Tradición y Magisterio
EnciCato
La palabra tradición (el griego paradosis, en sentido eclesiástico, que es el
único en el que se utiliza aquí, a veces se refiere a la cosa (doctrina,
narración o costumbre) transmitida de una generación a la otra, otras veces al
órgano o modo de transmisión (kerigma ekklesiastikon, predicatio ecclesiastica).
En el primer sentido, por ejemplo, es una vieja tradición que Jesucristo nació
un 25 de diciembre, en el segundo sentido la tradición relata que en el camino
al Calvario una piadosa mujer enjugó el rostro de Jesús. En lenguaje teológico,
que en muchas circunstancias se ha vuelto común, hay aún más precisión, y esto
en muchas direcciones. Al principio sólo se trataba de tradiciones que se
adjudicaban un origen divino, pero subsecuentemente emergieron cuestiones de
tradición oral, como algo distinto de la tradición escrita, en el sentido de que
una doctrina o institución no depende directamente de la Sagrada Escritura como
fuente sino de la enseñanza oral de Cristo o de los apóstoles. Finalmente, en lo
que toca al órgano de la tradición, debe ser uno oficial, un magisterium o
autoridad docente.
En ese aspecto hay varios puntos controvertidos entre los católicos y las
diversas ramas del protestantismo. ¿Toda la verdad revelada está consignada en
la Sagrada Escritura? ¿Puede o debe admitirse que Cristo dio a sus apóstoles
instrucciones divinas para que las transmitieran a su Iglesia? ¿Debe admitirse
que ellos las recibieron de los mismos labios de Jesús o de la inspiración o la
revelación, y que luego las transmitieron a la Iglesia sin que estén incluidas
en las escrituras inspiradas? ¿Debe admitirse que Cristo, en virtud de la
autoridad divina, instituyó su iglesia como el órgano oficial y auténtico de
transmisión y explicación de la revelación hecha a los hombres? El principio
protestante es: la Biblia y solamente la Biblia. Según ellos, la Biblia es la
única fuente teológica; no hay otra verdad revelada fuera de la que se contiene
en la Biblia. Para ellos, la Biblia es la sola regla de fe y es sólo a través de
ella que deben resolverse todos los problemas de fe. Ella es la única autoridad
que obliga. En el otro extremo los católicos sostienen que puede haber, o de
hecho hay y debe haber necesariamente, algunas verdades reveladas aparte de
aquellas que aparecen en la Biblia. Sostienen que Jesucristo ha establecido de
hecho y- para adecuar los medios al fin- que Él debió establecer un órgano vivo
tanto para transmitir la Escritura y la revelación escrita como para poner la
verdad revelada al alcance de todos y en todas partes. Tales son en ese sentido
los dos puntos principales de controversia entre los católicos y los así
llamados protestantes ortodoxos (diferentes de los protestantes liberales que no
admiten ni la revelación sobrenatural ni la autoridad de la Biblia). Las otras
diferencias se conectan con esos dos puntos o se siguen de ellos, del mismo modo
que las diferencias entre las diferentes sectas protestantes: se alejan o
acercan a la posición católica según que sean más o menos fieles al principio
protestante.
No existe la misma diferencia fundamental entre los católicos y las sectas
cristianas orientales, ya que ambas partes admiten la institución divina y la
autoridad divina de la Iglesia, con un sentido más o menos vivo y explícito de
su infalibilidad e indefectibilidad, y de sus otras prerrogativas de enseñanza.
Pero hay diferencias respecto a los sujetos de la autoridad, a la unidad
orgánica del cuerpo docente, a la infalibilidad del Papa, y a la existencia y
naturaleza del desarrollo dogmático en la transmisión de la verdad revelada. Sin
embargo, la teología de la tradición no consiste solamente en controversias y
discusiones con adversarios. Todo católico que desee dar razón exacta de su fe y
de los principios que profesa se hace frecuentemente preguntas semejantes. ¿Cuál
es exactamente la relación entre la tradición oral y las verdades reveladas de
la Biblia; entre el magisterio vivo y las escrituras inspiradas? ¿Es posible que
nuevas verdades entren a la corriente de la tradición, y qué papel juega el
magisterio en relación con las revelaciones que Dios pueda hacer aún? ¿Cómo se
organiza el magisterio oficial y en qué se basa para reconocer una tradición
divina o una verdad revelada? ¿Cuál es su verdadero papel respecto a la
tradición? ¿Cuándo y dónde se preserva y transmite la verdad revelada? ¿Qué le
acontece al depósito de la tradición durante su transmisión a través de las
épocas? Estas y otras preguntas semejantes se tratan en otras partes de la
ENCICLOPEDIA CATÓLICA, pero debemos separar y agrupar todas las que hacen
referencia a la tradición y al magisterio vivo en cuanto que éste es el órgano
de preservación y transmisión de la tradición y de la verdad revelada.
He aquí los puntos que hemos de tratar:
1.-La existencia de una tradición divina que no está contenida en la Sagrada
Escritura, y la institución divina del magisterio vivo para defender y
transmitir la verdad revelada y la prerrogativa de ese magisterio.
2.-La relación de la Escritura con el magisterio vivo, y de éste con la
Escritura.
3.-El modo correcto de la existencia de la verdad revelada en la mente de la
Iglesia y de la manera de reconocer esa verdad.
4.-La organización y el ejercicio del magisterio vivo, su papel preciso en la
defensa y transmisión de la verdad revelada; sus límites y modos de acción.
5.-La identidad de la verdad revelada en la multitud de fórmulas,
sistematización y desarrollo dogmático; la identidad de la fe en la Iglesia y a
través de las variaciones de la teología.
Un
tratamiento completo de esas cuestiones requeriría un desarrollo muy largo; aquí
sólo se puede dar una breve descripción. El lector deberá referirse a trabajos
especializados para una explicación más completa (En especial al capítulo
segundo de la 1ª. Parte del Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica y al
documento Dei Verbum, del Concilio Vaticano II. N.T.).
I. Tradiciones divinas no contenidas en la Escritura. Institución del magisterio
vivo. Sus prerrogativas
Los ataques de Lutero contra la Iglesia se refirieron al principio solamente a
detalles doctrinales, pero la misma autoridad de la Iglesia se involucró en la
disputa, como quedó pronto evidente a ambas partes. Ello hizo que la
controversia se prolongara por muchos años, terminando por dirigirse a puntos
particulares de la enseñanza tradicional más que a la autoridad para enseñar, y
las armas principales fueron los textos bíblicos. El Concilio de Trento, aunque
implicaba en sus decisiones y anatemas la autoridad del magisterio vivo (que los
mismos protestantes no osaban negar explícitamente), mientras citaba la
tradición eclesiástica y el sentido de la Iglesia para la determinación del
canon o para la interpretación de algunos pasajes de la Sagrada Escritura,
mientras establecía una regla para interpretar los asuntos bíblicos, nunca se
pronunció explícitamente en lo relativo a la autoridad docente. Se contentó con
decir que la verdad revelada se encuentra en los libros sagrados y en tradición
no escrita que viene de Dios a través de los apóstoles; esas eran las fuentes en
las que se habría de fundar. Como es evidente, el Concilio sostenía que hay
tradiciones divinas que no están contenidas en la Sagrada Escritura,
revelaciones hechas a los apóstoles ya sea oralmente por Jesucristo, ya por
inspiración del Espíritu Santo y transmitida por los apóstoles a la Iglesia. La
Sagrada Escritura no es por tanto la única fuente teológica de la revelación
hecha por Dios a su Iglesia. Junto a la Escritura está la tradición; junto a la
revelación escrita hay una revelación oral. En este contexto, es imposible
quedar satisfecho con sólo la Biblia para solucionar todas las cuestiones
dogmáticas. Ello constituyó el primer campo de controversia entre los teólogos
católicos y los reformistas. La designación de la tradición divina no escrita no
siempre fue hecha con la claridad deseada, especialmente en los primeros
tiempos. Sin embargo los apologistas católicos pronto probaron a los
protestantes que para ser lógicos y consistentes debían admitir como reveladas
las tradiciones no escritas. Si no fuera así ¿porqué descansan en domingo y no
en sábado? ¿Cómo pueden considerar válido el bautismo de niños, o el bautismo
por infusión? ¿Cómo pueden ellos admitir los juramentos si Cristo nos recomendó
que no juráramos para nada? Los cuáqueros son más lógicos pues rechazan
cualquier juramento. Igual los anabaptistas, pues bautizan de nuevo a los
adultos, o los sabatistas pues descansan en sábado. Pero ninguno es tan
consistente que no esté abierto al criticismo en algún punto. ¿Dónde dice en la
Biblia que la Biblia es la única fuente de fe? Si vamos más lejos, los
apologistas católicos mostraron a sus oponentes que no podrían tener un canon
auténtico de la misma Biblia, a la que ellos se refieren como única fuente, ni
garantía suficiente, sin una autoridad distinta de la Biblia. Calvino esquivó la
crítica mencionando un cierto sabor por el que la palabra divina se manifiesta,
en forma parecida a como el paladar reconoce la miel. De hecho esa fue la única
laguna: Calvino afirmó que ninguna autoridad humana podía ser aceptada en ese
asunto. Claro que ello constituye un criterio muy subjetivo y demanda
precaución. Los protestantes no quisieron adherirse a él. Finalmente, una vez
rechazada la tradición divina recibida de los apóstoles por la Iglesia
infalible, ellos decidieron apoyar su fe únicamente en la Biblia en cuanto
autoridad humana, lo cual era claramente insuficiente dadas las circunstancias,
ya que abría toda clase de dudas y preparaba el camino para el racionalismo
bíblico. De hecho nunca habrá suficiente garantía para el canon de las
escrituras, ni para su inspiración total, ni para su infalibilidad, si no se le
busca en un testimonio divino que, al no estar amplia y claramente contenido en
los libros sagrados, ni siendo fácilmente discernible en el escrutinio de los
académicos, que son sólo académicos, no llega a nosotros con la misma garantía
que aportaría si fuese transmitido por una autoridad asistida divinamente cual
es, según los católicos, la autoridad del magisterio vivo de la Iglesia. Tal es
la forma como los católicos demuestran a los protestantes que debe existir una
tradición divina no contenida en la Sagrada Escritura. Igualmente les demuestran
que es imposible no tener una autoridad docente, un magisterio vivo con
autoridad de origen divino para solucionar controversias que surjan entre ellos
y de las que frecuentemente la Biblia es la causa. La experiencia ha probado que
cada hombre encuentra en la Biblia lo que desea encontrar, como lo dijo uno de
los primeros reformistas: "Hic liber est in quo quaerit sua dogmata quisque,
invenit et pariter dogmata quisque sua." Una persona encuentra la presencia
divina, otro una simple presencia simbólica, otro una cierta forma de presencia
eficaz. El ejercicio de la libre interpretación en lo concerniente a los textos
bíblicos conduce a disputas interminables, a la anarquía doctrinal y,
finalmente, a la negación de todo dogma. De acuerdo a la intención divina, tales
disputas, anarquía doctrinal y negación no deben existir. De ahí la necesidad de
una autoridad competente que resuelva las controversias e interprete la Biblia.
Afirmar que la Biblia es perfectamente clara y suficiente para todos fue
indudablemente una expresión de desesperación, contraria a la experiencia y el
sentido común. Los católicos la refutaron sin dificultad y su posición quedó más
que justificada cuando los protestantes se empezaron a involucrar con los
poderes civiles y a rechazar la autoridad doctrinal del magisterio eclesiástico
para recaer en la de los príncipes. Más aún, bastaba ver la Biblia, leerla sin
prejuicios, para notar que la economía de la predicación cristiana era una de
enseñanza oral. Cristo predicó, no escribió. En su predicación Él hacia mención
de la Biblia, pero no se conformaba con su mera lectura; la explicaba y la
interpretaba, la utilizó en su enseñanza, pero no la sustituyó con su enseñanza.
Existe el ejemplo del misterioso viajero que explicó a los discípulos de Emmaus
lo que hacía referencia a si mismo en las Escrituras para convencerlos de que el
Cristo debía sufrir para entrar en su gloria. Y tal como Él predicó, así envió a
sus apóstoles a predicar. No los envió a escribir sino a enseñar, y fue a través
de la predicación y la enseñanza oral que ellos instruyeron a las naciones para
traerlas a la fe. Fue algo incidental el que algunos de ellos hayan escrito por
inspiración divina. No escribieron por simple afán de escribir, sino para
complementar su enseñanza oral cuando no podían explicarla o clarificarla
personalmente, o resolver problemas prácticos. San Pablo, el apóstol que más
escribió, nunca pensó en escribir todo, ni en substituir su enseñanza oral con
sus escritos. Por último, los mismos textos que nos muestran a Cristo
instituyendo su Iglesia y a los apóstoles fundando comunidades y extendiendo la
doctrina de Cristo al mundo nos describen una Iglesia dotada de autoridad para
enseñar; los mismos apóstoles afirman tener esa autoridad, y con ella envían a
otros del mismo modo come ellos habían sido enviados por Cristo, y como Cristo
había sido enviado por Dios, siempre con el poder de enseñar la doctrina y de
gobernar la Iglesia y bautizar. Quien creyera en ellos se salvaría; quien los
rechazara se condenaría. San Pablo nos dice que es la Iglesia viva y no la
escritura lo que constituye el pilar y el terreno firme de la verdad. De los
textos y de los hechos se puede inferir la naturaleza exacta de la realidad.
Ningún libro, así sea inspirado y divino, existe para explicarse a si mismo. Si
es obscuro (y cualquier persona sin prejuicios sabe que hay oscuridades en la
Biblia) debe ser interpretado. Y aunque fuese claro, no por ello tiene garantía
de ser inspirado por la divinidad, ni de su autenticidad, ni de su valor.
Alguien debe ponerlo al alcance de la gente, y el creyente no encontrará en él
el objeto de su fe hasta que no haya hecho un acto de fe en la autoridad
intermedia entre la Palabra de Dios y su lectura. Ahora bien, si se trata de
comparar autoridades, ¿no es más confiable la de la Iglesia que la de cualquier
advenedizo? Los protestantes liberales como M. Auguste Sabatier han sido los
primeros en reconocer que el sistema católico, con su maravillosa organización
del magisterio vivo, manifiesta una autoridad mayor que la del sistema
protestante que sólo descansa en la autoridad de un libro.
Los textos ponen de manifiesto las prerrogativas de esta autoridad docente, que
también están implícitas en la misma institución. Según la carta de san Pablo a
Timoteo, la Iglesia es el pilar y la base de la verdad; los apóstoles y,
consecuentemente, sus sucesores, tienen el derecho de imponer su doctrina.
Quienes la rechazan serán condenados. Quienquiera que la rechace ha naufragado
en la fe. La autoridad es, por tanto, infalible. Y tal infalibilidad está
garantizada implícita pero directamente en la promesa del Salvador: "Miren,
estoy con ustedes todos los días hasta la consumación de los siglos". En breve,
la Iglesia continúa la misión de Cristo de enseñar, así como la misión de
santificar. Su poder es la misma que Él recibió de su padre, y así como Él vino
lleno tanto de gracia como de verdad, la Iglesia es una institución de verdad y
de gracia. Su doctrina debe ser extendida por todo el mundo a pesar de tantas
dificultades. El cumplimiento de esa misión ha requerido de milagros, de modo
que Cristo dio a sus apóstoles la fuerza milagrosa que garantizaba su enseñanza.
De mismo modo que Él confirmaba sus palabras con sus obras, así desea Él que los
discípulos apoyen su doctrina con motivos excepcionales de credibilidad. Sus
milagros eran los sellos divinos de su misión y la de sus apóstoles. El sello
divino siempre se ha estampado sobre la autoridad de magisterio. No hace falta
que cada misionero haga milagros, la Iglesia misma es un milagro viviente que
lleva en su frente el testimonio excepcional de que Dios está con ella.
II. La relación de la Escritura con el magisterio vivo y del magisterio vivo con
la Escritura
Esta relación es igual a la que existe entre el Evangelio y la predicación
apostólica. Cristo utilizó la Biblia; la citó como una autoridad irrefutable; la
explicó y la interpretó. Y cuando ella iluminaba su propia doctrina y misión,
nos dejó una clave para su interpretación. Lo mismo hicieron los apóstoles
cuando hablaban con los judíos. Ambas partes tenían acceso a la Sagrada
Escritura a través de un texto admitido por todos. Ambos reconocían en las
Escrituras la autoridad divina, la verdadera palabra de Dios. Los fieles seguían
este mismo procedimiento en sus estudios y discusiones. Pero siempre fue
necesario comenzar por presentar la Biblia y garantizar su autoridad cuando se
trataba de hablar con los no creyentes. La doctrina cristiana referente a la
Biblia tenía que ser explicada, y demostrada la garantía de esa doctrina,
inclusive a los creyentes. La Biblia ha sido encomendada al cuidado del
magisterio vivo. Corresponde a la Iglesia guardar la Biblia, presentarla a los
fieles en ediciones autorizadas y traducciones precisas. Es misión de la Iglesia
dar a conocer la naturaleza y el valor del libro sagrado a través de declarar
que está cierta de su inspiración e infalibilidad. Ella debe proveer la clave de
su entendimiento explicando cómo y porqué fue inspirada la Biblia; en qué forma
contiene la revelación. Igualmente, explicar que el objeto propio de la
revelación no es una simple instrucción humana, sino una doctrina religiosa y
moral orientada hacia nuestro destino sobrenatural y los medios para alcanzarlo;
en qué forma se pueden encontrar bajo la corteza de la letra, significados,
figuras y profecías típicas que hacen del Antiguo Testamento una preparación y
anuncio del Mesías y de la nueva alianza. En consecuencia, le corresponde a la
Iglesia determinar el canon auténtico y especificar las reglas y condiciones
para la interpretación; de determinar, en caso de duda, el sentido exacto de
algún libro o texto. Cuando sea necesario, debe salvaguardar incluso el valor
histórico, profético o apologético de algún texto o pasaje. En ciertas
cuestiones referentes a autenticidad, cronología, exégesis y traducción debe
también pronunciarse por el rechazo de opiniones que comprometan la autoridad de
algún libro o la veracidad de su doctrina, o por sostener algún cuerpo de
doctrina contenido en un texto dado. Sobre todo ha sido siempre propio de la
Iglesia hacer circular el Libro Sagrado acuñando su doctrina, adaptándola y
explicándola, ofreciéndola a los fieles como alimento de sus almas,
complementando brevemente el libro mismo, utilizándolo y enseñando a otros a
utilizarlo. Esa sería la deuda que la Escritura tiene con el magisterio vivo.
Aunque más debe el magisterio vivo a la Escritura, pues en ella encuentra la
palabra de Dios, recién pronunciada- por así decirlo-, según fue expresada por
el autor inspirado bajo designio divino. Mientras que la tradición oral, aunque
fielmente transmite la verdad revelada con asistencia divina, sin embargo la
transmite solamente en fórmulas humanas. En cierta medida, en forma que
trasciende cualquier duda, la Escritura nos da una expresión humana de la verdad
que presenta, dado que es elaborada por medio del cerebro humano actuando
humanamente, pero, también en cierta medida, nos presenta una expresión divina
ya que ese desarrollo humano tiene lugar bajo la acción de Dios. Así que,
guardadas las debidas proporciones, se puede decir de la palabra inspirada lo
que Cristo dijo de la suya propia: "Es espíritu y vida". En forma divergente de
la interpretación protestante, que a veces llega a deificar la Biblia, nosotros
también admitimos que Dios nos habla a través de la Biblia más directamente que
a través de la enseñanza oral. Esta última, sin embargo, siempre fiel a las
recomendaciones que Pablo hizo a su discípulo Timoteo, nunca deja de
fundamentarse en las fuentes bíblicas para su instrucción y sacar de ahí la
doctrina divina, una doctrina segura, siempre joven; una perenne expresión de
esa doctrina, más adecuada que cualquier otra a pesar de la inevitable
inadecuación de las fórmulas humanas a la realidad divina. En las manos de los
maestros, la Sagrada Escritura puede convertirse en arma poderosa para la
defensa y ataque contra la herejía. Cuando aparece una controversia, siempre se
recurre primero a la Biblia. Con frecuencia, cuando se encuentran textos
decisivos, los maestros los manejan hábilmente y de tal modo que ponen de
manifiesto su fuerza irresistible. Si no se encuentra texto alguno con la
claridad necesaria, no se abandona sin embargo el recurso a la Sagrada
Escritura. Guiado por el sentido claro de la verdad viva y luminosa que lleva en
si mismo, por su semejanza con la fe a la que defiende contra el error bajo la
asistencia divina, el magisterio vivo se esfuerza, explica, arguye y,
ocasionalmente, matiza para hacer valer textos que, carentes por si mismos de un
valor absoluto e independiente, adquieren una fuerza ad hominem, o valor,
gracias a la autoridad del intérprete auténtico. El pensamiento de éste, a su
vez, aunque en si mismo puede no estar contenido en la Escritura, sí queda
claramente definido en su manejo de la Escritura, por su contacto con ella.
Es claro que no se trata aquí de algún significado que no esté en la Escritura
pero al que el magisterio quiera hacer ver como si estuviera en la Escritura.
Algunos escritores, individualmente, sí han hecho eso, porque como individuos sí
son falibles. Pero nunca ha sido ese el caso del magisterio auténtico. Se trata
sencillamente del beneficio que el magisterio saca de la Escritura ya para
alcanzar una más clara conciencia de su propio pensamiento, ya para formularlo
en términos solemnes, ya para rechazar triunfalmente una opinión a favor del
error o la herejía. La Iglesia es infalible en lo tocante a la interpretación
bíblica propiamente dicha en el sentido de que si por decisión del Papa o del
concilio, o en su enseñanza, ella afirma que un cierto pasaje de la Escritura
tiene determinado sentido, ese sentido debe verse como el verdadero respecto a
dicho pasaje. La Iglesia afirma que el poder de la infalibilidad de
interpretación sólo le compete en asuntos de moral o de doctrina, o sea, cuando
la verdad moral o religiosa está en peligro directamente, si el texto o pasaje
pertenece al orden moral o religioso, o indirectamente, si al atribuir un
significado a un texto o libro la veracidad de la Biblia, su valor moral o, el
dogma que en él se inspira, su infalibilidad, están amenazadas. Sin adentrarse
más en los múltiples servicios que la Biblia presta al magisterio vivo, se debe
mencionar, empero, el que presta en el orden apologético. De hecho, la Escritura
por su valor histórico, indisputable e indiscutido en muchos aspectos, provee al
apologista con argumentos irrefutables para apoyar la religión sobrenatural. Por
ejemplo, contiene milagros cuya realidad es tan cierta para el historiador como
puede ser cualquiera otro dato histórico reconocido. Esto se aplica
verdaderamente y quizás con mayor razón, de los argumentos sacados de las
profecías. Pues las Escrituras, tanto en el antiguo como en el nuevo
testamentos, contienen profecías cuyo cumplimiento nosotros observamos en Cristo
y sus apóstoles o en el desarrollo posterior de la Iglesia.
En vista de todo lo anterior se entiende fácilmente porqué la Iglesia, desde
tiempos de San Pablo, ha venido recomendando a sus ministros el estudio de las
Sagradas Escrituras y ha estado celosamente atenta a su transmisión integral, su
traducción exacta y su fiel interpretación. Si ocasionalmente la Iglesia se ha
mostrado restrictiva en el uso de la Escritura, o en su difusión, es también
debido a un fácilmente comprensible amor y estima de la Biblia. El libro sagrado
no debe ser tomado como objeto de simple curiosidad, de interminable debate o de
abuso de cualquier clase. En breve, ya que la Iglesia finalmente prueba ser la
mejor salvaguarda de la razón humana en contra de sus propios excesos, así mismo
se muestra, con el aval de protestantes sinceros, como la mejor defensora de la
Biblia en contra de un biblicismo desenfrenado o de un criticismo ilimitado.
III. El modo propio de existencia de la verdad revelada según la mente de la
Iglesia y la forma de reconocer esta verdad
Hay un principio común de la enseñanza cristiana (aprendido del mismo San Pablo)
que dice que la verdad tradicional fue confiada a la Iglesia como un depósito
que ella debe guardar y transmitir fielmente, tal como lo recibió, sin quitar ni
añadir cosa alguna. Este principio expresa muy bien uno de los aspectos de la
tradición y una de las tareas principales del magisterio vivo. Pero la idea del
depósito no nos debe hacer perder de vista la manera en la que la verdad
tradicional vive y es transmitida en la Iglesia. El depósito no es una cosa
inanimada que pueda pasar de mano en mano. Tampoco es, hablando apropiadamente,
un conjunto de doctrinas e instituciones consignadas en libros u otros
monumentos. Los libros y los monumentos son medios, órganos de transmisión, pero
no son, estrictamente hablando, la tradición misma. Para mejor entender esto se
debe representar como una corriente de vida y verdad que mana de Dios, a través
de Cristo y de los apóstoles, hasta el último de los fieles que repite el credo
y aprende el catecismo. Este concepto de tradición no es siempre tan claro a la
primera vista. Empero, se debe llegar a él si se quiere formar una idea clara de
ella. Podemos intentar explicárnosla del siguiente modo: todos somos conscientes
de un conjunto de ideas u opiniones que viven en nuestra mente y que forman
parte de la vida de nuestra mente. A veces encuentran su expresión correcta; a
veces nos encontramos sin una forma adecuada de expresarlas a nosotros mismos o
a los demás. Toda idea busca siempre su expresión, a veces actuando sobre
nosotros y llevándonos a acciones de las que apenas somos conscientes
reflexivamente. Algo semejante se podría decir de las ideas u opiniones que
parecen vivir y provocar sentimientos sociales en la gente, en las familias o en
cualquier otro grupo para formar ahí el espíritu del día, de la familia, de un
pueblo.
Este sentimiento común equivale, en cierto sentido, a la suma de los
sentimientos individuales y sin embargo tenemos la clara impresión de que se
trata de algo muy distinto al sentimiento individual tomado individualmente. Es
algo sabido por la experiencia que hay un sentimiento común, algo parecido a un
espíritu común, y que ese espíritu común es el albergue de ciertas ideas y
opiniones que son, ni duda cabe, compartidas por todo hombre, pero que adoptan
una expresión peculiar en cada persona en cuanto son ideas y opiniones de todos.
La existencia de la tradición en la Iglesia debe verse como algo que vive en el
espíritu y en el corazón, y que de ahí se traduce en actos, expresados en
palabras o escritos pero que no manifiestan el sentimiento individual de cada
fiel sino el común de la Iglesia; el sentimiento de los fieles. O sea, de todos
aquellos que viven la vida de la Iglesia y están en comunión de pensamiento
entre si y con ella. La idea viva es la idea de todos, es la idea de los
individuos pero no en cuanto son individuos sino en cuanto son parte del mismo
cuerpo social. Esto constituye la peculiaridad del sentimiento de la Iglesia:
que está toda bajo la acción de la gracia. De ello se sigue que dicho
sentimiento no es sujeto, a diferencia del de los demás grupos humanos, a error,
descuido o tendencias culpables. El Espíritu de Dios, que vive siempre en su
Iglesia, sostiene ese sentimiento de verdad revelada que permanece en ella.
Cualquier tipo de documento (escrito, monumento) puede ser, en manos de los
expertos, así como de los fieles, un medio de encontrar o reconocer la verdad
revelada a la Iglesia bajo la dirección de sus pastores. Entre el magisterio
vivo de la Iglesia y los documentos escritos hay una relación semejante a la que
se da, proporcionalmente hablando, entre la Escritura y el magisterio vivo. En
ellos se encuentra el pensamiento tradicional expresado de acuerdo a los
diferentes ambientes y circunstancias, que no son ya expresados en lenguaje
inspirado como en el caso de las Escrituras, sino en uno puramente humano,
sujeto consecuentemente a las imprecisiones y defectos del pensamiento humano.
No obstante, entre más se acerca el documento a la expresión exacta del
pensamiento vivo de la Iglesia, más posee el valor y la autoridad que pertenecen
a ese pensamiento, pues se convierten en mejor expresión de la tradición. A
menudo fórmulas antiguas han entrado al flujo de la tradición y se han
convertido en fórmulas oficiales de la Iglesia. De ahí se entiende que el
magisterio vivo escruta el pasado tanto en busca de autoridades que favorezcan
el pensamiento presente para defenderlo en contra de ataques o mutilaciones,
tanto en busca de luz bajo la cual caminar sin distracción en el verdadero
camino. El pensamiento de la Iglesia es esencialmente tradicional, y el
magisterio vivo, al tomar conocimiento de antiguas fórmulas de ese pensamiento,
reúne para si su fuerza y se prepara para dar a la verdad inmutable una
expresión nueva que estará en armonía con las circunstancias del día actual y
dentro del alcance de la mente contemporánea. La verdad revelada ha encontrado
fórmulas definitivas desde los primeros tiempos. En esos casos el magisterio
sólo tiene que preservarlas, explicarlas y ponerlas en circulación. A veces los
intentos por expresar la verdad revelada han sido fallidos. Ha sucedido incluso
que al intentar expresar la verdad revelada en términos de alguna filosofía, o
de fundirla con alguna corriente del pensamiento actual, se ha distorsionado
tanto que es difícil reconocerla o está tan entremezclada con el error que es
difícil separarla. Cuando la Iglesia estudia los antiguos monumentos de su fe
ella manda al pasado el reflejo de su pensamiento vivo y presente, y por
simpatía de la verdad de hoy con la de ayer la Iglesia puede reconocer entre las
obscuridades e imprecisiones de las fórmulas antiguas las partes de la verdad
tradicional, aunque estén mezcladas de error. También es la Iglesia (en la
doctrina religiosa y moral) la mejor intérprete de documentos. Ella reconoce
como por instinto lo que pertenece a su pensamiento vivo y lo distingue de los
elementos foráneos que se le hayan podido pegar en el curso de los siglos.
El magisterio vivo, por tanto, hace uso extenso de documentos del pasado, pero
lo hace interpretando y juzgando, contento de encontrar en ellos su pensamiento
actual. De la misma manera, cuando es necesario, lo hace distinguiendo su
pensamiento actual de lo que sólo en apariencia es tradicional. Es siempre la
verdad revelada, viva en la mente de la Iglesia o, si se prefiere, el
pensamiento actual de la Iglesia en continuidad con su pensamiento tradicional,
lo que constituye el criterio final según el cual el magisterio vivo adopta como
verdadero o rechaza como falso las fórmulas frecuentemente obscuras y confusas
que aparecen en los documentos del pasado. Así se explican tanto su respeto por
los escritos de los Padres de la Iglesia como su total independencia de los
mismos; los juzga más que permite ser juzgada por ellos. Harnack ha dicho que la
Iglesia está acostumbrada a ocultar su evolución y borrar mientras pueda las
diferencias entre sus pensamientos presente y pasado a base de condenar como
heréticos a los más fieles testigos de lo que en un tiempo fue ortodoxo. Por no
entender lo que es la tradición, el pensamiento siempre vivo de la Iglesia, ese
autor cree que la Iglesia aborrece su propio pasado cuando lo que hace es
simplemente distinguir entre lo que era una verdad tradicional en el pasado y lo
que era mezcla humana en esa verdad; la opinión personal de un autor que se
presentaba en vez del pensamiento general de la comunidad cristiana. En cuanto a
documentos oficiales, la expresión del magisterio infalible de la Iglesia
encarnado en las decisiones de los concilios o en los juicios solemnes de los
papas, la Iglesia nunca contradice lo que ya ha decidido una vez. Ella está
vinculada con su pasado porque en él está fundada la totalidad de si misma, no
solamente alguna parte falible de su pensamiento. De ahí que ella aún encuentre
su doctrina y reglas de fe en esos venerables monumentos. Las fórmulas pueden
haberse hecho viejas, pero la verdad que expresan constituye siempre su
pensamiento actual.
IV. La organización y el ejercicio del magisterio vivo. Su papel específico en
la defensa y transmisión de la verdad revelada: Sus límites y modos de acción
Un estudio más puntual del magisterio vivo nos permitirá comprender mejor el
espléndido organismo creado por Dios, y gradualmente desarrollado, para que
pudiera preservar, transmitir, y hacer del alcance de todos la verdad revelada,
perennemente igual, pero adaptada a los cambios temporales, de circunstancias y
medios. Hablando con propiedad, este magisterio constituye una autoridad docente
pues no sólo presenta la verdad, sino que tiene derecho a imponerla, dado que su
poder es el mismo que Dios dio a Cristo y Cristo a la Iglesia.
Esta autoridad es llamada la Iglesia docente. La Iglesia docente esta
esencialmente compuesta del cuerpo episcopal, que continúa aquí en la tierra el
trabajo del Colegio Apostólico. Ciertamente fue en forma de colegio, o cuerpo
social, que Cristo agrupó a sus apóstoles, así como es un cuerpo social por el
que el episcopado ejerce su misión de enseñar. La infalibilidad doctrinal se le
ha garantizado al cuerpo episcopal y a la cabeza de ese cuerpo, del mismo modo
como fue garantizado a los apóstoles, con la diferencia, sin embargo, entre los
apóstoles y los obispos, que cada apóstol era personalmente infalible (en virtud
de su misión extraordinaria como fundador y de la plenitud del Espíritu Santo
recibido en Pentecostés por los Doce y luego comunicado a San Pablo), mientras
que sólo el cuerpo de los obispos es infalible, no así cada obispo en
particular, excepto en la medida en que cada uno enseñe en comunión y concierto
con todo el cuerpo episcopal. A la cabeza del cuerpo episcopal está la suprema
autoridad del pontífice romano, sucesor de San Pedro en el primado tal como es
su sucesor en su sede. Como autoridad suprema del cuerpo docente, que es
infalible, el papa también es infalible. El cuerpo episcopal es infalible, pero
sólo en unión con su cabeza, de la cual no se puede separar porque equivaldría a
separarse del fundamento sobre el cual está construida la Iglesia. La autoridad
del papa puede ejercitarse sin la cooperación de los obispos, incluso en
decisiones infalibles a las cuales obispos y fieles deben prestar la misma
obediencia. Se puede ejercitar la autoridad episcopal de dos formas: ya
enseñando individualmente al rebaño que se le confió a cada obispo, ya enseñando
los obispos reunidos en concilio para formar doctrina o decretos disciplinarios.
Cuando todos los obispos del mundo católico (esta totalidad debe entenderse
moralmente; basta que toda la Iglesia esté representada) se reúnen en concilio,
éste se llama ecuménico. Los decretos doctrinales de un concilio ecuménico, una
vez que son aprobados por el papa, son infalibles del mismo modo que lo son las
definiciones ex cathedra del soberano pontífice. Aunque los obispos
individualmente no son infalibles, su enseñanza participa de la infalibilidad de
la Iglesia en la medida en que enseñen en concierto y en unión con el cuerpo
episcopal, o sea, cuando no expresan opiniones personales sino el pensamiento
auténtico de la Iglesia.
Junto al soberano pontífice están las congregaciones romanas, muchas de las
cuales están involucradas especialmente con cuestiones doctrinales. Algunas de
ellas, tales como la Congregación del Índice (creada en 1571 por el papa Pio V y
abolida en 1917 por Benedicto XV; sus funciones son desempeñadas actualmente por
la Congregación para la Doctrina de la Fe, creada por Paulo VI en 1967. N.T.),
no lo están tanto más que desde el punto de vista disciplinario, prohibiendo la
lectura de ciertos libros considerados peligrosos a la fe o la moral, o por la
doctrina misma que contienen, al menos por la forma en que la expresan o por su
necedad. Otras congregaciones, la de la Inquisición (la primera en ser creada,
en 1542, por Paulo III, yr posteriormente substituida por otras; sus funciones,
o aquellas que siguen vigentes, son desempeñadas por la Congregación para la
Doctrina de la Fe. N.T.), por ejemplo, tienen una mayor autoridad doctrinal. Tal
autoridad nunca es infalible. Sí es, sin embargo, vinculante y exige obediencia
religiosa, interna y externa. Mas la obediencia interior no versa sobre la
absoluta verdad o falsedad de la doctrina contenida en un decreto. Sólo puede
versar sobre la seguridad o peligro de cierta enseñanza u opinión, dado que el
decreto generalmente toma en cuenta solamente la calificación moral de una
doctrina. Para asistirlos en su tarea doctrinal los obispos tienen a todos los
que enseñan por su autoridad y bajo su vigilancia: párrocos y vicarios,
profesores en escuelas eclesiásticas, en una palabra, todos los que enseñan y
explican la doctrina cristiana.
La enseñanza teológica en cualquiera de sus formas (en seminarios,
universidades, etc.) provee un apoyo valioso a la autoridad docente y a todos
los que enseñan bajo esa autoridad. A través del estudio de la teología sus
maestros han adquirido la sabiduría necesaria para asistir a la autoridad en el
discernimiento de la verdad o falsedad acerca de asuntos doctrinales; de ahí han
sacado lo que ellos pueden ofrecer. Los teólogos en cuanto tales no forman parte
de la Iglesia docente, pero en cuanto expositores profesionales de la verdad
revelada que ellos estudian sistemáticamente la pueden resumir, sistematizar e
iluminar con las luces de la filosofía, de la historia, etc. Son, por así
decirlo, los consejeros naturales de la autoridad docente, para proveerle la
información y datos necesarios. Ellos son quienes preparan, a veces en forma muy
directa a través de sus reportes, sus consultas escritas, sus proyectos o
schemata, y sus redacciones preparatorias, los documentos oficiales que
finalmente la autoridad docente desarrolla y publica con autoridad. Por otro
lado, su trabajo científico es útil p ara la instrucción de quienes han de
expandir y popularizar la doctrina, ponerla en circulación y adaptarla a todos a
través de palabras y escritos de todo tipo. Queda así evidente la maravillosa
unidad alcanzada en la enseñanza eclesial y cómo la misma verdad, desde lo más
alto, desciende por mil canales diferentes y llega finalmente con la misma
inmaculada pureza hasta los más humildes e ignorantes.
Este variadísimo trabajo de exposición científica y de popularización y
propaganda está también apoyado por las incontables formas de enseñanza
religiosa entre las que el catecismo (cuya última versión universal es el
"Catecismo de la Iglesia Católica", elaborado a partir de la publicación de la
Constitución Apostólica "Fidei depositum" del Papa Juan Pablo II, en 1992. N.T.)
tiene un carácter de seguridad doctrinal, aprobado por la autoridad docente y
buscando únicamente dejar claras y precisas las enseñanzas comunes en la
Iglesia. De ese modo, el niño que aprende el catecismo puede, previendo que se
le informe de ello, reconocer que la doctrina que se le presenta no es la
opinión personal del catequista voluntario ni del sacerdote que se lo transmiten
a él. El catecismo es igual en todas las parroquias de una diócesis, a pesar de
que puede haber pequeñas diferencias de detalles sin trascendencia en el
catecismo que enseñan todas las diócesis de un país. Las diferencias entre los
catecismos de varios países son tan leves que pasan desapercibidas. Es
genuinamente la mente de la Iglesia recibida de Dios o Cristo y transmitida por
los apóstoles a la sociedad cristiana que, de tal manera, llega incluso a los
pequeños en voz de los catequistas o a los no cristianos en boca del misionero.
Esta difusión de la misma verdad a lo ancho del mundo, y esta unidad de la misma
fe a través de todos los países es una maravilla que, por si misma, fuerza al
reconocimiento de que Dios está con su Iglesia. Ya desde su época San Ireneo
admiraba esa realidad y la expresaba con admiración en un lenguaje tan brillante
y poético como pocas veces se encuentra en la obra del venerable obispo de Lyon.
La causa externa y visible de esa difusión y unidad es la maravillosa
organización del magisterio vivo. Este magisterio no fue instituido para recibir
nuevas verdades sino para guardar, transmitir, propagar y preservar la verdad
revelada de cualquier mezcla de error, y para hacerla prevalecer. El magisterio
no puede ser considerado como algo externo a la comunidad de los fieles. Quienes
enseñan no pueden ni deben enseñar sino aquello que ellos mismos aprendieron.
Quienes tienen el oficio de maestros han sido escogidos de entre los fieles y
antes que nada se les exige que ellos crean lo que ellos enseñan a los demás.
Más aún, los maestros únicamente proponen a la fe de los creyentes aquellas
verdades de las que estos últimos ya han hecho profesión de fe más o menos
explícita. A veces por medio del escrutinio del sentimiento común de la Iglesia,
a veces escudriñando los monumentos del pasado, los maestros y teólogos
descubren que tal o cual doctrina, quizás disputada, pertenece sin embargo al
depósito de la tradición. En ocasiones los fieles pueden incluso estar
inconscientes de que creen en algo pero, si están en unión de pensamiento con la
Iglesia, creen implícitamente aquello que no saben expresar explícitamente como
objeto de su fe. Así pasó, por ejemplo, en el caso del dogma de la Inmaculada
Concepción antes de que fuera incluida en la fe explícita de la Iglesia.
Hay una unión íntima de fe y corazón entre la Iglesia docente y los fieles. La
autoridad docente no pierde nada de sus derechos. Éstos están limitados
solamente desde arriba por las mismas condiciones del mandato por el que ellos
fueron recibidos. Pero el ejercicio de esa autoridad es, por mucho, más cierto y
fácil cuando los fieles, por decirlo así, confirman con su adhesión las
decisiones de esa autoridad. Una definición dogmática apenas hace más que
sancionar la fe que ya existe en la comunidad cristiana. Los maestros en la
Iglesia y los profesores de teología, los más aptos para entender, adaptar y
preservar la verdad revelada contra ataques y errores, naturalmente convocan
todos los recursos que la ciencia humana ofrece. Las ciencias que tienen un
lugar especial en el arsenal del magisterio docente son la filosofía, la
historia, los lenguajes y la filología en todas sus formas. En particular, la
filosofía necesariamente interviene para ayudar en la sistematización de la
teología y para comprender la verdad revelada, para mejor sintetizar los datos
tradicionales y para mejor explicar las ideas dogmáticas. En la Edad Media se
formó una fructífera alianza entre la filosofía escolástica y la teología. A
veces pasa, sin embargo, que la filosofía y las otras ciencias parecen estar en
contradicción con la teología, la ciencia de la verdad revelada. El conflicto,
empero, nunca es invencible, puesto que lo verdadero no se puede oponer a lo
verdadero, ni la verdad humana de la filosofía, ni el conocimiento humano, a la
verdad sobrenatural de la teología. Pero el hecho permanece de que las hipótesis
científicas, la ciencia que se busca a si misma, y la filosofía que se
desarrolla a si misma a veces parecen estar en oposición a la verdad revelada
(Léase la encíclica "Fides et ratio" de S.S. Juan Pablo II, N.T.). En esos casos
la Iglesia tiene, para preservar la verdad tradicional, el derecho de condenar
las aseveraciones, opiniones e hipótesis que aunque no constituyan rechazos
directos, pueden sin embargo amenazarla o exponer a algunas almas a su pérdida.
La autoridad debe ser prudente en tales condenas y es bien sabido que son raras
las ocasiones en que no se hayan hecho con la debida justificación, pero su
derecho a intervenir es indiscutible para todo aquel que admita la institución
divina del magisterio.
Existen, en medio de todos los hechos puramente profanos, las opiniones y las
verdades reveladas, hechos y opiniones mixtos que, por su propia naturaleza,
pertenecen al orden humano pero que están en contacto íntimo y cercana conexión
con la verdad sobrenatural. Tales hechos son llamados dogmáticos y tales
opiniones son llamadas teológicas. La autoridad docente, precisamente en virtud
de su propia misión, tiene jurisdicción sobre esos hechos y opiniones. Es una
verdad positiva, si no es que revelada, que los hechos dogmáticos y las
opiniones teológicas pueden ser, del mismo modo que las verdades dogmáticas,
objetos de decisiones infalibles. La Iglesia no es menos infalible al sostener
que las cinco famosas proposiciones están en el jansenismo que al condenarlas
como heréticas. Se debe distinguir entre la tradición dogmática o verdad
revelada, las tradiciones piadosas, las costumbres litúrgicas y las narraciones
de manifestaciones o revelaciones sobrenaturales que circulan en el mundo de la
piedad cristiana. Cuando la Iglesia interviene para definirse en esos asuntos
nunca es para canonizarlos, si se puede decir así, ni para otorgarles una
autoridad de fe. Simplemente intenta preservarlos de cualquier ataque temerario
a base de afirmar que no contienen nada contrario a la fe o la moral, y de
reconocer en ellos suficiente valor humano como para que la piedad se alimente
de ello libremente y sin peligro.
V. La identidad de la verdad revelada a través de la variedad de fórmulas,
sistematizaciones y desarrollo dogmático; la identidad de la fe en la Iglesia a
través de las variaciones de la teología
Son bien conocidas las palabras de Sally Prud’homme: "¿Cómo se explica que algo
tan complicado (la ‘Summa’ de Santo Tomás) haya emergido de algo tan sencillo
(el Evangelio)?". De hecho cuando leemos un tratado teológico o la profesión de
fe y el juramento antimodernista impuesto por Pío X, a primera vista parecen
diferentes de las Sagradas Escrituras o del Credo de los Apóstoles. Sin embargo,
un estudio más a fondo nos revela que las diferencias no son irreconciliables. A
pesar de las apariencias la "Summa" y el juramento antimodernista están
vinculados naturalmente con la Escritura y la fe de los primeros cristianos. Si
se quiere captar plenamente la identidad de la verdad revelada según era
profesada en los primeros siglos con lo que nosotros ahora confesamos es
necesario estudiar a fondo el proceso de la expresión dogmática a través de la
historia completa del dogma y de la teología. Bástenos por ahora un ligero
esbozo de sus características y rasgos generales. Lo que se nos muestra en la
Escritura o en la revelación evangélica como una realidad viviente (la persona
divina de Jesucristo) ha sido formulado en términos abstractos (una persona, dos
naturalezas) o en fórmulas concretas (mi Padre y yo somos uno); pasamos
constantemente de lo visto o recibido implícitamente a lo razonado o
reflexionado explícitamente; analizamos datos complejos, comparamos
separadamente sus elementos, construimos un sistema a partir de las verdades
dispersas; a base de analogías de fe y a la luz de la razón clarificamos puntos
que estaban obscuros y los fundimos en una totalidad en la que a veces es
difícil distinguir los datos de la revelación divina y los del conocimiento
humano. En pocas palabras, todo ese proceso conduce a un trabajo de
transposición, análisis, síntesis, deducción e inducción, y de la conformación
de la materia revelada a través de la teología. Durante ese proceso han cambiado
las fórmulas, las realidades divinas se han matizado de los colores del
pensamiento humano, las verdades reveladas se han entremezclado con las de la
ciencia y la filosofía, pero la verdad divina se ha conservado idéntica a través
de la variedad de fórmulas, sistemas, y expresiones dogmáticas. Es lo mismo pero
visto de diferentes ángulos y, hasta cierto punto, con diferentes ojos. Pero es
la misma verdad la que fue presentada originalmente a los primeros cristianos y
la que se nos presenta hoy a nosotros.
A esa identidad de la verdad revelada corresponde también la identidad de la fe.
Nosotros creemos lo mismo que los primeros cristianos; lo que nosotros creemos
hoy fue también creído por ellos en forma más o menos explícita, más o menos
consciente. Del mismo modo como ha permanecido idéntico el depósito de la fe
también permanece idéntica su posesión por la fe viva. Ninguno de los fieles
tiene siempre el mismo grado de conciencia explícita de lo que cree, pero su fe
implícita contiene todo aquello que confesamos explícitamente en la profesión de
fe. Siempre se han profesado en la Iglesia, de palabra o de obra, algunas
verdades que podemos llamar fundamentales. Otras, que pueden ser llamadas
secundarias, pueden haber permanecido implícitas por largo tiempo, o envueltas,
en lo tocante al detalle, en una verdad general en la que la fe no las distingue
a primera vista. En cuanto a las verdades del primer tipo, pudo haber incluso
tiempos en que había cierta falta de certeza, o en los que se daba pie a
controversias e incluso a herejías. Pero la mente de la Iglesia, el sentido
católico, no ha dudado en lo que ha sido esencial. Nunca se ha dado en el mundo
cristiano una obscuridad como la que los herejes nos reprochan. Los que tenían
ojos para verlo lo vieron. Nunca se han dado disputas entre los fieles en cuanto
a esos puntos. Las que se han dado, y sin duda han sido agudas, se han referido
a fallas en la comprensión o en detalles de la expresión.
En lo tocante a verdades tales como el dogma de la Inmaculada Concepción,
definitivamente sí se han dado faltas de certeza y controversia respecto a la
naturaleza misma de los temas en cuestión. La verdad revelada estaba
indudablemente en el depósito de la verdad de la Iglesia, pero no había sido
formulada en términos explícitos, ni siquiera en términos claramente
equivalentes, sino envuelta en una verdad más general (la de la santidad total
de María), cuya fórmula pudo haber sido entendida en una forma más o menos
absoluta (exención de todo pecado actual, exención incluso del pecado original).
Por otra parte, esta verdad (la exención de María del pecado original) pudo
verse como opuesta a otras verdades ciertas (la universalidad del pecado
original, la redención universal de Cristo). Se puede comprender fácilmente que
en algunas circunstancias, cuando la cuestión se plantea por primera vez en
forma explícita, algunos fieles hayan dudado. Es también natural que los
teólogos hayan mostrado mayores dudas que los demás fieles. Mucho más preparados
para detectar la aparente oposición entre la nueva opinión y la verdad antigua,
ellos legítimamente resistieron, mientras esperaban una luz mayor, lo que en ese
momento percibían como prisa irreflexiva o piedad menos iluminada. Así lo
hicieron San Anselmo, Santo Tomás y San Buenaventura en el caso de la Inmaculada
Concepción. Pero la idea que vivía en la mente de la Iglesia acerca de María
implicaba tanto la exención de todo pecado, incluso del pecado original. Los
fieles a los que las preocupaciones teológicas no les impedían sostener esa idea
en toda su pureza, basados en la intuición del corazón que a veces está más
dispuesto e iluminado que la misma razón y el pensamiento razonado, rechazaba
toda limitación y no soportaba, según la expresión de San Agustín, que se
discutiera en forma alguna la posibilidad de pecado en María. Poco a poco el
sentimiento de los fieles venció. Claro que ello no se debió, como alguno ha
insinuado, a la debilidad de los teólogos incapaces de luchar contra un
sentimiento ciego, sino porque sus percepciones, aceleradas por los fieles y por
su propio instinto de fe, pudieron sondear cada vez más el sentimiento de los
fieles y examinar con más cuidado la nueva opinión para asegurarse que, lejos de
ir en contra de dogma alguno, armonizaba maravillosamente con otras verdades
reveladas y correspondía integralmente a la analogía de la fe y de la sana
razón. Por último, luego de escudriñar con cuidado renovado el depósito de la
revelación, descubrieron la opinión piadosa, escondida hasta ese momento en una
fórmula más general, y no contentos con declararla verdadera, la declararon
revelada. De ese modo, luego de largas discusiones, a la fe implícita en la
verdad revelada sucedió la fe explícita en esa misma verdad, pero brillando ya a
la vista de todos. No había más datos, pero bajo el impulso de la gracia y con
el sentimiento y esfuerzo de la teología se logró una visión más distinta y
clara respecto a lo que los datos antiguos contenían. Cuando la Iglesia definió
la Inmaculada Concepción lo que hizo fue definir como parte de la fe explícita
de los fieles lo que ya estaba implícitamente contenido en esa fe. Y lo mismo se
aplica a todos los casos semejantes, excepto en lo concerniente a detalles
accidentales de las circunstancias. Al reconocer una nueva verdad la Iglesia
reconoce que ella ya poseía esa verdad.
Sí existe en la Iglesia, claro, progreso en el dogma y en la teología; progreso
de la misma fe hasta cierto punto. Pero ese progreso no consiste en una adición
de información fresca o en un cambio de ideas. Lo que se cree es lo que siempre
se ha creído, pero a través del tiempo se entiende en forma más generalizada y
se explícita en forma más clara. De ese modo, gracias al magisterio vivo y a la
predicación eclesiástica, gracias al sentido vivo de la verdad que reside en la
Iglesia, a la acción del Espíritu Santo que simultáneamente dirige a los
maestros y a los fieles, la verdad tradicional vive y se desarrolla en la
Iglesia, siempre inmutable, al mismo tiempo nueva y antigua. Antigua porque los
primeros cristianos ya la contemplaban en cierta medida; nueva porque nosotros
la vemos con nuestros ojos y en armonía con nuestras ideas presentes. Tal es la
noción de la tradición en el doble sentido de la palabra. Es la verdad divina
que nos llega a través de la mente de la Iglesia y es también la preservación y
la transmisión de esta verdad divina hecha por el órgano del magisterio vivo,
por la predicación de la Iglesia y por la profesión de fe que todos los
cristianos hacemos en nuestra vida.
JEAN BAINVEL
Transcrito por Tomas Hancil
Traducido por Javier Algara Cossío