¿Quién es el culpable del dolor?
El dolor es una realidad que nos encontramos por todas partes. Que
afecta a unos y a otros, a los buenos y a los malos, a los menos buenos
y a los menos malos.
—Pero Dios podría haber creado el mundo de otra manera, y que todos
fuéramos buenos, y nadie tuviera la posibilidad de hacer el mal...
Eso sería poco compatible con la libertad. Si mantenemos que el hombre
es un ser libre, hay que contar con la posibilidad de que emplee mal esa
libertad, y que exista, por tanto, el mal en el mundo.
—Pero Dios sabe lo que va a pasar, antes de que suceda. Si ya
lo tiene previsto, no somos entonces muy libres...
Una cosa es saber que algo va a suceder y otra ser responsable de eso
que va a suceder. Si me asomo a la calle y veo a una persona tirar a
otra por la ventana de un quinto piso, sé que se estampará
contra la acera, pero saberlo no quiere decir que yo sea el
responsable. Dios tampoco. Lo será, en todo caso, el que le haya
empujado.
Y si veo en diferido un partido de fútbol previamente grabado en vídeo,
por el hecho de saber cuál es el resultado final del encuentro no quito
a los jugadores la libertad de jugar al fútbol tranquilamente. Algo
semejante sucede cuando decimos que Dios sabe lo que va a pasar,
pero no por eso coarta nuestra libertad.
—Pero, si Dios es omnipotente, ¿no podría haber hecho compatible
la libertad con un mundo bueno? ¿No es capaz Dios de hacer cualquier
cosa?
Ser omnipotente significa tener poder para realizar todo aquello que sea
intrínsecamente posible. Pero ya sabes que no todo es intrínsecamente
posible.
Dios
puede sin ninguna dificultad
hacer milagros,
pero no puede hacer disparates.
Y eso no es imponer límites a su poder. Para demostrar que todas las
cosas son posibles para Dios, no podemos pretender que haga algo intrínsecamente
contradictorio (que un círculo fuera cuadrado, por ejemplo), porque
eso, si fuera posible hacerlo —que no lo es—, no demostraría
ninguna potencialidad.
Quizá podríamos imaginar un mundo —te respondo glosando a C.S.Lewis—
en el que Dios corrigiese a cada momento los resultados de los abusos de
la libertad de los hombres, obligando a que todos sus actos fueran
"buenos" en el sentido que tú dices.
Entonces, el palo tendría que volverse blando cuando quisiera usarse
para golpear a alguien. El cañón de la escopeta se haría un nudo
cuando fuera a ser utilizada para el mal. El aire se negaría a
transportar las ondas sonoras de la mentira. Los malos pensamientos del
malhechor quedarían anulados porque la masa cerebral se negaría a
cumplir su función durante ese tiempo. Y así sucesivamente.
Comprenderás que si Dios tuviera que evitar cada uno de esos actos
malos, este mundo sería algo realmente grotesco. Desde luego, toda la
materia situada en las proximidades de una persona malvada estaría
sujeta a impredecibles alteraciones, sería un auténtico show.
Se harían imposibles los actos malos, es verdad, pero también es
evidente que la libertad humana quedaría anulada. Dios puede modificar
la materia y producir eso que llamamos milagros —y de hecho a veces lo
hace—, pero el concepto de mundo normal exige que tales milagros sean
algo poco habitual.
Podemos compararlo a una partida de ajedrez. Puedes, si quieres, hacer
algunas concesiones a tu adversario inexperto sin alterar mucho el
juego. Puedes darle ventaja cediendo unas piezas al comienzo. Puedes
incluso dejarle rectificar un error en algún movimiento. Pero si le
concedes todo lo que le conviene todas las veces, si le
dejas rectificar y volver atrás en todas las jugadas, entonces...,
entonces no estás jugando al ajedrez. Sería otra cosa distinta.
Pues así ocurre con la vida de los hombres en este mundo. Si tratas de
excluir la posibilidad del mal y del sufrimiento —consecuencia de la
naturaleza y la existencia de la libertad— te encontrarías con que
has excluido la libertad misma.
Si intentáramos ir corrigiendo a cada momento la Creación, como
si éste o aquél elemento pudiesen ser eliminados, cada vez nos daríamos
cuenta con más evidencia de que no es posible lograrlo sin
desnaturalizarla: el devenir del mundo trae consigo, junto con la
aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más
perfecto, lo menos perfecto; junto con las construcciones de la
naturaleza, también las destrucciones; y junto con el bien existe también
el mal.
¿Por
qué el mal se ceba en los hombres buenos?
—¿Y no podría Dios, al menos, hacer que las desgracias afectaran
menos a los hombres buenos? A veces parece como si se ensañaran con
quienes menos las merecen...
Entonces, cuando hubiera un accidente, Dios tendría que enviar un ángel
para poner a salvo de forma extraordinaria a los viajeros virtuosos.
Y si una helada destruyera una cosecha, otro ángel tendría que ir para
proteger las parcelas del hombre bueno para que así no le afectaran los
fríos.
Y si se tratara de una inundación, entonces tendría que contener las
aguas, como en el paso del Mar Rojo, antes de que destruyeran la
vivienda de la familia honrada. Y volveríamos a lo mismo de antes.
El mundo está sometido a ciertas leyes generales que Dios no suspende
sino de vez en cuando, y esas leyes, por lo común, afectan sin distinción
a todos. Ya sabemos que lo que va bien a los corderos, va mal a los
lobos, y viceversa. Pero no sería sensato que unos u otros exigieran a
Dios milagros continuos que perturbasen incesantemente el orden regular
del universo.
—Pero entonces parece que los hombres buenos siempre salen
perdiendo, porque se privan de las ventajas ilícitas que tienen los malos,
y en cambio sufren igual que ellos las desgracias naturales.
Pero los hombres virtuosos, a pesar de todo, son mucho más felices
—también en la tierra— que los viciosos y malvados. Quien se desvía
de la moral, obtiene quizá una satisfacción inmediata, pero es siempre
una felicidad efímera y fugaz, cimentada sobre el egoísmo, que va
labrando su propia ruina. Una ruina que vendrá no sólo en la otra
vida, sino también ya en ésta.
—Pues a veces se ve a los pecadores bastante felices. Al
menos, eso aparentan. No parece siempre tan cierto aquello de que el
mal produce tristeza y el bien alegría.
Es cierto, pero pienso que hay que matizarlo un poco. A veces,
efectivamente, nos da la impresión de que es al revés, porque no
siempre vemos tristes a los pecadores y a los libertinos, sino
que casi parecen más bien rebosar de satisfacción, como si hubieran
encontrado su plenitud en el ejercicio del mal.
Y vemos —escribe Martín Descalzo— que la apuesta humana por el bien
lleva a la alegría, pero más bien a largo plazo, cuando se ha
conseguido una cierta madurez en el alma.
Y vemos que si el hombre obedece a Dios, alcanza la felicidad. Y
encontramos que es una idea profundamente cierta, pero paradójica y a
veces casi insoportable. Porque el hombre honrado sufre. Y en alguna
ocasión podemos incluso sentir algo parecido a envidia de esos
personajes inmorales que parecen los triunfadores de este mundo. Pero no
debemos engañarnos:
A
veces, el hombre parece
poder convivir sin problemas con el mal, pero no es así.
Tarde o temprano advierte que el mal
ha penetrado muy hondo en él,
y se ha hecho fuerte ahí.
Quizá se ha afincado en una zona muy íntima de su ser, y su corrupción
no se percibe con claridad desde fuera, pero sin duda está allí.
El bien resulta costoso en términos de esfuerzo, pero es una buena
inversión. El mal, en cambio, se compra muy barato. Incluso es
agradable en la superficie del alma. Pero, antes o después, acaba por
hipotecar la vida.
La apuesta humana por el mal, aunque sea una apuesta pequeña, viene
siempre acompañada de toda una amalgama de sinsabores, de pesares
inconfesables y vergonzantes. ¿Qué idea podemos formarnos de la
felicidad de esos hombres, que estarán rendidos por sus propios
sufrimientos interiores, por su vida llena de temores y sobresaltos, de
recelos, de tortuosidades, de ambiciones que se alimentan de intrigas y
de bajezas?
La dicha está en el corazón, y va unida al bien. Por eso, quien deja
anidar el mal en su corazón, será una persona infeliz, sean cuales
fueren las apariencias de éxito y ventura de las que se encuentre
rodeado.
El vicio introduce siempre un trastorno de la armonía del hombre,
aunque en su inicio parezca quizá inocuo. Somete a su vasallaje a la
razón y la voluntad y, cuando lo ha conseguido, atormenta con el
pensamiento de la muerte, donde no espera ni puede esperar ningún
consuelo, y donde teme encontrar el castigo de sus desórdenes.
Es cierto que las claudicaciones morales pueden proporcionarnos placer,
dinero, poder, o muchas otras cosas. Pero el coste humano que debe
pagarse en la propia carne es siempre muy alto. Al abrir las puertas del
alma al mal, lo que el mal nos otorga ya no nos pertenecerá, pues
seremos esclavos de aquello a lo que nos entregamos.
¿Por
qué Dios no nos ha hecho mejores?
—Hay mucha gente que dice que no logra entender por qué Dios
consiente que tantos inocentes sufran. Que por qué media humanidad
pasa hambre. Que por qué Dios no nos ha hecho mejores.
No parece serio echar a Dios la culpa de todo lo que se nos antoja que
no va bien en este mundo. Son los hombres —decía C.S.Lewis—, y no
Dios, quienes han producido los instrumentos de tortura, los látigos,
las prisiones, la esclavitud, los cañones y las bombas. Debido a la
avaricia o a la soberbia humana, y no a causa de la mezquindad de la
naturaleza, sufrimos la mayoría de los males.
En muchas de las quejas que lanzan algunas gentes contra Dios, hay una
lamentable confusión: considerar a Dios como un extraño personaje al
que cargan con la obligación de resolver todo lo que los hombres hemos
hecho mal, y, si es posible, incluso antes que lo hubiéramos hecho.
Es como una rebelión sorda ante la existencia del mal, una negativa a
aceptar la libertad humana. Y como consecuencia de ambas cosas, un cómodo
echar a Dios culpas que son sólo nuestras.
En vez de sentirse avergonzados, por ejemplo, por no hacer casi nada por
los millones de personas que cada año mueren de hambre, se contentan
con echar a Dios la culpa de lo que, en gran medida, no es otra cosa que
una gigantesca falta de solidaridad de quienes poblamos el mundo
desarrollado. ¿Tendremos que pasarnos la vida —se preguntaba Martín
Descalzo— exigiendo a Dios que baje a tapar los agujeros que a diario
producen nuestras injusticias?
Cuando tendríamos que preocuparnos de resolver esa asombrosa situación
por la que unos no logran dar salida a sus excedentes alimentarios
mientras que otros se mueren de inanición, y cuando parece que la mitad
de la humanidad pasa hambre y la otra mitad está con un régimen bajo
en calorías para adelgazar, es una pena que lo único que se les ocurra
—en vez de trabajar más, o ser más solidarios, de la forma que
sea— es echar en cara a Dios que este mundo —en el que
parecen olvidar incluirse— es un mundo horrible.
—¿Pero cómo es que permite tanta persistencia nuestra en el mal?
¿Por qué Dios no nos cambia, y nos hace efectivamente más
solidarios?
Dios ya hace mucho por ayudarnos a cambiar, pero nos ha creado libres,
con una libertad que hace que ese cambiar —mejorar— sea el primero
de nuestros deberes.
Si Dios nos hubiera hecho "más buenos" —es decir,
incapacitados para ser malos—, ya no seríamos buenos en absoluto,
pues seríamos marionetas obligadas a la bondad. No es compatible la
libertad con la incapacidad de obrar el mal.
La bondad humana es el resultado libre del esfuerzo de quien, pudiendo
ser malo, no lo es. Dios ha dado al hombre un infinito potencial de
bondad, pero también ha respetado nuestra libertad —como hace, por
ejemplo, un padre sensato al educar a su hijo— aceptando el riesgo de
nuestra equivocación.
—Pero se ven tantos errores en el mundo, tantas calamidades, tanto
egoísmo, tantas lamentables aberraciones y tan difíciles de
explicar...
Es sin duda un enigma, un misterio que siempre ha preocupado al hombre.
A lo largo de la historia se han buscado muchas explicaciones. La que da
la fe cristiana es esta: los desequilibrios que fatigan al mundo están
conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces
en el corazón humano, que sumerge en tinieblas el entendimiento y lleva
a la corrupción de la voluntad: ésta es la clave para descifrar el
enigma.
El verdadero mal viene del interior del hombre, radica en una escisión
que tiene su origen en el pecado. Y así como hay una clara experiencia
de la existencia de la libertad, la hay también de que la libertad está
herida, así como del mal de que el hombre puede ser capaz.
Las situaciones de injusticia social proceden de la acumulación de
injusticias personales de quienes favorecen la inmoralidad, o de quienes
pudiendo evitar o limitar ciertos males sociales, no lo hacen.
Los que se eximen de toda culpa personal para traspasar su
responsabilidad a las estructuras del mal, niegan al hombre su capacidad
de culpa, y niegan por tanto su libertad y responsabilidad personales, y
disminuyen su dignidad. Rechazan la responsabilidad ante el mal que
encuentran.
Los verdaderos creyentes, en cambio, se sienten responsables. Y cuanto más
acentuado sea el sentido de responsabilidad de una persona, tanto menos
buscará excusas y tanto más se enfrentará a su compromiso y su
obligación de mejorar él mismo y de ayudar a mejorar a los que le
rodean (todo ello, como es lógico, sin absurdos complejos de
culpabilidad).
—Pero arreglar un poco este mundo se ve como una labor muy a largo
plazo, con un final lejano...
Si algo resulta muy necesario, y además tardará en llegar, es entonces
también muy urgente. Como dijo aquel mariscal francés al tomar posesión
de su cargo, si estos árboles van a tardar veinte años en dar
sombra, hay que plantarlos hoy mismo.
¿Por
qué Dios no arregla este mundo de una vez?
—Algunas personas sufren injusticias graves y dicen que sólo ven
dos opciones posibles: o Dios no existe y el mundo es desesperante y
absurdo; o bien Dios existe, pero nos ha dejado abandonados a nuestra
suerte. No conciben que Dios sea bueno y todopoderoso si permite
tantas injusticias. Tendría que haber hecho el mundo de otra manera.
¿Si Dios existe, por qué no arregla este mundo de una vez?
Pienso que hay que ser muy comprensivos ante este tipo de reacciones,
entre otras cosas porque no sabemos cómo llevaríamos nosotros las
desgracias que esas personas sufren (es mejor no ser presuntuosos). Pero
también me parece que es mejor no pensar que nosotros lo haríamos
mejor que Dios si contáramos con su omnipotencia.
Es una idea que quizá provenga de esa vocación oculta de dictadores
que, de modo más o menos intenso, todos llevamos dentro. ¿A quién no
le encantaría ser Dios durante un ratillo —escribe Martín
Descalzo— para dirigir mejor la libertad humana, con la
seguridad de organizar el mundo mucho mejor de lo que lo hizo el auténtico
Dios...?
De todas formas, personalmente agradezco que haya sido Dios quien
organizara el mundo. Porque quién sabe cuántas tonterías impondrían
con su capricho quienes pretenden dar lecciones a Dios sobre cuál debe
ser la mejor solución para cada uno de los movimientos de la
historia de los hombres.
Es cierto que resulta difícil ahondar en el profundo enigma de la
existencia del mal en el mundo. Pero es desde luego mucho más difícil
cuando se está bajo el dominio de la desesperanza. Quizá el mismo
hecho de que sus razonamientos no tengan ninguna salida no fatalista sea
la señal más clara de que fallan en su raíz y no están bien
planteados.
Es verdad que no siempre nos resulta fácil comprender cómo es
compatible la bondad de Dios con el sufrimiento propio o ajeno. Pero
quizá el problema pueda estar en el concepto de bondad que
aplicamos a Dios. Podríamos hacer una sencilla comparación con el
concepto de bondad que tienen los hijos de sus padres, o los
alumnos de sus profesores.
Probablemente cuando éramos jóvenes nos molestaba que nuestros padres
nos prohibieran hacer algunas cosas o nos obligaran a otras. O que aquel
profesor fuera tan exigente y nos hiciera trabajar tanto. Y quizá
entonces veíamos todo eso como la imposición de unos dictadores
injustos, y nos rebelábamos ante lo que no entendíamos.
Sin embargo, ahora, que ha pasado el tiempo, comprendemos mejor por qué
lo hacían, al menos en bastantes de esas cosas. Comprendemos que el
amor de los padres por sus hijos, o el desvelo de un buen profesor por
sus alumnos, necesita de la corrección y de la exigencia. Y que la
educación en la libertad no lleva incluido un seguro a todo riesgo
contra la posibilidad de sufrir injusticias, ni excluye de modo absoluto
el sufrimiento.
Una educación basada en consentirlo todo y resguardar de todo, sería
una pésima educación. Un padre temeroso de educar a su hijo para no
crearle inhibiciones, o que anula su libertad para impedir que pueda
hacer o recibir cualquier daño, sería el más engañoso símbolo de la
bondad y la paternidad. Un profesor con el que no hacíamos nada útil
en todo el curso —y al que quizá entonces apreciábamos mucho
por eso—, es un pésimo profesor.
Y volviendo al término de nuestra comparación, las personas que se
desesperan cuando Dios permite que suframos un tropiezo temporal o
cualquier otro inconveniente, son —de algún modo— como los niños
que se impacientan y patalean cuando las decisiones movidas por el cariño
de las personas que les aprecian no coinciden exactamente con sus gustos
y preferencias.
En el fondo de sus mentes —decía C.S.Lewis—, desean un Dios que
fuera algo parecido a lo que representa una benevolencia complaciente y
senil para un niño mimado; quisieran que el mundo fuera una suerte de Disneylandia;
y si no, ésa es su más sólida justificación para asegurar que Dios
no existe.
Hacer compatible el sufrimiento humano con la existencia de un Dios que
nos ama, es un problema insoluble si consideramos un significado trivial
de la palabra amor. Aproximadamente igual de insoluble que la
perplejidad del niño que se rebela, y que dice que su madre no le
quiere, porque le hace tomar una medicina que no le gusta, pero que le
va a curar. Es cuestión de que pase el tiempo, tenga una visión más
completa de las cosas, y entonces irá comprendiendo mejor la esencia de
lo que verdaderamente es el amor de los padres.
Además, nadie ha logrado resguardar a sus hijos hasta del más pequeño
sufrimiento. Entre otras cosas porque implicaría negar la capacidad de
gozar, que, en esta tierra, es una capacidad que básicamente sentimos
por contraste.
—¿Por contraste?
Sí. Es como si uno quisiera perder el sentido del tacto en la piel para
así no notar el frío o el calor: tampoco entonces podría sentir el
bienestar de una temperatura agradable. O como si alguien quisiera
acabar totalmente con la oscuridad y que todo fuera luz: desaparecería
el contraste visual y, con él, los contornos y el color: quedaría como
ciego.
¿Por
qué Dios permite el mal ?
Un individuo desaliñado y sucio se puso en pie, en medio de un
bullicioso grupo de personas que escuchaba a un predicador en Hyde Park.
Se dirigió al orador y con fuerte voz le planteó una pregunta que era
más bien un grito de indignación:
"¡Usted dice que Dios vino al mundo hace ya dos mil años... ¿Cómo
es posible entonces que el mundo continúe lleno de ladrones, adúlteros
y asesinos ?!"
Se hizo un silencio muy grande. A todos los presentes les pareció que
era una objeción incontestable. Sin embargo, el predicador le miró
serenamente y contestó:
"Tiene usted toda la razón, pero también existe el agua desde
hace millones de años y, sin embargo..., ¡fíjese cómo va usted de
sucio!".
Igual que aquel individuo podía aprovecharse o no de las benéficas
posibilidades higiénicas del agua, los hombres tenemos la posibilidad
de usar bien o mal de nuestra libertad. Pero esa decisión será
responsabilidad nuestra, no de Dios.
Dios
fue el primero
en apostar por el hombre,
el primero en querer
correr el riesgo de nuestra libertad.
Y hasta el punto de permitir
que el hombre pueda
emplear esa libertad
para oponerse a su creador.
—¿Y no habría sido mejor, entonces, que no naciéramos libres?
Hombre, no sé qué decirte. Para la mayoría de los mortales, la
libertad ha sido siempre algo muy grande, quizá lo último en que se
pensara renunciar. La libertad es, según el decir de Cervantes,
"uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los
cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra
y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe
aventurar la vida". Y me parece que tiene razón.
Si no fuéramos libres, entonces ciertamente no haríamos el mal, pero
tampoco podríamos hacer el bien por nuestra propia iniciativa, y habríamos
dejado de ser personas.
—¿Cuál es la solución entonces?
No podemos evadirnos de la libertad. La solución es que procuremos ser
mejores, y, de paso, que procuremos que los demás lo sean también. Es
lo más práctico y eficaz. Pensar fundamentalmente en mejorar uno mismo
y en mejorar cada uno su entorno. Porque, como dice aquel proverbio
ruso, si cada uno barriera delante de su puerta, estaría muy limpia la
ciudad.
—Pero ¿y Dios? ¿Él no tiene nada que hacer?
Claro, y ya lo ha hecho: nos ha hecho a ti y a mí, y a todos los demás,
para que luchemos por el bien. Procura hacer, por tu parte, todo el bien
que puedas. Intenta que quienes te rodean comprendan que vale la pena
luchar por mejorar el mundo, pero demuéstraselo con tu vida, respetando
su libertad como Dios hace con nosotros. Y no echemos a Dios las culpas
que sólo son nuestras. Sería demasiado cómodo..., y demasiado
injusto.
¿Qué
sentido tiene el dolor?
«Tanto la pierna izquierda como la espalda —explicaba la Madre Angélica—
me duelen casi continuamente.
»Después de treinta años, aún no me he acostumbrado. No obstante,
cada día le doy gracias a Dios precisamente por ese dolor, que a veces
me deja totalmente agotada.
»A lo largo de todos estos años, al rezar sobre mi dolor, que a veces
puede llegar a ser tan severo como para obligarme a pedirle a Dios que
lo alivie, me he sentido transportada a otra dimensión, en la que
impera la paz.
»¿Podría haberla alcanzado sin esos años de dolor? Jamás lo sabré,
pero a mí sólo se me abrió después de cruzar la barrera del dolor.»
Es el testimonio de una mujer que da una explicación muy personal,
hecha con su propia vida en medio de la enfermedad, de cómo Dios
permite nuestro sufrimiento porque tiene con él un propósito.
El sufrimiento es casi siempre difícil de aceptar, y quizá ha de
transcurrir el tiempo, a veces muchos años, hasta descubrir su lado
positivo. Hasta encontrar una razón en lo que ahora no vemos quizá más
que algo terrible y absurdo.
Es así. No suele entenderse bien el sufrimiento en el momento mismo en
que llega. Sucede algo parecido a lo que comprobamos cada mañana a la
hora de salir de la cama.
Cuando suena el despertador —y siempre parece que se adelanta a su
hora—, la gran mayoría de las personas está en muy malas condiciones
para meditar sobre las razones por las que ha de superar la pereza y
levantarse.
Si uno se descuida, puede —contra toda lógica y a costa de atropellar
sus obligaciones— arrebujarse entre las mantas durante diez o veinte
minutos suplementarios, o muchos más, totalmente autoconvencido de que
ayer ajustó mal el despertador, o persuadido de que anoche tardó mucho
en dormirse, o de que ha tenido una noche muy mala, mientras piensa que
esos minutillos de sueño aliviarán sin duda el dolorcillo de garganta
que amenaza..., probablemente más en la imaginación que en la propia
garganta.
Y así como es cierto que se sufre al levantarse, pero a los pocos
minutos uno suele ya ver en su debida perspectiva el acierto de haber
afrontado ese sufrimiento y haber saltado de la cama, lo normal
es que tenga que pasar un poco de tiempo hasta encontrar sentido a
cualquier sufrimiento. Y esto es algo normal. Lo raro sería que uno se
despertara todos los días fresco como una rosa.
El dolor siempre tiene algo que decirnos. "El verdadero dolor
—decía Dostoievski—, el que nos hace sufrir profundamente, hace a
veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres
de espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran
dolor."
El
sufrimiento une a las personas,
las abre a la compasión,
y las hace volverse en busca
de las causas de las cosas.
Las hace más compresivas,
más sensibles a la pena y a la soledad de otros.
Es quizá uno de los principales ingredientes de la maduración afectiva
de las personas: "El hombre —decía Tommaseo— a quien el dolor
no educó, siempre será un niño."
Ver
también:
¿No
es el mal una crueldad de Dios?
—Hay gente que dice que no cree porque en el mundo suceden cosas que
les parecen una auténtica crueldad divina.
No deja de ser un curioso razonamiento: Dios es cruel, luego Dios no
existe; no comprendo por qué Dios permite eso, luego no hay Dios; no me
gusta que suceda esto, luego no le concedo el derecho a existir.
No parece una lógica demasiado clara. Salvando las distancias, sería
como decir: yo estoy sufriendo; si mi madre realmente me quisiera, no me
habría traído a este mundo cruel; ergo... mi madre no existe.
Me parece más razonable tratar de comprender por qué Dios, siendo
infinitamente bueno, permite que exista el mal. Porque Dios es
necesariamente bueno (si no, no sería Dios) y tuvo por tanto que crear
un mundo bueno. El mal es algo real —dramáticamente real—, pero no
es metafísicamente necesario, sino una realidad contingente: el mal es
la ausencia del bien debido, aquello que no debería haber sido,
y que, por tanto, en el origen de los tiempos no existió.
Por otra parte, si hablamos del bien debido es porque hay un orden (si
no, ¿qué es el mal y qué el bien?), y si hay un orden será porque
hay un principio ordenador, que difícilmente puede explicarse sin un
Dios.
La situación presente del mundo, ostensiblemente marcada por el mal, no
puede ser considerada como constitutiva de la creación, sino que ha de
ser entendida como resultado de una caída, de una herida, de una
corrupción que padece el mundo creado. Y tuvo que ser la libertad
humana quien introdujo el mal en la creación.
—Supongo que te referirás a lo del pecado original. Pero la gente
no suele creer en eso, les parece una fábula. Lo de Adán y Eva, y la
manzana, y todo eso. Les parece un mito, y además un poco infantil.
Lo de la manzana concedo que pueda ser un mito, entre otras cosas porque
el Génesis habla del árbol del conocimiento del bien y del mal,
pero en ningún momento habla de manzanas.
El relato del Génesis sobre la caída original utiliza en ocasiones un
lenguaje de imágenes, pero afirma un acontecimiento que tuvo lugar al
comienzo de la historia del hombre. La creación, tal como salió de las
manos de Dios, era íntegra y estaba destinada a la integridad. Todo
cuanto ahora la desfigura estaba ausente en la armonía original del
mundo, y es el resultado, precisamente, de la degradación introducida
como consecuencia del mal uso de la libertad por parte del hombre.
Partiendo de la existencia de un Dios infinitamente bueno, y de la
evidente existencia del mal, el pecado original es la única solución
razonable al enigma del mal.
Porque los que pretenden achacar el mal a un destino fatal ante el que
el hombre nada puede hacer, acaban por verse obligados a negar la
libertad humana. Y realmente no parece serio decir que la libertad no
existe.
Y los que dicen que el hombre es efectivamente libre, pero que no tiene
culpa de la existencia del mal en el mundo, ¿a quién cargan esa culpa?
Sólo les quedaría explicar la existencia del mal como una eterna lucha
entre una divinidad del bien y otra del mal, pero hace muchos siglos
casi nadie se atreve a defender ese viejo maniqueísmo, entre otras
cosas, por la intrínseca contradicción que supone pensar que haya dos
dioses.
Si el mal no puede estar en Dios, ni en el primer instante de la creación,
tuvo que surgir de nuestros primeros antecesores en la tierra.
—¿Pero no es injusto que carguemos nosotros con la culpa de Adán?
La Iglesia afirma que todo el género humano es en Adán como el cuerpo
único de un único hombre, y que por esta unidad del género humano,
todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos
están implicados en la salvación de Cristo.
Comprendo que a primera vista parezca injusto, pero es la misma
injusticia de que se podría quejar una persona por no haber sido hijo
de unos padres más buenos o más ricos o más inteligentes. Nadie
escoge ni su fecha ni su lugar de nacimiento, y nadie piensa que eso sea
una injusticia: la vida es así.
—Hay otras personas que no niegan a Dios, pero sí dicen que no
pueden ni dirigirse a Él después de lo que pasó, por ejemplo, en
Auschwitz...
Es una queja que siempre impresiona, por supuesto. Ya hemos hablado
bastante de las razones que explican la existencia del mal. Podríamos
ahora fijarnos en el testimonio personal y vivo de las personas que lo
entendieron más profundamente.
Y si hablabas de Auschwitz, piensa, por ejemplo, en Maximiliano Kolbe.
En medio de los horrores del campo de exterminio, Kolbe da testimonio de
una esperanza confiada en Dios, y no sólo para que otro pueda seguir
viviendo, sino también para que quienes después fueron condenados a
muerte pudieran morir mejor. Tales proezas no son sólo testimonio de la
grandeza de un hombre, sino también de la presencia de la fuerza de
Dios, con cuya ayuda se puede superar cualquier pena o desgracia
humanas.
Algunos piensan que la vida es injusta y absurda; y la muerte, el máximo
escándalo. Kolbe, en cambio, supera esa mentalidad acusadora contra
Dios y se alza en testimonio de valentía y de confianza. Y es Dios
quien le libera de las angustiosas presiones de la existencia sin
sentido, del miedo a la muerte, de la sensación del absurdo, en
definitiva, del pecado y de sus consecuencias. Y viene a demostrar, con
su vida, la invalidez de esa especie de visión gnóstica de la vida que
defiende que el hombre, aunque conozca y quiera el bien, no lo puede
realizar.
¿De
grandes males, grandes bienes?
La aparente contradicción entre la bondad de Dios y la innegable
existencia del mal en el mundo, ha llevado a muchas personas a una
actitud un tanto trágica: la de negar una realidad compleja que no se
logra entender totalmente, para dejarse deslizar tristemente hacia una
visión de profundo pesimismo vital ante el implacable avance de las
poderosas fuerzas del mal.
Algo parecido a la trágica resignación de un enfermo que muriera en
medio de terribles sufrimientos, negándose a tomar una medicina
mientras explica con vehemencia que no comprende cómo una cosa tan
simple puede curarle.
Hay una idea que puede contribuir a entender este misterio: si admitimos
que existe una inteligencia divina ordenadora del universo y
omnipotente, es de suponer que ese Dios no permitiría el mal si no
fuera a sacar de esos males —reales o aparentes—, grandes bienes.
—¿Cómo puede salir bien del mal...? Eso sí que parece una
contradicción.
Hay que pensar, de entrada que no sabes si ese mal que te ha venido ha
podido librarte de otro peor y, por tanto, te ha supuesto un bien.
Quizá, por ejemplo, ese pinchazo que te ha impedido llegar a una cita
importante y te ha hecho perder una buena oferta de trabajo, a lo mejor
ha sido un contratiempo que ha impedido un accidente que habrías tenido
en ese trayecto; o te ha librado de inconvenientes en ese puesto de
trabajo que tú desconocías; o te ha permitido encontrar luego otro
trabajo mejor.
Y sin embargo, quizá estés muy enfadado y no veas ninguna lógica en
ello, y pienses que se trata de un acto de crueldad por parte de Dios.
Cuando un hombre intenta hacer el bien a su prójimo, hace directamente
el bien. En cambio, cuando obra mal, hace directamente ese mal; pero es
un mal que Dios aprovecha para sacar otro bien, según sus planes
sapientísimos que tiene trazados desde la eternidad. En el primer caso
—en el buen obrar— sirve a Dios como hijo, y en el segundo —al
obrar mal— como instrumento.
Más ejemplos. Una persona que hace el mal siendo habitualmente ruin y
egoísta, y produce en otro compañero, por reacción ante esa actitud
tan desagradable, un firme propósito de no caer en esas actitudes.
O una empresa despide injustamente a uno de sus gerentes y, sin saberlo,
le aleja con eso de un peligro cierto de corrupción en el que estaba a
punto de caer.
O un conductor temerario atropella a una persona, y la larga
convalecencia sirve para unir a la familia del accidentado.
La vida es misteriosa. ¿Cuántas veces al cerrarse una puerta —que
parecía la elegida para nosotros— no se nos abría otra aún mejor?
Esas consecuencias buenas de los males, a veces se ven al poco tiempo;
en otros casos, tardan más, o no llegamos siquiera a conocerlas nunca,
pero eso no significa que no puedan existir.
Todo esto no quiere decir que el mal deje de serlo, o que deje de tener
gravedad, o importancia. El mal existe, pero ¡ay de aquel por quien
viene! Dios sacará bienes de nuestras maldades, pero no tenemos que ver
en esto una excusa para continuar haciéndolas. Cuando, por ejemplo, la
Iglesia afirma que la Crucifixión de Jesucristo es el punto central de
la Redención de la Humanidad, no dice que por ello la traición de
Judas deje de ser malvada.
El enfoque cristiano del sufrimiento es compatible con el más encendido
énfasis sobre nuestro deber de dejar el mundo, aun en un sentido
temporal, mejor que como lo hemos encontrado.
¿La
fe ayuda a sobrellevar el dolor?
Muchas personas viven en medio de la tristeza y la crispación porque
les falta descubrir que tienen alma. Les ayudaría mucho explorar un
poco las espesuras de su espíritu, y ponerse en paz con Dios, y
atreverse a creer. Y quizá verían entonces la vida con menos
dramatismo, porque es muy posible que el alejamiento de Dios sea la gran
causa de fondo de su pesimismo.
El dolor puede conducir a una final e impenitente rebelión en las
personas que no lo quieren aceptar. Sin embargo, el dolor bien entendido
es una excelente oportunidad que el hombre tiene para enmendarse. Tomás
de Aquino dijo del sufrimiento —así como Aristóteles ya lo había
dicho de la vergüenza— que no era una cosa buena en sí misma, pero
que, no obstante, podía tener buenos efectos en ciertas circunstancias.
Todos nos habremos admirado alguna vez de la gran altura de espíritu de
las personas que sufren serenamente. De aquellos a quienes los años de
sufrimiento han hecho madurar. De aquellos a quienes la enfermedad ha
producido tesoros de fortaleza y humildad. Se descubre en todos, al
final de su vida, una serie de rasgos que difícilmente habrían surgido
si no hubieran sufrido tanto.
Y para quienes son testigos de cualquier experiencia dolorosa bien
llevada, el sufrimiento es también una escuela de grandes enseñanzas:
tanto por el ejemplo de aceptación serena de la voluntad de Dios, como
por la compasión que despierta y los actos de misericordia a los que
conduce, o por esa visión más trascendente de la vida que viene a
presentarnos.
El sufrimiento, las inquietudes y turbaciones que Dios permite que nos
lleguen, pueden ser a veces una excelente advertencia acerca de una
insuficiencia de la vida en la tierra, como un aviso que nos recuerda
que no confiemos en las fuentes pasajeras de la felicidad.
La vida de todos los hombres tiene unas cosas buenas y otras menos
buenas. Y no podemos pretender que, por tener fe, nuestra vida tenga que
ser como una balsa de aceite, como con la felicidad de un cuento de
hadas, o de perpetuo descanso físico, psíquico y afectivo.
No podemos pretender que los problemas tengan que desaparecer por sí
solos por el hecho de creer en Dios. O que los dolores de cabeza deban
convertirse en efluvios místicos. O que las preocupaciones tengan también
que desvanecerse como por arte de magia. Es verdad que la fe ayuda a
afrontar esas situaciones y a estar alegre, pero no las hace
desaparecer. Las personas con fe no dejan de ser personas normales.
¿Cuál
es el sentido cristiano del sufrimiento?
El dolor está presente en el mundo animal. Pero solamente el hombre,
cuando sufre, sabe que sufre, y se pregunta entonces por qué. Y
sufre de una manera más profunda cuando no encuentra para ese dolor una
respuesta satisfactoria. Es una pregunta difícil, casi universal, que
ha acompañado al hombre a lo largo de su vida en todas las épocas y
lugares, un enigma que se vincula de modo inmediato al del sentido del
mal: ¿por qué el mal?, ¿por qué el mal en el mundo?
Hemos visto cómo el mal y el sufrimiento parecen oscurecer la imagen de
sabiduría, poder y magnificencia que corresponde a Dios. En la Antigüedad
era bastante corriente pensar que el sufrimiento se abatía sobre el
hombre siempre como consecuencia de sus propios malos actos, como
castigo del propio pecado personal. Sin embargo, el mensaje cristiano
afirma que el sufrimiento es una realidad que está vinculada al mal, y
que éste no puede separarse de la libertad humana, y, por ella, del
trasfondo pecaminoso de las acciones personales de la historia del
hombre.
En el sufrimiento está como contenida una particular llamada a la
virtud, a perseverar soportando lo que molesta y causa dolor. Haciendo
esto, el hombre hace brotar la esperanza, que le mantiene en la convicción
de que el sufrimiento no prevalecerá sobre él. Y a medida que busque y
encuentre su sentido, hallará una respuesta. A veces se requiere mucho
tiempo hasta que esta respuesta comience a ser interiormente
perceptible, pero es cierto que el sufrimiento, más que cualquier otra
cosa, abre el camino a la transformación de un alma.
En el sufrimiento bien asumido se esconde una particular fuerza que
acerca interiormente al hombre a Dios, que le hace hallar como una nueva
dimensión de su vida. Un descubrimiento que es, por otra parte, como
una confirmación particular de la grandeza espiritual de una persona.
El sufrimiento posee, a la luz de la fe, una elocuencia que no pueden
captar quienes no creen.
Es la elocuencia de la alegría que se deriva de encontrar sentido al
sufrimiento, de verse libre de la sensación de inutilidad del dolor. La
fe cristiana, además, lleva consigo la certeza interior de que el
hombre que sufre completa lo que falta a los padecimientos de Cristo.
Que sus sufrimientos sirven —como los de Cristo— para la salvación
de los demás hombres y, por lo tanto, no sólo son útiles a los demás,
sino que incluso realiza con ello un servicio insustituible al resto de
la humanidad.
—¿Y por qué unos parecen sufrir tanto, y otros tan poco? ¿No podría
Dios hacer que cada uno sufriera proporcionalmente a su capacidad de
soportar el dolor?
Pienso que ya lo hace. Que cada uno tiene el sufrimiento que es capaz de
soportar, y que, por otra parte, ese dolor tiene mucho que enseñarle.
Lo que sucede es que no todos lo aceptan igual, sino cada uno de forma
distinta, haciendo uso de su libertad.
El dolor es una escuela en donde se forman en la misericordia los
corazones de los hombres. La familia, y todas las instituciones
educativas, deberían esforzarse seriamente por despertar y encauzar esa
sensibilidad hacia el prójimo, de modo que —como dice Juan Pablo
II— todo hombre se detenga siempre junto al sufrimiento de otro
hombre, y se conmueva ante su desgracia.
Es necesario cultivar esa sensibilidad del corazón, que testimonia la
compasión hacia el que sufre. Y una compasión que no será siempre
pasiva, sino que procurará proporcionar una ayuda, de cualquier clase
que sea y, en la medida de lo posible, eficaz. Una responsabilidad que
no debe descargarse sólo sobre las instituciones, puesto que, con ser
muy importantes e incluso indispensables, ninguna de ellas puede de suyo
sustituir a la compasión y la iniciativa humana personal.
Gentileza
de http://www.interrogantes.net
para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
|