Infierno
EnciCato
Este tema será tratado en 8 capítulos:
1. Nombre y lugar del Infierno
2. Existencia del Infierno
3. Eternidad del infierno
4. Impenitencia de los condenados
5. Poena Damni
6. Poena Sensus
7. Penas accidentales de los condenados
8. Características de las penas del infierno
1. Nombre y lugar del Infierno
El término infierno es análogo de “cueva (caverna) y “vacío”. Es un sustantivo
formado de las palabras anglosajonas helan o behelian, “esconder”. Este verbo
tiene el mismo primitivo del latín occulere y celare y el Griego kalyptein. Por
lo tanto, por derivación, infierno denota un lugar oscuro y escondido. En la
antigua mitología Escandinava, Hel era la diosa de los desfavorecidos del bajo
mundo de la diosa. Solo aquellos caídos en batalla podían entrar al Valhalla; el
resto caía al Hel en el bajo mundo, aunque no todos al lugar de los castigos de
los criminales.
Infierno (infernus) en su uso teológico es el lugar de castigo luego de la
muerte. Los teólogos distinguen cuatro significados del término infierno:
En sentido estricto, el infierno, o el lugar del castigo de los condenados, sean
éstos demonios o hombres; el limbo de los infantes (limbus parvulorum), donde
aquellos que murieron con solo el pecado original y sin pecado personal mortal,
están confinados y padecen cierto tipo de castigo; el limbo de los Padres (limbus
patrum), en donde las almas de los justos que murieron antes de Cristo, esperan
su admisión al cielo; en el interim, el cielo esta cerrado para ellos como
castigo por el pecado de Adán.
El purgatorio, donde el justo, que murió en pecado venial o quien aún tiene
deudas de castigo temporal por el pecado, es limpiados por el sufrimiento previa
admisión al cielo
El presente artículo solo trata del infierno bajo su sentido estricto.
La palabra latina infernus (inferum, inferi), la Griega Hades, y la Hebrea sheol
corresponden a la palabra infierno. Infernus se deriva de la raíz in; luego
designa al infierno como un lugar dentro y bajo la tierra. Haides, formada por
la raíz fid, ver, y a privativa, denota un lugar invisible, escondido y oscuro;
por lo tanto es similar al término infierno. Las derivaciones de sheol son
dudosas. Generalmente se supone que viene de raíz Hebrea cuyo significado es
“hundirse en, estar vacío”; consecuentemente denota una cueva o un lugar bajo la
tierra. En el Antiguo Testamento, (Sept. hades; Vul. infernus) sheol es usado
bastante en general para designar el reino de los muertos, del bueno como
también del malo (Num., xvi,30); significa infierno en su sentido estricto, como
también el limbo de los Padres. Pero, como el limbo de los Padres termina en el
momento de la Asunción de Cristo, hades (Vulg. Infernus) en el Nuevo Testamento
siempre designa el infierno de los condenados. Desde la Asunción de Cristo, el
justo ya no cae al mundo inferior, sino que habita en el cielo (II Cor., v1).
Sin embargo, en el Nuevo Testamento, el término Gehenna es usado más comúnmente
como hades, nombre dado al lugar de castigo de los condenados. Gehenna es en
Hebreo gê-hinnom (Neh., xi, 30), o la forma más extensa de gê-ben-hinnom (Jos.,
xv, 8), y gê-benê-hinnom (IV Reyes, xxiii, 10) “valle de los hijos de Hinnom”.
Hinnom parece ser el nombre de la persona no conocida de otro modo. El Valle de
Hinnom está al Sur de Jerusalem y hoy es llamado Wadi er-rababi. Fue notoria la
escena de tiempos anteriores, de horrible adoración a Moloch. Por este motivo,
fue profanado por Josías (Reyes IV, xxiii,10) maldito por Jeremías (Jer., vii,
31-33) y mantenido como abominación por los judíos, quienes, consecuentemente,
utilizaron el nombre de éste valle para designar el sufrimiento de los
condenados (Targ. Jon., Gen., iii, 24; Henoch, c. xxvi). Y Cristo adoptó éste
uso del término. Además de Gehenna y Hades, encontramos en el Nuevo Testamento
muchos otros nombres para el sufrimiento de los condenados. Es llamado el
“infierno menor” (Vulg. Tartarus) (II Pedro, ii,4) “abismo” (Lucas, viii, 31 y
otros) “lugar de los tormentos” (Lucas, xvi, 28) “alberca de fuego” (Apoc., xix,
20 y otros) “estufa de fuego” (Mateo, xiii, 42, 50) “fuego inextinguible” (Mateo
iii, 12 y otros) “Fuego eterno” (Mateo, xviii, 8; xxv, 41; Judas, 7) “oscuridad
exterrior” (Mateo vii,12; xxii, 13; xxv,30) “niebla” o “tormenta de oscuridad”
(2Pedro, ii, 17; Judas 13). El estado de los condenados en llamado “destrucción”
(apoleia, Filip, iii, 19 y otros) “perdición” (olethros, I Tim., vi, 9),
“destrucción eterna” (olethros aionios, II Tes., i, 9) “corrupción” (phthora,
Gal., vi, 8), “muerte” (Rom., vi, 21), “segunda muerte” (Apoc., ii, 11 y otros).
¿Dónde está el infierno? Algunos eran de la opinión que el infierno está en
todas partes, que los condenados están en libertad de vagar por todo el
universo, pero llevan consigo su castigo. Los adherentes a esta doctrina fueron
llamados Ubiquistas o Ubiquitaristas; entre ellos, por ejemplo, Johann Brenz, un
suabo, teólogo Protestante del siglo 16. Sin embargo, esa opinión ha sido
rechazada universal y merecidamente; porque hay más en el estado de castigo de
los condenados que el que éstos estén limitados en sus movimientos y confinados
a un lugar definitivo. Más aún, si el infierno es fuego real, no puede estar en
todas partes, especialmente después de la consumación del mundo cuando la tierra
y el cielo sean renovados. En cuanto a su ubicación, se han hecho toda clase de
conjeturas; se ha sugerido que el infierno está situado en alguna isla lejana en
el mar o en los dos polos de la tierra; Swinden, un inglés del siglo 18
imaginaba que estaba en el sol; algunos se la asignaron a la Luna, otros, a
Marte; otros lo colocaron en los confines del universo [Wiest, “Instit. theol.”,
VI (1789), 869]. La Biblia parece indicar que el infierno está dentro de la
tierra, en tanto describe el infierno como un abismo a donde descienden los
malvados. Incluso hemos leído de la tierra abriéndose y los malvados hundiéndose
bajo el infierno (Num., xvi, 31 y sgts; Ps, liv, 16; Isaias., v,14; Ez., xxvi,
20; Fil., ii,10 etc). ¿Es ésta una mera metáfora para ilustrar el estado de
separación de Dios. Aunque Dios es omnipresente, El habita en el Cielo, porque
la luz y la grandeza de las estrellas y el firmamento son las manifestaciones
más brillantes de Su infinito esplendor. Pero los condenados están absolutamente
alejados de Dios; por lo tanto, es dicho que su sufrimiento está lo más remoto
posible de su morada, lejos del cielo y de su luz y, consecuentemente, escondido
del oscuro abismo de la tierra. Sin embargo, no hay razón convincente para
aceptar una interpretación metafórica por sobre el significado más natural de
las palabras de las Escrituras.
De ahí, generalmente los teólogos aceptan la opinión que el infierno está
realmente dentro de la tierra. La Iglesia no ha decidido nada sobre este tema;
de ahí que podemos decir que el infierno es un lugar definido; pero no sabemos
dónde está. San Crisóstomo nos recuerda: “No debemos preguntar dónde está el
infierno, sino ¿qué hacer para escapar de él?” (In Rom., hom. xxxi, n. 5, en P.G.,
LX, 674). San Agustín dice: “Es mi opinión que la naturaleza del infierno-fuego
y la ubicación del infierno no son conocidos por ningún hombre a no ser que el
Espíritu Santo lo revele en forma especial” (De Civ. Dei, XX, xvi, en P.L., XLI,
682). En otros textos, expresa la opinión que el infierno está bajo la tierra (Retract.,
II, xxiv, n. 2 in P.L., XXXII, 640). San Gregorio el Grande escribió: “No me
atrevería a decidir sobre este tema. Algunos piensan que el infierno está en
algún lugar de la tierra; otros creen que está bajo la tierra” (Dial., IV, xlii,
en P.L., LXXVII, 400; cf. Patuzzi, “De sede inferni”, 1763; Gretser, “De
subterraneis animarum receptaculis”, 1595).
2. Existencia del Infierno
El Infierno existe, es decir, todos aquellos que mueren en pecado mortal
personal, como enemigos de Dios y no merecedores de la vida eterna, serán
severamente castigados por Dios después de la muerte. Sobre la naturaleza del
pecado mortal, ver PECADO; sobre el comienzo inmediato del castigo después de la
muerte, ver JUICIO PARTICULAR. En cuanto al destino de aquellos que mueren
libres de pecado mortal personal pero si en pecado original, ver limbo (Limbus
parvulorum). La existencia del infierno es, por cierto, negado por todos
aquellos que niegan la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Así entre
los Judíos, los Saduceos, entre los Gnósticos, los Seleucianos y en nuestros
tiempos, los Materialistas, Panteístas, etc., que niegan la existencia del
infierno. Aunque aparte de éstos, si nos abstraemos de la eternidad de los
dolores del infierno, la doctrina nunca he enfrentado oposición digna de
mención.
La existencia del infierno está probada primeramente en la Biblia. Cada vez que
Cristo y los Apóstoles hablan del infierno, ellos suponen el conocimiento de su
existencia (Mat., v, 29; viii, 12; x, 28; xiii, 42; xxv, 41, 46; II Tess., i, 8;
Apoc., xxi, 8, etc.). En la obra de Atzberger “Die christliche Eschatologie in
den Stadien ihrer Offenbarung im Alten und Neuen Testament”, Freiburg, 1890, se
aprecia un desarrollo de argumentos de las Escrituras muy completo,
especialmente con relación al Antiguo Testamento. También los Padres, desde
tiempos remotos han sido unánimes en sus enseñanzas que los malvados serán
castigados luego de la muerte. Y como prueba de su doctrina apelaron tanto a las
Escrituras como a la razón. (cf. Ignatius, “Ad Eph.”, v, 16; “Martyrium s.
Polycarpi”, ii, n, 3; xi, n.2; Justin, “Apol.”, II, n. 8 in P.G., VI, 458;
Athenagoras, “De resurr. mort.”, c. xix, in P.G., VI, 1011; Irenaeus, “Adv. haer.”,
V, xxvii, n. 2 in P.G. VII, 1196; Tertuliano, “Adv. Marc.”, I, c. xxvi, in P.L.,
IV, 277). Ver en Atzberger “Gesh. der christl. Eschatologie innerhalb der
vornicanischen Zeit” (Freiburg, 1896); Petavius, “De Angelis”, III, iv sqq.
Citas de las enseñanzas patrísticas.
La Iglesia profesa su fé en el Credo Atanasio: “Aquellos que han hecho el bien
tendrán vida eterna y aquellos que han hecho el mal, fuego eterno” (Denzinger, “Enchiridion”,
10th ed., 1908, n.40). La Iglesia repetidamente ha definido esta verdad. Ej. En
la profesión de fe hecha en el Segundo Concilio de Lyon (Denx, n. 464) y en el
Decreto de Unión en el Concilio de Florencia (Denz, N. 693): “Las almas de
aquellos que se van en pecado mortal o sólo en pecado original, bajan
inmediatamente al infierno, para ser visitados, sin embargo, con penas
desiguales” (poenis disparibus). Si abstraemos la eternidad de su castigo, la
existencia del infierno puede ser demostrada incluso por la luz de la mera
razón. Dios, en Su santidad y justicia, como asimismo en su Sabiduría, debe
vengar la violación del orden moral con tal sabiduría como para preservar, al
menos en general, alguna proporción entre la gravedad del pecado y la severidad
del castigo. Aunque es evidente por experiencia que Dios no siempre hace esto en
la tierra; por lo tanto El castigará después de la muerte. Más aún, si todos los
hombres estuvieran totalmente convencidos que el pecador necesita temor y no un
tipo de castigo después de la muerte, el orden moral y social puede quedar
seriamente amenazado. Sin embargo, esto no lo puede permitir la Divina
sabiduría. Nuevamente, si no hubiera retribución mas allá del que ocurre frente
a tus ojos aquí en la tierra, deberíamos considerar a Dios extremadamente
indiferente al bien y al mal, y podríamos no tomar en cuenta Su justicia y
carácter sagrado. Tampoco se puede decir: los malvados serán castigados pero no
por aflicción positiva: porque ya sea que la muerte será el fin de sus
existencias, o por la pérdida del rico premio del bueno, disfrutarán en menor
grado de la felicidad. Estos son subterfugios arbitrarios y vanos, sin apoyo en
razón alguna; el castigo positivo es la recompensa natural del mal. Además, la
debida proporción entre el demérito y el castigo sería imposible a través de una
aniquilación indiscriminada de todos los condenados.
Y, finalmente, si los hombres supieran que a sus pecados no les sigue el
sufrimiento, la mera amenaza de aniquilación al momento de morir, y menos aún el
prospecto de algún grado menor de beatitud sería suficiente para disuadirlos de
pecar. Más aún, la razón entiende fácilmente que en la próxima vida el justo
será feliz como premio de sus virtudes (ver CIELO). Pero el castigo del mal es
la contraparte natural del premio a la virtud. Por lo tanto, también habrá
castigo por el pecado en la próxima vida. Consecuentemente, encontramos entre
todas las naciones la creencia que los que hacen el mal serán castigados después
de la muerte. Esta convicción universal de la humanidad es una prueba adicional
de la existencia del infierno. Porque es imposible que, en relación con las
cuestiones fundamentales del ser y del destino, todos los hombres caigan en el
mismo error; además, el poder de la razón humana sería esencialmente deficiente,
y el orden de éste mundo estaría indebidamente envuelto en el misterio; sin
embargo, esto resulta repugnante tanto para la naturaleza como a la sabiduría
del Creador. Sobre la creencia de todas las naciones de la existencia del
infierno cito Lüken, en “Die Traditionen des Menschengeschlechts” (2nd ed.,
Münster, 1869); Knabenbauer, “Das Zeugnis des Menschengeschlechts fur die
Unsterblichkeit der Seele” (1878). Los pocos hombres que a pesar de la
convicción moral universal de la raza humana, niegan la existencia del infierno
son mayormente ateos y Epicúreos. Pero si la visión de tales hombres sobre la
cuestión fundamental de nuestro ser sea la única verdadera, la apostasía fuese
el camino a la luz, la verdad y la sabiduría.
3. Eternidad del Infierno
Muchos admiten la existencia del infierno, pero niegan la eternidad de sus
castigos. Los Condicionalistas mantienen sólo la inmortalidad del alma y
aseguran que luego de sufrir cierta cantidad de sufrimiento, las almas de los
malvados serán aniquiladas. Entre los Gnósticos, los Valentinianos mantienen la
doctrina y más tarde también Arnobius, los Socinianos, muchos Protestantes tanto
en el pasado como en nuestros tiempos, especialmente los últimos (Edw. White,
“Life in Christ”, New York, 1877). Los Universalistas enseñan que al final,
todos los condenados, al menos todas las almas humanas, lograrán la beatitud (apokatastasis
ton panton, restitutio omnium, de acuerdo a Orígenes). Esto era un dogma de los
Origenistas y los Misericordes de quienes San Agustín habla (De Civ. Dei, XXI,
xviii, n. 1, in P.L., XLI, 732).
Hubieron adherentes individuales a esta opinión en todos los siglos ej. Scotus
Eriugena; en particular, muchos Protestantes racionalistas de los últimos siglos
han defendido esta creencia. Ej. En inglaterra, Farrar, “Esperanza Eterna”
(cinco sermones predicados en Westminster Abbey, Londres y Nueva York, 1878).
Entre los Católicos, Hirscher y Schell recientemente han expresado la opinión
que aquellos que no mueren en estado de gracia aún pueden convertirse después de
la muerte si no son demasiado malvados e impenitentes. La Sagrada Biblia es
bastante explícita en la enseñanza de la eternidad de las penas del infierno.
Los tormentos de los condenados durarán para siempre (Apoc., xiv,11; xix,3; xx,10).
Hay justos por siempre como hay gozos en el cielo (Mat. Xxv, 46). Cristo dijo de
Judas: “hubiera sido mejor para él, si este hombre no hubiera nacido” (Mateo,
xxvi, 24). Pero esto no hubiese sido verdadero si Judas no hubiese sido liberado
del infierno y admitido a la felicidad eterna. Nuevamente Dios dice de los
condenados: “Su gusano no muere y su fuego no se apaga” (Is., lxvi, 24; Mark ix,
43, 45, 47). El fuego del infierno es llamado repetidamente eterno e
inextinguible. Los condenados padecen la cólera de Dios (Juan iii, 36); son
naves de la Divina cólera (Rom. Ix, 22); ellos no poseerán el Reino de Dios ( I
Cor., vi,10; Gal. V, 21) etc. Las objeciones aducidas desde la Escrituras contra
esta doctrina, son tan insignificantes que no valen la pena discutirlas en
detalle. La enseñanza de los Padres no es menos clara y decisiva (cito Patavius,
“De Angelis”, III, viii). Nosotros simplemente traemos a colación el testimonio
de los mártires que a menudo declararon que estaban contentos con sufrir dolor
de breve duración con tal de escapar de los eternos tormentos; e.g. “Martyrium
Polycarpi”, c. ii (cf. Atzberger, “Geschichte”, II, 612 sqq.). Es verdad que
Orígenes cayó en el error en este punto y precisamente por este error fué
condenado por la Iglesia (Canones adv. Origenem ex Justiniani libro adv.
Origen., can. ix; Hardouin, III, 279 E; Denz., n. 211). En vanos fueron los
intentos hechos para socavar la autoridad de estos cánones (cf. Dickamp, “Die
origenistischen Streitigkeiten”, Münster, 1899, 137). Por lo demás, incluso en
Orígenes encontramos las enseñanzas ortodoxas sobre la eternidad de las penas
del infierno; puesto que en sus palabras, la fe Cristiana ha sido una y otra vez
victoriosa sobre el filósofo dubitativo. Gregorio de Nisa pareciera haber
favorecido los errores de Orígenes; muchos, sin embargo, creen que sus
declaraciones pueden ser mostradas como en armonía con la doctrina Católica.
Pero las sospechas que han sido imputadas sobre ciertos pasajes de Gregorio de
Nazianzo y Jerome decididamente no tienen justificación (cf. Pesch,
“Theologische Zeitfragen”, 2nd series, 190 sqq.). La Iglesia profesa su fe en la
eternidad de los dolores del infierno en términos claros en el Credo Atanasio (Denz.,
nn. 40) en decisiones doctrinales auténticas (Denz, nn. 211, 410, 429, 807, 835,
915), y en incontables pasajes de su liturgia; ella nunca ora por los
condenados. Por lo tanto, más allá de la posibilidad de duda, la Iglesia
expresamente enseña la eternidad de las penas del infierno como una verdad de fe
que nadie puede negar o cuestionar sin caer en manifiesta herejía.
Pero ¿cuál es la actitud de mera razón hacia esta doctrina? Así como Dios debe
designar algún término fijo para el tiempo del juicio, luego del cual el justo
entrará en segura posesión de una felicidad que nunca jamás perderá en toda la
eternidad, así también es apropiado que luego de la expiración de ese término,
al malvado le será cortada toda esperanza de conversión y felicidad. En cuanto a
la malicia de los hombres no puede forzar a Dios a prolongar el tiempo destinado
de prueba y darles una y otra vez, sin fin, el poder de decidir sus suertes por
la eternidad. Cualquier obligación de actuar de esta manera, sería indigno de
Dios, porque lo haría dependiente del capricho de la malicia humana, quitaría
gran parte de eficiencia a sus amenazas y ofrecería a la presunción humana la
más amplia visión y el mas fuerte incentivo. Dios actualmente ha destinado el
fin de esta vida presente, o el momento de la muerte, como el término de la
prueba del hombre. Porque en ese momento, se produce en nuestra vida, un cambio
esencial y momentáneo; del estado de unión con el cuerpo, el alma pasa a otra
vida. Ningún instante de nuestra vida es tan agudamente definido por su
importancia. Por lo tanto, podemos concluir que la muerte es el fin de nuestra
prueba; porque es convenido que nuestro juicio deberá terminar en un momento de
nuestra existencia tan prominente y significante de manera de ser fácilmente
percibido por todo hombre. Consecuentemente, es la creencia de toda la gente que
la retribución eterna se dispensa inmediatamente después de la muerte. Esta
convicción de la humanidad es una prueba adicional de nuestra tesis. Finalmente,
la preservación del orden moral y social no estaría suficientemente procurado si
los hombres supieran que el momento del juicio continuará después de la muerte.
Muchos creen que la razón no puede dar ninguna prueba concluyente de la
eternidad de las penas del infierno, aunque puede mostrar someramente que esta
doctrina no entraña ninguna contradicción. Siendo que la Iglesia no ha tomado
ninguna decisión sobre este punto, cada cual es completamente libre de asumir
esta opinión. Como es aparente, el autor de este artículo no la sostiene.
Admitimos que Dios pudo haber extendido el momento del juicio mas allá de la
muerte; sin embargo, de haberlo hecho, habría permitido al hombre saber sobre
ello y habría hecho las correspondientes provisiones para el mantenimiento del
orden moral en esta vida. Podríamos además admitir que no es intrínsecamente
imposible para Dios aniquilar al pecador luego de cierta cantidad de castigo,
pero esto estaría menos conforme con la naturaleza del alma inmortal del hombre;
y, en segundo término, no conocemos ningún hecho que nos haga tener derecho de
suponer que Dios actuaría de tal manera. La objeción radica en que no hay
proporcionalidad entre el breve momento del pecado y un castigo eterno. ¿Pero
porqué no?. Ciertamente, admitimos una proporción entre un buen fruto momentáneo
y su premio eterno, pero no, es verdad, una proporción de duración sino una
proporción entre la ley y sus sanciones apropiadas. Nuevamente, el pecado es una
ofensa contra la autoridad infinita de Dios, y el pecador está de alguna manera,
conciente de esto, aunque imperfectamente. Consecuentemente, en el pecado hay
una aproximación a la malicia infinita la cual merece castigo eterno.
Finalmente, debemos recordar que, aunque el acto de pecar es breve, la culpa del
pecado se mantiene para siempre; porque en la próxima vida, el pecador nunca da
la espalda a su pecado por una conversión sincera. Además, se objeta que el
único objeto del castigo deba ser la reforma del que hace el mal. Esto no es
verdad. Además del castigo inflingido para corregir, también hay castigos para
la satisfacción de la justicia. Pero la justicia demanda que quien se desvíe del
camino correcto en su busca de la felicidad, no encuentre su felicidad, sino que
la pierda. La eternidad de las penas del infierno responde a esta demanda por
justicia. Y, además, el temor al infierno en realidad no detiene a muchos del
pecado; y, sin embargo, y en tanto es una amenaza de Dios, el castigo eterno
también sirve a la reforma de las morales. Pero, si Dios amenaza al hombre con
las penas del infierno, El debe también llevar a cabo Su amenaza si el hombre no
observa evitando pecar.
Para resolver otras objeciones, debemos hacer notar:
Dios no es sólo infinitamente bueno, sino que infinitamente sabio y santo.
Nadie es echado al infierno sino lo merece total y enteramente.
El pecador persevera por siempre en su mala disposición.
No debemos considerar el castigo eterno del infierno como una serie de términos
distintos y separados de castigo, como si Dios fuera por siempre una y otra vez
pronunciando una nueva sentencia e inflingiendo nuevas penas y como si El nunca
pudiera satisfacer su deseo de venganza. El infierno es, especialmente a los
ojos de Dios, una unidad una e indivisible; no es sino una sentencia y una pena.
Podríamos representarnos un castigo de intensidad indescriptible como en cierto
sentido al equivalente a un castigo eterno, lo que nos podría ayudar a ver mejor
cómo Dios permite al pecador caer al infierno – cómo un hombre que hace tabla
rasa de todas las advertencias Divinas, quien falla aprovechándose de toda la
paciente indulgencia que Dios le ha mostrado, y quien en desenfrenada
desobediencia esta absolutamente inclinado raudo hacia el castigo eterno, lo que
es finalmente permitido por la justa indignación de Dios de caer al infierno.
En sí mismo, el dogma católico no rechaza el suponer que Dios pueda, a veces,
por vía de excepción, liberar un alma del infierno. Por lo tanto, algunos
argumentan con una falta interpretación de la I de Pedro 3:19 y sgts., que
Cristo liberó a varias almas condenadas con ocasión de Su descenso al infierno.
Otros fueron mal guiados por cuentos no confiables en la creencia que las
plegarias de Gregorio el Grande rescataron al Emperador Trajano del infierno.
Pero ahora los teólogos son unánimes en enseñar que tales excepciones nunca
ocurrieron y nunca ocurrirán, una enseñanza que bien puede ser aceptada. Si esto
es verdad, ¿cómo puede la Iglesia orar en el Ofertorio de la misa por los
muertos: “Libera animas omnium fidelium defunctorum de poenis inferni et de
profundo lacu” etc.? Muchos piensan que la Iglesia usa estas palabras para
designar el purgatorio. Sin embargo, pueden ser explicadas con mayor rapidez, si
tomamos en cuenta el espíritu peculiar de la liturgia de la Iglesia; a veces
ella refiere sus plegarias no al tiempo que son dichas, sino al tiempo por el
cual son dichas. Por lo tanto, el ofertorio en cuestión se refiere al momento
cuando el alma está por abandonar el cuerpo, aunque es positivamente dicha algún
tiempo después de tal momento; como si actualmente estuviera en el lecho de
muerte del creyente, el sacerdote implora a Dios de liberar las almas del
infierno. Pero sea cual sea la explicación que preferimos, esto permanece
cierto, que, al decir este ofertorio, la Iglesia intenta implorar sólo aquellas
gracias que el alma aún es capaz de recibir, a saber, la gracia de una muerte
feliz o la liberación del purgatorio.
4. Impenitencia de los Condenados
Los condenados están ratificados en el mal; cada acto de su voluntad es maligno
e inspirado en el odio a Dios. Esta es la enseñanza común de la teología; Santo
Tomás lo establece en varios pasajes. Sin embargo, algunos han mantenido la
opinión que, aunque los condenados no pueden realizar ninguna acción
sobrenatural, todavía son capaces de realizar, de vez en cuando algún hecho
naturalmente bueno; hasta ahora, la Iglesia no ha condenado esta opinión. El
autor de este artículo sostiene que la enseñanza común es la verdadera; porque
en el infierno, la separación del poder santificante del amor Divino, es total.
Muchos afirman que esta inhabilidad de hacer buenas obras es física, y asignan
el impedimento de toda gracia como su causa próxima; al hacer esto, toman el
término gracias en su significado más amplio, es decir, toda cooperación Divina
tanto en buenas acciones naturales como sobrenaturales. Entonces, los condenados
nunca pueden escoger entre actuar fuera del amor de Dios y la virtud y actuar
fuera del odio a Dios. El odio es el único motivo en su poder; y no tienen otra
alternativa que aquella de mostrar su odio a Dios escogiendo una acción maligna
por sobre otra. La última y real causa de su impenitencia es el estado de pecado
que libremente escogen como su porción sobre la tierra y sobre la cual pasaron,
sin conversión, a la otra vida y a ese estado de permanencia (status termini)
por naturaleza debido a criaturas racionales y a una actitud de mente
incambiable. Bastante en consonancia con su estado final, Dios les otorga solo
aquella cooperación que corresponde a la actitud que libremente escogieron como
suya en esta vida. Por esto, los condenados no pueden sino odiar a Dios y hacer
el mal, mientras que el justo en el cielo o en el purgatorio, es inspirado
solamente por amor a Dios, no pueden sino hacer el bien. Por lo tanto, también,
las obras de los reprobados, en tanto están inspiradas en el odio a Dios, no son
pecados formales, sino solo materiales, porque son realizados sin el requisito
de libertad para la imputabilidad moral. El pecado formal que comete el
reprobado es solo aquel que, cuando de entre varias acciones en su poder,
deliberadamente escoge aquella que contiene la mayor malicia. Por tales pecados
formales, los condenados no incurren en ningún aumento esencial de castigo,
porque en el estado final la misma posibilidad y el permiso Divino de pecar son
en sí mismos un castigo y, más aún, una sanción de la ley moral podría parecer
bastante sin sentido.
De lo que se ha dicho se sigue que el odio que las almas perdidas tienen hacia
Dios, es voluntario sólo en su causa; y la causa es el pecado deliberado el cual
fue cometido en la tierra y por el cual merecieron reprobación. Es también obvio
que Dios no es responsable por los pecados materiales de odio de los reprobados
porque si les otorga Su cooperación en sus actos pecaminosos como también si les
rehúsa toda motivación al bien, El actúa bastante de acuerdo con la naturaleza
de su estado. Por lo tanto, sus pecados no son más imputables a Dios que las
blasfemias de un hombre en un estado de total intoxicación, aunque no son
proferidas sin la asistencia Divina. El reprobado lleva consigo la primera causa
de impenitencia; es la culpa del pecado que ha cometido en la tierra y con el
cual ha pasado a la eternidad. La causa próxima de impenitencia en el infierno
es que Dios deniega toda gracia y todo impulso por el bien. No sería
intrínsecamente imposible para Dios llevar a los condenados al arrepentimiento;
aunque tal curso sería mantenerlos fuera del estado de reprobación final. La
opinión que el rechazo Divino a toda gracia y de motivación al bien es la causa
próxima de impenitencia, es sostenida por muchos teólogos, y en particular por
Molina. Suárez la considera probable. Scoto y Vásquez sostienen puntos de vista
similares. Incluso los Padres y Santo Tomás pueden ser entendidos en este
sentido. Es por esto que Santo Tomás enseña (De verit., Q. xxiv, a.10) que la
causa principal de impenitencia es la justicia Divina la cual rehúsa dar a los
condenados toda gracia. Sin embargo, muchos teólogos p.ej. Suárez, defiende la
opinión que los condenados son solo moralmente incapaces de bien; tienen el
poder físico, pero las dificultades en sus caminos son tan grandes que nunca
podrán ser superadas. Los condenados nunca pueden desviar su atención de sus
horrendos tormentos, y al mismo tiempo saben que han perdido toda esperanza. Por
ello, la desesperanza y el odio a Dios, su justo Juez, es casi inevitable e
incluso el más mínimo buen impulso se torna moralmente imposible. La Iglesia aún
no ha decidido esta cuestión. El autor del presente artículo, se inclina por la
opinión de Molina. Pero, si los condenados con impenitentes, ¿como pueden las
Escrituras (Sabiduría, v) decir que se arrepienten de su pecado? Deploran con la
mayor intensidad el castigo, pero no la malicia del pecado; a esto se aferran
mas tenazmente que nunca. Si tuvieran la oportunidad, cometerían el pecado de
nuevo, sin duda no por su gratificación, la cual encuentran ilusoria, sino por
cabal odio a Dios. Se sienten avergonzados de su insensatez por buscar la
felicidad en el pecado, pero no de la malicia del pecado en sí mismo (St. Tomás,
Teol. comp., c. cxxv).
5. Poena Damni
La poena damni, o dolor de pérdida, consiste en la pérdida de visión beatífica y
por ello, en una separación total de todos los poderes del alma de Dios, no
pudiendo encontrar siquiera la menor paz o descanso. Es acompañado por la
pérdida de todo don sobrenatural; pérdida de fe. Los caracteres impresos por los
sacramentos solo permanecen para mayor confusión de quien los lleva. El dolor de
pérdida no es la mera ausencia de bienaventuranza superior, sino que también es
el dolor positivo más intenso. El vacío total del alma hecha para el disfrute de
la verdad infinita y bondad infinitas, causa en el reprobado una angustia
inconmensurable. Su conciencia que Dios, sobre Quien depende completamente, es
su enemigo, es abrumadora. Su conciencia de haber perdido por su propio
desatino, por incumplimiento las más altas bendiciones por placeres transitorios
e ilusorios, los humilla y deprime más allá de toda medida. El deseo de
felicidad, inherente en su misma naturaleza, completamente insatisfecho y ya sin
la capacidad de encontrar ninguna compensación por la pérdida de Dios por el
placer ilusorio, los deja completamente miserables. Más aún, están plenamente
concientes que Dios es infinitamente feliz y por lo tanto su odio y deseo
impotente de injuriarlo los llena de extrema amargura. Y lo mismo es cierto en
relación con todos los amigos de Dios que disfrutan la gloria del cielo. El
dolor de pérdida es la misma esencia del castigo eterno. Si los condenados
contemplaran cara a cara a Dios, el infierno mismo, empero su fuego, sería una
especie de cielo. De tener ellos alguna unión con Dios, aunque no sea
precisamente unión de visión beatífica, el infierno ya no sería infierno, sino
una especie de purgatorio. Y, sin embargo, el dolor de pérdida no es sino la
consecuencia natural de aquella aversión a Dios que yace en la naturaleza de
todo pecado mortal.
6. Poena Sensus
El poena sensus, o dolor de sentido, consiste en el tormento del fuego, tan
frecuentemente mencionado en la Sagrada Biblia. De acuerdo a la gran mayoría de
los teólogos, el término fuego, denota un fuego material, y por lo tanto, fuego
real. Sostenemos estas enseñanzas como absolutamente verdaderas y correctas. Sin
embargo, no debemos olvidar dos cosas: De Catarinus (m. 1553) hasta nuestros
tiempos no han habido teólogos deficientes que interpreten el término fuego de
las Escrituras en forma metafórica, como denotando un fuego incorpóreo; y en
segundo lugar, hasta ahora la Iglesia no ha censurado su opinión. Algunos de los
Padres también pensaron en una explicación metafórica. Sin embargo, las
Escrituras y la tradición hablan una y otra vez del fuego del infierno, y no hay
suficientes razones para considerar el término como una mera metáfora. Se
argumenta: ¿Cómo puede un fuego material atormentar demonios o almas humanas
antes de la resurrección del cuerpo? Pero, si nuestra alma está así unida al
cuerpo como para ser profundamente sensible al dolor del fuego, ¿porqué el Dios
omnipotente es incapaz de enlazar incluso los espíritus puros a alguna sustancia
material de tal manera que sufran un tormento mas o menos similar al dolor del
fuego el cual el alma puede sentir en la tierra? La respuesta indica, en la
medida de lo posible, cómo debemos formarnos una idea del dolor del fuego el
cual sufren los demonios. Los teólogos han elaborado varias teorías sobre este
tema, las cuales, sin embargo, no deseamos detallar aquí (el actual estudio de
Franz Schmid “Quaestiones selectae ex theol. dogm.”, Paderborn, 1891, q. iii;
también Guthberlet, “Die poena sensus” en “Katholik”, II, 1901, 305 sqq., 385
sqq.). Es bastante superfluo agregar que la naturaleza del fuego infernal es
diferente de aquel de nuestra vida ordinaria; por ejemplo, continua quemando sin
la necesidad de renovar constantemente la provisión de combustible. Queda
bastante indeterminado ¿cómo podemos formarnos un concepto en detalle?; nosotros
sabemos meramente que es corpóreo. Los demonios sufren el tormento del fuego
incluso cuando, por permiso Divino abandonan los confines del infierno y rondan
sobre la tierra. ¿Cómo sucede esto?, es incierto. Podemos asumir que se
mantienen encadenados inseparablemente a una porción de ese fuego. El dolor de
sentido es la consecuencia natural de aquel desordenado recodo en las creaturas
las cuales están involucradas en todo pecado mortal. Conviene decir que quien
busca placer prohibido debe encontrar dolor como recompensa.. (Cf. Heuse, “Das
Feuer der Hölle” en “Katholik”, II, 1878, 225 sqq., 337 sqq., 486 sqq., 581 sqq.;
“Etudes religieuses”, L, 1890, II, 309, report of an answer of the
Poenitentiaria, 30 April, 1890; Knabenbauer, “In Matth., xxv, 41”.)
7. Dolores Accidentales de los Condenados
De acuerdo con los teólogos, los dolores de pérdida y el dolor de sentido
constituyen la esencia misma del infierno, el primero es, sin dudas por lejos la
parte más espantosa del castigo. Aunque los condenados también sufren varios
castigos “accidentales”.
Así como los benditos en el cielo están libres de todo dolor, así también, por
otro lado, los condenados nunca experimentan ni siquiera el menor placer real.
En el infierno, la separación de la influencia bienaventurada del amor Divino ha
llegado a su consumación. Los reprobados deben vivir en el seno de los
condenados; y su estallido de odio o de reproche en que gozan de sus
sufrimientos, y sus deformes presencias, son una siempre fresca fuente de
tormento. La reunión del alma y el cuerpo luego de la Resurrección será un
castigo especial para los reprobados, aunque no habrá ningún cambio esencial en
el dolor de sentido que ya están sufriendo.
En cuanto a los castigos de los condenados por sus pecados veniales, ver Suarez,
“De peccatis”, disp. vii, s. 4.
8. Características de las Penas del Infierno
(1) Las penas del infierno difieren en grado de acuerdo al demérito. Esto es
cierto no solo en relación con el dolor de sentido, sino también al dolor de
pérdida. Un mayor odio a Dios, una conciencia más vívida del abandono total de
bondad Divina, una mayor inquietud por satisfacer el deseo natural de beatitud
con cosas externas a Dios, un sentido más agudo de verguenza y confusión ante el
desatino de haber buscado felicidad en el gozo terrenal – todo esto implica como
su correlación una más completa y dolorosa separación de Dios.
(2) Las penas del infierno son esencialmente inmutables; no hay intermedios
temporales o alivios pasajeros. Algunos Padres y teólogos, en particular el
poeta Prudencio, expresó la opinión que en algunos determinados días Dios otorga
a los condenados cierto respiro y que además de esto, las plegarias de los
creyentes les obtienen para ellos otros intervalos de descansos ocasionales. La
Iglesia nunca ha condenado esta opinión en términos expresos. Pero ahora los
teólogos están justa y unánimemente rechazándola. Santo Tomás la condena
severamente (In IV Sent., dist. xlv, Q. xxix, cl.1). [Cf. Merkle, “Die
Sabbatruhe in der Hölle” in “Romische Quartalschrift” (1895), 489 sqq.; ver
también Prudencio.]
Sin embargo, no están excluidos, los cambios accidentales en las penas del
infierno. Así puede ser que los reprobados sean a veces más y a veces menos
atormentados por sus alrededores. Especialmente luego del último juicio habrá un
aumento accidental en el castigo; porque nunca jamás se les permitirá a los
demonios abandonar los confines del infierno sino que serán finalmente
prisioneros por toda la eternidad y las almas de los hombres reprobados serán
atormentadas en unión con sus cuerpos deformes.
(3) El infierno es el estado de la más grande y completa desgracia, como es
evidente luego de todo lo que se ha dicho. Los condenados no tienen ninguna
especie de gozo, y les hubiera sido mejor para ellos, no haber nacido (Mat.,
xxvi, 24). No hace mucho tiempo, Mivart (El Siglo Diecinueve, Dic, 1892., Febr.
y Abr., 1893) defendió la opinión que las penas podrían decrecer con el tiempo y
que al final su sino sería tan extremadamente triste; que finalmente alcanzarían
cierta felicidad y preferirían la existencia a la aniquilación; y aunque
continuarían aún sufriendo el castigo simbólicamente descrito como un fuego por
la Biblia, aún así no podrían odiar a Dios más y el más desafortunado entre
ellos sería más feliz que muchos empobrecidos en esta vida. Es bastante obvio
que todo esto es opuesto a las Escrituras y a las enseñanzas de la Iglesia. Los
artículos citados condenados por la Congregación del Indice del Santo Oficio el
14 y 19 de Julio de 1893 (cf. “Civiltà Cattolia”, I, 1893, 672).
PETER LOMBARD, IV sent., dist. xliv, xlvi, y sus comentaristas; STO. TOMAS, I:64
y Suplemento 9:97, y sus comentaristas; SUAREZ, De Angelis, VIII; PATUZZI, De
futuro impiorum statu (Verona, 1748-49; Venecia, 1764); PASSAGLIA, De
aeternitate poenarum deque igne inferno (Rome, 1854); CLARKE, Eternal Punishment
and Infinite Love in The Month, XLIV (1882), 1 sqq., 195 sqq., 305 sqq.; RIETH,
Der moderne Unglaube und die ewigen Strafen in Stimmen aus Maria-Laach, XXXI
(1886), 25 sqq., 136 sqq.; SCHEEBEN-KÜPPER, Die Mysterien des Christenthums (2nd
ed., Freiburg, 1898), sect. 97; TOURNEBIZE, Opinions du jour sur les peines
d'Outre-tombe (Paris, 1899); JOS. SACHS, Die ewige Dauer der Höllenstrafen (Paderborn,
1900); BILLOT, De novissimis (Rome, 1902); PESCH, Praelect. dogm., IX (2nd. ed.,
Freiburg, 1902), 303 sqq.; HURTER, Compendium theol. dogm., III (11th ed.,
Innsbruck, 1903), 603 sqq.; STUFLER, Die Heiligkeit Gottes und der ewige Tod
(Innsbruck, 1903); SCHEEBEN-ATZBERGER, Handbuch der kath. Dogmatik, IV (Freiburg,
1903), sect. 409 sqq.; HEINRICH-GUTBERLET, Dogmatische Theologie, X (Münster,
1904), sect. 613 sqq.; BAUTZ, Die Hölle (2nd. ed., Mainz, 1905); STUFLER, Die
Theorie der freiwilligen Verstocktheit und ihr Verhältnis zur Lehre des hl.
Thomas von Aquin (Innsbruck, 1905); varios manuales recientes de teología
dogmática (POHLE, SPECHT, etc.); HEWIT, Ignis Æternus in The Cath. World, LXVII
(1893), 1426; BRIDGETT in Dub. Review, CXX (1897), 56-69; PORTER, Eternal
Punishment en The Month, July, 1878, p. 338.
JOSEPH HONTHEIM
Transcrito por Michael T. Barrett
Dedicado a las Pobres Almas del Purgatorio
Traducido por Carolina Eyzaguirre A.