RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

 

 JOSÉ A. PAGOLA ELORZA


Introducción

ANTES QUE NADA, hemos de preguntamos si realmente tiene 
algún interés para el hombre de hoy interrogarse por lo que puede 
suceder después de la muerte. Probablemente, G. LOHFINK expresa 
el sentir de muchos contemporáneos cuando formula estas preguntas: 
«¿No seria mejor encauzar todas nuestras fuerzas a realizar lo mejor 
posible nuestra existencia en este mundo? ¿No deberíamos 
esforzarnos al máximo en llevar la vida que se nos ha dado ahora, lo 
más decente y humanamente posible y callamos respecto a todo lo 
demás? ¿No es mejor aceptar silenciosamente el misterio de la vida, 
su oscuridad y sus enigmas, con paciencia, valentía y una confianza 
callada y serena y dejar el más allá como un misterio del que nada 
sabemos» .
En realidad, estamos demasiado cogidos por el «más acá» para 
preocupamos del «más allá». Sometidos a un ritmo de vida que nos 
aturde y esclaviza, abrumados por una información asfixiante de datos 
y noticias, fascinados por mil atractivos objetos que el desarrollo 
técnico ha puesto en nuestras manos, sostenidos en nuestro vivir 
diario por un sinfin de pequeñas e inmediatas esperanzas, no parece 
que necesitemos un horizonte más amplio que «este mundo» en el 
que vivimos encerrados.
De hecho, y a pesar de algunos síntomas de signo contrario, el 
mensaje de una vida más allá de la muerte no parece lograr, por lo 
general, un interés o una credibilidad especial. Incluso se diría que 
verdades como la resurrección de los muertos que, según Hebreos 6, 
1, tiene una importancia fundamental para los creyentes, apenas 
merece hoy la atención de muchos cristianos. Personalmente, he 
podido comprobar que no son pocos los que aun confesando su fe en 
Dios y su adhesión a Jesucristo, expresan sus dudas o profundas 
reservas ante la propia resurrección después de la muerte. Se trata, 
sin duda, de una de esas verdades de la revelación que «están en 
constante peligro de perder su "existencialidad' en la práctica de la 
vida cotidiana del hombre»2.
Y, sin embargo, tarde o temprano, surge el interrogante. La muerte 
de un ser querido, el sufrimiento de una enfermedad inexorable, la 
amenaza de una vejez cada vez más cercana, la experiencia del 
fracaso o la soledad, el mismo aburrimiento de una vida rutinaria y sin 
problemas.... nos empujan a preguntamos de muchas maneras: La 
vida, ¿es sólo «esta vida»?
La muerte sigue siendo nuestro gran drama, el desafío principal a 
todos nuestros logros, la más drástica «anti-utopía» de todas 
nuestras aspiraciones, «el gran fallo del sistema». La realidad que 
destruye de raíz todos nuestros proyectos individuales y colectivos.
El hombre contemporáneo, como el de todas las épocas, sabe que 
en el fondo de su corazón está latente siempre la pregunta más seria 
y difícil de responder. ¿qué va a ser de todos y cada uno de 
nosotros?
Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o nuestra postura 
ante la vida, el verdadero problema al que estamos enfrentados todos 
es nuestro futuro. ¿En qué van a terminar los esfuerzos, luchas y 
aspiraciones de tantas generaciones de hombres? ¿Cuál es el final 
que le espera a la historia dolorosa pero apasionante de la 
humanidad?
Si la vida de¡ hombre es un breve paréntesis entre dos nadas, si lo 
único que espera a cada hombre y, por lo tanto, a todos los hombres 
es el vacío final, ¿qué sentido último pueden tener todas nuestras 
luchas, esfuerzos y combates? «¿Qué significan la historia de la 
humanidad, la historia de la civilización, si tanto los individuos como 
los pueblos no cesan de extinguirse y desaparecer?»3.
Pero ¿podemos hablar con sentido y responsablemente del futuro 
que nos espera más allá de la muerte? Podemos hablar ciertamente 
de la realidad actual que controlamos y verificamos. Podemos también 
hablar del futuro cuando ese futuro es una mera repetición o 
continuación del presente que conocemos y podemos observar. Pero, 
¿qué se puede decir de un futuro totalmente nuevo que queda más 
allá de la muerte, fuera de todas nuestras posibilidades de 
observación y verificación?
Nosotros no tenemos una experiencia inmediata de lo que sucede 
en el interior mismo de la muerte y menos aún de lo que nos espera 
más allá de nuestro morir. Las experiencias que se nos describen hoy 
de personas que han "vívido» la muerte no prueban nada a favor de 
una posible vida después de la muerte. Estas personas han 
experimentado unos procesos psico-físicos, inmediatamente 
anteriores a la muerte, pero no han traspasado el umbral mismo de la 
muerte4.
En realidad, nadie puede demostrar de manera puramente racional 
la existencia de la vida eterna ni podemos deducirla a partir de la 
experiencia de nuestra realidad mundana actual. El único lenguaje 
que podemos emplear al hablar de nuestro futuro último es el 
lenguaje de la esperanza. Y la única manera de esperar, no de 
manera arbitraria e irracional, sino con una confianza responsable y 
del todo razonable es descubrir que ese futuro nuestro se ha iniciado 
ya de alguna manera y está actuando en nuestra propia existencia.
El presente trabajo tiene como objetivo clarificar qué es lo que los 
cristianos confesamos cuando decimos: «Esperamos en la 
resurrección de los muertos». En primer lugar, tomaremos conciencia 
más clara de que esta esperanza de los cristianos se apoya en el 
acontecimiento de la Resurrección de Jesucristo. En segundo lugar, 
trataremos de delimitar mejor el contenido de esa esperanza, 
definiendo cuál es la vida y la salvación final hacia la que se orienta 
nuestra fe. Por último, reflexionaremos sobre el dinamismo que la fe 
en la resurrección de los muertos introduce ya en nuestra actual 
existencia y sobre algunas consecuencias que implica para nuestro 
vivir de hoy.


1
La Resurrección de Jesucristo 
fundamento de nuestra esperanza

EL ACONTECIMIENTO que constituye la garantía y la promesa de 
nuestra propia resurrección es la Resurrección de Jesús. Esta es la fe 
que anima a las primeras comunidades cristianas: «Aquel que resucitó 
al Señor Jesús nos resucitará también a nosotros con él» (2 Co 
4,14).


1 La fe en la resurrección en la tradición bíblica

DURANTE MUCHOS siglos los israelitas han pensado que la muerte 
es el destino definitivo de los hombres. Generaciones de judíos 
creyentes han vivido apoyados en una fe inconmovible en «Yahveh», 
pero sin creer ni sospechar una resurrección de los muertos.
Al morir los hombres descienden al sheol que es un lugar 
subterráneo, de oscuridad, silencio y olvido total donde los muertos 
llevan una existencia de sombras (refaim) que no merece el nombre 
de vida. Allí no existe la alegría de la comunicación ni la posibilidad de 
alabar a «Yahveh-. Es el país de los muertos, lugar sin retorno ni 
esperanza, del que no se puede volver ya a la vida. Como señala W. 
EICHRODT, para el israelita la muerte es una radical separación de 
Dios que hunde al muerto en el olvido.
El motivo último que subyace a esta concepción de la muerte 
parece ser la idea de que los muertos quedan fuera de la historia de 
salvación en la que Dios actúa. «Yahveh» sólo interviene en la 
historia terrestre y, por lo tanto, no hay esperanza alguna para los 
que han muerto 6. El «sheol» está bajo el poder de Dios, pero no es 
objeto de su acción salvadera.
No es éste el momento de describir el largo camino que ha 
recorrido el pueblo judío hasta llegar a la fe en la resurrección de 
esos muertos que habitan el «sheol». Solamente señalaremos los 
motivos principales que animan su búsqueda.
«Yahveh» es para Israel un Dios único, que no depende de nadie, 
Señor de la historia y de la creación entera. El es Señor de la vida y 
de la muerte. «Yahveh da muerte y da vida, hace bajar al "sheol» y 
retornar» (1S 2,6). La experiencia humana de la muerte y de la vida 
no están sometidas a ningún otro poder sino a la Palabra de 
«Yahveh». «La vida como don y bendición de Dios y la muerte corno 
castigo y maldición de Dios constituyen los dos ejes entre los que 
oscila el destino de una humanidad que Dios ha creado libre y 
responsable».
Por otra parte, aparece en los salmos la experiencia de creyentes 
que viven con tal profundidad su comunión con Dios que no parece 
poder admitir una ruptura. No es que afirmen que Dios resucita a los 
muertos, pero su anhelo de amistad y comunión eterna con Dios les 
hace esperar que permanecerán para siempre ante Él o junto a Él. 
Así canta el Salmo 16: «No me entregarás a la muerte ni dejarás al 
que te es fiel conocer la fosa. Me enseñarás el sendero de la vida, me 
colmarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» 
(Sal 16, 10-11. Conf. también Sal 49, 73, etc.).
Por otra parte, Israel cree en la justa retribución de Yahveh a los 
hombres. Al comienzo y desde una visión colectiva del clan como 
responsable, se hablará de una retribución colectiva. Luego, a medida 
que se va descubriendo el valor del individuo y su responsabilidad en 
el propio destino, se dirá que Dios hace justicia a cada uno según sus 
obras a lo largo de su vida terrestre (DT 24, 16; Jr 31, 29-30; Ez 18, 
2-4), La literatura sapiencial trata de demostrar que es así, a pesar de 
las evidentes contradicciones que se pueden observar en la realidad. 
Se comprenden las reacciones exasperadas del libro de Job y del 
Qohelet que protestan contra la doctrina tradicional, pues no siempre 
los justos reciben de Dios lo que merecen en esta vida. La fe de 
Israel, celosa de salvaguardar la justicia de su Dios, irá apuntando 
entonces hacia una retribución que se ha de dar después de la 
muerte.
Pero será la gran persecución bajo Antíoco Epífanes (167-164 a.C.) 
la que pondrá en crisis la fe tradicional y empujará decisivamente a 
Israel a espera para sus mártires una vida más allá de la muerte. 
¿Cómo va a abandonar «Yahveh» a sus hijos más fieles que, 
perseguidos injustamente, han muerto por su causa? Dios los 
vengará resucitándolos a una nueva vida y abandonando para 
siempre en la muerte a sus perseguidores (2 M 7).
De manera global podemos decir que lo que unifica todos estos 
datos es «la incapacidad radical de Israel, como individuos y como 
pueblo, para alcanzar la vida prometida por Dios e intuida mediante la 
experiencia de fe, sin una intervención nueva y radical de 'Yahveh.
El primer texto que habla explícitamente de la resurrección es con 
bastante probabilidad el Apocalipsis de Isaías 24-27 (s. 111 a.C.). 
«Vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán, despertarán jubilosos 
los que habitan en el polvo. Porque tu rocío es rocío de luz y la tierra 
de las sombras los dará a luz(ls 26, 19). Pero los dos pasajes 
indiscutidos que nos hablan expresamente de la resurrección de los 
muertos son del tiempo de los Macabeos. Así, podemos leer en el 
libro de Daniel (ca. 165/164): «Muchos de los que duermen en el 
polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia 
perpetua» (Dn 12, 1-2). Por su parte, el relato del martirio de los siete 
hermanos macabeos nos ofrece una teología explícita y firme de esta 
misma resurrección (2 M 7).
Esta fe en la resurrección va a ir transformando el pensamiento 
tradicional de Israel. El «sheol» ya no será el país definitivo de la 
muerte, sino el lugar de espera donde los muertos aguardan el juicio y 
la resurrección final. En tiempos de Jesús estaba ya muy extendida la 
fe en la resurrección, aunque no es fácil describir las creencias del 
judaísmo en esta época, pues «las concepciones de la vida futura no 
son uniformes, sino variadas y algunas veces incoherentes»9.
En los ambientes saduceos de línea tradicional se rechazaba la 
idea de una resurrección como una innovación intolerable y en 
desacuerdo con la Tora.
En Qumran no parece que la doctrina de la resurrección haya 
preocupado demasiado a la comunidad. No se han encontrado textos 
que hablen de ella, aunque estudiosos como K. SHUBERT, J. VAN 
DER PLOEG opinan que algunos pasajes hablan probablemente de 
una entrada en un universo transformado,
En los ambientes fariseos y en la mentalidad popular se cree en la 
resurrección, aunque de maneras muy variadas y a veces confusas.
Lo mismo observamos en la literatura apocalíptica donde todas las 
combinaciones y variaciones son posibles. A veces, se nos dice que 
todos resucitarán antes del juicio para recibir la salvación o la 
condenación. Otras veces, que resucitarán únicamente los justos para 
participar de la vida eterna. Se nos describe la resurrección como 
algo que sucederá en esta tierra, en esta tierra transformada en el 
paraíso. Será con un cuerpo restaurado, transformado, sin cuerpo....


2 La fe cristiana en la resurrección de los muertos

PERO LA FE de las primeras comunidades cristianas no ha surgido 
como desarrollo o articulación de ninguna de estas especulaciones 
apocalípticas del judaísmo tardío.
No es tampoco una certeza de orden metafísico que se deduce 
racionalmente de la antropología semita o de la concepción que 
podían tener aquellos hombres del universo y las leyes cósmicas. «Un 
cristiano no cree en la resurrección de los muertos como un griego 
podía creer en la inmortalidad del alma 10.
No proviene tampoco de una especie de revelación que Jesús 
habría descubierto a sus discípulos sobre la suerte del hombre 
después de la muerte. «El creyente no está mejor "informado» sobre 
los acontecimientos, los lugares y las situaciones del futuro, como 
equivocadamente solía presuponer la escatología tradicional» 11.
Tampoco se trata de un optimismo sin fundamento alguno o de una 
rebelión irracional contra el destino brutal del hombre que parece 
acabar definitivamente en la muerte.
La fe cristiana en la resurrección se funda en la resurrección de 
Cristo de entre los muertos. Es una actitud de confianza y esperanza 
gozosa que ha nacido de la experiencia vivida por los primeros 
discípulos que han creído en la acción resucitadora de Dios que ha 
levantado al muerto Jesús a la Vida definitiva. El punto de partida de 
la fe cristiana es Jesús experimentado y reconocido como viviente 
después de su muerte. En esto concuerdan todos los testimonios de 
las primeras comunidades, por encima de divergencias y diferencias: 
«El Crucificado vive para siempre junto a Dios como compromiso y 
esperanza para nosotros». 12
Los primeros creyentes nunca han considerado la resurrección de 
Jesús como un hecho aislado que sólo le afectara a Él, sino como un 
acontecimiento que nos concierne a nosotros, porque constituye la 
garantía de nuestra propia resurrección.
Si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que no solamente es el 
Creador que pone en marcha la vida. Dios es un Padre, lleno de 
amor, capaz de superar el poder destructor de la muerte y dar vida a 
lo muerto. Si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que la 
resurrección que los judíos esperaban para el final de los tiempos ya 
se ha hecho realidad en Él.
Pero Jesús sólo es el primero que ha resucitado de entre los 
muertos. El primero que ha nacido a la vida. «El primogénito de entre 
los muertos» (Col 1, 18). El que ha abierto el seno de la muerte y se 
nos ha anticipado a todos para alcanzar esa Vida definitiva que nos 
está reservada también a nosotros. Su resurrección no es sino la 
primera y decisiva fase de la resurrección de la humanidad.
Porque Jesús no sólo resucita cronológicamente el primero. Dios lo 
resucita como «el iniciador de un nuevo mundo» 13, las primicias de 
una cosecha que con él comienza ya a recogerse: «Cristo resucitó de 
entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque 
habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre 
viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en 
Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada 
cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo en su 
venida» (1 Co 15, 20-23; cfr. 1 Ts 4, 14).
Uno de los nuestros, un hermano nuestro, Jesucristo, ha resucitado 
ya abriéndonos una salida a esta vida nuestra que termina fatalmente 
en la muerte. En él reviviremos también nosotros. Es su resurrección 
la que nos abre la posibilidad de alcanzar la nuestra. Si vivimos desde 
Cristo, un día resucitaremos con Él. «Dios que resucitó al Señor, 
también nos resucitará a nosotros por su fuerza(1 Co 6, 14).
Por eso, la meta de nuestra esperanza no es simplemente nuestra 
resurrección, sino la comunión con el Señor resucitado. Cuando los 
cristianos confesamos nuestra esperanza, vinculamos nuestro destino 
al de Cristo resucitado por el Padre 14. Él es para nosotros «el último 
Adán, espíritu que da vida» (1 Co 15, 45). En Él alcanzará la 
humanidad su verdadera plenitud. «Si el Espíritu de aquel que 
resucitó a Cristo de entre los muertos vive en vosotros, el que resucitó 
a Cristo de entre los muertos vivificará también nuestros cuerpos 
mortales por el Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).
«La resurrección de Jesucristo es, por consiguiente, el 
fundamento, núcleo y eje de toda esperanza cristiana» 15. Él es quien 
«tiene las llaves de la muerte» (Ap 1, 18). Ciertamente, como decía S. 
Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1 Co 15, 
17).




El contenido de nuestra fe 
en la resurrección de los muertos

PERO, ¿QUÉ SIGNIFICA, en concreto, creer en la resurrección de 
los muertos? ¿Qué es lo que realmente esperamos cuando hablamos 
de nuestra resurrección? ¿Cuál ha sido la fe de los primeros 
creyentes?
Naturalmente, la nueva vida después de la muerte resulta 
inaccesible a todo lenguaje que pretenda describirlo. Los primeros 
cristianos no hacen sino sugerirla por contraste y en oposición a 
nuestra condición actual. Sin embargo, su lenguaje es muy clarificador 
para captar mejor el contenido de nuestra esperanza.

1 Vida más allá de la muerte

UNA CERTEZA anima la fe de todas las comunidades cristianas. Si 
Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que Dios no abandonará 
nunca a los hombres, no permitirá su fracaso final. Dios está 
dispuesto a salvar al hombre, incluso por encima y más allá de la 
muerte.
La muerte no tiene la última palabra. La Vida es mucho más que 
esta vida. La historia de los hombres no es algo enigmático, oscuro, 
sin meta ni salida alguna. No es un breve paréntesis entre dos vacíos 
silenciosos. En el resucitado se nos descubre ya el final, el horizonte 
de vida que da sentido a toda nuestra historia. «Bendito sea el Dios y 
Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, 
mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha 
reengendrado a una esperanza viva» (1 Pe 1, 3).
Esta esperanza en una «vida eterna» no es algo inútil y sin sentido. 
Y cuando se desvanece entre los hombres, el mundo no se 
enriquece, sino que queda vacío de sentido y pierde su verdadero 
horizonte.
Si lo reducimos todo a las esperanzas internas de la historia, «¿qué 
clase de esperanza en el más acá puede haber aquí y ahora, para 
quienes sufren, para los débiles, los vencidos, los viejos, para todos 
cuantos no forman parte de la élite de quienes empujan la historia 
hacia un futuro de salvación» 16. ¿Qué esperanza podremos tener 
nosotros mismos, que no tardaremos en formar parte del número de 
quienes no han visto cumplidos sus anhelos, esperanzas y 
aspiraciones? ¿Qué sentido puede tener nuestra vida eternamente 
inacabada y sin posibilidad alguna de realización definitiva?
Pero hay que decir algo más. La humanidad necesita una 
esperanza no sólo para las generaciones futuras, como pretende 
ofrecer el marxismo, sino también para los que han muerto ya en el 
pasado, para todos aquellos que, a lo largo de los siglos, han sido 
vencidos, humillados, oprimidos, y hoy están ya olvidados. Si no hay 
otra vida, ¿cuándo podrá triunfar la víctima inocente sobre su 
verdugo?
RS/REVOLUCION:REVOLUCION/RS: K. MARX olvida demasiado 
ligeramente el carácter alienante de la muerte. Si todo termina en la 
muerte, ¿quién hará verdadera justicia a tantos hombres y mujeres 
que han luchado y luchan hoy por construir una sociedad mejor que 
ellos nunca disfrutarán? Si el revolucionario tiene que morir y terminar 
en la nada, en definitiva, se le niega el fruto de su trabajo 
revolucionario, que será capitalizado y disfrutado por otros que un día 
vivirán a su costa. Y, entonces, queda sin solución última 
precisamente el problema que Marx quería resolver: que no haya 
nadie que viva a costa de otros. "Con la muerte, el revolucionario 
queda desposeído del fruto de su trabajo en-la-historia, del que, en el 
mejor de los casos, sólo disfrutará una casta de privilegiados que no 
tienen más mérito para ello que el haber nacido en otro tiempo: el 
esquema de "unos a costa de otros' se mantiene» 17.
R. GARAUDY ha captado perfectamente el problema: 
«¿Cómo podría yo hablar de un proyecto global para la humanidad, 
de un sentido para la historia, mientras que millares de millones de 
hombres en el pasado han sido excluidos de él, han vivido y han 
muerto... sin que su vida y su muerte hayan tenido un sentido? 
¿Cómo podría yo proponer que otras existencias se sacrificaran para 
que nazca esta realidad nueva, si no creyera que esa realidad nueva 
las contiene a todas y las prolonga, o sea, que ellos viven y resucitan 
en ella? 0 mi ideal de socialismo futuro es una abstracción, que deja a 
los elegidos futuros una posible victoria hecha a base del 
aniquilamiento de las multitudes, o todo sucede como si mi acción se 
fundara sobre la fe en la resurrección de los muertos» 18.

Como apuntaba E. BLOCH, nadie sabe científicamente si esta vida 
contiene o no algo que sea susceptible de ser totalmente 
transformado, pero la fe cristiana apoyada en la resurrección de 
Jesús lo afirma dando así un sentido último a toda nuestra historia.

2 Radical transformación en Cristo resucitado

CUANDO los primeros cristianos confiesan su fe en la resurrección 
de los muertos, no piensan nunca en una prolongación indefinida de 
lo que ha sido la vida en la tierra. Se alejan así, decisivamente, de 
ciertas corrientes de¡ judaísmo tardío.
Nosotros no creemos en la reanimación de unos cadáveres que 
retornan a esta vida para continuar indefinidamente nuestra existencia 
actual. «El hombre resucita no a la vida biológica, sino a la vida eterna 
que ya no se ve amenazada por la muerte» 19. La resurrección 
significa para nosotros la asunción en la realidad última de Dios, 
Origen y Meta última de nuestra existencia.
La resurrección inaugura para nosotros una era nueva y definitiva 
en un cosmos renovado. Supone, por consiguiente, una radical 
transformación a un estado nuevo y definitivo que designamos con el 
término de vida eterna. Una transformación del hombre entero, 
recreado por la acción vivificadora de ese Dios que ha resucitado a 
Jesús. «Un ingreso en el más hondo y originario fundamento y sentido 
del mundo y del hombre, en el inefable secreto de nuestra realidad: 
un arribo de la muerte a la vida, de lo visible a lo invisible, de la 
oscuridad mortal a la luz eterna de Dios» 20.
RS/COMO-SERÁ: Pero esta radical transformación no es una 
ruptura con nuestra realidad actual. La resurrección no es una 
creación a partir de la nada, sino la transformación radical de un 
muerto al que Dios introduce en la vida eterna. Seré yo mismo el que 
resucite aunque no sea el mismo. La resurrección implica, pues, una 
continuidad de la persona, pero una transformación radical de su 
condición terrestre.
San Pablo utiliza una analogía muy sencilla para tratar de expresar 
su pensamiento. De la misma manera que Dios hace surgir una planta 
nueva de una semilla, así también puede hacer surgir un hombre 
nuevo a partir de aquél que ha caído en la muerte. «Alguno 
preguntará: ¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo 
tendrán? Necio, lo que tú siembras no cobra vida si antes no muere. 
Y, además, ¿qué siembras? No siembras lo mismo que va a brotar 
después, siembras un simple grano de trigo, por ejemplo, o de alguna 
otra semilla. Es Dios quien le da la forma que a él le parece, a cada 
semilla la suya propia» (1 Co 15, 35-38).
Pero también nosotros tenemos derecho a preguntar como los 
corintios. ¿Es que vamos a resucitar con un cuerpo? ¿Con qué 
cuerpo?
Antes que nada, hemos de entender correctamente el lenguaje de 
los primeros cristianos. San Pablo no puede ni imaginar una existencia 
sin cuerpo después de la muerte. Es que para él, como para todo 
semita, el cuerpo (soma) indica al hombre entero y no esa realidad 
física, biológica en la que nosotros habitualmente pensamos cuando 
empleamos ese término.
En la mentalidad semita, el cuerpo no es la parte material que tiene 
el hombre, como contrapuesta a su parte espiritual. No es, como en la 
concepción griega, la cárcel o el sepulcro donde queda encerrada el 
alma. El cuerpo es el hombre entero en cuanto que es un ser que se 
manifiesta, se relaciona y entra en comunión con Dios, con los 
hombres y con los demás seres. En realidad, para un hebreo, el 
hombre no «tiene cuerpo» sino que «es» cuerpo, es decir, comunión, 
apertura, relación 21.
Supuesto esto, ¿cómo conciben los primeros cristianos nuestra 
resurrección? Antes que nada afirman que nuestra condición futura 
será la que corresponde al modo de existencia de Cristo resucitado. 
Seremos configurados y conformados con el cuerpo de su gloria. Esta 
es la esperanza de San Pablo: «Nosotros somos ciudadanos de¡ cielo, 
de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual 
transfigurará nuestro cuerpo de miseria en un cuerpo de gloria como 
el suyo, con esa energía que le permite incluso someterse todas las 
cosas» (Flp 3, 20-21).
La resurrección significa que Dios lleva a su plenitud esa vida que 
ha empezado ya a crear en nosotros por medio de Cristo resucitado. 
Incluso, podemos decir, que la resurrección no es otra cosa sino 
«Jesucristo mismo, en cuanto que penetra en la vida individual de los 
hombres y se convierte en la fuerza de una vida nueva que llega a su 
plenitud por el acto creador de Dios en la resurrección de los 
muertos» 22.
Pero, ¿no podemos decir nada más de nuestra condición futura de 
vida plena en Cristo resucitado? San Pablo se limita a expresarse en 
un lenguaje de contraste con nuestra actual condición. «Así pasa con 
la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita 
incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo 
débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo 
espiritual» (1 Co 15, 42-44).
San Pablo habla de nuestra transformación futura en la 
resurrección trazando una oposición entre nuestra condición actual y 
la que viviremos una vez resucitados en Cristo 23.
Nuestra condición actual está marcada por la corrupción, es decir, 
por un proceso de destrucción y deterioro que va arruinando nuestra 
vida y alienando nuestra existencia. Somos mortales no porque al 
término de nuestra vida biológica hay un final, sino porque 
constantemente nuestra vida se va vaciando desde dentro, se va 
desgastando y va «muriendo». La incorruptibilidad de los resucitados 
significa la plenitud de la vida, la eliminación de la muerte en todas 
sus formas, la libertad plenamente realizada. «Cuando esto 
corruptible sea vestido de incorruptibilidad y esto mortal sea vestido 
de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: «Se aniquiló 
la muerte para siempre(/1Co/15/54-55).
Actualmente, vivimos en una condición de miseria, rota la relación 
viva de comunión que nos podía unir con Dios. Pero, resucitados, 
viviremos con un «cuerpo de gloria», es decir, vivificados por la fuerza 
creadora de Dios, transfigurados por su gloria, en total comunión, 
apertura y comunicación con Él. «Los sufrimientos de¡ tiempo 
presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a 
revelarse reflejada en nosotros» (Rm 8, 18). Por eso, los creyentes 
«se sienten seguros en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios(Rm 
5, 2).
Apartados de Dios, nuestra situación actual es de fragilidad, 
debilidad e impotencia. Resucitados, será la misma fuerza de Dios que 
la transformará todo nuestro ser. Los cristianos esperan ser 
resucitados después de la muerte por esa «fuerza poderosa que 
desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos(Ef 1, 19-20).
Actualmente, nuestro cuerpo es «síquico». Para San Pablo, el 
hombre «síquico» es el hombre dejado a sí mismo, a sus propios 
recursos, cerrado a Dios. Pero los resucitados tendrán un «cuerpo 
espiritual», es decir, una personalidad vivificada por el Espíritu mismo 
de Dios, transformada y penetrada por el Aliento vital del Creador. El 
resucitado es un hombre determinado totalmente por el Espíritu de 
Dios. Alguien "que se halla definitivamente en la dimensión de Dios, 
que se ha adentrado total y absolutamente en el señorío de Dios» 
24.
En resumen, lo que Pablo quiere expresar es que el resucitado es 
un hombre lleno de la realidad divina, alguien «en quien la vida de 
Jesús se ha manifestado» (2 Co 4, 10), Como dice P. N. WAGGETT, 
«no se nos pide que creamos en la reconstrucción del cuerpo según 
un modelo que pertenece al reino de la muerte, sino creer que tanto 
la muerte del cuerpo como la muerte del espíritu han sido vencidos 
por Cristo»

3 Salvación integral

CON EL FIN de entender mejor lo que significa creer en la 
resurrección de los muertos vamos a contraponer la fe cristiana con 
otras dos concepciones: la inmortalidad del alma y la reencarnación.

1 SEGÚN la filosofía platónica, en el hombre hay un alma inmortal 
que no se ve afectada por la muerte de¡ cuerpo. Al contrario, cuando 
el cuerpo muere, el alma queda liberada de las ataduras de la materia 
y regresa al reino de la vida divina y eterna.
De esta concepción se derivan una serie de consecuencias 
importantes. En primer lugar, parece que la muerte del hombre no se 
toma con la debida seriedad. No es una muerte total. Es el cuerpo lo 
único que muere, como si el núcleo más ínfimo de la persona quedase 
indemne, sin ser afectado por la muerte.
Consiguientemente, tampoco se toma en serio la superación de la 
muerte. No hay resurrección total. Lo que tiene futuro y alcanza su 
plena realización no es el hombre en su totalidad, sino tan sólo una 
parte: su alma. Además, como advierte oportunamente E. KÄSEMANN: 
«No es tan seguro que la simple supervivencia garantice sin más la 
felicidad» 26.
Pero, sobre todo, lo que hay que señalar es que, según esta 
concepción griega, el principio que asegura la supervivencia del 
hombre está en el mismo hombre y no en la acción de Dios. Se trata 
de una concepción antropológica que se quiere basar en la 
naturaleza misma de¡ hombre y no de una esperanza que se apoya 
en la intervención salvadora de Dios.
Pues bien, aunque durante muchos años se ha predicado casi más 
sobre la inmortalidad del alma que sobre la resurrección de los 
muertos, y aunque son bastantes los cristianos que creen más en la 
inmortalidad del alma que en la acción resucitadora de Dios, hemos 
de decir que en todo el Nuevo Testamento no encontramos el más 
mínimo rastro de una esperanza de vida eterna que se apoye en la 
naturaleza inmortal del alma. La esperanza de los cristianos se funda 
exclusivamente en la intervención poderosa de Dios que ha 
resucitado a Jesús de entre los muertos. Cristo es nuestra esperanza. 
Los hombres no alcanzamos nuestra realización definitiva por 
nosotros mismos, en virtud de un alma indestructible que hay en 
nosotros, sino por la acción salvadera de Dios que nos con-resucita 
con Cristo.
Por otra parte, la esperanza de los cristianos no piensa sólo en el 
futuro para una parte de la persona. No es sólo el alma la que alcanza 
su plena realización, sino también el cuerpo, es decir, todo el hombre. 
La fe cristiana excluye cualquier visión de la vida eterna que 
menosprecie el cuerpo como algo sin futuro. No creemos en una 
continuidad material de nuestra actual condición corporal, pero sí en 
una transformación de nuestra actual corporal¡dad. Como dice R. 
GUARDINI: «El cristianismo es el único que se atreve a situar un 
cuerpo de hombre en pleno corazón de Dios» 27.
Pero hemos de ser conscientes de todo lo que esto significa. Según 
nuestra fe, el hombre no alcanza su realización plena como un «yo» 
espiritual ajeno al mundo y a la historia, sino que, por el contrario, 
regresa a Dios como hombre entero, incluso con su corporalidad y, 
por lo tanto, con su mundo, su historia y su vida entera. La 
resurrección del cuerpo arrastra consigo la del mundo y la de la 
historia en la que el hombre está inserto gracias a su corporalidad. 
Creemos en la resurrección de la persona total y concreta, que ha 
llegado a ser lo que es por su relación con el mundo y su actuación 
corpórea en la historia mundana. No esperamos un futuro para almas 
que emigran de este mundo, sino para personas en las que están 
inscritas y conservadas las huellas de nuestra historia y nuestro 
mundo.
Es el hombre entero y, por tanto, su mundo concreto y su historia, 
los que recibirán de Dios un nuevo futuro. Por consiguiente, este 
mundo no es para nosotros un lugar material perecedero cuyo único 
objetivo es producir espíritus puros para el otro mundo. En realidad, 
los cristianos no deberíamos hablar de otro mundo, de otra vida, sino 
de este mundo y de esta vida nuestra que serán transformados y 
serán «otros» por la acción resucitadora de Dios inaugurada en 
Jesucristo.
Con estas expresivas palabras recoge W. BREUNING el sentido de 
la fe cristiana en la resurrección total del hombre: «Dios ama algo más 
que las moléculas que en el momento de la muerte se encuentran en 
el cuerpo. Ama a un cuerpo marcado por el cansancio, pero también 
por la nostalgia insatisfecha de un peregrinar, a lo largo del cual ha 
dejado muchas huellas tras de sí en un mundo que se ha hecho 
humano en virtud de dichas huellas... Resurrección del cuerpo 
significa que, para Dios, nada de todo ello ha sido en vano, porque Él 
ama al hombre. Él ha recogido todas las lágrimas, y ni la más mínima 
sonrisa le ha pasado inadvertida. Resurrección del cuerpo significa 
que el hombre no recupera en Dios únicamente su último momento, 
sino toda su historia» 28.

2 HEMOS de distinguir también con suficiente claridad nuestra fe en 
la resurrección de los muertos de la creencia en la reencarnación o la 
transmigración de las almas. Esta cosmovisión que aparece por vez 
primera en la literatura religiosa hindú y más tarde en el budismo y en 
la doctrina de la metempsícosis de diversas escuelas 
filosófico-religiosas de Grecia, es aceptada hoy ampliamente en 
Oriente y suscita un interés no despreciable en algunos ambientes 
occidentales.
Según esta creencia, el hombre para alcanzar su purificación y 
liberación definitivas tiene que peregrinar por varias vidas terrenas. 
La muerte no es, por tanto, una partida definitiva, sino que se nos 
ofrece de nuevo la posibilidad de otra vida que recomienza desde el 
principio.
Todo este proceso de evolución o involución está dirigido por la ley 
del Karma, es decir, toda acción (karma) buena o mala tiene un efecto 
que automáticamente determina el destino del hombre y la índole de 
la próxima reencarnación. Las acciones buenas llevan 
automáticamente a una reencarnación de orden superior y más feliz, 
mientras las acciones malas conducen, inevitablemente, a una 
reencarnación de rango inferior y más infeliz. En el budismo, esta 
serie de reencarnaciones pueden culminar en el nirvana y la fusión 
con el Absoluto.
No carece esta visión de aspectos sugestivos para más de uno. Se 
explica satisfactoriamente la diferencia de condiciones y destinos de 
los individuos. Se ofrece a todos la posibilidad de purificación. Se 
entiende mejor la brevedad de nuestra vida individual en contraste 
con la inconmensurabilidad del tiempo cósmico.
Sin embargo, quizá sus principales limitaciones se detectan al 
cotejarlo con la fe en la resurrección.
Los individuos no tienen cada uno verdadero valor. Lo importante 
es la eterna génesis del Uno, del Absoluto. Los individuos van 
circulando y transmigrando como una necesidad de esa génesis del 
Todo. «La realidad se despliega en una sucesión indefinida y 
recurrente de nacimientos y muertes, de evolución e involución, sobre 
el fondo inmutable de la rigurosa unicidad del Ser. Sólo existe de 
verdad el Uno, el Absoluto. La multiplicidad es ilusión o tragedia 
metafísica propiciada por la encarnación» 29.
Por el contrario, desde una perspectiva cristiana, Dios crea por 
amor a cada individuo como un ser único y singular que nunca deberá 
ser sacrificado al Todo divino, pues Dios mismo quiere entablar con él 
un diálogo personal.
Además, en la visión reencarnacionista, el mal se concibe como una 
realidad física y, consiguientemente, la salvación aparece como un 
proceso mecánico dirigido por la ley inflexible del «Karma» y donde el 
amor está ausente. Para los cristianos, el mal es moral y consiste en 
la ruptura personal con ese Dios que es Amor. Por eso, la salvación 
no es algo mecánico, sino fruto del amor salvador de Dios y de la 
conversión personal del hombre que se va madurando en el espacio 
de su existencia temporal. La muerte puede finalizar su tiempo, pero 
no destruir su vida, pues el Amor creador de Dios lleva a su plenitud 
aquella vida que empezó a crear en nosotros como individuos aquí en 
la tierra.
Por todo ello, para los cristianos esa vida futura después de la 
muerte sólo puede llevar un nombre que no es el de inmortalidad o 
reencarnación, sino el de resurrección.

4 ¿Cuándo resucitaremos?

SIN DUDA, son muchas las preguntas que nos podemos hacer en 
tomo a esta resurrección. ¿Cuándo sucederá? ¿Hemos de esperar 
hasta «el final de los tiempos» o podemos esperar una resurrección 
inmediata en el momento en que morimos cada uno? ¿Qué pensar de 
ese «estado intermedio» entre la muerte y la resurrección final? 
¿Cómo imaginar la situación del hombre durante esa larga espera?
San Pablo mantiene firme su esperanza en Cristo, pero su 
pensamiento permanece indeciso al hablarnos de ese estado 
intermedio entre la muerte individual de cada uno y la resurrección 
final.
Ciertamente, nuestra transformación gloriosa tendrá lugar cuando 
venga el Señor. Entonces seremos «revestidos» de su gloria (Flp 3, 
20-21). Pablo preferiría llegar a ese momento vivo, es decir, «vestido» 
con su cuerpo. Pero ve cada vez con más claridad la probabilidad de 
morir antes de la venida del Señor.
Lo único que nos afirma de este estado intermedio entre la muerte y 
la resurrección final es lo que sigue. El hombre está «desnudo», es 
decir, sin cuerpo. Pero «vive con el Señor» (2 Co 5, 8), está con el 
Señor. Este «vivir con el Señor», sin el cuerpo, es más deseable que 
vivir en la tierra con cuerpo pero lejos del Señor. Pablo lo prefiere. 
«Mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor.... y 
preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Co 5, 
6-8).
La convicción que parece subyacer en todo su planteamiento es 
que el creyente está tan unido al Señor desde esta vida, que la 
muerte no puede interrumpir esa comunión, sino que prosigue y se 
hace más real, aun sin alcanzar todavía la plenitud final de la 
resurrección.
San Pablo no sabe probablemente explicar cómo es que el muerto 
puede vivir con el Señor sin que haya sucedido todavía la 
resurrección final. Pero su fe es firme y clara: «Si vivimos, para el 
Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya 
vivamos, ya muramos, del Señor somos» (Rm 14, 8). No duda de su 
fe: «Estoy plenamente seguro, ahora como siempre, de que Cristo 
será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte, pues, para 
mí, la vida es Cristo y, morir, una ganancia» (Flp 1,20-21).
¿Qué podemos decir nosotros? En primer lugar, la muerte no nos 
podrá separar de Cristo que es «Señor de vivos y muertos» (Rm 14, 
9). El hombre sigue viviendo en el Señor antes de la resurrección 
final.
Pero esta «vida-en el Señor» no es todavía la resurrección gloriosa 
del fin cuando irrumpa en plenitud el poder de Dios sobre el mundo.
No es fácil explicar ese -estado intermedio». HOY son bastantes los 
que, abandonando la doctrina de un alma inmortal, hablan de una 
resurrección que acontece en la muerte misma del individuo 30. 
Según esto, al morir, el hombre sale del tiempo y penetra ya en la 
eternidad. Pero en ese mundo eterno de Dios ya no existe nuestro 
espacio ni nuestro tiempo. Por eso, el muerto deja tras de sí el tiempo 
histórico y penetra en el final del mundo. Ya no existe estado 
intermedio. Los hombres van muriendo en distintos momentos de la 
historia, pero todos van encontrando a Dios en el único y eterno 
punto de la «vida eterna».
Posición sugestiva que, sin embargo, ofrece sus dificultades. 
«¿Cómo puede propiamente finalizar ya la historia en algún sitio 
(¡fuera de Dios mismo!) mientras que en realidad se encuentra 
todavía de camino?» 31. ¿Qué ocurre con la dimensión universal de 
la resurrección? ¿Llegará alguna vez la consumación final del 
cosmos?
Con fecha de 17 de mayo de 1979, la Congregación de la Fe 
publicaba una «Carta referente a algunas cuestiones de escatología». 
En ella se dice que «la Iglesia afirma la continuidad y la existencia 
autónoma del elemento espiritual en el hombre tras la muerte». Y, sin 
pretender limitar la investigación teológica, afirma que no hay 
fundamentos sólidos para prescindir del término «alma», sino que, por 
el contrario, ve en él «un instrumento verbalmente necesario para 
asegurar la fe de la Iglesia».
Lo que sí debemos decir es que no se trata de «canonizar» una 
determinada metafísica ni una teoría del «alma separada» . Se trata 
más bien de afirmar la continuidad de nuestro «yo» más allá de la 
muerte, cuando ya no posee un cerebro como sustrato fisiológico e 
instrumento de actuación. No es propiamente «un alma separada», 
sino un «yo» que ha «interiorizado» la materia a lo largo de la vida y 
ha llegado a ser lo que es por su actuación a través de la 
corporalidad. Tampoco se trata de la parte indestructible del hombre 
que por su misma esencia exige pervivencia, sino del yo del hombre 
que recibe la vida de quien es el Amor.
Algunos como P. BENOIT 33 piensan que ese «YO» del hombre 
muerto es vivificado por su unión vital con el cuerpo de Cristo 
resucitado. El Espíritu que vivifica al hombre más allá de su muerte 
sería el Espíritu de Cristo resucitado que, al final de los tiempos, 
llevará a sus elegidos a la plenitud.



Dinamismo de la fe en la resurrección

LA FE EN LA RESURRECCIÓN final introduce un dinamismo nuevo 
en nuestra existencia actual e implica ya unas exigencias en nuestro 
modo de vivir «el más acá».
Antes que nada, hemos de decir que la comunión final con Cristo 
resucitado en la plenitud de su gloria, exige ya desde ahora una 
comunión de vida y de actuación durante nuestra vida terrestre. Para 
decirlo gráficamente con JON SOBRINO: «Sería un error pretender 
apuntarse a la resurrección de Jesús en su último estadio, sin recorrer 
las mismas etapas históricas que El recorrió» 34.
Vivimos ya como hombres «resucitados», en camino hacia la Vida 
definitiva, en la medida en que recorremos el camino de Jesús. 
Resucitaremos en la medida en que hayamos vivido animados por el 
Espíritu que lo resucitó a Él. No todo resucitará. De todos nuestros 
esfuerzos, luchas, trabajos y sudores, permanecerá lo que haya sido 
vivido en el Espíritu de Jesús, lo que haya estado animado por el 
amor. «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los 
muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo Jesús de 
entre los muertos, dará también la vida a vuestros cuerpos mortales 
por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11; cfr. Ga 6, 7-8). 
Tenemos que vivir como San Pablo, «tratando de llegar a la 
resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 11).


1 Fe radical en el Dios de Jesucristo

LA FE EN LA RESURRECCIÓN implica una radicalización de nuestra 
fe en el Dios que ha resucitado a Jesucristo.
Nosotros creemos que Dios no es sólo el Creador de la vida que, en 
los orígenes, llama de la nada al ser, sino el Resucitador que, al final, 
es capaz de llamar de la muerte a la vida. Él está al comienzo y al final 
de la vida. Es Alfa y Omega.
Nosotros «no ponemos nuestra confianza en nosotros mismos, sino 
en Dios que resucita a los muertos» (2 Co 1, 9). Creemos que más 
allá de la muerte, más allá de los límites de todo lo que en esta vida 
experimentamos, Dios tiene la última palabra. Palabra que crea una 
vida que ni la misma muerte puede detener, pues es vida que procede 
del amor infinito de Dios y, por tanto, más fuerte incluso que la 
muerte.


2 Amor a la vida

QUIEN ha creído en la resurrección comienza a creer en Dios de 
manera nueva, como un «Dios de vivos», como un Padre 
«apasionado por la vida» y, en consecuencia, comienza a amar la 
vida de manera radicalmente nueva, con un amor total: amor a la vida 
antes de la muerte y amor a la vida después de la muerte.
Quien vive desde la dinámica de la resurrección afirma la vida y la 
ama ya desde ahora. Vive creciendo como hombre, liberándose de 
toda servidumbre, esclavitud o alienación que nos esteriliza y mata, 
acrecentando la capacidad de amar, desarrollando todas las 
posibilidades creativas.
Pero, al mismo tiempo, quien cree en la resurrección afirma la vida 
eterna, la ama y la busca frente a «una absolutización de la vida 
vivida aquí y ahora» 35. Frente a ese grito que, de diversas maneras 
se escucha en nuestra sociedad: «Lo queremos todo y lo queremos 
ahora», frente a ese afán de estrujar la vida y reducirla al disfrute del 
presente, frente «al hedonismo como ideología del goce irreflexivo de 
la vida, el consumismo como ideología de la disponibilidad ilimitada 
sobre los bienes de consumo de la sociedad de la opulencia» 36, 
nosotros afirmamos que este mundo no es lo definitivo, la realidad 
última en la que debemos enraizar nuestra felicidad. Somos 
peregrinos que arrastramos esta tierra hacia su plenitud.
Probablemente, muchos suscribirían también hoy las palabras 
apasionadas de NIETZSCHE: «Yo os conjuro, hermanos míos, 
permaneced fieles a la tierra y no creáis en los que os hablan de 
experiencias supraterrenas. Consciente o inconscientemente, son 
unos envenenadores.... La tierra está cansada de ellos; ¡que se 
vayan de una vez!» Pero ¿qué es ser fiel a esta tierra que clama por 
una plenitud y reconciliación total? ¿Qué es ser fiel al hombre y a toda 
la sed de felicidad que se encierra en su ser?
Los cristianos hemos sido acusados de haber puesto nuestros ojos 
en la otra vida y habernos olvidado de ésta. Y, sin duda, es cierto que 
una esperanza mal entendida ha conducido a bastantes cristianos a 
abandonar la construcción de la tierra e, incluso, a sospechar de casi 
toda felicidad o logro terrestre disfrutado por los hombres.
Y, sin embargo, la esperanza en la resurrección consiste 
precisamente en buscar y esperar la plenitud y realización total de 
esta tierra. Ser fiel a este mundo hasta el final, sin defraudar ni 
desesperar de ningún anhelo o aspiración verdaderamente 
humanos.


3 Nueva actitud ante el morir

MU/DESHUMANIZADA: EN LA SOCIEDAD moderna existe una 
verdadera crisis sobre el sentido que hemos de dar a la muerte. «No 
podemos conservar ya la actitud antigua cara a la muerte y todavía no 
hemos descubierto una actitud nueva respecto a ella» 37,
Se está imponiendo una nueva manera de morir. La muerte 
repentina, antes rara, se ha convertido en algo frecuente en nuestros 
días. Por otra parte, los enfermos no mueren en el entorno familiar del 
hogar, sino en un centro médico, rodeados de los más modernos 
adelantos técnicos, pero donde «la agonía se convierte en un 
proceso mecánico, despersonalizado y, a menudo, deshumanizado- 
38.
La muerte se ha convertido para muchos en un acontecimiento 
solitario, aislado, confinado al mundo de los técnicos sanitarios. En 
ese «aislamiento de la muerte», el hombre apenas recibe algo que lo 
ayude a vivir más humanamente ese momento transcendental de su 
vida. Una de las situaciones más crueles de nuestra sociedad es la 
soledad en la que queda abandonado el moribundo con sus dudas, 
sus miedos y angustias, privado de su derecho a conocer, preparar y 
vivir humanamente su propio morir.
P. L. BERGER ha dicho que «toda sociedad humana es, en última 
instancia, una congregación de hombres frente a la muerte». Por ello, 
precisamente es ante la muerte donde aparece con más claridad la 
«verdad» de la civilización contemporánea que no sabe exactamente 
qué hacer con ella si no es ocultarla asépticamente y evitar al máximo 
su trágico desafío. ¿Qué es lo que puede aportar la esperanza 
cristiana?
El creyente no acepta el nihilismo de quienes se acercan a su 
muerte como a la definitiva extinción en la nada. El morir no es para 
los cristianos ese hecho brutal y absurdo del que nos habla J. P. 
SARTRE y que nos convierte en puro despojo para los otros 39.
No entendemos tampoco nuestra existencia como un 
«ser-para-la-muerte» en el sentido en que habla M. HEIDEGGER. 
Tampoco nos acercamos a nuestro morir en esa actitud hecha de 
impaciencia, curiosidad y anhelo de la que nos habla E. BLOCH 
recogiendo la famosa frase de Rabelais ya moribundo: «Me voy a 
buscar un gran "quizá».
Quien cree en la resurrección, adopta una actitud nueva ante el 
morir. Su muerte es un «con-morir con Cristo» hacia la vida, la libertad 
y la plenitud 40. «No morimos hacia una oscuridad, un vacío, una 
nada, sino morimos hacia un nuevo ser, hacia la plenitud, el pleroma, 
la luz de un día del todo distinto» 41. 


4 Lucha contra la muerte

MU/LUCHAR-CONTRA: V/A: CUANDO uno vive desde la fe en la 
resurrección, adopta una actitud radical de lucha por la vida y 
combate contra la muerte. La razón es sencilla. La fe en la 
resurrección de Jesús y en la nuestra propia nos descubre que Dios 
es alguien que pone vida donde los hombres ponen muerte, alguien 
que genera vida donde nosotros la destruimos.
Esta lucha contra la muerte debemos iniciarla en nuestro propio 
corazón «campo de batalla en el que dos tendencias se disputan la 
primacía: el amor a la vida y el amor a la muerte» (E. FROMM). Desde 
el interior mismo de nuestra libertad vamos decidiendo el sentido de 
nuestra existencia. O nos orientamos hacia la vida, por los caminos de 
un amor creador, una entrega generosa al servicio de la vida, una 
solidaridad generadora de vida. O nos adentramos por caminos de 
muerte, instalándonos en un egoísmo estéril y decadente, una 
utilización parasitaria de los otros, una apatía e indiferencia total ante 
el sufrimiento ajeno.
La fe en la resurrección ha de impulsar al creyente a hacerse 
presente allí donde «se produce muerte», para luchar contra todo lo 
que ataque la vida. Hemos de testimoniar con hechos que la vida del 
Resucitado ha roto el dominio universal de la muerte. Hemos de tomar 
partido por la vida dondequiera que la vida sea lesionada, ultrajada, 
secuestrada, destruida.
Esta lucha del cristiano contra la muerte, no nace sólo de unos 
imperativos éticos, sino de su fe en la resurrección y en la vida. Y 
debe ser firme y coherente en todos los frentes: muertes provocadas 
por la violencia, genocidio de tantos pueblos del tercer mundo, aborto, 
eutanasia activa, exterminio lento por hambre y miseria, destrucción 
por tortura, amenaza de la vida por la implantación de armas 
nucleares, destrucción de la naturaleza...
Naturalmente, no todo debe ser juzgado de la misma manera. Pero 
es en esta situación que K. MARTI ha llamado de «mutuo asesinato», 
donde los creyentes hemos de demostrar que nuestra esperanza en 
la resurrección es algo más que «cultivar un optimismo barato en la 
esperanza de un final feliz» (H. KÜNG).
El creyente sabe que desde ahora y aquí mismo se nos llama a la 
resurrección y a la vida. «La resurrección se hace presente y se 
manifiesta allí donde se lucha y hasta se muere por evitar la muerte 
que está a nuestro alcance» 42.


5 Defensa de los crucificados

LOS CRISTIANOS hemos olvidado con frecuencia algo que los 
primeros creyentes subrayaban con fuerza: Dios ha resucitado 
precisamente al crucificado por los hombres (Hch 2, 23-34; 3, 13-15; 
4, 10, etc.). El resucitado lleva las llagas del crucificado (Lc 24, 40; Jn 
20, 20).
Esto significa que la resurrección de Jesús ha sido la reacción de 
Dios ante la injusticia de los que han crucificado a Jesús. El gesto 
resucitador de Dios nos descubre no sólo el triunfo de la omnipotencia 
de Dios, sino también la victoria de su justicia sobre las injusticias de 
los hombres.
Por eso, la resurrección de Jesús es esperanza de resurrección, en 
primer lugar, para los crucificados. No le espera resurrección a 
cualquier vida, sino a una existencia crucificada y vivida con el espíritu 
de¡ crucificado. Caminamos hacia la resurrección cuando nuestro vivir 
diario no es una cómoda evasión de los problemas y sufrimientos de 
las gentes, sino una entrega constante y crucificada a los demás. 
Cuando nuestra vida no es la búsqueda de un confortable 
«bien-estar», sino un desvivirse sacrificado por una vida más humana 
para todos. Sólo desde esa participación humilde de la crucifixión de 
Jesús podemos esperar con confianza la resurrección. "Llevamos 
siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin 
de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 
Co 4, 10).
Pero, además, entrar en la dinámica de la resurrección del 
Crucificado, es ponerse de parte de todos los que sufren crucificados 
de tantas maneras. No es esperanza cristiana la que nos conduce a 
desentendemos del sufrimiento ajeno. Precisamente, porque cree y 
espera un mundo nuevo y definitivo, el creyente no puede tolerar ni 
conformarse con este mundo lleno de lágrimas, sangre, violencia, 
injusticia y extorsión.
Quien no hace nada por cambiar este mundo, no cree en otro 
mejor. Quien no hace nada por desterrar la violencia, no cree ni 
busca una sociedad más fraterna. Quien no lucha contra la injusticia, 
no cree en un mundo más justo. Quien no trabaja por liberar al 
hombre del sufrimiento, no cree en un mundo nuevo y feliz. Quien no 
hace nada por cambiar y transformar la tierra, no cree en el cielo.
¿Estamos del lado de los que crucifican o de aquellos que son 
crucificados? ¿Estamos de parte de los que destruyen la vida de los 
hombres o de aquellos que defienden a los crucificados aun con 
riesgo de su propia crucifixión? La fe en la resurrección daba a los 
primeros creyentes capacidad de vivir sin reservas y de manera 
incondicional el amor al hermano. Quien cree desde su corazón en la 
resurrección es un hombre libre que no puede ser detenido en su 
amor liberador con nada ni por nadie. «La libertad comienza allí 
donde súbitamente se deja de tener miedo. Todo acaba con la muerte 
y, por tanto, la vida es, de alguna manera, todo; tal es el pilar más 
firme de las ideologías de poder.... Todos los movimientos liberadores 
comienzan con un par de hombres que pierden el miedo y se 
comportan de modo distinto a como esperaban de ellos sus 
dominadores» 43.


Conclusión

ES/QUE-ES: TERMINAMOS con unas palabras de R. H. ALVES que 
pueden ser interpeladoras para todo hombre que busca 
honradamente un sentido último al misterio del hombre: ¿Qué es la 
esperanza? «Es el presentimiento de que la imaginación es más real y 
la realidad menos real de lo que parece. Es la sensación de que la 
última palabra no es para la brutal¡dad de los hechos que oprimen y 
reprimen. Es la sospecha de que la realidad es mucho más compleja 
de lo que nos quiere hacer creer el realismo, que las fronteras de lo 
posible no están determinadas por los límites del presente y que, de 
un modo milagroso e inesperado, la vida está preparando un evento 
creativo que abrirá el camino hacía la libertad y hacia la resurrección» 
44.
Para los cristianos, este presentimiento y esta sospecha se hace fe 
firme y esperanzada en el encuentro con el Resucitado. Dios nos ha 
aceptado a los hombres tan profundamente, y nos ama tan 
entrañablemente que nos quiere encontrar por toda la eternidad en 
su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador.

JOSÉ A. PAGOLA ELORZA
RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE Madrid 1983. Págs. 9-66

....................
1 G. LOHFINK, La muerte no es la última palabra en Pascua y el hombre nuevo, 
Santander, 1983, p. 27. 
2 K. RAHNER, La resurrección de la carne en Escritos de Teología, Madrid, 1961, II, 
p. 209.
3 E. BLOCH, Geist der Utopie, Frankfurt a. M, p. 318 (citado por J. L. Ruiz de la Peña 
en ¿Resurrección o reencarnación? en Communio, mayo-junio 1980, p. 292. 
4 R. A. MOODY, Reflexiones sobre vida después de la muerte, Madrid, 1981.
5 W. EICHRODT, Theologie des Alten Testaments, Stuttgart (1961). 2,3, p. 151.
6 F. FESTORAZZI, Speranza e risurrezione nell'Antico Testamento, en Resurrexit 
(Actes du Symposium Inter- national sur la Résurrection de Jésus), Roma, 1974, 
p. 11. 
7 P. GRELOT, La Résurrection de Jésus et son arriére-plan biblique et juif en La 
Résurrection du Christ et I'exégése modeme, París, 1969, pp. 25-26. 
8 F. FESTORAZZI, Speranza e risurrezione nell'Antico Testamento, en Resurrexit 
(Actes du Symposium Intemational sur la Résurrection de Jésus), Roma, 1974, 
pp. 15-16. 
9 C. F. EVANS, Resurrection and the New Testament, Londres, 1970, p. 19.
10 M. GOURGEs, El más allá en el Nuevo Testamento, Estella, 1983, p. 48.
11 G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura esperanzada de los 
novísimos, Santander, 1981, pp. 35-36.
12 H. KONG, ¿Vida etema? Madrid, 1983, p. 182.
13 R. BLÁZQUEZ, Resucitado para nuestra justiflcación, en Communio, 
Enero-Febrero, 1982, p. 710.
14 San Pablo ha expresado esta vinculación utilizando una serie de verbos 
compuestos de la partícula «syn»: sufrir con (Rm 8, 17); crucificados con (Ga 2, 
19; Rm 6, 6); morir con (2 Tm 2, 1 l); sepultados con (Rm 6, 4; Col 2, 12); 
resucitados con (Ef 2, 6; Col 2, 12; 3, l); vivificar con (Ef 2, 5; Col 2, 13); vivir con 
(Rm 6, 8; 2 Tm 2, ll); heredar con (Rm 8, 17). hacer sentar con (Ef 2, 6); glorificar 
con (Rm 8, 17), reinar con (2 Tm 2, 12).
15 G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura experanzada de los 
Novísimos, Santander 1981, p. 35.
16 G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura esperanzada de los 
Novísimos, Santander 1981, pp, 47-48. 
17 J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Madrid, 1974, I, pp. 172-173.
18 R. GARAUDY, Palabra de hombre, Madrid, 1976, pp. 219 y ss.
19 L. BOFF, La resurrección de Cristo. Nuestra Resurrección en la muerte, 
Santander, 1980, p. 113.
20 H. KÜNG, ¿Vida eterna?, Madrid 1983, p. 193.
21 La moderna antropología se acerca claramente a esta perspecbva semita. Cfr. 
F. P. FIORENZA-J. B. METZ, El hombre como unidad de cuerpo y alma, en 
Mysterium Salutis, Madrid, 1969, 11/2, pp. 661-714, con amplia bibliografia; J. B. 
METZ, Corporalidad en Conceptos fundamentales de la Teología, Madrid, 1966, I, 
pp. 317-326, y la correspondiente bibliografia. 
22 E. SCHWEIZER, La resurrección, ¿realidad o ilusión?, en Sel. de Teol., 81, 1982, 
p. 12.
23 Para lo que sigue, ver sobre todo, M. CARREZ, ¿Con qué cuerpo resucitan los 
muertos?, en Concilium 60, 1970, pp. 88-98.
24 W. KASPER, Jesús el Cristo, Salamanca, 1976, p. 185.
25 Citado por A. M. RAMSEy en La resurrección de Cristo, Bilbao, 1971, pp. 
155-156.
26 E. KÄSEMANN, citado por J. GNILKA en La resurrección corporal en la exégesis 
moderna, en Concilium 60, 1970, p. 134. 
27 Citado por F. VARILLON en Joie de croire, joi de vivre, París, 1981, p. 186.
28 Citado por G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte. Lectura esperanzada de 
los Novísimos, Santander 1981, pp. 97-98.
29 J. L. RUIZ DE LA PEÑA, ¿Resurrección o reencarnación? en Communio III, 1980, 
p. 288. Ver, sin embargo, nuevas actitudes en algunas corrientes actuales del 
hinduismo. S. RAYAN, La esperanza escatológica del hinduismo en Concilium 
41, 1969, pp. 121-123.
30 Vgr. G. Lohfink, G. Greshake, etc. Véase también el catecismo holandés.
31 J. RATZINGER, Entre muerte y resurrección, en Communio, 111, 1980, p. 281.
32 Cfr. J. M. GONZÁLEZ-RUIZ, ¿Hacia una desmitologización del «alma 
separada»? en Concilium 41, 1979, pp. 83-96. 
33 P. BENOIT, ¿Resurrección al final de los tiempos o inmediatamente después de 
la muerte? en Concilium, 60, 1970, pp. 99-111, sobre todo 109-111. 
34 JON SOBRINO, Jesús en Amériica Latina. Su significado para la fe y la 
cristología, Santander, 1982, p. 245.
35 H. KÜNG, ¿Vida eterna?, Madrid 1983, p. 309.
36 H. KÜNG, ¿Vida etema?, Madrid 1983, p. 309.
37 Ver Ph. ARiEs, La mort inversée: la changement des attitudes devant la mort 
dans les societés occiden- tales en La Maison-Dieu 101, 1970, pp. 57-89. E. 
MORIN, L'homme et la mort, París, 1970.
38 Ver E. KÜBLER.ROSS, On Death and Dying, Nueva York, 1969.
39 J. P. SARTRE, L'étre et le néant, París, 1946, p. 617.
40 K. RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Barcelona, 1969, pp. 75-80.
41 H. KÜNG, ¿Vida etema?, Madrid 1983, p. 284.
42 J. M. CASTILLO, ¿Cómo, dónde y en quién está presente y actúa el Señor 
resucitado? en Sal Terrae 3, 1982, p. 212.
43 J. MOLTMANN, Sobre la libertad, la alegría y el juego, Salamanca, 1972, pp, 
27-28.