Sacramento de la Penitencia
EnciCato
Penitencia es un sacramento de la Nueva Ley instituida por Cristo donde es
otorgado perdón por los pecados cometidos luego del bautismo a través de la
absolución del sacerdote a aquellos que con verdadero lamento confiesan sus
pecados y prometen dar satisfacción por los mismos. Es llamado un “sacramento” y
no una simple función o ceremonia porque es un signo interno instituido por
Cristo para impartir gracia al alma. Como signo externo comprende las acciones
del penitente al presentarse al sacerdote y acusarse de sus pecados, y las
acciones del sacerdote al pronunciar la absolución e imponer la satisfacción.
Todo este procedimiento es usualmente llamado, por una de sus partes,
“confesión” y se dice que ocurre en el “tribunal de penitencias”, porque es un
proceso judicial en el cual el penitente es al mismo tiempo acusador, la persona
acusada y el testigo, mientras que el sacerdote pronuncia el juicio y la
sentencia. La gracia conferida es la liberación de la culpa del pecado y, en el
caso del pecado mortal, de su castigo eterno; por lo tanto, también
reconciliación con Dios, justificación. Finalmente, la confesión no es realizada
en el secreto del corazón del penitente tampoco a un seglar como amigo y
defensor, tampoco a un representante de la autoridad humana, sino a un sacerdote
debidamente ordenado con la jurisdicción requerida y con el “poder de llaves” es
decir, el poder de perdonar pecados que Cristo otorgó a Su Iglesia. A través de
explicaciones más exhaustivas, es necesario corregir ciertos puntos de vista
errados en relación a este sacramento el cual no sólo no representan fielmente
la actual práctica de la Iglesia sino que además lleva a una falsa
interpretación de la declaración teológica y la evidencia histórica. Por todo lo
dicho, debemos aclarar:
· La penitencia no es una mera invención humana inventada por la Iglesia para
asegurar su poder sobre las conciencias o para aliviar la tensión emocional de
las almas atribuladas; es el medio ordinario establecido por Cristo para el
perdón de los pecados. El hombre es sin dudas, libre de obedecer o desobedecer,
pero una vez que ha pecado, debe buscar el perdón no bajo condiciones de su
propia elección sino sobre aquellos que Dios ha determinado, y estos para el
cristiano están sintetizados en el Sacramento de Penitencia.
· Ningún católico cree que un sacerdote es simplemente un hombre individual, sin
embargo pío o aprendido, tiene poder para perdonar los pecados. Este poder
pertenece sólo a Dios; pero El puede y de hecho ejercita su poder a través de la
administración de los hombres. Dado que El ha considerado adecuado ejercitarlo
por medio de este sacramento, no se puede decir que la Iglesia o sus sacerdotes
interfieren entre el alma y Dios; por el contrario, la penitencia es la remisión
del único obstáculo que mantiene al alma alejada de Dios.
· No es verdad que para el católico el mero “relatar los pecados propios” es
suficiente para obtener el perdón. Sin un sincero lamento y propósito de
enmienda la confesión no sirve para nada, el pronunciamiento de la absolución no
tiene efecto y la culpa del pecador es aún mayor que antes.
· Dado que este sacramento en tanto dispensa de la Divina misericordia, facilita
el perdón de los pecados, no significa que hace al pecado menos odioso o sus
consecuencias menos terribles a la mente Cristiana; implica mucho menos permiso
para cometer el pecado en el futuro. Al pagar deudas ordinarias por ejemplo en
cuotas mensuales, la intención de contraer nuevas deudas con el mismo acreedor
es perfectamente legítimo; una intención similar por parte de quien confiesa sus
pecados no sólo estaría mal en sí mismo, sino que anularía el sacramento e
impide el perdón de los pecados allí confesados.
· Suficientemente extraño, se escucha a menudo el cargo opuesto, es decir, que
la confesión del pecado es intolerable y duro y por lo tanto ajeno al espíritu
de la Cristiandad y el cuidado tierno de su Fundador. Pero esta visión, en
primer lugar, no considera el hecho que Cristo, aunque es piadoso es también
justo y exigente. Más aún, aunque la confesión pueda ser dolorosa o humillante
es una pena liviana por la violación de la Ley de Dios. Finalmente, aquellos que
están preocupados de su salvación no consideran la penalidad demasiado grande si
ellos pueden recuperar la amistad de Dios.
Ambas acusaciones, de gran indulgencia como de gran severidad, proceden, por
regla general, de quienes no tienen experiencia con el sacramento y solo tienen
ideas vagas de lo que enseña la Iglesia o del poder de perdonar pecados que la
Iglesia recibió de Cristo.
I. La enseñanza de la Iglesia
II. El Poder de perdonar los pecados
III. Creencias y Prácticas de la Iglesia Antigua
IV. Ejercicio del Poder
V. Materia y Forma
VI. Efecto
VII. El Ministro (es decir, el Confesor)
VIII. Recipiente (i.e., el Penitente)
IX. Contrición y Atrición
X. Confesión (Necesidad)
XI. Confesión (Varios tipos)
XII. Creencia y Práctica Tradicional
XIII. En la edad Media
XIV. Los pecados que deben ser confesados
XV. Satisfacción
XVI. Sello de confesión
XVII. Penitencia Pública
XVIII. En las Iglesias britanicas e irlandesas
XIX. En la iglesia anglo-sajona
XX. Utilidad de la confesión
I. La enseñanza de la Iglesia
El Concilio de Trento (1551) declara:
Como medio para recuperar la gracia y la justicia, la penitencia ha sido
necesaria en todos los tiempos para aquellos que han desnudado sus almas con
cualquier pecado mortal...Antes de la venida de Cristo, la penitencia no era un
sacramento, tampoco lo era desde que El la tornó sacramento para aquellos que no
están bautizados. Pero el Señor entonces instituyó principalmente el Sacramento
de Penitencia cuando, al ser levantado de la muerte, sopló sobre Sus discípulos
diciendo:”Reciban el Espíritu Santo. Aquellos cuyos pecados sean olvidados, les
serán olvidados y aquellos cuyos pecados les sean retenidos, les serán
retenidos” (Juan 30, 22-23). Por cuya acción tales señales y palabras con claro
consentimiento de todos los Padres siempre fue entendido que el poder de
perdonar y retener pecados era comunicado a los Apóstoles y a sus debidos
sucesores, para la reconciliación del creyente que ha caído luego del bautismo.
(Sesión XIV, c.I).
Más adelante, el concilio declara expresamente que Cristo dejó a los sacerdotes,
Sus propios vicarios, como jueces (praesides et judices), sobre quienes todos
los crímenes mortales en los que el creyente puede caer, deban ser revelados
para que, de acuerdo con el poder de llaves, puedan pronunciar una sentencia de
perdón o retención de los pecados (Ses. XIV, c.V.)
II. El Poder de perdonar los pecados.
Es digno de atención que la fundamental objeción tan a menudo erguida contra el
Sacramento de Penitencia fue pensada primero por los Escribas cuando Cristo dijo
al hombre enfermo de parálisis: “Tus pecados han sido perdonados” “Y habían
algunos de los escribas sentados allí y pensando en sus corazones: ¿Porqué este
hombre habla así? Ha blasfemado, ¿Quién sino Dios puede perdonar los pecados?”
Pero Jesús viendo sus pensamientos les dijo: “¿Qué es mas fácil decir al enfermo
de parálisis: Tus pecados han sido perdonados, o decir, Levántate toma tu cama y
camina? Porque deben saber que el Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para
perdonar los pecados (le dijo al enfermo de parálisis) te digo: Levántate toma
tu cama y vete a tu casa (Marcos 2, 5-11; Mat. 9, 2-7). Cristo realizó un
milagro para mostrar que El tenía poder para perdonar los pecados y que su poder
podía ser ejercido no sólo en el Cielo, sino también en la tierra. Más aún, este
poder, El lo transmitió a Pedro y a los otros Apóstoles. A Pedro Le dijo: “Y te
daré a ti, las llaves del reino de los Cielos. Y lo que sea que atares en la
tierra, será atado en el Cielo; y lo que sea que desates en la tierra, será
desatado en el Cielo” (Mateo 16, 19). Luego, le dijo a todos los Apóstoles: “De
cierto os digo que todo lo que ligareis en la tierra, será ligado en el cielo; y
todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en el cielo.” (Mat. 18, 18)
En cuanto al significado de estos textos, debe ser notado:
· El “atar” y “desatar” no se refieren a lo físico sino a los lazos espirituales
o morales dentro de los cuales el pecado está ciertamente incluido; más aún
porque
· el poder otorgado aquí es ilimitado – “lo que sea que atares....lo que sea que
desatares”;
· el poder es judicial es decir, los Apóstoles están autorizados a atar y a
desatar;
· ya sea que aten o desaten su acción es ratificada en el cielo. Al sanar al
hombre paralizado Cristo declaró que “el Hijo del hombre tiene poder en la
tierra para perdonar los pecados; aquí El promete que lo que éstos hombres, los
Apóstoles, aten o desaten en la tierra, Dios en el cielo también lo atará y
desatará. (Cf. Ver también PODER DE LLAVES).
Pero, como el Concilio de Trento declara Cristo principalmente instituyó el
Sacramento de Penitencia luego de Su Resurrección, un milagro aún mayor que el
sanar a un enfermo. “Así como el Padre me ha enviado, así también los envío yo.
Una vez que dijo esto, suspiró sobre ellos; y les dijo: Reciban el Espíritu
Santo, Aquellos a quienes les perdonen los pecados, se les perdonarán; y
aquellos pecados que les sean retenidos, les serán retenidos (Juan 20, 21-23)
Dado que el sentido de éstas palabras es bastante obvio, se deben considerar los
siguientes puntos:
· Aquí Cristo reitera en términos generales – “pecados” “perdón” “retener” – lo
que El ha previamente declarado en lenguaje figurativo “atar” y “desatar” de tal
forma que este texto especifico y distintamente se aplica al pecado, el poder de
desatar y de atar.
· El introduce el otorgamiento del poder al declarar que la misión de los
Apóstoles es similar a aquel que El ha recibido del Padre y que El ha cumplido:
“así como el Padre me ha enviado”. Ahora, fuera de toda duda, El vino al mundo a
destruir el pecado y que en varias ocasiones El explícitamente perdonó pecados
(Mat. 9, 2-8; Luc. 5, 20; 7, 47; Apoc. 1, 5) por lo tanto, el perdón de los
pecados está incluido en la misión de los Apóstoles.
· Cristo no solo declaró que los pecados fueran perdonados, sino que real y
actualmente los perdonó; por lo tanto, a los Apóstoles les fue dado el poder no
meramente para anunciar al pecador que sus pecados son perdonados sino para
otorgarle a él el perdón “Uds. Perdonarán aquellos pecados”. Si su poder fuera
limitado a la declaración “Dios los perdona” habrían necesitado una revelación
especial en cada caso para hacer la declaración válida.
· El poder es doble – de perdonar y de retener i.e. a los Apóstoles no se les
dijo que otorgaran o retuvieran el perdón indiscriminadamente; deben actuar
judicialmente, perdonando o reteniendo de acuerdo a lo que el pecador merece.
· El ejercicio de este poder en cualquier forma (perdonando o reteniendo) no es
restrictivo: no se hacen ni se sugieren distinciones entre tipos de pecados, o
entre una clase de pecadores y todo el resto: Cristo simplemente dijo: “cuyos
pecados”.
· La sentencia pronunciada por los Apóstoles (remisión o retención) es también
una sentencia de Dios “son perdonados...son retenidos”.
Es por lo tanto claro de las palabras de Cristo que los Apóstoles tenían el
poder de perdonar pecados. Pero esta no era una prerrogativa personal que se
borraba con sus muertes; era otorgada a ellos en su capacidad oficial y por lo
tanto como una institución permanente en la Iglesia – no menos permanente que la
misión de enseñar y bautizar a todas las naciones. Cristo proveyó que incluso
aquellos que recibieron la fe y el bautismo, ya sea durante la vida de los
Apóstoles o después, podían caer en el pecado y por lo tanto necesitarían el
perdón para ser salvos. El entonces, tenía la intención que el poder para
perdonar fuera transmitido desde los Apóstoles a sus sucesores y que pueda ser
usado en tanto hubieran pecadores en la Iglesia y esto significa, hasta el fin
de los tiempos.
Es verdad que también a través del bautismo, los pecados son perdonados, pero
esto no garantiza la visión que el poder para perdonar sea simplemente el poder
para bautizar. En primer lugar, como aparece en los textos citados mas arriba,
el poder de perdonar es también poder de retener; su ejercicio involucra una
acción judicial. Pero tal acción no está implícita en la comisión del bautismo
(Mat., 28, 18-20); de hecho, tal como lo afirma el Concilio de Trento, la
Iglesia no juzga a aquellos que aún no son miembros de la Iglesia y la membresía
se obtiene a través del bautismo.
Más aún, el bautismo, dado que es un nacimiento nuevo, no puede repetirse, en
donde el poder de perdonar pecados (penitencia) es para ser usado tan seguido
como el pecador lo necesite. Por lo tanto, la condenación, por el mismo
Concilio, de cualquiera “que, confundiendo los sacramentos, pueda decir que el
bautismo es en sí mismo, el Sacramento de Penitencia, como si estos dos
sacramentos no fueran distintos y como si la penitencia no fuera llamada en
derecho el segundo tablón luego del naufragio” (Ges. XIV, can. 2 de sac. poen.).
Estos pronunciamientos fueron dirigidos contra la enseñanza del Protestantismo
que sostiene que la penitencia es una especie de bautismo repetido; y como el
bautismo no produce un perdón real de pecados sino sólo uno externo que cubre el
pecado sólo a través de la fe, lo mismo, se alegó, debe ser el caso con la
penitencia.
Esto, entonces, como sacramento, es superfluo; la absolución es solo una
declaración que el pecado es perdonado a través de la fe y la satisfacción no es
necesaria porque Cristo la satisfizo una vez por todos los hombres. Esta fue la
primera eliminación y negación radical del Sacramento de Penitencia. Algunas de
las sectas más antiguas han declarado que solo los sacerdotes en estado de
gracia pueden validamente absolver, aunque no han negado la existencia del poder
para perdonar. Durante todos los siglos anteriores, la creencia Católica en este
poder ha sido tan clara y fuerte que para dejarla fuera, el Protestantismo
estuvo obligado a atacar la Constitución misma de la Iglesia y rechazar todo el
contenido de la Tradición.
III. Creencias y Prácticas de la Iglesia Antigua.
Entre las proposiciones modernas condenadas por Pío X en el Decreto "Lamentabili
sane" (3 Julio de 1907) se encuentra lo siguiente:
· “En la Iglesia primitiva, no existía un concepto de la reconciliación del
pecador Cristiano por la autoridad de la Iglesia, aunque la Iglesia a través de
pequeños grados fue creciendo en el hábito a este concepto. Más aún, incluso
luego que la penitencia, fuera reconocida como una institución de la Iglesia, no
era llamada por el nombre del sacramento, porque era vista como un sacramento
odioso.” (46)
· “Las palabras del Señor: “Recibid el Espíritu Santo. 23 A quienes remitiereis
los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les quedan
retenidos.” (Juan 20, 22, 23) no se refieren de ninguna manera al Sacramento de
Penitencia sea lo que fuere lo que los Padres de Trento tuvieron a bien afirmar”
(47).
De acuerdo al Concilio de Trento, el consenso de todos los Padres siempre fue
que entendieron aquellas palabras de Cristo recién citadas, el poder de perdonar
y retener pecados como comunicado a los Apóstoles y sus sucesores legales (Ses.
XIV, c.i) Es por lo tanto doctrina Católica que la Iglesia desde sus primeros
tiempos creyó en el poder de perdonar pecados como otorgado por Cristo a los
Apóstoles. Tal creencia, de hecho fue claramente inculcada por las palabras con
las cuales Cristo otorgó el poder, y hubieran sido inexplicables a los primeros
cristianos si cualquiera que profesaba fe en Cristo haya cuestionado la
existencia de ese poder en la Iglesia. Pero si, muy por el contrario, suponemos
que tal creencia no existía desde el principio, nos encontramos con una
dificultad aún mayor: la primera mención de ese poder habría sido visto como una
innovación tanto innecesaria como intolerable; habría demostrado poca sabiduría
práctica de parte de aquellos que trataron de llevar a los hombres a Cristo y
habría levantado una protesta o conducido a un cisma el cual habría ciertamente
quedado registrado tan claramente como lo hicieron divisiones más tempranas por
materias de menor importancia. Pero tal registro no se ha encontrado; incluso
aquellos quienes pensaron en limitar el poder en sí mismo, presuponían su
existencia y el mismo intento de limitación los colocó en oposición con la
creencia Católica prevalente. Volviendo a la evidencia en un tono positivo,
debemos notar que las declaraciones de cualquiera de los Padres o escritores
eclesiásticos ortodoxos en relación a la penitencia, presentan no meramente sus
propias visiones personales, sino que, la creencia comúnmente aceptada; y más
aún, que la creencia que registran no era una novedad en sus tiempos, sino la
doctrina tradicional pasada de mano en mano por las enseñanzas regulares de la
Iglesia y que fueron parte de su práctica. En otras palabras, cada testigo habla
de un pasado que vuelve a los orígenes, incluso cuando no apelan expresamente a
la tradición.
· San Agustín (430) advierte al creyente: “No escuchemos a aquellos que niegan
que la Iglesia de Dios tiene poder para perdonar todos los pecados” (De agon.
Crist., III).
· San Ambrosio ( 397) reprende a los Novacianos quienes “profesan mostrando
reverencia al Señor reservando sólo a El el poder de perdonar pecados. Mayor
error no puede ser que el que cometen al buscar rescindir de Sus ordenes echando
abajo el oficio que El confirió...La Iglesia Lo obedece en ambos aspectos, al
ligar el pecado y al soltarlo; porque el Señor quiso que ambos poderes deban ser
iguales” (De poenit., I, ii,6).
· Nuevamente enseña que este poder es una función del sacerdocio. “Pareciera
imposible que los pecados deban ser perdonados a través de la penitencia; Cristo
otorgó este (poder) a los apóstoles y de los Apóstoles ha sido transmitido al
oficio de los sacerdotes” (op.cit., II, ii,12).
· El poder de perdonar se extiende a todos los pecados: “Dios no hace
distinción; Él prometió misericordia para todos y a Sus sacerdotes les otorgó la
autoridad para perdonar sin ninguna excepción” (op.cit., I, iii, 10)
· Contra los mismos herejes, San Pacían, Obispo de Barcelona ( m. 390) escribió
a Simpronianus, uno de sus líderes: “Este (perdón de los pecados) que tu dices,
sólo Dios lo puede hacer. Bastante cierto: pero cuando lo hace a través de Sus
sacerdotes es Su hacer de Su propio poder” (Ep. I ad Simpron, 6 en P.L., XIII,
1057).
· En el Oriente, durante el mismo período tenemos el testimonio de San Cirilo de
Alejandría (m. 4479: “Los hombres llenos del espíritu de Dios (es decir, los
sacerdotes) perdonan los pecados en dos sentidos, ya sea por admisión al
bautismo aquellos que son merecedores o al perdonar a los hijos penitentes de la
Iglesia” (In Joan., 1, 12 in P.G., LXXIV, 722).
· San Juan Crisóstomo (m. 407) luego de declarar que ni los ángeles ni
arcángeles han recibido tal poder y luego de mostrar que los soberanos del mundo
pueden atar solo los cuerpos de los hombres, declara que el poder de los
sacerdotes de perdonar los pecados “penetra el alma y alcanza hasta el Cielo”.
De donde concluye “sería manifiestamente insensato condenar tan gran poder sin
el cual no podemos ni obtener el cielo ni lograr el cumplimiento de las
promesas...No solo cuando ellos (los sacerdotes) nos regeneran (bautismo) sino
también luego de nuestro nuevo nacimiento, nos pueden perdonar nuestros pecados”
(De sacred., III, 5 sq.).
· San Atanasio (m. 373): “Así como el hombre bautizado por el sacerdote es
iluminado por la Gracia del Espíritu Santo, así también aquel quien en
penitencia confiesa sus pecados, recibe a través del sacerdote el perdón en
virtud de la gracia de Cristo” (Frag. contra Novat. in P. G., XXVI, 1315). Estos
extractos muestran que los Padres reconocieron en la penitencia un poder y una
utilidad bastante distinta de aquellas del bautismo. Repetidamente comparan en
lenguaje figurativo los dos medios de obtener el perdón; en relación a bautismo,
como nacimiento espiritual, ellos describen la penitencia como el remedio de las
enfermedades del alma contraídas luego de tal nacimiento. Pero un hecho más
importante es que tanto en el Oeste como en el Este, los Padres constantemente
apelan a las palabras de Cristo dándoles a ellas la misma interpretación que le
fuera dada once siglos después en el Concilio de Trento. A este respecto
simplemente hacen eco las enseñanzas de los primeros Padres que han defendido la
doctrina Católica contra los herejes de los siglos dos y tres. De este modo, San
Cipriano (q.v.) en su “De lapsis” (251 DC) reprochó a aquellos que habían
renegado en tiempos de persecución, pero también los exhortó a la penitencia:
“Que cada uno confiese su pecado mientras esté aún en este mundo, mientras su
confesión pueda ser recibida, mientras la satisfacción y el perdón otorgado por
los sacerdotes es aceptable para Dios” (c.XXIX). (Ver LAPSI).
El hereje Novaciano por el contrario, afirmó que “es ilegal admitir apostatas en
el comunión de la Iglesia; su perdón debe ser dejado sólo con Dios quien solo El
puede otorgar” (Sócrates, "Hist. eccl.", V, xxviii). Novación y su partido en
principio no negaron el poder de la Iglesia de absolver del pecado; afirmaban
que la apostasía colocaba al pecador más allá del alcance de ese poder – un
error el cual fue condenado por un sínodo en Roma el año 251 (Ver NOVACIANISMO).
La distinción entre los pecados que podían ser perdonados y otros que no,
originaron en la última mitad del siglo segundo la doctrina conocida de los
Montanistas (q.v.) y especialmente de Tertuliano (q.v.). Mientras aún era
Católico, Tertuliano escribió ( 200-6 d.C.) su "De poenitentia" en la cual
distingue dos clases de penitencia, una como preparación para el bautismo, y la
otra para obtener el perdón de ciertos pecados infames cometidos después del
bautismo, es decir, apostasía, asesinato, y adulterio. Por estos, sin embargo,
el permitió sólo un perdón: “Previniendo estos venenos del Maligno, Dios a pesar
que la puerta del perdón ha sido cerrada y apretada con la barra del bautismo,
ha permitido que se mantenga de alguna manera abierta. En el vestíbulo Ha
colocado un segundo arrepentimiento para ser abierta si es llamada; pero ahora y
para siempre, porque ahora por segunda vez; pero nunca más porque la última vez
fue en vano…Sin embargo, si alguien incurre en deuda por una segunda contrición,
su espíritu no es para ser inmediatamente quebrado y debilitado por la
desesperanza. Dejemos que se canse de pecar nuevamente, pero que no se canse de
arrepentirse nuevamente; cansémonos de arriesgarnos, y que nadie de avergüence
de ser libre nuevamente.
Repetida enfermedad amerita repetida medicina” (De poen., VII). Tertuliano no
niega que la Iglesia pueda perdonar pecados; advierte a los pecadores contra el
relapso, aunque los exhorta al arrepentimiento en caso que ellos caigan. Su
actitud en esos tiempos, no era sorprendente, dado que en los primeros días, los
pecados arriba mencionados eran tratados severamente; esto fue hecho por razones
disciplinarias, no porque la Iglesia careciera del poder de perdonar.
Sin embargo, en las mentes de algunas personas, fue desarrollándose la idea que
no solo el ejercicio del poder sino el poder mismo era limitado. Contra esta
falsa noción, el Papa Calixto (218-22) publicó su “edicto perentorio” en el cual
declara: “Perdono los pecados de adulterio y fornicación a aquellos que han
cumplido penitencia.” Sobre lo cual Tertuliano, ahora convertido en Montanista
escribió su "De pudicitia" (d.C. 217-22). En este trabajo rechaza sin escrúpulos
lo que había enseñado como Católico: “Me ruborizo no ante un error el cual he
desechado porque me deleito de haberme desecho de él...cada quien no se
avergüenza de sus propios progresos”. El “error” el cual imputa a Calixto y los
Católicos era que la Iglesia podía perdonar todos los pecados; por lo tanto esta
era la doctrina ortodoxa de Tertuliano, la negación hereje. En su lugar
establece la distinción entre pecados livianos los cuales podía perdonar el
obispo y otros pecados más graves sólo Dios podía perdonar. Aunque en un tratado
anterior “Scorpiace” había dicho (c.X.) que “el Señor dejó aquí a Pedro y a
través de el a la Iglesia, las llaves del Cielo” el ahora niega que el poder
otorgado a Pedro haya sido transmitido a la Iglesia. Es decir, a los numerus
episcoporum o cuerpo de obispos. Sin embargo, el reclama este poder para los
“espirituales” (pneumatics), aunque éstos, por razones de prudencia, no hacen
uso de él. A los argumentos de “Psychici” como él llamó a los Católicos,
replica: “Pero la Iglesia, tu dices, tiene el poder de perdonar pecados. Esto,
yo, aún mas que tu, lo sabía y concedo. Yo quien en los nuevos profetas tengo al
Paráclito diciendo: “La Iglesia puede perdonar pecados, pero yo no (perdonar)
para que ellos (que son perdonados) caigan en otros pecados” (De pud., XXI, vii).
De este modo, Tertuliano, por la acusación que hace contra el papa y por la
restricción que coloca sobre el ejercicio del poder de perdonar pecados,
atestigua la existencia de ese poder en la Iglesia la cual él ha abandonado. No
contento con agredir a Calixto y su doctrina, Tertuliano se refiere al “Pastor”
un trabajo escrito en 140-54 d.C. y toma a su autor Hermas (q.v.) la tarea de
favorecer el perdón a los adúlteros. En los tiempos de Hermas, existía
evidentemente una escuela de rigurosos que insistían que no había perdón por
pecados cometidos después del bautismo (Simil. VIII, vi) Contra esta escuela, el
autor del “Pastor” toma una posición resuelta. Enseña que por la penitencia, el
pecador puede esperar la reconciliación con Dios y con la Iglesia. “Vayan y
díganle a todos que se arrepientan y que vivan en Dios. Porque el Señor teniendo
compasión, me ha enviado para que todos los hombres se arrepientan, a pesar que
algunos de ellos no lo ameritan en virtud de sus obras” (Simil. VIII, ii). Sin
embargo Hermas parece dar una oportunidad a tal reconciliación, porque en
Mandate IV, parece declarar categóricamente “no hay sino un arrepentimiento para
los servidores de Dios” y aún más en c.iii dice el Señor ha tenido misericordia
en la obra de sus manos y ha establecido el arrepentimiento para ellos; “y el me
ha confiado el poder de este arrepentimiento. Y, por lo tanto, te digo, si
alguno ha pecado...tendrá la oportunidad de arrepentirse una vez”. El
arrepentimiento es, por lo tanto posible, al menos por una vez en virtud de un
poder establecido en el sacerdote de Dios. Sin lugar a dudas, es una conclusión
necesaria que Hermas tiene la intención de decir que el pecador puede ser
absuelto sólo por una vez en toda su vida. Sus palabras pueden muy bien ser
entendidas como referidas a la penitencia pública (ver más abajo) y en este
caso, no implican limitación del poder sacramental en sí mismo. La misma
interpretación se aplica a la declaración de Clemente de Alejandría (d. circa
d.C. 215): “Porque Dios ha sido muy misericordioso, ha permitido en el caso de
aquellos que, a pesar de su fe, han caído en trasgresión, un segundo
arrepentimiento, de manera que nadie sea tentado luego de su llamado, aún puede
recibir una penitencia, no para arrepentirse. (Stromata II, xiii)
La existencia de un sistema regular de penitencia es insinuado también en la
obra de Clemente, “¿Quién es el hombre rico que será salvado? Donde cuenta la
historia del Apóstol Juan y su viaje tras un joven bandido. Juan empeñó su
palabra que el joven ladrón encontraría el perdón del Salvador; pero, incluso
entonces, era necesaria una larga y seria penitencia antes de poder ser
restaurado en la Iglesia. Y cuando Clemente concluye que “aquel que da la
bienvenida al ángel de penitencia...no se avergonzará cuando va al Salvador”,
muchos comentaristas piensan que el alude al obispo o sacerdote quien preside
sobre la ceremonia de penitencia pública. Incluso anteriormente, Dionisio de
Corintio (d. circa DIC. 17O) colocándose contra ciertas crecientes tradiciones
Marcionísticas, enseñó no sólo que Cristo había dejado a Su Iglesia el poder de
perdonar, sino que ningún pecado es tan grande como para ser excluido del
ejercicio de este poder. Para ello, contamos con la autoridad de Eusebio quien
dice (Hist. eccl., IV, xxiii): “Y escribiendo a la Iglesia de Amastris, junto
con aquellos en Pontus, el les ordena recibir a aquellos que vuelven luego de
cualquier caída, ya sea delincuencia o herejía”
El "Didache" (q.v.) escrito a fines del primer siglo o principios del Segundo,
en IV, xiv, y nuevamente en XIV, I, ordena una confesión individual en la
congregación: “En la congregación deberéis confesar vuestras trasgresiones”; o
nuevamente: “En el día del Señor reúnanse, partan el pan…habiendo confesado
vuestras trasgresiones para que vuestro sacrificio sea puro. Clemente I (m. 99)
en su epístola a los Corintios no solo exhorta al arrepentimiento, sino que
ruega a los sediciosos a “someterse a los presbíteros y recibir corrección como
también a arrepentirse” (c.lvii) e Ignacio de Antioquia a fines del siglo
primero habla de la misericordia de Dios con los pecadores, proveyendo su
retorno “con el beneplácito a la unidad de Cristo y la comunión del obispo”
La cláusula “comunión del Obispo” significa evidentemente el Obispo con su
consejo de presbíteros como asesores. También dice (Ad Philadel,) "que el Obispo
preside sobre la penitencia”. La transmisión de este poder está claramente
expresado en la oración utilizada en la consagración de un Obispo tal como quedó
registrado en los Cánones de Hipólito (q.v.): “Otórgale, Oh Señor, el episcopado
y el espíritu de clemencia y el poder de perdonar los pecados” (c.XVII). Aún más
explícita es la formula citada en las “Constituciones Apostólicas” (q.v.):
"Otórgale, Oh Señor todopoderoso, a través de Cristo, la participación en Tu
Santo Espíritu para que tenga el poder para perdonar pecados de acuerdo a Tu
precepto y Tu orden, y soltar toda atadura, cualquiera sea, de acuerdo al poder
el cual Haz otorgado a los Apóstoles” (Const. Apost. VIII, 5 in P. (i., 1.
1073). Para ver los significados de "episcopus", "sacerdos", "presbyter", como
son utilizados en los antiguos documentos, ver OBISPO; JERARQUÍA.
IV. Ejercicio del Poder.
El otorgamiento de Cristo del poder de perdonar pecados es la primera esencia
del Sacramento de Penitencia; en el actual ejercicio de este poder están
incluidos otros aspectos esenciales. El sacramento en cuanto tal y sobre su
propia cuenta, tiene una materia y una forma y produce ciertos efectos; el poder
de llaves es ejercido por un ministro (confesor) que debe poseer las
calificaciones apropiadas, y los efectos son llevados en el alma del recipiente
es decir, el penitente quien con las necesarias disposiciones debe realizar
ciertas acciones (confesión, satisfacción).
V. Materia y Forma.
De acuerdo a Santo Tomás (Summa, III, lxxiv., a.2) “los actos del penitente son
la materia próxima de este sacramento” Esta también fue la enseñanza de Eugenio
IV en el “Decretum pro Armenis” (Concilio de Florencia, 1439) el cual llama al
acto “quasi materia” de penitencia y los enumera como contrición, confesión y
satisfacción (Denzinger-Bannwart, "Enchir.", 699). Los Tomistas en general y
otros eminentes teólogos e.g., Belarmino, Toletus, Suarez, y De Lugo, sostienen
la misma opinión.
De acuerdo a Scoto (In IV Sent., d. 16, q. 1, n. 7) "El Sacramento de Penitencia
es la absolución impartida con ciertas palabras” mientras que los actos del
penitente son requeridos para la recepción meritoria del sacramento. La
absolución como ceremonia externa es la materia y, como poseedora de fuerza
significativa, la forma. Entre los defensores de esta teoría están San
Buenaventura, Capreolus, Andreas Vega y Maldinatus. El Concilio de Trento (Ses.
XIV, c. 3) declara: "los actos del penitente, a saber, contrición, confesión y
satisfacción son la quasi materia de este sacramento”. El Catecismo Romano
utilizado en 1913 (II, v, 13) dice: "Estas acciones son llamadas por el Concilio
quasi materia no porque no tengan la naturaleza de verdadera materia, sino
porque no son el tipo de materia la cual es empleada externamente como el agua
en el bautismo y el crisma en la Confirmación”. Para ver una discusión
teológica, ver Palmieri Palmieri, op. cit., p. 144 sqq.; Pesch, "Praelectiones
dogmaticae", Freiburg, 1897; De San, "De poenitentia", Bruges, 1899; Pohle, "Lehrb.
d. Dogmatik". En relación a la forma del sacramento, tanto el Concilio de
Florencia y el Concilio de Trento enseñan que consiste en las palabras de la
absolución. "La forma del Sacramento de Penitencia, donde principalmente
consiste su fuerza, está ubicada en aquellas palabras del ministro: “Yo te
absuelvo a ti…”etc.; A estas palabras. Sin duda, y de acuerdo a la usanza de la
Santa Iglesia, se agregan algunas oraciones laudables, pero que no pertenecen a
la esencia de la forma ni son necesarias para la administración del sacramento”
(Concilio de Trento, Ses. XIV, c. 3). En relación a las oraciones adicionales,
el uso en las Iglesias de Oriente y Occidente, y la cuestión de si la forma es
deprecatoria o indicativa y personal, ver ABSOLUCIÓN. Ver también los escritores
referidos en el párrafo anterior.
VI. Efecto.
“El efecto de este sacramento es la liberación del pecado” (Concilio de
Florencia). La misma definición es de algún modo dada, en diferentes términos,
por el Concilio de Trento (Ses XIV, c. 3): “Al parecer, como perteneciente a su
fuerza y eficacia, el efecto (res et effectus) de este sacramento es la
reconciliación con Dios, por lo cual a veces le sigue, en recipientes píos y
devotos, paz y calma de conciencia con una intensa consolación del espíritu”.
Esta reconciliación implica primero que nada, que la culpa del pecado es
remitida y consecuentemente también el castigo eterno debido al pecado mortal.
Como lo declara el Concilio de Trento, la penitencia requiere el desempeño de la
satisfacción “sin dudas no para la pena eterna la cual es remitida junto con la
culpa ya sea por el sacramento o por el deseo de recibir el sacramento, sino
para la pena temporal la cual, como enseñan las Escrituras, no es siempre
completamente perdonada como lo es en el bautismo” (Ses. VI, c. 14).
En otras palabras, el bautismo libera el alma no solo de todo pecado sino
también de toda deuda con la justicia Divina, considerando que luego de la
recepción de la absolución en penitencia, puede y usualmente quedan algunas
deudas temporales que pueden ser descargadas a través de las obras de
satisfacción (ver más adelante). “ Los pecados veniales por los cuales no nos
privamos de la gracia de Dios y en los cuales caemos muy frecuentemente son con
derecho y útilmente declarados en la confesión; pero pueden, sin ninguna falta,
ser omitidos y pueden ser expiados por muchos otros remedios” (Concilio de
Trento, Ses, XIV, c. 3) Por lo tanto, un acto de contrición es suficiente para
obtener el perdón de los pecados veniales, y el mismo efecto se produce por la
recepción valerosa de otros sacramentos distintos al de penitencia por ejemplo,
la Sagrada Comunión. La reconciliación del pecador con Dios tiene aún más
consecuencias: el reavivamiento de aquellos méritos que había obtenido antes de
cometer un pecado lastimoso. Las buenas obras realizadas en estado de gracia
merecen un premio de Dios, pero esto se pierde por el pecado mortal, de manera
que si el pecador muriera sin el perdón sus buenas obras no le acreditan nada.
Al parecer, mientras permanezca en pecado, es incapaz de meritos: incluso las
obras que son buenas en sí mismas, en su caso son inservibles: no pueden
revivir, porque nunca estuvieron vivas. Pero, una vez que su pecado queda
cancelado por la penitencia, recupera no solo el estado de gracia sino también
todos los méritos que tenían crédito, antes de su pecado. En este punto, los
teólogos son unánimes: el único impedimento para obtener el premio es el pecado,
y cuando éste es removido, el título anterior, por así decirlo, es revalidado.
Por otro lado, si no hubiera tal revalidación, la pérdida de mérito una vez
adquirido sería equivalente a un castigo eterno, el cual es incompatible con el
perdón logrado por la penitencia. En cuanto a la cuestión relativa a la forma y
extensión del reavivamiento del mérito, se han propuesto varias opiniones; pero
aquella generalmente aceptada sostiene junto con Suárez (De reviviscentia
meritorum) que la reanimación es completa. I.e. el penitente perdonado tiene
acreditado tantos méritos como si nunca hubiera pecado. Ver De Augustinis, "De
re sacramentaria", II, Rome, 1887; Pesch, op. cit., VII; Göttler, "Der hl.
Thomas v. Aquin u. die vortridentinischen Thomisten über die Wirkungen d.
Busssakramentes", Freiburg, 1904.
VII. El Ministro (es decir, el Confesor)
Desde el punto de vista jurídico de este sacramento, se sigue que no todo
miembro de la Iglesia está calificado para perdonar pecados; la administración
de la penitencia está reservada para aquellos que han sido investidos con
autoridad. Que este poder no pertenece al laico, es evidente por la Bula “
Inter. Cunctas” (1418) de Martín V, la cual entre otras cuestiones para
responder por los seguidores de Wyclif y Huss, tenía esto: “ya sea que el crea
que el Cristiano...está sujeto como un medio necesario de salvación, el confesar
sólo a un sacerdote y no a un laico aunque bueno y devoto” (Denzinger-Bannwart,
"Enchir.", 670). La proposición de Lutero que “cualquier Cristiano incluso una
mujer o niño” puede en ausencia de un sacerdote absolver así como el Papa o
Obispo” fue condenada en 1520 por León X en la Bula "Exurge Domine" (Enchir.,
753). El Concilio de Trento (Sesión XIV, c.6) condena como “falsa y como
discordante con la verdad del Evangelio todas las doctrinas que extienden el
ministerio de llaves a cualquier otro que no sea obispos o sacerdotes, ideando
que las palabras del Señor (Mat., xviii, 18; Juan, xx, 23) son contrarias a la
institución de este sacramento, dirigido a todos los creyentes en Cristo de tal
forma que todos y cada uno tiene el poder de remitir pecados”. La doctrina
Católica, por lo tanto, establece que solo los obispos y sacerdotes pueden
ejercer este poder.
Más aún, estos decretos ponen un fin, prácticamente, a la costumbre, que había
surgido y durado por algún tiempo en la Edad Media, de confesarse a un laico en
caso de necesidad. Esta costumbre tenía su origen en la convicción que aquel que
había pecado estaba obligado a dar a conocer su pecado a alguien – a un
sacerdote si era posible, o de lo contrario, a un laico. En la obra "De la
verdadera y falsa penitencia” (De vera et falsa poenitentia), erróneamente
atribuida a San Agustín, es dado un consejo: “Tan grande es el poder de la
confesión que si un sacerdote no está a mano, permitan (a la persona que desea
confesarse) confesarse con su prójimo”. Pero, en el mismo lugar es dada una
explicación: “aunque aquel para quien está hecha la confesión, no tiene poder de
absolución, sin embargo aquel que se confiesa con su igual (socio) se torna en
merecedor del perdón a través de su deseo de confesarse con un sacerdote” (P.
L., XL, 1113). Lea, quien cita (I, 220) la afirmación del Seudo Agustín sobre la
confesión al prójimo, atraviesa la explicación. Consecuentemente establece una
luz equivocada en una serie de incidentes que ilustran la práctica y sólo da una
idea imperfecta de la discusión teológica que la originó. Aunque Alberto Magno
(In IV Sent., dist. 17, art. 58) veía como sacramental la absolución otorgada
por la laico, mientras que Santo Tomás (IV Sent., d. 17, q. 3, a. 3, sol. 2)
habla de ello como "quodammodo sacramentalis", otro gran teólogo asume una
opinión bastante diferente. Alejandro de Hales (Summa, Q. xix, De confessione
memb., I, a. 1) dice que es una "imploración de absolución"; San Buenaventura
("Opera', VII, p. 345, Lyons, 1668) plantea que tal confesión incluso en casos
de necesidad no es obligatoria, sino meramente un signo de contrición; Scoto (IV
Sent., d. 14, q. 4) plantea que no hay precepto que obliga a confesarse con un
laico y que esta práctica puede ser muy perjudicial; Durandus de San Pourcan (IV
Sent., d. 17, q. 12) dice que en ausencia de un sacerdote, quien es el único que
puede absolver en el tribunal de penitencia, no hay obligación de confesarse;
Prierias (Summa Silv., s.v. Confesor, I, 1) que si la absolución es dada por un
laico, la confesión debe repetirse en cuanto sea posible; esta era, de hecho, la
opinión general. No es sorprendente entonces que Domingo Soto, en sus escritos
de 1564, encontrara difícil de creer que tal costumbre hubiera existido: “dado
que en (la confesión a un laico) no hay sacramento...es increíble que los
hombres, por cuenta propia y sin ganancia alguna, revelen a otros los secretos
de su conciencia” (IV, Sent., d. 18, q. 4, a1). Por lo tanto, el peso de la
opinión teológica se tornó gradualmente contra la práctica y siendo que la
práctica nunca recibió la sanción de la Iglesia, no puede ser argumento de
prueba que el poder para perdonar los pecados perteneció en algún tiempo al
laicado. Lo que la práctica si muestra es que ambos, la gente y los teólogos se
dieron cuenta profundamente de la obligación de confesar sus pecados no sólo a
Dios sino a algún humano que escuche, aunque este último no tenga ningún poder
para absolver.
La misma noción exagerada aparece en la práctica de confesar de los diáconos en
caso de necesidad. Eran naturalmente preferidos a los laicos cuando no había
sacerdote disponible porque en virtud de su oficio administraban la Sagrada
Comunión. Mas aún, alguno de los primeros concilios (Elvira, año 300 d.C.;
Toledo, año 400) y penitenciales (Teodoro) parecen haber otorgado el poder de
penitencia al diácono (en ausencia del sacerdote). El Concilio de Tribur (895)
declaró en relación a los bandidos que si, eran capturados o heridos y se
confiesan a un sacerdote o diácono, no se les debe negar la comunión; y esta
expresión "presbytero vel diacono" fue incorporada en la Decreto de Graciano y
en muchos documentos posteriores del siglo X al XIII.
El Concilio de York (1195) decretó que a excepción de una grave necesidad, el
diácono no debe bautizar, dar la comunión o “imponer penitencia sobre quien se
ha confesado”.
Sustancialmente, los mismos estatutos se encuentran en los Concilios de Londres
(1200) y de Rouen (1231), las constituciones de San Edmundo de Canterbury (1236)
y aquellos de Walter de Kirkham, Obispo de Durham (1255). Todos estos estatutos,
aunque suficientemente restrictivos en relación a las circunstancias ordinarias,
hacen excepción en la necesidad urgente. Tal excepción no es permitida en el
decreto del Sínodo de Poitier (1280): “en el deseo de arrancar de raíz un errado
abuso que ha crecido en nuestra diócesis a través de una peligrosa ignorancia,
prohibimos a los diáconos oír confesiones o dar la absolución en el tribunal de
penitencia: porque es cierto y más allá de toda duda que no pueden absolver,
puesto que no tienen las llaves que son conferidas solo al orden sacerdotal”.
Este “abuso” probablemente desapareció en el siglo XIV o XV; en ningún evento
hay directa mención de ello en el Concilio de Trento aunque la reserva a obispos
y sacerdotes del poder de absolución muestra claramente que el Concilio excluyó
a los diáconos.
La autorización que los concilios medievales dieron a los diáconos en caso de
necesidad no confieren el poder de perdonar pecados. En alguno de los decretos
está expresamente establecido que el diácono no tiene las llaves – claves non
habent. En otros estatutos le es prohibido excepto en casos de necesidad de
“dar” o “imponer penitencia” poenitentiam dare, imponere. Entonces, su función
era limitada al forum externum; en ausencia del sacerdote él podía “reconciliar”
al pecador es decir, restaurarlo en la Comunión de la Iglesia; pero el no podía
ni daba la absolución sacramental que un sacerdote pudo haber dado (Palmieri,
Pesch). Otra explicación enfatiza el hecho que el diácono podía fielmente
administrar la Santa Eucaristía. El creyente estaba bajo la estricta obligación
de recibir la Comunión al acercarse a la muerte y por otro lado la recepción de
este sacramento era suficiente para empañar incluso el pecado mortal otorgando
así al comulgante las disposiciones requeridas.
El diácono puede oír su confesión simplemente para asegurarse que estaban
apropiadamente dispuestos, pero no con el propósito de darles la absolución. Si
el iba más allá e “imponía penitencia” en un sentido estricto, sacramental,
estaba excediendo su poder y cualquier autorización en este efecto otorgada por
el obispo, muestra meramente que el obispo estaba en un error (Laurain, "De
l'intervention des laïques, des diacres et des abbesses dans l'administration de
la pénitence", Paris, 1897). En cualquier caso, los estatutos que prohíben los
cuales finalmente abolieron la práctica no privaron al diácono de un poder que
era suyo en virtud de su oficio; pero aclararon la creencia tradicional que,
solo los obispos y sacerdotes pueden administrar el Sacramento de Penitencia.
(Ver más abajo bajo el título de Confesión.)
Para una administración válida, es necesario un poder doble: el poder de orden y
el poder de jurisdicción. El primero es conferido por ordenación, y el último
por autoridad eclesiástica (ver JURISDICCIÓN). En su ordenación, el sacerdote
recibe el poder para consagrar la Santa Eucaristía y para una válida
consagración, no necesita jurisdicción. En relación a la penitencia, el caso es
diferente: “por la naturaleza y carácter de un juicio, se requiere que la
sentencia sea pronunciada solo sobre aquellos quienes son sujetos (de juicio) la
Iglesia de Dios siempre ha sostenido y este Concilio afirma como una gran
verdad, que la absolución la cual pronuncia un sacerdote sobre alguien del cual
no tiene ni jurisdicción ordinaria ni delegada, no tiene efecto” (Concilio de
Trento, Ses. XIV, c.7). La jurisdicción ordinaria es aquella la cual se tiene en
virtud del oficio que involucra el cuidado de las almas; el papa lo tiene sobre
toda la Iglesia, el obispo dentro de su diócesis, el pastor, dentro de su
parroquia. La jurisdicción delegada es aquella que es otorgada por un superior
eclesiástico a alguien que no lo posee en virtud de su oficio. La necesidad de
jurisdicción para la administración de este sacramento está usualmente expresada
al decir que un sacerdote debe tener “facultades” para escuchar una confesión
(ver FACULTADES). Por ende, aquel sacerdote que visita una diócesis distinta a
la propia, no puede oír confesión alguna sin una autorización especial del
obispo. Sin embargo, todo sacerdote, puede absolver a cualquiera que esté en
peligro de muerte, porque bajo esas circunstancias, la Iglesia otorga
jurisdicción a todo sacerdote. En cuanto al obispo que otorga jurisdicción, el
también puede limitarla bajo “reservas” en ciertos casos (ver RESERVAS) e
incluso puede retirarlas completamente.
VIII. Recipiente (i.e., el Penitente)
El Sacramento de Penitencia fue instituido por Cristo y la remisión de
Penitencia fue instituida por Cristo para la remisión de los pecados cometidos
luego del bautismo. Por lo tanto, ninguna persona no bautizada, aunque con
profundo y sincero lamento, puede ser válidamente absuelta. En otras palabras,
el Bautismo, es el primer requisito esencial de parte del penitente. Esto no
implica que en los pecados cometidos por un no bautizado haya una especial
enormidad y cualquier otro elemento que los coloca más allá del poder de llaves;
pero primero se debe ser miembro de la Iglesia antes que se pueda someter a sí
mismo y sus pecados al proceso judicial de la Penitencia sacramental
IX. Contrición y Atrición.
Sin lamento por el pecado no hay perdón. Por lo tanto, el Concilio de Trento (Ses
XIV, c.4): “La contrición que mantiene el primer lugar entre los actos del
penitente, es lamento de corazón y detesto por el pecado cometido, con la
resolución de no pecar más”. El Concilio (ibid) más aún, distingue entre la
perfecta contrición y la imperfecta contrición, la cual es llamada atrición y la
cual nace de la consideración de la infamia del pecado o del temor al infierno y
el castigo. Ver ATRICIÓN; CONTRICIÓN donde estos dos tipos de lamentos están mas
ampliamente explicados y se toman en cuenta las principales discusiones y
opiniones. Ver también los Tratados por Pesch, Palmieri, Pohle. Para el objeto
del presente artículo solo será necesario establecer que la atrición, con el
Sacramento de Penitencia es suficiente para obtener el perdón del pecado. Más
aún, el Concilio de Trento enseña (ibid): “aunque a veces ocurre que esta
contrición es perfecta y que reconcilia al hombre con Dios antes de la recepción
actual de este sacramento, aun así la reconciliación no es atribuida a la
contrición misma aparte del deseo del sacramento, que la (contrición) incluye”
De acuerdo a las enseñanzas, Pío V condenó (1567) la proposición de Baio que
afirma que incluso la contrición perfecta, no remite el pecado, excepto en el
caso de necesidad o martirio, sin la actual recepción del sacramento (Denzinger-Bannwart,
"Enchir.", 1071). Debe hacerse notar, sin embargo, que la contrición de la cual
habla el Concilio, es perfecta en el sentido que incluye el deseo (votum) de
recibir el sacramento. Quienquiera de hecho arrepentirse de sus pecados por amor
a Dios, debe estar dispuesto a acatar la Divina ordenanza en relación a la
penitencia. Es decir, se confesaría si un confesor estuviera disponible y
entiende que está obligado a confesarse cuando tenga la oportunidad. Pero no se
sigue que el penitente tenga la libertad de escoger entre dos modos de obtener
el perdón, uno por un acto de contrición independientemente del sacramento, y la
otra por confesión y absolución. Esta visión del problema fue considerado por
Peter Martinez (de Osma) en la siguiente afirmación: “los pecados mortales en
relación a su culpa y su castigo en el otro mundo son borrados sólo por
contrición sin ninguna referencia a las llaves”; y la proposición fue condenada
por Sixto IV en el año 1479 (Denzinger-Bannwart, "Enchir. ", 724). Luego, queda
claro que ni siquiera el lamento de corazón basado en los más altos motivos,
puede, en el presente orden de salvación, dispensar con el poder de llaves, es
decir, con el Sacramento de Penitencia.
Confesión (Necesidad)
“Para aquellos que luego del bautismo han caído en el pecado, el Sacramento de
Penitencia es tan necesario para la salvación como lo es el bautismo en sí mismo
para aquellos quienes aún no han sido regenerados” (Concilio de Trento Sesión
XIV, c.2). La Penitencia, por lo tanto, no es una institución uso el cual fue
dejado como opción de cada pecador de manera que el pudiera, si lo prefiere,
mantenerse apartado de la Iglesia y buscar el perdón por algunos otros medios,
por ejemplo, a través de la toma de conciencia de su pecado en la privacidad de
su propia mente. Tal como ya fue afirmado, el poder otorgado por Cristo a los
Apóstoles es doble, para perdonar y para retener, de tal forma que aquello que
perdonan, Dios perdona y lo que retienen, Dios retiene. Pero este don podría ser
anulado si, en caso que la Iglesia retenga los pecados del penitente, el podría,
como lo fue, apelar al tribunal de Dios y obtener el perdón. Tampoco tendría el
poder de retención ningún sentido si el pecador, pasando por sobre la Iglesia,
fuera en primera instancia a Dios, siendo que por los mismos términos del don.
Dios retiene el pecado una vez cometido tanto en cuanto no es remitido por la
Iglesia. Sería sin lugar a dudas, extrañamente inconsistente si Cristo al
conferir este doble poder a los apóstoles, hubiera tenido la intención de
proveer de otros medios de perdón tales como la confesión “sólo a Dios”. No sólo
los apóstoles, sino que cualquiera con un conocimiento elemental de la
naturaleza humana hubieran percibido inmediatamente que sería escogido el medio
más fácil y que el otorgamiento del poder tan formal y solemnemente realizado
por Cristo no tendría real significado (Palmieri, op.cit, tesis X). Por otro
lado, una vez que sea admitido que el otorgamiento fue efectivo y
consecuentemente que el sacramento es necesario para obtener el perdón, se sigue
completamente que el penitente debe en alguna forma dar a conocer sus pecados a
aquellos que ejercen el poder. Esto es concedido incluso por aquellos que
rechazan el Sacramento de Penitencia como institución Divina. “Tal remisión era
manifiestamente imposible sin la declaración de las ofensas a ser perdonadas”
(Lea, "Historia etc.", I, p. 182). El Concilio de Trento, luego de declarar que
Cristo dejó a sus sacerdotes como Sus Vicarios sobre los cuales como soberanos
jueces, el creyente debe dar a conocer sus pecados, agrega: "Es evidente que los
sacerdotes no pudieron haber ejercido este juicio sin conocimiento de la causa
ni pudieron haber observado justicia al disfrutar la satisfacción si (el
creyente) ha declarado sus pecados sólo de un modo general y no específicamente
y en detalle” (Sesión. XIV, c. 5). Dado que el sacerdote al perdonar pecados
ejerce una función estrictamente judicial, Cristo debió querer que tal tremendo
poder sea usado con sabiduría y prudentemente. Más aún, en virtud del
otorgamiento de Cristo, el sacerdote puede perdonar todos los pecados sin
distinción quoecumque solveritis. ¿Cómo puede darse un juicio prudente y sabio
si el sacerdote fuera ignorante de la causa sobre la cual pronuncia el juicio? Y
¿cómo puede obtener el conocimiento requerido a no ser que venga de un
espontáneo reconocimiento del pecador? Esta necesidad de manifestación es todo
lo clara si la satisfacción por el pecado, el cual desde el principio ha sido
parte de la disciplina penitencial, debe ser impuesta no sólo sabia sino
justamente. Es evidente que hay una conexión necesaria entre el juicio prudente
del confesor y la confesión detallada de los pecados, dada la naturaleza del
procedimiento judicial y especialmente del análisis completo del otorgamiento de
Cristo bajo la luz de la tradición. No se puede emitir un juicio, sin un
conocimiento completo del caso. Y nuevamente, la tradición de los primeros
tiempos ven en las palabras de Cristo, no sólo el oficio del juez sentando un
juicio, sino la ternura de un padre que llora junto al niño arrepentido (Aphraates,
"Ep. de Poenitentia", dem. 7) y la habilidad del médico quien como Cristo, sana
las heridas del alma (Origen in P. G., XII, 418; P.L., Xll, 1086). Por lo tanto,
claramente, las palabras de Cristo implican la doctrina de la manifestación
externa de la conciencia a un sacerdote para obtener el perdón.
X. Confesión (Varios tipos).
La confesión es admitir los pecados propios cometidos a un sacerdote debidamente
autorizado con el propósito de obtener el perdón a través del poder de llaves.
La confesión virtual es simplemente la voluntad de confesarse incluso donde,
debido a las circunstancias, la declaración del pecado es imposible; la
confesión actual es cualquier acción por la cual el penitente manifiesta sus
pecados. Puede ser en términos generales, por ejemplo, recitando al “Confitero”
o puede consistir en una declaración más o menos detallada de los pecados
propios; cuando la declaración es completa, la confesión es distinta. La
confesión pública, como la realizada en una sesión de un número de personas (por
ejemplo, una congregación), difiere de la privada o secreta donde la confesión
se realiza sólo a un sacerdote y es llamada a menudo auricular, es decir, dicha
al oído del confesor. En este artículo, nos preocupa principalmente la confesión
actual y distinta la cual es la práctica usual en la Iglesia y la cual en tanto
validez del sacramento, puede ser ya sea pública o privada. “En relación al
método de confesión secreta y sólo al sacerdote, aunque Cristo no prohibió a
nadie que en castigo de sus crímenes o por su propia humillación como así para
dar a otros un ejemplo y para edificar la Iglesia, deba confesar sus pecados
públicamente, aún así, esto no ha sido ordenado por precepto Divino como tampoco
sería prudente decretar por ninguna ley humana que los pecados, especialmente
los pecados secretos, deban ser públicamente confesados. Desde entonces, la
confesión secreta sacramental, la cual desde el principio ha sido e incluso
ahora de uso en la Iglesia, ha sido siempre recomendada con un importante y
unánime consentimiento por los mas santos y mas antiguos Padres; por lo tanto es
completamente refutada la loca calumnia de aquellos que enseñan que ella (la
confesión secreta) es algo ajeno a las ordenes Divinas, una invención humana
ideada por los Padres, convenida en el Concilio Laterano” (Concilio de Trento,
Sesión XIV, c.5). Es por lo tanto Católica, primero, que Cristo no prescribió la
confesión pública, aunque sea saludable, tampoco la prohibió; segundo, la
confesión secreta, sacramental de carácter, ha sido una práctica en la Iglesia
desde los tiempos mas antiguos.-
XI. Creencia y Práctica Tradicional.
Cuán firmemente enraizada en la mente Católica está la creencia en la eficacia y
necesidad de la confesión, aparece claramente del hecho que el Sacramento de
Penitencia se ha mantenido en la Iglesia luego de incontables ataques durante
las últimas cuatro centurias. Si durante la Reforma o mientras la Iglesia
pudiera haber renunciado a una doctrina o abandonado una práctica para el bien
de la paz o para suavizar duras palabras, la confesión hubiese sido la primera
en desaparecer. Sin embargo, es precisamente durante este período que la Iglesia
ha definido en los términos más exactos, la naturaleza de la penitencia y ha
insistido más vigorosamente en la necesidad de la confesión. No se negará por su
puesto que al principio del siglo XVI la confesión fue generalmente practicada
en todo el mundo Cristiano. Los mismos reformistas, notablemente Calvino,
admitieron que ha existido por tres siglos cuando atribuyeron su origen al
Cuarto Concilio Laterano (1215). En aquel tiempo, de acuerdo a Lea (op. cit., I,
228), la necesidad de confesión “se transformó en un nuevo artículo de fe” y el
canon omnis utriusque sexus, “es tal vez el acto legislativo mas importante en
la historia de la Iglesia” (ibid., 230). Pero, como afirma el Concilio de Trento
“La Iglesia no prescribió a través del Concilio Laterano que el creyente en
Cristo se debe confesar-algo sabido por Divina justicia, como necesario y
establecido – sino que el precepto de confesarse al menos una vez al año debe
ser cumplido por todos y cada uno al llegar a la edad de la discreción” (Sess.,
XIV, c. 5). El edicto Laterano presupone la necesidad de confesión como una
artículo de creencia Católica y establecida como ley en cuanto a la frecuencia
mínima de confesión – al menos una vez al año.
XII. En la edad Media.
Los doctores medievales al construir sus sistemas de teología, discutían
largamente los varios problemas conectados con el Sacramento de Penitencia. Eran
prácticamente unánimes en mantener que la confesión es obligatoria.; la única
excepción notable en el siglo 12 es Graciano que entrega argumentos a favor y en
contra de la necesidad de confesar a un sacerdote y deja el tema abierto. (Decretum,
p. II, De poen., d. 1, in P.L., CLXXXVII, 1519-63). Pedro Lombardo (m. app.
1150) asume las autoridades citadas por Graciano y por medio de ellos prueba que
“sin confesión, no hay perdón”...”no hay entrada al paraíso” (IV Sent., d. XVII,
4, in P.L., CXCII, 880-2). El principal debate, en el cual Hugo de San Víctor,
Abelardo, Roberto Pullus y Pedro de Poitiers lideraron, tenía relación con el
origen y sanción de la obligación y el valor de los distintos textos de las
Escrituras citados para probar la institución de la penitencia. Esta cuestión
pasó por el siglo 13 y encontró solución en términos completos con Santo Tomás
de Aquino. Tratando el tema (Contra Gentiles, IV, 72) de la necesidad de la
penitencia y sus partes, muestra que “la institución de la confesión era
necesaria para que el pecado del penitente sea revelado a un ministro de Cristo;
por esto el ministro a quien se hace la confesión debe tener poder judicial como
representante de Cristo, el Juez de los vivos y de los muertos. Nuevamente, este
poder requiere dos cosas: autoridad por conocimiento y poder para absolver o
para condenar. Estas son las llamadas dos llaves de la Iglesia las cuales el
Señor confió a Pedro (Mat. 16, 19). Pero no fueron dadas a Pedro para ser
tenidas solo por él, sino para ser pasadas a otros; más no se pudieron haber
tomado suficientes medidas para la salvación de los creyentes.
Estas llaves derivan su eficacia de la pasión de Cristo a través de la cual El
nos abrió la puerta al reinado celestial.”. Y agrega como nadie puede ser salvo
sin el bautismo ya sea por recepción actual o por deseo, así también aquel que
peca después del bautismo no puede ser salvo a no ser que se someta a las llaves
de la Iglesia ya sea actualmente por confesión o por la resolución a confesarse
cuando la ocasión lo permita. Más aún, como los soberanos de la Iglesia no
pueden dispensar a nadie del bautismo como el medio de salvación, tampoco pueden
dar dispensa donde el pecador puede ser perdonado por confesión y absolución. La
misma explicación y razonamiento fue dada por todos los Escolásticos de los
siglos XIII y XIV. Concordaban en cuanto a la necesidad de jurisdicción en el
confesor. En relación al tiempo en el cual se debe realizar la confesión,
algunos sostenían con Guillermo de Auvergne que uno estaba obligado a confesarse
lo antes posible después de haber pecado; otros con Alberto Magno y Santo Tomás,
que es suficiente confesarse dentro de los limites prescritos por la Iglesia
(Tiempo Pascual) y esta visión mas indulgente fue la que finalmente prevaleció.
Otros puntos de discusión durante este período fueron la elección del confesor;
la obligación de confesión antes de recibir otros sacramentos, especialmente la
Eucaristía; la integridad de la confesión; la obligación del secreto por parte
del confesor por ejemplo, el sello de la confesión. El tratamiento cuidadoso y
minucioso de estos puntos y la expresión franca de las opiniones divergentes,
fue característico del escolástico, pero ellos también trajeron más claridad a
las verdades centrales en relación a la penitencia y abrieron el camino a los
pronunciamientos conciliares en Florencia y Trento los cuales le dieron a la
doctrina Católica una formulación más precisa. Ver a Vacandard y Bernard en "Dicc.
de teol. católica.", s.v. Confesión; Turmel, "Hist. De la teología positiva",
Paris, 1904; Cambier, "De divina institutione confessionis sacramentalis",
Louvain, 1884.
La obligación no solo fue reconocida por la Iglesia Católica a través de toda la
Edad Media, sino que los Griegos del Cisma, mantenían y siguen manteniendo la
misma creencia. Cayeron en el cisma bajo Potius (q.v.) en 869, pero retuvieron
la confesión la cual por lo tanto debió estar en uso algún tiempo al siglo IX.
Más aún, la práctica fue regulada en detalle por los Libros Penitenciales (q.v.),
los cuales dictaban la penitencia para cada pecado y preguntas minuciosas para
el examen del penitente. El libro más famoso entre estos libros entre los
griegos fueron aquellos atribuidos a Juan el Rápido (q.v.) y a Juan el Monje. En
Occidente trabajos similares fueron escritos por los monjes irlandeses San
Columbanus ( U 615) y Cummian, y por el Inglés Venerable Bede (U 735), Egbert (U
767) y Teodoro de Canterbury (U 690). Además de los Concilios mencionados
anteriormente (Ministros) algunos decretos fueron promulgados en relación a la
confesión en Worms (868), Chalons (813, 650), Tours, (813), Reims (1113). El
Concilio de Chaleuth ( 785) dice: “si algunos (lo cual Dios prohíbe) debe dejar
este mundo sin penitencia o confesión, no es alguien por quien orar”. El rasgo
significativo de estos estatutos es que ellos no introducen la confesión como
una nueva práctica, sino que la dan por sentado y regulan su administración. Por
lo tanto, considerado su efecto práctico a aquello que se sido dado por
tradición. San Gregorio el grande (U 604) enseña “la aflicción de la penitencia
es eficaz para denigrar los pecados cuando se impone por la sentencia del
sacerdote cuando el peso de ella es decidida por él en proporción a la ofensa
luego de sopesar los hechos de aquellos que confiesa” (In I Reg., III, v, n. 13
en P.L., LXXIX, 207); El papa Leo el Grande (440-64) a quien a menudo se le
acredita la institución de la confesión, se refiere a ella como una “regla
Apostólica”. Al escribirle a los obispos de Campania, prohíbe como abusiva y
“contraria a la regla Apostólica (contra apostolicam regulam) la lectura en
público de una declaración escrita de sus pecados inducido por el creyente,
porque, declara (es suficiente que la culpa de conciencia sea manifestada a los
sacerdotes solos en confesión secreta” (Ep. CLXVIII en P.L., LIV, 1210). En otra
carta (Ep. cviii en P. L., LIV, 1011), luego de declarar que por orden Divina,
se puede obtener la piedad de Dios solo a través de las súplicas de los
sacerdotes, agregó: “el mediador entre Dios y el hombre, Cristo Jesús, dio a las
autoridades de la Iglesia este poder que deben imponer penitencia en aquellos
que confiesan y admiten a ellos al purificarse por satisfacción saludable a la
comunión de los sacramentos a través del camino a la reconciliación. “Los
primeros Padres, hablaron frecuentemente del pecado como una enfermedad que
necesita tratamiento, algo drástico, en las manos del médico o cirujano
espiritual. San Agustín (U 450) le dice al pecador: “un abseso se ha formado en
vuestra conciencia; os atormenta y no da descanso...confesaos y en confesión
deja que la pus salga y fluya lejos” (In ps. lxvi, n. 6). San Jerónimo (U 420)
comparando a los sacerdotes de la nueva Ley con aquellos de la Antigua que
decidían entre lepra y lepra, dice: “asimismo en el Nuevo Testamento, los
obispos y sacerdotes atan o sueltan... en virtud de su oficio” habiendo oído
varias clases de pecadores, saben quien debe ser atado y quien soltado”. (En
Mat. XVI, 19); en su “Sermón sobre la Penitencia” dice: “que nadie encuentre
fastidioso mostrar sus heridas (vulnus confiteri) porque sin confesión, no puede
haber sanación”. San Ambrosio (U 397): “este derecho (de atar y soltar) ha sido
conferido solo a los sacerdotes” (De pen., I, ii, n. 7); San Basilio (U 397):
“así como los hombres no dan a conocer sus pesares corporales a nadie ni a
todos, sino sólo a aquellos que tienen la habilidad de sanar, así también la
confesión del pecado debe ser hecha a aquellos que pueden sanar” (Reg. Brevior.,
229). Porque aquellos que buscan escapar de la obligación de confesión, es
suficientemente natural afirmar que el arrepentimiento es un asunto sólo del
alma con su Creador, y que no es necesario ningún intermediario. Fue este
pretexto que San Agustín considera en uno de sus sermones: “No permitáis que
nadie diga que hago penitencia secretamente; la realizo a la vista de Dios y El
quien perdona sabe que en mi corazón, me arrepiento” A lo cual San Agustín
pregunta: “Acaso ¿fue dicho sin propósito alguno ‘loque tu desates en la tierra,
será desatado en el cielo? ‘¿Acaso las llaves fueron dadas a la Iglesia para
nada?" (Sermo CCCXCII, n. 3, in P.L., XXXIX, 1711). Los Padres, por su puesto no
niegan que el pecado debe ser confesado a Dios; a veces, sin dudas, al exhortar
al creyente a confesarse, no hacen mención del sacerdote; pero tales pasajes
deben ser considerados en conexión con las enseñanzas generales de los Padres y
con la creencia tradicional de la Iglesia. Su significado real está expresado
por ejemplo, por Anastasio Sinaita (Siglo séptimo): “Confiesen sus pecados a
Cristo a través del sacerdote” (De sacra synaxi) y por Egbert, Arzobispo de York
(U. 766): “Permitan al pecador confesar sus acciones malas a Dios, que el
sacerdote sabrá qué penitencia imponer” (Mansi, Coll. Conc., XII, 232). Los
pasajes de San Juan Crisóstomo, ver a Hurter "Theol. dogmat.", III, 454; Pesch,
"Praelectiones", VII, 165. Los Padres, sabiendo muy bien que el pecador debe
superar la vergüenza como una gran dificultad, los motiva a pesar de ella, a la
confesión. “Apelo a ti mi hermano” dice San Paciano (U. 391), “…tu que no te
avergüenzas de pecar y sin embargo, te avergüenzas de confesar… te ruego, deja
de esconder tu conciencia herida.
Las personas enfermas que son prudente, no temen al médico aunque corte y queme
las partes secretas del cuerpo” (Paraenesis ad poenit., n. 6, 8). San Juan
Crisóstomo (U 347) confiesa elocuencia con el pecador: “No te avergüences de
acercarte al sacerdote porque haz pecado, sino que por esta misma razón,
acércatele. Nadie dice: Porque tengo una úlcera no me acercaré al médico ni
tomaré medicina; por el contrario, es justamente por ello que es necesario
llamar a cualquier médico y aplicar remedios. Nosotros (los sacerdotes) sabemos
bien cómo perdonar, porque nosotros mismos somos vulnerables al pecado. Es por
esto que Dios no nos dio ángeles para ser nuestros médicos, ni tampoco envió a
Gabriel a reinar en la manada, sino que entre los fieles mismos, escoge a los
pastores de entre las ovejas, El nombró al líder para que esté inclinado a
perdonar a sus seguidores y, teniendo presente sus propias faltas, no sea duro
contra los miembros de la manada” (Hom. "On Frequent Assembly" in P.G., LXIII,
463).
Tertuliano ya había utilizado el mismo argumento con aquellos que, por temor a
exponer sus pecados, postergaban su confesión día a día – más atentos a su
vergüenza que de su propia salvación, como aquellos que esconden del médico, la
enfermedad que sufren en las partes secretas de su cuerpo, y por ello, sucumben
de timidez…porque si nosotros contenemos cualquier cosa del conocimiento de los
hombres ¿por lo tanto, lo escondemos de Dios? . . . ¿Es acaso mejor esconderse y
estar condenado que ser abiertamente absuelto? ("De poenit.", x). San Cipriano
((U. 258) implora una mayor suavidad en el tratamiento de los pecadores,"dado
que pensamos que a nadie se debe prohibir hacer penitencia y que aquellos que
imploran la misericordia de Dios, se les puede otorgar Paz a través de Sus
sacerdotes. Y porque en el infierno no hay confesión, tampoco se puede hacer
exomologesis aquellos que se arrepienten con todo su corazón y lo piden deben
ser recibidos en la Iglesia y de allí ser salvados para el Señor" (Ep. lv, "Ad
Antonian.", n. 29). En otros pasajes, dice que muchos que no hacen penitencia o
confiesan su culpa están llenos de espíritus impuros; y por contraste, elogia la
fe mas grande y el temor mas saludable de aquellos que, aunque no son culpables
de ninguna acción idólatra “sin embargo, porque pensaron en (tal acción),
confiesan (su pensamiento) con pena y simplicidad a los sacerdotes de Dios,
hacen la exomologesis de sus conciencias, yacen desnudo el dolor de su alma, y
buscan un remedio saludable incluso para heridas que son leves" ("De lapsis",
XXVI sqq.). Orígenes (U. 154) compara al pecador con aquellos cuyos estómagos
están sobrecargados con alimento indigestivo o con exceso de humores y flemas
que si vomitan, se sienten aliviados “así también, aquellos que han pecado, si
lo esconden y mantienen su pecado dentro son afligidos y casi ahogados por sus
humores o flemas.
Pero, si se acusan a sí mismos y confiesan, al mismo tiempo vomitan el pecado y
echan fuera toda causa de enfermedad” (Homil. en Ps. 37, n. 6, in P.G., XII,
1386). San Ireneo (130-102) relata el caso de cierta mujer a quien el Agnóstico
Marcus, la condujo al pecado. “Algunos de ellos” dice “realizan su exomologesis
abiertamente, también [etiam in manifesto], mientras otros, temerosos de hacerlo
así, se retraen en silencio, desesperados por recuperar la vida de Dios” ("Adv.
haer.", I, xiii, 7, en P.G., VII, 591). Este etiam in manifesto sugiere que al
menos se han confesado privadamente, pero no pueden ellos mismos hacer pública
confesión. La ventaja de la confesión como contraria a esconder el pecado está
mostrado en las palabras de San Clemente de Roma en su Carta a los Corintios:
"Es mejor para un hombre confesar sus pecados que endurecer su corazón” (Ep. I,
"Ad Cor.", li, 1).
Este perfil de las enseñanzas patrísticas nos muestra:
· Que los Padres insistían en una manifestación del pecado como medio necesario
para descargar el alma y recobrar la amistad de Dios;
· Que la confesión debía ser realizada no por un laico, sino por sacerdotes;
· Que los sacerdotes ejercen el poder de absolución en virtud de una comisión
Divina es decir, como representantes de Cristo;
· Que el pecador, de ser salvo, debe superar su vergüenza y repugnancia a la
confesión.
Y, dado que la serie de testigos se remontan a la última parte del siglo
primero, la práctica de la confesión debió existir desde tiempos mas tempranos.
San Leo tenía buena razón para apelar a la “regla Apostólica” la cual hizo
suficiente la confesión secreta al sacerdote sin necesidad de una declaración
pública. Tampoco es sorpresivo que Lantantius (U 330) haya apuntado a la
práctica de la confesión como una característica de la Iglesia verdadera: “Que
es en la Iglesia verdadera en la cual hay confesión y penitencia, la cual aplica
un total remedio a los pecados y heridas de donde está sujeta la debilidad de la
carne.” ("Div. Inst.", IV, 30).
XIII. Los pecados que deben ser confesados
Entre las proposiciones condenadas por el Concilio de Trento, se encuentra la
siguiente: “Para obtener el perdón de los pecados en el Sacramento de
Penitencia, no es necesario por ley Divina confesar todos y cada uno de los
pecados mortales los cuales se recuerdan a través de un debido y cuidadoso
examen, confesar incluso los pecados escondidos y aquellos que están contra los
dos últimos preceptos del Decálogo, junto con las circunstancias que cambian la
naturaleza específica del pecado; tal confesión es solo útil para instrucción y
consuelo del penitente, y de antiguo fue practicada solamente, para imponer la
satisfacción canónica” (Can de poenit., VII). La enseñanza católica es
consecuentemente: que todos los pecados mortales deben ser confesados, de los
que el penitente es conciente, porque estos están tan relacionados que ninguno
de ellos puede ser perdonado hasta que todos hayan sido perdonados. La Remisión
significa que el alma es restaurada en su amistad con Dios; y esto sería
obviamente imposible si quedara aunque sea un solo pecado mortal sin perdón. Por
lo tanto, el penitente, quien en confesión voluntariamente esconde un pecado
mortal, no logra ningún beneficio; por el contrario, hace nulo el sacramento y
por lo tanto incurre en la culpa del sacrilegio. Sin embargo, si el pecado es
omitido, no por falta del penitente, sino por olvido, es indirectamente
olvidado; aunque debe ser declarado en la próxima confesión y por lo tanto, ser
sometido al poder de llaves. Mientras el pecado mortal es materia necesaria de
confesión, el pecado venial es materia suficiente, como lo son también los
pecados mortales ya perdonados en confesiones previas. Esta es la enseñanza
común entre los teólogos, de acuerdo a la condenación pronunciada por León X
sobre las afirmaciones de Lucero “De ningún modo presume confesar los pecados
veniales…en la Iglesia primitiva sólo eran confesados los pecados
manifiestamente mortales.” (Bula, "Exurge Domine"; Denzinger, "Enchir.", 748).
En la constitución “Inter Cunctas” (17 de Febrero de 1304) Benedicto XI, luego
de declarar que los penitentes que se han confesado a un sacerdote perteneciente
a una orden religiosa, no están obligados a reiterar la confesión a su propio
sacerdote agregó: “Aunque no es necesario confesar el mismo pecado una y otra
vez, sin embargo consideramos saludable repetir la confesión por la vergüenza
que implica la cual es una parte importante de la penitencia; por lo tanto,
estrictamente convenimos con los Hermanos (Domínicos y Franciscanos] en
'exhortar a sus penitentes y en sus sermones, a confesarse con sus propios
sacerdotes al menos una vez al año asegurándoles que esto sin lugar a dudas los
conducirá a un bienestar espiritual” (Denzinger, "Enchir.", 470). Santo Tomás da
las mismas razones para esta práctica: mientras más a menudo uno se confiesa, el
castigo temporal se reduce; por lo tanto, uno debería confesarse una y otra vez
hasta pagar todo el castigo, tampoco el debería por lo tanto, ofrecer algún
perjuicio al sacramento” (IV Sent., d. xvii, q. 3, sol. 5 ad 4).
XIV. Satisfacción
Tal como fuera establecido más arriba, la absolución dada por el sacerdote a un
penitente que confiesa sus pecados con las disposiciones apropiadas, remite
tanto la culpa como el castigo eterno (del pecado mortal). Sin embargo,
permanece una especie de deuda con la justicia Divina que debe ser cancelada
aquí o en el más allá (Ver PURGATORIO). Para ser cancelada aquí, el penitente
recibe de su confesor lo que usualmente se llama “penitencia”, en la forma de
ciertas oraciones que el penitente debe decir o ciertas acciones que debe
realizar, tal como visitas a una iglesia, las Estaciones de la Cruz, etc.
Limosnas, proezas, ayunos, y oraciones que son los medios más importantes de
satisfacción, aunque pueden ser impuestas, otras obras penitenciales.
La calidad y extensión de la penitencia está determinada por el confesor de
acuerdo a la naturaleza de los pecados revelados, las circunstancias especiales
del penitente, su responsabilidad de recaer, y la necesidad de erradicar hábitos
malignos. A veces, la penitencia es tal que debe ser realizada inmediatamente;
en otros casos puede requerir más o menos un tiempo considerable como por
ejemplo, lo que sea prescrito para cada día durante una semana o mes. Pero
incluso entonces, el penitente puede recibir otro sacramento (ejemplo, la Santa
Comunión) inmediatamente después de la confesión, dado que la absolución
restaura al penitente al estado de gracia. Está sin embargo, bajo la obligación
de continuar la realización de su penitencia hasta que esté completa.
En lenguaje teológico, esta penitencia es llamada satisfacción y es definida, en
las palabras de Santo Tomás: “El pago de un castigo temporal debido y a cuenta
de una ofensa cometida contra Dios por el pecado” (Suppl. A la Summa, Q. XII, a.
3). Es un acto de justicia requerido por la injuria hecha al honor de Dios,
hasta el punto al menos donde el pecador pueda reparar (poena vindicativa);
también es un remedio preventivo en tanto y en cuanto tiene la intención de
impedir la posterior comisión del pecado (poena medicinalis). La satisfacción no
es, como la contricción y la confesión, una parte esencial del sacramento,
porque el efecto primario, es decir, la remisión de la culpa y el castigo
temporal—se obtienen sin la satisfacción; aunque si es una parte integral porque
es requisito para obtener el efecto secundario- es decir, la remisión del
castigo temporal. La doctrina Católica fue establecida en este punto por el
Concilio de Trento, que condena la proposición: “Que el castigo completo es
siempre remitido por Dios junto con la culpa, y la satisfacción requerida de los
penitentes no es otra que fe a través de la cual ellos creen que Cristo lo ha
satisfecho por ellos”; y más aún, la proposición: “Que las llaves fueron dada a
las Iglesia sólo para soltar y no para atar también; y que por esto, al imponer
penitencia sobre aquellos que se han confesado, los sacerdotes actúan
contrariamente al propósito de las llaves y la institución de Cristo; que es una
ficción (decir) que luego que el castigo eterno ha sido perdonado en virtud de
las llaves, usualmente queda pagar una pena temporal” (Can. "de Sac. poenit.",
12, 15; Denzinger, "Enchir.", 922, 925).
Contra los errores contenidos en estas declaraciones, el Concilio (Sesión XIV,
c. VIII) cita ejemplos conspicuos de las Sagradas Escrituras. La más notable de
ellas es el juicio pronunciado sobre David: “Y dijo Natán a David: El Señor ha
remitido tu pecado; no morirás. Más, por cuanto con este asunto hiciste
blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido ciertamente morirá”
(Samuel xii, 13, 14). El pecado de David fue perdonado y sin embargo tuvo que
sufrir castigo por la pérdida de su hijo. La misma verdad es enseñada por San
Pablo (I Cor., xi, 32): “más siendo juzgados, somos castigados por el Señor,
para que no seamos condenados con el mundo”. El castigo mencionado aquí es un
castigo temporal, pero un castigo para la Salvación.
“De todas las partes de la penitencia” dice el Concilio de Trento (op.cit), “la
satisfacción fue recomendada constantemente por nuestros Padres”. Esto fue
admitido por los mismos Reformistas. Calvino (Instit., III, iv, 38) dice que
toma poco en cuenta lo que los antiguos escritos contienen en relación a la
satisfacción porque “prácticamente todos aquellos libros existentes fueron
desviados sobre este punto o hablaban muy severamente”. Chemnitius ("Examen C.
Trident.", 4) admite que Tertuliano, Cipriano, Ambrosio y Agustín, ensalzaron el
valor de las obras penitenciales; y Flacio Illyricus en las “Centurias” tiene
una larga lista de Padres y escritores primitivos quienes, como el admite, los
señala como testigos de la doctrina de satisfacción. Algunos de los textos ya
citados (Confesión) mencionan expresamente la satisfacción como parte de la
penitencia sacramental. A éstos se puede agregar San Agustín quien dice que “El
Hombre es forzado a sufrir incluso después de haberse perdonado sus pecados,
aunque fue el pecado que lo llevó a esta penalidad. Porque el castigo sobrevive
a la culpa, no sea que la culpa deba ser pensada leve si con su perdón, el
castigo también termine” (Tract. CXXIV, "En Joann.", n. 5, in P.L., XXXV, 1972);
San Ambrosio: “Tan eficaz es la medicina de la penitencia que (en vista de ella)
Dios parece que deroga Su sentencia” ("De poenit.", 1, 2, c. VI, n. 48, in P.L.,
XVI, 509); Cesareo de Arles: “Si en la tribulación, no agradecemos a Dios ni nos
redimimos de nuestras faltas a través de buenas obras, deberemos ser detenidos
en el fuego del purgatorio hasta que los pecados mas leves sean quemados como la
madera o la paja” (Sermo CIV, n. 4). Entre los motivos para hacer penitencia
sobre lo cual los Padres insistían más frecuentemente es este: Si tu castigas tu
propio pecado, Dios te eximirá; pero en ningún caso el pecado quedará sin
castigo. O nuevamente ellos declaran que Dios quiere que realicemos la
satisfacción de manera que nosotros despejemos nuestras deudas con Su justicia.
Es por lo tanto con buena razón que los concilios anteriores – ejemplo Laodicea
(372 D.C.) y Cártago IV (397) – enseñan que la satisfacción es para ser impuesta
a los penitentes; Y el Concilio de Trento no hace sino reiterar la creencia y
práctica tradicional cuando hace obligatorio al confesor, el dar “penitencia”.
Por lo tanto, también la práctica de otorgar indulgencias, a través de la cual
la Iglesia va en asistencia al penitente y pone a su disposición los tesoros de
los méritos de Cristo. Las indulgencias, aunque están conectadas muy de cerca
con la penitencia, no son parte del sacramento; ellas presuponen la confesión y
absolución, y son propiamente llamadas remisiones extra sacramentales del
castigo temporal incurrido por el pecado (ver INDULGENCIAS).
XV. Sello de confesión
En relación a los pecados revelados a él en confesión sacramental, el sacerdote
está obligado al secreto inviolable. De esta obligación, no está excusado ni
para salvar su propia vida o buen nombre, ni para salvar la vida de otro, ni
para cumplir con los fines de la justicia humana, o para impedir alguna
calamidad pública. Ninguna ley lo puede obligar a divulgar los pecados
confesados a él, o ningún juramente que tome como por ejemplo, como testigo en
una corte. No los puede revelar si directamente, como por ejemplo, al repetirlo
en tantas palabras o, indirectamente por ejemplo por algún signo o acción o
entregando información basada en lo que sabe a través de la confesión. La única
razón que lo libera de esta obligación de secreto, es el permiso de hablar de
los pecados dado libre y formalmente por el mismo penitente. Sin tal permiso, la
violación del sello de la confesión no sólo sería un pecado grave, sino también
un sacrilegio. Sería contrario a la ley natural porque sería un abuso a la
confianza del penitente y un daño, tal vez bastante serio, a su reputación.
También violaría la ley Divina, la cual mientras impone la obligación de
confesarse, así también prohíbe la revelación de aquello que ha sido confesado.
Que infringe la ley eclesiástica es evidente de la estricta prohibición y
severos castigos decretados en esta materia por la Iglesia. “Cuidaos de
traicionar al pecador por la palabra o signo o cualquier otra forma…como sea,
decretamos que aquel que ose reveler un pecado dado a conocer a el en el
tribunal de penitencia, no sólo será depuesto del oficio sacerdotal, sino que
más aún será sujeto a confinamiento en un monasterio y el desempeño de
penitencia perpetua.” (Cuarto Concilio Laterano, cap. xxi; Denzinger, "Enchir.",
438). Más aún, por un decreto del Santo Oficio (18 Nov, 1682) se prohíbe a los
confesores, aunque no haya revelación directa o indirecta, hacer ningún uso del
conocimiento obtenido en confesión que pueda desagradar al penitente, incluso
aunque el no uso pueda ser ocasión de un desagrado mayor.
Estas prohibiciones, así como la obligación general de secreto, sólo se aplica a
lo que conoce el confesor a través de confesión hecha como parte del sacramento.
El no estaría obligado por el sello en relación a lo que una persona, con
seguridad, le diga, y que no tiene intención de hacer una confesión sacramental,
sino meramente hablar con él “en confianza”; sin embargo, la prudencia, puede
imponer silencio en relación a lo que supo de ésta manera. Tampoco la obligación
de sello impide al confesor de hablar de cosas que ha sabido fuera de la
confesión, aunque las mismas cosas se les hayan dicho a él en confesión; aquí
nuevamente, sin embargo, otras razones pueden obligarlo a observar el secreto.
La misma obligación, con las limitaciones indicadas, yacen en aquellos que de
una u otra forma adquieran un conocimiento de lo dicho en confesión ejemplo, un
intérprete que traduce al sacerdote las palabras del penitente, una persona que
ya sea accidental o intencionalmente oye por casualidad la confesión, un
eclesiástico superior (obispo) a quien el confesor solicita autorización para
absolver al penitente de un caso reservado. Incluso el penitentes, de acuerdo a
algunos teólogos, está obligado al secreto; pero la opinión más generalizada lo
deja libre; en cuanto puede autorizar al confesor hablar de algo que el ha
confesado, también puede, bajo su propia cuenta, hablar a otros. Pero está
obligado a tener cuidado de que lo que revele no traerá culpa o sospecha sobre
el confesor, puesto que éste último no puede defenderse. En una palabra, es más
importante guardar la intención de la Iglesia y la reverencia debida al
sacramento a que el mismo penitente deba abstenerse de hablar de su confesión.
Tal fue, sin lugar a dudas, el motivo que movió a San Leo a condenar la práctica
de permitir que el penitente leyera en público una declaración escrita de sus
pecados (ver más arriba); y es apenas necesario agregar que la Iglesia, al
tiempo que reconoce la validez de la confesión pública, no la requiere por
ningún medio; como lo declara el Concilio de Trento, sería imprudente prescribir
tal confesión por algún estatuto humano. (En relación a las provisiones de la
ley civil en esta materia, ver SELLO DE CONFESIÓN).
XVI. Penitencia Publica
Una prueba innegable tanto de la práctica de la confesión como de la necesidad
de satisfacción la encontramos en los usos de la Iglesia primitiva de acuerdo a
los cuales se prescribían y realizaban severas y a menudo prolongadas
penitencias. El elaborado sistema de penitencia que se exhibe en los
“Penitenciales” y decretos conciliares referidos a lo anterior, fueron por su
puesto resultados de un largo desarrollo; pero lo que ha prevalecido desde los
tiempos primitivos, son los principios y la actitud general hacia el pecado y la
satisfacción. Con bastante frecuencia, los más recientes estatutos se refieren a
las prácticas primitivas ya sea en términos explícitos o para reiterar lo que ha
sido instituido hace bastante tiempo. A veces, aluden a documentos que existían,
pero que aún no han llegado a nosotros, por ejemplo, el libellus mencionado en
los sínodos africanos de 251 y 255 que contenían singula capitum plactia es
decir, los detalles de legislaciones previas (San Cipriano, Ep. XXI). O
nuevamente, apuntaban a un sistema de penitencia que ya estaba operando y sólo
necesitaba ser aplicado a casos particulares, como aquel de los Corintios a
quien Clemente de Roma escribió su Primera Epístola cerca del año 96 DC
exhortándolos: “Sean sujetos obedientes de los sacerdotes (presbíteros) y
reciban disciplina (correctionem) a través de la penitencia, arrodillando
vuestro corazón” (Ep. I “Ad. Cor” LVII). Por lo tanto, al final del siglo
primero, era requerida la realización de penitencia y la naturaleza de tal
penitencia era determinada no por el penitente, sino por una autoridad
eclesiástica. (Ver EXCOMUNICACIÓN).
Debemos distinguir tres clases de penitencias canónicas, prescritas por
concilios u obispos bajo la forma de “cánones” para ofensas graves. Esta podía
ser privada, es decir, realizada secreta o públicamente, es decir, realizada en
presencia del obispo, clérigo o pueblo. Cuando era acompañada por ciertos ritos,
como prescritas por los Cánones, era una penitencia solemne. La penitencia
pública no era necesariamente canónica; podía ser asumida por el penitente por
cuenta propia. La penitencia solemne, la más severa de todas, eran inflingidas
sólo para las peores ofensas, notablemente para el adulterio, el asesinato, y la
idolatría, los “pecados capitales”. El nombre penitente fue aplicado
especialmente a aquellos que realizaban penitencia canónica pública. “Existe una
penitencia mas dura y grave, y sus hacedores eran quienes propiamente la Iglesia
los llamaba penitentes; eran excluidos de participar en los sacramentos del
altar, no sea que indignamente recibieran el juicio de lo comido y bebido dentro
de sí mismos”
(St. Augustine, "De utilitate agendae poenit.", ser. CCCXXXII, c. III).
El proceso penitencial incluía una serie de actos, el primero de los cuales fue
la confesión. En relación a esto, Orígenes, luego de hablar del bautismo nos
dice: Hay aún un perdón de los pecados mas severo y arduo a través de la
penitencia, cuando el pecador lava su depósito con lágrimas, y cuando se sonroja
no por divulgar su pecado al sacerdote del Señor y buscar el remedio” (Homil.
"In Levit.", II, 4, in P. G., XII, 418). Nuevamente dice: “Aquellos que han
pecado, si esconden y retienen su pecado dentro de su pecho, están gravemente
atormentados; pero si el pecador se torna en su propio acusador, mientras lo
hace, descarga la causa de todos sus males. Sólo permitamos que considere
cuidadosamente a quien deba confesar su pecado; este es el carácter del médico;
si él ha de ser débil con el débil quien llorará con quien se lamenta y quien
comprenda la disciplina de la condolencia y compasión. De manera que cuando se
conozca su habilidad y su piedad se sienta, tu sigas lo que él te aconseje. El
deberá pensar que tu enfermedad es tal que debe ser declarada en la asamblea de
los creyentes, a través de la cual otros se puedan edificar y tu mismo ser
fácilmente reformado- esto debe ser hecho con mucha deliberación y con la hábil
conducción del médico” (Homil. "En Ps. 37", n. 6, en P. G., XII, 1386). Aquí
Orígenes plantea con bastante claridad la relación entre la confesión y la
penitencia pública. El pecador primero debe dar a conocer sus pecados al
sacerdote quien decidirá si es necesaria cualquier otra manifestación. La
penitencia pública no necesariamente incluye una confesión pública del pecado.
Como declara también San Agustín, “Si su pecado no sólo es grave en sí mismo,
sino que involucra escándalo para otros, y si el obispo (antistes) juzga que
sería útil a la Iglesia (publicar el pecado), no rehúsen al pecador hacer
penitencia a la vista de muchos o incluso ante el pueblo todo, no dejemos que se
resista, ni por la vergüenza agregada a su herida mortal un mal mayor” (Sermo
CLI, n. 3). Era, por lo tanto, deber del confesor determinar la envergadura del
proceso de penitencia mas allá de la confesión sacramental. Correspondía también
a él fijar la calidad y duración de la penitencia: “La satisfacción – dice
Tertuliano, “está determinada por la confesión; la penitencia nace de la
confesión y por la penitencia Dios es aplacado” (De poenit., VIII). En el Este,
existía desde tiempo primitivos (Sozomen, H. E., VII, XVI) o al menos desde el
brote del cisma Novaciano (Socrates, H. E., V, XIX) un funcionario conocido como
presbyter penitentiarius, es decir, un sacerdote especialmente nombrado
considerando su prudencia y reserva para oír confesiones e imponer penitencia
pública. Si el confesor lo considerare necesario, obligaba al penitente aparecer
ante el obispo y su consejo (presbyterium) y estos nuevamente decidían si el
crimen era de tal naturaleza que debía ser confesado ante el pueblo. Luego,
generalmente después del Miércoles de Cenizas, se imponía la penitencia pública
a través de la cual el pecador era excluido por un período mas corto o más largo
de la comunión de la Iglesia y además era obligado a realizar ciertos ejercicios
penitenciales, la exomologesis. Este término, sin embargo, tuvo varios
significados: a veces designaba todo el proceso de penitencia (Tertuliano), o
nuevamente la confesión del pecado al principio o, finalmente, la confesión
pública que se realizaba al final – es decir, luego de la realización de los
ejercicios penitenciales.
La naturaleza de estos ejercicios variaban de acuerdo al pecado por el cual eran
prescritos. De Acuerdo a Tertuliano (De poenit. IX) “La Exomologesis es la
disciplina que obliga a un hombre a postrarse y humillarse y a adoptar una forma
de vida que le traerá misericordia. En relación a la ropa y comida, prescribía
que debía recostarse en arpillera y cenizas, vestir su cuerpo con harapos,
sumergir su alma en lamentos, corregir sus faltas a través de un duro
tratamiento de sí mismo, usar la carne mas sencilla y tomar para salud de su
alma y no para su estómago: usualmente, debía alimentar su oración con el ayuno,
días y noches completos debía lamentarse, y llorar, y gemir al Señor su Dios,
lanzarse a los pies de los sacerdotes, caer de rodillas ante aquellos que son
queridos de Dios y rogarles que rueguen por él”.
En un período muy temprano, la exomologesis estaba dividida en cuatro partes o
“estaciones” los penitentes eran agrupados en tanto clases diferentes de acuerdo
al progreso en sus penitencias. La clase más baja, los flentes (los que lloran)
se quedaban fuera de la puerta de la iglesia y rogaban la intercesión de los
creyentes en la medida que estos entraban a la iglesia. Los audientes (los que
escuchan) se estacionaban en el pórtico de la iglesia detrás de las catacumbas y
se les permitía quedarse durante la Misa de los Catecúmenos, es decir, hasta el
final del sermón. Los substrati (postrados) o genuflectentes (arrodillados)
ocupaban el espacio entre la puerta y el ambón, donde ellos recibían la
imposición de manos del obispo o su bendición. Finalmente, los consistentes eran
así llamados porque se les permitía oír toda la Misa sin comunicación, o porque
permanecían en sus lugares mientras que los creyentes se acercaban a la Sagrada
Mesa. Este agrupamiento en estaciones originada en el Este, donde al menos los
tres grupos más altos eran mencionados cerca del 263 DC por Gregorio
Thaumaturgus, y el primero o grupo mas bajo, por San Basilio (Ep. CXCIX, e. XXII;
CCXVII, c. LVI). En Occidente, la clasificación no existió, ni las diferentes
estaciones estaban tan claramente marcadas; los penitentes eran tratados
bastante parecido a como fueron tratados los catecúmenos.
La exomologesis terminaba con la reconciliación, una solemne función que tuvo
lugar el Jueves Santo justo antes de la Misa. El Obispo preside, asistido por
sus sacerdotes y diáconos. Se sostenía una consulta (concilium) para determinar
cual de los penitentes merecía readmisión; los Salmos Penitenciales y las
letanías eran recitadas al pie del altar; el obispo en un breve discurso
recuerda a los penitentes su obligación de tener de ahí en adelante una vida
recta; los penitentes encendían las velas en sus manos las que luego eran
dirigidas a la iglesia; se decían oraciones, antífonas y respuestas y,
finalmente, era dada la absolución pública. (Ver Schmitz, "Die Bussbucher u. die
Bussdisciplin d. Kirche", Mainz, 1883; Funk in "Kirchenlex.", s. v. "Bussdisciplin";
Pohle in "Kirchl. Handlex.", s. v. "Bussdisciplin"; Tixeront, "Hist. des dogmes",
Paris, 1905; Eng. tr., St. Louis, 1910.)
En relación a la naturaleza de esta absolución dada por el obispo, se han dado
varias opiniones. De acuerdo a un punto de vista, era la remisión, no de culpa
sino de castigo temporal; la culpa ya había sido remitida por la absolución la
cual recibía el penitente en confesión antes de ingresar en la penitencia
pública. Esto encuentra apoyo en el hecho que la reconciliación podía ser
efectuada por un diácono en caso de necesidad y en ausencia de un sacerdote,
como aparece en San Cipriano (Ep. XVIII). Hablando de aquellos que habían
recibido libelli de los mártires, dice: “Si eran alcanzados por una enfermedad,
no necesitan esperar por nuestra llegada, pero podían hacer la exomologesis de
su pecado ante cualquier sacerdote, o, si no había sacerdote cercano, y la
muerte era inminente, ante un diácono, que por ende, por la imposición de sus
manos en penitencia, podía ir al Señor con la paz que los mártires han rogado a
nosotros a través de cartas para entregar”.
Por otro lado, el diácono no podía dar absolución sacramental; consecuentemente,
en tal caso su función era la de absolver al penitente del castigo; y, en cuanto
estaba autorizado aquí dentro para hacer lo que hacía el obispo en la absolución
pública, esto no podía haber sido sacramental. Había la otra consideración que
el obispo no necesariamente oía las confesiones de aquellos que el absolvía en
el momento de la reconciliación, y más aún, las fórmulas antiguas prescriben que
en esos momentos, un sacerdote debía oír la confesión, y que el obispo, luego de
ello, debía pronunciar la absolución. Pero la absolución sacramental puede ser
dada solo por aquel que oye la confesión. Y nuevamente, la penitencia pública
duraba a menudo muchos años; consecuentemente, si el penitente no era absuelto
al principio, podía haber permanecido todo ese tiempo en estado de pecado,
incapaz de merecer nada del cielo por sus ejercicios penitenciales, y expuesto
al peligro de la muerte repentina (Pesch, op. cit., p. 110 sq. Cf. Palmieri, op.
cit., p. 459; Pignataro, "De disciplina poenitentiali", Rome, 1904, p. 100; Di
Dario, "II sacramento della penitenza nei primi secoli del cristianesimo",
Naples, 1908, p. 81). Los escritores que sostenían que la absolución era
sacramental, insisten que no hay evidencia documental de una confesión secreta;
que si ella existió, la forma más dura de penitencia pública habría sido
abandonada.; que el argumento de la prescripción pierde su fuerza si el carácter
sacramental de la penitencia pública se negara; y que esta penitencia contiene
todo lo que se requiere de un sacramento. (Boudinhon, "Sur l'histoire de la
pénitence" en "Revue d'histoire et de litterature religieuses", II, 1897, p. 306
sq. Cf. Hogan in "Am. Cath. Q. Rev.", Julio, 1900; Batiffol, "Etudes d'histoire
et de theologie positive", Paris, 1902, p. 195 sq.; Vacandard en "Dict. de theol.",
s. v. "Absolution", 156-61; O'Donnell, "Penance in the Early Church", Dublin
1907, p. 95 sq.)
Mientras esta discusión concierne a la práctica bajo circunstancias ordinarias,
se admite de común que la absolución sacramental era otorgada en el momento de
la confesión a aquellos que estaban en peligro de muerte. De hecho, la Iglesia
en su práctica universal no rehusó la absolución en el último momento incluso en
los casos de aquellos que habían cometido pecado grave. San Leo escribe a
Teodoro, Obispo de Frejus en 442 diciendo: “No puede prohibirse la satisfacción
ni negarse la reconciliación a aquellos que en tiempos de necesidad y peligro
inminente imploran la ayuda de la penitencia y luego de la reconciliación”.
Luego de señalar que la penitencia no debería ser aplazada día tras día hasta el
momento “cuando ya casi no hay espacio ya sea para la confesión del penitente o
su reconciliación por un sacerdote”; agrega que incluso en estas circunstancias
“la acción de penitencia y la gracia de comunión no deben negarse si son
solicitadas por el penitente” (Ep. CVIII, c. IV ,en P.L., LIV, 1011). San Leo
expresamente declara que él aplicaba la regla eclesiástica (ecclesiastica
regula). Poco tiempo antes, San Celestino (428) había expresado su horror al
saber que “la penitencia era rehusada al moribundo y que el deseo de aquellos no
era otorgado, a quienes en la hora de la muerte rogaban este remedio para su
alma”; esto, decía es “agregar muerte a la muerte y matar con crueldad el alma
que no es absuelta” (Carta a los obispos de las provincias de Viena y Carbona,
c. II) Que tal rechazo no estaba de acuerdo con las práctica primitiva, era
evidente por las palabras del Concilio de Nicea (325): “Respecto a los
moribundos, la antigua ley canónica deberá ser observada, a saber, que si
alguien deja esta vida, por ningún motivo será privado del último y más
necesario viático” (can. XIII). Si la persona moribunda podía recibir la
Eucaristía, ciertamente no se le puede negar la absolución. Si en algunos
tiempos pareció haber existido mayor severidad, esta consistió no en rehusar la
absolución, sino la comunión; tal era la pena prescrita por el Concilio de
Elvira (306) para aquellos que luego del bautismo habían caído en idolatría. Lo
mismo es cierto del canon 22 del Concilio de Arles (314) que establece que la
comunión no debe ser dada “a aquellos apostatas, aunque nunca aparecen ante la
Iglesia, no buscan la penitencia y sin embargo después, cuando son atacados por
alguna enfermedad, solicitan la comunión”. El Concilio agota el tema de la
disposición propia para tales pecadores, como también lo hizo San Cipriano
cuando prohíbe que aquellos que “no hacen penitencia ni manifiestan un corazón
afligido” sean admitidos en la comunión y paz si en enfermedad lo solicitan;
porque lo que los motiva e buscar (la comunión) no es el arrepentimiento de su
pecado, sino el temor de acercarse a la muerte.” (Ep. ad Antonianum, n. 23).
Una evidencia adicional de la severidad con la cual era administrada la
penitencia pública, y especialmente en su forma solemne, es el hecho que sólo
podía ser realizada por una única vez. Esto es evidente de algunos textos
citados más arriba (Tertuliano, Hermas). Orígenes también dice: “Por crímenes
graves, sólo hay una oportunidad de penitencia” (Hom. XV, "In Levit.", c. II); y
San Ambrosio: “Como hay sólo un bautismo, también hay sólo una penitencia, la
cual, sin embargo, es públicamente realizada” (De poenit., II, c. X, n. 95). San
Agustín nos da la razón: “Aunque, por una provisión sabia y saludable, la
oportunidad de realizar la forma más humilde de penitencia es otorgada solo una
vez en la Iglesia, no sea que el remedio se torne común, y sea menos eficaz para
el enfermo…aquel que no obstante ose decirle a Dios: ¿Por qué una vez más
perdonas a este hombre quien luego de una primera penitencia nuevamente se ha
enfrascado a sí mismo en las cadenas del pecado? (Ep. CLIII, "Ad Macedonium").
Podría ser muy bien admitido que la disciplina en los tiempos primitivos era
rigurosa y que era llevada a extremos en alguna Iglesias o por algunos obispos.
Esto está plenamente establecido por el Papa San Inocente (405) en su carta (Ep.
VI, c.II) a Exuperius, Obispo de Toulouse. La cuestión ha sido considerada en
cuanto a qué se debe hacer con aquellos que, luego de toda una vida de
licenciosa indulgencia, ruegan al final por penitencia y comunión. “En relación
a éstos” escribe el Papa “la práctica primitiva era más severa, y las últimas
mas moderadas con misericordia. La costumbre antigua era que debía otorgarse la
penitencia, aunque negada la comunión; porque en aquellos tiempos las
persecuciones eran frecuentes, por lo tanto, no sea que facilitar la admisión a
la comunión podría fracasar al volver a traer sus malas maneras a los hombres
que estaban seguros de la reconciliación, con todo derecho la comunión era
rehusada, mientras que se otorgaba la penitencia para que el rechazo no fuera
total.
Pero luego que el Señor restauró paz en sus Iglesias, y el terror había cesado,
era bien considerado que la comunión fuera dada al moribundo no sea que parezca
que seguimos la rudeza y rigor del hereje Novacian al negar el perdón. Por lo
tanto, la comunión debía sea dada al final, junto con la penitencia, para que
estos hombres, sólo si en el supremo momento de la muerte, puedan, con el
permiso de Nuestro Salvador, ser rescatados de la destrucción eterna”. La calma
de la penitencia pública la cual indica este pasaje continuó a través del
período subsiguiente, especialmente en la Edad Media. El oficio de
poenitentiarius ya había sido abolido (390) en Oriente por Nestorius, Patriarca
de Constantinopla, a consecuencia de un escándalo que nació de una confesión
pública. Muy poco después, desaparecieron las cuatro “estaciones” y la
penitencia pública cayó en desuso. En Occidente pasó por una transformación más
gradual. La Excomunión continuó en uso y la interdicción (q.v.) era un recurso
frecuente. La realización de la penitencia fue dejada en gran medida al fervor y
buena voluntad del penitente; Cada vez más se mostró mas clemencia, permitiendo
que la reconciliación se llevara a cabo de alguna manera antes que se completara
el tiempo prescrito; y se introdujo la práctica de cambiar la penitencia
impuesta por otros ejercicios u obras piadosas, tales como la oración y la
limosna.
De acuerdo al decreto del Concilio de Clermont (1095), aquellos que se unían en
una cruzada eran liberados de la obligación en relación a la penitencia.
Finalmente se hizo costumbre dejar que la reconciliación siguiera inmediatamente
a la confesión. Con estas modificaciones, el uso primitivo había prácticamente
desaparecido a mediados del siglo dieciséis. Se hicieron algunos intentos para
revivirla luego del Concilio de Trento, pero estos eran aislados y de corta
duración. (Ver INDULGENCIAS).
XVII. En las iglesias britanicas e irlandesas
El sistema penitencial en estos países fue establecido simultáneamente con la
introducción del Cristianismo, fue desarrollado rápidamente por decretos
episcopales y estatutos sinodales, siendo reducido a su forma definitiva en los
Penitenciales. Estos libros ejercían tal influencia en la práctica en la Europa
continental que, de acuerdo a una opinión, ellos “primero trajeron orden y
unidad a la disciplina eclesiástica en estas materias” (Wasserschleben, "Bussordnungen
d. abendlandischen Kirche", Halle, 1851, p. 4.—Para ver un punto de vista
distinto, ver a Schmitz, "Die Bussbucher u. die Bussdisciplin d. Kirche", Mainz,
1888, p. 187). En cualquier caso, está más allá de toda duda que en su creencia
y practica, las Iglesias de Irlanda, Inglaterra y Escocia eran una con Roma. El
tal llamado Sínodo de San Patricio decretó que un Cristiano que comete
cualquiera de los pecados capitales debe realizar un año de penitencia por cada
ofensa y que al final debe “venir con testigos y ser absuelto por el sacerdote”
(Wilkins, "Concilia", I, p. 3). Otro Sínodo de San Patricio ordenó que “El Abad
deberá decidir a quien se confía el poder de atar y soltar, aunque el perdón era
más por mantener los ejemplos de las Escrituras; dejen que la penitencia sea
corta, con llantos y lamentaciones, y un aspecto plañidero, en lugar de uno
largo e inclinado al relajo” (Wilkins, ibid., p.4). Para ver opiniones varias
sobre la fecha y origen de los sínodos, ver de Haddan y Stubbs, “Concilios”, II,
331; Bury, "Vida de San Patricio", Londres, 1905. El confesor era llamado
anmchara (animae carus) es decir, “amigo del alma”. San Columba era anmchara de
Aidán, Lord de Dalraida, D.C. 574 (Adamnan “Vida de San Columba”, ed. Reeves, p.
LXXVI); y Adamnan era “amigo del alma” de Finnsnechta, Monarca de Irlanda, D.C
675 (ibid., p. XLIII). La “Vida de San Columba relata la venida de Feachnaus a
Iona, donde con lágrimas y lamentaciones, cayó a los pies de Columba y “ante
todos los presentes, confesó sus pecados. Luego, el santo llorando con él le
dijo: “levántate, hijo mío y confortaos; los pecados que habéis cometido son
perdonados; porque, como está escrito, Dios no desprecia un corazón contrito y
humilde” (Ibid, I, 30). La necesidad y efectos de la confesión son explicados en
el Leabhar Breac: “La penitencia libera de todos los pecados cometidos después
del bautismo. Todo aquel deseoso de una cura de su alma y felicidad con el Señor
debe realizar una humilde y lamentada confesión; y la confesión con los oradores
de la Iglesia, son como el bautismo para él. Así como la enfermedad daña al
cuerpo, así el pecado daña el alma; y así como hay una cura para la enfermedad
del cuerpo, así también hay un bálsamo para aquella del alma. Y así como las
heridas del cuerpo son mostradas al médico, así también, los dolores del alma
deben ser expuestos. Así como aquel que toma veneno es salvado por el vómito,
así también, el alma es sanada por la confesión y la declaración de los pecados
con lamento, y por las oraciones de la Iglesia, y una determinación de ahí en
delante de observar las leyes de la Iglesia de Dios…Porque cristo dejó a Sus
Apóstoles y a la Iglesia hasta el fin del mundo, el poder de desatar y de atar”.
Que la confesión es requisito previo a la Comunión es evidente de los
penitenciales imputados a San Columbano, quien ordena (can. XXX) “que las
confesiones deben darse con toda diligencia, especialmente cuando concierne a
las conmociones de la mente, antes de asistir a Misa, no sea que haya un
percance para que alguien se acerque al altar sin merecerlo, esto es, si él no
tiene su corazón limpio. Porque es mejor esperar hasta que el corazón esté
dispuesto y libre del escándalo y la envidia, que osadamente nos acerquemos al
juicio del tribunal. Porque el altar es el tribunal de Cristo, y Su Cuerpo,
incluso con Su Sangre, juzga a aquellos que se acercan indignamente. Así es,
pues que debemos estar atentos de los pecados capitales antes de comunicarnos,
así también, de los mas inciertos defectos y enfermedades de un alma lánguida,
es necesario para nosotros abstenernos y estar limpios antes de ir a aquella que
es una conjunción de paz verdadera y unión con la salvación eterna” En la “Vida
de San Maedoc de Ferns” se dice del asesinado Rey Brandubh: “Y así partió sin
confesión y la comunicación de la Eucaristía”. Pero el santo lo restauró a la
vida por un momento y luego, “habiéndose confesado y recibido la absolución y el
viático del Cuerpo de Cristo, el Rey Brandubh se fue al cielo, y fue sepultado
en la ciudad de San Maedoc, la cual es llamada Ferns, donde los reyes de aquella
tierra, son enterrados” (Acta SS. Hib., col. 482). La métrica “Regla de San
Cartago”, traducida por Eugene O`Curry, entrega estas directrices al sacerdote:
“Si vas a dar la comunión en un terrible momento de muerte, debes recibir
confesión sin vergüenza, sin reserva” En la oración para dar la comunión a los
enfermos (Misal de Corpus Christi ) se lee: “Oh Dios, que haz querido que los
pecados deban ser perdonados por la imposición de las manos del sacerdote…” y
luego sigue la absolución: “nosotros te absolvemos como representantes del
bendito Pedro, Príncipe de los Apóstoles, a quien el Señor dio el poder de atar
y desatar”. Esa confesión era regularmente una parte de la preparación para la
muerte como es atestiguado por el Concilio de Cashel (1172) el cual ordena que
el creyente, en caso de enfermedad, de hacer su testamento “en la presencia de
su confesor y prójimos” y prescribe que aquellos que mueren “con una buena
confesión” el debido tributo debe ser pagado en la forma de Misas y entierro.
(can. vi, vii).
La práctica de la penitencia pública fue regulada detalladamente en los
Penitenciales. Que San Cummian prescribe que “ si cualquier sacerdote rehúsa dar
penitencia al que está muriendo, el es culpable de la pérdida de sus
almas…porque puede haber verdadera conversión en el último momento, dado que
Dios no sólo considera el tiempo, sino también el corazón, y el Ladrón ganó el
Paraíso en su última hora de su confesión” (C. xiv, 2). Otros Penitenciales,
llevan los nombres de San Finan, Santos David y Gildas, San Columbano, Adamnan.
La colección de cánones conocidos como la “Hibernensis” es especialmente
importante, y es citado bajo el título de “Penitencia”, de las enseñanzas de San
Agustín, San Jerónimo y otros Padres, de este modo muestran la continuidad de la
fe irlandesa y la observancia con aquella de la Iglesia primitiva.
( Ver Lanigan, "Eccl. Hist. de Ireland", Dublín, 1829; Moran, "Ensayos sobre la
Iglesia primitive irlandesa”, Dublín, 1864; Malone, "Historia de la Iglesia de
Irlanda”, Dublín, 1880; Warren, "La Liturgia y l Ritual de la Iglesia Celta”",
Oxford, 1881; Salmon, "La Antigua Iglesia Irlandesa", Dublín, 1897.)
XVIII. En la iglesia anglo-sajona
En la Iglesia Anglo-Sajona, la penitencia era llamada behreowsung, del verbo
hreowan, de donde proviene nuestra palabra “lamentar”. El confesor era el scrift;
confesión, scrift spraec; y la parroquia misma era el scriftscir, i.e.,
"distrito de confesión” –un término que muestra completamente la estrecha
relación entre confesión y la obra de religión en general. La práctica en
Inglaterra puede ser detectada desde los tiempos inmediatamente siguientes a la
conversión del país. El Venerable BEDE (H. E., IV, 23 [25]) nos entrega la
historia de Adamnan, un monje irlandés del siglo séptimo que pertenecía al
Monasterio de Coldingham, Inglaterra. En su juventud, habiendo cometido algún
pecado, fue a un sacerdote, se confesó y se le dio una penitencia para ser
ejecutada al regreso del sacerdote. Pero el sacerdote fue a Irlanda y murió
allí, y Adamnan continuó su penitencia hasta el fin de sus días. Cuando San
Cuthbert (635-87) en sus viajes misioneros oraba al pueblo, “Todos han confesado
abiertamente lo que han hecho…y lo que han confesado, lo han expiado; tal como
les ordenó, a través de valiosos frutos de penitencia” (Bede, op. cit., IV, 25).
Alcuin (735-804) declara que “sin confesión no hay perdón" (P.L., C, 337); que
"aquel que se acusa a sí mismo de sus pecados no tendrá al demonio como acusador
en el día del juicio” (P.L., CI, 621); que "aquel que esconde sus pecados y se
avergüenza de hacer total confesión, tiene hoy a Dios como testigo y lo tendrá
nuevamente como vengador”
(ibid., 622). Lanfranc (1005-89) tiene un tratado, "De celunda confessione",es
decir, mientras se mantenga la confesión bajo secreto, él reprocha a aquellos
que dan la más pequeña intimación de lo que han oído en confesión
(P.L., CL, 626).
Los penitenciales eran conocidos como scrift bocs. El atribuído al Arzobispo
Teodoro (602-90) dice: “Al diácono no le es permitido imponer penitencia a un
laico; esto debe ser hecho por el obispo o los sacerdotes” (libro II, 2): y más
adelante: “De acuerdo a los cánones, los penitentes no debe recibir comunión
hasta que hayan completado su penitencia; pero nosotros, por piedad, les
permitimos recibir al final de un año o seis meses” (I, 12). Una importante
declaración es que “la reconciliación pública no es establecida en esta
provincia, por la razón que allí no hay penitencia pública” – lo que señala las
prescripciones al minuto contenidas en el penitencial tenían la intención de ser
guía para los sacerdotes al dar penitencia privadamente, es decir, en confesión.
Entre los excerptiones o extractos, de los cánones que tienen el nombre del
Arzobispo Egbert de York ( muerto 766) el canon XLVI dice que el obispo no debe
oír causa alguna sin la presencia de su clérigo, excepto en el caso de una
confesión (Wilkins, "Concilia", I, 104). Su Penitencial dicta (IX) que “un
obispo o sacerdote no debe rehusar la confesión a aquellos que la deseen, aunque
sean culpables de muchos pecados” (ibid. 126). El Concilio de Calcuta (787 DC):
“Si alguno deja esta vida sin penitencia o confesión, no se rezará por él” (can.
XX). Los cánones publicados bajo el Rey Edgar (960) tienen una sección especial
“Bajo Confesión que comienza: ‘cuando alguien desea confesar sus pecados,
déjenlo actuar valientemente y que no se avergüence de confesar acusando sus
delitos y crímenes; porque de ahí viene el perdón, y porque sin confesión no hay
perdón; la confesión sana; la confesión justifica” (ibid., 229). El Concilio de
Eanham (1009): “Permitan que todo Cristiano sienta que es importante, mantengan
estrictamente su Cristiandad, acostúmbrenlo a la confesión frecuente, sin temor
que confiese sus pecados, y que con cuidado haga enmiendas de acuerdo a cómo es
dirigido” (can. xvii, Wilkins, ibid., 289). Entre las leyes eclesiásticas
instituidas (1033) por el Rey Canute, encontramos esta exhortación: “Con toda
diligencia, restituyámonos de nuestros pecados, y que cada uno de nosotros,
confiese sus pecados a nuestro confesor, y para siempre nos abstengamos de hacer
el mal y enmendemos nuestras formas” (XVIII, Wilkins, ibid., 303).
El Concilio de Durham (c. 1220): ”Cuán necesario es el sacramento de la
penitencia, éstas palabras del Evangelio lo evidencian: Los pecados de aquellos,
etc…pero dado que obtenemos el perdón de nuestros pecados a través de una
confesión verdadera, prescribimos, de acuerdo a los estatutos canónicos que el
sacerdote al dar la penitencia debe considerar cuidadosamente la cantidad de
penitencia, la calidad del pecado, el lugar, el momento, la causa, la duración y
otras circunstancias del pecado; y especialmente, la devoción del penitente y
los signos de arrepentimiento” Directrices similares fueron dadas por el
Concilio de Oxford (1222) el cual agrega luego de varias advertencias: “Que
ningún sacerdote ose, ya sea por ira o incluso miedo de muerte, revelar la
confesión de nadie, ya sea por palabras o señas…y deba ser convicto si lo hace y
debe con todo derecho ser degradada sin esperanza de descanso” (Wilkins, ibid.,
595). El Concilio Escocés (c. 1227) repite estos mandatos y prescribe “que una
vez al año; el creyente confiese todos sus pecados ya sea a su propio sacerdote
(parroquial) o, con su permiso, a algún otro sacerdote” (can. LVII.). “En los
estatutos de Alejandro, Obispo de Coventry, (1237) se encuentran instrucciones
explícitas para el confesor, especialmente en relación a la manera de preguntar
al penitente y la imposición de la penitencia. El Concilio de Lambeth (1261)
declara: “Dado el sacramento de confesión y penitencia, el segundo tablón luego
del naufragio, la última parte de la navegación del hombre, el refugio final, es
para todo pecador muy necesario para su salvación, por lo que estrictamente
prohibimos, bajo pena de excomunión, que ninguno presuma impedir la libre
administración de este sacramento a quienquiera que lo solicite”. (Wilkins, ibid,
754). Para dar alguna idea de la Antigua disciplina, las penalidades adjuntas a
los crímenes más graves son citados aquí en los Penitenciales Inglés e Irlandés.
Por robar, Cummian prescribe que un laico deberá realizar un año de penitencia;
un clérigo, dos; un subdiácono, tres; un diácono, cuatro; un sacerdote, cinco;
un obispo, seis. Por asesinato o perjurio, la penitencia duraba tres, cinco,
seis, siete, diez o doce años de acuerdo al rango del criminal. Teodoro ordenó
que si alguien dejaba la Iglesia Católica y se unía a los herejes, e inducía a
otros a hacer lo mismo, éste debía, en caso de arrepentimiento, hace penitencia
por doce años. El perjuro que jura por la Iglesia, el Evangelio o las reliquias
de los santos, Egbert prescribió quince años; la idolatría o la adoración a los
demonios, diez. Las violaciones al sexto mandamiento eran castigadas con gran
severidad; la penitencia variaba, de acuerdo a la naturaleza del pecado de tres
a quince años, y la penalidad extrema era prescrita al incesto, es decir, de
quince a veinticinco años. Cuanto fuera su duración, la penitencia incluía ayuno
de pan y agua, ya sea por todo el período o por una porción específica. Aquellos
que no podían ayunar, eran en cambio, obligados a recitar diariamente un cierto
número de salmos, dar limosna, tomar la disciplina (azotes) o realizar algún
otro ejercicio penitencial determinado por el confesor. (Ver Lingard,, “Historia
e Antigüedad de la Iglesia Anglo-Sajona”en “La Lápida”, Febrero y Marzo de
1905).
XIX. Confesión en la iglesia anglicana
En la Iglesia Anglicana, de acuerdo a la regla escrita en el “Libro de
Oraciones”, hay una confesión general prescrita para los servicios de las
mañanas y las tardes, también para la Sagrada Comunión; esta confesión es
seguida por una absolución general como la usada en la Iglesia Católica. También
en el “Libros de las Oraciones” la confesión es aconsejada para aquietar la
conciencia y por el bien que trae la absolución y la paz que emerge de la
orientación paternal del ministro de Dios. Hay también mención de la confesión
privada en el oficio, para el enfermo: “Aquí se deberá motivar al enfermo a
hacer una confesión especial de los pecados si el siente que su conciencia le
molesta con la alguna materia pesada. Después de la cual, el sacerdote deberá
absolverlo (si el humilde y de corazón lo desea) luego de estas palabras:
“Nuestro Señor Jesucristo, que ha dado poder a su Iglesia, etc”. Desde los
comienzos del Movimiento de Oxford, la confesión a la manera que es practicada
por el Iglesia Católica, se ha tornado mas frecuente entre aquellos del partido
de la Alta Iglesia. En 1873 fue enviada una petición a la Convocación de la
Arquidiócesis de Canterbury, solicitando provisión para la educación y
autorización a los sacerdotes para el trabajo confesional. En la carta conjunta
del Arzobispo de Canterbury y de York, fue expresado marcadamente la
desaprobación a tal curso y la determinación de no motivar la práctica de la
confesión privada abiertamente admitida. El Puseyites replicó citando la
autoridad del “Libro de las Oraciones”, citad anteriormente. En nuestros
tiempos, entre la gente de la Alta Iglesia, uno observa confesionarios en las
iglesias y se oyen discursos hechos a la gente prescribiendo la confesión como
una necesidad para el perdón. Aquellos que oyen confesiones hacen uso
generalmente de las reglas y directrices escritas en los “Manuales” Católicos y
es especialmente popular el “Manual” de Abbe Gaume (A.G. Mortimer "Confesión y
Absolución", Londres, 1906).
XX. Utilidad de la confesión.
El Sr. Lea (“Un Historia de la Confesión Auricular” Vol II, p. 456) dice: “Nadie
puede negar la verdad en el argumento del Cardenal Newman: ‘¿Cuántas almas hay
en dolor, ansiedad y soledad, cuya única necesidad es encontrar un ser a quien
puedan verter sus sentimientos no escuchados por el mundo. Quieren decirles pero
no quieren, desean decir a uno que sea suficientemente fuerte que los escuche, y
sin embargo, no tan fuerte de manera que no los desprecie” y luego el Sr. Lea
agrega: Es esta debilidad humana sobre la cual la Iglesia ha especulado, la
debilidad de aquellos incapaces de llevar sus aflicciones…que encuentran confort
en el sistema construido con la experiencia de los años”, etc… Ha quedado claro
que la Iglesia simplemente ha llevado a cabo lo que estaba en la mente de
Cristo: “A quien le desatéis, será desatado”. Aún así no dudamos en aceptar la
razón del Sr. Lea que esta institución responde en gran medida a las necesidades
de los hombres, quien es sin dudas, moralmente débil y en oscuras. Cierto, el
Sr. Lea niega la probabilidad de encontrar hombres capaces de ejercer rectamente
esta gran ministerio y prefiere enumerar los ratos abusos que la debilidad de
los sacerdotes ha causado, en lugar de escuchar a los millones que han
encontrado en el tribunal de penitencia un remedio a sus ansiedades de mente y
paz y seguridad de conciencia el valor el cual no es relatado. Los mismos abusos
de los que habla tan largamente, han sido ocasión de mayor cuidado, mayor
diligencia por parte de la Iglesia. Los pocos inconvenientes que han surgido de
la perversidad de los hombres, que la Iglesia ha enfrentado con admirable
legislación, no deben enceguecer a los hombres del gran bien que la confesión ha
traído, no sólo al individuo, sino también a la sociedad. Pensadores incluso
fuera de la Iglesia han reconocido la utilidad a la sociedad del tribunal de
penitencia. Entre éstas, las palabras de Leibniz no son desconocidas ("Systema
theologicum", Paris, 1819, p. 270): “Toda esta obra de la penitencia sacramental
es sin dudas digna de sabiduría Divina y si en algún grado algo en la
dispensación Cristiana es meritorio de elogio, seguramente es esta asombrosa
institución. Porque la necesidad de confesar los pecados propios disuade al
hombre de cometerlos y se la da esperanza quien pudiera caer nuevamente después
de la expiación. El pío y prudente confesor es sin lugar a dudas, un gran
instrumento en las manos de Dios para la regeneración del hombre. Porque el
consejo amable del sacerdote de Dios ayuda al hombre a controlar sus pasiones, a
conocer la guarida del pecado, a evitar las ocasiones para el mal hacer, a
restaurar los bienes mal habidos, a dar esperanza después de la depresión y la
duda, a tener pez luego de la aflicción, en una palabra, a remover o al menos
aminorar todo mal, y si no hay mas placer sobre el tierra como tener un amigo
creyente, ¿cual debe ser la estima que un hombre debe tener por él, quien es de
verdad un amigo a la hora de su mayor necesidad?
No es sólo Leibniz quien expresa este sentimiento de los grandes beneficios que
pueden llegar del uso de la confesión. Teólogos protestantes se han dado cuenta,
no sólo del valor de la posición teológica católica, sino también de la
necesidad del confesionario para la regeneración espiritual de sus sujetos. El
Doctor Martensen en su “Dogmas Cristianos” (Edimburgo, 1890, p. 443) de este
modo define su visión: “La Absolución en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, deriva de total poder de atar y desatar que la iglesia heredó de
los apóstoles, no es incondicional sino que depende de la misma condición bajo
la cual el Evangelio mismo concede el perdón de los pecados, a saber, cambio de
corazón y fe. Si la Reforma toma lugar aquí, debe ser efecto ya sea por un
empeño en revivir la confesión privada o, como ha sido propuesto, suprimiendo la
unión entre la confesión y la Ultima Cena del Señor, omitiendo, esto es, la
absolución solemne porque lo que presupone (la confesión personal del pecado) ha
caído en desuso, y sólo contiene las palabras de preparación, con la exhortación
al auto examen, una testificación de las confortables promesas del Evangelio y
un deseo de bendición sobre los comunicantes”. Bajo el título de “Observaciones”
declara: “No puede fácilmente negarse que la confesión logra satisfacer una
profunda necesidad de la naturaleza humana. Hay una gran verdad psicológica en
los dichos de Pascal, que a menudo un hombre logra por primera vez un sentido
verdadero del pecado y una verdadera mantención en su buen propósito, cuando
confiesa sus pecados a un igual, como también a Dios. El Catolicismo ha sido a
menudo loado porque por la confesión ha tenido una oportunidad de depositar la
confesión de sus pecados en el pecho de otro hombre donde permanecerá bajo el
sello del secreto mas sagrado, y por consiguiente, el consuelo del perdón de los
pecados es dado a él en el mismo nombre del Señor.”
Verdad, el cree que esta gran necesidad es satisfecha mayormente con el tipo de
confesión practicada por el Luteranismo, pero no duda en agregar: “Es materia de
pesar que la confesión privada, como institución, que logra como lo hace este
deseo en forma regular, haya caído en desuso; y que el punto objetivo de unión
es el querer para muchos, quienes desean descargar sus almas por confesión no
sólo a Dios sino a un par, quien siente su necesidad de confort y perdón, lo
cual cualquiera sin dudas puede inferir para sí mismo del Evangelio, pero el
cual en muchas instancias puede desear oír por un hombre, quien habla en virtud
de la autoridad de su santo oficio.”
EDWARD J. HANNA
Transcrito por Donald J. Boon
Traducido por Carolina Eyzaguirre Arroyo.