¿CÓMO UN CRISTIANO CREE QUE EN JC ESTÁ SU SALVACIÓN?

MARTÍN GELABERT BALLESTER

1. La salvación por Otro

La lógica del pensamiento nos conduce de la pregunta por el porqué a la pregunta por el cómo.

Afirmar que en el Dios de Jesucristo está la salvación supone una doble afirmación: que la salvación del hombre procede de Otro, y que este otro viene hacia el hombre.

La salvación viene de Otro: al hombre actual, como al de todos los tiempos, la predicación cristiana proclama que todo hombre necesita salvación, que la salvación viene de Otro (de la santidad que no soy yo), y que este Otro es Dios, el Dios vivo y personal, que se revela y se da plenamente en Jesucristo. Una afirmación de este tipo debe confrontarse con el hecho de que el hombre actual es celoso de su autonomía, y no parece muy dispuesto a acoger «salvadores» que le digan lo que tiene que hacer. Lo de fuera no parece agradar. En todo caso, se contempla un momento, pero no se tolera su intrusión permanente.

ENC/INCOMPRENSIBLE: Este Otro que es Dios viene hacia el hombre para salvarle: una afirmación así resulta de por sí inaudita, pero es tanto más sorprendente por la manera de llegar Dios al hombre, tal como lo afirma el cristianismo, lo que explica la permanente tentación de la trascendencia que se manifiesta en muchos discursos sobre Dios. Spinoza ataca el corazón mismo del problema con toda claridad: «Cuando algunas Iglesias afirman que Dios ha tomado una naturaleza humana, he notado expresamente que no sé lo que quieren decir. Sí, para hablar francamente, lo que dicen me parece tan desprovisto de sentido como si alguien quisiera decirme que el círculo ha tomarlo la naturaleza del cuadrado» 1.

Se mire del lado que se mire, resulta difícil comprender la relación de Dios con el hombre, la relación de la trascendencia con la inmanencia, del sobrenatural con el natural. Tal dificultad estimula la reflexión creyente en busca de una solución que allane los obstáculos para la correcta comprensión de la relación de Dios con el hombre y la posterior comprensión del misterio de la gracia. Está en juego, pues, no sólo la dificultad que supone la manera como Dios llega a] hombre, sino también el obstáculo que representa para el hombre de hoy, celoso de su independencia, la afirmación de que su salvación viene de fuera de él.

1.1. Natural y sobrenatural, dos dimensiones de la misma vida

Si afirmamos que la plenitud del hombre viene de Dios, estamos suponiendo una antropología: el hombre es un ser abierto, no cerrado a lo ya dado, lleno de posibilidades, capaz de acogida, y que sólo en la acogida encuentra su auténtico ser. Rechazamos, pues, una concepción del hombre como ser cerrado y autosuficiente. Ahora bien, ¿cómo entender la relación entre eso que viene de fuera y el hombre ya constituido? ¿Qué consecuencias tiene en el hombre un encuentro así? ¿Cambia al hombre? ¿Le obliga a dejar de ser lo que era?

Ese que viene de fuera es Dios, el Dios que viene para salvar. Debe, pues, planificar y, por tanto, respetar la integridad del hombre o situarla en su verdadera dimensión. Si esto es así, podemos concluir razonablemente: en el mismo ser del hombre se encuentra una apertura constitutiva que reclama, por su misma constitución, una plenitud, de tal forma que cuando esto sucede lo extraño se hace propio, sin que lo uno y lo otro se encuentren violentos, por así decir. Con otras palabras: la misma y única vida tiene estas dos dimensiones esenciales: inmanencia y trascendencia. Un aspecto remite al otro como a algo propio. Inmanencia y trascendencia son manifestaciones de la realidad radical del mismo ser humano. El hombre se manifiesta como hecho y realizado y, al mismo tiempo, como todavía por hacer un futuro abierto.

H/INSATISFECHO:Maurice Blondel explica así esta situación: existe en el hombre una perpetua insatisfacción, una desproporción entre lo que el hombre quiere como meta autoimpuesta (lo que Blondel llama «volonté voulou») y la dinámica espiritual del hombre («volonté voulante»), entre lo que se cree pensar y querer y lo que se piensa y quiere en realidad. El querer humano siempre trasciende de nuevo los objetivos que se había trazado; no descansa en ninguno de ellos. Por este camino se quiere constatar una doble imposibilidad: que es imposible no reconocer la insuficiencia de todo el orden natural y no experimentar una exigencia que lo supera, y que es igualmente imposible hallar en sí mismo y por sí mismo la satisfacción de esta exigencia. De este modo se revela en el querer originario, que parecía ser fundamentalmente autónomo e independiente, una exigencia de perfeccionamiento exterior y superior. Aquí surge el pensamiento de si algo o alguien desde fuera no podrá brindar lo que nosotros mismos somos incapaces de proporcionarnos. Con ello el hombre se halla ante una decisión inevitable: aceptar o rechazar la trascendencia 2.

NATURAL/SOBRENATURAL: Así no hemos condicionado para nada a Dios ni hemos demostrado que Dios deba venir hacia el hombre so pena de dejarle insatisfecho. Lo que hemos visto es que el hombre está abierto y receptivo ante una posible llegada y, por tanto, que si Dios llega, el hombre está en disposición de acogerle, porque se encontrará con lo que íntimamente más deseaba sin que él se lo pudiera dar y ni siquiera concebir. Ya es posible entender que gracia y sobrenatural no son realidades existentes fuera de nuestro mundo, desde donde entrarían en relación con el hombre, sino expresiones de encuentro y plenitud. Por eso, naturaleza y gracia, persona humana y Dios que ama no pueden oponerse nunca. Natural y sobrenatural no pueden concebirse como incomunicables. Pero tampoco pueden confundirse, pues , en tal caso ya no habría posible relación, dado que el uno quedaría anulado en el otro.

La incomunicabilidad y la confusión son los dos extremos que se deben evitar en las relaciones entre el natural y el sobrenatural, pues ambos nos conducen a un callejón sin salida. Ambas posiciones extremas pueden adoptar tintes de diferente color (conservador o progresista): es curioso que cuando se mezcla el trono y el altar se suele separar (en el terreno espiritual) el mundo de Dios; y ahora que se insiste en la independencia de la Iglesia y del mundo, algunos creyentes tienden a confundir la historia de la salvación con los proyectos revolucionarios. En el fondo de ambas ideologías subyace el mismo defecto: confusión y separación, cuando la solución se encuentra en la comunión que exige inconfusibilidad e inseparabilidad.

* * *

Veamos ahora el problema y sus consecuencias del lado de Dios. El Dios cristiano viene hacia el hombre. Su voluntad salvífica le impulsa a buscar continuamente al hombre como a algo propio. «Vino a su casa» (Jn 1,11). Dios entra en el mundo como en su propia casa. Dios viene no porque le falte algo, sino porque lo suyo es «lo nuestro», lo suyo es la referencia al hombre, lo suyo es la comunión, una comunión que no anula, pues entonces desaparecería la comunión; es una comunión que crea riqueza y suscita la diferencia, una diferencia en relación y en referencia continua al creador. Por eso, el compromiso de Dios con la historia no es algo exterior a él, es lo suyo, lo propiamente suyo.

Pero si lo humano es de Dios ­de Dios por ser obra de Dios y de Dios porque Dios está siempre en busca de lo humano­, esto significa que el hombre, en la actual situación, está siempre marcado por una atmósfera de gracia y que, por tanto, resulta difícil distinguir lo que corresponde al hombre en su actual situación y lo que le correspondería si no estuviera marcado por este Dios que continuamente le llama 3. Los seres creados por Dios no constituyen una naturaleza neutra, sino una naturaleza creada, que no es separable del plan divino, revelado como designio de salvación.

«Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva» 4. El hombre siempre existe en un orden salvífico concreto, que está determinado por la actuación de Dios en Cristo Jesús, incluso allí donde el hombre se cierra frente a esa actuación. La existencia humana jamás se realiza en un lugar neutro, sino en un marco que siempre está ya abarcado por la gracia de Dios. Por eso el concepto de naturaleza «pura» es un concepto ideal, que no hace sino expresar la gratuidad de la llamada divina. La noción de naturaleza es analógica, lo que impide una elaboración unívoca de su contenido.

De nuevo nos encontramos aquí con la unidad del natural y del sobrenatural. Pero, una vez más, no podemos confundirlos. Debemos respetar, en tal unidad, la trascendencia de Dios y debemos afirmar su llamada como gratuita, es decir, como indebida. Además, en el hombre concreto existente en este orden histórico no todo es gracia; existe también la experiencia del pecado, fruto del egoísmo. Por eso, a partir de la simple experiencia no podemos comprender el amor de Dios y su relación al hombre. Debemos buscar en la palabra interpretativa de Dios.

Aquí se trataba de solventar un doble obstáculo. Y el principio de la no confusión y la no separación no ha ayudado a ello. Por una parte, el hombre aparece como un ser abierto. Si Dios acude hacia él, no hay que comprenderlo como una intromisión. Por otra parte, Dios es un Dios de los hombres. Cuando va hacia el hombre no hace sino responder a la propia llamada que él mismo ha infundido en la creación.

1.2. Lo absoluto en la historia

Hemos aludido antes a la tentación de la trascendencia en nuestra manera de pensar y expresar a Dios. Tales discursos podrían apoyarse en Isaías, en lo que atañe a la distancia entre lo humano y lo divino:

«Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos ­oráculo del Señor­. Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes más que vuestros planes» (Is 55,8-9).

Sólo que el profeta contrarresta inmediatamente sus aseveraciones con otras que adelantan nuestra explicación final de cómo entender la salvación por y sobre todo en Dios:

«Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven allí sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así volverá mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,10-11).

Dios se acerca por medio de la palabra, una palabra tan poco distante como la lluvia que procede del cielo y humedece la tierra fecundándola. Dios, por su palabra, llega al hombre con una profundidad comparable a la del agua en la tierra. Para explotar toda la riqueza de esta indicación, comencemos nuestras reflexiones con lo que parece ser el hilo conductor del pensamiento bíblico: Dios se revela en la historia. El Dios bíblico es un Dios que se dirige al hombre desde más allá del hombre. Dios está más allá de este mundo, pero se compadece de las miserias del mundo. Es un Dios trascendente que interviene en la historia, dirige los acontecimientos y salva a su pueblo. Dios interviene porque es el Señor de la historia, obra misteriosamente en todo, conduce los acontecimientos y orienta el destino de los hombres.

TIEMPO/ETERNIDAD: Esta concepción bíblica de la historia se contrapone, como hace notar Cullmann, con la concepción griega o pagana. Los griegos no pueden concebir que la liberación pueda derivar de un acto divino llevado a cabo en la historia temporal. La liberación reside, según ellos, en el hecho de que pasamos de nuestra existencia aquí abajo, ligada al tiempo, al más allá, sustraído al tiempo. La representación griega de la felicidad es espacial, definido por la oposición entre aquí abajo y el más allá; no es temporal, definida por la oposición entre el presente y el futuro 5. Para los griegos la Providencia no puede actuar en la historia, sino sólo en los individuos, y la liberación consiste en una mística en la que el tiempo no existe 6. Por el contrario, para el hombre bíblico y para los primeros cristianos el tiempo no es una realidad opuesta a Dios, sino el medio de que Dios se sirve para revelar la actuación de su gracia. El tiempo no es, pues, lo contrario de la eternidad de Dios 7. Por eso, en la predicación cristiana la concepción de la salvación es temporal: está ligada hacia atrás y hacia adelante, a una historia que hay que desarrollar y que tiende a una plenitud. El cristianismo primitivo no conoce un Dios que estaría fuera del tiempo. El Dios «eterno» es aquel que era en el principio, que es ahora y que será eternamente, «el que es, que era y que será» (Ap 1,4) 8.

Israel estaba convencido de que Dios estaba con él, habitaba en medio del pueblo y lo libraba de la opresión: «Pondré mi morada entre vosotros y no os detestaré. Caminaré entre vosotros y seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Lev 26,11-12; cf Ex 29,45-46; Ez 37,26-27; Zac 2,14-17; Ag 2,4-5; Jl 2,27). Pero esta presencia no era manipulable, pues estaba marcada por la tensión de su trascendencia: así se evitaba pronunciar el nombre de Dios o se decía que lo que habitaba en medio del pueblo era su «gloria» (Zac 2,9; 1 Re 8,10; Sal 85,10).

SEKINA/QUE-ES: Esta situación paradójica de presencia inapresable, esta tensión, el lazo existente entre presencia y trascendencia (que se corresponde con lo que dijimos en la segunda parte sobre «la paradoja de la experiencia de Dios»), en el judaísmo intertestamentario y posbíblico se expresó con el término arameo de sekinah. Se indicaba así la habitación de un Dios que permanecía totalmente trascendente al lugar donde residía. Cuando el cuarto evangelio dice que «la Palabra acampó entre nosotros» (y a continuación se refiere sorprendentemente a «su gloria») (Jn 1,14) hay una más que probable alusión (skene-sekinah) al antiguo Tabernáculo o Tienda del encuentro (Ex 33,7) donde el Señor moraba en medio del pueblo, ahora sustituida por la Palabra hecha hombre.

Sekinah añade a la idea de presencia la vinculación a un lugar: es la presencia concreta, una habitación. Pero, como indica Lagrange, esta presencia «tiende más bien a marcar distancias y a atenuar lo que hay de peligroso o de poco decente en la aprehensión directa» 9. La sekinah es una presencia afectuosa y activa que también sugiere la trascendencia: «Dios actúa y, por lo tanto, se encuentra allí. Dios reside en el Templo pero permanece separado en su misma implicación» 10.

La evolución del concepto de sekinah nos ofrece una prueba de lo difícil que le resulta al hombre concebir la presencia de Dios de forma concreta. El hombre sólo concibe la presencia o la ausencia. No entiende una presencia del trascendente. Por eso, y con el fin de salvaguardar la trascendencia de Dios y evitar todo antropomorfismo, a partir del s. III d. de C., la sekinah sufre una evolución degradante, y los rabinos la conciben no como una presencia concreta de Dios, sino como una representación de Dios e incluso un intermediario entre Dios y el hombre 11. Es la permanente tentación sobrenaturalista que termina alejando a Dios del hombre y que, finalmente, desemboca no sólo en el deísmo, en la concepción de un Dios excesivamente alejado del hombre, sino en el ateísmo, en un Dios sin ninguna utilidad.

Sin embargo, en la revelación bíblica de Dios «llama la atención de manera especial lo que se nos presenta como trascendente y cercano a la vez, más allá de todo y con nosotros, para nosotros, dado o entregado» 12. El mismo Dios que se revela a Moisés en una zarza que arde sin consumirse y le llama es el Dios que le dice que no se acerque, que permanezca a distancia. Y cuando Moisés «se tapó la cara temeroso de mirar a Dios», el Señor sí mira con suma atención: «He visto la opresión de mi pueblo, he oído sus quejas, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos...» (Ex 3). Y cuando en la liturgia se aclama a Dios como tres veces santo, también es necesario añadir: «Bendito el que viene en nombre del Señor. Presente en su mismo trascender, cercano y en nuestra misma historia sin menoscabo de su ser absoluto. Es la presencia de la sekinah.

* * *

COMO-ESTA-D-EN-J: En el Nuevo Testamento, Dios obra también en la historia del hombre. ¡Y de forma totalmente singular y concreta! En Jesucristo, Dios interviene de forma definitiva. Por eso, aunque la mirada del creyente se fija casi exclusivamente en un solo acontecimiento, podríamos decir que la fe en Dios, según el Nuevo Testamento, no recibe un nuevo contenido, sino que lleva a su término la paradoja bíblica fundamental: la unión de la trascendencia divina con la positividad histórica. El Nuevo Testamento parte de un acontecimiento único de significación universal. En el hombre, en la humanidad habita la plenitud de la divinidad. Precisamente las herejías cristológicas son debidas al no mantenimiento de estos dos datos, a privilegiar uno en detrimento del otro, a seguir la tentación de la lógica y no la difícil línea de la tensión. También en el Nuevo Testamento encontramos estrechamente unidas la trascendencia y la proximidad de Dios que ya hemos visto en el Antiguo, y que concuerda con lo que dijimos en el n. 4 de la segunda parte y al mismo tiempo lo explica. Dios está presente en Jesucristo como saber escondido (1 Cor 2,7), sin hacer alarde de su categoría (Flp 2,6 ss), como fuerza en la debilidad (1 Cor 1,18.25). Dios está presente en Jesucristo y lo que aparece a los ojos de los hombres es un judío, hijo de José. El pueblo ve en él a un profeta o a alguien susceptible de ser proclamado rey. Incluso sus más íntimos, los que mejor deberían conocerle, no le comprenden. Pedro, en efecto, le proclama Mesías, Hijo de Dios vivo. Pero «su idea no es la de Dios, sino la humana». Por eso «es un peligro», y Jesús le reprende duramente: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mt 16,16.23). Cuando su rostro se transfigura, pide el anonimato y anuncia la pasión (Mt 17 y par.). Y su vida, la vida del Hijo del Hombre en quien los judíos habían descubierto pretensiones divinas, termina en el patíbulo como un vulgar ladrón. La máxima presencia de Dios siempre se escapa. Por eso se presta a confusión. Es una presencia trascendente en la máxima concreción.

Por el contrario, cuando el Nuevo Testamento parece insistir en la trascendencia y en la oscuridad de Dios lo hace para poder definir con mayor precisión su presencia y su revelación. A Dios nadie le ha visto jamás, cierto. Pero este mismo Dios se ha dado a conocer y se ha explicado por el Hijo único que ha puesto su morada entre los hombres (Jn 1,18). Nadie conoce al Padre y, sin embargo, pueden conocerlo aquellos a quienes el Hijo se lo quiere revelar (Mt 11,27). Dios habita en una luz inaccesible que nadie ha visto ni puede ver. Y, sin embargo, de él han dado testimonio el Mesías Jesús y los que le son fieles (1 Tim 6,16.13).

Esta cercanía de Dios al hombre (¡nada menos que de Dios!), debida a la pura e incondicionada iniciativa de Dios, es para el Nuevo Testamento una buena noticia que llena de gozo. Es el anuncio de un Dios que se acerca al hombre porque le ama, porque él es amor y no puede sino amar. La presencia de Jesucristo es el anuncio definitivo e irrevocable del amor de Dios. Pero en el Nuevo Testamento esta presencia amorosa adquiere matices insospechados, pues Dios no sólo se hace presente en la historia del hombre, sino que en Jesucristo Dios se hace vida de la vida del hombre. En teología esta realidad se conoce como la buena noticia de la gracia: el hecho de que en Dios, que ha llegado hasta el hombre de manera íntima y radical, el hombre ha encontrado su salvación y, por tanto, su identidad. ¿Cómo entender y explicar tal intimidad, de modo que quede salvaguardada la trascendencia de Dios y la personalidad del hombre? Esta es la tarea que emprendemos en el próximo capítulo.

2. La salvación en Otro: modelos explicativos de la gracia

2.1. Gracia: don de Dios en persona

El Nuevo Testamento afirma con toda claridad que Dios, por medio del Mesías, nos ha bendecido desde el cielo con toda bendición del Espíritu. Que ya antes de crear el mundo nos eligió para que viviéramos por el amor, como hijos suyos, siendo un himno a su gloriosa generosidad. Esta generosidad, gracia, benevolencia de la que él desborda, la derramó sobre nosotros ­¡y con cuánta sabiduría e inteligencia!­ por medio de su Hijo querido, el cual nos ha obtenido así la liberación, el perdón de los pecados; muestra de su inagotable generosidad. Así hizo de nosotros su heredad, nos llama a compartir su vida inagotable y profundamente gozosa. Esta es la buena noticia de nuestra salvación (Ef 1,3-14). La buena noticia de la gracia es la afirmación de que Dios nos ama por su propia iniciativa. Su amor no tiene más explicación que Dios mismo. Su amor se ha manifestado en Jesús, el cual nos entrega el don del Espíritu que, haciéndonos hijos de Dios e identificándonos al Hijo, nos conduce de nuevo al Padre. Este don, por tanto, nos hace amables, agradables, «dignos de amor», a los ojos de Dios. Nos introduce en la intimidad de Dios y nos permite obrar en conformidad con su Espíritu.

Es imposible saber lo que es la gracia independientemente de su manifestación histórica en Jesucristo. Jesús de Nazaret es la gracia de Dios: con la venida de Jesús se hizo visible la bondad de Dios y su amor por los hombres, trayendo salvación para todos los hombres, no en base a las buenas obras que hubiéramos hecho, sino por su misericordia (/Tt/02/11-14 y /Tt/03/04-06). En el origen está la bondad de Dios y su amor efectivo y gratuito para con los hombres. Este amor se nos ha entregado en la manifestación del Hijo: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo único» (Jn 3,16).

Dios y su Mesías son, no por actitud, sino esencialmente misericordiosos (Jn 1,14; 1 Jn 4,8). Por eso, sólo pueden derramar misericordia. Pero tal donación no permanece exterior al hombre. Se comunica, pero no como una cualidad, sino como una persona. Dios comunica su persona de amor, el mismo amor con que el Padre ama al Hijo: «Por ser hijos, Dios envió a vuestro interior el Espíritu» (Gál 4,6; Rom 8,9). Por eso, de la plenitud de Cristo «todos nosotros recibimos ante todo un amor que responde a su amor» (Jn 1,16).

GRACIA/QUE-ES: Interesa que la cosa quede muy clara, porque en su claridad está toda la dificultad. La gracia es don de Dios; pero no quiere esto decir solamente que es un don que viene de Dios, sino sobre todo que es Dios mismo, Dios que se nos da: «Dios permanece en nosotros por el Espíritu que nos ha dado>> (1 Jn 3,24). «El amor de Dios (el amor que es el mismo Dios) se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Así se realiza la promesa de Jesús: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada« (Jn 14,23). De esta forma el hombre queda plenamente transformado porque vive la misma vida de Dios, la vida eterna (Jn 3,15; 3,36; 5,24; 6,40.47; 10,28; 17,2 ss; 20,31; 1 Jn 5,12). Es como si naciera de nuevo (Jn 3,5 ss) convirtiéndose en nueva creatura (Rom 6,3-11; Gál 6,15; 2 Cor 5,17; Col 3,10; Ef 2,15; 4,24).

GRACIA/CRC/GL: No es extraño que santo Tomás, siguiendo a san Agustín, haya podido afirmar que el misterio de la gracia es la mayor de las obras de Dios, mayor que la obra de la creación, y mayor incluso que el don de la gloria, pues la gloria no es sino la consecuencia del don de la gracia 13. ¡Hasta tal profundidad llega el amor de Dios al hombre! Lo cual no hace sino aumentar la dificultad de comprensión, si no queremos que todo esto quede en palabras vacías y sin sentido.

2.2. ¿Cómo entender esta ``comunicación de Dios mismo»?

La palabra, por la que Dios se revela, quiere ser comprendida. Y el creyente quiere comprender. La palabra interpela y la interpelación provoca la reflexión. Cuanto más se conoce la palabra, cuanto mayor es la atención que se le presta, tanto mayores y más profundas son las preguntas que suscita.

Ha quedado claro que cuando hablamos de la comunicación de Dios mismo no podemos entenderlo solamente como si Dios dijera algo sobre sí mismo. Entendido así, como revelación de Dios, también la palabra exige comprensión. Pero aquí nos estamos refiriendo a algo más profundo, más inaudito, más «increíble», «más difícil todavía», algo que a primera vista parece absurdo: Dios, en su realidad más auténtica, se hace el constitutivo más íntimo del hombre. Pero no a la manera de una cosa, sino de forma personal. «Autocomunicación divina significa, por tanto, que Dios puede comunicarse a sí mismo como sí mismo a lo no divino, sin dejar de ser la realidad infinita y el misterio absoluto, y sin que el hombre deje de ser el ente finito, distinto de Dios», 14. Ahí está expresado todo el problema: por una parte, la divinidad no queda desvirtuada (sigue siendo trascendente) en esta comunicación (que es inmanente). Dios sigue siendo Dios, el misterio absoluto, la realidad sin medida. Y, sin embargo, viene al hombre, comunica su ser. El sin medida entra en la limitación. El infinito, sin dejar de ser infinito, se hace finito. Y el hombre, sin dejar de ser hombre, sin quedar anulado en su finitud (en su inmanencia) se diviniza (se trasciende), y al divinizarse se personaliza, adquiere su verdadera estatura..., de hombre, alcanza su auténtica dimensión..., humana. Pues de lo contrario, o bien tendríamos que negar la divinidad de Dios, o bien la humanidad del hombre, o bien negar a los dos. Aquí no se niega nada. Hay afirmación mutua. Si pudiéramos hablar sin lógica diríamos que Dios es más Dios que nunca cuando viene al hombre y que el hombre es más hombre que nunca cuando recibe a Dios. Esta es la paradoja. Este es el misterio. Pero un misterio significativo. Por tanto, comprensible de algún modo. Pues si no sería un juego de palabras inútil, por carecer del más mínimo sentido. Y nosotros no estamos haciendo juegos de palabras, intentamos comprender la más profunda realidad 15.

Para tratar de comprender mejor el misterio paradójico de la gracia, vamos a presentar una serie de modelos explicativos que se complementan y nos ayudan a cernir mejor los aspectos y riquezas de la gracia. Así podremos entender esta relación que, por la gracia, se establece entre Dios y el hombre y los efectos transformadores que tal relación produce en el hombre.

Presentamos modelos explicativos. Todo modelo es, de por sí, insuficiente. Pero se hace necesario cuando queremos comprender una realidad misteriosa, una experiencia vital o una relación personal. La vida no sólo puede, sino que quiere expresarse. Pero en su expresión pierde parte de su riqueza y de su dinamismo. Y, sin embargo, una buena expresión es provocativa, evocativa, tiende más allá de ella hacia la realidad significada.

Con la gracia sucede como con el reino de Dios: ¡sólo puede hablarse de ellos en parábolas!

Pero antes, y a modo de justificación histórica, veremos cómo ya en el Nuevo Testamento una realidad como la de la gracia fue expresada con modelos diversos, según la mentalidad de los autores y las necesidades de los destinatarios del mensaje cristiano. Por una parte esto significa que ningún modelo puede agotar la vida ni expresar plenamente una relación. Significa también que la gracia no está atada a un solo modelo expresivo. Y, por último, legitima los intentos de buscar nuevas maneras expresivas más acordes con la situación de los hombres de hoy que también viven de Dios, para Dios y en Dios.

MARTÍN GELABERT BALLESTER
SALVACIÓN COMO HUMANIZACIÓN
Esbozo de una teología de la gracia
PAULINAS.Madrid-1985.Págs. 77-113

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1. Citado por E. JUNGEL, Dieu mystere dU monde, II, Du Cerf, París 1983, 90.

2. M. BLONDEL, L'actior, PUF, París 1949 (2 tomos); Les premiers écrits de Maurice Blondel, PUF, París 1956, H. BOUILLARD, Logique de la foi, Aubier, París 1964, 169-192.

3. Cf K. RAHNER, Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, en Escritos de Teología, Taurus, Madrid 1967, t. I, 329.

4. Gaudium et spes, 19.

5. O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Estela, Barcelona 1968, 40.

6. Id, 42.

7. Id, 39. Aunque aquí no podemos entrar en polémica con R. Bultmann, sí queremos notar que nuestras reservas ante este autor no son tanto debidas a su teoría de la desmitologización, cuanto a su concepción del valor de la historia y del tiempo respecto a la salvación. Para Bultmann la pretensión cristiana no tendría que ver con la historia (pasada) sino con la decisión (presente). Habría discontinuidad, pues, entre lo teológico y lo histórico. Personalmente pensamos que hay discontinuidad, sí, pero entre dos términos de un mismo proceso histórico

8. 0. CULLMANN O.c., 51.

9. Citado por Y. CONGAR, El Misterio del Templo, Estela, Barcelona 1967, 35;

10. Y. CONGAR O.c. en nota 9, 115.

11. Cf J. POHIER, Quand de dis Dieu, Seuil, Paris 1977, 26-30.

12. Y. CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983, 574-575.

13. T. DE Aquino, Suma Teológica, I-II, 113, 9.

14. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona 1979, 151.

15. Toda la dificultad que presenta el misterio de la gracia no es sino la consecuencia de la paradoja de la presencia y de la experiencia de Dios que ya expusimos en páginas anteriores. La solución también consistirá en mantener los dos polos de la tensión sin que quede anulado en lo más mínimo el uno por' el otro, sino que queden potenciados en su fecunda tensión.