EDUCAR LA GENEROSIDAD

 

El ambiente no favorece los grandes ideales, hasta el punto de que tenerlos es considerado una rareza o una originalidad, como la del que recita una poesía en medio de una reunión de empresarios.

Los hijos están rodeados de ideales chatos, de ilusiones mediocres, de aspiraciones superficiales. Los valores son los que señala el mercado, es decir, los que  aceptados por el ambiente: dinero, bienestar, comodidad, panoramas, pasarlo bien, darse gustos, vivir  para si mismo, tratar de sacar siempre la mejor tajada, cosas, marcas, etc. Por otra parte, los proyectos que los padres se hacen de su hijo, y a eso se dirigen todos sus esfuerzos educativos, también suelen ser proyectos externos: éxito, buenas notas, ingreso a la universidad a una carrera rentable, etc. La palabra servicio, ideales, sentido verdadero de la vida, no figuran en el vocabulario usual, no suelen estar presentes en el ambiente familiar. Es la asfixia de la mediocridad, que termina ahogando cualquier germen de aspiración a ideales.

Se nota tanto cuando una familia no tiene más que una obsesión: el bienestar, la comodidad, el confort. Se gira en torno a las cosas, a los aparatos, a las marcas, a los precios, a los panoramas; los cajones, los closets, las estanterías, son el corazón de la casa. La materia impregna las relaciones, se rinde culto a lo placentero, a lo inmediato. Hay que educar en contraste para el sacrificio, para la negación de uno mismo, para el doblegamiento del egoísmo, para que el niño se entere de la existencia de otros, de la humanidad doliente de muchos, de manera que en su horizonte y en sus proyectos haya algo más que él mismo.

Se ha de enseñar a vivir desde la más tierna infancia. Compasión, ayuda, servicio, preocupación por los demás. En una palabra, que aprenda a salir de sí mismo, venciendo la pereza que achica los espacios y reduce el mundo, ya de por sí jibarizado, de tantos niños.

El niño quiere ayudar, servir, aspira en lo más profundo a sentirse útil, a colaborar; a la vez que se siente atado a la flojera que le impide mover un dedo en favor de otra persona. Motivar, estimular, incentivar lo primero, es propio de la educación de la generosidad.

Hay que dar oportunidades para servir, aunque los servicios que pueda prestar un niño parezcan torpes e innecesarios, o haya otros que puedan hacer lo mismo con mayor perfección y eficacia.  

El niño que se acostumbra en todo a preferirse a sí mismo, termina sólo o mal acompañado, aunque sus padres no se den cuenta de que ese es el origen de lo que ocurre.

El bienestar acaba en el tedio y el cansancio, creando una corteza dura en el corazón. Cuando el corazón humano no es más que una bodega de cosas apetecibles que le han sido satisfechas, el primer dolor o el primer fracaso arrasan con todo. Quien construye su vida en torno a las cosas, no soporta la vida sin ellas.

Lograr las cosas que se desean produce una satisfacción momentánea, pero luego viene el acostumbramiento y la idea de que se las tiene como un derecho adquirido. ¿Dónde están las cosas que los niños han logrado con insistencia machacona, como si la vida se les fuera si no se las dan?. A las semanas o a los meses, ahí está la casa destrozada, la muñeca sin un brazo, el autito sin ruedas, la pelota desinflada. Los juguetes de los niños envejecen con una prisa sorprendente y tienen una vida útil fugaz.

Sería interesante hacer en el propio hogar, de vez en cuando, una exposición de las cosas inútiles que fueron deseos apasionados en un momento: muñecas, radios, autos, relojes, lapiceras, estuches, piezas de rompecabezas, juegos de salón, colecciones empezadas y nunca acabadas... ¿Qué sentido tiene que lo no se usa ocupe espacio?. El espectáculo de la manía del consumo en el interior de las cajoneras, guardaderos y closets, no ayuda a la educación de la generosidad.

El cachureo favorece el desorden y demuestra un apego insensato a las cosas. Tener algo "por si alguna vez lo necesito", es otro monumento a la sociedad del consumo. Habría que ser sincero: "lo compré por vanidad, por lujo, por capricho" y no excusarse diciendo "que era una ganga, una oportunidad única, etc".

Hay un dicho inglés que expresa que la diferencia entre los juguetes de los adultos y de los niños está en el precio, es decir, los de los adultos son infinitamente más caros.

La tentación de comprar porque está barato, cuando no se necesita, es otra enfermedad de la sociedad de consumo.

Para justificar los caprichos   -con razones que carecen de razón-, los adultos poseemos una imaginación deslumbrante.

 

(Extraído del libro de Diego Ibáñez Langlois "Sentido común y educación en la familia")