta intención primordial condiciona todo su empleo del término gracia. La gracia es exaltada como una intervención gratuita cuya única explicación y único fundamento es la benevolencia divina. Pero la gracia, además, es el don por excelencia, capaz de saciar al creyente de todo bien verdadero, sin llenarle de vanidad.

En san Pablo, la gracia aparece como la antítesis del pecado, que ha sido derrotado. Uno de los textos más densos y completos es Rom 5,12-21. El versículo 5,21 viene a ser la síntesis de todo el desarrollo anterior: «Mientras el pecado reinaba dando muerte, la gracia reina concediendo un indulto que acaba en vida eterna, gracias a Jesús, Mesías, Señor nuestro». Por eso, abandonar este nuevo camino salvífico de la justificación gratuita del pecador por la fe en virtud de la cruz de Jesús, y volverse al camino antiguo, ya abolido, de la salvación «por las obras de la ley», es para el Apóstol «abandonar al que os llamó a la gracia de Cristo» (Gál 1,6).De ahí que en Rom 6,14-15; Gál 3,21; 5,4..., la gracia se encuentre en oposición directa con la «ley», una y otra personificando el doble régimen, la doble economía de la salvación: la nueva y la antigua. La gracia designa la perfección de la Nueva Alianza que viene de Dios como don perfecto y que suscita una nueva actitud en la humanidad creyente, transformada totalmente a partir del acontecimiento histórico de Cristo y renovada en lo más profundo en el corazón ­en virtud de la presencia y de la acción del Espíritu.

FE/OBRAS: La oposición entre fe y obras, la polémica con el judaísmo, amante de las obras y optimista respecto a la capacidad salvífica del hombre, es una de las características de Pablo. De ahí que, si comparamos sus perspectivas con las de la epístola de Santiago, la aparente oposición es notoria. La oposición de Pablo a la ley y a la justificación por las obras es clarísima. Sin embargo, en Santiago (1,25 y 2,24) parece que nos encontramos con la antítesis de Pablo. El hombre «encontrará su felicidad... en la práctica de la leyes: «Ya ves que el hombre se justifica por las obras, no por la fe sola». ¿Qué pasa? Que estamos ante un claro ejemplo de fidelidad a la misma fe expresada en dos contextos diferentes. Las perspectivas de Pablo (que por cierto ya se enfrentó con una especie de pseudopaulinismo: Rom 3,8; 6,1; Gál 2,11) y de Santiago son distintas. El contexto de Santiago es el de la teología de los pobres (1,9-11; 2,1-23; 5,1-6), perseguidos por los ricos. Por eso, más que una teología paulina de la cruz, está interesado por el profeta Jesús de Nazaret. De ahí que tanto uno como otro puedan presentar como fundamento bíblico de su modo de entender la justificación el modelo de Abrahán (Rom 4; Sant 2,21-23) y que ambos citen Gén 15,6 haciendo diferentes exégesis: «por tanto, independientemente de las obras»
(Rm 3,28). «Por tanto, no independientemente de las obras» (Sant 2,24). Naturalmente, la palabra ergon (obra) tiene diferente significado, al ser usada en diferente contexto y al enfrentarse los que la utilizan a distintas falsas doctrinas: ergon significa para Santiago obra del amor y para Pablo obra de la ley 16. Una pura coincidencia verbal puede esconder la más profunda de las distancias y una buena reinterpretación puede ser la mejor de las fidelidades.

Terminemos con el último ejemplo. Si la diferencia entre Pablo y Santiago nos ha mostrado que las necesidades de los destinatarios condicionan la presentación de una misma fe, el caso que ahora expondremos nos hará ver que la distinta mentalidad exige una reinterpretación creadora de la fe. Es el caso del texto de 2 Pe 1,4 b. La experiencia fundamental del Nuevo Testamento, la salvación de Dios en Jesús,. se interpreta aquí mediante la expresión «participar de la naturaleza divina».

Según Bonnetain 17, es «de toda la Escritura la más enérgica expresión que esboza una definición de la gracia«. Desgraciadamente muchos autores hasta nuestros días así lo han creído, y han considerado este texto como «el fundamental«. Y así se han alejado de la correcta comprensión y de la fecunda lección que aquí se nos da. Pues lejos de tratarse de una definición, lo que aquí hay es un primer intento de adaptación, con conceptos provenientes de la filosofía griega, y en particular del estoicismo, de un contenido judío y cristiano. La misma idea que se expresa aquí con categorías de la filosofía griega está presente en el Nuevo Testamento (cf la koinonía: 1 Cor 1,9; 10,16 ss; 2 Cor 13,13; 1 Jn 1,3-7), e incluso en el Antiguo (cf la imagen: Gén 1,26 ss; 9,6).

«Tenemos, por tanto, en 2 Pe 1,4 un intencionado conato de formular nuevamente, partiendo de distinta lengua y ambiente cultural, una doctrina que ha sido acuñada en los conceptos de una determinada tradición; es un intento de crear un nuevo contexto que sea más accesible a los destinatarios. Existe, por tanto, dentro del mismo Nuevo Testamento, una reinterpretación de la doctrina primitiva» 18. «La segunda carta de Pedro hace lo que ya habían hecho con sus comunidades cristianas las cartas a los Romanos, Colosenses y Efesios: procurar que sus lectores concretos entendieran lo que se les decía. El reino de Dios greco-judío es explicado ahora a hombres griegos... La interpretación de la experiencia de la salvación en Jesús no está ligada al lenguaje de Canaán, porque la salvación es para todos, incluidos los griegos. Estos pueden expresar en su propio idioma sus propias experiencias de salvación en Jesús» 19. «En su propio idioma» es mucho más que una extensión cuantitativa: consiste en que la misma y única fe se vive según el talante y la cultura de cada pueblo, en una profundización cualitativa.

* * *

Este proceso de adaptación y de reinterpretación se proseguirá a lo largo de la historia. La catequesis, la predicación y la teología recurrirán a un lenguaje que comportará diversos matices y connotaciones. Así se distinguirá: gracia increada (= Dios, único don increado), gracia creada (= don de Dios encarnado en el hombre); gracia habitual y actual; gracia sanante (= cura las secuelas del pecado) y gracia santificante (= que santifica de nuevo al hombre); los carismas o gracia de estado (= en beneficio de los demás y no sólo de quien los recibe); gracia suficiente (= objetivamente suficiente para todos) y gracia eficaz (= sólo para algunos predestinados). Además, los teólogos se colocarán en perspectivas diversas: ontológica, espiritual, existencial...

Nosotros no vamos a entrar en todas estas distinciones, primero porque quien esté interesado puede encontrarlas en cualquier manual de los muchos editados en los años 60. Y segundo, y sobre todo, porque nos parece que nos lanzaríamos por unos caminos abstractos y prácticamente sin demasiado sentido ni interés para el creyente de hoy. No nos importa expresar nuestra opinión con toda claridad: la teología de la gracia se ha convertido, en la mayoría de los autores de manuales, en un discurso abstracto ininteligible para la mayoría de nuestros fieles.

Por eso, una vez hecha esta derivación que justifica la pluralidad de modelos para explicar la realidad de la gracia, volvemos a preguntarnos: ¿Cómo explicar la comunicación de Dios mismo? ¿Qué sentido tiene este mensaje para el hombre de hoy? ¿Cómo explicarle que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones o que donde está el Espíritu está la libertad? ¿Cómo se experimenta hoy el amor de Dios en la historia de los hombres, en mi propia historia? ¿Qué categorías emplear para no ser infieles al evangelio y a la tradición y al mismo tiempo no ser tampoco infieles a la cultura y a la reflexión actuales? ¿Cómo hacer con el hombre de hoy lo que supo hacer la segunda carta de Pedro con sus destinatarios?

Somos conscientes de nuestras limitaciones, pero con toda humildad decimos: ¡Al menos hay que intentarlo!

Vamos ya con los modelos. El lector se dará cuenta inmediatamente de que vamos de menos a más. Es decir, que el que nos parece más significativo, el que entendemos que mejor explica la mutua inmanencia de dos seres distintos, personales, libres e independientes, sin que el uno anule al otro, es el último modelo.

2.2.2. Los modelos estáticos: presentación y crítica

El primer modelo que vamos a presentar es el de la gracia «participación» de la naturaleza divina. ¡Comenzamos con un modelo clásico! Porque tiene también su interés. Porque, por contraste, resaltará mejor la aportación de los nuevos modelos. Y porque su presentación nos dará la oportunidad de hacer algunas aportaciones críticas al concepto de Dios que subyace en este modelo.

a) El hombre en gracia

Sigamos la explicación de santo Tomás, que se esfuerza por comprender la relación de Dios con el hombre. En tal relación entran en juego dos seres distintos y personales. Veamos lo que sucede en cada uno al entrar en relación. Comencemos con el hombre. Al entrar Dios en relación con él, por la gracia queda realmente transformado, pues el amor de Dios es creador de valores: «Amor Dei est infundens et creans bonitatem in rebus» 20. Dios aparece en el evangelio como amor infinito que quiere comunicarse al hombre de forma íntima por el don de su Espíritu. La voluntad del hombre se mueve por el bien que existe en las cosas, y de ahí que el hombre no causa totalmente la bondad de la cosa, sino que la presupone. Al contrario, el amor que es Dios no supone la amabilidad de la criatura: la crea. Es un amor fecundo que enriquece a la criatura 21. Pero este enriquecimiento está al servicio de un objetivo: encaminar al hombre a la intimidad con Dios. La gracia (el amor creado por Dios) debe ser una realidad en el hombre: de lo contrario no sería nada, pues ningún cambio es concebible en Dios. Esta realidad no puede ser una sustancia, debe ser una cualidad, una realidad accidental, una cualificación sobreañadida a la esencia del hombre: si no el hombre debería convertirse en Dios, lo que desembocaría en el panteísmo 22.

Esta realidad que es la gracia se define como una participación habitual de la naturaleza divina (lectura tradicional de 2 Pe 1,4), que asemeja al hombre con Dios, le convierte en hijo adoptivo, le hace realmente amable para Dios, le da capacidad de conocer y amar a Dios, de entrar en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu. La gracia es una anticipación de la vida eterna (que consiste en conocer a Dios) en la existencia terrestre e histórica del hombre.

Con las nociones de «habitus» y de «participación», tomadas de la filosofía aristotélica y platónica, la teología tomista quiere expresar la relación de la gracia creada (en el hombre) con la gracia increada (Dios). El «hábito» dispone al hombre para que se mueva con prontitud hacia su destino propio. Definida como hábito divino, la gracia eleva a la naturaleza humana, la orienta hacia su finalidad esencial.

La noción de participación 23 manifiesta las riquezas divinas de la gracia y su pura gratuidad, así como la total dependencia del hombre respecto a Dios. Sólo Dios, el que es por sí mismo, puede suscitar el ser, formar a la criatura que tiene el ser recibido y se dirige al Ser divino, como a su principio, su fin y su modelo. El hombre participa de Dios, que es y hace ser. Dios hace ser asemejando al hombre con su Ser divino. Tal participación no es perfecta más que en la medida en que el hombre se vuelve hacia Dios, y comulga con aquel que es su principio y su felicidad.

Hasta aquí santo Tomás ha relacionado armoniosamente los datos tradicionales y ha desvelado su coherencia profunda. Este modelo ontológico podrá parecer más o menos apropiado, más o menos operativo para el hombre de hoy, pero en sí mismo es de una perfecta coherencia. El problema que a nosotros se nos plantea no está tanto en lo que hemos expuesto, sino en sus presupuestos, es decir, en la concepción excesivamente trascendente y estática de Dios que subyace a este modelo y lo sustenta.

b) El Dios de la gracia

Santo Tomás lo ha dejado bien claro: si cambio hay es en el hombre, en Dios no es concebible ninguno. En el misterio de la gracia (y también en el orden de la creación) ninguna causalidad formal puede ser atribuida a Dios. La gracia increada, Dios mismo, no puede ser principio formal (intrínseco e informante), sino que es principio eficiente, final y ejemplar de nuestra santificación. Dios no puede ser principio formal de la criatura porque no forma «composición» con ella. Dios es el término de una relación que no es real, y que sólo comporta cambios en la criatura.

En una cosa estamos de acuerdo: la trascendencia de Dios debe quedar salvaguardada. Dios no puede mezclarse con la criatura, pues entonces desaparecería uno y otro. Hay que respetar la diferencia y la distinción. Pero eso no tiene por qué representarse por medio de un Dios concebido estéticamente que no se inmuta ante los hombres, pues un Dios así termina siendo frío por insensible y, finalmente, a base de querer salvaguardar su trascendencia, corremos el riesgo de alejarlo tanto que resulta inaccesible y, por tanto, inútil. Si la gracia es una relación, si Dios se comunica, algo tiene que ocurrir en Dios, pues de lo contrario Dios produce efectos reales como los produce una máquina muerta, o como los produce la naturaleza inconsciente. La relación, la comunicación personal implica movimiento, emoción. Y eso no tiene que suponer ningún menoscabo de la trascendencia de Dios. Simplemente queremos concebir la trascendencia como pudiendo dirigirse al hombre de forma personal.

La relación entre el hombre y Dios, la concepción de Dios y de su gracia, no puede concebirse, como en estos planteamientos clásicos se hace, prescindiendo de la persona de Jesucristo, última y definitiva revelación de Dios y de su voluntad hacia el hombre. Al prescindir de Jesucristo terminamos situándonos en la lógica de la filosofía, en donde todo está muy claro y ordenado, pero todo resulta frío y poco conciliable con la paradoja bíblica. Vamos a utilizar, a modo de ejemplo, dos textos de santo Tomás. En ellos aparece esta noción de un Dios insensible que pretendemos corregir. Cuando se pregunta por la relación que se da entre Dios y el hombre, nuestro autor dice literalmente que «las criaturas dicen relación real a Dios, pero en Dios no hay, respecto a las criaturas, relación real alguna, sino exclusivamente de razón». El ejemplo con que santo Tomás aclara un tipo de relación así es de lo más significativo: es «el caso de una columna que ocupase la derecha, no porque ella tenga derecha, sino porque está a la derecha del hombre, por lo cual la relación resultante no es real en la columna, sino en el hombre». La columna ocupa, en el ejemplo, el puesto de Dios. Este Dios no tiene sentimientos: el único que se emociona es el hombre. Pero, ante la falta de respuesta, el hombre termina por no emocionarse y por rechazar a este Dios. Por el contrario, cuando quiere poner un ejemplo de una relación que es real por parte de ambos extremos, santo Tomás alude a la relación «del padre con el hijo y otras similares» 24. Así, según santo Tomás, entre Dios y el hombre no se daría esta relación real ­la significada por la relación paterno filial­, al menos por parte de Dios, cuya relación es sólo de razón.

Ante talos planteamientos, el segundo texto que vamos a aducir ya no tiene por qué sorprendernos. Se pregunta santo Tomás si a Dios le compete la misericordia. Y responde que «se debe atribuir a Dios la misericordia en grado máximo». Pero la explicación de lo que puede ser esta misericordia es cuando menos desconocida para el hombre: es una misericordia «non secundum passionis affectum». Es decir, se llama misericordioso a aquel «que ante la miseria de otro experimenta la misma sensación de tristeza que experimentaría si fuese suya; de donde proviene que se esfuerce en remediar la tristeza ajena como si de la propia se tratase, y éste es el efecto de la misericordia. Pues bien, a Dios no le compete entristecerse por la miseria de otro; pero remediar las miserias es lo que más compete a Dios» 25. En suma, Dios es sencillamente un remedio de miserias, pero no se inmuta ante nuestras penas, no experimenta la misericordia. Pero, a tenor de la experiencia que todos tenemos, el hombre prefiere saberse escuchado, sentirse comprendido, notar que se presta atención a su persona antes que a sus necesidades. El hombre busca a alguien capaz de compartir sus penas. Porque si se da lo primero, los remedios vendrán por sí solos. No es éste, por lo visto, el caso de Dios.

* * *

El Dios cristiano, el Dios que se revela en la pasión de Jesucristo, el único Dios verdadero, es un Dios que se inmuta, pues no está fuera de nuestro sufrimiento, sino que se sitúa dentro del mismo. La fe cristiana no se dirige a un Dios que está fuera o por encima de todas las cosas, que ve cómo se sufre y que dice que ama a los hombres, sino a un Dios que está ahí con ellos en todo, incluso en el sufrimiento. El Dios cristiano se solidariza realmente con el hombre, con sus problemas, con sus sufrimientos. Y se relaciona realmente con el hombre porque va realmente hacia el hombre, hasta el punto de que él mismo, sin dejar de ser el que es, es capaz de hacerse hombre. La idea que los creyentes solemos hacernos de Dios es deudora de la teología clásica que hemos recibido, más o menos vulgarizada, teología desgraciadamente insuficiente. Ya hemos visto el planteamiento de Tomás de Aquino. Dios es impasible, inmutable, inmóvil, eterno, perfecto. A un Dios así no se le puede atribuir el dolor ni la compasión. En las relaciones de Dios con el hombre no es concebible mutación alguna en Dios, ningún cambio, movimiento o devenir. Pero a fuerza de añadir perfecciones a Dios, a fuerza de hablar de él de forma impasible, estamos presentando a un Dios que ha perdido su carácter personal y su capacidad de relación, con lo que resulta imposible concebir todo el movimiento que, según hemos visto, caracteriza al Dios cristiano. Además, partimos de un presupuesto que no se ha demostrado que sea verdadero: lo perfecto es lo inmutable; y lo que cambia, lo posible y lo que sufre es lo negativo. Pero poetas como Alfred de Musset o pensadores como León Eloy y Miguel de Unamuno nos recuerdan la cara positiva del sufrimiento: es fuente de conocimiento, camino de la conciencia, revelación de la vida 26. La sabiduría popular nos dice que «de sabios es cambiar». Y algunas corrientes filosóficas modernas nos indican la positividad del devenir.

Kierkegaard tiene unas páginas profundas en las que reflexiona sobre el devenir 27. Ante todo rechaza la falsa idea de que lo que deviene sólo puede entenderse como algo que perece o como algo que deja de ser lo que es: «Si lo que deviene no permanece en sí mismo siempre él mismo a través del cambio del devenir, no es el devenir de esta misma cosa sino de otra, y entonces la cuestión es susceptible de una metabasis eis allos genos» 28. El devenir es más bien expresión de vida y de libertad. Precisamente lo siempre idéntico a sí mismo, lo necesario, no es libre. Está clausurado. Lo inmutable es precisamente lo muerto. En lo terminado, en lo necesario, o en la nada, no hay ninguna posibilidad. La tradición ha entendido la posibilidad como carencia de realidad, y por eso ha concebido a Dios como pura realidad. Dios es así, no puede ser de otro modo, no puede mudar ni dirigirse. Dios es necesario. Esta es la idea que debemos superar, pues la posibilidad es el «más» ontológico del ser. El «más» de lo que pasa. La posibilidad es la positividad de lo que pasa. Lo que significa: el hecho de pasar e incluso lo que ha pasado no carecen de posibilidad 29. Kierkegaard concluye las páginas a las que hemos aludido con estas palabras: «La posibilidad, de la que resulta lo posible hecho (devenido) real, acompaña siempre lo que ha devenido y permanece en lo que ha pasado, incluso si en el intervalo han transcurrido millones de años; en cuanto el que viene después (el hombre posterior) repite que la cosa ha devenido (y lo hace puesto que cree en ello) repite la posibilidad» 30. El paso de la realidad no significa la pérdida de la realidad. Así, «la memoria conserva la posibilidad de la realidad pasada» 31. La posibilidad es la excelencia de lo que pasa, lo que suscita creadoramente el porvenir. Así ya resulta posible comprender que Dios no es quietud, sino proceso de vida, dinamismo, expansión. El ser que desborda. No el idéntico a sí mismo, sino el «siempre más».

D/INMUTABLE: La inmutabilidad de Dios habría que entenderla en el sentido de la firmeza inquebrantable de su fidelidad. El Dios del evangelio es un Dios fiel a su promesa de amor. Por eso viene (se traslada, se dirige) al hombre. Se hace (se convierte, se muda) hombre. No retiene su categoría de Dios. No es fácil hablar del Dios que se revela en Jesucristo. Este Dios no se puede sistematizar, pues se presenta como paradójico. Por eso, todas las nociones que le aplicamos son insuficientes y ambiguas. Una de las más socorridas, el todo poder, ¿no puede también sugerir las de autoritarismo e incluso despotismo? Las nociones de gloria y de felicidad, ¿no pueden sugerir las de narcisismo o concentración egoísta sobre si mismo? Todas las nociones aplicadas a Dios deben corregirse y completarse por sus «contrarias» para mantener la tensión de la paradoja. Las de poder y gloria con las de humildad y sufrimiento. El verdadero amor excluye todo orgullo, toda autosuficiencia y voluntad de imponerse por la fuerza. Y el verdadero poder no consiste en esclavizar. En la cruz se manifiesta como servicio bajo el signo de la total impotencia, dejando asÍ el espacio para la libre decisión del hombre: «Yo estoy llamando a la puerta» (Ap 3,20).

D/IMPASIBLE: Como consecuencia, podemos hablar realmente de un Dios misericordioso y compasivo y preguntarnos hasta qué punto podemos hablar de un Dios que realmente sufre. Es cierto que los concilios de la antigüedad condenaron el patripasianismo, la afirmación del sufrimiento en la divinidad. Pero, aparte de que tales ideas han encontrado su expresión en la piedad popular ­los bienaventurados sufren: la Virgen de los Dolores, de las Angustias 32­, el concilio II de Constantinopla tiene una fórmula próxima al patripasianismo cuando dice que «uno de la Trinidad» sufrió la muerte de cruz y padeció. Lo interesante es que tal fórmula está dirigida contra los representantes de la escuela de Antioqula que sostenían que la impasibilidad y la inmortalidad eran propiedades de la naturaleza divina y deducían que el Hijo de Dios no podía sufrir; sólo podía el hijo de María. El concilio sostiene que la humanidad de Cristo unida hipostáticamente e inseparablemente al Verbo de Dios era el sujeto del sufrimiento y de la muerte 33.

D/PUEDE-SUFRIR: Dios es amor y el amor, el verdadero amor, implica un cierto sufrimiento. Si Dios ama, si Dios no puede sino amar, no puede permanecer impasible ante el triste espectáculo de la miseria humana. Si ama a los hombres debe sufrir al contemplarnos. La bienaventuranza, de la que no puede ser privado, no le convierte en insensible, en un ser sin sentimientos. Su sufrimiento no es, pues, una imperfección, sino la suprema expresión de su amor. El sufrimiento no es sólo la queja del herido, sino expresión de solidaridad y de rebeldía ante la injusticia. Es, por tanto, expresión de amor y anhelo de justicia. Por eso, no sólo el Antiguo sino también el Nuevo Testamento nos recuerdan que Dios se indigna ante los corazones rebeldes (Heb 3,10.17).

Dios se hizo hombre. Alguna cosa debió suceder en su más íntima esencia. Deja su gloria y se transforma (Jn 17,5; Flp 2,ó). El Verbo se hizo carne (Jn 1,14), historia, devenir, comienzo, tiempo. Si el realismo de la encarnación se piensa seriamente, no podemos contentarnos con decir que sólo concierne a la naturaleza humana de Jesús. La historia de este Hombre constituye la historia del Logos, y la historia del Logos forma parte de la historia de la Trinidad. El Dios inmutable puede cambiar en otro. El evangelio no se mide por las exigencias de ninguna filosofía, sino al revés.

La «kenosis» de Cristo nos revela la «génesis>> de Dios. Lo cual no puede entenderse en el sentido de imperfección, necesidad o privación. En el sufrimiento y en la capacidad de cambio hay un aspecto grandioso y sublime. En Dios, tal aspecto excluiría toda coacción y toda imposición externa. Nacería de su infinita capacidad de amor. Nacería de lo que es Dios en sí mismo: «Quien me ha visto ha visto al Padre» (Jn 14,9). Hablamos metafóricamente, pero no equívocamente. Pues todo esto que decimos corresponde de alguna manera a un aspecto inexpresable del misterio de Dios 34. Aunque a mí me parece que hay una razón más profunda que la presencia del misterio para poder hablar de historicidad y de sufrimiento de Dios: Dios ha estado y sigue estando en contacto con nosotros. Los hombres podemos establecer relaciones con Dios porque no todo está determinado de antemano, un Dios que se manifiesta lleno de ternura y misericordia, capaz de com-padecerse (padecer con) de nuestros sufrimientos, no de forma ideal (y por tanto falsa) sino real. La terminología que sugerimos no hace sino corregir un lenguaje incompleto y frío. Se trata de ir más allá de un abstraccionismo infecundo. Cuando Dios se ha revelado lo ha hecho como amor, como Dios con nosotros y para nosotros. Lo sorprendente, lo inesperado de la plenitud de la revelación es que Dios se ha revelado humano. Y esta revelación nos impulsa a preguntarnos sobre la esencia de Dios, una esencia ciertamente llena de perfecciones (si no no sería Dios), pero que no le impiden, sino más bien le impulsan a entrar en relación con los hombres.

Concluimos ya este punto con una sencilla pregunta: la noción de Dios que hemos presentado y que cuestiona la noción de Dios presupuesta o afirmada por muchas corrientes teológicas, ¿rechaza al Dios de los griegos o al Dios del evangelio?

MARTÍN GELABERT BALLESTER
SALVACIÓN COMO HUMANIZACIÓN
Esbozo de una teología de la gracia
PAULINAS.Madrid-1985.Págs. 77-113

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16. Cf E. SCHIlLLEBEECKX Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid 1983, 149-153.

17. Dictionnaire de la Bible Supplément, III, col. 1103.

18. F. MUSSNER, La gracia según el testimonio de la Sagrada Escritura, en Mysterium Salutis IV/2, Cristiandad, Madrid 1969, 603.

19. O.c. en nota 16, 294; cf p 461.

20. Suma Teológica, 1, 20, 2.

21. Suma Teológica, I-II, 110, 1; cf lll, 23, 1.

22. Conviene no entender estas nociones en sentido «flsico» . No es necesario concebir la gracia como una cosa. Nosotros somos trasformados, y esto es real, pues se produce en nosotros un cambio de actitud.

23. Cf T. DE AQUINO, Suma Teológica. I-II, 110, 1.

24. Suma Teológica, I, 13, 7

25. Suma Teológica, I, 21, 3.

26. Cf M. DE UNAMUNo, Obras completas (edición de Manuel García Blanco), Escélicer, Madrid 1966-1969, t. VII, 192 y 234. León Bloy escribía a Georges Landry: «El hombre tiene lugares de su pobre corazón que todavía no existen, y en los que el dolor entra a fin de que ellos sean» (citado por Y. CONGAR, Les voies du Dieu vivant, Du Cerf, París 1962, 365).

27. S. KIERKEGAARD. Riens philosophiques, Gallimard 1948, 133-151.

28. Id, 135. Con la expresión griega se significa el paso a otro tipo de concepto.

29. Cf E. JEUNGEL. o.c. en nota 1, t. I, 333-334.

30. O.c. en nota 27, 151.

31. O.c. en nota 1, t. I, 336.

32. León Bloy ha escrito en repetidas ocasiones que la Virgen en su estado actual llora y sufre: ella es la fuente de donde manan los ríos del deseo no atendido, del amor enajenado, de las lágrimas de sangre, de la piedad que conduce a la muerte, de la expiación que no puede huir, del horror y del terror que manan a través de todo el género humano. En María se recapituló el dolor de todos los siglos para hacer aparecer la conciencia, la única conciencia capaz de obtener la salvación del mundo. Y María sigue sufriendo del dolor de la humanidad:

33. Cf DS 215, 216, 222. Otra bibliografía sobre el tema puede ser: H. KUNG. La encarnación de Dios. Introduccion al pensamiento de Hegel como prolegómenos a una cristología del futuro. Herder Barcelona 1974; J. MOITMANN. El Dios crucificado. Sígueme, Salamanca 1975; K. KITAMORI. Teología del dolor de Dios. Sígueme, Salamanca 1975.

34. Para un ser creado, ser capaz de sufrir es una perfección real, es el patrimonio de la vida y del espíritu, es la grandeza del hombre; y «puesto que se nos enseña que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, ¿es tan dificil el presumir que debe haber en la Esencia impenetrable alguna cosa que nos corresponde, sin pecado, y de la que el cuadro desolador de los trastornos humanos no es más que un reflejo tenebroso de las inexpresables conflagraciones de la Luz?» (L. BLOY, Le Salut par le juifs, o.c. en nota 33, p 88). Estas «inexpresables conflagraciones de la Luz», comenta Raisa Maritain, esta especie de gloria del sufrimiento, he aquí quizás algo a lo que corresponde sobre la tierra el sufrimiento de los inocentes, las lágrimas de los niños, ciertos excesos de humillación y de miseria que el corazón humano no puede aceptar sin escándalo y que, cuando la figura de este mundo enigmático habrá pasado, aparecerán en la bienaventuranza (R. MARITAIN, Les grandes amitiés. Desclée de Brouwer. Lille 1949 200-202). «¿Osaré, pues, decir, mi Salvador ­escribe otro autor­, que no solamente has sido un Dios sufriente, sino que tú lo eres aún, en cierta manera? Naturalmente, Señor Jesús, tu sufrimiento presente es un misterio del que yo no puedo hablar más que por analogía y aproximación. Si yo digo que tú 'sufres' ahora aún, es porque yo no dispongo de otras palabras que puedan expresar esta realidad de la que yo tengo el sentimiento intuitivo. Si yo digo: 'Jesús sufre', no entiendo describir la misma experiencia que la que expresan estas palabras: 'yo sufro'. ¿Es una simple manera de hablar, una metáfora? No. Yo creo, Señor Jesús, que tu sufrimiento presente es una realidad tan grande e incluso más que el sufrimiento del hombre. Pero yo no pienso tu sufrimiento en términos de sufrimiento humano. Yo digo que tú sufres porque estas palabras son la sola traducción posible ­bien que miserablemente inadecuada­ de 'alguno cosa' que existe en Dios. Es este algo lo que todavía en ti, corresponde de manera trascendente e inefable al sufrimiento de la creación» (Un monje de la Iglesia de Oriente, Jesús. Humilde visión del Salvador. Epesa, Madrid 1961, pág. 145-146).