Santo
Domingo de Guzmán
EnciCato
Fundador de la Orden de Predicadores, corrientemente conocida como Orden
Dominicana o de los Dominicos. Nació en 1170 en Caleruega (provincia de Burgos,
en Castilla la Vieja, España) y murió el 6 de agosto de 1221. Fueron sus padres
Félix de Guzmán y Juana de Aza de la nobleza castellana, si bien ninguno de
ellos probablemente estuviera relacionado con la dinastía reinante en Castilla,
como alguno de sus biógrafos ha señalado. De Félix Guzmán poco se sabe, salvo
que fue en todos los sentidos digna cabeza de una familia de santos. La nobleza
de sangre de Juana de Aza se añadía a la nobleza de alma y la hicieron tan
merecedora de la veneración popular que fue solemnemente beatificada en 1828 por
León XII. El ejemplo de tales padres no dejó de tener efecto en sus hijos. No
sólo en Santo Domingo, sino también en sus hermanos, Antonio y Manés, que se
distinguieron por su extraordinaria santidad. Antonio, el mayor, fue sacerdote
secular y tras haber distribuído su patrimonio entre los pobres entró en un
hospital en el que empleó su vida en el cuidados de los enfermos. Manés siguió
los pasos de Domingo y fue fraile predicador y fue beatificado por Gregorio XVI.
El nacimiento e infancia del santo estuvieron marcados por muchas maravillas que
extendieron su heroica santidad y por grandes acontecimientos en el campo de la
religión. Entre los siete y los catorce años cursó estudios elementales bajo la
tutela de su tío materno, el arcipreste de Gumiel de Aza, no demasiado alejada
de Caleruega. En 1184 Santo Domingo entró en la Universidad de Palencia.
Permaneció en ella diez años realizando sus estudios con tal ardor y eficiencia
que a lo largo de la efímera existencia de esa universidad atrajo la atención de
los escolares en la medida que un estudiante podía hacerlo. En medio de la
frivolidad y disipación de una ciudad universitaria la vida del futuro santo se
caracterizó por la seriedad de miras y una austeridad de costumbres que le
marcaban como uno de aquéllos de los que podían esperarse grandes cosas en el
futuro. Mas mostró en más de una ocasión que bajo su austero exterior tenía un
corazón sensible como el de una mujer. En una ocasión vendió sus libros,
anotados por su propia mano, para remediar el hambre de un pobre de Palencia. Su
biógrafo y contemporáneo Bartolomé de Trento
narra que por dos veces trató de venderse como esclavo para redimir cautivos de
los moros. Tales hechos son dignos de mención visto el carácter cínico y
venenoso que algunos biógrafos no católicos han tratado de atribuir a uno de los
hombres más caritativos que ha existido. En lo que se refiere a la fecha de su
ordenación sus biógrafos guardan silencio; ni hay ningún dato que permita
deducirla con alguna exactitud. De conformidad con la deposición del Hermano
Esteban, Prior Provincial de Lombardía en el proceso de canonización, Domingo
todavía estudiaba en Palencia cuando Don Martín de Bazán, obispo de Osma, le
eligió para el capítulo de su catedral, para asistirle en su reforma. El obispo
se percató de la importancia para sus planes de reforma de tener continuamente
ante sus canónigos de alguien con una vida tan santa como la de Domingo. No se
engañó el obispo en el resultado. En reconocimiento a su participación en la
conversión de los miembros en canónigos regulares, Domingo fue nombrado subprior
del reformado capítulo. Al acceso de Don Diego de Acevedo al obispado de Osma,
Domingo se convirtió en el superior del Capítulo, con el título de prior. Como
canónigo de Osma invirtió nueve años de su vida, oculto en Dios y extasiado en
la contemplación. Rara vez traspasaba los confines de la casa capitular.
En 1203 Alfonso IX de Castilla encargó al Obispo de Osma la misión de pedir al
Señor de las Marcas, presumiblemente un príncipe danés, la mano de la hija de
éste para su hijo Fernando. Como acompañante en esta embajada, Don Diego eligió
a Santo Domingo. Al atravesar Tolosa en el curso de su misión contemplaron con
asombro y pesar la ruina espiritual causada por la herejía Albigense. La
contemplación de este panorama suscitó en Domingo la idea de fundar una orden
con el objetivo de combatir la herejía y extender la luz del Evangelio por la
predicación hasta los confines del mundo conocido. Concluida satisfactoriamente
su misión, Diego y Domingo, acompañados de un espléndido séquito, fueron
encargados de una nueva embajada, para escoltar a la princesa a Castilla. Esta
misión tuvo un repentino final por la muerte de la joven en cuestión. Los dos
eclesiásticos quedaron en libertad de desplazarse a donde quisieran. Decidieron
ir a Roma, adonde llegaron a fines de 1204. El objetivo del viaje era que Diego
pudiera renunciar a su obispado para dedicarse a la conversión de los incrédulos
en tierras lejanas. Inocencio III rehusó su aprobación a tal propósito. En su
lugar envió al obispo y su acompañante al Languedoc, para que unieran sus
fuerzas a los Cistercienses, a los que había encomendado la cruzada contra los
Albigenses. El panorama con el que se encontraron al llegar al Languedoc era
desalentador. Los Cistercienses, por su modo universal de vida, habían avanzado
poco o nada contra los Albigenses. Habían acometido la tarea con considerable
aparato, brillante acompañamiento y bien dotados de comodidades. A tal
despliegue de mundanidad los dirigentes heréticos oponían un rígido ascetismo
que provocaba la admiración y el respeto de sus seguidores. Diego y Domingo se
percataron rápidamente de que el fallo del apostolado cisterciense se debía a
los hábitos indulgentes de los monjes y se convencieron de que debían adoptar un
modo de vida más austero. El resultado fue un gran incremento del número de
conversos. Las discusiones teológicas desempeñaban un prominente papel en la
propaganda de los herejes. Domingo y su compañero no tardaron en enfrentarse a
sus adversarios en esta clase de exposiciones teológicas. Siempre que surgía la
ocasión aceptaban librar la batalla. El concienzudo entrenamiento que el santo
había recibido en Palencia se reveló de inestimable valor en sus encuentros con
los herejes. Incapaces de refutar sus argumentos o de contrarrestar la
influencia de su predicación, volcaron su odio sobre él por medio de insultos y
amenazas de violencias físicas. Fijado en Prouille su cuartel general, trabajó
por turnos en Fanjeaux, Montpellier, Servian, Beziers y Carcasona. Pronto en su
apostolado en Prouille el santo cayó en la cuenta de la necesidad de proteger a
las mujeres de la comarca del influjo de los herejes. Muchas de ellas eran ya
Albigenses y eran sus más activas propagandistas. Estas mujeres erigían
conventos a los que los hijos de la nobleza católica eran frecuentemente
enviados para buscar algo más que una educación y, de hecho, si es que no a
propósito, quedaban contaminados por el espíritu de la herejía. También era
preciso que las mujeres convertidas de la herejía fuesen salvaguardadas de la
maligna influencia de sus propios hogares. Para cubrir tales deficiencias, Santo
Domingo, con autorización de Foulques, obispo de Tolosa, estableció en 1206 un
convento en Prouille. A esta comunidad, después de la de San Sixto, en Roma, le
dio regla y constituciones que desde entonces siempre han guiado a las monjas de
la Segunda Orden de Santo Domingo.
El año 1206 abre una nueva etapa en la memorable vida del fundador. El 15 de
enero de ese año uno de los legados cistercienses, Pedro de Castelnau fue
asesinado. Tal abominable crimen precipitó la cruzada dirigida por Simón de
Montfort que redujo temporalmente a los herejes. Santo Domingo participó en las
agitadas escenas que siguieron, mas siempre desde la clemencia y esgrimiendo las
armas del espíritu, en tanto que otros sembraban la muerte y desolación con la
espada. Algunos historiadores aseguran que, durante el saqueo de Bezier, Domingo
apareció en las calles de la ciudad, con una cruz en la mano e intercediendo por
las vidas de las mujeres, de los niños, de los ancianos y de los enfermos. Sin
embargo esto se basa en documentos que Touron considera apócrifos. Los
testimonios de otros historiadores de mayor garantía tienden a demostrar que el
santo ni estaba en la ciudad ni en sus proximidades, cuando se produjo el saqueo
de Bezier por los cruzados. Nosotros le encontramos durante este período tras el
ejército católico, revitalizando la religión y reconciliando a los herejes en
las ciudades que habían capitulado o habían sido conquistadas por el ejército
victorioso de Montfort. Probablemente el 1 de septiembre de 1209 fue cuando
Santo Domingo conoció a Simón de Montfort con el que trabó una íntima amistad
que duró hasta la muerte del bravo cruzado ante los muros de Tolosa (25 de junio
de 1218). Le encontramos junto a Montfort en el asedio de Lavaur en 1211 y, de
nuevo, en 1212 en la toma de La Penne de Ajen. A fines de 1212 estaba en Pamier
trabajando por invitación de Montfort en la restauración de la religión y la
moralidad. Finalmente y justamente antes de la batalla de Muret (12 de
septiembre de 1213) encontramos de nuevo al santo en el consejo previo al
combate. Durante la marcha del conflicto se arrodilla ante el altar de la
iglesia de Santiago orando por la victoria de las armas católicas. Tan notable
fue el triunfo de los cruzados en Muret que Simón de Montfort lo consideró
completamente milagroso y piadosamente lo atribuía a las oraciones de Santo
Domingo. En acción de gracias por esta decisiva victoria el cruzado erigió una
capilla en la iglesia de Santiago dedicada según se dice a Nuestra Señora del
Rosario. Según esto, la devoción del Rosario, tradicionalmente atribuida a una
revelación a Santo Domingo estaba generalizada en esa época. A este tiempo
también se atribuye la fundación de la Inquisición por Santo Domingo y se le
señala como primer Inquisidor. Como estas muy controvertidas cuestiones
recibirán atención especial en otra parte de esta obra, bastará para nuestro
objetivo presente hacer notar que la Inquisición ya funcionaba en 1198, siete
años antes de que el santo tomara parte en el apostolado del Languedoc, cuando
era aún un oscuro canónigo regular de Osma. Si estuvo en cierta ocasión
involucrado en los procesos de la Inquisición, fue en su calidad de teólogo para
informar de la ortodoxia del acusado. Sobre la influencia que pudo haber
ejercido sobre los jueces de esta tan malignizada institución hay que decir que
la empleó siempre a favor de la clemencia y de la paciencia, como acredita el
clásico caso de Ponce Roger.
Durante este tiempo el santo incrementaba su fama de heroica santidad, de celo
apostólico y le originaba una profunda enseñanza el ser visto posteriormente
como candidato al episcopado. Se hicieron tres intentos en este sentido. En 1212
el capítulo de Bezier le eligió para que se convirtiera en su obispo. De nuevo
los canónigos de Saint Lizier desearon que fuera el sucesor de Garcías del Orte
como Obispo de Comminges. Finalmente, en 1215 el propio Garcías del Orte, que
había sido trasladado desde Comminges a Auch, trató de que aceptara convertirse
en Obispo de Navarra. Mas Santo Domingo rechazó tajantemente todo honor
episcopal, diciendo que, si aceptara el episcopado esa misma noche emprendería
el vuelo, sin llevar consigo más que a su plana mayor. Desde Muret, Domingo
regresó a Carcasona, donde reanudó su predicación con inigualable éxito. No
retornó a Tolosa hasta 1214. En este intervalo el influjo de su predicación y la
santidad eminente de su vida habían convocado a su alrededor una partida de
devotos y entusiastas discípulos que le seguían por dondequiera que les llevara.
Santo Domingo no había olvidado en ningún momento su propósito, hecho once años
atrás, de fundar una orden religiosa para combatir la herejía y propagar la
verdad religiosa. La época parecía ahora propicia para la realización de ese
proyecto. Con la aprobación del Obispo de Tolosa, Foulques, comenzó a organizar
el pequeño equipo de seguidores. Para que Domingo y sus compañeros pudieran
disponer de una fuente de ingresos fija, Foulques le hizo capellán de Fanjeaux y
en julio de 1215 estableció canónicamente la comunidad como congregación
religiosa de su diócesis, cuya misión era la propagación de la doctrina
verdadera y la recta moral, así como la extirpación de la herejía. En este mismo
año, Pedro Seilan, acaudalado ciudadano de Tolosa que se había puesto bajo la
dirección de Santo Domingo puso su propia y cómoda residencia a la disposición
de éste. De este modo el 25 de abril de 1215 se fundó el primer convento de la
Orden de Predicadores. Ellos, empero, residieron allí un solo año, pues Foulques
los estableció en la iglesia de San Romano. Aunque esta reducida comunidad había
probado ampliamente la necesidad de su misión y la eficiencia de su servicio a
la Iglesia, estaba todavía lejos de cumplir totalmente las aspiraciones de su
fundador. A lo sumo no era sino una congregación diocesana y Santo Domingo
soñaba con una orden universal que pudiera ejercer su apostolado hasta los
confines de la Tierra. Mas lo que el santo ignoraba era que los acontecimientos
iban a favorecer el logro de sus deseos. Se había reunido en noviembre de 1215
un concilio ecuménico en Roma para "deliberar sobre la mejora de las costumbres,
la extinción de la herejía y el refuerzo de la fe". Era precisamente la misión
que Santo Domingo había pensado para su Orden. Con el Obispo de Tolosa estuvo
presente en las deliberaciones conciliares. Desde la sesión inicial pareció que
los acontecimientos conspiraban para que sus planes se hicieran realidad. El
concilio reprochaba amargamente a los obispos su descuido de la predicación. El
canon X exigía la delegación en hombres capaces de predicar la palabra de Dios
al pueblo. En estas circunstancias parecía razonable que la petición de Domingo
de la confirmación de una orden que cumpliera el mandato sería felizmente
satisfecha. Pero, en tanto que el Concilio esperaba con ansiedad la ejecución de
tales reformas, se oponía simultáneamente a la creación de nuevas órdenes
religiosas y había legislado sobre esto en términos claros. Por otra parte la
predicación siempre se había considerado como función primaria del episcopado.
Otorgar este oficio a un desconocido e inexperto cuerpo de sacerdotes parecía
demasiado original y audaz a los conservadores prelados que intervenían en las
deliberaciones conciliares. Por consiguiente no pudo coger por sorpresa a Santo
Domingo el rechazo a la aprobación de su joven institución.
Al volver al Languedoc, a la clausura del Concilio, reunió el fundador a su
reducido equipo de seguidores y les informó del deseo del Concilio de que no se
aprobara ninguna nueva regla para órdenes religiosas. Por tanto adoptaron la
antigua regla de San Agustín, que, por su generalidad, se prestaba a adaptarse a
cualquier forma que desearan darle. Hecho esto, Santo Domingo compareció
nuevamente ante el Papa en agosto de 1216 para solicitarle otra vez la
confirmación de su orden. Esta vez fue recibido más favorablemente y el 22 de
diciembre de 1216 apareció la Bula de confirmación.
Santo Domingo empleó la siguiente Cuaresma para predicar en varias iglesias de
Roma y ante el Papa y la Corte Pontificia. En este tiempo recibió el oficio de
Maestro del Palacio Pontificio, más comúnmente llamado Teólogo. Este oficio ha
sido mantenido ininterrumpidamente por miembros de la Orden, desde la época del
fundador a la presente. El 15 de agosto de 1217 convocó en Prouille a la
congregación para deliberar sobre los asuntos de la Orden. Había decidido sobre
el heroico plan de dispersar a su reducido grupo de diecisiete seguidores no
formados por toda Europa. Los resultados demostraron la sabiduría de esta
decisión que, desde el punto de vista de la prudencia humana, parecía suicida.
Para facilitar el crecimiento de la Orden, Honorio III el 11 de febrero de 1218
envió una Bula a todos los arzobispos, obispos, abades y priores requiriendo su
favor en pro de la Orden de Predicadores. Por otra Bula de 3 de diciembre de
1218, Honorio III otorgaba la iglesia de San Sixto en Roma a la Orden. Aquí,
entre las tumbas de la Vía Apia, se fundó el primer monasterio de la Orden en
Roma. Poco después de tomar posesión de San Sixto y por invitación de Honorio,
Santo Domingo tomó sobre sí la no fácil tarea de restablecer la prístina
observancia de la vida religiosa de las varias comunidades romanas de
religiosas. En relativamente poco tiempo la tarea estaba concluida, con gran
satisfacción del Papa. Su propia carrera en la Universidad de Palencia y la
experiencia práctica en sus encuentros con los Albigenses, así como su sagaz
apreciación de las necesidades de la época, convencieron al santo de que, para
asegurar la máxima eficiencia del apostolado, sus discípulos tendrían que
recibir la mejor formación posible. Por tal razón, al dispersar la hermandad en
Prouille, envió a Mateo de Francia con dos compañeros más a París. En los
alrededores de la universidad se creó una fundación, de la que los frailes
tomaron posesión en octubre de 1217. Mateo de Francia fue nombrado superior y
Miguel de Fabra encargado de estudios con el título de Lector. El 6 de agosto
del siguiente año Juan de Barastre, deán de San Quintín y profesor de teología,
donó a la comunidad el hospital de Santiago que había construido para su propio
uso. Tras la fundación en la Universidad de París, la siguiente decisión de
Santo Domingo fue establecer otra en la Universidad de Bolonia. Beltrán de
Garrigua, procedente de París, y Juan de Navarra, de Roma, con cartas del Papa
Honorio, establecieron la deseada fundación. La iglesia de Santa María de la
Mascarella fue puesta a su disposición a su llegada a Bolonia. Tan rápidamente
creció la comunidad romana de San Sixto que se hizo urgente la necesidad de más
espacio. Honorio, que parecía encantado de cubrir todas las necesidades de la
Orden y empleaba todo su poder en ayudarla, cubrió esta necesidad urgente con la
donación de la basílica de Santa Sabina.
A finales de 1218, tras haber designado a Reginaldo de Orleáns como vicario en
Italia, el santo junto con varios miembros de la Orden se dirigió a España. En
este viaje visitó Bolonia, Prouille, Tolosa y Fanjeaux. Desde Prouille fueron
enviados dos hermanos a fundar un convento en Lyon. Llegaron a Segovia
justamente antes de Navidad. En febrero del siguiente año fundó el primer
convento de la Orden en España. Bajando hacia el Sur fundó un convento femenino
en Madrid, semejante al de Prouille. Es bastante probable que personalmente
presidiera la erección de un convento en conexión con su alma mater, la
Universidad de Palencia. Por invitación del Obispo de Barcelona se estableció
una casa de la Orden en esa ciudad. De nuevo dirigió sus pasos a Roma, cruzó los
Pirineos y visitó las fundaciones de Tolosa y París. Durante su estancia en este
último lugar promovió la erección de nuevas casas en Limoges, Metz, Reims,
Poitiers y Orleáns, convertidas muy pronto en centros de actividad dominicana.
Desde París se dirigió a Italia y llegó a Bolonia en julio de 1219. Dedicó allí
varios meses a la formación religiosa de la comunidad que le esperaba allí.
Después y tal como había hecho en Prouilles, la dispersó por Italia. Entre las
fundaciones que hizo en esta ocasión figuran las de Bérgamo, Asti, Verona,
Florencia, Brescia y Faenza. De Bolonia fue a Viterbo. Su llegada a la corte
papal fue la señal de un diluvio de nuevos favores a la Orden. Entre estas
muestras de estima destacan las muchas cartas de agradecimiento que Honorio
dirigió a todos los que ayudaron a los padres en sus fundaciones. En marzo del
mismo año Honorio por medio de sus representantes cedió a la Orden la iglesia de
San Eustorgio de Milán. Simultáneamente se autorizó una fundación en Viterbo. A
su vuelta a Roma, a fines de 1219, Domingo dirigió cartas a todos los conventos
para anunciarles el primer Capítulo General de la Orden, que se celebraría en
Bolonia en la siguiente festividad de Pentecostés. Poco antes, Honorio III, por
medio de un Breve especial, había conferido al fundador el título de Maestro
General, que hasta entonces había ostentado sólo por consentimiento tácito. Al
inicio de las sesiones del Capítulo, en la primavera siguiente, sobresaltó a los
asistentes al ofrecerles su renuncia como Maestro General. Ni que decir tiene
que no se aceptó la renuncia y el fundador permaneció a la cabeza de la Orden
hasta el fin de su vida.
Poco después de la clausura del Capítulo de Bolonia, Honorio III escribió a los
abades y priores de San Víctor, Sillia, Mansu, Floria, Vallombrosa y Aquila para
ordenarles que varios de sus religiosos fueran destinados a comenzar una cruzada
de predicación, bajo la dirección de Santo Domingo, en Lombardía en la que la
herejía adquiría alarmantes proporciones. Por una u otra razón estos planes del
Papa nunca se llevaron a cabo. Al fallar la ayuda prometida, Domingo con un
reducido equipo de los suyos se lanzó a la batalla y, como probaron los hechos,
se gastó en un esfuerzo para devolver los herejes a la lealtad a la Iglesia. Se
dice que 100.000 incrédulos se convirtieron por la palabra y los milagros del
santo. Según Lacordaire y otros durante esa predicación en Lombardía creó el
santo la Milicia de Jesucristo u Orden Tercera como habitualmente es llamada.
Consta de hombres y mujeres que viviendo en el mundo se comprometen a proteger
los derechos y propiedades de la Iglesia. Hacia el final de 1221 Santo Domingo
por sexta y última vez retornó a Roma. Allí recibió nuevas y valiosas
concesiones para su Orden. Entre enero y marzo de 1221 se publicaron tres Bulas
consecutivas que recomendaban la Orden a todos los prelados de la Iglesia. El 30
de mayo de 1221 se hallaba una vez más en Bolonia para presidir el segundo
Capítulo General de la Orden. Tras su clausura partió para Venecia a visitar al
Cardenal Ugolino al que estaba especialmente obligado por muchos y sustanciales
favores. Apenas acababa de llegar a Bolonia, cuando contrajo una fatal
enfermedad. Murió tras tres semanas de enfermedad y pruebas que soportó con
paciencia heroica. En Bula fechada en Spoleto el 13 de julio de 1234, Gregorio
IX hizo su culto obligatorio en toda la Iglesia.
La vida de Santo Domingo fue infatigable al servicio de Dios. Mientras se
trasladaba de un sitio a otro rezaba y predicaba casi sin interrupción. Sus
penitencias fueron de tal naturaleza que los hermanos, cuando accidentalmente
las descubrían, temían por su vida. Aunque su caridad era inagotable, nunca
permitió que interfiriera con el sentido del deber que guió todos los actos de
su vida. Abominaba la herejía y trabajaba sin descanso en su extinción porque
amaba a la verdad y a las almas de las personas con las que trababa. Nunca dejó
de distinguir entre el pecado y el pecador. No hay que maravillarse, por ende,
de que este atleta de Cristo, que se había conquistado a sí mismo antes de
reformar a los demás, fuese escogido más de una vez para demostrar públicamente
el poder de Dios. El fallo del fuego de Fanjeaux en consumir la disertación que
había esgrimido ante los herejes, y que fue lanzada por tres veces a las llamas;
la vuelta a la vida de Napoleón Orsini; la aparición de los anales en el
refectorio de San Sixto y como respuesta a sus oraciones, no son sino unos pocos
de los hechos sobrenaturales con los que Dios se complugo para atestiguar la
eminente santidad de Su servidor. No es de sorprender, por consiguiente, que
Gregorio IX, tras haber firmado el 12 de julio de 1234 la Bula de canonización,
no tuviera más dudas de la santidad de Santo Domingo que de la de San Pedro y
San Pablo .
JOHN B. O'CONNER
Transcrito por Martin Wallace, O.P.
Traducción de Rafael Cervera Álvarez (España)