HISTORIA OCCIDENTAL

Historia Occidentalis

Jacques de Vitry

Traducción de José María Lodeiro

CAPITULO  PRIMERO

LA CORRUPCIÓN DE OCCIDENTE  Y LOS PECADOS DE LOS OCCIDENTALES

Arribada hace mucho tiempo de los confines de la tierra para escuchar la voz de la sabiduría  de Salomón, la Iglesia de Oriente se encontró expuesta  a  diferentes peripecias, agobiada por varias causas de aflicción, como poseída por la embriaguez del absintio;  mientras que había convertido su alegría en dolor  y profunda aflicción, su hija primogénita y especialmente amada, la Iglesia de Jerusalén, despojada de sus vestidos de gloria, hecha pedazos por varias especies de verdugos, se había reencontrado como la encina que ve caer  todas sus hojas, como el curso de  agua casi seco al nacer mismo de su fuente.  Sin embargo, el enemigo insaciable del género humano, la serpiente astuta, no dejaba de estarcir el veneno pestilente de su malicia. No contenta con haber herido la cabeza, se esforzaba por todos los medios  en  hacer  mal a los miembros.

Jerusalén es a la vez cabeza y madre de la fe, como Roma es la cabeza y madre de  los fieles. El dolor de la cabeza fluía  a tal punto de sus miembros, y el Señor manifestaba su cólera e indignación por medio  de muchas plagas de diversa índole, habiendo la Tierra  santa caído en manos de los impíos, como lo exigían nuestros pecados, el justo vengador de los crímenes, Señor, Dios vengador, ha golpeado, infligiendo diversas calamidades al universo entero: nos ha  dejado invadir por los Moros en España,  por los herejes en Provenza y Lombardía, por los cismáticos en Grecia, mientras que falsos hermanos se levantaban en todos los rincones en contra nuestra. Para hablar en la lengua del profeta, el Señor nos ha roto los dientes, dejando apenas algunos: después de la pérdida de la ciudad santa, el honor de la Iglesia se vio disminuido, y los dientes de su prelado han sido –por así decirlo-  reducidos a migajas.  Los niños que han llegado luego al mundo tuvieron todos, sin excepción, dos o tres dientes menos que los que habían nacido con anterioridad. Nuestros dientes han sido disminuidos, el Señor ha roto todos nuestros huesos, nuestro vientre está pegado a la tierra, nuestra alma  por el piso.

Los hombres, siempre inclinados al mal y perdida toda medida, fueron arrastrados al abismo por su malicia. Los pechos que antes parecían racimos de uva se secaron, la doctrina del Evangelio fue mancillada mientras que los impíos despreciaron las divinas advertencias. Cambiaron su plata por escoria y adulteraron su vino con agua. Abandonaron todo temor de Dios y de los hombres e, inclinados siempre a lo peor, no se avergonzaron ya ante los sacerdotes, siguiendo los caminos del mal y rechazando las cosas saludables. El mejor entre ellos era como una zarza, el justo como espina de seto. Las rodillas temblaban, sus lomos carecían de fuerza y sus rostros tenían la negrura de una marmita. La fe se perdió, la caridad se extinguió, toda virtud quedó opacada por la perdición. En el mortero, el ladrillo y la paja, casi todos servían al faraón. El imperio del poder enemigo y del príncipe de las tinieblas se extendía abusivamente a lo largo y a lo ancho. Los hijos de Sión, antes ilustres y revestidos de oro fino, fueron considerados cual vasijas de tierra. Su fuerza se dispersó sobre la tierra. Ciegos han errado la aventura de este mundo, se han manchado de sangre. Los vicios se mostraban de manera desvergonzada y magias abominables pululaban miserablemente, envolviendo a todo el orbe. La ciudad antes fiel, se convirtió en prostituta... El adversario puso su mano sobre los encantos que la hacían deseable. En su seno, los jefes eran como leones rugientes; los jueces, lobos en el crepúsculo, no dejaban nada para el mañana. Toda cabeza padece enfermedad y todo corazón pesadumbre. Sus conductores infieles, cómplices de los ladrones. En las calles yacen tendidos jóvenes y viejos.

La justicia había desaparecido del  mundo; el temor del Señor desterrado, la equidad vencida, la violencia apoderado de los pueblos. El fraude, la astucia, la mentira cubrían todas las cosas. La ofrenda y la libación habían desaparecido de la casa del Señor, todo el país estaba despoblado. La tierra se lamentaba porque los trigales han sido devastados; el vino se echó a perder, el aceite se agotó. Los labradores están confundidos por el trigo y la cebada, los viñadores se quejan porque la cosecha se perdió; el enemigo ha cosechado la viña del Señor.

Toda virtud había desaparecido como inútil; mientras que la malicia se introducía subrepticiamente, no había nadie para oponerse, defender al Señor  y se anonadara ante su rostro. Habían puesto ante ellos una nube para que la oración no  tuviera forma de pasar.

El mundo declinando hacia su crepúsculo, enfriada la caridad, no se hallaba fe sobre la tierra, a punto de creer que la segunda venida del Hijo del Hombre estaba ya a las puertas. El hijo ultrajaba a su padre, la hija se levantaba contra su madre, la nuera contra su suegra; para cada hombre los peores enemigos estaban en su propia casa. No había ya distinción entre lo sagrado y lo profano. Todo lo que daba placer se consideraba permitido. Siendo los vicios un abismo, los hombres eran llevados a él como caballo indómito, arrastrando su iniquidad en las cuerdas de la vanidad, y el pecado como si se tratara de los tiros del carro. Todos sus perseguidores, o sea los malos espíritus, los acosan en los desfiladeros; son llevados cautivos ante el opresor. Ellos rehusaron convertirse, se volvieron de dura cerviz, endurecieron sus oídos para no escuchar, su corazón se volvió impenetrable como diamante. La cítara y la lira, la pandereta, la flauta y el vino acompañaron sus banquetes; no han tenido más que desprecio por la obra del Señor. La honestidad de las costumbres y el ornato de la virtud, como desterrados, no encontraban un lugar, mientras que los vicios arrogantes  y multiplicados por doquiera ocupaban todo. Consideraban despreciable, sin valor, la virtud de la continencia agradable a Dios y propia del mundo celestial. Entretanto todos se entregaban indistintamente a la lujuria, como el puerco en su ciénaga, hallando sus delicias en la corrupción, pudriéndose como asnos en su estiércol, sin tener más que desprecio por el limpio lecho nupcial y las nupcias conformes al honor. Entre los mismos parientes y vecinos, los lazos del matrimonio no eran seguros; la corrupción en su avance no se frenaba ante la diferencia de los sexos.

La sobriedad y la moderación, habían partido, la gula y las borracheras habían tomado posesión de los hogares como los espinos se entrelazan y se abrazan en las matas, así se  unieron en festines  donde juntos se embriagaban. Todas las mesas estaban llenas de  vómitos y manchas tanto de no dejar un lugar limpio. La fornicación, el vino y embriaguez hacían perder el sentido. Pero tenía también las noches para jugar, la ansiedad ligada a la suerte de los dados, noches teñidas de avidez, y de amargura, de caprichos, de mala fe, de injurias, de conflictos y de criminales blasfemias contra Dios, arrastrando a menudo a sus protagonistas a la más negra desesperación.