Padres
EnciCato
(Lat. parere, engendrar)
I. DEBERES DE LOS PADRES HACIA SUS HIJOS
En el antiguo mundo pagano, con la concesión debida para el funcionamiento de la
ley natural, el amor y la reverencia fueron reemplazadas por la autoridad y el
miedo. La jurisprudencia romana, al menos durante un tiempo, exageró el poder
paterno hasta el extremo de la propiedad, pero no enfatizó sobre sus deberes. Su
dominio sobre los hijos no era menor que sobre sus esclavos. Poseía un derecho
indiscutible de vida y muerte; podía venderlos como esclavos y disponer de
cualquier propiedad que ellos hubieran adquirido. Compatible con esta idea
general, estaban extendidos el aborto, el infanticidio y el abandono. Las leyes
parecían contemplar estos crímenes como faltas veniales y eran en gran modo
inoperantes en estas cuestiones.
En consecuencia, la observancia filial implicada en la antigua pietas no siempre
se traducía en afecto. Esta primitiva condición fue modificada por los decretos
de los últimos emperadores. Alejandro Severo limitó el derecho del padre para
matar a un hijo adulto, mientras Diocleciano hizo ilegal para los padres vender
a sus hijos.
Bajo la Cristiandad los padres no son meros depositarios de derechos y deberes
exigidos por su naturaleza, sino que son considerados como representantes del
propio Dios, de quien "procede toda paternidad", y encuentran en esta capacidad
la manera de unir amor y respeto, así como la mejor motivación de una confiada
obediencia por parte de los hijos.
El primer deber de padres hacia sus hijos es amarlos. La naturaleza inculca esto
claramente, y es usual describir como antinaturales a los padres en que falta
este afecto. Aquí la ofensa es contra una virtud distinta que los teólogos
llaman pietas, que concierne a la conducta recíproca de padres e hijos. Por
tanto las circunstancias de esta relación íntima deben hacerse saber en la
confesión cuando se trata de pecados de este tipo. En el caso de graves daños
causados por los padres a sus hijos, además del pecado contra la justicia se
añade una malicia completamente diferente derivada del parentesco. Esta virtud,
interpretando el mandato de la ley natural, también les exige a los padres que
cuiden diligentemente de la crianza apropiada de sus hijos, es decir, de
mantener su bienestar corporal, mental, y espiritual. Esto incluso en el
supuesto de que los hijos sean ilegítimos. Son culpables de pecado grave los
padres que tratan a sus hijos con tal crueldad que delata que su conducta está
inspirada por el odio, o quienes, con pleno conocimiento, los azoten o muestren
una notable e irrazonable preferencia de un hijo sobre otro. Los padres se
comprometen a ayudar a sus hijos de un modo correspondiente con su condición
social hasta que estos últimos puedan sostenerse por sí mismos. La madre se
compromete a no hacer nada que perjudique la vida o el desarrollo apropiado de
su niño nonato, y después del nacimiento criarlo, bajo pena de pecado venial,
ella misma, a menos que haya alguna excusa adecuada.
Un padre que está ocioso o es un derrochador, de modo que deja a su familia sin
un sustento digno, es culpable de pecado grave. Los padres deben cuidar de que
sus hijos obtengan al menos una educación elemental. Están obligados con un
especial énfasis a procurar el bienestar espiritual de sus hijos, darle un buen
ejemplo y corregir sus errores. La doctrina de la Iglesia es que el derecho y el
deber de educar a su propia descendencia residen natural y principalmente en los
padres. Es su tarea más importante; de hecho entendida en su sentido pleno, no
se clasifica como una obligación. En cuanto significa instrucción en las ramas
más elementales de conocimiento humano, es en muchos casos idéntica con la
obligación de cuidar la elección de una escuela para los niños.
En general, los padres no pueden con una conciencia segura enviar a sus niños a
las escuelas no-católicas, si éstas son sectarias o laicistas. Esta afirmación
admite excepciones en el caso dónde hay graves razones para permitir a los niños
católicos frecuentar estas escuelas y donde los peligros que puedan existir para
su fe o moral estén, por otros medios, neutralizados o sean remotos. El juez en
estos casos, tanto para la suficiencia de las razones alegadas como para los
medios empleados para valorar los riesos que puedan existir es, en los Estados
Unidos, el obispo de cada diócesis. La asistencia a las escuelas no-católicas de
los niños católicos es algo que, por graves motivos y con las debidas
precauciones, puede tolerarse, no aprobarse. En cualquier caso los padres deben
atender cuidadosamente a la instrucción religiosa del niño.
Acerca de la educación superior, los padres tienen el claro deber de vigilar que
la fe de sus hijos no sea puesta en peligro por su marcha a insitutos y
universidades no-católicas. En ausencia de legislación positiva, para que los
padres puedan consentir que sus hijos asistan a institutos y universidades
no-católicas, debe haber una causa grave, y los peligros que pueden amenazar la
fe o la moral deben ser alejados con los remedios convenientes. Este último
requisito es obviamente el más importante. El fracaso de errar en el primero,
con tal de que se hubieran tomado fielmente los medios para obedecer el segundo,
no obligaría al confesor a negar la absolución a los padres. Esta es una
indudable y, bajo circunstancias ordinarias, inalienable autoridad que deben
ejercer los padres. La magnitud de esta cuestión deberá ser determinada por la
ley positiva. En los casos en que es necesario elegir uno de los padres en lugar
del otro como custodio de los niños, la norma de preferencia legal en los
Estados Unidos es que los niños se confían al cargo del padre. Hay, sin embargo,
una creciente disposición a favor de la madre. Los padres tienen el derecho para
administrar el castigo a sus hijos delincuentes. La omisión de castigar
adecuadamente puede ser una ofensa seria ante Dios.
II. LOS DEBERES DE LOS HIJOS HACIA LOS PADRES
Los niños tienen una triple obligación de amor, reverencia y obediencia hacia
sus padres. Esto se deduce de la virtud que Sto. Tomás llama pietas, y para la
que la expresión equivalente más cercana es "observancia obediente". Como la
religión nos obliga a rendir culto a Dios, hay una virtud distinta de todas las
otras que nos inculca la actitud que debemos mantener hacia los padres, en
cuanto que ellos, en un sentido secundario, son el principios de nuestro ser, y
su regulación. La violación de esta obligación está por consiguiente reputada
como pecado grave a menos que la pequeñez de la materia involucrada haga la
ofensa venial. De las obligaciones referidas, el amor y la reverencia están en
vigor durante la vida de los padres. La obediencia cesa cuando los hijos salen
de la autoridad paterna. El deber de amor de padres, fuertemente unido a la
conciencia por la ley natural, está enfatizado expresamente por la ley positiva
de Dios. El cuarto Mandamiento, "Honrarás a tu padre y a tu madre", se
interpreta universalmente no sólo para significar respeto y sumisión, sino
también la acogida y la manifestación de afecto que merecen por parte de sus
hijos.
Aquellos hijos que habitualmente muestran hacia sus padres una conducta
inhumana, son culpables de pecado grave, o quienes les niegan el socorro en
grave necesidad, corporal o espiritual, o quienes rechazan llevar a cabo las
disposiciones de su última voluntad y testamento tanto como sea posible. No es
meramente el comportamiento externo el que tiene cuidarse. El sentimiento de
afecto interior debe estar profundamente arraigado. El concepto cristiano de que
los padres son delegados de Dios, lleva con él la inferencia de que serán
tratados con un peculiar respeto. Los hijos que golpean a sus padres incurren en
pecado grave o incluso si levanta sus manos para hacerlo, o aquellos que les dan
motivos fundados de un gran sufrimiento. Lo mismo se dice de aquéllos que
enfurecen a sus padres, que los maldicen o los ultrajan, o se niegan a
reconocerlos.
Además de la relación paternal y la dignidad hay que tener en cuenta su
autoridad. Los hijos, en tanto cuanto permanecen bajo su yugo, deben obedecer.
Esto no significa, según la enseñanza de Sto. Tomás (II-II, Q. civ, a. 2, ad lum),
que deben hacer lo que se les ordena porque sea agradable, es bastante que estén
dispuestos a hacer lo que se les manda. Esta obligación afecta a todas estas
materias y aquéllas que constituyen el cuidado apropiado de la descendencia. Los
padres no tienen poder para ordenar que sus hijos hagan lo que es pecado, ni
pueden imponerles contra su voluntad cualquier profesión particular en la vida.
Los teólogos encuentran su criterio para determinar la gravedad del pecado de
desobediencia escrutando la orden dada así como la materia a la que concierne.
Dicen que la ofensa será considerada como mortal cuando la comunicación de la
voluntad paterna tiene forma de un mandato dado seriamente y no meramente un
consejo o exhortación. Además requieren que este mandato debe tener relación con
algo importante.
No hay un regla clara y rápida para calibrar la gravedad de la materia en que
una infracción del deber de obediencia se convierte en pecado mortal. Los
moralistas declaran que esta valoración debe hacerse con buen sentido por
personas sensatas. Agregan que, en general, cuando un acto de desobediencia es
calculado para dañar gravemente a los padres, o interferir seriamente en la
disciplina doméstica, o poner en riesgo el bienestar temporal o espiritual de
los mismos hijos, será considerado un pecado mortal. Cuando la cosa, para cuya
actuación u omisión el padre emite la orden, ya está afectada, bajo pena de
pecado grave, por la ley natural o positiva, la ignorancia de la orden paterna
no implica un pecado distinto de desobediencia que requiera una imputación
separada en la confesión. La razón es que se asume que el mandato es el mismo en
ambos casos. Un ejemplo, en este caso, sería la desobediencia de la orden dado
por un padre a un hijo para que asista a Misa el Domingo, algo que éste ya tiene
obligación de hacer.
Se desligan los hijos del mando paternal cuando llegan a su mayoría de edad o se
emancipan legalmente. En los Estados Unidos esto último puede hacerse por
escrito o por medio de ciertos hechos que las leyes interpretan como
manifestación suficiente del consentimiento de los padres.
SLATER, Manual de Teología Moral (Nueva York, 1908); LECKY, Historia de Morales
Europeas (Nueva York, 1910); SPIRAGO, El Catecismo explicado (Nueva York, 1899);
DEVAS, Claves del Progreso del Mundo (Londres, 1906); D'ANNIBALE, Summula
Theologiœ Moralis (Roma, 1908); BALLERINI, Opus Theologicum Morale (Prato,
1899); Sr. THOMAS, Summa Theologica.
JOSEPH F. DELANY.
Transcrito por Douglas J. Alfarero
Dedicado al Inmaculado Corazón de la Bienaventurada Virgen María
Traducido por Quique Sancho.
A mis padres: Ramón y Amparo