LA FE QUE EXCEDE TODO CONOCIMIENTO

1.FE/IGNORANCIA:
Muchísimos cristianos ni siquiera conocen ya las verdades fundamentales de la fe de la Iglesia: en muchos casos el contenido de la fe se ha reducido hoy hasta un nivel sorprendente. Estos hechos son, sin duda, fenómenos inquietantes. Porque una fe carente o vacía de contenido sería una fe sin consistencia y que no tendría objeto, en el doble sentido de la expresión: se evaporaría rápidamente y tendría el peligro de mezclarse, hasta hacerse irreconocible, con otras posiciones, movimientos, ideologías y utopías. Pero, si se absolutiza el aspecto del contenido, entonces la transmisión y la mediación de la fe caen bajo la sospecha de adoctrinamiento. Y a ello se opone no sólo el hombre moderno ilustrado, ansioso de libertad. sino también el verdadero creyente, el cual sabe que creer es mucho más que considerar verdaderos determinados enunciados doctrinales de catecismo. La fe es también un acto y una consumación; es una actitud que determina toda la vida. Un aspecto (que no hay que subestimar) de la crisis actual de fe consiste en que muchas actitudes básicas de la fe se nos han hecho extrañas: la actitud de respeto profundo, de humildad, de confianza, de entrega. El acto de fe y el contenido de la fe son hoy igualmente impugnados.

Difuminación de los contornos

Es cierto que siempre hubo peligros y tentaciones para los creyentes, y persecuciones contra ellos. Sin embargo, la polémica en torno a la fe ha adquirido hoy una nueva cualidad. La situación es, entre otras cosas, tan dramática, porque actualmente la fe y la incredulidad en gran parte ya no se oponen como actitudes claramente identificables. Los contornos nítidos se difuminan, porque la fe misma es sacudida con frecuencia y se ve combatida y amenazada en su esencia desde dentro; y, por otra parte, porque la incredulidad, al menos en nuestra sociedad occidental, ya no suele aparecer hoy con carácter militante. Con la certeza personal de la fe, se ha roto también la de la incredulidad; también ella se ha hecho escéptica y, en último término, indiferente.

ATEÍSMO:En esta atmósfera de indiferencia, cada vez más omnipresente, pero desconcertante y anónima, se producen las transiciones entre fe e incredulidad, muchas veces en silencio y casi imperceptiblemente. Rara vez logró la incredulidad enmascararse tan bien como puede hacerlo en la actual confusión babilónica de las lenguas. Nada se afirma ya con claridad, nada se niega directamente; más bien, todo cambia de definición, de función y de interpretación. Al final se desvanecen incluso las diferencias entre fe e incredulidad. Esto puede ir tan lejos que, de pronto, se descubre el ateísmo en el cristianismo y se formula la tesis: "Sólo un ateo puede ser un buen cristiano, y sólo un cristiano puede ser un buen ateo" (·Bloch-E). Así, la incredulidad aparece de pronto como piadosa, porque es abierta, tolerante y comprometida; y hasta se ha convertido en una especie de nueva religión con gran poder de absorción. Por el contrario, la fe sólidamente confesional es tildada con frecuencia como de visión estrecha.

FE/TESORO:Naturalmente, no hay que defender una posición de la fe segura de sí misma en sentido erróneo, intolerante y opuesta a toda discusión. Semejantes actitudes erróneas nacen, en la mayoría de los casos, no de una fe sólida, sino de una fe débil. Hay que decir más bien que los creyentes deben preguntarse de nuevo en profundidad: ¿Qué significa propiamente creer? ¿Cómo tiene lugar la fe? ¿Cuál es el contenido vinculante de la fe? ¿Cómo se puede justificar y fundamentar la fe? ¿Por qué se ha de creer y confesar la fe? ¿Cómo ha de transmitirse vitalmente la fe? ¿Cómo podemos hacer entender de nuevo, primero a nosotros mismos y luego a los demás, que creer es hermoso, que la fe es un gran regalo para ser regalado a su vez, que la fe es la salvación del hombre?

(Págs. 14-17)

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2.La fe, críticamente sometida y superada RACIONALISMO:

La llustración quería salvaguardar la dignidad del hombre y el orden, así como la paz entre los hombres, haciendo de la razón humana el punto de partida, el criterio y el foro ante el que todo, incluso la fe, tenía que justificarse. Todo debía entenderse y configurarse racionalmente; ninguna autoridad debía aceptarse sin previo examen. También la fe quedó sometida al criterio de la razón y de un ideal muy determinado del saber: el ideal de la idea clara et distincta, es decir, el ideal de lo que podemos conocer de manera clara y determinada y de lo que podemos demostrar more mathematico et geometrico (a la manera de las matemáticas y de la geometría). Si se parte de esta medida, la fe cae bajo la sospecha, formulada por Kant, de ser una forma deficiente (es decir, inferior y mediocre) del saber: un saber de segundo grado. En el mejor de los casos, la fe podía considerarse, como ocurre, por ejemplo, en Lessing o Hegel, como una forma previa del saber, todavía incompleta y que ha de superarse.

Finalmente, ·Comte-A, el padre del positivismo moderno y el representante de un optimismo casi ilimitado en el progreso, formuló la famosa ley de los tres estadios: la era de la religión es sustituida por la de la metafísica, que pregunta de manera puramente filosófica y abstracta por las últimas razones; y esta era metafísica es ahora superada por la de las ciencias modernas. Según Comte, esta última, a diferencia de las dos épocas anteriores, conoce las verdaderas causas de las cosas. Así, en poco tiempo, la época científica pudo resolver más problemas y hacer más por el bien de la humanidad que todos los siglos precedentes. La fe es considerada ahora como preilustrada, caduca y acabada .

El materialismo-dialéctico, que es la ideología oficial del partido y del Estado en los países de orientación socialista-marxista del Este de Europa, recogió muchos elementos de esta crítica ilustrada positivista a la religión y a la revelación. Según él, la fe religiosa nace de la experiencia de la alienación del hombre. En esta situación, el hombre se provee de un opio en la religión. Esta se basa en un reflejo fantástico, falso, de una realidad falsa, y lleva a la convicción indemostrable de la existencia de seres y fuerzas sobrenaturales, inmateriales. Pero, en realidad, son únicamente la absolutización y fetichización de fuerzas no analizadas que actúan de forma irresistible en el proceso social. Por ello, según esta ideología, la fe religiosa está en una oposición insalvable respecto del saber y de la ciencia, que se apoyan en un análisis objetivo-científico del hombre y de sus relaciones con la naturaleza y con la sociedad.

También en el neopositivismo occidental y en el racionalismo crítico se encuentran, bajo otra forma, argumentos de la llustración. Según H. Albert, toda búsqueda de una fundamentación última, absoluta, lleva a la elección entre tres posibilidades: o se retrocede cada vez más en la búsqueda de fundamentaciones últimas, efectuando un regreso indefinido, o, moviéndose en un círculo lógico, se presupone ya en la fundamentación lo que se ha de fundamentar, o bien se interrumpe el proceso más o menos arbitrariamente y se apela a últimos principios evidentes en sí mismos y que, por tanto, no necesitan fundamentación ulterior, que es el procedimiento del dogmatismo. A él opone Albert el racionalismo crítico. Este no aparece tan presuntuoso como el racionalismo antiguo. Se ha hecho esencialmente más modesto y sólo quiere hacer enunciados provisionales, que luego están sujetos a nueva crítica. La verdad es aquí una meta que puede ser perseguida en una aproximación histórica inacabable, pero que nunca puede alcanzarse definitivamente. Pero esto termina en un escepticismo radical frente a toda verdad definitiva y toda fundamentación última.

Así pues, muchos consideran hoy la fe religiosa, basada en una certeza última, como una reliquia anticuada de tiempos pasados y como un fósil petrificado de una época lejana; para ellos, la fe pertenece a la infancia de la humanidad y es indigna del hombre adulto, que ha adquirido mayoría de edad y capacidad crítica. El hombre adulto tiene que resolver sus problemas por sí mismo y hacerlo -como enseñó Sigmund Freud- sin buscar un último consuelo.

Pero el racionalismo crítico no termina en esta resignación escéptica. La crítica moderna a la religión creyó poder desvelar también, en su impulso de explicación racional, cómo pudo llegarse a un fenómeno como el de la religión. Quería, pues, dejar al descubierto los mecanismos de las convicciones religiosas. El argumento de que un fenómeno tan universal como la religión sólo está basado en el "engaño de los sacerdotes", como creían muchos ilustrados, era a la larga poco convincente. Por eso se trató de entender la fe en Dios como proyección de la dignidad y dimensión divinas, propias del hombre mismo (·Feuerbach-L); se interpretó la fe como satisfacción sustitutiva del deseo de necesidades y anhelos que no pueden ser satisfechos (·Freud-S) o como protesta errada y como legitimación de relaciones injustas, como opio del pueblo (·Marx-KARL), como expresión del resentimiento de los fracasados en la vida (·Nietzsche-F). Marx resumió con precisión esta crítica religiosa: no es la religión la que hace al hombre, sino el hombre quien hace la religión. El ateísmo moderno quiere ser un humanismo .

Oscurecimiento de Dios

Se ha dicho que "el destino de la Iglesia" en el siglo XVI condujo, en el siglo XVIII, al "destino de Cristo y del cristianismo", y en los siglos XIX y XX al "destino de Dios". Como deducción causal, esta frase es ciertamente demasiado simple. El tejido causal del ateísmo e indiferentismo modernos es mucho más complicado como para que se pueda reducir a un solo denominador.

Tampoco el proceso moderno de autonomía progresiva y de secularización se puede caracterizar solamente como alejamiento de Dios. En él influyeron también motivos cristianos. Fue la Biblia misma la que intimó a la humanidad a distinguir entre Dios y el mundo, a no confundir el mundo y las realidades intramundanas con Dios, convirtiéndolas en ídolos. Así pues, ya en el Antiguo Testamento se abre paso una concepción mundana y racional de la realidad. Al igual que la Biblia, tampoco la gran tradición cristiana fue fundamentalmente hostil a la razón y al conocimiento crítico. ¡Todo lo contrario! Por ello. como cristianos, no necesitamos tampoco hoy ser fundamentalmente antimodernos, inmovilistas y de talante restaurador. Podemos y debemos entender lo bueno que ha producido la modernidad, sobre todo la conciencia común de la libertad, de la dignidad humana y de los derechos humanos, como una parte mundana de la herencia cristiana que hoy tenemos que defender junto a todos los hombres de buena voluntad. El último Concilio habló expresamente de una legítima autonomía de las realidades mundanas y afirmó y ratificó solemnemente el más fundamental de los derechos humanos: la libertad religiosa.

LBT-ABSOLUTA:El trastorno comienza cuando se declara la libertad humana no sólo como indispensable, sino también como absoluta, desconociendo su finitud constitutiva. Cuando no se reconoce que el hombre, en la libertad de su conciencia, está remitido al orden preestablecido por Dios, se llega a una locura de omnipotencia humana que se manifiesta en una desenfrenada voluntad de acción y de poder y que hoy amenaza la vida y la supervivencia de la humanidad.

No fue el hecho de tomar en serio la libertad humana, sino la usurpación de la inquietante libertad de un superhombre, la que condujo a Nietzsche a la famosa frase de que Dios había muerto. Para Nietzsche, Dios tenía que estar muerto para que el superhombre pudiera vivir. Pero el superhombre ¿sigue siendo todavía hombre? En nuestro siglo, la proclamación de la muerte de Dios llevó consecuentemente a la proclamación de la muerte del hombre y al intento de suprimir la dignidad humana de la vieja Europa. La liberación que se esperaba del ateísmo no llegó en realidad.

En lugar de Dios se ha manifestado un vacío mortal que puede ser acallado por la agitación externa, pero que no puede ser colmado. Sin embargo, esta agitación embota por completo el corazón y lo hace insensible frente a las huellas y signos de Dios, frente a la voz de Dios en la voz de la conciencia.

MU-DE-D:En este sentido, muchos consideran hoy la frase de Nietzsche sobre la muerte de Dios como un diagnóstico adecuado respecto de nuestra civilización occidental. Con esta frase no se quiere decir, de ordinario, que Dios no existe, sino que su existencia ya no interesa en absoluto. El hombre se erige en artífice de su suerte y desplaza todas las demás cuestiones al ámbito agitado de la vida cotidiana. Semejante indiferentismo es mucho más peligroso que cualquier ateísmo militante, para el que Dios, en todo caso, es todavía un problema y una realidad contra la que combate. Sin embargo, para el indiferentismo Dios está muerto en el sentido de que ya no sale vida de él, de que ya no inquieta ni estimula. Las muchas pequeñas cuestiones, en parte acuciantes y en parte fascinantes, adquieren tal relevancia que ya no queda espacio alguno para las grandes cuestiones. Así, Dios es más silenciado que declarado muerto. M. Buber habló de un oscurecimiento de Dios.

Este oscurecimiento del horizonte espiritual y este avance de las tinieblas religiosas dejan también su huella en los creyentes, los cuales no pueden sencillamente sustraerse a la atmósfera general. La duda de la incredulidad roe y anida con bastante frecuencia también en sus corazones. Pero si su fe fuera más inquietante y estimulante, si transformara realmente su vida y el mundo, haría, sin duda, que se le prestase atención. Sin embargo, con frecuencia no nos queda otra cosa sino decir: Señor, yo creo, ayuda a mi poca fe" (Mc/09/23). Así pues, compartiendo los problemas y necesidades de hoy, tenemos que explorar, para nosotros y para otros, nuevos accesos y nuevos caminos que conduzcan a la fe.

(Págs. 24-31)

Una situación que provoca una nueva reflexión

La arrogante fe positivista y racionalista en el progreso, que muchos compartían en los siglos y decenios pasados, pertenece ya hoy a posiciones anticuadas. Esa fe se ha roto o, al menos, está quebrantada. Desde luego, es indiscutible que hay muchos progresos. Baste pensar, por ejemplo, en los progresos de la medicina, a los que hoy no querría ya renunciar ninguna persona razonable. Además, hay en las democracias modernas un progreso en la conciencia y en la realización de la libertad humana que es preciso defender con todas las fuerzas. Para una fe cristiana que se entienda correctamente a sí misma, la hostilidad a la ciencia y al progreso no es una salida a la crisis actual; esa actitud deberíamos dejársela más bien a los sectarios modernos. Nosotros, por el contrario, esperamos incluso ulteriores y fecundos desarrollos El programa no puede ser la restauración de condiciones premodernas; más bien, es necesario aprender, impulsados por la crítica a la fe cristiana, de los muchos errores del pasado y llegar así a una comprensión purificada y profunda de la fe. Para ello hay buenos principios. En efecto, no es el progreso, sino la fe en el progreso, lo que pertenece al trastero de la historia. Esa fe se hundió en el infierno de dos guerras mundiales y ha perdido toda credibilidad a la vista de la amenaza atómica resultante del progreso, de los efectos ecológicos negativos, de la limitación de los recursos y de otras muchas cosas. Hoy se conoce de nuevo la dialéctica de la llustración y del progreso, es decir, la regresión inmanente a todo progreso. Porque todo, incluido el progreso, tiene su precio. El progreso técnico, cuando se le aísla y absolutiza, conduce a un pensamiento y a una vida unidimensionales, en los que quedan atrofiadas la razón del corazón y la cultura del amor. Una racionalidad absolutizada termina siendo irracional, y la mera funcionalidad tiene que hacerse necesariamente inhumana. Por eso, también la ciencia y la técnica pueden convertirse en ideologías represivas. La marcha triunfal de la modernidad ¿no está acompañada y en parte ha sido posible por una historia de sufrimiento de muchos hombres, a causa de la explotación y la opresión?

La insatisfacción por los progresos de la civilización tecnológica se manifestó primero en la llamada rebelión estudiantil que se produjo al final de los 60 y al comienzo de los 70. En el fondo, era una especie de revolución cultural que hasta hoy sigue teniendo un profundo influjo en la conciencia social. Este nuevo impulso de la llustración y de la emancipación se dirigía también, entre otras cosas, contra los restos de tradición religiosa que habían quedado todavía y que habían sido injustamente calificados de tabúes. Sin embargo, las utopías intramundanas, que en breve los reemplazaron, se desvanecieron con rapidez. Al término eran plenamente manifiestos el vacío de sentido y la falta de orientación.

SUPERSTICIONES: La reacción fue y es una nueva oleada religiosa: prácticas orientales de meditación, movimientos curativos, religiones juveniles, psicotécnicas, corrientes fundamentalistas (sobre todo en el Islam), ocultismo y espiritismo, astrología, fe en la transmigración de las almas (reencarnación), teorías sobre una nueva era (New Age), ligada tanto a temores apocalípticos como a la esperanza en un nuevo y profundo cambio de los tiempos y de las conciencias... Estas y otras muchas cosas manifiestan que la idea de un avance incontenible de la secularización impulsada por la ciencia y por la técnica ha quedado superada por los hechos. Sociólogos americanos han sustituido hace tiempo la tesis del progreso irresistible de la secularización por la de la permanencia de la religión ("persistence of religion").

Se requiere, desde luego, prudencia. La llamada "nueva religiosidad" es un fenómeno profundamente difuso y ambivalente, que de ningún modo lleva directamente agua a los molinos de la Iglesia y de su mediación en la fe. Su peligrosidad se manifiesta, ante todo, en el rápido crecimiento universal de movimientos sectarios y, entre otras cosas, en las llamadas religiones juveniles. El cambio profundo de la situación general ha llevado, desde luego, en la Iglesia, a una intensa "demanda" de espiritualidad. Sin embargo, el nuevo irracionalismo e incluso antirracionalismo es profundamente grave y peligroso. La nueva situación constituye una seria interpelación a los cristianos y a las iglesias, que no pueden impedir preguntarse si no serán también corresponsables de que haya podido surgir semejante vacío, en el que ahora irrumpen ideologías, utopías, sectarismos y esoterismo religiosos. En todo caso, la fe cristiana se ve hoy nuevamente interpelada. Se interpela no sólo ni en primer lugar su relevancia sociológica y política; la propia fe ve cuestionada su misma esencia religiosa. El tema es ahora el problema de Dios, la discusión entre verdadera y falsa religiosidad. A la verdadera religión y a la verdadera fe pertenecen también, naturalmente, la responsabilidad social y la práctica del amor. La fe cristiana tiene que dar su respuesta a la nueva situación en una confrontación objetiva con las preguntas y objeciones, pero también racionalmente. Sólo ello corresponde a la tradición cristiana; sólo ello corresponde también a la dignidad del hombre.

La racionalidad de la fe FE/RACIONALIDAD La objeción de que no hay que tomar en serio el cristianismo, porque se basa "únicamente" en la fe, no en experiencia propia y en pruebas sólidas, no es nueva. Ya en la primera mitad del siglo lll el filósofo pagano Celso utiliza este argumento. Orígenes, el teólogo más famoso de su tiempo y quizá el mayor teólogo de la historia, le replica que ningún hombre puede vivir sin fe. Con ello Orígenes recoge importantes ideas de la filosofía de su época que ya tenían su base en Aristóteles y que fueron defendidas, sobre todo, en la filosofía popular de entonces, la "stoa". Estos filósofos decían: todo hombre parte, en su conocimiento y en su conducta, de presupuestos últimos, de principios últimos y de decisiones fundamentales que no puede deducir, a su vez, de principios superiores. Estos principios últimos hay que suponerlos más bien en una especie de fe, y luego probar su solidez en el conocimiento concreto y en la praxis de la vida. Hay que acreditarlos (verificar = hacer verdadero), pero no es posible demostrarlos. De forma similar argumentaba, 150 años después, Agustín, el más grande Padre de la Iglesia de Occidente. También él expone, contra la misma objeción, que todo hombre y todo pensamiento parten de presupuestos. En el fondo, no puedo demostrar siquiera que mis padres son realmente mis padres; sin embargo, no se me ocurre dudar de ello; más aún, el rechazo del respeto debido a los padres sería moralmente una falta muy grave.

También el racionalismo tiene este presupuesto. Porque precisamente el que quiere conocer y fundamentar todas las cosas racionalmente tiene que creer primero, "de algún modo", en el sentido de la racionalidad, a la vista de lo mucho irracional que hay en el mundo. Por el contrario, quien sólo admite lo tangiblemente material y positivamente constatable, asume, lo quiera o no, un punto de vista que no puede, a su vez, fundamentar de manera sensible y positivista. Porque la afirmación de que sólo es real lo positivamente constatable no puede a su vez fundamentarse de forma positiva. Y esto es aplicable, finalmente, aun al escéptico radical. Porque quien dice que se puede y se tiene que dudar de todo y que no hay ningún conocimiento cierto de la verdad, hace una afirmación cierta. Aparte de que también para el escéptico hay afirmaciones que no pone en duda y de las que razonablemente no puede en absoluto dudar. A ellas pertenecen no sólo las verdades matemáticas, sino también la existencia y el pensamiento propios. El "cogito sum", "pienso, existo'', era ya para Agustín, y después, de manera mucho más radical para Descartes, el eje de toda certeza. Pero quien excluye con certeza toda última certeza se contradice a sí mismo y se inmuniza de modo sumamente acrítico contra toda crítica. FE/RAZON: Así, los Padres de la Iglesia y los escolásticos medievales tenían el convencimiento fundado de que la fe precede a la razón ("fides praecedit rationem"); por ello no se puede deducir racionalmente. Pero no por eso la fe es irracional; es incluso sumamente racional, porque busca y quiere conocer, e incluso es ella la que hace posible el conocimiento humano ("fides quaerens intellectum").

El carácter impensable de la realidad

La tesis de la precedencia de la fe se puede fundamentar hoy con mayor profundidad. El arrogante punto de partida de la modernidad en la razón y en la libertad del hombre ha sido, en efecto, cada vez más cuestionado en la filosofía post-idealista desde el segundo tercio del siglo pasado. Ya el filósofo moderno, Kant, afirma claramente lo que luego se generaliza en la filosofía tardía de Schelling, en Kierkegaard y en Nietzsche, y en nuestro siglo plenamente en K. Jaspers y M. Heidegger: la razón y la libertad, de las que el hombre moderno lo deduce todo y con las que todo lo relaciona, no son, a su vez, deducibles. El hombre es un ser finito; es previo a sí mismo de forma indeducible. Más aún, la realidad en su conjunto es previa a nosotros de modo indeducible e impensable. Por ello no sólo hay que preguntar: ¿qué existe?, sino, ante todo, ¿por qué existe algo en lugar de nada? La comprensión de la facticidad indeducible de la realidad crea para el pensamiento una situación radicalmente nueva. No conduce de forma inmediata a la fe en Dios. Puede conducir también a opciones muy distintas, a la sospecha de falta de sentido y al fatalismo, entre otras. Pero, en todo caso, conduce a una nueva resignación del pensamiento, porque imposibilita desde el principio todo esbozo universal de sentido y de sistemas explicativos. Así, hoy se conoce con más claridad que antes que no hay ningún pensamiento absolutamente libre de presupuestos; que, más bien, todo principio de pensamiento y de comprensión está ligado a una determinada precomprensión histórica, a opciones y a intereses. Esto no significa que ahora todo sea posible en el sentido de la expresión posmoderna "anything goes". La distinción entre sí y no, verdadero y falso, bueno y malo, no puede abandonarse si el hombre no quiere abandonarse a sí mismo. Es, pues, necesario dar razón de los presupuestos y confrontarlos incesantemente con la realidad.

Todo lo demás conduce, o bien a un autoaislamiento ideológico, o bien al puro nihilismo, en el que ya no es posible ninguna comunicación razonable. La fe, que recibe de Dios y afirma en la actitud creatural de humildad y agradecimiento la realidad previamente dada de forma impensable, puede argumentar de dos maneras en esta nueva situación: puede partir del carácter indeducible de lo particular y puede remitir al carácter inimaginable del conjunto de la realidad. Preguntémonos, pues, hasta dónde conducen tales argumentos.

Creer significa aceptar algo por el testimonio de otro

H/UNICO:Lo particular es, en último término, impenetrable para la razón. Ningún grano de arena del desierto es absolutamente igual a otro; cada uno es único. En ningún caso particular podemos fijar todas las determinaciones concretas. En mayor medida aún, cada hombre es no sólo cuantitativa, sino cualitativamente único. La existencia de cada hombre es inconfundible e inintercambiable. El hombre no es ni un mero conjunto de funciones físicas, psíquicas, sociales, etc., ni el caso particular de un universal. Es un yo único, una persona única. Esto es lo que fundamenta su dignidad inviolable. El hombre es un fin en sí mismo. Por eso ningún hombre encaja en un esquema abstracto; del mismo modo, tampoco cabe exactamente en determinaciones positivistas, por más correctas que sean. En nuestra conducta con los demás dependemos siempre, por lo tanto, de "fidelidad y fe". Tenemos que aceptar muchas cosas, la mayoría de ellas por el testimonio de otros, sin posibilidad de una verificación propia del hecho. Sólo podemos y tenemos que examinar la credibilidad de los testigos. Agustín llama nuestra atención, como hemos visto, sobre el hecho de que no podríamos siquiera amar y confiar en nuestros padres si no creyéramos en su testimonio de que son nuestros padres. Para aceptar que lo son realmente tenemos buenas razones, pero nunca puede demostrarse con certeza. Se cree en su testimonio y en el de otras personas. Si, tanto en éste como en otros casos, preguntamos si los otros son creíbles, tenemos primero que confiar en ellos, mientras no se pruebe lo contrario; de no ser así, la convivencia humana no sería razonablemente posible. Por eso la fe y la confianza son las bases de la convivencia humana.

FE/CIENCIA: De lo dicho se deduce una primera definición de fe, todavía bastante genérica por su validez universal: creer significa aceptar algo y considerarlo verdadero en virtud del testimonio de otro. Esta fe es el presupuesto de todo progreso científico. Si queremos avanzar en la ciencia, no podemos comenzar siempre desde el principio. Más bien tenemos que apropiarnos del tesoro de ciencia y de saber de nuestros antepasados. Tenemos que dejarnos introducir por un maestro en quien tengamos confianza y en cuya competencia creamos, para que luego podamos conocer, entender, seguir pensando e investigando por nosotros mismos: El que quiera aprender tiene que creer (·Aristóteles). Especialmente la ciencia de la historia y del derecho dependen de testigos y testimonios, y no pueden subsistir sin esa fe. Aún más dependemos de la fe en cuestiones existencialmente mucho más importantes que todos los problemas, por importantes que sean, en los que podemos aducir pruebas científicas. La convivencia humana, la confianza humana, la fidelidad y el amor humanos viven de esta fe.

Fe/trascendental

Al carácter racionalmente impenetrable de lo particular se une el carácter racionalmente impenetrable del conjunto de la realidad. Así como la persona humana es única, está al mismo tiempo abierta a otras personas y, en definitiva, al conjunto de la realidad. Como dicen los antropólogos, está "abierta al mundo". A diferencia del animal, no está encajada en un entorno plenamente determinado, al que reacciona de forma instintiva. El entorno del hombre es la realidad en su conjunto. Por su naturaleza, el hombre carece, en principio, de patria y de orientación en el mundo. Tiene que crearse por sí mismo su entorno y orientarse en él. Por ello pregunta por el destino y el origen de la vida y de la realidad, por el fundamento y el sentido del ser; pregunta por lo uno y por el todo de la realidad. Sin duda, esta pregunta puede ser olvidada y reprimida durante largo tiempo. Pero siempre vuelve a haber situaciones en las que preguntamos: ¿qué sentido tiene propiamente el conjunto de la realidad?

Este sentido de la totalidad no se puede encerrar en definiciones; de lo contrario, habría que situarlo en un horizonte de sentido todavía más amplio. Así pues, la totalidad es como el horizonte que todo lo rodea, en el que uno se mueve y que se mueve con nosotros, pero al que nunca se llega. Por ello, a la pregunta del hombre por el sentido de la totalidad no puede haber, desde una consideración puramente humana, una respuesta definitiva. META/FRUSTRACION:Siempre que alcanzamos una meta, experimentamos también la "melancolía de la realización" (E. Bloch); comprendemos que esa meta no es la realización definitiva y la dicha consumada. El hombre no puede alcanzarse plenamente a sí mismo ni su anhelo de felicidad. Aquí nos encontramos ante una última aporía y ante un último misterio de nuestro ser. Cualquiera que sea la respuesta a la pregunta por el sentido de la totalidad, tiene que ser aventurada y creída en el sentido más amplio de la palabra. Hoy se habla con frecuencia de la confianza originaria como presupuesto básico de la vida.

Con ello estamos de nuevo en la posición de la filosofía antigua y patrística. Los últimos presupuestos de nuestro pensamiento y de nuestra vida en general no son demostrables; tienen que ser supuestos en una especie de fe, y luego podrán acreditarse en la praxis de la vida y en los fenómenos de la realidad. La fe -en este sentido aún no específicamente cristiano, sino universal- no es una forma deficiente del saber, ni un mero opinar y suponer, ni una aceptación crédula, irreflexiva, ingenua y acrítica; es más bien el acto básico y la realización básica de la existencia. Filosóficamente, se había en este caso de una fe transcendental (B. Welte). Con ello se quiere expresar que la fe es el presupuesto y la condición del conocimiento categorial (es decir, referido a lo particular) y la que lo hace posible, sin quedar nunca absorbida en uno de estos actos.

La fe, así entendida, no es en absoluto una posición ideológicamente cerrada en sí misma. Es más bien apertura y amplitud radicales. Es aceptación de la vida en su apertura al futuro. Es el coraje de ser (P. Tillich), sin el que no podríamos en absoluto vivir humanamente. Es fe en la vida y en el sentido de la vida. Es, ante todo, fe en la libertad. Porque ni la libertad propia ni la del otro se pueden demostrar. La libertad es un eterno artículo de fe de la humanidad (Schelling). ¡Ay de nosotros si esta fe se extinguiera alguna vez! La humanidad estaría entonces definitivamente perdida.

Antecedentes de la fe. Tanto lo particular como el conjunto es en último término impenetrable a nuestra comprensión racional. ·Pascal-B, que era un genial matemático, describió de forma penetrante esta situación del hombre en medio de dos extremos. "Esta es nuestra verdadera situación. Ella es la que nos hace incapaces de saber algo con certeza y de estar completamente sin saber. En un medio inconmensurable nos agitamos, estando siempre en la incertidumbre, y somos empujados de un extremo a otro. Cualquiera que sea el mojón al que quisiéramos sujetarnos y asirnos, todos oscilan y desaparecen; y, cuando vamos tras uno, se nos escabulle y escurre sin que podamos cogerlo, y escapa en una huida sin fin. Nada se detiene para nosotros." Pascal prosigue diciendo que en esta situación el hombre es para sí mismo la cosa más enigmática de la naturaleza, un monstruo, un misterio.

H/MISTERIO:El misterio pertenece a un orden completamente distinto del de un problema científico. Los problemas científicos se pueden resolver, al menos fundamentalmente, de modo sucesivo; el misterio, en cambio, es esencialmente, insuprimible. En este sentido, el hombre es el ser del misterio permanente (K. Rahner). No sólo tiene preguntas, sino que es para sí mismo una pregunta para la que, en último término, no tiene respuesta. Este carácter misterioso no es algo así como un resto irracional, sino el presupuesto de la racionalidad. El hombre toca, pues, precisamente en su racionalidad, la dimensión última y extrema, la dimensión de lo sagrado. El hombre se supera infinitamente a sí mismo (B. Pascal). Porque este misterio sagrado es claramente mayor que el hombre, siempre finito. Se sustrae a toda captación y concepto. Sólo podemos tocarlo como desde lejos y desde fuera. Tan pronto como queremos nombrarlo y mencionarlo, tenemos que callar y enmudecer de inmediato.

Queremos presentir y esperar que el último fundamento, que todo lo abarca y lo hace posible, no es tinieblas y caída en el vacío de la nada; que no es vacío, sino plenitud; no tinieblas, sino luz esplendorosa a la que no podemos mirar, simplemente porque los torpes ojos de nuestro espíritu son deslumbrados por ella. Podemos incluso aducir argumentos a favor de esta esperanza. La tradición filosófica y teológica ha tratado incesantemente de dar tales argumentos en sus pruebas de Dios. También son posibles hoy, si no se entiende la palabra "prueba" en un sentido estricto, únicamente aplicable en el campo de las matemáticas. Sin embargo, tales argumentaciones son difíciles. Están expuestas a muchas réplicas y objeciones y, en último término, son teóricas y abstractas. A pesar de ello, son importantes frente a los instruidos entre los detractores de la religión (F. Schleiermacher). Deben, por decirlo así, dejar libre de sospecha a la fe y probarla como intelectualmente posible; pero no pueden demostrarla positivamente. Sólo pueden esclarecer su espacio previo y fundar sus antecedentes ("praeambula-FIDEI").

Tales antecedentes y accesos a la fe tienen especial importancia en la situación actual. Es necesario, ante el oscurecimiento del horizonte de Dios, preparar de nuevo el terreno para la cuestión de Dios. Esto es también importante, porque -prescindiendo de lo que se dirá a continuación sobre el don de la fe- la fe es también un acto pleno y totalmente humano que exige ser realizado y asumido con honradez intelectual. Es necesario derribar todas las elevadas construcciones del pensamiento que se acumulan contra el conocimiento de Dios y capturar todo pensamiento para Cristo (cf. 2Co/10/05s).

(.Págs. 34-49)

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El testimonio de la Sagrada Escritura ABRAHAN/FE:

Ante todo, es importante la historia de Abrahán, el" padre en la fe". Abrahán vive en torno al 1900 a.C., en Ur de Caldea. De improviso, le llega esta llamada: Sal de tu casa, de tu familia. de tu tierra, abandona los dioses que has tenido hasta ahora y ve a una tierra que yo, Dios, te mostraré (Gn 12.1). Abrahán no conoce en absoluto esa tierra; pero se fía plenamente de la promesa de Dios y se pone en camino. Así él, el nómada, se convierte en el nómada de la fe. La exigencia de Dios va todavía más lejos. Dios le promete una numerosa descendencia, tan numerosa como las arenas del mar (Gn 12,2). Pero Dios no concede a su mujer Sara ningún hijo. No es extraño que Abrahán se enfade una vez (Gn 15,2) y que su mujer Sara se ría en voz baja (Gn 18,12). Sin embargo, Abrahán espera contra toda esperanza. El Antiguo Testamento dice escuetamente: Abrahán creyó al Señor y se le apuntó en su haber`' (Gn 15.6).

FE/QUÉ-ES:La fe no es aquí otra cosa que un fiarse plenamente de la llamada y de la promesa de Dios, un desligarse de todas las seguridades humanas, un apoyarse y afianzarse únicamente en la palabra de Dios. La fe es aquí una decisión fundamental, que brota de una conversión frente a la actitud y la seguridad normales de la existencia; un afianzarse fuera de todas las seguridades humanas, un confiar y un fiarse sólo de Dios. Lo que esto significa concretamente no sólo para el individuo, sino para todo el pueblo, aparece con claridad en otro relato, que leemos en el cap. 7 del libro de Isaías. El joven y todavía inexperto rey Acaz se encuentra políticamente en una situación sin salida. Se ha formado una coalición de pequeños Estados contra él, para obligarle a unirse a ellos y a luchar contra el imperio asirio. A Acaz no le queda otra alternativa que plegarse a esta exigencia completamente desesperada desde el punto de vista político y militar, o pedir ayuda a los asirios, someterse voluntariamente a ellos y, de ese modo, renunciar a la existencia de Israel como pueblo de Dios, con todas sus consecuencias no sólo políticas, sino también religiosas. Se entiende que ante ello el corazón del rey y el del pueblo temblaran, como tiemblan los árboles del bosque azotados por el viento.

En esta situación lo encuentra el profeta Isaías en la Calzada del Batanero y le dice sólo esto: "Si no creéis, no subsistiréis" (/Is/07/09). Para el profeta, cuyo pensamiento no era en modo alguno tan apolítico, semejante fe no es un sucedáneo de una política razonable y responsable; pero para él toda política es, en último término, irrazonable e irresponsable si, por consideraciones más inmediatas y apremiantes. pospone a Dios y su orden. También en el ámbito público, únicamente la fe ofrece el apoyo último.

Así pues, creer, en el sentido del Antiguo Testamento, significa estar firme y adquirir confianza en Dios, que ahuyenta todo miedo y, de este modo, hace posible una conducta racional. "El que crea no vacilará" (Is 28,16). El que cree conoce la verdad de estas palabras: "Vuestra salvación está en convertiros y en tener calma; vuestra valentía está en confiar y estar tranquilos" (Is 30,15). El profeta Habacuc resume esta idea diciendo que el justo vivirá por su fe (Hab 2,4). Según la concepción bíblica, la fe es, por tanto, el acto fundamental, más aún, la situación fundamental del hombre ante Dios, su firmeza y apoyo básicos en Dios, su vida ante Dios, de Dios y en Dios. Esta fe se manifiesta en conversión radical, en confianza y paciencia, en serenidad interior y paz interior, en libertad y justicia. Esta fe, cuyo apoyo y contenido es Dios, es la vida del hombre.

Martin Buber, en su conocida obra "Dos modos de creer", quiso oponer esta concepción de la fe del Antiguo Testamento a la concepción de la fe del Nuevo Testamento. Y formuló la tesis de que creer es, en el Antiguo Testamento, un confiar que afecta a todo el ser del hombre, mientras que en el Nuevo Testamento se convierte en la simple aceptación de una verdad. De la palabra "creer", empleada en sentido absoluto, se hace un "creer en". De hecho, la fe en el Nuevo Testamento es esencialmente "fe en Jesucristo". Sin embargo, los estudiosos del Antiguo y del Nuevo Testamento coinciden hoy ampliamente en que la distinción establecida por Buber no es como tal correcta. Porque también la confianza de la fe del Antiguo Testamento supone un escuchar a Dios y un aceptar su mensaje y su promesa. Así, ya en el Génesis y en diversos pasajes del Éxodo se encuentra lo que Buber llama el "creer-que" (Gn 45,26; Ex 1,5.8.9.31). Tales pasajes aumentan, sobre todo, en la época posterior; "creer" y "reconocer" se aproximan cada vez más (Is 43,10; 53,1). A la inversa, también el Nuevo Testamento (especialmente el mismo Jesús, pero también Pablo) conoce evidentemente la fe como actitud global de la existencia y de la vida del cristiano. Esta concepción global de la fe la encontramos, sobre todo, en los relatos de milagros de los evangelios: "Ten fe y basta"; "tu fe te ha curado" (Mc 5,34.36, entre otros). Esta fe, entendida como actitud fundamental, sólo es posible como respuesta a la experiencia de la fidelidad, de la misericordia y del amor de Dios, tal como, en síntesis y definitivamente, se nos manifestaron en Jesucristo, en su vida, en su muerte y en su resurrección. Así pues, la fe, entendida como acto, sabe que está sostenida y que sólo es posible por la revelación y su contenido. La fe entendida como acto supone e incluye la fe en Jesucristo. Acto de fe y contenido de fe están, pues -tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento-, indisolublemente unidos.

Unidad entre el acto y el contenido de la fe

Por lo dicho hasta ahora podemos afirmar: así como la fe no es mero acto de considerar verdaderos determinados, textos o dogmas, tampoco es una credulidad sin contenido o indiferente frente a posibles contenidos. Para el Nuevo Testamento, es la aceptación decidida y total, por parte del hombre, del Dios que se reveló definitivamente en Jesucristo como Dios de los hombres. Sobre todo para Juan, el conocimiento de Dios y de Jesucristo es un elemento básico de la auténtica fe. En el cuarto evangelio, "creer" y "aceptar" a Cristo o "ir a Jesús" son expresiones ampliamente sinónimas (5,40; 6,35.37.44 s. 65; 7,37). En otros escritos del Nuevo Testamento, la palabra "fe" aparece, significativamente, en el contexto de la terminología misionera del cristianismo primitivo. La fe es aquí "terminus technicus" para expresar la respuesta al anuncio del evangelio; nace de la predicación, y por ello es obediencia a la palabra del anuncio, como Buena Noticia, de la actuación salvífica de Dios en Jesucristo (Rm/10/17). Por eso la fe puede ser desarrollada como doctrina ya en los escritos tardíos del Nuevo Testamento. Más aún, es transmitida ya en ellos en fórmulas fijas, unidas a la exhortación de atenerse fielmente a esta doctrina de la fe, transmitida de una vez por todas. Con ello queda libre el camino para el sentido que adquiere la palabra en los primeros Padres de la Iglesia y en los primeros concilios; unos y otros designan como "pistis" (fe) el anuncio de la fe y la doctrina de la fe de la Iglesia. En la carta a los Hebreos, el Nuevo Testamento resume ambos aspectos, el acto personal de mantenerse firme en la esperanza en Dios y el conocer y estar convencido de las realidades invisibles, no constatables: "La fe es mantenerse firme en lo que se espera, estar convencido de realidades que no se ven" (Hb/11/01).

FE/AG:Fue S. Agustín, el más importante Padre de la Iglesia de Occidente, quien formuló en conceptos claros la variedad de los datos bíblicos. Agustín distingue, en efecto, un doble uso del concepto "creer"; distingue entre el contenido de la fe ("fides quae creditur") y el acto de fe ("fides qua creditur"). Esta distinción fue fundamental para toda la tradición posterior. Desde luego, no debe entenderse como separación. La fe es siempre, al mismo tiempo, acto de fe y contenido de fe. El contenido sólo se tiene en la realización vital; la realización vital, a la inversa, siempre está referida al contenido, sostenida y animada por él. El acto de fe y el contenido de la fe constituyen un todo indivisible. Así lo enseña también el Vaticano II cuando describe la fe como entrega personal y total (acto de fe) al Dios que se revela en la palabra y en la acción y, como compendio de una y otra, en Jesucristo (contenido de la fe).

Esto es de gran importancia para los problemas actuales de la mediación de la fe. Pone de manifiesto que el verdadero problema es más profundo que la escasez, con frecuencia aterradora, de contenidos de fe. Los contenidos de la fe y del catecismo no han de menospreciarse ni descuidarse en absoluto, y menos aún en la situación actual. Pero sólo pueden ser transmitidos y recibidos adecuadamente cuando se logra suscitar de nuevo las actitudes fundamentales de la fe.

Actitudes fundamentales de la fe FE/ACTITUDES-FMS Por ello vamos a considerar primero el acto de fe en particular. En la escolástica y neoescolástica hubo una larga y agria polémica sobre si la fe es un acto del entendimiento o de la voluntad. La mayoría de los neoescolásticos, siguiendo a Tomás de Aquino, consideraron la fe primariamente como un acto del entendimiento. En consecuencia, la fe quedó determinada, primariamente como creer en la verdad de algo. No fue así en el neoprotestantismo, que, con F. Schleiermacher a la cabeza, consideró la fe como acto del sentimiento. Los modernistas católicos adoptaron esta determinación. Hoy vuelve a ser de actualidad allí donde el acento se pone unilateralmente en la experiencia personal de fe. Desde el punto de vista de la Biblia, todas las soluciones mencionadas son unilaterales. Para la Biblia la fe es un acto de toda la persona. No es ni sólo un acto del entendimiento que considera ciertas las verdades de la fe, ni una simple decisión de la voluntad, ni menos aún un sentimiento vacío de contenido. En el acto de fe convergen todas las potencias anímicas, entendimiento, voluntad y sentimiento. El acto de fe es una actitud existencial totalizadora que abarca todas las potencias del hombre, el entendimiento, la voluntad y el sentimiento. La fe significa afirmarse en Dios, fundar toda la existencia en Dios.

FE/APERTURA:La primera actitud fundamental de la fe es escuchar y percibir, abrirse y recibir. La fe no se puede hacer ni efectuar; hay que percibirla y recibirla. Sólo el hombre que esté abierto y se abra a lo distinto y lo nuevo del misterio de Dios, sólo el hombre que no considere inamovibles su visión de la realidad y sus actitudes, podrá llegar a la fe. Así pues, en segundo lugar, la fe está unida a la conversión respecto de los modos habituales de pensar y de actuar. La fe no se da sin desprenderse de antiguas seguridades, sin conversión y cambio. Esto puede ser un proceso muy doloroso; puede significar la renuncia a concepciones queridas y la disposición a la contrariedad y al conflicto. El que cree no baila sencillamente al son que le toca el mundo, no va hacia donde sopla el viento ni se deja llevar por la corriente. A la fe pertenece, en tercer lugar, la actitud de la esperanza, el abrirse valerosamente hacia lo nuevo. La fe es, pues, un camino que hay que recorrer, un aferrarse y fundamentarse en aquello que no se tiene todavía; es el coraje de quien lo examina todo, y por ello contraría a la persona de espíritu apocado.

En cuarto lugar, tal conversión y tal abandono esperanzado en Dios y en su palabra sólo es posible en un acto de confianza. Por ello la primera expresión de la fe no es: "Creo que...", sino "creo en ti". El creyente no puede responder al amor de Dios recibido en la confianza sino con amor. La fe es, en cierto modo, una declaración de amor a Dios. Por ello la palabra de Dios que llega al hombre conduce necesariamente a la palabra que el hombre dirige a Dios. La oración es, pues, la expresión más importante de la fe. Más aún, sin oración le falta aire a la fe; no es posible una fe sin oración . El amor, en quinto lugar, se torna necesariamente acción. Puesto que el creyente se sabe aceptado por Dios, también él puede aceptarse a sí mismo, a los demás y al mundo, de un modo nuevo. En este sentido dice la Escritura que la fe sin las obras del amor está muerta (/St/02/17). La fe no puede reducirse, por tanto, a una confesión de palabra; tiene que acreditarse en el servicio concreto al prójimo; tiene que producir frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí (Gál 5,22s). El creyente tiene que comprometerse por la dignidad humana, la justicia, la libertad y la paz; tiene que transformar, en la medida de sus posibilidades, la vida y el mundo. Finalmente, la fe no es, desde luego, acción, y menos aún activismo, sino tranquilidad y paz en Dios. La fe se acredita en la paciencia y la serenidad. En palabras de Pablo y de Ignacio de Loyola, la fe puede adaptarse a todo; a ella le importa sólo una cosa: que en todo sea Dios glorificado .

FE/CAMINO:La fe como camino

Muchos cristianos se sienten hoy incómodos con tales descripciones de la fe cristiana. Con mucha frecuencia experimentan su fe como fe que pregunta y que busca, y tienen dificultades con numerosas verdades de la fe. Se ven sacudidos por preguntas que les plantean la vida y la realidad. No se puede confundir este buscar y preguntar, cuando está humildemente abierto al conocimiento de la verdad, con un rechazo despótico y obstinado o con un aplazamiento vacilante de la opción por la fe, que constituye la verdadera duda de fe. Dejar mezquinamente abierta la adhesión a la verdad reconocida es, sin duda, rechazable. Pero hay que distinguir básicamente de ello el preguntar y estar abierto al conocimiento o al pleno conocimiento de la verdad.

La búsqueda sincera y concienzuda de la verdad es incluso una posibilidad interna de la fe. La fe pertenece, en efecto, a la situación de peregrino del hombre y se dirige al Dios que es siempre mayor. Esto excluye toda actitud presuntuosa y arrogante que se cierra frente a preguntas y problemas, como si fueran contrarios a la dinámica interna de la fe; esto no sería una fe especialmente consumada, sino una forma atrofiada de la verdadera fe, escasa disposición para aprender y falta de apertura frente al misterio siempre mayor de Dios. La fe no es, pues, una postura fija e inamovible, sino un camino. Por ello no sólo hay un camino que conduce a la fe, sino también un camino en la fe misma. También en la fe es válida la ley de los pasos.

El apóstol Pablo habla de un crecimiento en la fe (2Co/10/15). La fe está bajo la ley de todo ser viviente: quiere crecer. Pararse sería, también en la fe, un retroceso que conduciría a la atrofia y, finalmente, a la muerte de la fe. Por ello los maestros de la vida espiritual han impartido siempre, del tesoro de su experiencia de fe, consejos sobre cómo se puede proteger y cultivar la fe para que eche en nosotros raíces profundas y dé frutos abundantes.

El crecimiento de la fe requiere, sin duda, el estudio de la fe, sobre todo la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura. No se puede amar lo que no se conoce. Y a la inversa: un conocimiento profundo de las riquezas de la fe fortalecerá la alegría por la fe y la alegría en la fe. Ayudará también a afrontar las objeciones contra la fe y a no dejarse intimidar por ellas. Así pues, el ideal no es la fe desinformada del carbonero, sino la fe informada e instruida. Es, en efecto, la fe misma la que busca entender y procura llegar a una penetración interna de lo que cree.

FE/PRAXIS:Pero contribuye aún más a la consolidación y al crecimiento de la fe la praxis, la realización consciente de la fe. Antes se recomendaba suscitar de forma incesante y hacer de manera consciente el acto de fe. Cuando no tiene lugar este recuerdo e interiorización, la fe dormita y acaba extinguiéndose. Por eso la fe necesita tiempos y espacios de tranquilidad y de reflexión: pero necesita igualmente una cierta regularidad y orden. La autoexpresión de la fe no se produce, desde luego, sólo en la tranquilidad y en la interioridad del corazón; se produce igualmente en el diálogo y en el intercambio con otros, así como en el testimonio de la fe ante otros. Sólo en el lenguaje y en la comunicación adquieren nuestros pensamientos y decisiones su forma definitiva; sólo en la acción se configura la fe.

Finalmente, no hay vida, y menos aún crecimiento en la fe, sin la acción de dirigirse a Dios y hablar con él, tanto en la oración privada como en la comunitaria. Puesto que el acto de fe se dirige, en último término, total y exclusivamente a Dios, la oración es incluso el alma y la respiración de la fe. Sin la oración, le falta el alimento a la fe; sin oración no le llega aire fresco, y termina ahogándose. En la oración tendremos que pedir incesantemente el don y la fuerza del Espíritu Santo. Porque, en último término, tanto la fe como el crecimiento en la fe son puro don y pura gracia.

Muchos santos han descrito detalladamente este camino de la fe. Al hacerlo han explicado que no es una calzada ancha y cómoda, sino un camino estrecho y escarpado (Mt 7, 13s). Es un camino de purificación y de conversión constante, de renuncias con frecuencia dolorosas y de nuevos y decididos comienzos. Este camino, como atestigua la experiencia común de todos los santos, pasará siempre por el desierto de la sequedad interior. Quien sólo busca vivencias, está todavía demasiado pendiente de sí mismo y no ha encontrado aún la generosidad del amor, que se funda en la fe. Así, la experiencia del desierto es incluso fundamental para el crecimiento en la fe. El camino de la fe es, en definitiva, un camino que se hace con paciencia y con la fidelidad cotidiana. Experiencias extraordinarias pueden darse aquí y allá; pero lo verdaderamente extraordinario consiste en hacer lo ordinario con extraordinaria fidelidad. Sólo así es posible una lenta ascensión y la penetración e iluminación cada vez más profundas en la fe, hasta llegar a la tranquilidad interna y a la paz interna en Dios.

Semejante fe en esperanza y amor es un camino largo que dura toda la vida. Es el camino del seguimiento de Jesucristo, que es al mismo tiempo el contenido totalizador de la fe.

(Págs. 52-65)

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WALTER KASPER
LA FE QUE EXCEDE TODO CONOCIMIENTO
SAL TERRAE Col. ALCANCE 42.SANTANDER-1988