El examen, una vía de acceso al discernimiento

Carlos R. CABARRÚS
Jesuita
Director del ICE
(Instituto Centroamericano de Espiritualidad)
Guatemala.

Discernir es aprender a reconocer por dónde nos quiere llevar Dios para «dejarnos llevar
por Él», para colaborar con Él o, por lo menos, para no estorbarle. Por eso no es algo
simple, sino un proceso que supone, en primer lugar, que como persona me haya
acostumbrado a optar por principio por la vida1. Requiere tener el hábito de buscar y elegir
lo que nos da vida y lo que da vida a otros; implica que me importen los demás y, sobre
todo, los que son mayoría en este mundo.
Esa opción por la vida tiene muchas manifestaciones. Una de ellas es la autoestima
positiva, que se refleja, entre otras muchas actitudes, en el trabajo equilibrado, la capacidad
de descansar y recuperar las fuerzas físicas, psíquicas y espirituales, la disposición para el
diálogo y el perdón, la apertura a descubrir lo positivo en todo y en todos. Esto conlleva un
cambio radical en mi persona y, sobre todo, en mi comportamiento.
Para que esta opción por la vida sea posible, es necesario haberla descubierto dentro
de mí y, sobre todo, dejarla brotar desde mi propio pozo, desde el manantial que tengo
dentro, desde el Agua Viva que hay en mi interior y que es la vida misma de Dios en mí.
Sólo al captarme desde mis potencialidades, solamente desde el reconocer mi manantial,
podré descubrir que lo que lo sostiene es el Agua Viva, es Dios mismo en lo más íntimo de
mi intimidad. Es desde ese descubrimiento tan interno, tan hecho carne en mí mismo, como
de verdad puedo abrirme a la experiencia de Dios, que es vida para todos y vida en
abundancia. Pero reconocer esa fuente de vitalidad en mi interior exige haber hecho
previamente un proceso de sanación de los traumas y los golpes personales, haber sanado
la propia herida2.

Discernir el Dios de Jesús: el primer discernimiento
D/IMAGENES-FALSAS: Al conocer el barro del que estoy hecho, me doy cuenta de que
tengo una serie de miedos y compulsiones que me fabrican fetiches, falsas imágenes de
Dios. Por eso un primer examen, un primer discernimiento, tiene que encaminarse a
verificar si eso que yo llamo «Dios» refleja en realidad la imagen del Dios que Jesús nos
revelara, o si es una pobre percepción de Dios, producto mi propia fragilidad humana.
Así voy comprendiendo que discernir es una lucha: una lucha por reivindicar el
verdadero rostro de Dios:
Nuestros miedos y compulsiones nos han fabricado un dios—con minúscula, porque
pobre es su realidad—que provoca el perfeccionismo y, por tanto, se vuelve implacable.
Nuestros miedos y compulsiones nos han hecho rendir culto a un dios—también en
minúscula, porque su presencia nos aplasta—que nos exige cosas que cuesten, cosas que
sangren, cosas que duelan, por principio: mientras más difícil sea, ¡más signo es de dios!
Nuestros miedos y compulsiones nos hacen creer en un dios fetiche—siempre en
minúscula—que exige obras, que exige cultivar la imagen, que es algo que puede
mercarse. Por eso la relación con ese dios se torna mercantilista: «te hago para que me
des»...
Nuestros miedos y compulsiones fabrican un dios fetiche—continuamos con
minúscula—hecho a mi pobre medida. Es el dios de mi propiedad, a quien manejo: lo hago
a «mi imagen y semejanza» para mí.
Nuestros miedos y compulsiones nos hacen fabricar un dios—en minúscula, porque es
muy pequeño—a quien se le puede manipular con ciertos ritos, oraciones o conocimientos
esotéricos.
Nuestros miedos y compulsiones nos han generado la imagen de un dios—en
minúscula, por su mezquindad—juez implacable que está listo para juzgarnos y castigarnos,
sobre todo en lo que respecta a nuestro cuerpo y nuestra sexualidad.
Nuestros miedos y compulsiones nos fabrican un dios—en minúscula, por
supuesto—del puro placer, un dios facilitón. El dios del niño, que es imagen de sus
proyecciones y de sus miedos.
Nuestros miedos y compulsiones nos fabrican un dios—sin variar, en minúscula—que
se confunde con el poder, que se coloca en la prepotencia y que entonces nos arma los
mayores embrollos: no podemos explicarnos el mal ni el dolor frente a ese fetiche.
Nuestros miedos y compulsiones nos fabrican un dios en minúscula, por su
cobardía—de la falsa conciliación y de la falsa paz. De una paz, por ejemplo, sin justicia.
Todas estas imágenes fetichistas nos exigen que el primer trabajo de discernimiento
sea descubrir si estamos o no estamos hablando del Dios que Jesús nos reveló; si es el
Dios—¡siempre con mayúscula!— que se parece a Aquel con el que Jesús mantuvo su
relación filial:
El Dios de Jesús es el Dios de la Alegre Misericordia, como lo encontramos en el Hijo
Pródigo.
El Dios de Jesús es el del amor incondicional, que nos quiere no por lo que hacemos,
sino por lo que somos, y precisamente cuando hemos sido más alejados de lo que nosotros
hemos captado como «su camino».
El Dios de Jesús es el de la gracia. Es la palabra que quizá lo representa más. Todo en
Él es gratuito. No se le compra con nada, no se nos vende por nada. Todo en Él, todo Él,
es regalo.
El Dios de Jesús es el Dios del Reino, es decir, de un proyecto histórico suyo para con
la humanidad, proyecto que implica la paz, la justicia, la concordia, la solidaridad, la
igualdad, el respeto entre todas las personas y el equilibrio con el universo. ES un proyecto
que comienza ahora y termina en Dios también.
El Dios de Jesús es el Dios que se experimenta, es decir, se le conoce y se le
comprende desde la experiencia y no desde el conocimiento. No hay pasos ni gradaciones
en su comprensión. La clave exegética para estar en su sombra es el reconocimiento de
nuestra condición de limitados y pecadores, de pobres y necesitados. Ésta es la condición
de su experiencia.
El Dios de Jesús apuesta por nuestra libertad y nos insta a ser libres. Nos pone el amor
como único criterio normativo.
El Dios de Jesús nos enseña algo radicalmente nuevo: que si el grano de trigo no
muere, no da fruto; es decir, da un sentido al saber entregarse hasta el fondo.
El Dios de Jesús es el que escoge lo débil, lo pobre, lo pequeño, como primer canal de
revelación: la encarnación antes que toda otra formulación teofánica.
El Dios de Jesús es quien provoca en nosotros la esperanza, que moviliza la historia...
Como decíamos, nuestro primer discernimiento debe llevarnos a distinguir si estamos
adorando ídolos o estamos en la dimensión del Dios de Jesús. Vale entonces preguntarse:
¿a quién busco: a dios o a Dios—así, entre minúscula y mayúscula—?

Discernir entre mis deseos y los deseos de Dios
Ya de cara al Dios de Jesús, tendremos que clarificar—discernir— otro aspecto: si El
nos puede imponer su voluntad, si tiene una «voluntad específica» para cada quien y en
todo tiempo, o si lo que tenemos que hacer es reconocer en nuestros deseos y
aspiraciones aquellos que se pueden atribuir a Dios3. Es decir, el discernimiento nos
prepara para dar una respuesta personal e inédita a los llamamientos del Evangelio, del
Reino de Dios, teniendo en cuenta lo que soy, lo que he vivido, lo que quiero ser y hacer, lo
que reconozco como urgencia en el mundo. Por tanto, el discernimiento es inventar
«nuestra» respuesta: la mía y la de Dios. Es una creación común.
Sin embargo, en esta invención común puedo encontrarme con dos dificultades: en
primer lugar, puedo confundir las cosas de Dios con mis cosas, y con mis cosas muchas
veces mal ubicadas; y en segundo lugar, constatar que no es fácil distinguir cuándo algo
puede ser «en la onda de Dios». De ahí que sea necesario tener un conocimiento profundo
de mí mismo(a)—somos reiterativos en esto—y un conocimiento básico de cuáles son los
gustos de Dios, cómo es su modo.
Los gustos de Dios y su modo quedan muy patentes en una imagen simbólica que
sintetiza todo lo del Reino: el Banquete, la comida compartida alegremente4. Algo es de
Dios cuando se pueden encontrar los cuatro pedestales de la mesa del banquete del Reino:
realizar las obras de justicia solidaria (Mt 25,31ss), aceptar la invitación a la misericordia de
Dios (Lc 6,36), asumir que por realizar estas dos tareas venga la incomprensión y hasta la
persecución y la muerte (Mc 8,38), y cuidar de mí mismo(a) con la misma dedicación con
que quiero y cuido de los demás (Mt 19,19).
Todo lo que me lleve a la mesa de Banquete del Reino va en la onda de los deseos de
Dios. Éste es, por tanto, el gran criterio de discernimiento. En torno a éste se genera lo que
es su metodología específica. Ahora bien, aunque lo básico es conocer el derrotero de lo
que experimentamos—adónde nos lleva eso que sentimos o pensamos—, es muy
importante captar toda la riqueza que tiene la experiencia, sabiendo tener en cuenta varios
elementos. Estos elementos, puestos a funcionar cada día, constituirían el «examen
cotidiano». Es decir, el examen diario se convierte en un medio privilegiado para confrontar
mis deseos con los deseos de Dios, un medio eficaz para revisar continuamente la
respuesta conjunta que estamos inventando Dios y yo.

Los personajes del discernimiento
Es importante caer en la cuenta de que en el discernimiento intervienen tres personajes:
yo con mi libertad —con el peso de mis heridas y la riqueza de mi manantial—; el espíritu
de Dios, cuyos gustos e imagen hemos ya presentado y cuyas invitaciones denominamos
«mociones», y el espíritu del mundo, cuyas invitaciones denominamos «tretas» o trampas,
sobre el que diremos unas cuantas palabras.
Para percatarnos de que hay un mal espíritu podemos recurrir al texto evangélico; pero
esto nos puede confundir. En el NT hay dos palabras que para nosotros pueden significar
lo mismo, y no es así. Está en primer lugar el término «demonio(s)», y luego la palabra
«Satán»5. «Demonio» significa en el Evangelio toda fuerza que ingiere sobre la humanidad
o sobre el mundo y cuyas causas son desconocidas. La enfermedad, por ejemplo, se
identifica o se analiza como fruto de «algún demonio». Es decir, que «demonio» es lo que
no se conoce y ejerce una acción maligna para con los seres humanos, principalmente. Por
otra parte, está «Satán», que, éste sí, es el «padre de la mentira», el «enemigo de la
naturaleza humana». Pero siempre está sometido a Dios. Eso lo muestra vivamente Jesús
en su actuación contra él.
Ahora bien, nosotros sólo podemos creer en Dios. El mal no es ningún principio
ontológico. Pero esto no significa que la desmitificación de Satanás como un cuasi Dios del
mal nos lleve a la trivialización del mal, a la pérdida de seriedad y gravedad que entraña. La
seriedad y gravedad del mal aparece siempre en sus víctimas insoslayables.
La existencia del mal en el mundo—más allá de la injusticia social, más allá de las
opresiones de toda índole—no puede explicarse con facilidad. Es el «misterio de la
iniquidad». Sin embargo, para decirlo de una manera simple, es un «excedente» de maldad
que supera la individual capacidad que tenemos de hacer el mal. Los espectáculos
históricos como el holocausto—a nivel del mundo occidental—, los escenarios de
destrucción y matanzas en pueblos indígenas y campesinos en América Latina, como las
luchas intra-étnicas en Africa, son prueba de ese excedente de maldad que ha coagulado
en la historia de la humanidad. Sin embargo, los tentáculos de ese mal no se muestran sólo
en su fealdad. Siempre el dinero fácil, la comodidad, el sacar de quicio los instintos, han
funcionado como atractivos fundamentales. El mundo de la droga—con todo lo que esto
implica—es una manifestación de ese «excedente de maldad», de alguna manera
imparable, al que asistimos actualmente.
En definitiva, el mal existe, nos atrae, y nos ataca. Resaltamos dos maneras
fundamentales que emplea el mal para alejarnos del Dios de Jesús y la construcción de su
Reino: una consiste en aprovecharse de nuestros instintos (haciéndonos incapaces de
manejarlos) y de nuestras heridas (agrandándolas, haciéndonoslas sentir con más dolor)
para hundirnos más en el momento presente. Otra—que es encubierta— consiste en
aprovecharse de lo mejor nuestro, de una cualidad muy importante (nos la saca de quicio,
haciéndonos caer en nuestro propio encumbramiento, convirtiéndonos con ella en jueces y
criterio de verdad para los otros), o haciéndonos ver como virtud nuestras propias
compulsiones y mecanismos de defensa. Estos dos modos de ataque del mal constituye lo
que denominamos dos «épocas espirituales» o dos tácticas fundamentales.

La columna vertebral del proceso del discernimiento
Todo eso que hemos ido presentando son elementos constitutivos del discernimiento.
Pero, si quisiéramos pormenorizar sucintamente su proceso, tendríamos que decir que
consta de seis partes esenciales: la experiencia que se vive, la ocasión que la provoca, la
vinculación psicológica que tiene, el derrotero, la reacción y la confrontación. Miremos un
poco más despacio cada uno de estos elementos.

1. La experiencia que se vive
Todo discernimiento tiene que tener un momento de conexión profunda con nosotros. No
podemos comenzar un discernimiento si no tomamos en cuenta lo que en realidad nos está
pasando. Ahora bien, lo que nos pasa es siempre una mezcla: hay cosas agradables o
desagradables, hay también imágenes, pensamientos, sensaciones. El solo adueñarnos de
lo que nos pasa, el solo poner nombre a lo que nos habita, es ya una victoria frente al caos
interior que a veces nos domina.
Dentro del ámbito del discernimiento hay que saber que, si una persona es apta para
hacerlo, podrá tener sensaciones negativas, pero siempre puede encontrar positividad en
sus sentimientos y pensamientos, sencillamente porque está viva, porque no está enferma.
Alguien que sistemáticamente sólo encuentra negatividad en su interior no sería apto para
discenir: estaría más bien en situación de ser atendido psicológicamente. Dentro de eso
que se vive, debe escogerse algo que sea lo que se quiere examinar.

2. La ocasión que provoca eso que se vive
Las cosas espirituales, como las simplemente psíquicas, se generan, se gestan, no
están desvinculadas de una serie de acontecimientos previos. ¿Qué circunstancias
provocaron esta experiencia que estoy viviendo? Aquí es muy importante percatarnos de
que en la vida hay circunstancias, redes sociales, amistades, cosas, que mecánicamente
me llevan hacia el bien o hacia el mal. Eso es lo que—glosando unas palabras empleadas
por San Ignacio—hemos denominado «Babilonia» cuando me llevan al mal; y «Jerusalén»
cuando es lo contrario: cuando me invitan a las cosas de Dios.
También en la vida espiritual es importante caer en la cuenta de que ciertas
circunstancias juegan un papel en una dirección, y otras lo contrario. Es relevante
establecer el «cuándo» suceden las cosas. el hecho de la comparación entre diversos
tiempos. El discernimiento es una película, más que una fotografía de lo que me acaece. La
película es un conjunto de fotos captadas en secuencia, da más datos, permite reconocer el
antes, el durante y el después.

3. Vinculación psíquica
Aun cuando las cosas de Dios son invitaciones suyas, sin embargo, no se nos comunica
el Señor sino empleando nuestro material propio. Es decir, utiliza nuestro ser golpeado y
potente como material para su revelación y para darle cuerpo a sus invitaciones
(mociones). Obviamente, nuestra parte herida encuentra en las invitaciones del Señor un
bálsamo, mientras nuestras riquezas hallan planificación. Por el contrario, el espíritu del mal
utiliza mi propio material psíquico, pero para agrandar mis heridas o para darle rienda suelta
a mis fervores indiscretos o compulsiones. Así como la acción del mal en nuestras heridas
es para agrandarlas y hacerlas sangrar, la acción de Dios en ellas es para sanarlas y
ayudar a integrarlas. Y así como la acción del mal en nuestras cualidades es para
sacárnoslas de quicio, la acción de Dios es para potenciarlas y llevarnos al servicio con
ellas.

4. El derrotero
Todo discernimiento debe dar razón de «adónde me lleva» lo que experimento. Si me
lleva a la mesa del banquete del Reino, con sus cuatro pedestales, si me lleva a la imagen
del Dios que Jesús me regaló, eso es de Dios, eso va en la línea de sus deseos. Es decir,
si lo que experimento me lleva a la justicia solidaria, a la alegre misericordia, a la aceptación
de la persecución como consecuencia de las dos primeras actitudes, y al cuidado justo,
solidario, alegre y misericordioso de mí mismo(a), estamos, sin duda alguna, ante la
presencia de Dios, pues estas manifestaciones son la prueba de que se trasciende mi
propia psicología, porque se superan las tendencias de mis compulsiones y mis heridas. Si,
por et contrario, me separa de esa mesa del banquete del Reino y de la imagen del Dios de
Jesús, eso proviene del espíritu del mundo.

5. La reacción
Todo discernimiento implica una respuesta de mi parte. Las invitaciones que me hace
Dios—las mociones—son para que contribuya en la venida del Reino, no son un adorno
para embellecerme. Es el momento propiamente moral del discernimiento. Las tretas—las
invitaciones del mal—, por su parte, hay que rechazarlas; evitar que estorben y dificulten la
venida del Reino. De ahí que las mociones tenga que ser historizadas, hay que poner los
medios para que hagan historia, mientras que las tretas hay que detenerlas, tengo que
evitar precisamente que se hagan realidad.
Hay una serie de acciones que se tienen que realizar para evitar que las tretas tomen
cuerpo: una acción sumamente eficaz es precisamente el examen que desmonta y quita
fuerza a la treta. Otra es hacer justamente lo contrario a lo que me propone. Una más es
denunciar sus «invitaciones» frente a alguien que me pueda acompañar en estos
vericuetos del espíritu. Lo que es más difícil de vencer es una de esas tretas encubiertas,
porque, como decíamos, siempre están disfrazadas de lo positivo. Más aún, utilizan la
misma palabra de Dios, el deseo de mantener la institución «religiosa» y una falsa
preocupación por lo divino como vehículos de su veneno. ¡Jesús en el desierto desmonta
este tipo de insinuaciones! Jesús frente a Pedro, que ha sido movido por Satanás,
descubre que los pensamientos del discípulo —¡que quería aparentemente defenderle!—no
son de Dios, sino del malo.

6. La necesaria confrontación
Todo discernimiento necesita y exige que se contraste con alguien que tenga «densidad
eclesial»—nótese que no se dice «autoridad eclesiástica»—. Se precisa de «alguien» que
represente, de algún modo, el núcleo de iglesia en el que me muevo, y me pueda contrastar
con objetividad si esas mociones recibidas—que siempre tienen que ver con la
construcción del Reino, sirviéndose probablemente de esa plataforma eclesial donde me
muevo—en realidad facilitan o promueven el Reino. No hay discernimiento sin cotejamiento
con alguien que sepa optar por la vida y sepa reconocer en su propia historia, y en la
historia del mundo, los deseos de Dios, sus gustos, su modo. Obviamente, a mayor
repercusión socio-política de lo que estoy discerniendo, más necesidad hay de
cotejamiento, y viceversa.

El examen diario como ejercicio de discernimiento
Con lo visto hasta aquí, es posible concluir que discernir no es fácil. Implica muchas
cosas. Supone muchos requisitos. Eso sí, me coloca en una linea de crecimiento continuo,
pues hace que me importen los deseos de Dios, que siempre tienen que ver con mi propio
bien y con la construcción del Reino. Me hace introducirme en la onda de Dios que es la
onda de la vida en abundancia para todos.
Aunque discernir es un proceso, un arte, una actitud vital y, fundamentalmente, una
gracia, implica una metodología que nos ayude a disponernos a reconocer a Dios y, sobre
todo, nos enseñe a hacer hábito en nosotros el modo de Él, a hacer nuestros sus gustos, a
empalmar sus deseos con los propios. Dentro de esta metodología, consideramos el
examen cotidiano un medio bastante eficaz para lograrlo.
Ofrecemos ahora un pequeño esquema de lo que podría constituir el examen cotidiano
como ejercicio de discernimiento.
* Ponerse en la presencia del Señor. Para esto me ayuda cualquier tipo de respiración y
relajamiento. Le pido al Señor que me ayude a desentrañar mi día. Que me dé su luz para
comprender cuál ha sido su revelación para mí en este día. Es importante pedir la gracia de
ver nuestra vida desde su propio querer y no desde nuestras compulsiones, voluntarismos
o percepciones moralistas de «bueno/malo».
* Recoger las vivencias internas del día. Me doy el tiempo para revivir las vivencias
interiores del día. No me fijo únicamente en lo que pasó externamente, sino en las
sensaciones que me habitaron durante el día. Las miro, las revivo.
* Escoger algo que me parezca una moción. Tomo algo del día que me suene a Dios,
que me haya dado cierta tranquilidad, que pueda reconocer como una invitación a la vida, y
la analizo haciendo pasar esa experiencia por los seis elementos constitutivos de un
discernimiento: lo que me pasa, establecer las circunstancias, hacer la relación con mi
psicología, ponderar el derrotero, ver la reacción que tuve ante ella.
* Hacer lo mismo que lo anterior con algo que suene a treta o trampa del espíritu del mal
en mí.
*Analizar el momento presente con los mismos elementos. Es lo que denominamos un
«discernimiento en caliente». Ver lo que pasa en el momento en que hago el examen, hace
que sea consciente de la acción de Dios en diversos tiempos, y permite desentrañar las
tretas para descubrir, en las mismas circunstancias, invitaciones de Dios que no habían
sido percibidas.
* Ver qué es lo que, entonces, ha significado este día. ¿Cuál es el mensaje que Dios me
ha querido dar? ¿Qué paso me ha invitado el Señor a dar en concreto? ¿Por dónde se me
abre camino hacia el futuro? ¿Qué pequeñas cosas se me impone realizar, emanadas de la
fuerza con la que Dios me expresa sus deseos? Es el momento propio para disponerme a
irme haciendo cada vez más persona integrada, puesto que el camino de Dios siempre
tiene que ver con la sanación de mis heridas y la planificación de mis potencialidades, de
tal manera que me vaya haciendo cada día más un instrumento al servicio de la venida del
Reino.
* Terminar con una oración de acción de gracias y de petición de ayuda. Es el momento
de decirle a Dios que nuestro deseo es dejarnos conducir por Él...

Para acceder a la experiencia de Dios...
Hemos presentado hasta aquí en forma bastante sucinta lo que, a nuestro modo de ver,
es fundamental para vivir el discernimiento como una vía de acceso a la experiencia de
Dios. Un supuesto básico: tener capacidad humana para hacerlo. Un punto de partida
imprescindible: estar tras la búsqueda del Dios que nos reveló Jesús. Una convicción
necesaria: saber que mis deseos auténticos (los que brotan de mi manantial) y los deseos
de Dios son convergentes. Una realidad innegable: el mal existe, me seduce y se me
impone. Ante esto, unos elementos constitutivos de lo que debe ser un proceso de
discernimiento y una metodología concreta para adiestrarnos en ello.
Lo que sigue... ¡hacerlo práctica! Recordemos que el Dios de Jesús sólo se conoce en
el encuentro personal e intimo con Él, en el descubrimiento del modo como me ha llevado,
como me quiere llevar, como me promete seguir llevándome para hacerme cada día más en
mí para los otros.

SAL TERRAE 1998/12 págs. 897-907

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1. Cfr. CABARRÚS, C.R., «Aprender a discernir para elegir bien», en 14 aprendizajes
vitales, DDB, Bilbao 1997. Este artículo presenta ampliamente las características de esta
opción por la vida, por principio.
2. Cfr. CABARRUS, C.F., Crecer bebiendo del propio pozo, DDB, Bilbao 1998. En este
texto es posible encontrar elementos para llevar a cabo este proceso de sanar la herida y
reconocer el manantial.
3. Cfr. RONDET, M., «¿Tiene Dios una voluntad salvadora para cada uno de nosotros?
Sólo el amor empalma las voluntades», en Apuntes ignacianos, Colombia, enero-abril 1992.
Este articulo plantea nuestra libertad y responsabilidad ante la voluntad de Dios.
4. Cfr. CABARRÚS, C.F., La mesa del banquete del Reino, ICE, Guatemala 1997.
5. Para este aspecto, cfr. GONZÁLEZ FAUS, J.l., «Jesús y los demonios», en Fe y
justicia, Sígueme, Salamanca 1981, pp. 136-140.