VII. - El Don de Temor de Dios



El don de temor de Dios. es la disposición común que el Espíritu Santo pone en el alma para que se porte con respeto delante de la majestad de Dios y para que, sometiéndose a su voluntad, se aleje de todo lo que pueda desagradarle.

El primer paso en el camino de Dios, es la huida del mal, que es lo que consigue este don y lo que le hace ser la base y el fundamento de todos los demás. Por el temor se llega al sublime don de la sabiduría. Se empieza a gustar de Dios cuando se le empieza a temer, y la sabiduría perfecciona recíprocamente este temor. El gusto de Dios hace que nuestro temor sea amoroso, puro y libre de todo interés personal.

Este don consigue inspirar al alma los siguientes efectos: primero, una continua moderación, un santo temor y un profundo anonadamiento delante de Dios.

Segundo un gran horror de todo lo que pueda ofender a Dios y una firme resolución de evitarlo aun en las cosas más pequeñas.

Tercero, cuándo se cae en una falta, una humilde confusión.

Cuarto una cuidadosa vigilancia sobre las inclinaciones desordenadas, con frecuentes vueltas sobre nosotros mismos para conocer el estado de nuestro interior y ver lo que allí sucede contra la fidelidad del perfecto servicio de Dios.

Es una gran ofuscación pensar - como algunos que después de hacer una confesión general, no sea necesario tener tanto escrupulo de evitar luego los pecados pequeños, las imperfecciones insignificantes, los menores desórdenes del corazón y sus primeros movimiento.

Los que por una secreta desesperanza de una mayor perfección hacen esto con ellos mismos, generalmente inspiran a los demás iguales sentimientos y siguen la misma pauta floja con las almas que dirigen: en lo cual se equivocan Lamentablemente. Debemos tener tal delicadeza de conciencia, tan gran cuidado y exactitud que no nos perdonemos la menor falta y combatamos y cercenemos hasta los menores desarreglos de nuestro corazón. Dios merece que se le sirva con esta perfecta fidelidad; para ello nos ofrece su gracia : a nosotros nos toca cooperar.

No llegaremos nunca a una perfecta pureza de conciencia, si no vigilamos de tal manera todos los movimientos de nuestro corazón y todos nuestros pensamientos, que no se nos escape apenas nada de que no podamos dar cuenta a Dios y que no tienda a conseguir su gloria ; tanto que, tomando por ejemplo un plazo de ocho días, no se nos escapen sino muy poquitas cosas exteriores o actos internos que no tengan la gracia por principio. Y que si se nos cuelan algunos, sea sólo por sorpresa y por breves momentos, estando nuestra voluntad tan íntimamente unida con Dios que los reprima en el momento mismo en que se da cuenta.

Es raro conseguir la plena victoria sobre nuestros movimientos desordenados: casi nunca llegamos a dominar uno tan perfectamente que no se nos escape algo o que no nos quede aún un poco, ya sea por falta de atención o defecto de una resistencia suficientemente enérgica. Una de las mayores gracias que Dios nos hace en esta vida y que nosotros debemos pedir más, es la de vigilar de tal forma nuestro corazón que no se nos infiltre en él ni el menor movimiento irregular sin que lo percibamos y lo corrijamos prontamente. Todos los días se nos escapan una infinidad que no conocemos.

Cuando uno se da cuenta de haber cometido un pecado, debe arrepentirse en seguida y hacer un acto de contrición, para evitar que este pecado impida las gracias siguientes, lo que sucederá indefectiblemente; si se deja de hacer penitencia.

Algunos no necesitan da hacer examen particular porque no cometen ni la menor falta sin que sea prontamente apercibida y reprimida, pues caminan siempre bajo la luz del Espíritu Santo que los conduce. Éstos son raros, y hacen, por así decirlo, un examen particular de todo.

El espíritu de temor puede también llegar al exceso, y entonces es perjudicial al alma e impide las comunicaciones y los afectos que el amor divino operaría en ella si no la encontrase en la estrechura y en la frialdad del temor.

El vicio opuesto al temor de Dios es el espíritu de orgullo, de independencia y de libertinaje: éste hace que no se quieran seguir sino las propias inclinaciones, sin soportar ninguna sujeción ; se peca sin escrúpulo y no se tienen en cuenta las faltas pequeñas; se está delante de Dios con poco respeto y se cometen irreverencias en su presencia ; se desprecian sus inspiraciones; se descuidan las ocasiones de practicar la virtud, y se vive en el relajamiento y en la tibieza.

Se dice que un pensamiento inútil, una palabra dicha sin pensar, una acción hecha sin dirigir la intención, es poca cosa. Esto sería cierto si estuviésemos en un estado puramente natural ; pero estando como estamos elevados a un estado sobrenatural, conseguido por la preciosa sangre del Hijo de Dios; considerando que a cada instante de nuestra vida responde toda una eternidad y que la menor de nuestras acciones merece la posesión o la privación de la gloria, que siendo eterna en su duración es en cierta manera infinita ; debemos confesar que todos los días tenemos pérdidas inconcebibles por nuestra negligencia y dejadez, a falta de una perpetua conversión de nuestro corazón a Dios.

Persuadámonos de una vez en las acciones exteriores, a las que damos tanta importancia, no son más que el cuerpo, y que la intención y el interior, es el alma.

No se sabe hasta que punto es incalculablemente peligroso el camino de la tibieza. Durante toda nuestra vida debemos recordar que Dios soporta durante algún tiempo los pecados que se cometen sin escrúpulo : mas si se persiste en ellos, por un justo castigo de Dios, o se cae en un pecado manifiestamente mortal, o se encuentra uno envuelto en un fastidioso asunto o se ve infamado por una calumnia que no tenía razón de ser, pero que Dios ha permitido para corregir alguna otra falta en la que no se pensaba.

San Efrén, en su juventud, encerrado en la cárcel por un crimen supuesto, se quejaba a Dios, y queriéndole demostrar su inocencia, parecía acusar a la Providencia de haberle olvidado. Se le apareció un ángel y le dijo: ¿No recordáis el daño que hicisteis tal día a un pobre aldeano matándole la vaca a pedradas? ¿Qué penitencia habéis hecho y qué satisfacción habéis dado? Dios os sacará de aquí, pero no antes de quince días. Además, que no sois el único a quien Dios trata así, pues algunos de los que aquí están son inocentes de los crímenes que les atribuyen; mas han hecho otros que la justicia humana ignora y que la divina quiere castigar: los jueces los castigaron por crímenes que no habían cometido ; y Dios permitirá que sean ejecutados para castigar los crímenes secretos que sólo Él conoce. Los juicios de Dios son terribles: hemos sido llamados a un grado de perfección, y si después de habernos esperado tanto tiempo, ve que continuamente le resistimos, nos priva de las gracias que nos tenía dispuestas, nos quita las que ya nos había dado y algunas veces hasta la misma vida ; adelantándonos la muerte por el temor de que lleguemos a caer en una desgracia mayor. Esto es lo que sucede con frecuencia a los religiosos que viven tibia y negligentemente.

A este don de temor pertenece la primera bienaventuranza : bienaventurados los pobres de espíritu (1): la desnudez de espíritu que comprende el despego total del afecto a los honores y a los bienes temporales se sigue necesariamente del perfecto temor de Dios ; siendo éste el mismo espíritu que nos lleva a someternos plenamente Dios y a no estimar más que a Dios, despreciando todo lo demás, no permite que nos elevemos ni delante de nosotros mismos buscando nuestra propia excelencia, ni por encima de los demás buscando las riquezas y las comodidades temporales.

Los frutos del Espíritu Santo que corresponden a esta don son los de modestia, templanza y castidad. El primero, porque nada ayuda tanto a la modestia como el temeroso respeto a Dios que el espíritu de temor filial inspira ; y los otros dos, porque al quitar o moderar las comodidades de la vida y las placeres del cuerpo, contribuyen con el don de temor a refrenar la concupiscencia.

Cortesía de http://www.xs4all.nl/~trinidad/dones/sabiduria.html
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL