Espiritualidad política y práctica política con «Espíritu»


F. Javier VITORIA CORMENZANA
Sacerdote, Director del
«Instituto Diocesano de Teología y Pastoral»
Bilbao


1. La política, cita inexcusable con Dios en la historia 

El compromiso político del laicado está sobrado de argumentos que lo 
justifiquen. Tanto la teología política como, más específicamente, la del 
laicado se han encargado de suministrarlos. El pensamiento cristiano 
tiene razones para afirmar que el laicado en su conjunto se encuentra 
convocado por el Espíritu en el mundo de la política como lugar 
inexcusable de su cita con Dios en la historia. 

Pero, además, contamos con la propuesta práctica que los 
movimientos apostólicos, a pesar de sus muchas limitaciones, 
posibilitaron entre nosotros en tiempos mucho más adversos y peligrosos 
que los actuales. Una tradición que supo concentrar la tensión 
escatológica del compromiso cristiano en el ya sí de la consecratio 
mundi, típicamente laical. Ellos nos han transmitido algo más que ideas 
sobre la militancia política. Su legado consiste, sobre todo, en un modo 
de estar en la realidad política que supo conjugar realismo militante, 
coherencia moral personal, talante profético y utopia cristiana. 

Sin embargo, el laicado actual tiene enormes dificultades para poner 
en práctica aquellas razones y recrear esa tradición que se le ha 
entregado, garantizando así una práctica política con Espíritu. Sigue sin 
contestar a la invitación que en plena dictadura hacía A.C. COMIN a los 
católicos españoles. Se trataba de salir «fuera del Templo y de los 
templos subsidiarios construidos por la institución»—o por uno mismo, 
añadiré yo ahora—y caminar historia adentro1 para hacerse activamente 
presente, justamente «allí donde parece más difícil y hostil hacerlo», en 
la arena de los asuntos públicos, con el fin de servir a la liberación de los 
hijos de Dios. 

En general, el laicado carece de motivaciones espirituales para el 
compromiso político, porque no ha sido jamás iniciado en la política como 
praxis mística. Esta ausencia de mistagogía y pedagogía para el 
compromiso, como experiencia espiritual, explica el panorama con que 
nos encontramos. 

a) El crónico absentismo político de los laicos

Tradicionalmente, los católicos han contemplado el «toro» de la cosa 
política desde la «barrera» de los intereses privados. Durante 
demasiado tiempo, su participación se realizó «por procurador»: la 
Iglesia-institución lidiaba en su nombre semejantes asuntos. La cuadrilla 
de laicos, presentes en el «ruedo» de los asuntos públicos, se ocupaba 
de las tareas subalternas y echaba una mano a quienes invariablemente 
eran los protagonistas de la faena: los obispos. 

A partir del concilio, la teoría sobre la que se sustentaba esta praxis 
política cambió, pero los comportamientos no registraron novedades 
dignas de reseñar. Generalmente, los laicos han seguido practicando el 
absentismo político. Como explicación a semejante abdicación ciudadana 
y a tanta excedencia voluntaria del tajo del compromiso bautismal, se 
suele recurrir, entre otros lugares comunes, a la degradación del mundo 
de la política y a las enormes resistencias que la trama de intereses 
creados por él ofrece a cualquier tratamiento capaz de regenerar su 
ecosistema y de recuperar sus condiciones de habitabilidad. 

No se puede negar que esta desafección política, ya crónica, se ha 
visto incentivada últimamente por la notoriedad de la miseria y de los 
aspectos más sórdidos de la democracia (la corrupción, la 
«partitocracia», las intrigas, etc.). El espectáculo político está 
provocando una serie de sentimientos negativos (indiferencia, desprecio 
y rechazo) que de manera creciente se van apoderando del ciudadano 
normal y ordinario y, obviamente, también de los cristianos. Pero en la 
mayoría de los casos el recurso al estado comatoso de la política sólo es 
una coartada exculpatoria de unas prácticas cristianas que giran 
exclusivamente en torno a los tres polos de interés de una sociedad tan 
fuertemente privatizada como la nuestra: la familia, el trabajo y el 
consumo. Sólo se trata de una estrategia encubridora de las razones 
reales de ese abandono masivo. 

No es ésta la ocasión para referirme a todas ellas, pero sí al déficit de 
espiritualidad que sufre un laicado que mayoritariamente percibe el 
espacio político como un medio ajeno, extraño e incluso hostil a la 
vivencia de su fe. 

Si, sepámoslo o no, vivimos de política y estamos sumergidos en ella 
como en el aire que respiramos2, y si hablar de espiritualidad cristiana 
no es sólo hablar de una parte de la vida, sino de toda la vida3, 
entonces todo comportamiento que ignore la vida política, «pase» de ella 
o le niegue prácticamente su pertinencia para el despliegue de la 
vocación laical, estará dando lugar a un cristianismo alienado en su 
espiritualidad y rebelde a la llamada del Señor, aunque se autoestime 
sostenido por una singular experiencia interior del Espíritu y viva 
intensamente involucrado en actividades supuestamente más 
espirituales que las políticas. Nos encontramos ante una de las versiones 
más repetidas del espiritualismo y de la fuga mundi. 

b) El abandono del compromiso político

Un desencanto inclemente parece envolver al sistema democrático. 
Asistimos a la insistente demanda de su transformación, radicalización, 
profundización o renovación...; pero el sistema sigue atrapado por la 
fuerza de los viejos modales y procedimientos. Crece la impresión de que 
se quiere cambiar, pero políticamente no se puede. Lo deseable e 
incluso lo necesario se ve constantemente amenazado por el imperio de 
lo dominante. El pragmatismo conservador y su obediencia ciega a lo 
posible lastra habitualmente la praxis política y social. Este conjunto de 
cosas genera una sensación de destemple que acusan singularmente 
algunas organizaciones laicales de marcada vocación socio-política. 
Todavía en tiempos muy recientes, sus militantes estaban 
«enganchados» a la política y entusiasmados con sus posibilidades de 
futuro. 

La constatación de lo resistente que es la realidad a dejarse 
transformar y de la insuficiencia, limitación e irracionalidad de los medios 
democráticos está provocando una nueva desbandada entre ese laicado 
potencialmente militante en los ámbitos políticos. Se «pasa» de los 
partidos y de los sindicatos, que son las herramientas clásicas de la 
acción transformadora, y se emprende una «huida»: en el mejor de los 
casos, hacia el mundo de las ONG y del asociacionismo; en el peor, 
hacia el exilio interior y/o los «espacios siderales» de las místicas de 
«ojos cerrados». 

Se trata de una reciente y postmoderna versión de la fuga mundi. 
Narra historias y comportamientos de cristianos románticos, voluntaristas 
y con enormes sentimientos de solidaridad y justicia, pero muy poco 
operativos en orden a la construcción real de una sociedad más justa. 
Sin más pertrechos que sus «sueños de papel» (mojado además, como 
consecuencia de «lo que está cayendo»), e instalados en un tiempo 
inexistente—un pasado añorado o un futuro imaginario—, terminan por 
franquear a las propuestas neoconservadoras el acceso al presente. 

La desproporción entre los costos del compromiso y la entidad de sus 
resultados, la corrupción de los partidos o su falta de democracia 
interna, el corporativismo de los sindicatos, la desvertebración de los 
movimientos sociales alternativos... suelen ser algunos de sus 
argumentos habituales. Sin embargo, las biografías personales y 
grupales responden a una trama diferente. Se suele empezar por amar 
más las propias ideas sobre la realidad que la realidad misma; se 
continúa invistiendo todo el capital afectivo en imaginar las metas y 
dejando la determinación del camino y el aquilatamiento de sus costos 
en manos de la razón pragmática; y se termina instalándose, aburrrido y 
cansado, en la sección de asuntos propios o compensándose de tanto 
desencanto con «la plusvalía» que genera una sabia administración de 
la utopía racional. El resultado final es siempre el mismo: la realidad 
queda abandonada a su suerte, y la fe condenada a la irrelevancia y la 
infecundidad perpetuas. El impulso mesiánico del cristianismo se 
desvanece, y los pobres de la tierra se quedan sin el amparo histórico de 
Dios. 

La baja intensidad de la energía espiritual impide soportar y superar 
las resistencias que la realidad política ofrece a todo impulso realmente 
democratizados, y se deja de contribuir a taladrar el espesor de su 
miseria y tratar de recrearla reformulando sus objetivos y renovando sus 
medios. 

c) La confesionalidad política

Muy frecuentemente, las minorías laicales que participan en la política 
terminan convirtiendo su adscripción y su credo políticos en instancias 
de sentido que compiten con su credo religioso y con su pertenencia 
eclesial. Todos conocemos a católicos cuya militancia en un partido 
político ha llegado a ser una referencia de sentido más global que su 
propia fe. Sin ella les resultaría del todo imposible encontrar sentido a su 
vivir diario. Los conflictos planteados por la doble identidad siempre se 
decantan en favor de la obediencia al partido; y, puestos en la tesitura 
de elegir, la balanza se inclinaría del lado de la afiliación política (el 
PSOE, el PNV, el PP, IU O CIU), en detrimento de la eclesial. 

La privatización de la espiritualidad y el confesionalismo de la actividad 
política son las alteraciones que dan lugar a semejantes 
comportamientos anómalos. 


2. Una espiritualidad para tiempos de desencanto político 

La respuesta del laicado a la convocatoria divina en la política necesita 
ser iniciada y acompañada. Se hace preciso «saborear», no simplemente 
saber, la claves fundamentales de la espiritualidad cristiana. Solamente 
así los tan bienintencionados como genéricos deseos de fidelidad 
vocacional se materializarán y concretarán en el compromiso político en 
estos tiempos de desencanto político. 

a) La experiencia espiritual del pobre

El compromiso político de los cristianos no ha de ser fruto exclusivo del 
voluntarioso entusiasmo de los corazones generosos de los militantes. 
Necesita ser movilizado y sostenido por una mística de ojos abiertos4. 
Esta experiencia de interioridad se cultiva en la práctica del dejarse mirar 
por el Dios de Vida en los ojos de los pobres cuando se contempla la 
realidad. Y da lugar al encuentro con Dios, pero no con cualquier Dios. 
La experiencia del pobre franquea el acceso en el Espíritu al Dios que 
acompaña y com-padece la historia de las víctimas, y seduce, provoca y 
consuela a todos los que luchan contra tanto dolor y tanta injusticia. Esa 
experiencia revela al Dios-de-los-pobres (el joánico Dios Amor) y, no sin 
superar antes la experiencia del escándalo y la locura (cf. 1 Cor 
1,21-25), habla de la vigencia y la actualidad de su Promesa también en 
este final de siglo. 

Esta experiencia da lugar a una espiritualidad política que hace 
compatibles la sumisión a las condiciones adversas de la historia con la 
resistencia a la desesperanza y al desengaño, mientras arraiga 
confiadamente en la experiencia de estar, a pesar de todo, «en las 
buenas manos» del Dios de la Promesa. 

Desde ella se percibe un potencial de posibilidades inéditas en la 
realidad. Un laicado cristiano con esta experiencia espiritual tiene fe en la 
posibilidad real de que esta historia pueda ser construida de otra manera 
y, consiguientemente, debe serlo. Esta fe en las posibilidades abiertas 
de la realidad histórica se sostiene en una sabiduría práctica recibida del 
Espíritu, que recuerda constantemente que la Promesa de Dios, aunque 
tenga como horizonte inalcanzable la fraternidad del Reino de Jesús, 
brota ya aquí y ahora, durante el reinado de la injusticia y desde el seno 
mismo de las trágicas condiciones actuales5. Este descubrimiento faculta 
para pensar la política, no como el simple «arte de lo posible», sino como 
el oficio de hacer real aquello que históricamente se ha hecho ya viable 
para la liberación de los pobres. 

La crisis de muchos militantes políticos no radica exclusivamente en la 
problematicidad de los modelos referentes y de las mediaciones políticas 
y culturales. Se concreta también en una pérdida de fe en la historia y en 
las posibilidades humanas. Esto les impide contar con una energía capaz 
de movilizar las fuerzas, la imaginación y la generosidad necesarias para 
proponer y poner en práctica políticas alternativas. 

La participación en la experiencia espiritual del pobre dota de 
suficiente lucidez y excentricidad como para negarse a aceptar la 
interpretación de la realidad que constituye la opinión mayoritaria. Esta 
experiencia resulta incompatible con los talantes derrotistas y no se hace 
cómplice de ninguna claudicación ante el espesor y las dificultades del 
presente. 

Las dificultades del momento son tales que el «viaje» de los cristianos 
por la política suele terminar muy frecuentemente en el arrecife de ese 
hiperrealismo grosero que demandan la nueva religión del monoteísmo 
del mercado y sus servidores de las políticas neoliberales. La plaza 
pública está abarrotada de antiguos vendedores de sueños, 
reconvertidos hoy en «alquimistas» del más obtuso de los pragmatismos. 
Entre sus filas se pueden encontrar antiguos militantes cristianos. Las 
causas de tanto abandono son muchas, pero conviene mencionar una 
que suele pasar más inadvertida: muchos de ellos, mientras se 
entonaban cánticos triunfales, olvidaron que su Mesías sólo garantizaba 
la victoria final de la Promesa del Dios, pero no el éxito histórico de sus 
caminos concretos, y mucho menos aún una victoria espectacular. Al no 
poder soportar el desencanto producido por las tardanzas de la historia 
en llegar a su meta, se desprendieron de la visión movilizadora y crítica 
de la fe y renunciaron a seguir soñando. Su nueva cantinela es: 
¡Realismo, estúpidos, realismo! Y así el gran desafío del presente es 
cómo no terminar atrapados en el nuevo «constantinismo» que, 
auspiciado por los mandamases de la economía de mercado, pretende 
hacer de la religión un paliativo del sufrimiento de sus víctimas y un 
factor de cohesión que permita alcanzar la paz social en el interior de su 
imperio mundial. 

En esta hora, cargada de desencantos y de humillaciones para las 
propuestas políticas de izquierda, esta mística aporta un plus de 
esperanza tozuda. Semejante gratificación se concreta, no sólo en la 
terquedad de las visiones y de los sueños utópicos, sino también en la 
lucidez de las propuestas de acción. La praxis sin visión está condenada 
a deambular dando palos de ciego, sin saber adónde ni dónde 
quedarse, sin motivaciones para seguir caminando. Las visiones sin 
propuestas practicables de acción son inútiles, pues no abren caminos 
de futuro al presente. 

Una espiritualidad nacida de la experiencia del Dios de los pobres 
habilitará un laicado capaz también de sortear en su singladura política 
el arrecife del irrealismo de algunas pretendidas visiones cristianas de la 
política. 

Se trata de una espiritualidad fuente de realismo político, que asume la 
«disciplina del éxodo» (Álvarez Bolado) y que, trabajosa y 
pacientemente, pretende transformar, con los instrumentos imperfectos 
que tenemos, las realidades históricas en la dirección apuntada por el 
Reino de Dios. Las propuestas testimoniales no convierten por sí solas 
las «piedras» de las democracia de baja intensidad en el «pan» de la 
democracia integral. El rigorismo, a la hora de mantener la utopía 
cristiana, y la inflexibilidad ante la parcialidad de sus realizaciones 
históricas, fruto muchas veces de costosos compromisos, ha colocado 
bajo sospecha de antievolutivos algunos de los mejores dinamismos 
evangélicos. La estrategia del «todo y ahora» resulta siempre infiel a la 
ley de la encarnación y fatal para la vida de los pobres. 

b) Espiritualidad liberadora y compromiso político

La espiritualidad cristiana tiene como fuente la experiencia espiritual 
del Amor gracioso y liberador de Dios; como finalidad, hacer salvación o 
liberación en este mundo, solar del Templo del Espíritu Dios; y como 
andadura, el recrear históricamente el camino de Jesús. El compromiso 
político del laicado ha de responder a este diseño. En primera instancia, 
por tanto, no se encuentra motivado por ningún interés añadido a su 
espiritualidad (p.e., motivos estratégicos de política eclesiástica). La 
actividad política de los cristianos es un modo específicamente laical de 
respuesta agradecida, al saberse agraciados por el amor de Dios. 
Solamente pretende hacer rentable para el crecimiento de la causa del 
Reino y de la propia salvación (cf. Mt 25,31-46) lo recibido gratuitamente del Padre (cf. Mt 25,14-30). La autenticidad de la experiencia espiritual cristiana no se acredita en el sentimiento (es verdadera porque la siento), sino en el intento práctico de alcanzar asintóticamente la plenitud de la Promesa del Dios del Reino por medio de la realización de lo todavía inédito, pero ya viable históricamente, de esa Promesa (es verdadera porque me empuja a salvar). El laicado está emplazado a proseguir el ministerio jesuánico de la curación y liberación de los miserables de nuestro tiempo (cf. Mt 11,2-ó), y la mediación de la política resulta imprescindible para alcanzar este objetivo. 

No es ni escuchando complacidos cómo los contertulios de la COPE 
les «dan caña» a los políticos, ni contemplando escandalizados y 
juzgando airados los desmanes de los partidos como mejor se contribuye a darles vida. Los laicos están llamados a luchar desde dentro del entramado político contra «la metástasis» del pecado estructural que ha deteriorado el sistema democrático y a innovar fórmulas y 
procedimientos políticos que permitan avanzar paulatinamente en la 
dirección de una sociedad mundial cuyo paradigma de bienestar sea 
universalizable y cuyas normas de convivencia posean mayor y más 
plena calidad democrática que las actuales. Sin su presencia activa en la 
parcela política de la viña del Señor, las funciones sacerdotal (cf. Lumen 
Gentium, 34) y real (cf. ibid., 36) de su vocación se frustrarán, y las 
tareas de consagración a Dios de la realidad mundana y de construcción 
de su Reino en la historia se quedarán sin sus protagonistas naturales. 
El compromiso con la construcción de la polis forma parte de la 
respuesta laical a la muestra de confianza en las posibilidades humanas 
manifestada por Dios, el cual ha puesto en manos de los hombres no 
sólo el destino de la aventura humana, sino el de su propia gloria: la vida de los hombres. El absentismo político renuncia a la dimensión 
liberadora de la espiritualidad cristiana, hurta las cualidades del Reino de 
Dios a las realidades temporales e inmoviliza esa longa manus de Dios 
en la política que son los laicos. 

c) Seguimiento, discernimiento y vocación política

La espiritualidad cristiana es docilidad a los impulsos del Espíritu y 
recreación histórica del seguimiento de Jesús de Nazaret. El Espíritu 
suscita hoy relatos biográficos de cuño evangélico que hacen correr por 
el mundo «rumores» sobre Jesús; provoca historias de discípulos 
empeñados como él en convertir en realidades buenas la Buena Nueva 
de Dios sobre la salvación integral del hombre y en realizar la unidad del 
universo, lo terrestre y lo celeste, por medio de Cristo (cfr. Ef 1-3; I Cor 
2,7). El espacio político, como lugar de la cita con Dios, no posee un 
carácter tan universal como el del trabajo. No todos los laicos están 
llamados por el Señor a seguirle implicados activamente en los partidos y en las organizaciones sociales. Pero la elección del lugar del encuentro 
con Dios no es una mera cuestión de gustos o aficiones personales, sino 
de obediencia a la voluntad del Señor Jesús. El ejercicio del 
discernimiento de esa voluntad y la prontitud en la obediencia son dos 
de las exigencias universales del seguimiento de Jesús que cualquier 
vocación cristiana ha de poner en práctica. Desde la perspectiva del 
compromiso político, a todo laico se le pide: a) la responsabilidad de 
llegar a conocer con lucidez evangélica si Dios le emplaza o no en el 
mundo de la política (algo que supone el discernimiento de las aptitudes 
y las destrezas personales para esa actividad, aunque no coincida 
simplemente con él, y que por eso mismo se percibe como fidelidad); y b) la disposición para acudir puntualmente al lugar de la convocatoria divina (algo que, porque siempre «violenta» el mundo de los hábitos, actitudes, comportamientos, deseos y aficiones personales, se experimenta como obediencia). Cuando no se ejercitan estas prácticas espirituales, se asume la responsabilidad de privar del estilo del Espíritu de Jesús de Nazaret al quehacer político. 

d) Espiritualidad y laicidad de la política

La fe cristiana no tiene proyectos ni medios ni estrategias originales 
para abrir camino a la Promesa de Dios. El cristianismo necesita echar 
mano de las herramientas con que los hombres construyen la realidad 
política y social. Sólo ellas hacen posible que la Salvación escatológica 
se vaya haciendo historia. Si se desea que la solidaridad sea algo más 
que un sentimiento superficial por los males de tantas personas, 
cercanas o lejanas, y se tiene la firme y perseverante determinación de 
trabajar por el bien común (cf. Sollicitudo reí socialis, 38) en la lucha 
contra las «estructuras de pecado» que destruyen lo humano (cf. ibid., 
40), entonces es preciso hacer todo lo posible por encarnar ese deseo y 
esa determinación en formas y programas adecuados a la realidad que 
se quiere combatir. En las actuales circunstancias de nuestro mundo, no 
se podrá alcanzar estos objetivos sin una praxis política encaminada a 
modificar paulatinamente dichas circunstancias. Obviamente esta 
praxis—como todas las actividades humanas—responde a unas leyes de 
funcionamiento propias y autónomas que los cristianos han de saber 
respetar si quieren vivir una espiritualidad respetuosa con la laicidad del 
mundo. 

En ciertos círculos cristianos flota en el aire un cierto maniqueísmo en 
la comprensión del poder como instrumento político de transformación de la realidad. Participan de la sensibilidad de algunas propuestas de 
políticas alternativas que dan la impresión de haber hecho, de la 
necesidad de renunciar al poder, como consecuencia de su escasa 
incidencia democrática, la virtud de una política-sin-poder. Sería 
peligroso negar la ambigüedad del poder e ignorar su enorme potencial 
concupiscente, que le lleva a autodivinizarse al menor descuido y que ha 
propiciado el holocausto de millones de hombres a lo largo de la historia. Pero igualmente peligroso es renunciar a su ejercicio por sistema, sin llegar a comprender que de lo que se trata es de desembarazarlo del influjo de sus falsas imágenes, que lo emparentan necesariamente con el dominio, la prepotencia y la arrogancia, lo ubican con exclusividad en el Estado y sus organismos6 y olvidan que su calidad democrática depende de su disponibilidad en favor de los intereses de los pobres. 
Evidentemente, todo esto puede sonar a ingenuo; pero está demostrado 
que plantear la política y el ejercicio del poder etsi pauperes non 
darentur suele conducir al tópico de los «intereses generales» y a 
satisfacer en ellos únicamente los deseos siempre insatisfechos de los 
beneficiarios de la cultura de la satisfacción7. 

Una espiritualidad militante deficitaria en laicidad ha contribuido a crear 
ese clima. En la palestra del debate sobre la presencia pública de la fe 
existen demasiados cristianos que, desencantados por lo que la 
democracia y sus instituciones dan de sí, estructuran su compromiso 
desde el todavía no de la Promesa de Dios, típica de la reserva 
escatológica que encarnan los religiosos, y se limitan a ejercer la función 
críticoprofética de su fe. Sin embargo, los laicos no pueden contentarse 
con criticar, sentados en el «banquillo» de la reserva escatológica, los 
logros siempre parciales de la sociedad moderna. Ellos protagonizan una 
espiritualidad que los convierte en expertos en abrir espacios al ya sí de 
la Promesa. Y esto no se consigue sin saltar al terreno de juego de la 
política y sin sumar allí esfuerzos y aportar soluciones en la construcción 
de este mundo provisional. En el fondo, una actitud de permanente 
reserva hacia lo político, a causa de lo que la trama del poder significa, 
revela una cierta reticencia a aceptar la laicidad del mismo. La política no es una realidad ni divina ni diabólica. Se trata de una actividad sometida a reglas humanas de juego y, precisamente por ello, limitada y cargada de imperfecciones, como constantemente pone de manifiesto su 
desmedida proclividad a convertirse en inhumana o en infrahumana. No 
obstante, esta perversión no debe servir como excusa para abandonarla, 
sino como acicate para permanecer o hacerse presente en ella, con el 
fin de evitar semejante deterioro. 

VITORIA-CORMENZANA
SAL TERRAE 1994/11 Págs. 811-821

........................
1. Cf. F.J. VITORIA, «Vivir en el Espíritu Santo historia adentro»: Iglesia Viva 
130-131 (1987) 373- 389.
2. Cf. E. PINTACUDA, Breve curso de política, Sal Terrae, Santander 1994, 
3. Cf. J.M. RAMBLA, «La espiritualidad cristiana en la lucha por la justicia», en 
(AA. VV.) La justicia que brota de la fe, Sal Terrae, Santander 1982, p. 181. 
4. Cf. D. MOLLA, «Hacia una 'mística de ojos abiertos'. Propuestas para el fin del 
milenio», en (CRISTIANISME I JUSTICIA) De cara al tercer milenio. Lecciones y 
desafíos, Sal Terrae, Santander 1994, PP. 149-170.
5. Cf. J.l. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Sal Terrae, Santander 19844, 
pp. 130-133. 
6. Cf. E. PINTACUDA, op. cit., pp. 129-130. 
7. La legitimidad de un pluralismo político entre los cristianos no debe conducir a 
una especie de «liberalismo» por el que se pueda llegar a pensar que cualquier 
opción política es compatible con la fe cristiana. Del evangelio se desprende no 
sólo impulso, sino también dirección y criterios teóricoprácticos que limitan 
este pluralismo y que contribuyen eficazmente a la elaboración de una política 
solidaria con los más pobres, que tiene que ser siempre la finalidad última de 
los cristianos en el compromiso político.