Virginidad
EnciCato
Moralmente, la virginidad significa la referencia por la integridad corporal, la
cual es inspirada por un motivo virtuoso. Así entendida, es común a ambos sexos
y puede existir en una mujer incluso después de haber sido cometido una
violación corporal cometida contra su voluntad. Físicamente, implica una
integridad física, evidencia visible de la cual solo existe en las mujeres. La
Fe Católica nos enseña que Dios milagrosamente conservó esta integridad física
en la Santísima Virgen María, incluso durante y después de haber dado a luz (ver
Pablo IV, “Cum quorundam,” 7 de agosto de 1555). Hay dos elementos en la
virginidad: el elemento material, esto es, la ausencia, en el pasado y el
presente, total y voluntariamente de delectación, ya sea por lujuria o por el
legítimo uso del matrimonio; y el elemento formal, que es la firme resolución de
abstenerse para siempre de placer sexual. Debe notarse, por un lado, que la
virginidad material no es destruida por todos y cada uno de los pecados contra
el sexto o el noveno mandamientos y por el otro lado, que la resolución de
virginidad se extiende más allá de la mera preservación de la integridad
corporal, puesto que si se restringiera a la virginidad material, la resolución,
por lo menos fuera del estado conyugal, podría coexistir con deseos viciosos y
no podría entonces ser virtuosa.
Ha sido cuestionado si es que existe una virtud especial de la virginidad y, a
pesar de la respuesta afirmativa de algunos autores y del texto de Santo Tomás,
II-II:152:3, cuya afirmación no puede ser tomada literalmente, la pregunta debe
ser contestada de manera negativa. Formalmente, la virginidad no es sino el
propósito de mantenerse perpetuamente en castidad de aquél quien se abstiene de
los placeres sexuales. Ordinariamente este propósito es inspirado por una virtud
superior a la castidad, el motivo puede ser religioso o apostólico. Entonces las
virtudes superiores de caridad o religión ennoblecen este propósito y le
comunican su propia belleza, pero no debemos encontrar en él esplendor o mérito
alguno de otra virtud. La resolución de virginidad es generalmente ofrecida a
Dios en la forma de un voto. El consejo de castidad se da expresamente en el
Nuevo Testamento, primero en Mt. 19, 11s, donde Cristo, luego de recordarles a
Sus discípulos que además de aquéllos que son inadecuados para el matrimonio por
naturaleza o debido a una mutilación inflingida por otros, hay otros que hacen
el mismo sacrificio por el reino de los cielos, les recomienda imitar a éstos
últimos. “El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba.” La tradición siempre
ha entendido este texto en el sentido de una profesión de perpetua continencia.
Sn. Pablo de nuevo, hablando (1 Cor. 7, 25-40) como un fiel predicador de la
doctrina del Señor, formalmente declara que el matrimonio es permisible, pero
que sería mejor seguir su consejo y permanecer soltero; y da sus rezones, además
de las consideraciones correspondientes a la época, da como razón general que el
hombre casado “tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo agradar a su
mujer;” mientras que el que permanece sin esposa, dirige todo su cuidado a su
propia santificación corporal y espiritual y está en libertad de dedicarse a la
oración.
La Iglesia, siguiendo esta enseñanza de San Pablo, siempre ha considerado el
estado de virginidad o celibato preferible en sí mismo al estado de matrimonio y
el Concilio de Trento (Ses. XXIV, Can. 10) pronunció un anatema contra la
doctrina opuesta. Algunos herejes del siglo XVI en tendieron las palabras de
Cristo, “para el reino de los cielos,” en el texto antes citado de Sn. Mateo,
como aplicables a la enseñanza del Evangelio; pero el contexto, especialmente el
versículo 14, en el cual “el reino de los cielos” claramente significa
claramente la vida eterna y el pasaje citado de Sn. Pablo refuta suficientemente
esa interpretación. La razón confirma la enseñanza de la Sagrada Escritura. El
estado de virginidad significa una victoria señalada sobre los apetitos bajos y
una emancipación de los problemas terrenales, lo cual deja al hombre en libertad
de dedicarse al servicio de Dios. Aunque una persona virgen puede fallar en
corresponder a las sublimes gracias de su estado y pueda ser inferior en mérito
que una persona casada, la experiencia otorga testimonio de los maravillosos
frutos espirituales producidos por el ejemplo de aquellos hombres y mujeres que
emulan la pureza de los ángeles.
Esta perfecta integridad del cuerpo, sublimada por un propósito de castidad
perpetua, produce un parecido especial a Cristo y crea un título a una de las
tres “aureolæ,” que mencionan los teólogos. De acuerdo con la enseñanza de Sto.
Tomás (Suplemento, 96) estas “aureolæ” son recompensas particulares añadidas a
la felicidad esencial de la eternidad y son como muchas ramas de laurel,
coronando tres victories conspicuas y tres puntos especiales que recuerdan a
Cristo: la victoria sobre la carne en la virginidad, la victoria sobre el mundo
en el martirio y la victoria sobre el diablo en la predicación de la verdad. El
texto de Sn. Juan (Ap. 14, 1-5) es a menudo entendido de los vírgenes y el
cántico que solo ellos pueden entonar ante el trono denota la “aureola” que les
es dada solo a ellos. Es muy probable que las palabras en el versículo cuarto
“Estos son los que no se contaminaron con mujeres, pues son vírgenes,” hable
realmente de vírgenes, a pesar de que hay otras interpretaciones; tal vez,
aquéllos quienes “fueron redimidos de entre los hombres como primicias para Dios
y para el Cordero; y en su boca no fue hallada mentira” (loc. cit. 4, 5) son los
mártires; son declarados sin mancha, como en un capítulo anterior (7, 14); se
dice que “han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del
Cordero.”
En el artículo MONJAS se muestra como las vírgenes cristianas han sido una de
las glorias de la Iglesia desde los primeros tiempos y cuán antigua es la
profesión de la virginidad. Bajo VIDA RELIGIOSA se trata la dificultad de probar
la estricta obligación de perseverancia antes del siglo V, cuando descubrimos la
carta de Inocencio Y (404) a Vitricio (Caps. 13 y 14). Incluso en un periodo aún
más antiguo, el Obispo presidía la ceremonia de vestido y la consagración de las
monjas se convirtió en un rito sacramental, en el cual las oraciones y
bendiciones de la Iglesia se añadían a las oraciones y méritos de aquéllos que
se presentaban a sí mismas con el fin de obtener la gracia de la fidelidad en su
sublime profesión. En el siglo IV no había una edad fija para la consagración;
las vírgenes se ofrecían relativamente jóvenes a los diez o doce años. Así como
había infantes ofrecidos por sus padres para la vida monástica, había niños
consagrados a la castidad desde antes de su nacimiento o muy poco después de
éste. Subsecuentemente se determinaría que no podría realizarse la consagración
antes de los veinticinco años.
Desde el siglo IV las vírgenes usaron un modesto vestido de color oscuro; se
requería que se dedicaran a la oración (la liturgia de las horas), trabajos
manuales y una vida ascética. Luego del siglo VIII, dado que el encierro fue la
regla general para las personas dedicadas a Dios, la razón para la consagración
especial de personas, ya protegidas por los muros del monasterio y por su
profesión religiosa dejó de existir. Faltas secretas cometidas antes o incluso
luego de haber entrado al monasterio llevaron a preguntas que eran de naturaleza
muy delicada y la cual fue sujeto de controversia. ¿Debía quien había perdido su
virginidad revelar el hecho pagando el precio de su reputación? ¿era suficiente
presentarse como virgen para poder recibir la consagración? La ceremonia se fue
volviendo más y más rara, aunque seguía habiendo ejemplos en los siglos XIII y
XIV; pero no fue practicada en las órdenes mendicantes. San Antonio la conocía
en el siglo XV y San Carlos Borromeo trató, en vano, de revivirla en el XVI.
Únicamente las abadesas recibían la bendición solemne.
La pérdida de la virginidad es irreparable. “Te lo digo sin duda,” escribe Sn.
Jerónimo a Sn. Eustoquio, n. 5 (P.L., XXII, 397) “que a pesar de que Dios es
todopoderoso, no puede restaurar una virginidad que ha sido perdida.” El
arrepentimiento sincero, sin embargo, restaura la virtud y el derecho a la
aureola. Antiguamente la virginidad era requisito necesario para la entrada a
algunos monasterios. Actualmente, si bien no es la regla general, es posible que
las personas que ya hayan estado casadas ingresen a una orden religiosa.
A. VERMEERSCH
Transcrito por Christine J. Murray
Traducido por Antonio Hernández Baca