Einstein y Dios
La
Razón
25 febrero 2003
Albert Einstein, físico y matemático de origen alemán, Premio Nobel de Física por su descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico, demostró matemáticamente que a las tres dimensiones del espacio físico había que añadir una cuarta dimensión: el concepto tiempo. Ayudó a su encumbramiento su teoría general de la relatividad, así como otras investigaciones sobre la teoría cinética de los gases.
Einstein
ha sido considerado, a nivel mundial, según estadísticas publicadas por los
medios de comunicación social, la persona más importante del siglo XX. Quien
fue secretario del Secretariado para los No Creyentes de la Santa Sede, el
doctor Jordán Gallego Salvadores, dominico, fue quien me entregó el
testimonio, de su puño y letra, sobre la fe en Dios del gran científico Albert
Einstein. Al final publicamos la referencia. El físico quiso dejar muy clara su
posición respecto a su fe en Dios. Manifestó: «La generalizada opinión, según
la cual yo sería un ateo, se funda en un gran error. Quien lo deduce de mis
teorías científicas, no las ha comprendido. No sólo me ha interpretado mal
sino que me hace un mal servicio si él divulga informaciones erróneas a propósito
de mi actitud para con la religión. Yo creo en un Dios personal y puedo decir,
con plena conciencia, que: en mi vida, jamás me he suscrito a una concepción
atea». Albert Einstein. (Deutsches Pfarrblatt,
Bundes-Blatt der Deutschen Pfarrvereine,1959, 11).
Nota de Richard Capra, Arvo
Net, 20 febrero 2000.
En 1905 Albert Einstein, un judío alemán de 26 años, publica un trabajo titulado
“Acerca de la electrodinámica de los cuerpos en movimiento”, en el que se
contenía la que más tarde se conocería como Teoría Especial de la Relatividad.
La Física de Newton, el más grande científico de la Historia, fundada en la
geometría euclidiana y los conceptos de tiempo ansoluto de Galileo no era tan
exacta como se había creído. Einsten descubre que el espacio y el tiempo son
términos de medición relativos. Einstein en 1907 publica una demostración de que
E = mc2. Esta fórmula que a cualquier persona ajena a la investigación de las
ciencias físicas parece no sólo de sencillez extrema sino absolutamente
inofensiva es el punto de partida para la carrera hacia la bomba A. Había
comenzado una nueva y grandiosa aventura del pensamiento.
Pero Einstein no se fió de las dos primeras rigurosas pruebas de su teoría, a
pesar de que eran cientificamente concluyentes: había que comprobar
empíricamente que el efecto previsto en su teoría, existía de hecho en la
realidad. Einstein estaba convencido de que todo efecto tiene una causa, y que
puesta cierta causa se sigue cierto efecto. Estaba seguro de que, por muchas que
fuesen las coincidencias de la experimentación con su teoría, una sola
discrepancia bastaría para dar al traste con sus predicciones y convertir su
teoría en un argumento insostenible.
Como observa Paul Johnson, la de Einstein era una actitud completamente distinta
del dogmatismo de Marx, Freud y Adler, que trataron de meter con calzador -sin
conseguirlo- la realidad en sus teorías.
El más breve resumen del propio Einstein sobre la Teoría de la Relatividad es la
siguiente: “no hay movimiento absoluto”; ¡el movimiento en el universo es
curvilíneo!. De pronto pareció al mundo que nada era seguro en el movimiento de
las esferas. La conmoción en el ámbito de la ciencia experimental era lógica:
varios siglos de creencias científicas se venían abajo. En 1919 Einstein es una
figura mundial que gravita más sobre la Humanidad que los estadistas y guerreros.
Lo que Einstein vio con estupor fue que, en 1920, de la idea de la relatividad
del espacio y del tiempo -magnitudes físicas- se había concluido, quién sabe por
qué misteriosos paralogismos, ¡que no había ningún valor absoluto! ¡que no
existían el bien ni el mal! ¡que no había manera de estar ciertos de cosa alguna!
Se había confundido la relatividad del movimiento con el relativismo filosófico
y ético. La Física con la Metafísica, la Gnoseología y la Etica.
Un sentencia común llegó a ser ésta: Einsten ha demostrado que la verdad no
existe; el bien y el mal son una invención de mentes engañadas por la apariencia
de los fenómenos.
Nada más lejano a la mente del físico genial. Aturdido, el 9 de septiembre de
1920 escribe a su colega Max Born: “Como el hombre del cuento de hadas que
convertía en oro todo lo que tocaba, en mi caso todo se convierte en escándalo
periodístico”. Einstein, señala Paul Johnson, no era un judío practicante, pero
sí un hombre que reconocía la existencia de un Dios y la existencia de normas
absolutas del bien y el mal. Incluso en el ámbito físico le repugnaba el
principio de indeterminación de la mecánica cuántica. “Usted -le escribió a
Born- cree en un Dios que juega a los dados, y yo creo en la ley y el orden
totales en un mundo que existe objetivamente y que, de un modo absurdamente
especulativo intento aprehender. Yo creo firmemente, pero abrigo la esperanza de
que alguien descubrirá un modo más realista o más bien una base más concreta que
la que me ha tocado en suerte hallar”.