Antropomorfismo, Antropomorfistas

 

(de anthropos, hombre, y morphe, forma).

Un término usado en su sentido más amplio para significar la tendencia del hombre a concebir las actividades del mundo externo como la contrapartida del suyo propio. El sistema filosófico que toma su método de esta tendencia es denominado Antropomorfismo Filosófico. La palabra, sin embargo, se ha usado más generalmente para designar la actividad de ese impulso en el pensamiento religioso. En este sentido, el Antropomorfismo es la atribución al Ser Supremo de la forma, órganos, operaciones, y características generales de la naturaleza humana. Esta tendencia se manifiesta en las primitivas religiones paganas, en todas las formas de politeísmo, especialmente en el paganismo clásico de Grecia y Roma. La acusación de antropomorfismo fue alegada contra los griegos por su propio filósofo, Jenófanes de Colofon. Los primeros apologistas cristianos censuraron a los paganos por haber representado a Dios, que es espiritual, como un mero hombre magnificado, sujeto a los vicios y pasiones humanas. La Biblia, especialmente el Antiguo Testamento, abunda en expresiones antropomórficas. Casi todas las actividades de la vida orgánica se atribuyen al Todopoderoso. Habla, alienta, ve, oye; pasea por el jardín; se sienta en los cielos, y la tierra es su escabel. Debe, sin embargo, advertirse que en las locuciones de esta clase la Biblia atribuye características humanas a Dios sólo de una manera vaga, indefinida. Nunca se declara positivamente que tenga un cuerpo o una naturaleza igual que la del hombre; y los defectos y vicios humanos nunca se le atribuyen ni siguiera en sentido figurado. El carácter metafórico, simbólico de este lenguaje es habitualmente obvio. El Ojo que todo lo ve significa la omnisciencia de Dios; sus inagotables Brazos, su omnipotencia; su Espada el castigo de los pecadores; cuando se dice que se ha arrepentido de haber creado al hombre, estamos ante una expresión sumamente enérgica que transmite su aborrecimiento del pecado. La justificación de este lenguaje se encuentra en el hecho de que la verdad sólo puede transmitirse a los hombres por medio de pensamientos e ideas humanas, y ha de expresarse sólo en un lenguaje adecuado a su comprensión. Las limitaciones de nuestra capacidad conceptual nos obligan a representarnos a Dios mediante ideas que originariamente se han extraído de nuestro conocimiento del yo y del mundo objetivo. Las propias Escrituras nos advierten con abundancia contra el error de interpretar su lenguaje figurado en un sentido demasiado literal. Enseñan que Dios es espiritual, omnisciente, invisible, omnipresente, inefable. La insistencia en la interpretación literal de lo metafórico condujo al error de los Antropomorfistas.

En todos los escritos de los Padres se subraya continuamente la espiritualidad de la Naturaleza Divina, tanto como la inadecuación del pensamiento humano para comprender la grandeza, bondad e infinita perfección de Dios. Al mismo tiempo, la filosofía y la teología católica explica la idea de Dios por medio de conceptos derivados principalmente del conocimiento de nuestras propias facultades, y de nuestras características morales y mentales. Llegamos a nuestro conocimiento filosófico de Dios por inferencia a partir de las diversas formas de existencia, incluida la nuestra, que percibimos en el Universo. Toda excelencia creada queda, sin embargo, infinitamente lejos de las perfecciones divinas, por consiguiente nuestra idea de Dios no puede nunca representarlo verdaderamente como es, y puesto que es infinito mientras que nuestras mentes son finitas, la semejanza entre nuestro pensamiento y su objeto infinito siempre será remota. Claramente, sin embargo, si hiciéramos todo lo que está en nuestro poder para hacer que nuestra idea fuera, no perfecta, sino todo lo digna que puede ser, debemos formularla por medio de nuestras concepciones de lo que es más elevado y mejor en la escala de existencia que conocemos. De ahí que, como la mente y la personalidad son las formas más nobles de la realidad, pensamos más dignamente de Dios cuando lo concebimos bajo los atributos de mente, voluntad, inteligencia, personalidad. Al mismo tiempo, cuando el teólogo o el filósofo emplea estos y similares términos con referencia a Dios, no los entiende para serle atribuidos en el mismo sentido exactamente que se les da cuando se les aplica al hombre, sino en un sentido restringido y atenuado por los principios expuestos en la doctrina de la analogía. Hace algunas décadas los pensadores y autores de la escuela de Spencer y otras semejantes rara vez tocaban la doctrina de un Dios personal sin llamarla antropomorfismo, y por ello, a su juicio, excluyéndola definitivamente del mundo del pensamiento filosófico. Aunque en decadencia, la moda no ha desaparecido del todo. La acusación de antropomorfismo puede alegarse contra nuestra forma de pensar y hablar de Dios sólo por los que, a despecho de la protestas de los teólogos y filósofos, persisten en dar por supuesto que se utilizan unívocamente los términos de Dios y de las criaturas. Cuando se presentan argumentos para sustentar la imputación, habitualmente exhiben una opinión incorrecta en lo que se refiere al elemento esencial de la personalidad. Lo esencial de la prueba es que el Infinito es ilimitado, mientras que la personalidad esencialmente implica limitación; por tanto, hablar de una Persona Infinita es caer en el absurdo. Lo que es verdaderamente esencial en el concepto de personalidad es, primero, la existencia individual en cuanto se opone a la indefinición y a la identidad con los demás seres; y después, la posesión o control inteligente de sí mismo. Decir que Dios es personal es decir que es distinto del Universo, y que se posee a Sí mismo y su infinita actividad, no determinada por ninguna necesidad interior o exterior. Esta concepción es perfectamente compatible con la de infinitud. Cuando el agnóstico quiere prohibirnos pensar en Dios como persona, y quiere que hablemos de Él como energía, fuerza, etc., meramente sustituye con concepciones inferiores y más imperfectas una superior, sin escapar de lo que él denomina antropomorfismo, puesto que estos conceptos también derivan de la experiencia. Aparte, violenta la naturaleza humana cuando, como sucede a veces, nos pide que abriguemos hacia un Ser impersonal, concebido bajo los géneros mecánicos de fuerza o energía, sentimientos de reverencia, obediencia, y confianza. Estos sentimientos entran en juego sólo en el mundo de las personas, y no pueden ser ejercitados hacia un Ser al que negamos los atributos de personalidad.

Antropomorfistas (Audianos)

Una secta de cristianos que surgió en el Siglo IV en Siria y se extendió a Escitia, a veces llamada Audianos, por su fundador, Audio. Tomando literalmente el texto de Génesis, 1, 27, Audio sostenía que Dios tenía forma humana. El error era tan grosero, y, para usar la expresión de San Jerónimo (Epist. Vi, Ad Pammachium), tan absolutamente insensato, que no mostró vitalidad. Hacia finales de siglo apareció entre algunos grupos de cristianos africanos. Los Padres que escribieron contra ella la rechazan casi despectivamente. En tiempos de Cirilo de Alejandría, hubo algunos antropomorfistas entre los monjes egipcios. Él compuso una breve refutación de su error, que atribuyó a extrema ignorancia. (Adv. Anthrop. En P. G., LXXVI). Respecto a las acusaciones de antropomorfismo presentadas contra Melitón, Tertuliano, Orígenes, y Lactancio, ver los respectivos artículos. El error revivió en Italia septentrional durante el Siglo X, pero fue eficazmente suprimido por los obispos, notablemente por el sabio Raterio, obispo de Verona.

STO. TOMÁS, C. Gent., I, x; III, xxxviii, xxxix; Summa Theol., QQ. ii, iv, xiii; WILHELM Y SCANNELL, Manual of Catholic Theology (Londres, 1890), I, Lib. II, Pt. 1; SHANAHAN, John Fiske's Idea of God en Cath. Univ. Bull., III; MARTINEAU, A Study of Religion (Nueva York, 1888), I, Lib. II, i; FLINT, Theism (Nueva York, 1903), Lect. III; THEODORET, Hist. Eccl., IV, ix; VIGOUROUX, en Dict. de la Bible, s. v.; S. AGUSTÍN, De divers. quaest., Ad Simplicianum, Q. vii;De civ. Dei, I, Q. ii.

JAMES J. FOX
Transcrito por Bob Elder
Traducido por Francisco Vázquez