Amén
BC
La palabra Amen es una de las pocas palabras hebreas que ha sido importada sin
cambios a la liturgia de la Iglesia, propter sanctiorem como expresa San
Agustín, en virtud de un ejemplo excepcionalmente sagrado. “Tan frecuente fue
esta palabra hebrea en la boca de Nuestro Salvador” observa el Catecismo del
Concilio de Trento “que le plugo al Espíritu Santo perpetuarla en la Iglesia de
Dios”. Como cuestión de hecho San Mateo la atribuye veintiocho veces a Nuestro
Señor, y San Juan en su doble forma veintiséis veces. En lo que se refiere a la
etimología, Amén es un derivado del verbo hebreo aman “reforzar” o “confirmar”.
USO ESCRITURÍSTICO
I. En las Sagradas Escrituras aparece casi siempre como adverbio, y su uso
originario es indicativo de que el que habla adopta como propio lo que ya ha
sido dicho por otro. Así en Jer., 28, 6, el profeta se representa a sí mismo
como respondiendo a la profecía de Jananías de días más felices: “Amén. Confirme
el Señor las palabras que has profetizado”. Y en las imprecaciones de Deut., 27,
14 y ss. leemos, por ejemplo: “Maldito sea el que desprecia a su padre o a su
madre. Y todo el pueblo dirá: Amén”. A partir de éste, parece haberse
desarrollado un uso litúrgico de la palabra mucho antes de la venida de
Jesucristo. Así podemos comparar I Paralipómenos, 16, 36, “Bendito sea el Señor,
Dios de Israel desde la eternidad; y diga el pueblo Amén y un himno a Dios”, con
el Salmo 105, 48, “Bendito sea el Señor, Dios de Israel por siempre: y diga todo
el pueblo: así sea” (cf. también II Esdras, 8, 6), estas últimas palabras están
traducidas en los Setenta por genoito, genoito, y en la Vulgata, que sigue a los
Setenta por fiat, fiat; pero el texto masorético dice” Amén, aleluya”. La
tradición talmúdica nos dice que Amén no se decía en el Templo, sino sólo en las
sinagogas (cf. Edersheim, El Templo, p. 127), pero por esto debemos entender no
que el decir Amén estuviera prohibido en el Templo, sino sólo que, al ser
retrasada la respuesta de la congregación hasta el final por temor de
interrumpir la excepcional solemnidad del rito, pedía una fórmula más
impresionante y extensa que un simple Amén. La familiaridad del uso de decir
Amén al final de todas las oraciones, incluso antes de la Era Cristiana, se
evidencia en Tobías, 9, 12.
II. Un segundo uso de Amén más común en el Nuevo Testamento, pero no enteramente
desconocido en el Antiguo, no tiene relación con las palabras de ninguna otra
persona, sino que es simplemente una forma de afirmación o confirmación del
propio pensamiento del que habla, a veces introduciéndolo, a veces siguiéndolo.
Su empleo como fórmula introductoria parece ser peculiar de los discursos de
Nuestro Salvador recogidos en los Evangelios, y es digno de señalar que,
mientras que en los Sinópticos se usa un Amén, en San Juan la palabra
invariablemente se duplica (Cf. el doble Amén de conclusión en Núm., 5, 22,
etc.). En la traducción católica (esto es, la de Reims) de los Evangelios, la
palabra hebrea se conserva en la mayor parte de los casos, pero en la “Versión
Autorizada “ protestante se traduce por “En verdad”. Cuando se usa Amén así por
Nuestro Señor para introducir una afirmación parece específicamente hacer un
requerimiento a la fe de sus oyentes en su palabra o su poder; vg. Juan, 8, 58:
“Amén Amén os digo, antes de que Abraham naciese, Yo soy”. En otras partes del
Nuevo Testamento, especialmente en las Epístolas de San Pablo, Amén concluye
habitualmente una oración o una doxología, vg. Rom., 11, 36, “A Él la gloria por
siempre. Amén”. También la encontramos a veces agregada a bendiciones, vg., Rom.,
15, 33, “Ahora que el Dios de la paz esté con todos vosotros. Amén”; pero este
uso es mucho más raro, y en muchos aparentes ejemplos, vg., todos aquellos a los
que apelaba el Abbé Cabrol, el Amén es realmente una interpolación posterior.
III. Finalmente la práctica común de acabar cualquier discurso o capítulo de una
materia con una doxología que termina en Amén parece haber llevado a un tercer
uso distinto de la palabra en la que aparece nada más que como una fórmula de
conclusión—finis. En los mejores códices griegos el libro de Tobías termina de
esta manera con Amén, y la Vulgata la da al final del Evangelio de San Lucas.
Esta parece ser la mejor explicación de Apoc., 3, 14: “Así habla el Amén, el
Testigo fiel y veraz, el Principio de las criaturas de Dios”. El Amén que es
también el Principio sugeriría así la misma idea que “Yo soy el Alfa y el Omega”
de Apoc., 1, 5, o “El primero y el último” de Apoc, 2, 8.
USO LITÚRGICO
El empleo del Amén en las sinagogas como respuesta del pueblo a la oración dicha
en voz alta por un representante debe sin duda haber sido adoptada en su propio
culto por los cristianos de la época apostólica. Éste es al menos el único
sentido natural en el que cabe interpretar el uso de la palabra en I Cor., 14,
16, “Porque si no bendices más que con el espíritu ¿cómo dirá Amén el que ocupa
el lugar del no iniciado?” (pos erei to amen epi se te eucharistia) donde to
amen parece claramente significar “el acostumbrado Amén”. Al principio, sin
embargo, su uso parece haberse limitado a la congregación, que respondía a
alguna oración pública, y no se decía por el que ofrecía la oración (ver von der
Goltz, Das Gebet in der Altesten Christenheit, p. 160). Quizá sea una de las
indicaciones más dignas de confianza de la temprana fecha de la “Didaché” o
“Enseñanza de los Doce Apóstoles”, que, aunque varias fórmulas cortas litúrgicas
se encuentran incorporadas en este documento, la palabra Amén sólo aparece una
vez, y aun entonces en compañía de la palabra maranatha, aparentemente como una
exclamación de la asamblea. En lo que respecta a estas fórmulas litúrgicas en la
“Didaché”, que incluyen el Padre Nuestro, podemos, sin embargo, suponer que tal
vez el Amén no se escribía porque se daba por seguro que después de la doxología
los presentes responderían naturalmente Amén. También en los apócrifos pero
tempranos “Acta Johannis” (ed. Bonnet, c.xciv, p. 197) encontramos una serie de
oraciones cortas dichas por el Santo a las que los asistentes regularmente
responden Amén. Pero no puede haber sido mucho antes cuando el Amén se añadía en
muchos casos por el que pronunciaba la oración. Tenemos un ejemplo señalado en
la oración de San Policarpo en su martirio, año 155, en cuya ocasión se nos dice
expresamente en un documento contemporáneo que los ejecutores esperaron hasta
que Policarpo completó su oración, y “pronunció la palabra Amén” antes de
encender el fuego en el cual pereció. De esto podemos inferir correctamente que
antes de la mitad del Siglo II se había convertido en práctica familiar para uno
que rezaba solo añadir Amén a modo de conclusión. Este uso parece haberse
desarrollado incluso en el culto público, y en la segunda mitad del Siglo IV, en
la forma más primitiva de la liturgia que nos proporcionan datos seguros, la de
las Constituciones Apostólicas, encontramos que sólo en tres casos está indicado
claramente que ha de decirse Amén por la congregación (a saber, después del
Trisagio, después de la “Oración de Intercesión”, y en la recepción de la
Comunión); en los ocho casos restantes en los que aparece el Amén, se decía, en
cuanto podemos juzgar, por el propio obispo que presentaba la oración. Del
recientemente descubierto Libro de oraciones del obispo Serapio, que puede
atribuirse con seguridad a la mitad del Siglo IV, podemos inferir que, con
ciertas excepciones en lo que se refiere a la anaphora de la liturgia, todas las
oraciones terminaban constantemente en Amén. En muchos casos sin duda la palabra
no era nada más que una mera fórmula para señalar la conclusión, pero el
significado real nunca se perdió de vista del todo. Así, aunque San Agustín y el
Pseudo-Ambrosio no fueran del todo exactos cuando interpretan Amén como verum
est (es verdad), no están muy lejos del sentido general; y en la Edad Media, por
otro lado, la palabra se traduce a menudo con exactitud perfecta. Así en una
antigua “Expositio Missae” publicada por Gerberto (Men. Lit. Alere, II, 276),
leemos: “Amén es una ratificación por el pueblo de lo que se ha dicho, y puede
interpretarse en nuestro lenguaje como si todos ellos dijeran: Que sea como el
sacerdote ha rezado”.
General como era el uso del Amén como conclusión, hubo durante mucho tiempo
fórmulas litúrgicas a las que no se añadía. No aparece al final en la mayor
parte de los primeros credos, y un Decreto de la Congregación de Ritos (n. 3014,
9 de Junio de 1853) ha decidido que no se diga al final de la fórmula para la
administración del bautismo, donde realmente carecería de sentido. Por otro
lado, en las Iglesias Orientales el Amén se dice aún habitualmente después de la
fórmula del bautismo, a veces por los asistentes, a veces por el mismo
sacerdote. En las oraciones de exorcismo es la persona exorcizada la que se
espera que diga “Amén”, y al conferir las órdenes sagradas, cuando se entregan
los vestidos etc. al candidato por el obispo con una oración de bendición, es
también el candidato el que responde, igual que en la bendición solemne de la
Misa el pueblo responde en la persona del acólito. Aun así no podemos decir que
un principio uniforme gobierne el uso litúrgico en esta materia, pues cuando en
la Misa solemne el celebrante bendice al diácono antes de que éste vaya a leer
el Evangelio, es el mismo sacerdote el que dice Amén. De manera similar en el
Sacramento de la Penitencia y en el Sacramento de la Extremaunción es el
sacerdote el que añade Amén después de las palabras esenciales de la forma
sacramental, aunque en el Sacramento de la Confirmación esto se hace por los
asistentes. Además, puede reseñarse que en siglos pasados ciertos ritos locales
parecen haber mostrado una predilección extraordinaria por el uso de la palabra
Amén. En el ritual mozárabe, por ejemplo, no sólo se introduce después de cada
frase de la larga bendición episcopal, sino que se repetía después de cada
petición del Pater Noster. Una exageración similar se puede encontrar en
diversas partes de la Liturgia Copta.
Dos casos especiales del uso del Amén parecen pedir un tratamiento separado. El
primero es el Amén antiguamente dicho por el pueblo al final de la gran Oración
de Consagración en la liturgia. El segundo es el que se pronunciaba por cada uno
de los fieles cuando recibía el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
1. El Amén después de la Consagración
Con respecto a lo que nos hemos aventurado a llamar la “gran Oración de
Consagración” son necesarias unas palabras de explicación. No puede haber duda
de que por los cristianos de los primeros tiempos de la Iglesia el momento
preciso de la conversión del pan y el vino sobre el altar en el Cuerpo y la
Sangre de Cristo no se entendía como lo es ahora por nosotros. Les bastaba creer
que el cambio se operaba en el curso de la larga “oración de acción de gracias”(eucharistia),
una plegaria formada por varios elementos – prefacio, recitación de las palabras
de institución, memento de los vivos y muertos, invocación del Espíritu Santo,
etc. – la cual plegaria concebían como una única “acción” o consagración, a la
que, tras una doxología, respondían con un solemne Amén. Para una relación más
detallada de este aspecto de la liturgia el lector debe remitirse al artículo
EPICLESIS. Aquí debe ser suficiente decir que la unidad esencial de la gran
Oración de la Consagración se nos presenta muy claramente en el relato de San
Justino Mártir (año 151) quien, describiendo la liturgia cristiana, dice: “En
cuanto han terminado las oraciones en común y ellos (los cristianos) se han
saludado uno a otro con un beso, el pan, el vino y el agua se traen ante el
presidente, que al recibirlos alaba al Padre de todas las cosas por el Hijo y el
Espíritu Santo y hace una larga acción de gracias (eucharistian epi poly) por
las bendiciones que Él se ha dignado otorgarles, y cuando ha terminado las
oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo que está presente responde en
el acto con la aclamación: ‘Amén’” (Justino, I Apol., lxv, P.G., VI, 428). Las
liturgias existentes tanto de Oriente como de Occidente dan claramente
testimonio de esta primitiva disposición. En la Liturgia romana la gran oración
de consagración, o “acción”, de la Misa termina con la solemne doxología y el
Amén que precede inmediatamente al Pater Noster. Los demás Amenes que se
encuentran entre el Prefacio y el Pater Noster se puede demostrar fácilmente que
son añadiduras relativamente tardías. Las liturgias orientales también contienen
Amenes interpolados de manera similar, y en particular los Amenes que en varios
ritos orientales se dicen inmediatamente después de las palabras de Institución,
no son primitivos. Puede señalarse que a fines del Siglo XVII la cuestión de los
Amenes en el Canon de la Misa adquirió una importancia accidental por causa de
la controversia entre Dom Claude de Vert y el Père Lebrun respecto al secreto
del Canon. Ahora se admite generalmente que las palabras del Canon se decían en
voz alta de forma que fueran oídas por el pueblo. Por alguna razón, cuya
explicación no está clara, el Amén inmediatamente anterior al Pater Noster se
omite en la Misa solemne celebrada por el Papa el día de Pascua.
2. El Amén después de la Comunión
El Amén que en muchas liturgias se dice por los fieles en el momento de recibir
la sagrada Comunión puede remontarse también a un uso primitivo. El Pontificale
Romanum aún prescribe que en la ordenación de clérigos y en otras ocasiones
similares los recién ordenados al recibir la Comunión besen la mano del obispo y
respondan Amén cuando el obispo les diga: “El Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo
guarde tu alma para la vida eterna” (Corpus Domini, etc.). Es curioso que en la
recientemente descubierta vida en latín de Santa Melania la Joven, de primeros
del Siglo V, se nos dice cómo la Santa al recibir la Comunión antes de la muerte
respondió Amén y besó la mano del obispo que se la había traído. (ver Cardenal
Rampolla, Santa Melania Giunore, 1905, p. 257). Pero la práctica de responder
Amén es más antigua que esto. Aparece en los Cánones de Hipólito (Nº 146) y en
el Orden de la Iglesia egipcia (p. 101). Además, Eusebio (Hist. Eccl., VI, xliii)
cuenta una historia del hereje Novaciano (ca. 250), que, en el momento de la
Comunión, en vez de Amén hacía decir al pueblo “No volveré al Papa Cornelio”.
También tenemos evidentemente un eco de la misma práctica en las Actas de Santa
Perpetua, del año 202 (Armitage Robinson, St. Perpetua, pp. 68, 80), y
probablemente en la frase de Tertuliano sobre el cristiano que profana en el
anfiteatro los labios con los que ha dicho Amén para saludar al Santísimo (De
Spect., xxv) Pero casi todos los Padres proporcionan ilustraciones de esta
práctica, notablemente San Cirilo de Jerusalén (Catech., v, 18, P.G., XXIII,
1125).
OTROS USOS
Finalmente podemos señalar que la palabra Amén se presenta de manera no
infrecuente en inscripciones cristianas antiguas, y que a menudo se introdujo en
anatemas y ensalmos gnósticos. Además, como las letras griegas que forman Amén
suman según sus valores numéricos 99 (alpha =1, mu = 40, epsilon=8, nu=50), este
número aparece a menudo en inscripciones, especialmente de origen egipcio, y
parece habérsele atribuido una especie de eficacia mágica a su símbolo. Debe
mencionarse también que la palabra Amén se emplea aún en los rituales tanto de
judíos como de mahometanos.
HERBERT THURSTON
Transcrito por Carl Horst
Traducido por Francisco Vázquez