Origen del cristianismo


¿Todas las religiones son iguales?

    —Algunos piensan que todas las religiones son buenas. Todas —salvo degeneraciones extrañas que son como la excepción que confirma la regla— llevan al hombre a hacer cosas buenas, exaltan sentimientos positivos y satisfacen en mayor o menor medida la necesidad de trascendencia que todos tenemos. En el fondo, da igual una que otra. Además, ¿por qué no va a poder haber varias religiones verdaderas?

    Ciertamente hay que ser de espíritu abierto, y apreciar todo lo positivo que haya en las diversas religiones, pero no creo que pueda haber varias que sean igualmente verdaderas: si solamente hay un Dios, no puede haber más que una verdad divina, y una sola religión verdadera.

    Decir que pueden ser verdad al mismo tiempo religiones diversas, que se oponen en muchas de sus afirmaciones y sus exigencias, sería tanto como negar la verdad. Si dos y dos son cuatro, y alguien dijera que son cinco, habría caído en un error simple. Pero si además dijera que una suma es tan buena como la otra, podría decirlo, porque afortunadamente hay libertad de expresión, pero habría incurrido en un error mucho más grave.

    La sensatez en la decisión humana sobre la religión no estará, por tanto, en elegir la religión que a uno le guste o le satisfaga más, sino más bien en acertar con la verdadera, que sólo puede ser una. Porque una cosa es tener una mente abierta y otra, bien distinta, pensar que cada uno puede hacerse una religión a su gusto, y no preocuparse puesto que todas van a ser verdaderas. Ya dijo Chesterton que tener una mente abierta es como tener la boca abierta: no es un fin, sino un medio. Y el fin —decía con sentido del humor— es cerrar la boca sobre algo sólido.

La religión no es como
elegir en un supermercado
el producto más atractivo.

    —Pero la religión verdadera debería ser atractiva..., si tan buena es ¿no?

    Todo depende de qué entiendas por atractivo. Si te refieres a lo superficial, guiarte por el atractivo de la presentación exterior te llevaría a juzgar por el envoltorio o por la apariencia.

    Sería como intentar distinguir entre un buen libro histórico y otro lleno de manipulaciones, fijándose sólo en lo atractivo de la portada y la presentación.

    O como distinguir entre un veneno y una medicina por lo agradable del color o del sabor (esto podría ser incluso más peligroso).

    Cuando se trata de discernir entre lo verdadero y lo falso, y en algo importante, como lo es la religión, conviene profundizar bastante. La religión verdadera será efectivamente la de mayor atractivo, pero para quien tenga de ella un conocimiento suficientemente profundo.

    —¿Crees tú entonces que el cristianismo es la verdad para todos?

    Como cristiano que soy, creo que el cristianismo es la religión verdadera. Porque si uno no cree que su fe es la verdadera, lo que le sucede entonces, sencillamente, es que no tiene fe.

    Lógicamente, creer que el cristianismo es la religión verdadera no implica imponerla a los demás, ni menospreciar la fe de otros, ni nada parecido. Es más, la fe cristiana bien entendida exige ese respeto a la libertad de los demás.

    —¿Y crees que quienes profesan una religión distinta a la cristiana están completamente equivocados?

    Completamente, no. La adhesión a la verdad cristiana no es como el reconocimiento de un principio matemático. La revelación de Dios se despliega como la vida misma, y toda verdad parcial no tiene por qué ser un completo error.

    Muchas religiones tendrán una parte que será verdad y otra que contendrá errores (excepto la verdadera, que, lógicamente, no contendrá errores). Por esta razón, la Iglesia Católica —lo ha recordado el Concilio Vaticano II— nada rechaza de lo que en otras religiones hay de verdadero y de santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres.

¿Puede uno salvarse con cualquier religión?

    La verdad sobre Dios es accesible al hombre en la medida en que éste acepte dejarse llevar por Dios y acepte lo que Dios ordena. En la medida en que el hombre quiera buscar a Dios rectamente.

    —¿Quieres decir que los que no son cristianos no buscan a Dios rectamente?

    No. Decir eso sería una barbaridad. Hay gente recta que puede no llegar a conocer a Dios con completa claridad. Por ejemplo, por no haber logrado liberarse de una cierta ceguera espiritual. Una ceguera que puede ser heredada de su educación, o de la cultura en la que ha nacido.

    —Entonces, en ese caso, no serían culpables.

    Dios es justo y juzgará a cada uno por la fidelidad con que haya vivido conforme a sus convicciones. Es preciso, lógicamente, que a lo largo de su vida hayan hecho lo que esté en su mano por llegar al conocimiento de la verdad. Y esto es perfectamente compatible con que haya una única religión verdadera.

    —¿Y qué dice la Iglesia católica sobre la salvación de los que no profesan la religión católica? Porque muchos la han acusado de exclusivismo.

    Dice que los que sin culpa de su parte no conocen el Evangelio ni la Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna.

    Y como asegura Peter Kreeft, el buen ateo participa de Dios precisamente en la medida en que es bueno. Si alguien no cree en Dios, pero participa en alguna medida del amor y la bondad, vive en Dios sin saberlo.

    —Entonces, si se puede ser bueno sin creer en Dios, ¿para qué creer en Dios?

    Es que no debemos creer en Dios porque nos sea útil, o porque nos permita ser buenos, sino, fundamentalmente, porque creemos que Dios es verdadero.

    —¿Y dices que Dios me juzgaría con arreglo a la religión en que yo creyera, aunque fuera falsa?

    Depende, porque te repito que podrías estar en el error de modo culpable. Bernanos decía que no se puede perder la fe como se pierde un llavero. Y se mostraba un tanto escéptico ante algunas crisis de fe supuestamente intelectuales, pero que en el fondo esconden una opción por fabricarse una religión propia, a la medida de los propios gustos o comodidades. Cuando una persona hace una interpretación acomodada de su religión para rebajar así sus exigencias morales, o no se preocupa de recibir la necesaria formación religiosa adecuada a su edad y circunstancias, es bien probable que la pretendida crisis intelectual bien pueda tener otros orígenes.

    —Pero, formarse, ¿no es propio más bien de gente de poca personalidad, que se deja influir fácilmente?

    No tiene por qué ser así, pues, como señala Aquilino Polaino, formarse no es nada más que fundamentar la propia autotransformación (y no, por cierto, de modo egoísta, sino para ser, a su vez, una realidad transformante de los demás).

    Por eso, si una persona no se preocupara de formarse y de reflexionar suficientemente para llegar al conocimiento de la fe verdadera y de sus exigencias, estaría en un caso de ignorancia culpable. En ese caso y en todos los anteriores —es de justicia elemental—, sería juzgado conforme al correspondiente grado de culpabilidad y voluntariedad que hubiera en sus errores.

 

¿Y por qué la religión cristiana va a ser la verdadera?

    Es realmente difícil, en un diálogo como el que llevábamos, no acabar en una pregunta como ésta. Es mi deber intentar responderla —y no pienso rehuirlo—, pero no esperes que te haga una demostración que te lleve a una evidencia aplastante, que quede claro.

    —O sea, que reconoces que no se puede demostrar...

    Una cosa es que algo sea demostrable, y otra bien distinta que sea evidente.

Se pueden aportar pruebas sólidas,
racionales y convincentes,
pero nunca serán pruebas
aplastantes e irresistibles.

    Además, no todas las verdades son demostrables, y menos aún para quien entiende por demostración algo que ha de estar atado indefectiblemente a la ciencia experimental (aunque a ese prejuicio ya le hemos dedicado mucho y será mejor no repetirse).

    Digamos —no es muy académico, pero para entendernos— que es como si Dios no quisiera obligarnos a creer. Dios respeta la dignidad de la persona humana, que Él mismo ha creado, y que debe regirse por su propia determinación. Dios jamás coacciona (además, si fuera algo tan evidente como la luz del sol, no haría falta demostrar nada: ni tú estarías leyendo esto ni yo ahora escribiéndolo).

Para creer,
hace falta una decisión libre de la voluntad.
La fe es a la vez un don de Dios
y un acto libre.

    Y nadie se rinde ante una demostración no totalmente evidente (algunos, ni siquiera ante las evidentes), si hay una disposición contraria de la voluntad.

    Lo que podemos hacer, si te parece, es ir repasando diversos aspectos de la religión cristiana, comentando algunas de las razones que pueden hacer comprenderla mejor. No pretendo hacerlo de modo exhaustivo ni tremendamente riguroso: se trata simplemente de arrojar un poco de luz sobre el asunto, resolviendo algunas dudas, o bien fortaleciendo convicciones que ya tengas: sólo trato de hacer más verosímil la verdad.

 

Un sorprendente desarrollo

   Podemos empezar, por ejemplo, por considerar lo que ha supuesto el cristianismo en la historia de la humanidad.

    Piensa cómo, en los primeros siglos, la fe cristiana se abrió camino en el Imperio Romano de forma prodigiosa...

    —Sí. Es algo muy estudiado, y es evidente que estuvo facilitado por la unidad política y lingüística del Imperio, por la facilidad de comunicaciones en el mundo mediterráneo, etc.

    Todo eso es cierto. Pero piensa que, pese a que esas condiciones eran favorables, el cristianismo recibió un tratamiento tremendamente hostil. Hubo una represión brutal, con unas persecuciones enormemente sangrientas, con todo el peso de la autoridad imperial en su contra durante muchísimo tiempo (unos dos siglos).

    Hay que pensar también que la religión entonces predominante era una amalgama de cultos idolátricos, enormemente indulgentes, en su mayor parte, con todas las debilidades humanas. Tan bajo había caído el culto, que la fornicación se practicaba en los templos como rito religioso. El sentido de la dignidad del ser humano brillaba por su ausencia, y las dos terceras partes del imperio estaban formadas por esclavos privados de todo derecho. Los padres tenían derecho a disponer de la vida de sus hijos (y de los esclavos, por supuesto), y las mujeres, en general, eran siervas de los hombres o simples instrumentos de placer.

    Tal era el mundo que debían transformar. Un mundo cuyos dominadores no tenían interés alguno en que cambiara. Y la fe cristiana se abrió paso sin armas, sin fuerza, sin violencia de ninguna clase. Predicando una conversión muy profunda, unas verdades muy duras de aceptar para aquellas gentes, un cambio interior y un esfuerzo moral que jamás ninguna religión había exigido.

    Y, pese a esas objetivas dificultades, los cristianos eran cada vez más. Cristianos de toda edad, sexo y condición: ancianos, jóvenes, niños, ricos y pobres, sabios e ignorantes, grandes señores y personas sencillas..., y, tantas veces, perdiendo sus haciendas, acabando sus vidas en medio de crueles tormentos.

    Conseguir que la religión cristiana arraigase, que se extendiese y se perpetuara, a pesar de todos los esfuerzos en contra de los dominadores de la tierra de aquel entonces; a pesar del continuo ataque de los grandes poseedores de la ciencia y de la cultura al servicio del Imperio; a pesar de los halagos de la vida fácil e inmoral a la que llevaba el paganismo romano...; haber conseguido la conversión de aquel enorme y poderoso imperio, y cambiar la faz de la tierra de esa manera, y todo a partir de doce predicadores pobres e ignorantes, faltos de elocuencia y de cualquier prestigio social, enviados por otro hombre que había sido condenado a morir en una cruz, que era la muerte más afrentosa de aquellos tiempos...:

Para el que no crea
en los milagros de los evangelios,
me pregunto si no sería éste
milagro suficiente.

Algo absolutamente singular en la historia de la humanidad

   «El protagonista de mi novela —cuenta el escritor José Luis Olaizola en un libro autobiográfico— se había hecho cura, quizá porque me parecía un buen final de novela que lo fusilaran al principio de la guerra civil española.

    »Y como yo sabía muy poco de curas, y de su posible comportamiento en situación tan límite, me puse a leer el Evangelio para articular un buen sermón ante el pelotón de fusilamiento, con palabras del mismo Cristo.

    »Aquellas palabras sirvieron de poco para mi novela, pero a mí me llegaron bastante hondo. Así comencé a interesarme por la figura de Cristo, que me pareció un personaje muy atractivo..., a condición de que, efectivamente, fuera Hijo de Dios. Porque si fuera sólo un hombre, y dijera las cosas que decía, sería un loco o un farsante.

    »Es decir, que por un proceso reflexivo me encontré siendo intelectualmente católico».

    Así cuenta Olaizola un pequeño retazo de su encuentro con Dios. Como en tantos otros casos, empezó por un descubrimiento de la figura de Jesucristo. Convendrá que analicemos esto brevemente, pues constituye el fundamento de la fe cristiana. La pregunta básica sobre la identidad de la religión cristiana se centra en su fundador, en quién es Jesús de Nazareth.

    El primer trazo característico de la figura de Jesucristo —señala André Léonard— es que afirma ser de condición divina. Esto es absolutamente único en la historia de la humanidad. Es el único hombre que, en su sano juicio, ha reivindicado ser igual a Dios. Y recalco lo de reivindicado porque, como veremos, esta pretensión no es en modo alguno signo de jactancia humana, sino que, al contrario, va acompañada de la mayor humildad.

    Los grandes fundadores de religiones, como Confucio, Lao-Tse, Buda y Mahoma, jamás tuvieron pretensiones semejantes. Mahoma se decía profeta de Allah, Buda afirmó que había sido iluminado, y Confucio y Lao-Tse predicaron una sabiduría. Sin embargo, Jesucristo afirma ser Dios.

    Los gestos de Jesucristo eran propiamente divinos. Lo que de entrada sorprendía y alegraba a las gentes era la autoridad con que hablaba, por encima de cualquier otra, aun de la más alta, como la de Moisés; y hablaba con la misma autoridad de Dios en la Ley o los Profetas, sin referirse más que a sí mismo: "Habéis oído que se dijo..., pero yo os digo..." A través de sus milagros manda sobre la enfermedad y la muerte, da órdenes al viento y al mar, con la autoridad y el poderío del Creador mismo.

    Sin embargo, este hombre, que utiliza el yo con la audacia y la pretensión más insostenibles, posee al propio tiempo una perfecta humildad y una discreción llena de delicadeza. Una humilde pretensión de divinidad que constituye un hecho singular en la historia y que pertenece a la esencia misma del cristianismo.

    En cualquier otra circunstancia —piénsese de nuevo en Buda, en Confucio o en Mahoma— los fundadores de religiones lanzan un movimiento espiritual que, una vez puesto en marcha, puede desarrollarse con independencia de ellos. Sin embargo, Jesucristo no indica simplemente un camino, no es el portador de una verdad, como cualquier otro profeta, sino que es Él mismo el objeto propio del cristianismo.

    Por eso, la verdadera fe cristiana comienza —como le sucedió a Olaizola— cuando un creyente deja de interesarse por las ideas o la moral cristianas, tomadas en abstracto, y le encuentra a Él como verdadero hombre y verdadero Dios.

 

Otra gran paradoja

   Hay otro rasgo característico de la figura de Jesucristo que contrasta tremendamente con el anterior. Se trata de su humillación extrema en la hora de la muerte. Una paradoja absoluta. El que ha manifestado ser el propio Hijo de Dios, aquel que reunía a las multitudes y arrastraba tras sí a los discípulos, muere solo, abandonado e incluso negado y traicionado por los suyos.

    También este rasgo es único: es el único Dios humillado de la historia. Además, va a la muerte como al núcleo principal de su misión. Y el Evangelio ve en la cruz el lugar en que resplandece la gloria del amor divino.

    Los evangelios narran, por otra parte, las dificultades que experimentó, incluso con sus propios discípulos, para lograr que sus contemporáneos aceptaran la idea de un mesianismo espiritual cuya realización pasaría, no por un triunfo político, sino por un abismo de sufrimiento, como preludio al surgir de un mundo nuevo, el de la Resurrección.

    Y la descripción de la figura de Cristo en los evangelios concluye con otro rasgo singular: el testimonio de su resurrección de entre los muertos. No hay ningún otro hombre del que se haya afirmado seriamente algo semejante.

    La muerte de Jesucristo y la causa de su condena, son dos hechos materialmente inscritos en la historia, y que, como después veremos, nadie ya se atreve a negar: Jesucristo fue históricamente crucificado bajo Poncio Pilato a causa de su reivindicación divina.

    El hecho de su resurrección, sin embargo, sí es negado por algunas personas, que afirman que no se trata de algo empíricamente comprobable, y que por tanto sus apariciones después de muerto tendrían que deberse a una ilusión óptica, una sugestión o algún tipo de alucinación, producida sin duda por su deseo de que resucitara.

    —Supongo que preferirán otra explicación más "creíble" de la Resurrección.

    A mí me parece muy "creíble", incluso lo más normal del mundo, que Dios, si realmente es Dios, haga cosas extraordinarias si lo considera necesario. Lo que me sorprender es la capacidad de algunos creyentes para aceptar explicaciones mucho más difíciles de creer que un milagro: cualquier cosa, todo, antes que admitir que Dios pueda hacer algo que se salga de lo ordinario.

    Algunos explican la Resurrección hablando de ilusiones ópticas, y habría que recordarles quizá que la reacción de los discípulos ante las primeras noticias de la resurrección de Cristo fue inicialmente escéptica (estaban sombríos y abatidos, y aquel primer anuncio les pareció un desatino), y difícilmente se producen sugestiones, alucinaciones o ilusiones ópticas (y menos aún si tienen que ser colectivas) entre personas en actitud escéptica. Además, tampoco se explicaría por qué esas sugestiones sólo duraron cuarenta días, hasta la Ascensión, y después ya nadie volvió a tenerlas.

    Los guardias que custodiaban el sepulcro dijeron —y después lo han repetido muchos otros— que los discípulos robaron el cuerpo mientras ellos dormían: curioso testimonio el de unos testigos dormidos, y poco concluyente para intentar rebatir algo que —durante su supuesto sueño— les fue imposible presenciar.

    Sin embargo, el testimonio de la Resurrección dado por los apóstoles y por los primeros discípulos satisface plenamente las exigencias del método científico. Es de destacar, sobre todo, el asombroso comportamiento de los discípulos al comprobar la realidad de la noticia por las múltiples apariciones de Jesucristo.

    Si esas apariciones no fueran reales, no se explicaría que esos hombres que habían sido cobardes y habían huido asustados ante el prendimiento de su maestro, a los pocos días estén proclamando su Resurrección, sin miedo a ser perseguidos, encarcelados y finalmente ejecutados, afirmando repetidamente que no pueden dejar de decir lo que han visto y oído: el milagro portentoso de la Resurrección, del que habían sido testigos por aquellas apariciones, y que había transformado sus vidas.

    La historicidad es de tal índole —lo analizaremos más adelante— que la única explicación plausible del origen y del éxito de esa afirmación es que se trate de un acontecimiento real e histórico.

    Por otra parte, el testimonio de los evangelios sobre la resurrección de Jesucristo es masivo y universal: todo el conjunto del Nuevo Testamento sería impensable y contradictorio si el portador y el objeto de su mensaje hubiese terminado simplemente con el fracaso de su muerte infamante en una cruz.

 

¿Jesucristo era Dios... o una mera ilusión reconfortante?

    —¿Y si la fe en Jesucristo no fuera más que una ilusión, un hermoso sueño forjado por la humanidad?

    La fe es asequible a la razón, pero al mismo tiempo la trasciende. No es extraño, por tanto, que, aun dentro de la fe más firme, pueda insinuarse la duda.

    Ante esa posible duda, André Léonard sugiere analizar la maravillosa coherencia y conveniencia de la figura de Jesucristo en el corazón de la condición humana y de la historia.

    No se trata de una coherencia artificial que el espíritu humano hubiera podido inventar, y después dominar, como si fuera una ilación lógica que caracteriza un sistema filosófico bien trabajado, o una ideología hábilmente adaptada a la mentalidad ambiental. Es algo muy distinto. Se trata de una coherencia tan compleja, tan contrastada, tan imprevisiblemente vinculada a un gran número de realidades históricas, que es totalmente imposible de construir por un esfuerzo de lógica.

    De la figura de Jesucristo, tal como aparece en el Nuevo Testamento, emana un poder de convicción incomparable. Se presenta con un poder de captación tan singular en la historia de los hombres que resulta absolutamente sin par.

    Un poder de captación que hace su figura convincente, pero no ineludible. Es satisfactorio —necesario incluso— que sea así. Dios desea ser amado libremente por unas criaturas libres, y no una adhesión forzada por parte del hombre. Por eso nuestra existencia empieza, y debe empezar, por el claroscuro de esta vida terrena, marcada por la no evidencia de Dios.

    —Está bien. No creo que la figura de Jesucristo pueda ser fruto de una invención lúcidamente calculada, entre otras cosas porque, en ese caso, la mentira habría sido desenmascarado hace ya mucho tiempo. Pero siempre queda la posibilidad de que hubiera sido resultado de una inconsciente y casual creación del genio humano: ¿no podría ser como una proyección consoladora, como una objetivación engañosa de los deseos ocultos del hombre, sediento de una dicha que no posee?

    Son efectivamente muchas las esperanzas psicológicas, filosóficas o religiosas del ser humano que pueden explicarse por construcciones parecidas. Pero hay un obstáculo insalvable que lleva al fracaso este género de interpretación proyectiva para el caso del cristianismo:

el carácter rigurosamente histórico
de los acontecimientos fundacionales
de la fe cristiana.

 

¿Existió realmente Jesucristo?

    La objeción según la cual toda la religión cristiana puede ser solamente una simple ilusión reconfortante es quizá la que más profundamente puede inquietar a un creyente.

    Sin embargo, la esencial referencia histórica a acontecimientos fundacionales de la fe cristiana, distingue radicalmente desde un principio al cristianismo de todas las construcciones humanas. Hay una diferencia abismal entre la fe cristiana, inscrita en los hechos de la historia, y los mitos intemporales de las religiones antiguas, que carecen de historia y sólo muestran de ésta la apariencia superficial de una narración.

    En Jesucristo se da el caso, poco frecuente respecto a otros personajes de la Antigüedad, de que

su existencia histórica
está testimoniada por documentos
de tres culturas diferentes:
la cristiana, la romana y la judía.

    Es perfectamente comprobable que Jesús de Nazareth es el nombre de una persona histórica que vivió en Palestina bajo los emperadores Augusto y Tiberio, y que nació el año 6 ó 5 antes de nuestra era (años 748 o 749 de la fundación de Roma), y murió el 7 u 8 de abril (14 o 15 del mes de Nisán) del año 30 de nuestra era, bajo el poder del procurador Poncio Pilato.

    El historiador romano Tácito ya mencionaba de pasada en sus Annales —escritos hacia el año 116 a partir de las Actas de los archivos oficiales del Imperio— la condena al suplicio de un cierto Christus por el procurador Poncio Pilato, durante el imperio de Tiberio.

    Bien es sabido, por otra parte, que Tácito tenía pocas razones para interesarse por la oscura aventura de un profeta judío en un rincón perdido del imperio. Si menciona el nombre de Christus se debe únicamente a que el relato de la vida de Nerón le lleva a hablar de los cristianos en relación con el incendio de Roma del año 64. Pero el nombre queda citado.

    Hay muchos otros testimonios de Jesucristo totalmente externos al Nuevo Testamento: aparecen diversas menciones en una carta escrita hacia el año 112 por Plinio el Joven a su tío el emperador Trajano; otras de Suetonio, secretario de Adriano, en su Vidas de los Césares, hacia el año 120; de Flavio Josefo, conocido historiador judío, en sus Antigüedades judías, del año 94; el mismo Talmud de los judíos hace varias referencias despectivas acerca de Jesús, como un hereje que sedujo y extravió al pueblo de Israel interpretando torcidamente la Thorá; el griego Luciano de Samosata presenta a Jesús como un vulgar embaucador; y Celso, un filósofo pagano, lo describe como un peligro para la sociedad.

    Nadie se atrevería a calificar de interesados o comprometidos con la fe cristiana a esos autores que —sin saberlo— han contribuido a probar inequívocamente la existencia histórica de Jesús de Nazareth. Los testimonios son tan incontrovertibles que hace ya mucho tiempo que ningún historiador medianamente serio se atreve a negar la existencia histórica de Jesucristo y de sus discípulos.

 

¿Son auténticos los evangelios que conocemos?

    —¿Pero cómo sabemos que los evangelios merecen credibilidad sobre lo que hizo Jesucristo, y lo que dijo? ¿No tendrán razón más bien esos detractores que antes has citado?

    Los testimonios de esos detractores, aunque por su carácter desinteresado son muy valiosos para probar la existencia histórica de Jesucristo, no merecen mucha credibilidad en sus ataques al fundador de la fe cristiana, frente al ingente caudal de testimonios positivos que nos han llegado por otras vías y la indudable regeneración que su influjo supuso en el Imperio Romano.

    Un libro histórico —como son los evangelios— merece credibilidad cuando reúne tres condiciones básicas: ser auténtico, verídico e íntegro. Es decir, cuando el libro fue escrito en la época y por el autor que se le atribuye (autenticidad), el autor del libro conoció los sucesos que refiere y no quiere engañar a sus lectores (veracidad), y, por último, ha llegado hasta nosotros sin alteración sustancial (integridad).

    Y los evangelios parecen auténticos, en primer lugar, porque sólo un autor contemporáneo de Jesucristo o discípulo inmediato suyo pudo escribirlos: si se tiene en cuenta que en el año 70 Jerusalén fue destruida y la nación judía desterrada en masa, difícilmente un escritor posterior, con los medios que entonces tenían, habría podido describir bien los lugares; o simular los hebraísmos que figuran en el griego vulgar en que está redactado casi todo el Nuevo Testamento; o inventarse las descripciones que aparecen, tan ricas en detalles históricos, topográficos y culturales, que han sido confirmadas por los sucesivos hallazgos arqueológicos y los estudios sobre otros autores de aquel tiempo. Los hechos más notorios de la vida de Jesús son perfectamente comprobables mediante otras fuentes independientes de conocimiento histórico.

    Respecto a la integridad de los evangelios, nos encontramos ante una situación privilegiada, pues desde los primeros tiempos los cristianos hicieron numerosas copias en griego y en latín, para el culto litúrgico y la lectura y meditación de las escrituras.

    Gracias a ello, los testimonios documentales del Nuevo Testamento son abundantísimos: en la actualidad se conocen más de 6.000 manuscritos griegos; hay además unos 40.000 manuscritos de traducciones antiquísimas a diversas lenguas (latín, copto, armenio, etc.), que dan fe del texto griego que tuvieron a la vista los traductores; nos han llegado 1.500 leccionarios de Misas que contienen la mayor parte del texto de los evangelios distribuido en lecciones a lo largo de todo el año; y a todo ello hay que añadir las frecuentísimas citas del evangelio de escritores antiguos, que son como fragmentos de otros manuscritos anteriores perdidos para nosotros.

    Toda esta variedad y extensión de testimonios de los evangelios constituye una prueba históricamente incontrovertible. Si lo comparáramos, por ejemplo, con lo que conocemos de las grandes obras clásicas, veríamos que los manuscritos más antiguos que se conservan de esas obras son mucho más distantes de la época de su autor. Por ejemplo: Virgilio (siglo V, unos 500 años después de su redacción original), Horacio (siglo VIII, más de 900 después), Platón (siglo IX, unos 1400), Julio César (siglo X, casi 1100), y Homero (siglo XI, del orden de 1900 después).

    Sin embargo, hay papiros de los evangelios datados en fechas muy cercanas a su redacción original (hay que decir que hoy día, gracias a los avances de los estudios filológicos, se pueden datar con gran precisión): el Códice Alejandrino, unos 300 años después; el Códice Vaticano y el Sinaítico, unos 200; el papiro Chester Beatty, entre 125 y 150; el Bodmer, aproximadamente 100; y el papiro Rylands, finalmente, dista tan sólo 25 o 30 años.

    —Pero aunque los manuscritos sean muchos y muy antiguos, siempre los copistas pudieron hacer interpolaciones o deformar algunos pasajes. Supongo que no se puede asegurar que haya una certeza total sobre el texto que conocemos.

    Ten en cuenta que, habiendo tantísimas copias y de procedencia tan diversa (son decenas de miles, en varios idiomas y encontradas en lugares y fechas muy distantes), es facilísimo desenmascarar al copista que hace alguna alteración del texto, porque difiere de las demás copias que llegan por otras vías. Han aparecido, de hecho, un reducido número de falsificaciones o copias apócrifas; pero siempre se han detectado con facilidad, gracias a la prodigiosa coincidencia del resto de las versiones.

    Así se ha venido comprobando a lo largo del propio proceso histórico de descubrimiento de los diversos manuscritos: por ejemplo, en el siglo XVI se hicieron numerosas ediciones impresas basadas en profundos estudios críticos sobre copias manuscritas, algunas de las cuales se remontaban hasta el siglo VIII, que era lo más antiguo que conocían entonces; posteriormente se encontraron códices de los siglos IV y V, y concordaban sustancialmente con aquellos textos impresos; más adelante, desde el siglo XIX hasta nuestros días, se han ido encontrando cerca de cien nuevos papiros escritos entre los siglos II y IV, la mayoría procedentes de Egipto, que han resultado coincidir también de forma realmente sorprendente con las copias que se tenían.

    Teniendo en cuenta la diversísima procedencia de cada uno de esos documentos —repito que son decenas de millares—, cabe deducir que la prodigiosa coincidencia de todas las versiones que nos han llegado es un testimonio aplastante de la veneración y fidelidad con que se han conservado los evangelios a lo largo de los siglos, así como de su autenticidad e integridad indiscutibles.

El nuevo testamento es,
sin comparación con cualquier
otra obra literaria de la antigüedad,
el libro mejor y más abundantemente documentado.

 

¿Es verdad lo que cuentan los evangelios?

    Respecto a la veracidad de los evangelios, podrían señalarse multitud de razones. Pascal, refiriéndose al testimonio que dieron con su vida los primeros cristianos, señala un argumento muy sencillo y convincente:

Creo con más facilidad
las historias cuyos testigos
se dejan martirizar en
comprobación de su testimonio.

    Haber llegado a la muerte por ser fieles a las enseñanzas de los evangelios otorga a esas personas una fuerte garantía de veracidad (por lo menos, se conocen pocos mentirosos que hayan muerto por defender sus mentiras).

    Por otra parte, es bastante llamativo, por ejemplo, que los evangelistas no callen sus propios defectos ni las reprensiones recibidas de su maestro, así como que relaten hechos embarazosos para los cristianos, que un falsificador podría haber ocultado. ¿Por qué no se han corregido, o al menos pulido un poco, los pasajes más delicados?

    ¿Qué razones hay, por ejemplo, para que se narre la traición y dramática muerte de Judas, uno de los doce apóstoles, elegido personalmente por Jesucristo? Ha habido —señala Vittorio Messori— muchas oportunidades para omitir ese episodio, que desde el inicio fue motivo de escarnio contra los cristianos (¿Qué clase de profeta es éste —ironizaba Celso—, que no sabe siquiera elegir a sus seguidores?); sin embargo, el pasaje ha llegado inalterado hasta nosotros.

    La única explicación razonable es que ese hecho, por desgraciado que fuera, ocurrió realmente. Los evangelistas estaban obligados a respetar la verdad porque, de lo contrario —y dejando margen a otros motivos—, las falsificaciones habrían sido denunciadas por sus contemporáneos. Los cristianos fueron en aquellos tiempos objeto de burlas, se les consideró locos, pero no se puso en discusión que lo que predicaran no correspondiera a la verdad de lo que sucedió.

    Además, puestos a inventar —continúa Messori—, difícilmente los evangelistas hubieran ideado episodios como la huida de los apóstoles ante la Pasión, la triple negación de Pedro, las palabras de Cristo en el Huerto de los Olivos o su exclamación en la cruz ("Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"), sucesos que nadie habría osado escribir si no hubieran sido escrupulosamente reales: tan contrarios eran a la idea de un Mesías, victorioso y potente, arraigada en la mentalidad hebrea de la época.

    Ante contrastes de este tipo, el propio Rousseau, nada sospechoso de simpatía hacia la fe católica, solía afirmar, hablando de los evangelios: ¿Invenciones...? Amigo, así no se inventa.

    La mayoría de los argumentos que en estos dos últimos siglos se han dirigido contra la veracidad de los evangelios parecen dictados por un prejuicio ideológico. Y toda esa fuerte crítica, que en algunos momentos pareció poner en crisis la fe tratando de eliminar su base histórica, ha logrado más bien, como de rebote, fortalecerla. Un gran número de sucesivos descubrimientos ha ido barriendo poco a poco toda la nube de hipótesis que se habían ido formando en su contra.

    La nube que ahora flota en el ambiente es más bien la sospecha de si muchos de aquellos grandes desmitificadores de la fe no habrán resultado finalmente ser, en realidad, unos grandes inventores de mitos en torno a la interpretación de los evangelios (unos mitos que por aquellos años nadie osaba discutir). Hoy —asegura Lucien Cerfaux, prestigioso especialista de exégesis bíblica—, después de dos siglos de ensañamiento crítico, estamos descubriendo con sorpresa que, posiblemente, el modo más "científico" de leer los evangelios es leerlos con sencillez.

 

¿Hubo realmente milagros?

    —Pero los evangelios relatan muchos milagros...; ¿no es un poco infantil creer en ellos? Mucha gente sostiene que esos hechos han de tener una explicación natural...

    Efectivamente —te respondo glosando a André Frossard— han sido muchos los que han buscado dar una explicación natural a los milagros del Evangelio.

    Esas personas aseguran que los progresos de la medicina sugieren hoy día posibles explicaciones naturales a los milagros de curaciones de paralíticos, sordomudos, endemoniados, etc., pues todas las enfermedades ofrecen períodos o fases de remisión, sobre todo contando con la componente psíquica que podía darse en estos casos.

    Tampoco ven problema en explicar los milagros de la resurrecciones de muertos: debe contarse con que en aquella época los certificados de defunción se extendían por simples apariencias, y no es de extrañar que algunos luego se reanimaran (según estos hombres, el número de personas enterradas vivas en la antigüedad debió ser enorme).

    Otros milagros —como caminar sobre las aguas o la multiplicación de los panes—, los explicarán como efecto de espejismos, ilusiones ópticas o cosas semejantes. Y los fenómenos sobrenaturales, como modos ingenuos de explicar a los espíritus sencillos las realidades habituales difíciles de entender.

    Para todos los milagros, incluso para los más espectaculares, encuentran esas personas una sencilla explicación. El del paso del Mar Rojo, por ejemplo, pudo perfectamente producirse —asegurarán— por efecto de un movimiento sísmico o atmosférico que habría separado el mar en dos y, al cesar bruscamente coincidiendo con el paso del último hebreo, las líquidas murallas del mar se volvieron a juntar engullendo a los soldados del faraón (desde luego, hay explicaciones naturales de los milagros más milagrosas aún que los propios milagros).

    Parece como si esas personas, que se afanan tanto por enseñarnos a leer de una forma madura el Evangelio, tuvieran miedo de ser tildadas de espíritus simplistas por los seguidores del materialismo contemporáneo, y quizá por ello hacen gala de un ingenio, a veces notable, para racionalizar la fe y eliminar de ella todo fenómeno sobrenatural, sugiriendo a cambio asombrosas interpretaciones figuradas, simbólicas o alegóricas.

    Al final, acaban por empeñarse en que creamos que lo único verdadero de todos los evangelios son las notas a pie de página que ellos ponen.

    Sin embargo, se les podría objetar primeramente que, desde los orígenes, todos los grandes espíritus nacidos de la fe cristiana han tomado al pie de la letra los relatos —evidentemente milagrosos— de la Anunciación, de la Ascensión o de Pentecostés, sin que ninguno de ellos se prestase jamás a ese tipo de interpretaciones.

    Por otra parte, no se tiene noticia de que ninguno de esos expertos en enseñarnos a interpretar la Sagrada Escritura haya tenido jamás siquiera alguna de las alucinaciones o espejismos a las que tanto recurren para explicar los milagros que han sucedido a los demás: tendrían que explicarnos cómo pudieron ser tan corrientes en aquella época, y además en muchas ocasiones de modo colectivo y ante personas enormemente escépticas.

    Quizá sea porque como ellos nunca han visto a un ángel, ni se han encontrado con un cuerpo glorioso —yo tampoco—, no admiten que nadie haya podido tener tan buena suerte. Acaban por parecerse a esas personas que se resisten a creer que Armstrong haya pisado la Luna por el simple hecho de no haber podido estar allí con él.

    —¿Y te parece muy importante para la fe admitir los milagros?

    Sí, me parece importante. Como señala C.S.Lewis, el Evangelio, sin milagros, queda reducido a una colección de amables moralejas filantrópicas que no obligan a nada en especial. Sin milagros, toda la predicación de los apóstoles y el testimonio de los mártires perdería casi todo su sentido.

    Por otra parte, si los milagros fueran imposibles, no se podría creer que Dios se hizo hombre, ni su resurrección, que son milagros centrales de la fe cristiana. «Desechados los milagros —continúa Lewis—, sólo queda, aparte de la postura atea, el panteísmo o el deísmo. En cualquier caso, un Dios impersonal que no interviene en la Naturaleza, ni en la historia, ni interpela, ni manda, ni prohibe. Éste es el motivo capital por el que una divinidad imprecisa y pasiva resulta tan tentadora.»

    —Pero quizá cuando avance más la ciencia se encuentre explicación a esos milagros...

    «La creencia o increencia en los milagros —sigo con Lewis— está al margen de la ciencia experimental. No importa lo que ésta progrese: los milagros son reales o imposibles con independencia de ella. El incrédulo pensará siempre que se trata de espejismos o hechos naturales de causas desconocidas; pero no por imperativos de la ciencia, sino porque de antemano ha descartado la posibilidad de lo sobrenatural».

Gentileza de http://www.interrogantes.net para la
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