Credo
EnciCato


(Latín credo, yo creo).

En general, una forma de creencia. Sin embargo, la palabra, aplicada a las creencias religiosas, ha recibido varios significados, dos de los cuales son especialmente importantes. (1) Significa el conjunto completo de creencias de todos los adeptos a una religion; y en este sentido, equivale a doctrina o fe, usándose ésta última con su significado objetivo. Éste es su significado en expresiones como “el conflicto entre credos”, “trabajos caritativos independientemente del credo”, “la ética conforme al credo”, etc. (2) En un sentido más estricto, un credo es un resumen de los principales artículos de la fe profesada por una iglesia o una comunidad de creyentes. Por tanto, se entienden como “credos de la Cristiandad” aquéllas formulaciones de la fe cristiana que en diferentes momentos han sido recogidas y aceptadas por una u otra iglesia cristiana. En este sentido, los latinos designan al credo con el nombre de symbolum que es tanto una señal (symbolon) como un conjunto (synbole). Por tanto, un credo sería la marca distintiva de aquéllos que profesasen una creencia dada, o una formula formada por los principales artículos de esa creencia. La “profesión de la fe” la celebra la Iglesia en casos especiales, como en la consagración de un Obispo; mientras que la frase “confesión de la fe” normalmente se aplica a formularios protestantes, como la “Confesión de Ausburgo”, la “Confesión de Basilea”, etc. Sin embargo, debe destacarse que el papel de la Fe no es idéntico al del credo, aunque en su significado formal es la norma o estándar mediante el que uno determina qué doctrinas creer.

Los principales credos de la Iglesia católica, de los Apóstoles, Atanasio y el Niceno, se tratan en artículos especiales que entran en detalles históricos y el contenido de cada uno de ellos. El uso litúrgico del Credo también se explica en otro artículo. Para este propósito es extremadamente importante indicar la función del credo en la vida religiosa y especialmente en el trabajo de la Iglesia católica.

Que las enseñanzas del Cristianismo deberían proyectarse en alguna forma concreta es algo que evidentemente está implícito en la tarea asignada a los Apóstoles (Mateo. xxviii, 19-20). Puesto que ellos debían enseñar a todas las naciones a observar lo que Cristo había ordenado y como dicha enseñanza consistía en llevar el peso de la autoridad, no sólo de la opinión, al final resultó necesario formular unas doctrinas esenciales. Dicha formulación era muy necesaria porque el Cristianismo estaba destinado a todos los hombres de todas las edades. Estaba claramente establecido que había que preservar la unidad de la creencia. Por tanto, el credo es fundamentalmente una declaración seria de las verdades que deben creerse.

La Iglesia, por otra parte, se organizó como una sociedad visible (véase IGLESIA). Sus miembros no sólo debían aceptar firmemente las enseñanzas recibidas si no que también debían expresar sus creencias. Como dice San Pablo: “Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación”. (Romanos x, 10). El contenido de los Apóstoles no es ni vago ni indefinido; insiste en que sus seguidores deberían “ten por norma las palabras sanas que oiste de mi en la fe” (II Timoteo. i, 13), "Que esté adherido a la palabra fiel, conforme a la enseñanza para que sea capaz (el Obispo) de exhortar con la sana doctrina y refutar a los que contradicen” (Tito i, 9). De ahí que podamos entender que la profesión de la fe era necesaria para los que iban a ser bautizados, como en el caso de los eunucos (Actas viii, 37); de hecho, la formula bautismal prescrita por el propio Cristo es una expresión de la fe en la Santa Trinidad. A parte de la cuestión referente a la composición del Credo de los Apóstoles, está claro que desde el principio, incluso antes de que se escribiera el Nuevo Testamento, algunas formulas doctrinales, concisas, se pudieron haber usado tanto para asegurar la uniformidad en la enseñanza como para ubicar más allá de la duda la creencia de aquellas personas que habían sido admitidas en la Iglesia.

Junto con la difusión del Cristianismo surgieron a lo largo del tiempo varias visiones heréticas sobre las doctrinas de la fe. Por tanto, se hizo necesario definir la verdad de la revelación con más claridad. En consecuencia, el credo, sufrió modificaciones, no mediante la introducción de nuevas doctrinas, si no mediante la expresión de la creencia tradicional en términos que no dejaban lugar a error o malentendidos. Así el “Filioque” se agregó al Niceno y la Profesión Tridentina dio lugar a sentencias completas y definitivas sobre la fe católica en aquellos puntos concretos que los Reformistas del siglo XVI habían atacado. En otros momentos, las circunstancias requirieron la creación de formulas especiales para que las enseñanzas de la iglesia estuvieran explícitamente establecidas y fueran aceptadas; esa era la profesión de la fe prescrita Para los griegos por Gregorio XIII y que Urbano VIII y Benedicto XIV prescribieron para los Orientales (cf. Denzinger, Enchiridion). Por tanto, no se debe pensar en el credo como una formula sin vida si no como una manifestación de la vitalidad de la Iglesia. Puesto que estas formulas mantienen intactas la fe que una vez adquirieron los santos, también son un medio efectivo para protegerse contra los incesantes ataques de los errores.

Por otra parte, debe destacarse que la promulgación fidedigna de un credo y su aceptación implican la no infracción de los derechos de la razón. Por naturaleza la mente tiende a expresar y, concretamente a proferir, sus pensamientos en forma de lenguaje. Una vez más dicha expresión da lugar a una mayor claridad y una posesión más firme del contenido mental. Entonces, cualquier persona que realmente crea en las verdades del Cristianismo no puede objetar de forma consistente dicha manifestación de sus creencias, tal y como implica el uso del credo. También es claramente ilógico condenar este uso basándose en el hecho de que convierte la religión simplemente en la repetición o aceptación de unas formulas vacías. La Iglesia insiste en que la creencia interna es el elemento básico pero que debe buscar su expresión externa. Mientras que la tarea de creer descansa en cada persona, hay otras obligaciones que resultan de la organización social de la Iglesia. Cada miembro no sólo está obligado a abstenerse de aquello que pueda debilitar la fe de sus compañeros creyentes, también debe, en la medida que le sea posible, conservar y acrecentar sus creencias. La profesión de la fe como se establece en el credo es una lección cuyo único objetivo es la lealtad y un medio para fortalecer los vínculos que unen a los seguidores de Cristo en “un Señor, una fe, un bautismo”.

Tales motivos no tienen ningún fundamento donde la selección de sus creencias se deja al arbitrio de cada persona. Dicha persona debe, por supuesto, adoptar una serie de artículos o proposiciones y denominarlo credo; pero sigue siendo de su posesión privada y cualquier intento por demostrar su corrección puede dar lugar a desacuerdos. Pero el propio intento sería inconsistente porque debe conceder a todo el mundo el mismo derecho a formar un credo. Por tanto, la consecuencia final debe ser que la fe se reduce al nivel de los puntos de vista, las opiniones o teorías que consideran temas puramente científicos. De ahí que no sea fácil explicar, basándose en la consistencia, la acción de los Reformadores protestantes. Si el principio de los juicios privados se hubiera desarrollado total y estrictamente, la formulación de los credos no hubiera sido necesaria y lógicamente hubiera sido imposible. El posterior curso de los hechos ha demostrado lo poco que se podía obtener mediante la confesión de la fe una vez rechazado el elemento básico de autoridad. La inevitable multiplicación de los credos ha desarrollado, en gran medida, la demanda de un “Góspel sin credo”, que contraste fuertemente con la petición de que la Biblia es la única regla y la

única fuente de fe. (Véase DOGMA, FE, PROTESTANTISMO.)

DENZINGER, Enchiridion (Friburgo, 1908); MOHLER, Symbolism (NEW YORK, 1984); DUNLOP, Account of All the Ends and Uses of Creeds and Confessions of Faith, etc. (Londres, 1724); BUTLER, An Historical and Literary Account of the Formularies, etc., (Londres, 1816); SCHAFF, The History of the Creeds of Christendom (Londres, 1878); GRANDMAISON, L'Estasticite des formules de Foi in Etudes 1898; CALKINS, Creeds and Tests of Church Membership in Andover Review (1890), 13; STERRETT, the Ethics of Creed Conformity (1890), ibid.

GEORGE J. LUCAS
Trascrito por Suzanne Plaisted
En recuerdo de Reese Jackson
Traducido por Jose Ignacio Sánchez García