¿POR QUÉ UN CRISTIANO CREE QUE EN JC ESTÁ SU SALVACIÓN?

MARTÍN GELABERT BALLESTER

Jesús es la piedra que desechasteis vosotros los constructores y que se ha convertido en piedra angular. La salvación no está en ningún otro, es decir, que bajo el cielo no tenemos los hombres otro diferente de él al que debamos invocar para salvarnos» (He 4,11-12).

El Nuevo Testamento opera la cristificación de la más profunda convicción del Antiguo: Fuera del Dios de Israel no hay salvador (Is 43,11; Os 13,4). La rotunda convicción del cristiano de todos los tiempos es que sólo en Jesús está la salvación, porque en definitiva el nombre de Jesús significa: Yavé salva (Mt 1,21).

Así los creyentes se han preguntado una y otra vez cómo acceder a Jesús para poder salvarse. La seriedad con que esta pregunta se ha planteado encuentra una expresión significativa en la ruptura operada con la reforma protestante. En efecto: Lutero no pretendió demoler ni inventar (y menos una doctrina que justificase ante su conciencia angustiada sus supuestas ­a mi entender, falsas­ perversiones o sus excesivos escrúpulos), sino reencontrar el evangelio que, a su modo de ver, estaba siendo obstaculizado por doctrinas humanas, cuando no por un sistema eclesiástico hecho de superstición, idolatría y tiranía. De ahí que, según su punto de vista, la ruptura con Roma no fue una salida de la Iglesia, sino la consecuencia de la restauración de la Iglesia en nombre de la fe evangélica. La preocupación de Lutero fue: cómo anunciar el evangelio, cómo transmitirlo en toda su pureza, cómo hacerlo llegar a los hombres para que se convierta en palabra viva y eficaz. Más que una nueva inteligencia del evangelio, Lutero pretendía la inteligencia del evangelio de siempre puesta al alcance de todos los fieles: «En mi corazón no reina sino un único artículo: la fe de Cristo. De ahí brota toda mi meditación teológica, por allí discurre y allí desemboca día y noche en su flujo y en su reflujo, sin que de tan alta sabiduría, tan ancha y tan profunda, haya logrado alcanzar más que algunas frágiles y pobres primicias, las migajas» 1. Cristo crucificado: eso es lo que con claridad meridiana, sin necesidad de interpretaciones, proclama toda la Escritura. Por eso, Lutero pretende que todos los fieles conozcan y reconozcan esta palabra viva que se impone por sí misma con todo vigor, y no tolera que se le aplique un esquema previo o que se le haga coincidir con nuestros intereses. Dejando aparte otras consideraciones históricas o teológicas, podemos afirmar que ésta es la pretensión de todos los creyentes en Jesucristo: acceder a su conocimiento, participar de su vida.

Hemos citado a Lutero con toda intención. Su caso ejemplariza toda la diferencia entre el hombre de la antigüedad y el hombre moderno. El hombre de hoy no comienza preguntándose por las pantallas (eclesiales, literarias o culturales) que nos impiden acceder al texto, con el fin de saltearlas y encontrarse con la pureza de la verdad. Hoy se ha impuesto la conciencia de que toda pregunta por el cómo presupone otra más importante, más difícil de contestar. Esta pregunta radical condiciona todo planteamiento basado en cómo acceder al texto y cómo presentarlo al hombre de hoy. Es la pregunta por el porqué. ¿Por qué debo interesarme por el Nuevo Testamento? ¿Por qué acudir a estos textos del pasado? ¿Por qué algunos afirman que en Jesucristo está la salvación? ¿Por que interesarme por este Jesús de Nazaret? ¿Qué autoridad, qué base garantiza que allí voy a encontrarme con la salvación, con la respuesta y la solución de mi vida? Normalmente resulta mucho más sencillo plantear un problema que resolverlo. Puesto que somos conscientes de ello, vamos a proceder con toda humildad, con temor y temblor, y con la esperanza de que nuestras reflexiones susciten otras mejores que puedan enriquecernos.

1. La respuesta de las teologías clásicas

La teología no ha dejado de responder a la pregunta que consideramos: ¿por qué es necesaria la salvación en Jesús? Los clásicos capítulos sobre la necesidad y la certeza de la gracia responden a esta problemática. Tres grandes autores han dejado su impronta en todas las elaboraciones teológicas: san Agustín, santo Tomás de Aquino y Martín Lutero. Por eso nos referimos brevemente a ellos. La influencia de Agustín fue decisiva en la antigua Iglesia. Tomando pie de sus escritos, la ortodoxia explicó la necesidad de la gracia en función del pecado: a causa de la falta primera, el hombre fue mudado «en peor, según el cuerpo y el alma» 2. En consecuencia, «el hombre no tiene suyo propio sino mentira y pecado» 3.

Tal antropología pesimista parecía conducir casi demostrativamente a la afirmación de la necesidad de la gracia de Dios para recuperar la integridad perdida y para todos los aspectos y etapas de la acción humana y cristiana 4. Pero también puede conducir a presentar la obra de Cristo como contrapuesta a las aspiraciones y deseos del hombre. Basta recordar un tratado de clara influencia agustiniana, la Imitación de Cristo, que presenta en radical oposición «los diversos movimientos de la naturaleza y de la gracia», pues en la naturaleza sólo hay «corrupción», mientras que la eficacia la tiene la gracia 5. De ahí la necesidad de distinguir entre la doctrina agustiniana, como testimonio de la tradición, y las elaboraciones más o menos dependientes de los datos culturales y personales, y por tanto discutibles. Tal distinción se encuentra ya insinuada al final del De gratia Dei Indiculus 6.

Para la tradición agustiniana, la gracia es necesaria, pues el hombre no es ya lo que era cuando fue creado. La naturaleza que Dios le dio quedó herida y hasta impotente para realizar el verdadero bien. Santo Tomás se sitúa en una perspectiva más positiva considerando al hombre como una naturaleza, una realidad esencial y sustancial ordenada a un fin, a su fin. Este fin es su perfección definitiva que la naturaleza alcanza poniendo en obra sus propias capacidades. Ahora bien, tal tendencia del hombre a su plena realización sólo resulta posible con la ayuda de Dios, pues si bien el hombre no ha quedado corrompido por el pecado, sí ha quedado debilitado, herido. Y por otra parte, el hombre intuye que sólo se realiza superándose a sí mismo, yendo más allá de sus propias posibilidades, que nunca acaban de satisfacer la ilimitación de sus deseos 7. ¿Podemos considerar que nuestra pregunta ha quedado resuelta? A nuestro entender, no. Las perspectivas expuestas suponen que hay una respuesta clara y directa a la pregunta y son como explicaciones de una respuesta cuyo fundamento y enunciado no se discute. En el fondo la cuestión inicial continúa latente: ¿por qué un creyente cree que Jesucristo ­la gracia de Dios revelada y otorgada en Jesucristo­ le libra del pecado? ¿Por qué un creyente piensa que en Jesucristo se encuentra la definitiva felicidad? Esta es la pregunta suscitada y a la que no se ha respondido. Se han explicitado unos fundamentos antropológicos que permiten una explicación doctrinal y académica de una afirmación que es, en definitiva, lo que se cuestiona. Debemos, pues, ir más a lo profundo, con lo que posiblemente perderemos en claridad, pero ganaremos en radicalidad.

La pregunta por la necesidad de la gracia supone la pregunta por su experiencia, pues sólo se necesita aquello que se experimenta, de un modo u otro, como necesario. El problema de la experiencia de la gracia también lo ha planteado la teología clásica y ha sido largamente discutido a partir de la afirmación luterana de que debemos tener una seguridad absoluta de que estamos salvados, pues si no negamos a Cristo y todos sus beneficios 8. Para nuestro propósito interesa menos matizar el planteamiento de Lutero cuanto notar las reacciones ­a veces basadas en auténticos malentendidos 9­ que provocó. En efecto, el concilio de Trento y con él toda la teología católica niega radicalmente que sea posible una certeza intelectual del estado de gracia o, lo que es lo mismo, una experiencia directa de la gracia 10. Para la teología católica no cabe una respuesta segura a una pregunta particular y restringida (¿puedo yo saber con certeza que estoy salvado?) y sólo cabe responder a una pregunta general (¿por qué un creyente puede esperar razonablemente que en Jesucristo está su salvación?) 11.

2. Nuestra respuesta, sus presupuestos y sus implicaciones

Entendemos que el problema planteado sólo tiene una salida: el cristiano cree que en Jesucristo está su salvación porque ha experimentado en Jesucristo el don de Dios, la verdad y la vida, el agua que apaga toda sed. Esta respuesta es la que nos proponemos justificar. Es una respuesta basada en la experiencia, en una experiencia muy particular y por tanto no expresable de cualquier manera. La diferencia entre el planteamiento que hacemos aquí y los atribuidos a Lutero se aclara con la diferencia que hay entre estas dos preguntas: ¿Puede saber el cristiano que está en estado de gracia? ¿Puede un cristiano experimentar su relación con Dios? Es la distancia que va del saber objetivo («claro y distinto») a la experiencia, que desemboca en un convencimiento, pero que no siempre es traducible en un saber objetivante. Descartes 12 considera que sólo es legítimo el primer tipo de conocimiento. Entiende que los juicios basados en las ideas claras y distintas están exentos de error y son por tanto ciertos, pues parte del supuesto de que el método geométrico, por el que se llega a las más difíciles demostraciones, es el único seguro. Pero así restringe las posibilidades del conocer, pues tal modelo de pensamiento sólo permite construir, no permite recibir, sobre todo aquellos conocimientos que, lejos de apaciguar nuestra inteligencia, nos inquietan y agudizan nuestra conciencia de los problemas. Hay realidades que no pueden expresarse (ni apresarse) en su totalidad y profundidad a base de un lenguaje directamente descriptivo, pues en ellas se da algo no reducible a lo contable o a la lógica. ¿Cómo expresar clara y distintamente la experiencia del encuentro amoroso o el agradecimiento por una buena formación? 13.

Es cierto que la nuestra no es una pregunta general, sino particular, o mejor, personal, como la que hacía Lutero. Pero nuestra respuesta se sitúa en un terreno distinto del que se situaban las respuestas «clásicas». Estas eran todas de tipo directo. Y nosotros pensamos que tal camino es inviable. En primer lugar, porque la experiencia basada en una relación de tipo personal no encaja en el modelo matemático de pensamiento (supondría conocer a fondo y con toda transparencia a Dios, y si ya cada persona es un misterio, ¡cuánto más Dios!). Y además, ante una pregunta personal una respuesta directa no sirve para nada, bien porque serían posibles otras muchas respuestas, bien porque la respuesta dada puede prestarse a muy distintas interpretaciones (si yo proclamo mi gran sabiduría, puede que diga la verdad, pero lo más probable es que manifieste mi insensatez): «Si el honor me lo diera yo, mi honor no sería nada» (Jn 8,54).

Si basamos la respuesta en la experiencia que el creyente ha hecho de Dios en Jesucristo, esto supone diversas instancias que iremos aclarando en los próximos apartados para mejor entender la respuesta. El cristiano cree porque ha experimentado, es decir: el cristiano interpreta una situación vital. Ha experimentado a Dios como el único Salvador: «Tú sólo eres Santo, tú sólo Señor, tú sólo altísimo». Lo cual supone, por una parte, que no ha encontrado la salvación ni la felicidad en otra parte: «Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen» (n. 3). Y supone también que el cristiano entiende que se ha encontrado con el misterio (n. 4). Y que tal encuentro lo ha hecho en Jesucristo, es decir, que tal misterio ha cobrado cuerpo y realidad en el hombre Jesús de Nazaret (n. 5).

3. La experiencia de la ambigüedad del mundo

Al menos en el orden lógico (en el cronológico las cosas no son tan fácilmente separables), creer que la salvación está en Dios, implica creer que no está en otro lugar, al menos no suficientemente. Y por tanto, supone que no se ha encontrado en el mundo y en los proyectos humanos de liberación. Lo cual no significa que el cristiano considere que el mundo es malo y los proyectos del hombre indiferentes. Esta ha sido una de las tentaciones de muchos creyentes, que consideraban que rechazando el mundo facilitaban el acceso a Dios. Este es el problema de base de los planteamientos agustinianos y luteranos: partir de la oposición mundo-Dios, que en sus formas matizadas se ha planteado como búsqueda de conciliación, no dándose cuenta de que toda conciliación supone una competencia y, por tanto, una oposición.

No por afirmar la negatividad del mundo aparece la positividad y necesidad de Dios, antes al contrario. La grandeza de Dios se manifiesta en la grandeza del hombre 14. Cuanto más grande es el hombre, cuantas más posibilidades tiene, más necesita de Dios, más necesita realizarse en plenitud. El mundo es obra de Dios: «Y vio Dios que era bueno» (Gén 1). Y, como veremos en el apartado siguiente, a Dios no se le encuentra (y por tanto no se le puede experimentar) fuera del mundo. ¿Dónde si no se le va a encontrar? Por eso, el creyente no afirma la maldad del mundo, de la historia y del progreso, sino su ambigüedad, su insuficiencia y su limitación. Aunque en realidad esto no es una afirmación exclusivamente creyente. Basta abrir los ojos para darse cuenta de que junto a las múltiples posibilidades de humanización que conlleva la cultura moderna, aparecen los gérmenes de la negatividad y de la limitación: las manipulaciones genéticas, la amenaza atómica, la polución de la naturaleza, el agotamiento de los recursos naturales y el desencanto ante la sociedad industrial.

Hay una historia humana de sufrimientos pasados y presentes que son insuperables por el hombre y que no pueden quedar al margen de un proyecto liberador que se quiera total. La historia del sufrimiento no es (como en perspectiva marxista) un capítulo de la prehistoria de la libertad, sino un elemento insoluble de la historia y una permanente muestra de la injusticia de la historia. El creyente puede estar de acuerdo con la crítica de la religión si ésta se entiende como «el imperativo categórico de acabar con todas las relaciones en las que el hombre se encuentra como un ser rebajado, esclavizado, abandonado, despreciable» 15, pues ésta es también la pretensión profunda de la fe. Por eso el creyente puede mirar con simpatía a un pensador como Bloch cuando habla de la alianza entre revolución y cristianismo. Lo que el creyente discute es que «lo humano nunca más alienado, lo barruntable, todavía no encontrado de su mundo posible», se sitúe «incondicionalmente en el experimento del futuro, experimento-mundo» 16.

¿Incondicionalmente? En todo caso esto es lo que hasta ahora no se ha demostrado. ¿No será más bien «lo humano nunca más alienado» un problema irresuelto? Es precisamente tal irresolución lo que puede legitimar ante la conciencia positiva la posible validez de la interpretación creyente 17. El creyente, en contra de Bloch, afirma que sólo hay verdadero trascender con trascendencia 18, aunque ­y en esto le da la razón­ no debe hacerse de ello una casa prefabricada 19.

SER-INSATISFECHO: Por eso, si ya sería grave olvidar todo el dolor de las víctimas del pasado, tan grave o más sería pensar que en un futuro, gracias a la mejora del ambiente, de la raza o de las estructuras sociales, el sufrimiento puede desaparecer: en las mejores estructuras es posible morir de soledad y la madurez del hombre no es proporcional al progreso técnico y político. El hombre es un ser esencial y permanentemente insatisfecho: «Los hombres se hicieron recientemente ávidos de nuevas cosas, también cuando su existencia ya no vagaba insegura, sino que se había instalado« 20. Hay un excedente en las culturas que constantemente nos afecta: «Un sabio antiguo decía ­y se quejaba­ que era más fácil redimir al hombre que alimentarlo. El futuro socialismo, precisamente cuando todos los invitados se hallen sentados a la mesa, cuando puedan sentarse tendrá ante sí, como particularmente paradójica y difícil, la usual inversión de esta paradoja: es más fácil alimentar al hombre que redimirlo. Esto quiere decir que fundamentalmente existe un mundo que hay que purificar consigo y con nosotros, con la muerte y con el secreto enteramente rojo. Pues la permanente autoalienación no sólo se produce en la falsa sociedad y desaparecerá con ella como su único causante, existe todavía un origen más profundo de la autoalienación», escribe un marxista tan perspicaz como E. Bloch 21. El problema, pues, no es sólo de alimentación o de justicia. El afecto más sincero y profundo no llena totalmente el amplio campo del deseo. La cultura más avanzada y equilibrada no abarca el extenso sendero de la libertad. Eso, por no hablar del permanente acoso de la muerte, que se adelanta a toda posible consolidación y que amenaza permanentemente a toda realidad. Es la expresión definitiva del problema irresuelto que es el hombre 22. De ahí que nos parece acertado E. Schillebeeckx cuando habla de la pretensión alienante de una autoliberación total 23.

Afirmar que en Jesucristo está la salvación es, en primer lugar, afirmar que la historia no tiene solución total y definitiva ni para los sin voz ni para los triunfadores. Ni para los que han sufrido ni para los que siguen sufriendo, los oprimidos e inútiles de este mundo. Ni para los que han muerto sin esperanza ni para los que viven amenazados. Lo cual no significa, antes al contrario, que en nombre de su fe, el cristiano no deba comprometerse a fondo en la mejora de toda estructura que alivie (si bien siempre parcialmente) toda miseria humana y contribuya al progreso ­a cualquier nivel­ de la humanidad. Pues la peor forma de contaminación religiosa es proponer la religión como un sucedáneo de los bienes que no se poseen. Pero el reconocimiento de la insuperabilidad de los propios límites y por tanto de la ilusión de la pretensión autoliberadora y de la parcialidad de toda maduración humana plantea la pregunta por una liberación total.

El creyente afirma que a esta pregunta por la liberación total hay una respuesta suscitada por la experiencia de Dios en Jesucristo. Tal pregunta, profunda y radical, no es de hoy. Ya san Agustín, siguiendo a los antiguos filósofos, nos dice que «es una la voluntad de todos en conquistar y retener la felicidad», aunque son muchas las respuestas que se dan a este deseo 24. Lo mismo piensa santo Tomás 25. En otras palabras, el deseo de salvación es universal, pero las propuestas de salvación son plurales. Lo que significa que la conciencia de salvación definitiva no es una conciencia positiva, sino negativa, pues el hombre sabe lo que no quiere, pero no encuentra respuesta satisfactoria para lo que quiere. Agustín y Tomás, como creyentes sinceros, creen que tal respuesta definitiva sólo se encuentra en la afirmación del absoluto de Dios, «el que sacia de bienes tus anhelos» (Sal 103,5) 26. Estamos en el corazón de nuestro problema. ¿Por qué en Dios? ¿Por qué en el Dios de JC? Porque en Jesús el creyente ha descubierto y experimentado un camino en el que se manifiesta históricamente la verdadera estatura de lo humano. La dificultad radica en cómo justificar esta experiencia cristiana de Dios. Tal justificación supone: ..

-Que toda experiencia de Dios es indirecta, por encontrarnos ante el misterio abismal.

­Que la experiencia cristiana (de Dios) es además fundamentable objetivamente, al menos como respuesta posible y razonable.

­Que una respuesta basada en la experiencia del misterio y en una determinada interpretación de la historia, no puede imponerse, pero sí vivirse y hacerse respetar.

Sigamos adelante con nuestro desarrollo.

4. La paradoja de la experiencia de Dios

Afirmar que en Dios está la salvación supone haber experimentado, de algún modo, que sólo Dios puede salvar, que en Dios está la posibilidad de encontrar la profundidad insondable de lo que es ser hombre en plenitud. Que las dimensiones del hombre ­sólo parcialmente realizadas, no por falta de posibilidades o saberes, sino porque cuanto más avanza el hombre más horizontes descubre y por tanto más desea y, por eso, tanto más necesitado está­ pueden satisfacerse en Dios.

Pero el Dios en el que cree el cristiano hace difícil responder a todo porqué. Pues tal Dios resulta inseñalable, por ser inapresable. Con él resulta difícil encontrar «razones». El Dios en el que cree el cristiano no revela nunca su esencia, su nombre. Sólo se descubre a través de su obrar. El creyente tampoco tiene argumentos que alegar a propósito de sus últimas e íntimas razones, pues de algún modo se corresponden con las de Dios, aunque a través de sus obras se las pueda vislumbrar. Expliquemos, pues, la experiencia cristiana de Dios. Nos ayudará a comprender el carácter indirecto de la respuesta a la pregunta directa que suscita todas nuestras reflexiones.

EXP-D: La experiencia de Dios es paradójica, pues el misterio del Dios cristiano consiste en que se revela como trascendente e inmanente a un tiempo. Trascendente, porque si no desaparecería el misterio. En lo finito, como tal, no puede darse ningún misterio, pues siempre será posible encontrar una inteligencia capaz de escrutarlo. Inmanente, porque si no no sería posible ninguna experiencia humana de Dios. La experiencia del trascendente en la inmanencia, tal es el misterio cristiano de Dios. Dios se ha hecho historia, se ha hecho mundo. Dios es el creador y ha tomado cuerpo en la creación. La encarnación no es sino una continuación de la creación 27. Por eso en la creación se puede experimentar a Dios y se puede experimentar «sólo» el mundo. El creyente realiza una experiencia religiosa de la realidad. No se trata, pues, de oponer a la experiencia meramente mundana lo que el increyente llamaría la ilusión religiosa 28. Lo que hay que hacer es distinguir entre una experiencia del mundo no religiosa y una experiencia religiosa del mundo. La segunda es la que realiza el creyente.

D/PRESENCIA: Desde un punto de vista creyente ­se sepa o no se sepa­, la presencia de Dios nos precede siempre y en todas partes (Rm 8,29; Ef 1,4). El hombre vive bañado en una atmósfera de gracia. Desde siempre el mundo es de Dios y está en Dios (Jn 1,3-4). Su presencia es tan cercana, tan sin distancia, que es posible perder la perspectiva y no verle 29. Sólo se experimenta a Dios a través de lo creado, a través del mundo. De ahí la posibilidad de quedarse en la mediación, en el medio «a través de». Más que el término o el objeto de una relación, el creyente experimenta el sentido de esta relación. Más que el acto por el que Dios nos envuelve, nos experimentamos a nosotros como abarcados por él y en él. Me descubro a mí mismo en su misterio 30. Por eso, la presencia de Dios no es nunca directa, si por directa entendemos una presencia de esencia a esencia, «cara a cara» (Ex 33,18-23). Dios sólo está presente ocultándose en un «a través de» que hay que analizar y definir. Pero por presencia «a través de», presencia mediata, no debemos entender la ausencia de relación personal y real. La mejor expresión sería, quizás, la de presencia simbólica y sacramental. SIMBOLO/SIGNO: Presencia simbólica: el símbolo (como el signo) remite a algo distinto, es referencial; pero a diferencia del signo, el símbolo participa de la significación y poder de lo que designa, y por eso nos abre a unos niveles de realidad que de otro modo permanecen escondidos y no pueden ser alcanzados de ningún modo. Todo símbolo nos abre a un nivel de realidad para el que el lenguaje no simbólico resulta inadecuado. Así el símbolo de la poesía o el musical. Sólo a través de ellos se puede tener una determinada experiencia. Nos abren a una experiencia porque hacen que algo se abra en nosotros. Por eso no pueden ser sustituidos. Por todo ello, los símbolos ni determinan ni paran el proceso; invitan siempre a seguir adelante 31. Presencia sacramental: algo cualificado por la palabra de Dios y convertido en portador de su presencia. Presencia real de su futura omnipresencia. Encarnaciones que remiten más allá de sí 32. Dios está ahí. Pero este ahí no lo circunscribe, remite más allá de sí mismo, estando ahí su presencia. El mundo, la historia, la vida, la fraternidad, toda praxis creyente, toda actividad orante, son el sacramento de la presencia de Dios: presencia abierta que no es posesión, pero tampoco la ausencia de la carencia. Presencia que no se da en la experiencia, sino que se capta y realiza en la experiencia. En la inmanencia misma se capta a Dios como trascendente. Es la presencia bajo la forma de la promesa, «nada más viéndola y saludándola de lejos» (Heb 11,13).

Dios es siempre una vivencia, pero jamás una posesión. Cuanto más se acerca uno a él, tanto más ausente aparece: «Tanto más perfectamente conocemos a Dios en esta vida cuanto mejor entendamos que sobrepasa todo lo que el entendimiento comprende», dice Tomás de Aquino 33. El planteamiento que santo Tomás hace a nivel cognoscitivo lo encontramos expresado por Unamuno en niveles psicológicos: «Cuanto más sentimos el infinito que de El nos separa, más cerca de El estamos, y cuanto menos acertamos a definirle y representárnoslo, mejor le conocemos y queremos más» 34. La ley de los que se acercan a Dios es: «A él le toca crecer, a mí menguar» (/Jn/03/30). Pues cuanto más nos acercamos a Dios, más infinita es la idea que tenemos de su infinita sublimidad, lo que precisamente nos empequeñece 35.

D/BUSQUEDA: La máxima presencia de Dios sólo se da cuando valoramos adecuadamente su total trascendencia, del mismo modo que la semejanza del hombre con Dios sólo se afirma correctamente si afirmamos a un tiempo la distancia que nos separa de él 36. Así, Dios siempre es una realidad poseída en esperanza: «La presencia de Dios es una esperanza, y no una realidad dada plenamente; y la experiencia religiosa es una búsqueda continua de la presencia en el seno de la comunión. No me buscarías si no me hubieras encontrado: ésta es la ley. Pues sólo se encuentra para seguir buscando, en esa región suprema en la que toda posesión no es sino el alimento de un nuevo deseo y, todo encuentro, el principio de un nuevo don» 37. Si sólo se encuentra para seguir buscando es porque a Dios se le encuentra como el espacio abierto nunca colmado.

DESEO-D: Esta modalidad de la presencia de Dios y de la experiencia religiosa permite comprender que en esta vida Dios siempre es conocido como ausencia o como deseo: «En esta vida no conocemos por la revelación de la gracia lo que es Dios, y en ese sentido nos unimos a El como a algo desconocido» 38. Dios se hace presente en la criatura que lo ama por la gracia como lo conocido en el que conoce y lo deseado en el que desea 39. Como un deseo. Por eso Dios no es una propuesta señalable directamente. Si el creyente pretendiera señalar la realidad de la presencia y de la experiencia de Dios ­entendiendo esta realidad en sentido positivista­ sólo podría señalar el anhelo, la necesidad y, por tanto, el vacío. El creyente sólo puede decir: lo siento como ausencia, por eso es mi deseo. Así ya no aparecerán descabelladas, prescindiendo de toda otra consideración, estas expresiones de Miguel de Unamuno: «Dios mismo, no ya la idea de Dios, puede llegar a ser una realidad inmediatamente sentida... Tenemos a las veces el sentimiento directo de Dios, sobre todo en los momentos de ahogo espiritual. Y este sentimiento..., es un sentimiento de hambre de Dios, de carencia de Dios. CREER/QUE-ES: Creer en Dios es..., no poder vivir sin Él 40. Directamente, la experiencia de Dios es una experiencia de carencia. Se siente la realidad de Dios como hambre de Dios. «Creer en Dios es ante todo y sobre todo sentir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia y vacío» 41. Así, presencia y ausencia no aparecen necesariamente como términos contrapuestos. De hecho, toda presencia implica de alguna manera un cierto distanciamiento, al menos la presencia amorosa, pues ésta favorece y respeta la libertad del otro. Hay presencias dominadoras, obsesivas, impositivas. Hay distancias que, lejos de conducir al olvido, intensifican la relación. Hay presencias que abruman y hay distancias que unen.

Concluir, por tanto, que Dios está ausente pretextando que no es una presencia manipulable y circunscrita es pretender imponer a Dios unas condiciones que no exigimos para ninguna otra presencia amorosa. Sería lo mismo que afirmar que el amor está presente sólo cuando lo hemos acaparado, y por tanto, agotado. O que el arte sólo está presente en el artista cuando ha perdido sus ansias creadoras, pues entonces su obra puede darse por clausurada. Agotado, clausurado: entonces es precisamente cuando ya no hay amor ni hay arte. En la ausencia verdadera nada se desea. No hay sino resignación o melancólicos recuerdos de lo perdido para siempre. Por eso, el encuentro con Dios no es un dato, una posesión, una relación terminada y delimitada, sino un encuentro, un movimiento, un impulso, un deseo, un placer 42.

Para nuestra explicación de la presencia en forma de deseo hemos utilizado estructuras cognoscitivas y psicológicas. Y decimos bien: hemos utilizado. Pues se trata sólo de eso. Porque no cabe duda de que tales explicaciones, y sobre todo la experiencia base que subyace a las mismas, pueden y deben recibir una prolongación histórica y social. Dios puede experimentarse como dolor por estar alejado de él, como sincero deseo de conversión. Pero también como sufrimiento ante la injusticia, como protesta ante unas estructuras opresivas y como lucha encaminada a conseguir su sustitución. En la vida cristiana van inseparablemente unidas la dimensión personal y la social. Y en ambas dimensiones puede y debe experimentarse a Dios.

* * *

Ahora ya aparece claro por qué la respuesta a la pregunta sobre la salvación de Dios en Jesucristo se puede y se debe confesar, pero no se puede imponer a la manera de un saber. Porque el fundamento de la respuesta no es un saber, sino una experiencia, y hay experiencias (las amorosas por ejemplo) que como tales no son transmisibles ni discutibles. Se pueden discutir sus efectos y manifestaciones, pero no la íntima convicción que, en cuanto tal, es inexpresable totalmente, aunque uno sea capaz de ofrecer la vida por ella. Nuestra respuesta supone una experiencia que sólo es posible en una entrega confiada. De ahí su carácter personal. Por eso mismo no vale la respuesta de otro. Es necesario que cada uno haga suya la pregunta y le dé su propia respuesta, que el otro podrá en unos casos reconocer (en el caso del creyente) y en otros atender (en el caso del no creyente), pero no repetir. Toda respuesta personal, como toda respuesta basada en la entrega confiada, es una respuesta de fe. Hablando precisamente de la fe, san Agustín tiene unos párrafos que pueden iluminar nuestra problemática:

«Cada uno ve la fe en sí mismo; en los demás cree que existe, pero no la ve; y lo cree con tanta mayor firmeza, cuanto mejor conoce los frutos que la fe suele, mediante la caridad, producir... La fe radica en el alma del creyente y es sólo visible al que la posee; porque, si bien existe en otros, ya no es la misma, sino otra muy semejante... Se dice que es una fe la de los que creen unas mismas verdades, como se dice que es una la voluntad de los enamorados de un mismo ideal: aun los que tienen un mismo querer conocen su voluntad,pero ignoran la de su prójimo; y si la manifiestan por signos, se la cree, no se la ve. El que es conocedor de su alma, ve claramente ser ésta su voluntad, no lo cree... Una cosa es ver la voluntad propia, y otra, aun siendo la conjetura fundada, averiguar conjeturalmente la del prójimo» 43.

El fundamento de la experiencia de Dios, la fe, sólo es visible a uno mismo si la posee. El otro puede conjeturar que algo hay, pero no sabe lo que es ese algo. Por eso, la verdadera razón de por qué un cristiano cree que en Jesucristo está su salvación no es señalable directamente ni enseñable como los sabores. La experiencia que nadie más que uno mismo puede ver no es transmisible en forma de saber. El ajeno a la experiencia no puede verla, porque el sujeto que la efectúa nunca puede restringirla a un ámbito determinado que permita su delimitación. ¿En dónde, en qué lugar se experimenta la simpatía que nos provoca el amado? No hay lugar. Y cuando se trata de restringir o de delimitar el lugar, no aparece sino una mueca vacía o un gesto ridículo. Sólo se experimenta la simpatía a través de una relación y de unos gestos dados que pasan a ser recuerdo, pero dejan una huella inapresable, cuya realidad es tan profunda que es capaz de suscitar una durable orientación para mi vida entera. En el caso de la relación del hombre con Dios, la experiencia de la mutua simpatía resulta tanto menos apresable cuanto que estamos ante dos capacidades distintas de relación: una capacidad finita de acogida y una infinita capacidad de dar. Por su infinita capacidad de dar, Dios se nos ofrece en la inmanencia, en la más inmediata cercanía de la realidad, y el hombre puede no ver allí sino la inmanencia. Pero también puede experimentar (en este ver inmediato) la inapresable presencia del trascendente.

MARTÍN GELABERT BALLESTER
SALVACIÓN COMO HUMANIZACIÓN
Esbozo de una teología de la gracia
 PAULINAS.Madrid-1985.Págs. 39-75

derecha.gif (1587 bytes)

.........................................................

1. M. LUTHER, Oeuvres, Labor et Fides, Geneve 1957-1983, vol. XV, 13. Sobre la pretensión de Lutero nos permitimos señalar nuestros escritos: Dimensión hermenéutica de la doctrina luterana de la justificación, en «Actas del I Simposio de Teología Histórica», El método en teología, Facultad de Teología San Vicente Ferrer (Series Valentina IX), Valencia 1981, 237-249; Lutero, reformador incomprendido, en «Vida Nueva» 1361, 15 de enero de 1983, 27-29.

2. S, AGUSTíN, De nupt. et concup., II, 34, 57 (cf DS 174 y 788).

3. S. AGUSTíN, In Joh. Tract., 5, 1 (cf DS 195).

4. S. AGUSTjN, De dono pers., 23, 64; De gratia Christi, 25, 26; 26, 27 (Cf DS 179 Y 180).

5. ASí en el libro III, cap. 54 y 55.

6. Cap. 10 (DS 142).

7. La cuestión 109 de la I-II de la Suma Teológica condensa la doctrina tomista sobre la necesidad de la gracia, doctrina que integra y supera la tradición agustiniana, al darle otra base antropológica y una nuera iluminación teológica. Tal cuestión supone: la doctrina de la creación, en términos de participación (Suma, 1, 44); la vocación divina del hombre, por ser imagen de Dios (Suma, I, 93) y la finalidad divina, la bienaventuranza a la que el hombre está llamado (Suma, I-II, 1-5; 62), y que sólo puede conseguir con la ayuda de la gracia, por superar sus capacidades (Suma, 1-II, 109, 5), lo cual no es necesariamente una imperfección: es más perfecto alcanzar un fin superior con fuerzas que no son las propias que alcanzar un fin inferior con las propias fuerzas (Suma. 1-II, 5, 5, ad 2).

8. «Debemos luchar cada día para pasar de la incertidumbre a la certeza y vigilar para extirpar de raíz la opinión perniciosa que ha devorado al mundo entero: que nadie sabe si está en gracia. Pues si dudamos de que estamos en gracia, de que agradamos a Dios a causa de Cristo, negamos que Cristo nos ha rescatado; en una palabra, negamos todos sus beneficios« (M. LUTHER Oeuvres, XVI, 90).

9. En Trento se llegó hasta la atribución de una certeza de la predestinación (DS805 y 825). En nuestros trabajos citados en nota 1 hemos aludido a los malentendidos sobre Lutero.

10. DS 802, 822, 823, 824; T. DE Aquino, Suma Teológica I-II, 112, 5.

11. Así, santo Tomás afirma: «La esperanza no se apoya principalmente en la gracia ya recibida, sino en la omnipotencia y en la misericordia divinas, por la cual quien no tiene gracia puede conseguirla para alcanzar la vida eterna. Y de la omnipotencia y de la misericordia de Dios está cierto el que tiene fe; (una fe «informe», «sin gracia») (Suma Teológica. II-II, 18. 4. ad 2).

12. En Discurso del método, 2ª. parte; y Meditaciones metafísicas, medit. 3ª. y 4ª.

13. Cf M. GELABERT BALLESTER, Experiencia humana y comunicación de la fe, Paulinas, Madrid 1983, 89 y 100-101.

14. «Detrahere perfectioni creaturum est detrahere perfectioni divinae virtutis» (T. de AQUINO, Contra Gentes. III 69). «Las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios (Gaudium et spes, 34).

15. W. HEGEL, Introducción a la Critica de la Filosofia del Derecho, citado por E. BLOCH, El ateísmo en el cristianismo, Taurus, Madrid 1983, 62.

16. E. BLOCH, El ateísmo en el Cristianismo, Taurus. Madrid 19t;.3, 255 17 El mismo Bloch, a propósito del problema que plantea el morir, escribe que no valen las soluciones dogmáticas tanto de las tradiciones religiosas como del puro mecanicismo: «Frente a ambas opiniones, científicamente sólo vale un non liquet; pues el material proporcionado nos es suficiente para avalar ninguna de ambas respuestas, para deducir más que un peut-etre en favor de la sobrevivencia como también en favor de la no sobrevivencia. Con la diferencia científica. según la ilustra Kant en los Träumen eines Geistersehers: que la menor señal constatada de un modo postmortal, bastaria ya para salvar toda la esfera. mientras que la pura ausencia de tales señales todavía no es suficiente para negar dogmáticamente toda la esfera» (o.c. en nota 16, 245).

18. Cf o.c. en nota 16, 227.

19. Cf o.c. en nota 16, 241.

20 O.C. en nota 16, 223.

21 O.C. en nota 16, 253.

22. Cf nuestra nota 17

23. EI creyente y el cristiano conocen los límites de principio inherentes a toda autoliberación, pero esto no significa que se niegue la legitimidad cristiana del proceso de emancipacion y liberación. Sin embargo, el creyente debe oponerse por principio a toda autoliberación emancipadora que pretenda ser total. Esa autoliberación es para la humanidad ­teniendo en cuenta su caducidarl y el hecho de que 'en cuanto tal' puede ser sólo tema, pero no sujeto universal de la historia­ funesta v alienante o, en el mejor de los casos, una liberación a medias. Limita y reduce el ser humano, lo cual tiene ipso facto un efecto alienante (E. Schillebeeckx, Cristo y los cristianos, Cristiandad Madrid 1982, 754).

24. De Trinitate, XIII, IV, 7.

25. Suma Teologica. I-II. 2. 1-8.

26. Cf T. de Aquino, Suma Reologica I-II. 2. 8.

27. Cf K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona 1979, 237.

28. O ilusión no percibida perspicazmente, reflejo fantástico de nuestra propia esencia (cf o.c. en nota 16. p. 60).

29. San Agustín exclama: «Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo (Confesiones, X, XXVII, 38).

30. Cf o.c. en nota 13, 46-47.

31. Sobre el símbolo resultan de interés las reflexiones de P. TILLICH, Teología sistemática, I, Ariel, Esplugues de Llobregat 1972, 307-311.

32. Cf J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975, 468.

33. Suma Teológica, II-II, 8, 7; cf Contra Gentes, I, 5.

34. M. DE UNAMUNO, Obras completas (ed. definitiva preparada por M. García Blanco), Escélicer, Madrid 19661969, vol. III, 200.

35. Cf S. KIERKEGAARD, Diario Xv A 23, X;ii A 509.

36. Dice S. Agustín: «¿Quién será capaz de comprender, quién de explicar qué sea aquello que fulgura a mi vista y hiere mi corazón sin lesionarle? Me siento horrorizado y enardecido: horrorizado, por la desemejanza con ella; enardecido, por la semejanza con ella» (la Sabiduría y Verd divinas) (Confesiones, XI, IX, 11).

37. J. MOUROUX, L'experience chretienne, Aubier-Montaigne, París 1954, 34: cf S. AGUSTiN, en Confe- siones, X, XXVII, 38: «Gusté de ti. y siento hambre y sed».

38. T. DE AQUINO, Suma Teológica, I, 12, 13, ad 1; cf II-II, 112, 5, c y ad 3.

39. T. DE Aquivo, Suma Teológica, I, 8, 3; I, 43, 3.

40. O.c. en nota 34, vol. VII, 209.

41. O.c. en nota 34, vol. VII, 218.

42. Cf A. POHIER, Quand je dis Dieu, Seuil, París 1977, 42-43.

43. De Trinitate XIlI, Il, 5; XIlI, IlI,6.