Herejía
EnciCato
I. Connotación y definición.
II. Distinciones
III. Grados de herejía
IV. Gravedad del pecado de herejía
V. Origen, difusión y persistencia de la herejía
VI. Cristo, los Apóstoles y los Padres hablan de la herejía
VII. Justificación de sus enseñanzas
VIII. Legislación eclesiástica sobre la herejía: legislación antigua, medieval,
actual.
IX. Sus principios
X. Jurisdicción eclesiástica sobre los herejes
XI. Recepción de los conversos
XII. Papel de la herejía en la historia
XIII. Intolerancia y crueldad.
I. CONNOTACIÓN Y DEFINICIÓN
El término “herejía” connota, desde el punto de vista etimológico, tanto el acto
de elegir como la cosa elegida. Sin embargo, su significado se ha reducido a la
elección de doctrinas religiosas o políticas, a la adhesión a iglesias o
partidos políticos.
Flavio Josefo aplica ese nombre (airesis) a las tres sectas religiosas
prevalecientes en Judea desde el tiempo de los Macabeos: Los saduceos, los
fariseos y lo esenios (La Guerras de los Judíos II, VIII, 1; Antigüedades Judías
XIII, V, 9). San Pablo es presentado ante el gobernador Félix como el líder de
la herejía (aireseos) de los nazarenos (Hechos 24,5). En Roma, los judíos le
dicen al mismo Apóstol: “En lo tocante a esta herejía (aireseos), sabemos que
todo mundo la contradice”. San Justino (Dial., XVIII, 108), utiliza la palabra
”airesis” con el mismo significado. La segunda carta de San Pedro (2,1) aplica
el término a las sectas cristianas: “Hubo también en el pueblo falsos profetas,
como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas
(aireseis apoleias)”. En el griego tardío se llamó “herejías” tanto a las
diferentes escuelas filosóficas como a las sectas religiosas.
Santo Tomás (II-II: 11,1) define la herejía del modo siguiente: “Una especie de
infidelidad de aquellos que, habiendo profesado la fe en Cristo, corrompen sus
dogmas”. “La correcta fe cristiana consiste en asentir voluntariamente con
Cristo en todo aquello que pertenece verdaderamente a su enseñanza. Hay,
consecuentemente, dos formas de desviarse del cristianismo: una, cuando uno se
rehúsa a creer en Cristo, y es lo que se llama infidelidad, que comparten los
paganos y los judíos; la otra, cuando uno restringe su creencia solamente a
ciertos puntos de la doctrina de Cristo, seleccionados y modificados según la
propia conveniencia, y es lo que se llama herejía. El objeto de la fe y de la
herejía es, por tanto, el depósito de la fe, o sea, la suma total de las
verdades reveladas por la Escritura y la Tradición según nos la propone la
Iglesia para que la creamos. El creyente acepta la totalidad del depósito según
lo propone la Iglesia; el hereje acepta sólo aquellas partes que su juicio le
recomienda. Las razones de la herejía pueden ser: ignorancia del verdadero
credo, juicio erróneo, percepción y comprensión imperfectas de los dogmas. En
ninguno de esos casos juega la voluntad un papel importante, y ello hace que tal
herejía sea solamente material u objetiva, al no darse una de las condiciones de
la pecaminosidad: la elección libre. Por otro lado, la voluntad puede libremente
inclinar el intelecto a adherirse a algunas de las posiciones que han sido
declaradas falsas por la autoridad de la Iglesia. Los motivos para ello pueden
ser: orgullo intelectual o confianza excesiva en las propias capacidades; la
ilusión de celo religioso; la tentación de poder político o religioso; las
ataduras de los bienes materiales y el nivel social; quizás otros menos
honorables aún. Este tipo de herejía aceptada sí es sujeto de culpa, en grado
variable. Se le llama formal porque al error material añade el elemento
informativo de lo “libremente querido”.
Para que la herejía sea formal, debe tener pertinacia, o sea, la adhesión
obstinada a una posición particular. Mientras alguien tenga el deseo de
someterse libremente a la decisión de la Iglesia, dicha persona será un
cristiano católico en el fondo de su corazón y sus creencias falsas no pasarán
de ser errores pasajeros y opiniones momentáneas. Teniendo en cuenta que el
intelecto humano únicamente puede asentir ante la verdad, sea ésta real o
aparente, la pertinacia deliberada, distinta de la oposición caprichosa, supone
una firme convicción subjetiva que puede bastar para informar la conciencia y
crear la “buena fe”. Convicciones tan firmes pueden ser el resultado de
circunstancias sobre las que la persona no tiene control, o de violaciones
intelectuales que, en si mismas, pueden ser más o menos voluntarias y, por lo
tanto, imputables. Una persona que nace y es formada en un ambiente herético
puede llegar a morir sin jamás tener duda de la verdad de sus creencias. Por
otro lado, una persona que nace católica puede dejarse arrastrar por remolinos
de pensamiento contrario a la Iglesia, de los cuales ninguna autoridad doctrinal
puede salvarla, y debido a los cuales su mente llega a ser influenciada por
convicciones y consideraciones suficientemente fuertes como para superar su
conciencia católica. No corresponde al hombre, sino a Aquel que conoce el fondo
de los corazones, el sentarse a juzgar acerca de la culpa que corresponde a un
alma herética.
II. DISTINCIONES
La herejía es distinta de la apostasía. El apóstata a fide abandona totalmente
la fe cristiana y se adhiere al judaísmo, al Islam, al paganismo o sencillamente
cae en el naturalismo o en el desdén por la religión. El hereje siempre
permanece fiel a Cristo. La herejía también es distinta del cisma. El cismático-
según santo Tomás- es quien libremente se separa de la unidad de la Iglesia. La
unidad de la Iglesia consiste en la conexión de sus miembros entre sí y de los
miembros con la Cabeza. Esta Cabeza es Cristo y su representante en la Iglesia
es el Sumo Pontífice. Es por ello que “cismática” se llama aquella persona que
no desea sujetarse a la autoridad del Sumo Pontífice ni comulgar con los
miembros de la Iglesia que le están sujetos a este último. Desde que fue
proclamada la infalibilidad papal, la mayor parte de los cismas encierran
también la negación de este dogma. La herejía se opone a la fe; el cisma, a la
caridad. De ese modo, aunque los herejes son también cismáticos, en cuanto que
la pérdida de fe también implica cierta separación de la Iglesia, no todos los
cismáticos son necesariamente herejes, ya que cualquiera puede, por ira,
orgullo, ambición o cosas semejantes, separarse de la plena comunión con la
Iglesia y sin embargo seguir creyendo lo que la Iglesia propone para ser
creído(II-II, Q. XXIX, a. 1). Claro que tal sujeto debería llamarse más bien
rebelde que hereje.
III. GRADOS DE HEREJÍA
Tanto la materia como la forma de la herejía admiten grados, expresados en la
siguiente fórmula técnica de teología y de derecho canónico. La adhesión
pertinaz a una doctrina contradictoria referente a un asunto de fe claramente
definido por la Iglesia es simple y llanamente herejía; herejía de primer grado.
Mas si la doctrina en cuestión no ha sido definida expresamente, ni propuesta
claramente como artículo de fe del magisterio ordinario y autorizado de la
Iglesia, las opiniones contrarias a ella son tituladas sententia haeresi proxima,
o sea, una opinión cercana a la herejía. Siguiente: una propuesta doctrinal, si
bien en si misma no contradiga el dogma, puede tener consecuencias lógicas que
se desvíen de la verdad revelada. Tal propuesta no es hereje; es una propositio
teologice erronea, o sea, teológicamente errónea. Puede ser que, en algún caso,
la oposición de una teoría a un artículo de fe no sea demostrable estrictamente,
sino que dicha oposición apenas alcanza cierto grado de probabilidad. En tal
caso, la doctrina dudosa es llamada sententia in haeresi suspecta, haeresim
sapiens, o sea, una posición que es sospechosa de, o que sabe a, herejía (Véase
CENSURAS, TEOLÓGICAS).
IV. GRAVEDAD DEL PECADO DE HEREJÍA
La herejía es considerada un pecado a causa de su propia naturaleza, destructiva
de la virtud de la fe cristiana. Su malicia debe medirse, por tanto, por la
excelencia del don del que priva al alma. Si la fe es la posesión más valiosa
que pueda tener el ser humano- la raíz de su vida sobrenatural, la garantía de
su salvación eterna-, entonces la privación de la fe es el mal más terrible que
le puede ocurrir, y el rechazo deliberado de la fe es el pecado mayor. Santo
Tomás llega a la misma conclusión (II-II, Q. x, a. 3): “Todo pecado es un acto
de aversión de Dios. Por lo tanto, el pecado es mayor entre más separa al hombre
de Dios. Y la infidelidad – la falta de fe- separa al hombre de Dios más que
ningún otro pecado, porque el infiel (el no creyente) no tiene el verdadero
conocimiento de Dios; su falso conocimiento no lo ayuda en nada, ya que en lo
que cree no es Dios. Queda así demostrado, entonces, cómo es que el pecado de
infidelidad (infidelitas) es el mayor dentro del rango total de perversidad”. Y
añade: “Si bien los gentiles yerran en más asuntos que los judíos, y los judíos
están más lejanos de la fe que los herejes, sin embargo la infidelidad de los
judíos constituye un pecado más grave que el de los gentiles porque aquellos
corrompieron el Evangelio mismo después de haberlo adoptado y profesado... Es
mayor pecado no cumplir lo que se ha prometido que no cumplir lo que no se ha
prometido”. No se puede alegar en defensa de los herejes que éstos no niegan la
fe que a ellos les parece necesaria para la salvación, sino sólo esos artículos
de fe que ellos no consideran pertenecientes al depósito original de la fe.
Basta recordar que dos de las verdades más evidentes del depositum fidei son la
unidad de la Iglesia y la institución de la autoridad magisterial, encargada de
velar por dicha unidad. Tal unidad existe en la Iglesia Católica, y es
conservada gracias a la operación de su cuerpo magisterial. Nadie puede negar
esos dos hechos. En la constitución de la Iglesia no hay cabida para los juicios
privados en lo referente a distinguir lo esencial de lo no esencial. Cualquier
intento privado de selección rompe la unidad y atenta contra la autoridad divina
de la Iglesia. Va directamente en contra de la fuente misma de la fe. El pecado
de herejía es medido no tanto por su objeto sino por su principio formal, que es
idéntico para toda herejía: una rebelión en contra de la autoridad constituida
divinamente.
V. ORIGEN, DIFUSIÓN Y PERSISTENCIA DE LA HEREJÍA.
(A) Origen de la herejía.
Diferentes causas y muchas circunstancias externas están en el origen, la
difusión y la persistencia de la herejía. El debilitamiento de la fe que ha sido
infundida y promovida por el mismo Dios es posible debido al elemento humano que
está dentro de la misma fe: el libre albedrío. La voluntad determina libremente
al acto de fe porque sus disposiciones morales la mueven a obedecer a Dios,
mientras que la debilidad de los motivos de credibilidad le permiten abstenerse
de dar su consentimiento y abre la puerta a la duda e incluso al rechazo. La
debilidad de los motivos de credibilidad tiene tres causas posibles: la
obscuridad del testimonio divino (invidentia attestantis); la obscuridad de los
contenidos de la revelación; la oposición entre las obligaciones que impone la
fe y las inclinaciones perversas de nuestra naturaleza corrupta. Para conocer
mejor el curso que sigue la voluntad humana al alejarse de la fe que antes
profesó, es bueno observar casos históricos. Pio X, al analizar las causas del
modernismo, dice: “La causa próxima es, sin duda alguna, un error de la mente.
Las causas remotas son dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad, si no es
mantenida dentro de sus límites, es capaz por si sola de explicar todos los
errores... Pero el orgullo es mucho más efectivo en la tarea de oscurecer la
mente y guiarla al error. Y es eso lo que está en la base de las teorías
modernistas. Es por orgullo que los modernistas se sobrevalúan a sí mismos... No
somos como los demás... rechazan toda sujeción a la autoridad... se presentan
como reformadores. Si de las causas morales pasamos a las intelectuales, la
primera y más poderosa es la ignorancia... Ellos rinden culto a la filosofía
moderna... ignorando completamente la filosofía escolástica y privándose a sí
mismos de los medios de aclarar la confusión de sus ideas y de poder enfrentar
los sofismas. Su sistema, tan plagado de errores, tuvo su origen en el
matrimonio entre la falsa filosofía y la fe” (Encíclica "Pascendi", 8
Septiembre, 1907).
Hasta aquí, el Papa. Si echamos un vistazo a los líderes del modernismo para que
nos den razón de sus defecciones, no encontramos ninguna mención del orgullo o
la arrogancia, sino que todos parecen coincidir en aceptar que la curiosidad- el
deseo de saber como la antigua fe puede enfrentarse con la nueva ciencia- ha
sido su motivación. (El lector podrá conocer la posición católica respecto al
presunto conflicto entre ciencia y fe en la encíclica “Fides et Ratio”, de S.S.
Juan Pablo II. N.T.). En última instancia, apelan a la voz sagrada de la
conciencia individual, que les prohíbe profesar externamente como verdadero lo
que internamente, y honestamente, tienen como falso. Loisy, a quien se aplica el
decreto “Lamentabili”, confiesa a sus lectores que él llegó a su posición “a
través de los estudios centrados principalmente en la historia de la Biblia, de
los orígenes cristianos y de la religión comparada”. Tyrrell se defiende
afirmando: “Son los datos irrefutables del origen y composición del Antiguo y
Nuevo Testamentos; del origen de la iglesia cristiana; de su jerarquía, sus
instituciones, sus dogmas; del desarrollo gradual del papado; de la historia de
la religión en general, que crean una dificultad contra la cual la síntesis de
la teología escolástica debe ser, y ya ha sido, convertida en polvo”. “Puedo
señalar con mi dedo el punto exacto, o el momento, de mi experiencia, en el que
nació mi ‘inmanentismo’. En su “Reglas para el discernimiento de espíritus”...
Ignacio de Loyola afirma...etc.”. Es muy interesante desde la perspectiva
psicológica observar el punto o momento clave de la ruptura con la fe en las
autobiografías de quienes se han separado de la Iglesia. Un análisis de las
narraciones personales en “Caminos hacia Roma” y “Caminos desde Roma” lo deja a
uno con la impresión de que el corazón humano es un santuario impenetrable a
todos menos a Dios y, en cierta medida, a su dueño. Es por tanto recomendable
respetar a cada persona su propia individualidad y concentrarse en el estudio de
la difusión de la herejía, o de los orígenes de las sociedades heréticas.
(B) Difusión de las herejías.
El crecimiento de las herejías, como el de las plantas, depende de las
influencias circundantes más que de su propia fuerza vital. Las filosofías, los
ideales y las aspiraciones religiosas, las condiciones socioeconómicas, etc.
entran en contacto con la verdad revelada y de ese encuentro surgen nuevas
afirmaciones y nuevas negaciones de la doctrina tradicional. El primer requisito
de éxito para que una herejía se expanda es una persona fuerte, no
necesariamente dotada de gran intelecto o muchos estudios, pero sí muy
voluntariosa y osada en la acción. Ese es el perfil de los hombres que, a través
de los siglos, han dado sus nombres a nuevas sectas. El segundo requisito es la
posibilidad de acomodar la nueva doctrina a la mentalidad de sus contemporáneos
y a las condiciones socio-políticas. Y el último, pero no por ello menos
importante, es el apoyo de los gobernantes seculares. Un hombre fuerte, en
sintonía con su tiempo y apoyado por la fuerza material, puede deformar la
religión existente y construir una nueva secta herética. El modernismo fracasó
en su intento de formar un cuerpo separado de la Iglesia porque no tuvo un
dirigente reconocido, porque sólo pudo convocar a un grupo minoritario de mentes
de su tiempo, específicamente un grupo de personas desencantadas con la Iglesia
de aquel tiempo, y porque ningún poder secular los apoyó. Mil y un sectas
pequeñas han fracasado por idénticas razones, proporcionalmente hablando. Sus
nombres están ahí, ocupando páginas de la historia de la Iglesia, pero sus
posturas solamente interesan a unos cuantos estudiosos, y no cuentan con
seguidor alguno. Tales fueron, por ejemplo, en la época Apostólica, los judeo-cristianos,
los judeo-gnósticos, los nicolaítas, los docetas, los cerintianos, los ebionitas,
los nazarenos, etc., a quienes siguieron, en los dos siglos siguientes, una
variedad de gnósticos sirios y alejandrinos, los ofitas, marcionitas, encatritas,
montanistas, maniqueos y otros. Todas las primeras sectas orientales bebieron de
la fuente de asombrosas especulaciones, tan queridas a la mente oriental, pero,
carentes del apoyo del poder temporal, desaparecieron bajo los anatemas de los
guardianes del depositum fidei.
El arrianismo fue la primera herejía que logró hacer pie en la Iglesia y amenazó
seriamente su misma existencia y naturaleza. Arrio hizo su aparición en escena
cuando los teólogos estaban esforzándose por armonizar las aparentemente
contradictorias doctrinas de la unidad de Dios y de la divinidad de Cristo. En
vez de ayudar a desanudar el problema, Arrio sencillamente lo cortó afirmando
sin ambages que Cristo no es Dios como el Padre, sino una creatura creada en el
tiempo. La simplicidad de la solución, el entusiasmo ostentoso de Arrio al
defender al “único Dios”, su modo de vida, sus conocimientos y habilidad
dialéctica le ganaron muchos adeptos. “En particular, fue apoyado por el famoso
Eusebio de Nicomedia, quien tenía mucha influencia ante el Emperador
Constantino. Tenía muchos amigos entre los demás obispos de Asia e incluso entre
los obispos, presbíteros y monjas de la provincia de Alejandría. Se supo ganar
el favor de Constancia, la hermana del emperador, y diseminó su doctrina entre
el pueblo a través de su conocido libro, al que él intituló “Thaleia”, o
entretenimiento, y a través de cantos apropiados para los marinos, molineros y
viajeros” (Addis y Arnold, "A Catholic Dictionary", 7ª. ed., 1905, 54.). El
Concilio de Nicea anatematizó al hereje, pero sus anatemas, al igual que los
esfuerzos de los obispos católicos, se vieron anulados por la interferencia del
poder civil. Constantino y su hermana protegieron a Arrio y a sus seguidores; el
sucesor en el trono, Constancio, aseguró el triunfo de la herejía. La
persecución acabó por silenciar a los católicos ortodoxos. Pero inmediatamente
se inició un conflicto interno entre las filas de los arrianos, pues la herejía,
a la que le falta el elemento cohesivo de la autoridad, únicamente puede
sostenerse por la coerción. Rápidamente surgieron sectas arrianas: eunomianos,
anomeanos, exucontianos, semi-arrianos, acaianos. El Emperador Valente (364-378)
brindó todo su apoyo a los arrianos y sólo se logró la paz interna de la Iglesia
cuando el Emperador Teodosio, un ortodoxo, revirtió la política de su antecesor
y se alió a Roma. Dentro de las fronteras del Imperio Romano prevaleció la fe de
Nicea, reforzada ahora por el Concilio de Constantinopla (381). Pero el
arrianismo logró mantener reductos durante doscientos años en aquellos sitios
donde gobernaron los godos arrianos: Tracia, Italia, África, España, Galia. La
conversión del Rey Recaredo de España, quien asumió el trono en 586, significó
el fin del arrianismo en sus dominios, y el triunfo de los francos católicos
selló el fin del arrianismo en el resto del mundo.
El pelagianismo, que no contaba con apoyo secular, fácilmente fue erradicado de
la Iglesia. El eutiquianismo, el nestorianismo y otras herejías cristológicas
que se sucedieron una a otra, como eslabones de una cadena, solamente
florecieron mientras los poderes temporales de Bizancio y Persia les dieron
apoyo. En cuanto se les abandonó a su suerte, fueron sobrecogidos por la
división, el estancamiento y el declive.
Pasando sobre el gran cisma que se desplazó del Occidente al Oriente, y sobre la
multitud de pequeñas herejías que aparecieron durante la Edad Media sin dejar
apenas una huella en la Iglesia, llegamos a las sectas modernas que hacen su
aparición a partir de Lutero y que colectivamente se conocen como
protestantismo. Los tres elementos de éxito que poseía el arrianismo vuelven a
intervenir en el luteranismo y ocasionan que ambos fenómenos religiosos sigan
prácticamente líneas paralelas. Lutero fue, en forma eminente, un hombre de su
pueblo: bajo su hábito religioso y su toga doctoral convivían las cualidades
rudas pero límpidas del campesino sajón. Su voz chillante, su piedad, su
preparación académica lo levantaban sobre sus coterráneos, pero no lo alejaban
de ellos. Su convivialidad, la crudeza de su lenguaje al conversar y predicar, y
sus muchas debilidades humanas, ayudaron a labrarle una gran popularidad. Cuando
el dominico John Tetzel comenzó a predicar las indulgencias proclamadas por León
X a favor de quienes ayudaran a terminar la basílica de San Pedro en Roma, hubo
gran oposición de parte de la gente y de las autoridades eclesiásticas y
civiles. Lutero prendió la mecha y la echó al combustible del descontento
popular. En poco tiempo adquirió un buen número de seguidores muy fuertes tanto
en la Iglesia como en el Estado. El Obispo de Würzburg lo puso bajo la
protección del Elector Federico de Sajonia. Lo más probable es que Lutero haya
lanzado su campaña con la muy laudable intención de reformar algunos abusos
patentes. Pero su inesperado éxito, su temperamento impetuoso y la ambición
pronto lo llevaron más allá de los límites fijados por la Iglesia. En 1521,
cuatro años después de su ataque contra el abuso de las indulgencias, ya había
propagado una nueva doctrina: la Biblia es la única fuente de la fe; la
naturaleza humana fue totalmente corrompida por el pecado original; el hombre no
es libre; el único responsable de toda acción humana, buena o mala, es Dios;
sólo la fe salva; el sacerdocio cristiano no es exclusivo de la jerarquía sino
que incluye a todos los fieles. Las masas populares rápidamente concluyeron, a
partir de esas doctrinas, que el pecado ya no era pecado y que, más bien, era
equiparable a una buena acción. Su capacidad para apelar a los más bajos
instintos de la naturaleza humana también excitó el nacionalismo y la ambición.
Buscó enfrentar al Papa con el emperador germano y a teutones contra latinos.
Hizo un llamado a los príncipes seculares para que confiscaran todas las
propiedades de la Iglesia. Y su voz encontró fuerte eco. La historia de los
siguientes 130 años del pueblo germano es una sucesión de guerras religiosas, de
degradación moral, retroceso artístico y catástrofe industrial; de guerras
civiles, pillería, devastación y ruina general. La paz de 1648 estableció el
principio: “Cuius regio illius et religio” (A tal rey, tal religión).
Consecuentemente, las fronteras territoriales se convirtieron en límites
religiosos, en los que los pobladores debían practicar la religión del
gobernante de esa región. Vale la pena hacer notar que la frontera fijada por
los políticos en 1648 continúa siendo la demarcación entre católicos y
protestantes alemanes en la era moderna. La reforma inglesa, más que cualquier
otra, fue obra de hábiles políticos. La tierra había sido ya preparada por los
Lollard o los Wycliff, los cuales eran bastante numerosos en todas las aldeas
aún durante el siglo XVI. No hubo un Lutero británico, pero el trabajo sucio fue
realizado por reyes y parlamentarios, a base de leyes penales de incomparable
severidad.
(C) Persistencia de la herejía
Hemos visto cómo nace y se expande la herejía. Debemos ahora responder a la
pregunta de cómo persiste, o cómo es que tanta gente permanece en la herejía.
Una vez que la herejía se apodera del terreno, aprieta la soga utilizando una
miríada de formas de influencia sutil, y a veces inconsciente, en la vida de
cada persona. Nace un niño en un ambiente herético. Antes de poder incluso
pensar por si mismo, ya su mente ha sido llenada y moldeada en casa y la
escuela, y en la iglesia, cuya autoridad jamás se pone en duda. Cuando, en la
edad madura, las dudas surgen, jamás se tiene oportunidad de referirse a la
verdad católica en forma objetiva. Los prejuicios, las desviaciones
educacionales, las deformaciones históricas estorban el camino y a veces hasta
lo imposibilitan. De ese proceso resulta el estado de conciencia que se conoce
técnicamente como bona fides, o buena fe. Incluye una creencia errónea no
culpable y errores morales inevitables y justificables, y hasta laudables en
ocasiones. En ausencia de buena fe, los asuntos del mundo frecuentemente se
convierten en obstáculo para pasar de la herejía a la verdad. Si un gobierno,
por ejemplo, favorece a los seguidores de la religión de Estado, la burocracia
se convierte en un ejército de misioneros más poderoso que los ministros
ordenados. Prusia, Francia y Rusia fueron ejemplo de ello.
VI. CRISTO, LOS APÓSTOLES Y LOS PADRES HABLAN DE LA HEREJÍA.
La herejía, considerada como rompimiento con la fe, únicamente es posible cuando
la fe ha sido promulgada por Cristo. Mateo 24, 11, 23-26 ya lo había vaticinado:
“Surgirán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos... Entonces si alguno
os dice: ‘Mirad, el Cristo está aquí o allá’, no le creáis. Porque surgirán
falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes signos y prodigios, capaces
de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he
predicho!. Así que si os dicen: ‘Está en el desierto’, no salgáis. ‘Está en los
aposentos’, no le creáis”. Cristo también definió las características de los
falsos profetas: “El que no está conmigo está contra Mí” (Lc 11, 23); “Si les
desoye a ellos, díselo a la comunidad, y si hasta a la comunidad desoye, sea
para ti como gentil y publicano” (Mt 18, 17); “El que crea y sea bautizado, se
salvará, el que no crea, se condenará” (Mc 16, 16). Los Apóstoles siguieron las
indicaciones del Maestro. Todo el peso de su fe y misión divinas cae sobre los
innovadores. “Si alguno- dice san Pablo- os anuncia un Evangelio distinto del
que habéis recibido, ¡sea anatema!” (Gal 1, 9). San Juan opina que un hereje es
un seductor, un anticristo, un hombre que causa división en Cristo (I Jn 4, 3;
II Jn 7). “No lo recibáis en casa ni lo saludéis” (II Jn 10). Fiel a su oficio y
a su naturaleza impetuosa, san Pedro ataca a los herejes con una espada de doble
filo: “... falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que
introducirán herejías perniciosas y que, negando al Dueño que los adquirió,
atraerán sobre si una rápida destrucción... Estos son fuentes y nubes llevadas
por el huracán, a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas” (II Pe
1, 1, 17). A lo largo de toda su epístola, san Judas sigue una línea semejante.
San Pablo advierte a los perturbadores de la unidad en Corintio diciéndoles:
“Las armas de nuestro combate... son capaces de arrasar fortalezas, deshacer
sofismas y cualquier baluarte edificado contra el conocimiento de Dios... Y
estamos dispuestos a castigar toda desobediencia” (II Cor 10, 4- 6).
Pablo exhorta a todo obispo a llevar a cabo lo que él hizo en Corintio. Así, a
Timoteo le dice: “Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia
recta. Algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe; entre ellos están
Himeneo y Alejandro, a quienes entregué a Satanás para que aprendiesen a no
blasfemar” (I Tim 1, 18-20). Encarece a los ancianos de la Iglesia de Éfeso a
tener “cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto
el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios... Yo sé
que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no
perdonarán el rebaño... Por tanto, vigilad” (Hechos 20, 28-29. 31). A los
filipenses (3, 2) les escribe: “Tengan cuidado con los perros”, significando con
esta última palabra lo mismo que “lobos crueles”. Los Padres no muestran ninguna
misericordia respecto a quienes pervierten la fe. Un escritor protestante (Schaff-Herzog,
s. v. Heresy) describe así la enseñanza de los Padres: “Policarpo consideraba a
Marción como el hijo mayor del Diablo. Ignacio ve en los herejes a plantas
ponzoñosas, o animales con forma humana. Tanto Justino como Tertuliano condenan
sus errores considerándolos inspiraciones del Malo. Teófilo los compara a islas
desiertas y rocosas contra las que naufragan las naves. Orígenes dice que los
piratas colocan luces en puntos altos de los riscos para atraer y destruir las
naves que buscan refugio y lo mismo hace el príncipe de este mundo, colocando en
alto las luces del conocimiento falso para destruir a los hombres. Jerónimo (Ep.
123) llama “sinagogas de Satán” a las asambleas de herejes, y afirma que se debe
evitar reunirse con ellos, así como se evita una serpiente o una alacrán (Ep.
130)”. Estas perspectivas primitivas acerca de la herejía han sido fielmente
transmitidas por la Iglesia en épocas posteriores, y se ha actuado en
concordancia. No ha habido rompimiento en la Tradición desde san Pedro a san Pío
X (o al Papa actual).
VII. JUSTIFICACIÓN DE SUS ENSEÑANZAS.
La primera ley de la vida, en el reino vegetal o animal, entre las personas
individuales o reunidas en sociedad, es la preservación de si mismo. El descuido
de esta ley conduce a la ruina y a la destrucción. En la vida de una sociedad
religiosa, el tejido que une a sus miembros en un solo cuerpo y que los anima
con una sola alma, es el símbolo de la fe, el credo o confesión a la que se
adhieren como conditio sine qua non para su membresía. Deformar el credo es
deformar la Iglesia. La integridad de la regla de fe es más esencial a la
cohesión de un grupo religioso que la observancia estricta de sus preceptos
morales. La fe tiene entre sus funciones primarias el otorgar los medios para
corregir las deficiencias morales; la falta de fe, al cortar la raíz de la vida
espiritual, es causa de la muerte del alma. En la larga lista de herejes
solamente se encuentra el nombre de uno que se arrepintió: Berengario. El celo
con el que la Iglesia guarda y defiende su depósito de la fe es idéntico al
instinto de conservación y al deseo de sobrevivencia. Tal instinto no es ni
siquiera peculiar de la Iglesia Católica; como es natural, es universal. Todas
las sectas, denominaciones, confesiones, escuelas de pensamiento, y las
asociaciones de cualquier tipo tienen un conjunto más o menos grande de
postulados cuya aceptación es la condición de la que depende su membresía. En la
Iglesia Católica esta ley natural ha sido promulgada divinamente, según
constatamos en las enseñanzas de Cristo y los Apóstoles. Es una contradicción
pedir la libertad de pensamiento en una iglesia, y querer hacerla extensible a
todas sus creencias básicas. Al aceptar su membresía, los miembros aceptan las
creencias esenciales y renuncian a su libertad de pensamiento en lo tocante a
dichas creencias.
Pero ¿cuál autoridad es la que debe decidir qué es y qué no es esencial?. No
puede ser, ni duda cabe, ninguna autoridad individual. Al ingresar a una
sociedad, del tipo que sea, el individuo cede parte de su individualidad para
hacerse parte de la comunidad. Y esa parte es precisamente la capacidad de hacer
juicios individuales en lo tocante a lo esencial. Si reasumiera esa libertad
dentro del grupo, ipso facto se separaría de su iglesia. Se puede afirmar,
entonces, que el poder de decisión recae en la autoridad constituida, la cual en
la Iglesia es la jerarquía en cuanto ésta actúa como maestra y guardiana de la
fe. No se puede alegar, empero, que este principio limita indebidamente el papel
de la razón humana. Es un hecho que sí limita dicho papel, pero no
indebidamente, puesto que es consecuencia de la ley natural y divina. El que esa
limitación no sea indebida queda evidenciado por otro elemento: (1) el depósito
de la fe es, por si mismo, objeto de los más nobles esfuerzos intelectuales,
elevando la razón humana sobre su esfera natural, ampliando y profundizando sus
perspectivas, ejercitando sus mejores facultades; (2) a la par del depósito,
pero conectada lógicamente con él, existe una multitud de puntos dudosos cuya
discusión es libre dentro de los límites de la caridad- “in necesariis, unitas;
in dubiis, libertas; in omnibus, caritas”. La substitución del Magisterio de la
Iglesia por el juicio individual se ha convertido en el solvente que ha hecho
desaparecer a cuanta secta lo ha adoptado. Las sectas que han mostrado cierta
consistencia son aquellas que, si bien han adoptado el juicio individual en
principio, en la realidad lo han considerado siempre como letra muerta y la
enseñanza se realiza según ciertos credos y a través de catecismos elaborados
por clérigos capacitados.
VIII. LEGISLACIÓN ECLESIÁSTICA SOBRE LA HEREJÍA.
Siendo la herejía un veneno mortal que se genera en el seno mismo de la Iglesia,
debe ser erradicado si es que se desea que ésta viva y lleve a cabo su misión de
continuar la obra salvadora de Cristo. Su fundador, que previó la enfermedad,
también proveyó la medicina. Dotó a la Iglesia de la infalibilidad al enseñar (Cfr.
IGLESIA). El oficio de enseñar corresponde a la jerarquía, la Ecclesia docens,
la cual, bajo ciertas condiciones, es el último criterio de verdad en asuntos de
fe y moral (Cfr. CONCILIOS). Las decisiones infalibles también pueden ser
tomadas por el Papa cuando enseña ex cathedra (Cfr. INFALIBILIDAD) (Cfr. Nos.
888-892, 2035 del Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por el Papa
Juan Pablo II en 1992, N.T.). El párroco en su parroquia y el obispo en su
diócesis tienen la obligación de conservar inmaculada la fe de su rebaño. Al
pastor supremo de todas las iglesias se le ha dado el oficio de abrevar todo el
rebaño cristiano. De ahí que el poder de erradicar la herejía es un elemento
esencial en la constitución de la Iglesia. Al igual que otros poderes y
facultades, el de erradicar las herejías se debe adaptar en la práctica a las
circunstancias de tiempo y lugar y, de modo especial, a las condiciones
sociopolíticas. En sus inicios, funcionó sin una organización especial. La
costumbre antigua simplemente dejaba que los obispos se encargaran de encontrar
las herejías en sus diócesis y vigilar por todos los medios a su alcance que no
se difundieran. Cuando alguna doctrina errónea cogía fuerza y amenazaba con
desunir la Iglesia, los obispos se reunían en concilios provinciales,
metropolitanos, nacionales o ecuménicos. La autoridad de todos ellos juntos se
ejercitaba en contra de las falsas doctrinas. El primer concilio fue una reunión
sostenida por los Apóstoles en Jerusalén para poner fin a las tendencias
judaizantes de algunos cristianos. Ese concilio se convirtió en el prototipo de
todos los que lo siguieron: los obispos, unidos con la cabeza de la Iglesia y
guiados por el Espíritu Santo, se constituyen en jueces finales sobre asuntos de
fe y de moral. El espíritu que mueve a la Iglesia cuando ésta trata sobre
herejías y herejes es de suma severidad. San Pablo escribe a Tito: “Al sectario,
después de una y otra amonestación, rehúyele; ya sabes que está pervertido y
peca, condenado por su propia sentencia” (Tit 3, 10-11). Esta antigua ley
refleja una anterior, del mismo Cristo: “Si les desoye a ellos, díselo a la
comunidad. Y si hasta la comunidad desoye, sea para ti como el gentil o
publicano” (Mt 18, 17). Y también inspira toda la legislación subsecuente
respecto a la herejía. La sentencia del hereje obstinado es invariablemente la
excomunión. Se le separa de la compañía de los fieles, y se le deja en manos de
“Satanás para mortificar su sensualidad, a fin de que el espíritu se salve en el
día del Señor” (I Cor 5,5).
Una vez que Constantino tomó sobre sí el papel de obispo laico, episcopus
externus, y puso el brazo secular al servicio de la Iglesia, las leyes en contra
de los herejes se hicieron cada vez más rigurosas. Bajo la sola disciplina
eclesiástica a ningún hereje obstinado se le podía someter a castigo físico; el
único daño era el que su obstinación pudiera causarle a su dignidad personal al
verse privado de la compañía de los demás hermanos cristianos. Pero durante el
gobierno de los emperadores cristianos se comenzaron a aplicar medidas rigurosas
incluso contra los bienes o personas de los herejes. Desde la época de
Constantino hasta Teodosio y Valentiniano III (313- 424), se pusieron en
práctica varias leyes penales en contra de los herejes, acusados de crímenes de
Estado. “Tanto en el código de Teodosio como en el de Justiniano se les
consideraba personas infames; se prohibía la interrelación con ellos; se les
privaba de cualquier oficio de beneficio y dignidad dentro de la administración
pública, y se les cargaba con los oficios onerosos, tanto militares como
administrativos; se les impedía que dispusieran de sus propios bienes
libremente, o que aceptaran herencias de otras personas; se les privaba del
derecho de dar o recibir donativos, de hacer contratos, de comprar y vender; se
les imponían multas pecuniarias; con frecuencia se les proscribía y se les hacía
desaparecer, y en algunos casos, antes de enviarlos al destierro se les
flagelaba. Se llegó, en algunos casos muy graves, a dictar sentencia de muerte a
los herejes, aunque en tiempos de los emperadores cristianos de Roma, raramente
se ejecutaba dicha sentencia. Se narra que fue Teodosio el primer emperador que
consideró la herejía como crimen capital. Esta ley se aprobó en 382 en contra de
los encratitas, sacóforos y los maniqueos. Los profesores herejes tenían
prohibido propagar sus doctrinas pública o privadamente; sostener debates
públicos; ordenar obispos, presbíteros o cualquier otro cargo clerical; sostener
reuniones religiosas; construir conventos o hacerse de dinero para tal fin. Era
permitido que los esclavos informaran a la autoridad sobre sus amos herejes y
que recuperaran su libertad llegándose a la Iglesia; los hijos de padres herejes
no podían recibir su patrimonio o herencia a menos que volviesen a la Iglesia.
Los libros de los herejes eran quemados. (Cfr. “Codex Theodosianus”, lib. XVI,
tit. 5, “De haereticis”).
Esa legislación permaneció vigente, y con mayor severidad, durante el reinado de
los bárbaros invasores que se alzaron con la victoria sobre las ruinas del
Imperio Romano de Occidente. Fue en el siglo XI que por primera vez se ordenó la
quema de los herejes. El sínodo de Verona (1184) impuso a los obispos la
obligación de hallar a los herejes de sus diócesis y entregarlos al poder
secular. Otros sínodos, y el IV Concilio de Letrán (1215), en el pontificado de
Inocencio III, reiteraron y reactivaron dicho decreto, especialmente el sínodo
de Toulouse (1229), que estableció inquisidores en cada parroquia (un sacerdote
y dos laicos). Todo mundo tenía obligación de denunciar a los herejes; los
nombres de los testigos se conservaban en secreto. Posteriormente al año 1243,
cuando Inocencio IV ratificó las leyes de los emperadores Federico II y Luis IX
contra los herejes, se empezó a aplicar tortura durante los juicios; los reos
eran entregados a las autoridades civiles y algunos morían quemados. Pablo III
(1542) estableció, y Sixto V organizó, la Congregación Romana de la Inquisición,
o del Santo Oficio, que era un tribunal de justicia para tratar asuntos de
herejías y herejes (Cfr. CONGREGACIONES ROMANAS). La Congregación del Índice,
instituida por Pio V, tiene como ámbito de trabajo el cuidado de la fe y de la
moral en la literatura, y actúa en referencia a los libros del mismo que modo
que el Santo Oficio actúa en referencia a las personas (Cfr. ÍNDICE DE LIBROS
PROHIBIDOS). (La Congregación Romana de la Inquisición, o Santo Oficio, ha sido
reemplazada contemporáneamente por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y
el Índice de libros prohibidos dejó de existir el 14 de junio de 1966, por orden
del Papa Pablo VI. Algunas normas, sin embargo, referentes a la lectura y
escritura de libros referentes a la fe y las costumbres quedaron descritas en
los códigos 831 y 832 del Código de Derecho Canónico de 1986. N.T.). El Papa Pio
X ordenó que cada diócesis contara con un panel de censores y con un comité de
vigilancia cuyas funciones eran encontrar e informar acerca de escritos o
personas sospechosas de la herejía del modernismo (Encíclica "Pascendi", 8
septiembre., 1907). La legislación moderna acerca de la herejía no ha perdido
nada de su antigua severidad, si bien hoy día las penas son estrictamente de
orden espiritual. No está vigente ninguno de los castigos que requerían de la
intervención del poder civil. Aún en naciones donde el abismo entre lo
espiritual y los poderes seculares no significa hostilidad o total separación,
la pena de muerte, la confiscación de bienes, encarcelamiento, etc., ya no se
aplican a los herejes. Los castigos espirituales son de dos tipos: latae y
ferendae sententiae. Aquellos corresponden al mero acto de herejía, sin que
medie sentencia judicial. Los últimos son aplicados después de un juicio en un
tribunal eclesiástico, o por un obispo actuando ex informata conscientia, o sea,
basado en cierta información y dispensando los procedimientos normales.
Las penas (cfr. CENSURAS, ECLESIASTICAS) latae sententiae son: (1) excomunión
reservada especialmente al Sumo Pontífice. En ella incurren quienes apostatan de
la fe católica, los herejes, cualquiera que sea su nombre y sin importar a qué
secta pertenezcan, y todos aquellos que creen en ellos (credentes), quienes los
acogen, apoyan y los defienden en alguna forma (Constitución “Apostolicae sedis”,
1869). En esa parte, se entiende por “hereje” a quien lo es formalmente, pero
también a quien tiene dudas positivas, o sea, aquel cuyas dudas tienen el
soporte de argumentos de razón. Excluye a quien duda negativamente, o sea, quien
duda sin ni siquiera formular un argumento en su propia defensa. Los creyentes (credentes)
en la herejía son aquellas personas que, sin someter su doctrina a examen,
manifiestan un asentimiento general respecto a las enseñanzas de una secta.; los
favorecedores (fautores) son aquellos que por omisión o comisión le brindan
apoyo a la herejía y con ello favorecen su difusión. Los acogedores y defensores
son quienes brindan a los herejes refugio en contra de los rigores de la ley.
(2) “Excomunión reservada especialmente al Romano Pontífice, en la que incurren
todos aquellos que, sin autorización de la Sede Apostólica, leen libros de los
apóstatas o de herejes, en los que se defiende la herejía. Así mismo, los
lectores de libros de autores prohibidos explícitamente en cartas apostólicas, o
quienes posean, impriman o defiendan tales obras” (Apost. Sedis, 1890). Por
“libro” se entiende aquí un volumen de cierto tamaño y unidad. Los periódicos y
manuscritos- aunque no sean libros, sino publicaciones seriadas, pero que han de
constituir un libro una vez que hayan sido concluidas- también caen en esta
censura. Leer “a sabiendas” (scienter) implica que el lector sabe que el libro
que lee es obra de un hereje, o que defiende una herejía, y que es, por tanto
una obra prohibida. “Libros... prohibidos específicamente en cartas apostólicas”
se refiere a libros condenados en bulas, breves y encíclicas escritas
directamente por el Papa. No se incluyen ahí los libros prohibidos por decretos
de las congregaciones romanas, aunque su prohibición tenga la autorización
papal. Los “impresores” de obras heréticas son el editor que da la orden y el
impresor que la ejecuta, e incluso quien revisa las pruebas, pero no el operario
que realiza la parte mecánica de la publicación.
Las penas adicionales que deben ser decretadas por sentencias judiciales son las
siguientes. Los apóstatas o herejes caen en irregularidad, o sea, quedan
impedidos de recibir las órdenes sagradas o de ejercitar legalmente los derechos
y obligaciones propias de aquellas. Caen en infamia, o sea, son públicamente
notorios como culpables deshonrosos. La mácula de la infamia será heredada por
los hijos y nietos de los herejes irrepentos. Los clérigos herejes y todos
aquellos que los acogen, defienden o favorecen también quedan privados ipso
facto de sus beneficios, oficios y jurisdicción eclesiástica. Si se diera el
caso de que un papa llegara a ser claramente culpable de herejía, cesaría de ser
papa porque cesaría de ser miembro de la Iglesia. Si alguien recibiera el
bautismo de manos de un hereje declarado, dicha persona caería en irregularidad.
La herejía constituye un impedimento para contraer matrimonio con un católico
(mixta religio) del cual puede dispensar el Papa o algún obispo con tal poder (Cfr.
IMPEDIMENTIOS). Lo que se llama communicatio in sacris, o sea, la participación
activa de un católico en celebraciones religiosas no católicas, en si misma sí
es ilegal, pero no es intrínsecamente mala de modo tal que no pueda ser
dispensada en algunas circunstancias. Los amigos o parientes pueden, por buenas
razones, acompañar un funeral, asistir al matrimonio o bautismo, sin causar
escándalo, o brindar apoyo a la parte no católica, absteniéndose de tomar parte
activa en las celebraciones. El motivo de la participación en esos ritos es la
amistad o la cortesía, pero no debe implicar aprobación de los rituales. Los no
católicos son bienvenidos a todas las celebraciones católicas excepto, claro, a
los sacramentos.
IX. PRINCIPIOS DE LEGISLACIÓN ECLESIÁSTICA.
Los principios rectores de la legislación eclesiástica en torno a las herejías
son los siguientes:
La Iglesia distingue entre hereje formal y material. Al primero le aplica el
canon: “Sostiene firmemente y no tiene duda alguna que los herejes y cismáticos
tendrán parte con el Diablo y sus ángeles en las llamas eternas, a menos que
antes del fin de sus vidas se incorporen y reingresen a la Iglesia Católica”.
Nadie está obligado a ser parte de la Iglesia, pero habiendo alguien entrado una
vez a través del bautismo, debe respetar las promesas que libremente hizo. Para
controlar y atraer de nuevo a sus hijos rebeldes, la Iglesia utiliza tanto su
poder espiritual como el secular que estén a su alcance. Frente a los herejes
materiales, la Iglesia actúa siguiendo la regla de san Agustín: “No debe
considerarse hereje quien no defienda sus opiniones falsas y perversas con celo
pertinaz (animositas). Sobre todo si el error no es fruto de una audaz
presunción sino que le ha sido transmitido al hereje por padres que han sido
seducidos a su vez, y cuando esa persona anda en busca de la verdad con
cuidadosa solicitud y dispuesto a ser corregido” (P.L. XXXIII, ep. XLIII, 160).
Pio IX, en una carta escrita a los obispos de Italia (10 agosto de 1863),
reafirma esta doctrina católica: “Es sabido por Nos y por ustedes que aquellos
que están en ignorancia invencible respecto a nuestra religión, pero que
observan la ley natural... y están dispuestos a obedecer a Dios y llevar una
vida honesta y recta, pueden, con la ayuda de la luz y la gracia divinas,
alcanzar la vida eterna... pues Dios... no permite que sea castigado quien no es
deliberadamente culpable” (Denzinger, “Enchiridion”, 1529).
X. JURISDICCIÓN ECLESIÁSTICA SOBRE LOS HEREJES
Por el hecho de haber recibido el bautismo válidamente los herejes también está
dentro de la jurisdicción de la Iglesia. Y si son de buena fe, pertenecen
también al alma de la Iglesia. Su separación material, sin embargo, les impide
el uso de los derechos eclesiásticos, excepto el de ser juzgados por la ley
eclesiástica en el caso de ser convocados a un tribunal eclesiástico. Mas no
están obligados a regirse por las leyes eclesiásticas emitidas para el bienestar
espiritual de los miembros de la Iglesia, por ejemplo, los seis mandamientos de
la Iglesia.
XI. RECEPCIÓN DE LOS CONVERSOS
Las personas que se convierten a la fe, antes de ser recibidos en ella, deben
ser instruidos perfectamente en la doctrina católica. Es facultad de los obispos
el reconciliar a los herejes, aunque esa función puede ser delegada a cualquier
sacerdote con cura de almas. En Inglaterra se requiere un permiso especial para
cada reconciliación, exceptuado el caso de los menores de 14 años o de personas
agobiadas por enfermedades graves. Este permiso se concede cuando el sacerdote
puede atestiguar por escrito que el candidato está suficientemente instruido y
preparado, y que existe una razonable garantía de perseverancia. El
procedimiento de esta clase de reconciliación es como sigue: primero, abjuración
de la herejía o profesión de fe; segundo, bautismo bajo condición (esto se
realiza cuando existe duda respecto al bautismo herético); tercero, confesión
sacramental y absolución condicional.
XII. PAPEL DE LA HEREJÍA EN LA HISTORIA
Generalmente, el papel de la herejía en la historia ha sido de perversidad. Sus
raíces se encuentran en la naturaleza humana corrupta. Ha llegado a la Iglesia
según lo predijo su divino fundador; ha destruido los vínculos de la caridad en
las familias, regiones, estados y naciones; se han levantado las piras y
desenvainado las espadas tanto en su defensa como en su represión; a su paso
sólo han quedado ruina y miseria. La prevalencia de la herejía, con todo, no ha
logrado probar que la Iglesia no tiene origen divino, así como tampoco la
existencia del mal ha podido probar que no exista un Dios de bondad. Al igual
que otros males, la herejía es permitida como una prueba de fe en la Iglesia
militante, y quizás como castigo por otros pecados. El desmoronamiento y
desintegración de las sectas heréticas también provee un sólido argumento para
la necesidad de una fuerte autoridad de enseñanza. Las interminables
controversias con los herejes han sido causa indirecta de los mayores
desarrollos doctrinales y definiciones formuladas en concilios para la
edificación del Cuerpo de Cristo. Así fue como los evangelios espurios de los
gnósticos prepararon el terreno para que se determinara el canon de la Sagrada
Escritura; las herejías patripasiana, sabeliana, arriana y macedonia fueron la
oportunidad para que se aclarara mejor el concepto de la Trinidad; los errores
nestorianos y eutiquianos propiciaron que la Iglesia definiera los dogmas de la
naturaleza y persona de Cristo. Y así ha sido hasta el modernismo, que ha
provocado una solemne afirmación del valor de lo sobrenatural en la historia.
XIII. INTOLERANCIA Y CRUELDAD
Frecuentemente se ha acusado a la Iglesia de tener una legislación cruel e
intolerante con respecto a la herejía y a los herejes. Definitivamente sí es
intolerante. Su misma raison d’être es la intolerancia de las doctrinas que
puedan minar la fe. Pero esa intolerancia es esencial a todo lo que existe, se
mueve o vive. Tolerar elementos destructivos dentro del propio organismo es
equivalente al suicidio. Las sectas heréticas también están sujetas a la misma
ley: viven o mueren en la medida en que son capaces de aplicar o desdeñar ese
principio. La acusación de crueldad es fácilmente rebatible. Toda medida de
represión necesariamente causa sufrimiento y molestia; es parte de su
naturaleza. Pero eso no la hace cruel. El padre que castiga a su hijo culpable
es justo y puede tener un corazón tierno. La crueldad hace su aparición cuando
el castigo excede el grado conveniente. Los opositores dice: “Precisamente. Los
castigos aplicados por la Inquisición excedieron todo sentimiento humano”.
Respondemos: “Sí ofenden los sentimientos de generaciones posteriores, en las
que hay menos cuidado por la pureza de la fe. Pero no los sentimientos de su
tiempo, cuando la herejía era vista como algo más perverso que la traición”.
Prueba de ello es que los inquisidores sólo juzgaban la culpabilidad del acusado
y luego lo entregaban al poder secular para que fuera tratado según la leyes
creadas por los emperadores y reyes. La gente del Medioevo no encontraba en el
sistema los mismos defectos que le encuentran los críticos actuales. De hecho
los herejes han sido quemados por el populacho desde siglos antes que la
Inquisición existiera como institución. Y cuando los herejes han dominado la
situación se han dado prisa a aplicar las mismas leyes. Ese ha sido el caso de
los hugonotes en Francia, los husitas en Bohemia, los calvinistas en Génova, los
estatistas elizabetanos y los puritanos en Inglaterra. La tolerancia hizo su
aparición cuando la fe se debilitó. Curiosamente las medidas moderadas fueron
utilizadas sólo cuando ya no existía la fuerza para aplicar medidas más severas.
Aún arden las brasas del Kulturkampf en Alemania; aún son un escándalo las leyes
de separación y confiscamiento y el ostracismo hacia los católicos franceses.
Cristo fue muy claro: “No crean que he venido a traer paz a la tierra; no traje
la paz, sino la espada” (Mt 10, 34). La historia de las herejías verifica esta
predicción y demuestra, además, que el mayor número de víctimas de la espada
está del lado de los fieles que se adhirieron a la Iglesia fundada por Cristo (Cfr.
INQUISICIÓN).
(El lector encontrará una “nueva” mentalidad de la Iglesia respecto a los
herejes, o personas que se han separado de la Iglesia Católica por razones de
fe, en el Decreto “Unitatis Redintegratio”, del Concilio Vaticano II. Sin
embargo, la Iglesia no ha olvidado su función como vigilante de la fe, y lo
expresa en el Código de Derecho canónico, cánones 1364- 1377. N.T.)
J. WILHELM
Transcrito por Mary Ann Grelinger
Traducido por Javier Algara Cossío