I
LA ESPERANZA AMENAZADA
a.- Se "cree" en Dios y no se espera la vida eterna
2. A pesar de la mayor extensión que diversas formas de
indiferencia religiosa han ido adquiriendo en los últimos tiempos,
nuestro pueblo sigue siendo, gracias a Dios, muy mayoritariamente
religioso y católico, como es fácil constatar y como se recoge también
en diversas encuestas realizadas últimamente. Pero llama la atención
que no pocos de los que se declaran católicos, al tiempo que confiesan
creer en Dios, afirman que no esperan que la vida tenga continuidad
alguna más allá de la muerte.
¿Qué Dios es ése en el que dicen creer quienes piensan que no ha
vencido a la muerte y que es ella la que tiene la última palabra sobre la
vida del ser humano? No es, ciertamente, el Padre de nuestro Señor
Jesucristo, el Dios vivo y verdadero. No puede ser el Dios personal y
cercano a sus criaturas, en especial a los seres humanos, a quienes
ha creado a su imagen para establecer con ellos una relación mucho
más fiel aún que la que nosotros anudamos con nuestros seres
queridos.
La desconexión entre la fe en Dios y la esperanza en la vida eterna
no sólo pone de manifiesto una cierta crisis de esta esperanza, sino
también de la fe en Dios. La fe en la resurrección y en la vida eterna va
íntimamente unida a la verdadera fe en Dios. Proclamar de nuevo
nuestra fe pascual2 en que nuestras vidas, junto con la creación
entera, "libre ya del pecado y de la muerte"3, serán definitivamente
asumidas en la vida de Dios es alabar y reconocer de verdad al Señor
del cielo y de la tierra.
b.- Anunciar la esperanza de la vida eterna con toda su
riqueza
3. La predicación, la catequesis y la enseñanza de la religión
católica, si quieren ser alimento sano de una fe íntegra y viva, han de
proponer con toda su riqueza la esperanza cristiana en la vida eterna.
Es cierto que para hacerlo con la precisión teológica necesaria hay que
familiarizarse con el pensamiento cristiano madurado en el surco
trazado por el Concilio Vaticano II. Es verdad también que hay que
acabar de superar ciertas modas de interpretación del cristianismo en
clave inmanentista, es decir, tendentes a reducir la fe cristiana a una
simple estrategia para organizar mejor la vida en este mundo. Pero
ninguna de estas dificultades justifica el que se silencie o el que se
deforme la fe de la Iglesia en la vida eterna. El Credo concluye
solemnemente con esta proclamación de esperanza, tan unida a la fe
en Dios. Si no se habla de ella, o si se habla de un modo inapropiado,
el corazón mismo de la fe en Jesucristo resultará negativamente
afectado.
Como pastores que desean la salud y el vigor de la fe, nos interesa
mucho que sea anunciada en toda su integridad y armonía; que se
evite presentar la posibilidad de la muerte eterna de un modo
desproporcionadamente amenazador; pero, ante todo, que no se deje
de anunciar a los fieles el destino glorioso que la Iglesia espera. El
anuncio de la gloria, al que se unirá prudentemente la seria
advertencia de su posible frustración a causa del pecado, servirá tanto
de aliento insustituíble de la esperanza como de necesario estímulo de
la responsabilidad. Descuidar este aspecto del mensaje evangélico
tendría, entre otras, la grave consecuencia de que los fieles, carentes
del alimento sólido de la fe, que viene a saciar con creces el hambre de
amor perenne que experimenta la naturaleza humana, se sientan
tentados de dar oídos a supersticiones o ideologías incompatibles con
la dignidad de quienes son hijos de Dios en Cristo.
c. La crisis de la moderna ideología del progreso
4. El mundo en el que nos toca vivir hoy presenta unas
características peculiares, que ejercen su influencia en el modo en el
que los creyentes entendemos y vivimos nuestra fe pascual y, también,
en la manera en la que nuestros contemporáneos se acercan o se
alejan de ella. El llamado "hombre adulto" de la modernidad se ha
entendido a sí mismo como el constructor prometeico4 de su futuro, de
un porvenir siempre mejor, según lo diseñado en diversos programas
utópicos que florecieron en los humanismos laicos que elaboraron un
modelo de esperanza secularista o de "trascendencia" reducida a este
mundo.
No es seguro que esa visión ilusoria del progreso histórico como
única meta de la vida humana haya sido realmente superada. Al menos
entre nosotros, palabras como "modernización", "progreso", etc. siguen
siendo utilizadas como señuelos con los que atraer todas las energías
de las gentes al servicio de determinados programas. El caso es, sin
embargo, que son cada vez más los que, aleccionados por el
derrumbamiento de grandes utopías (o "grandes relatos") y alarmados
por las consecuencias indeseables del "progreso" (en términos
ecológicos o de justicia social), han empezado a dudar de que el futuro
vaya a poder traer nada bueno. Se habla del "fin de la historia", no en
un sentido apocalíptico o escatológico5, sino para decir que se
perciben como agotados los grandes programas y que ya no se cuenta
con un hacia dónde, con una meta que confiera finalidad y sentido al
camino de la humanidad.
5. Uno de los resultados de esta "crisis de la modernidad" o incluso,
según algunos, del "fin del proyecto moderno" es la difusión de una
cierta desesperanza. Ahora se trata de orientar todos los deseos del
hombre al modesto horizonte de lo cotidiano, a la serena y lúcida
instalación en la fugacidad, con la convicción de que, incluso en su
obvia precariedad, sólo el presente cuenta verdaderamente.
Desde una visión cristiana del ser humano, no tenemos por qué
valorar esta situación de un modo puramente negativo. No es malo que
se tome realmente conciencia de que el poder que la ciencia y la
técnica han conferido a la humanidad no garantiza por sí solo un futuro
más digno del ser humano. No es malo que, abandonadas las grandes
palabras, basadas en una concepción ilusoria de lo que el hombre
puede darse a sí mismo, se valoren las mil pequeñas cosas que la vida
nos presenta y se disfruten como bienes que el Creador nos ofrece:
desde el paseo por la montaña hasta el encuentro con el amigo. No es
mala una esperanza humilde y hasta escondida en lo cotidiano6.
En cambio, es preocupante que vaya tomando cierta carta de
naturaleza la pura y simple desesperanza. No es extraño que la cultura
descreída, que había juzgado incompatibles el reino de Dios y el reino
del hombre, tienda a revelarse hoy como una cultura desesperanzada.
No nos sorprende, ya que es la fe en el Dios de la vida y de la promesa
(cf. Mc 12, 27 par.) la que, en realidad, hace posible la esperanza
fundada, la apertura confiada hacia el futuro. Pero nos preocupan las
consecuencias que se derivan de la falta de esperanza para la vida
personal y social.
d.- Vuelven formas ancestrales de esperanza
6. Ahí está, en primer lugar, el fenómeno del retorno de lo que
podríamos llamar nuevas formas primitivas de esperanza. El ser
humano necesita el futuro, no puede vivir sin proyectarse hacia el
porvenir. En lugar de caminar sereno bajo la guía providente de Dios,
Señor de la historia, intenta conocer y dominar lo que le espera de
cualquier modo. Una vez que las utopías modernas han entrado en
crisis, la cultura descreída echa mano con frecuencia de creencias
ancestrales o de supersticiones para tratar de responder a la inevitable
demanda de esperanza. Y paradójicamente, junto a la ciencia y la
técnica más avanzadas, florecen con cierto vigor la astrología, los
horóscopos, la quiromancia, etc. Al mismo tiempo, se recuperan, más o
menos adaptadas, diversas formas de antiguas creencias sobre la
supervivencia del hombre, tales como la de la reencarnación, que
implican en realidad una visión de la vida humana muy distinta de la
que, arraigada en la fe cristiana, ha hecho posible concebir al ser
humano como persona libre.
En segundo lugar, junto a estas "nuevas" formas de falsa
religiosidad, y a veces en estrecha convivencia con ellas, se encuentra
el fenómeno del culto más o menos cínico al propio provecho, como
única meta de la vida. Si no hay ya ni siquiera una "causa histórica" en
la que creer y por la que luchar; si, además, "todo está escrito en los
astros" o en las leyes del destino; si lo que cuenta y lo único seguro es
sacar partido a la situación en la que la vida nos ha puesto hoy, no hay
que extrañarse demasiado de que abunden las conductas insolidarias,
antisociales y corruptas. Y -lo que es más grave- no hay que
extrañarse de que no sea fácil vislumbrar la existencia de un terreno
firme sobre el que construir el edificio ético que dé cobijo a la vida
social.
e. Jesucristo, esperanza para una humanidad nueva
7. Por todo ello queremos anunciar de nuevo en medio de nuestro
mundo la esperanza hecha carne: Jesucristo crucificado y resucitado.
Queremos subrayar algunos rasgos de esta esperanza de la Iglesia,
para que la alegría de los que ya la comparten con nosotros sea
completa (cf. 1 Jn 1, 4); y para que, de este modo, podamos ser
realmente la sal que dé sabor a la humanidad y evite su corrupción.
Porque el ser humano sólo se encuentra realmente consigo mismo
cuando acoge a Jesucristo crucificado y resucitado: en él halla un
motivo real para no vivir sin esperanza, aprisionado por el presente
puramente vegetativo del comer y el beber, y para seguir luchando
contra los poderes que hoy esclavizan al hombre.
CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE
LA ESPERANZA CRISTIANA
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