LA MUERTE NO ES LA ÚLTIMA PALABRA
por GERHARD LOHFINK
1. ¿Es repetible la experiencia de Pascua?
El fragmento evangélico de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35),
aun considerándolo sólo desde el punto de vista literario, es uno de
los textos más hermosos del Nuevo Testamento. «Quédate con
nosotros, que está atardeciendo y el día va de caída». ¡Qué
profundidad y sencillez narrativas se aprecian ya en esta breve cita! Y
así de sencilla y profunda es toda la narración.
A pesar de todo, este fragmento evangélico nos plantea un
problema en apariencia difícil. Pienso ahora, por ejemplo, en la
dificultad que puede plantear el que Cristo se aparezca, aquí en la
tierra, como un dios mitológico al estilo de los que aparecen en las
narraciones homéricas, asumiendo la figura de un extraño, dándose a
conocer después de un cierto tiempo y desapareciendo de nuevo
como un dios de las leyendas griegas.
Hoy día resulta relativamente fácil solucionar esta dificultad.
Sabemos mejor que otras generaciones anteriores que las
narraciones bíblicas tienen tras sí una larga tradición: que han podido
ser reelaboradas, readaptadas teológicamente, matizadas y
estilizadas usando los clichés de los distintos géneros literarios y
narrativos que tenían a su alcance. No hay duda de que en la
narración de los discípulos de Emaús se han incorporado elementos
de historias de epifanías de origen griego y veterotestamentario.
Pero, tal y como hemos dicho, no es en ese punto, precisamente,
donde radican hoy las auténticas dificultades. Tenemos derecho a
suponer que en la narración de los discípulos de Emaús, aun con
todos los condicionamientos propios de la época, se narra un
encuentro real con el Resucitado. Dos hombres han experimentado a
Cristo resucitado y han vivido esa experiencia de un modo tan
profundo y real que transformó en ascuas su corazón y les impulsó a
volver inmediatamente a Jerusalén para encontrar a sus amigos y
contarles la experiencia.
El problema
PAS/EXPERIENCIAS: El auténtico problema de esta y de todas las restantes historias de Pascua está en otro
lugar. El verdadero problema radica en que nosotros, al parecer, ya no tenemos, hoy día, experiencias semejantes. Vamos a decirlo con
absoluta claridad: ya se han acabado las experiencias de Pascua. A ninguno de nosotros se nos ha aparecido jamás el Resucitado. Las
experiencias de las apariciones de Pascua que nos narran los Evangelios parecen irrepetibles. Aquí está el auténtico problema de
las narraciones pascuales. Pues si las experiencias que se esconden tras esas narraciones no son ya accesibles para nosotros, si no
pueden ser descubiertas y alcanzadas de nuevo por nosotros, por nuestra propia experiencia, entonces sucede que esas narraciones
son algo muerto y ni la mejor de las exégesis puede devolverles la vida. En ese caso, una narración como la de los discípulos de Emaús
no tendría ya nada que ver con nosotros y con nuestra propia existencia.
Por eso tenemos que preguntarnos, ahora, con toda seriedad y
precisión: ¿Es realmente verdad que ya no existen para el hombre
actual experiencias semeJantes a las que recogen los Evangelios al
hablarnos de las historias de Pascua? ¿Es plenamente cierto que ya
no están a nuestro alcance tales experiencias?
El memorial de Pascal
Después de la muerte del matemático y científico francés Blas
Pascal (PASCAL-B/EXPERIENCIA), encontraron en una prenda suya
de vestir un fragmento de papel meticulosamente escrito que sin duda
tenia para él una importancia extraordinaria, ya que lo había llevado
siempre consigo. Este Memorial -así es como se le ha llamado-
contiene la experiencia de un día muy concreto y de una hora
totalmente exacta de la vida de Pascal. El texto es el siguiente:
«Año de gracia de 1654, lunes, 23 de noviembre, día de San
Clemente, Papa y mártir, y de otros Santos del martirologio, vigilia de
San Crisóstomo mártir, y de otros; desde alrededor de las diez y
media de la noche hasta aproximadamente la una de la madrugada,
fuego. El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, no el
dios de los sabios y filósofos. Seguridad plena, seguridad plena.
Sentimiento. Alegría.. Deum meum et Deum vestrum. Tu Dios debe
ser mi Dios. Olvido del mundo y de todas las cosas, excepto de Dios.
Sólo se encuentra en los caminos que nos muestra el Evangelio.
Grandeza del alma humana. Padre santo a quien el mundo no ha
conocido, pero yo sí que te he conocido. Alegría, alegría, alegría,
lágrimas de alegría. Dereliquerunt me fontes aquae vivae. Dios mío,
¿me abandonarás? Que no me aparte de El jamás. Esta es la vida
eterna, que te conozcan a ti, verdadero y único Dios y al que
enviaste, Jesucristo. Jesucristo. Yo me he separado de El; he huido
de El; le he negado y crucificado. Que no me aparte de El jamás. El
está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el Evangelio:
abnegación interior; renuncia total, completa. Sumisión plena a Jesús
y a mis directores espirituales. Una alegría eterna en comparación de
un día de sufrimiento en la tierra. Non obliviscar sermones tuos.
Amen.»
Este Memorial habla de una experiencia auténticamente real. Nos
ofrece unos datos exactos, precisos. Pascal la ha recogido casi con la
misma precisión con que se recogen los datos de un experimento
científico. La experiencia que vivió y que plasmó en este Memorial se
puede comparar con la de los discípulos de Emaús. No se trata de
intuiciones teológicas, que se pueden tener cualquier día, sino de la
experiencia estremecedora y transfiguradora de un momento exacto
y preciso, que transforma toda la realidad y que no se puede olvidar
jamás. Tampoco se trata aquí de una experiencia humana común y
corriente, que puede tener cualquier hombre religioso, sino de una
experiencia específicamente cristiana, que tiene una historia anterior;
a saber, la historia de fe de muchas generaciones. Pascal ha
encontrado a Cristo en una hora concreta y precisa y en Cristo ha
encontrado al Dios de Abrahán, al Dios de Isaac y al Dios de Jacob.
Este encuentro le produjo una profundísima alegría y paz.
No podemos interpretar como nos parezca las palabras «Alegría,
alegría, alegría, lágrimas de alegría». Pascal encuentra la paz en esa
alegría. Y encuentra una paz que reorganiza de nuevo la vida, que la
sitúa en un plano distinto, que la hace plenamente clara y
transparente. Pascal descubre repentinamente que hasta entonces
había estado separado de Cristo, aunque ya antes de ese
acontecimiento había admitido la fe. Está convencido de que sólo
ahora ha encontrado a Cristo y con El a Dios. Y tiene una profunda
certeza de todo eso, de modo que lo repite dos veces.
¿Se dan entre nosotros experiencias del Resucitado?
Dejemos ahora el Memorial de Pascal y planteémonos la última y
decisiva pregunta: ¿Tenemos nosotros experiencias semejantes a la
que Pascal vivió aquella noche? ¿O es esto algo tan totalmente
singular que sólo está reservado a determinados hombres a manera
de excepciones absolutas?
Tal y como Pascal la vivió es, sin duda, irrepetible. Experiencias que
están tan vinculadas a la historia de una persona absolutamente
determinada, no pueden repetirse nunca de la misma manera. Y
precisamente este es también el motivo por el que ya no pueden
volver a repetirse las experiencias pascuales de los primeros testigos.
Tales experiencias presuponen una situación histórica totalmente
determinada que ya no vuelve a repetirse.
Y sin embargo, en las apariciones de Pascua, en la experiencia de
Pascal y en Ias experiencias de muchos cristianos de todos los
tiempos, existe algo común que puede volver a repetirse: la
experiencia de que se encuentra uno, de repente, ante la figura de
Cristo Dios y de que uno no puede evadirse de El; la experiencia de
que a uno se le pone en ascuas el corazón; la experiencia de una
alegría tan profunda que hace palidecer a todas las demás alegrías
de este mundo; la experiencia de una profunda paz y de una
seguridad y convencimiento definitivos. Todas estas experiencias
pueden tener matices muy diferentes. Pueden sobrecogernos y
abrumarnos, pero pueden, también, penetrar en el corazón de un
modo tan delicado que pasen desapercibidas. Pero con unos u otros
matices, puede tenerlas cualquier cristiano. Puede tenerlas y
experimentarlas, sobre todo, si está dispuesto a seguir a Jesús y a
dejarse guiar por Él.
Pueden tenerse, también, cuando uno está dispuesto a hacer tan
sólo la voluntad de Dios y nada más que su voluntad. Son posibles
esas experiencias si estamos dispuestos a ayudar a los demás con
todas nuestras fuerzas y energías. Quien ha vivido alguna vez
experiencias de este tipo, ya no puede prescindir jamás de ellas. Las
podrá tapar, desplazar y arrinconar, pero vuelven después, otra vez,
en cualquier momento. Puede cuestionarse uno mismo sobre ellas y
puede uno ver con claridad que, en el marco de tales experiencias, no
existe lugar alguno que permanezca inescrutable y oculto a los
medios utilizados por la psicología. Pero, a pesar de todo, sabemos
que no existe psicología alguna que pueda explicar suficientemente la
experiencia de la alegría, de la convicción, del sentido que se ha
captado y vivido en el encuentro oculto y misterioso con Jesús y con
Dios. Como no puede comprenderse adecuadamente una obra de
arte moviéndonos en el plano de un análisis puramente científico,
tampoco se comprenden adecuadamente las experiencias religiosas
con los medios al alcance de la psicología.
Para decirlo una vez más con toda claridad: No puede afirmarse
que tales experiencias, tal como las he intentado describir, sean
objetivamente idénticas, sin más, a las experiencias pascuales de los
primeros testigos. Pero quien ha vivido alguna vez las experiencias
descritas, estará capacitado para creer que en otro tiempo, hace ya
casi dos mil años, dos discípulos experimentaron, en un camino bien
concreto y a una hora exacta y precisa, que Jesús seguía viviendo;
que Jesús está con nosotros; que hace que arda nuestro corazón y
que nos regala su paz pascual. Y también creerá que llegará alguna
vez el momento, del que todas las experiencias pascuales de este
mundo no son más que un preludio, en el que tendrá lugar el
encuentro último y definitivo; el momento de la alegría que todo lo
inunda, en el que nosotros conoceremos de un modo definitivo y en el
que Jesús ya no desaparecerá más de nuestros ojos. Entonces ya no
habrá noche, ni podrá declinar el día. La alegría del banquete no
tendrá fin.
2. ¿Dónde desembocó la Ascensión de Jesús?
Narraciones veterotestamentarias y extrabíblicas semejantes a la
Ascensión
ASC/FORMA-LITERARIA: Él historiador romano Tito Livio cuenta
en su voluminosa historia el final de la vida de Rómulo, el primer rey
de la ciudad de Roma, del modo siguiente: «Rómulo tuvo un día ante
los muros de la ciudad una asamblea con el pueblo. De repente se
desencadenó una tormenta, que envolvió al rey en una nube espesa.
Cuando se disipó la niebla, ya había desaparecido Rómulo de la
tierra. Rómulo había ascendido al cielo. El pueblo estaba
desorientado al principio pero pronto algunos comenzaron a venerarlo
y por fin todos le rindieron veneración como al protector de la ciudad
que había sido arrebatado al cielo».
También otros autores célebres de la Antigüedad contaron
historias parecidas de personajes arrebatados al cielo; así, por
ejemplo, la historia de Hércules, la de Empédocles o la de Alejandro
Magno. Historias semejantes las encontramos también en el judaísmo.
Se cuenta que Henoc, Moisés, Ezra y Elías fueron arrebatados al cielo
al final de su vida.
Una característica de todas estas narraciones de personajes
arrebatados al cielo es que el acontecimiento se desarrolla en
presencia de espectadores o testigos ante cuyos ojos desaparece el
correspondiente personaje aludido. A menudo se ve envuelto en una
nube que le arrastra hacia arriba. No pocas veces acontece todo en
un monte o en una colina. Casi siempre, antes de la desaparición, los
personajes confían misiones importantes y pronuncian las últimas
palabras de despedida.
Pienso que no es necesario demostrar con detalle que las dos
narraciones de la Ascensión propuestas por San Lucas (Lc 24,50-43;
Hech 1, 4-12) coinciden, hasta en los detalles, con el estilo de
narraciones de este tipo anteriormente existentes. No hay duda
alguna: Cuando se describe en el Nuevo Testamento el desarrollo
visible y concreto de la marcha de Jesús a Dios, se presenta en la
forma corriente en que se describían historias de otras ascensiones;
es una forma narrativa que era usual y corriente en la Antigüedad y
que, como sucede en nuestra actual narrativa, estaba al alcance de
cualquiera que tuviera que contar el fin de la vida de algún personaje
importante.
Los teólogos que hace cien años se permitían establecer
vinculaciones histórico-religiosas entre este tipo de narraciones eran
privados de sus cátedras. Nosotros, en cambio, no nos horrorizamos
por el reconocimiento de que una narración bíblica se cuenta con
formas y ejemplos narrativos existentes previamente y reelaborados al
efecto. Esos conocimientos nos parecen, más bien, una ayuda para
penetrar más hondamente en el significado de las cosas, pues de esa
manera queda definitivamente aclarado que narraciones de ese tipo
no son relatos documentales, sino que expresan en imágenes, y
manifiestan de un modo cifrado y simbólico, lo que de otra manera
resultaría extremadamente difícil de expresar.
Ascensión: Llegada a Dios
De lo que se trata, en definitiva, en las dos narraciones de San
Lucas que nos hablan de la Ascensión, no es de transmitirnos una
descripción de procesos históricos que acontecen en el tiempo y en el
espacio, sino de explicarnos un acontecimiento que significa,
precisamente, la transcendencia del espacio y el tiempo: el camino del
hombre hacia el último sentido de toda la historia, el camino del
hombre hasta Dios. Lucas quiere demostrar que el camino que Jesús
ha recorrido y dejado tras Él no acaba en el fracaso y el vacío, sino
que tiene un sentido que lo llena y plenifica todo. No acaba en la
oscuridad de este mundo, sino en la luz de Dios. No acaba en la nada
absoluta, sino en el corazón de aquel a quien Jesús llamaba su
Padre.
A este respecto, no existe en el Nuevo Testamento ninguna
diferencia real entre la Resurrección y la Ascensión. Ambas
expresiones pretenden, cada una con distintas imágenes y dentro de
un horizonte imaginativo diverso, expresar que Jesús no ha
permanecido en la muerte, sino que precisamente en la muerte ha
alcanzado el último sentido de toda la historia, que es Dios.
Sólo así, en esta perspectiva, tienen sentido nuestras preguntas. Y
ante todo esta pregunta: ¿Todo esto es verdad? ¿Fue la muerte de
Jesús realmente un camino que llevaba desde la oscuridad de este
mundo a la luz eterna de Dios? ¿Encontró Él, realmente, al Padre en
el que había creído y al que había predicado? O expresándonos
gráficamente, ¿encontró Jesús al abrir los ojos después de la muerte
la nada vacía, fría, carente de sentido?
«Discurso de Cristo muerto» del poeta Jean Paul
Jean Paul, un gran poeta alemán casi olvidado, trata precisamente
este problema en uno de sus escritos. El texto que quiero mencionar
lo escribió el año 1795 y lleva el título «Discurso de Cristo muerto,
desde el Edificio del Mundo, en el que afirma que Dios no existe». Es
precisamente un fragmento contrario a la historia bíblica de la
Ascensión. Ya el mismo título anuncia algo inusitado y terrible.
Inusitado y escalofriante es también todo el texto. Jean Paul nos
cuenta un sueño. Ve en este sueño cómo se abre el cielo en la
noche, y nos brinda una mirada al universo infinito. Ve cómo aparece
al descubierto lo más externo y lo más íntimo del mundo, cómo se
resquebrajan los sepulcros y los muertos avanzan temblorosos hacia
la resurrección. Después aparece en el cielo Cristo muerto, una figura
infinitamente noble, estremecida por un indecible dolor. Cuando
aparece, salen a su encuentro, invocándole, los muertos de la tierra,
llenos de un terrible interrogante: Dínoslo, Cristo, ¿existe Dios? Cristo
no tiene más remedio que responderles: ¡No existe Dios! Y después
Cristo cuenta a los muertos de los sepulcros lo que le sucedió a Él en
el momento de su propia muerte: «Atravesé los mundos, subí a los
soles, volé con la vía láctea a través de los desiertos del cielo; pero
no existe Dios. Descendí hasta el límite más apartado en el que el ser
proyecta su sombra, contemplé el abismo y exclamé: Padre, ¿dónde
estás Tú? Pero no pude oír más que el rugido de la tormenta eterna a
la que nadie rige y ver el arco iris protector... que aparecía sin el sol
que lo formó sobre el abismo y dejaba caer las gotas».
Después viene la parte más terrible del texto. Cristo sigue contando
cómo buscó en el espacio inconmensurable los ojos del Padre y no
los encontró. Sólo el cosmos infinito le miraba rígidamente con su
órbita vacía y sin fondo; y la eternidad yacía en el caos y se roía y
rumiaba a sí misma.
El «Discurso de Cristo muerto, desde el Edificio del Mundo, en el
que afirma que Dios no existe» es literariamente uno de los textos
más importantes de la literatura alemana; y también, sin duda, uno de
los más espeluznantes. Jean Paul no sólo anticipó con él muchas de
las angustias y soledades del hombre moderno, sino que expresó
también con certeras palabras la tentación que se podría formular así:
¿Qué sucedería después de la muerte si no existiera nada de cuanto
anuncia la fe? ¿Qué pasaría si después llegara la nada, la noche
profunda, el sueño eterno sin fin y sin un nuevo despertar? ¿Y si toda
esperanza y toda fe hubieran sido en vano? ¿Y si nuestra muerte
acabara no en un último sentido, sino en un interrogante eterno, en
un último y definitivo fracaso?
Creo que sólo haciéndolo así, planteamos a las narraciones
bíblicas de la Ascensión las preguntas más auténticas y decisivas.
Quien, todavía hoy, sigue especulando respecto a estas narraciones
sobre si se han desarrollado los acontecimientos, basta en sus más
mínimos detalles, tal como lo cuenta el evangelista, es que no ha
entendido aún de qué se trata realmente. Se trata, en definitiva, de lo
siguiente: «¿Tiene nuestra vida una última meta o no? ¿Tiene
nuestra vida un último sentido, que da significado a todo lo demás, o
no?». La respuesta a estas preguntas no puede darla nadie por
nosotros. Somos nosotros mismos los que tenemos que decidir entre
la perspectiva que esboza Jean Paul y la que dibuja San Lucas; entre
un último sentido y un vacío definitivo; entre un último sentido y un
último sinsentido. Ante esta opción nos sitúa la fiesta de la Ascensión
de Cristo; ante esta opción nos sitúa la Pascua; esta es la opción que
tenemos que hacer durante toda nuestra vida.
3. ¿Qué sucede después de la muerte?
¿«Qué sucede después de la muerte?» ¿Tiene auténtico sentido
esta pregunta? ¿Tenemos derecho a formularla de esta manera?
¿Nos es lícito hablar sobre realidades que trascienden nuestra
existencia? ¿Puede realmente ayudarnos una mirada al más allá?
¿Nos hacemos mejores si reflexionamos sobre una vida
imperecedera? ¿Nos volvemos más nobles, más honrados, más
justos, más sabios, más humanos? ¿No sería mejor encauzar todas
nuestras fuerzas a realizar en este mundo, lo mejor posible, nuestra
existencia? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en llevar la vida,
que se nos. ha dado ahora, lo más decente y humanamente posible y
callarnos respecto a todo lo demás? ¿No es mejor aceptar
silenciosamente el misterio de la vida, su oscuridad y sus enigmas,
con paciencia, valentía y una confianza callada y serena, y dejar el
más allá como un misterio del que nada sabemos? Hace algún tiempo
hablaba yo con un anciano pastoralista al que se le. estimaba y que
gozaba de bastante prestigio en su obispado. Había servido
ejemplarmente a su parroquia y había explicado de modo responsable
el Evangelio, domingo tras domingo, a su comunidad. No se le podía
reprochar, en modo alguno, que hablase a la ligera e irreflexivamente.
Me quedé muy pensativo cuando este hombre me dijo en el curso de
nuestra conversación:
«Mire Ud.: nosotros los teólogos hablamos demasiado fácilmente de
la vida después de la muerte, del más allá, de la resurrección. Se nos
escapan las palabras de los labios con demasiada facilidad al tratar
estos temas. Yo he conocido en mi comunidad a muchas gentes y
especialmente a personas humildes y sencillas, como también a
ancianos y enfermos. Y tengo que confesarle que lo que más
preocupaba a estas gentes no era lo que vendría después de la
muerte. Su auténtica preocupación era: ¿Son felices mis hijos? ¿He
hecho yo lo suficiente por ellos? ¿Qué será de mis seres queridos?
¿Cómo se las arreglará mi marido o mi esposa cuando falte yo? O
también: ¡Estoy siendo una carga para los demás con mi enfermedad!
» Estos eran sus problemas y preocupaciones. «¡He conocido a
tantos hombres», me decía este anciano párroco, «que no hablaban
nunca del más allá y que no preguntaban jamás por la vida eterna y
que, sin embargo, habían aprendido a aceptar tranquilamente su vida
y que supieron, en definitiva, vivirla hasta el fin con paciencia y
valentía! ¿No es ésta, realmente, la auténtica postura cristiana? ¿Es
que se puede conseguir más? ¿Debemos hablar nosotros a estos
hombres también del más allá?»
Estas palabras me han hecho reflexionar mucho, precisamente
porque las había pronunciado un párroco que era un pastor ejemplar
y del que yo sé que jamás ha omitido lo más mínimo del mensaje
cristiano. Y sin embargo, yo no podía estar de acuerdo con lo que me
decía. Es verdad, naturalmente, que muchos hombres no viven para
sí mismos, sino también para los demás; que han aceptado su vida
con paciencia y valentía y que apenas preguntan por el más allá, si es
que lo hacen alguna vez, y que no se puede negar que llevan una
verdadera vida cristiana en el fondo, porque dicen sí a esta vida, a su
sentido y a su misterio. En esto estoy plenamente de acuerdo.
Pero pienso que este modo de vivir el cristianismo, de una manera
silenciosa y callada, no puede ser el último objetivo. Así como es
humano aceptar silenciosamente lo inescrutable, no podemos olvidar
que el hombre es, al mismo tiempo, un ser que no deja de
preguntarse y que sigue indagando en la búsqueda de la realidad
total sin cansarse nunca de formular nuevos interrogantes.
Precisamente esa actitud indagadora es la que le distingue del
animal, y cuando se limita a callar y se resigna y no se inquieta
constantemente buscando siempre nuevas preguntas, con la
esperanza de obtener una respuesta, hay que decir que no se realiza
en su plenitud como auténtico ser humano.
Por eso opino que podemos y debemos preguntarnos: ¿Qué viene
después de la muerte? ¿Qué sucede con nuestra vida; con nuestro
yo; con nuestra conciencia; con nuestra existencia, una vez que
hemos muerto? ¿Se acaba todo en ese momento para nosotros?
¿Viene entonces la noche interminable, el sueño eterno, la nada?
¿Nos extinguimos para siempre, o surge en ese instante lo auténtico,
la verdadera vida, que nosotros los cristianos designamos como la
bienaventuranza eterna (una expresión un poco desfasada quizá,
pero al fin y al cabo insustituible)? ¿Qué sucede después de la
muerte? Tenemos el derecho y el deber de plantearnos esta
pregunta.
Pero aun admitiendo que tengamos derecho a plantearnos estas
preguntas, ¿existe realmente una respuesta? Cuando hablamos
sobre el aspecto teológico de la muerte, es decir, sobre lo que nos
sucede en la muerte y más allá de la muerte, estamos hablando sobre
una cuestión que ninguno de nosotros ha experimentado aún y sobre
un camino que ninguno de nosotros ha recorrido todavía. ¿Puede
haber una respuesta a semejantes preguntas?
Es claro que no es posible una respuesta fuera del ámbito de la fe.
Lo que nos sucede después de la muerte sólo lo podemos saber por
la fe y, por eso, sólo es posible abordar el tema a partir de la fe. Esto
tiene que quedar bien claro desde el principio. No hablo aquí como
experto en ciencias naturales, ni como médico ni como filósofo, sino
como teólogo, es decir, como un intérprete de la palabra de Dios. Y
por eso recalco, una vez más, que lo que nos sucede después de la
muerte sólo lo podemos saber por la fe.
La expresión «sólo podemos conocerlo por la fe» no hay que
entenderla como algo negativo, como algo a lo que hay que recurrir
cuando no se sabe nada con exactitud. Pues no es eso lo que
significa «creer», considerado desde una perspectiva teológica. La fe
significa un conocimiento personal. Creer significa fiarse totalmente
de otro y llegar a conocer por ese medio. Lo decimos en el mismo
sentido en que nos sucede llegar a conocer las realidades más
importantes de la vida humana, sólo porque creemos y confiamos.
FE/A-RIESGO: Comencemos inmediatamente por la realidad más sublime e importante para la vida humana: la experiencia
del cariño y del amor. Que haya alguien que nos ame de corazón, sólo podemos creerlo; y sólo podemos fiarnos de que sea
verdaderamente así. No sirven en esto los análisis ni los experimentos. Cuanto más seccionamos e investigamos a un hombre
psicológicamente, tanto más se nos escapa de las manos.
Naturalmente que hay expresiones, signos e incluso pruebas de amor.
Pero ¿cómo podemos saber si tras todas esas expresiones de amor
que nos da una persona no se oculta el más sutil y larvado egoísmo?
Que una persona nos ame verdaderamente, sólo lo podemos creer.
Sólo cuando creemos en el amor del otro y le correspondemos con
nuestro propio amor y sólo cuando somos capaces de asumir el
riesgo de que nos dejen plantados como estúpidos o engañados, es
cuando experimentamos realmente y de un modo definitivo que somos
amados.
Así acontece, tal como hemos dicho, con las realidades más
importantes de nuestra vida humana; y así sucede, por tanto, con
nuestro conocimiento sobre lo que encontraremos en el momento de
la muerte. También en esto tenemos que creer y confiar. Tenemos
que creer que en nuestra muerte están escondidos la meta y el
misterio de nuestra vida; sí, tenemos que creer que en la muerte se
abrirá ante nosotros un horizonte infinito, porque nosotros no morimos
para sumergirnos en la nada, sino en Dios: entonces es cuando
encontraremos definitivamente y para siempre a Dios. Pero con esto
no hemos conseguido todavía adentrarnos en el contenido nuclear
del tema, que es el siguiente: ¿Qué viene después de la muerte? Y la
primera respuesta es ésta:
En nuestra muerte encontraremos definitivamente y para siempre a
Dios
Lo decisivo de esta frase es la palabra «definitivamente». Porque,
ya en nuestra vida terrena, encontramos a Dios de muchas maneras.
Le encontramos en los momentos de felicidad y cuando rezamos para
pedir algo que necesitamos. Le encontramos en nuestros actos
litúrgicos, cuando levantamos hacia El nuestra mirada y le damos
gracias por algo. Le encontramos también en cada servicio que
prestamos a otros y en cualquier intercambio positivo que
mantenemos con nuestros semejantes.
Pero en todos estos encuentros Dios permanece oculto para
nosotros. Parece callar. Sí; parece como que se nos escapara
constantemente de nuestra vista. No le podemos retener nunca ni
podemos decir jamás: ahora le he conocido. Constantemente nos
encontramos de camino en su búsqueda y constantemente tenemos
que comenzar a buscarle. Encontramos a Dios de muchas maneras,
pero nunca llegamos a conseguir el fin apetecido del encuentro
pleno.
Sin embargo, en la muerte encontraremos definitivamente a Dios; al
Dios de nuestras oraciones; al Dios de nuestras aspiraciones, de
nuestra esperanza y de nuestra fe. Cuando hablamos del cielo, no
nos referimos a una cierta clase de cosas que allí nos esperan. Sólo
hay cosas en este mundo terreno. Cielo significa exclusivamente
encuentro con Dios mismo. Dios mismo resplandecerá entonces ante
nosotros y no existe hombre alguno que pueda describir cómo será
eso. Lo más que podemos hacer es pensar en momentos de nuestra
vida en los que parecen desprenderse repentinamente las escamas
de nuestros ojos y en los que súbitamente, como sacudidos por un
profundo estremecimiento, descubrimos relaciones y conexiones que
antes no habíamos soñado ni imaginado nunca.
Pero tales comparaciones no son, en el fondo, más que pálidos
reflejos que tienen que difuminarse ante el estremecimiento gozoso y
pleno del encuentro real con Dios. En nuestra muerte encontraremos
a Dios definitivamente. Y entonces comprenderemos que siempre ha
estado enormemente próximo a nosotros, de un modo misterioso;
incluso en los momentos que pensábamos que El estaba lejos.
Entonces conoceremos lo grande y lo santo que es Dios; infinitamente
más grande y más santo que la imagen que de El nos habíamos
formado. Dios aparecerá tan grandioso y santo ante nosotros que
sólo con eso colmará todo nuestro pensamiento y todo nuestro ser.
definitivamente y para siempre.
Desde esta perspectiva, «el descanso-eterno», expresión con
que los cristianos acostumbramos a designar la vida junto a Dios, no
me parece a mí una expresión acertada y feliz. El encuentro con Dios
no es un descanso eterno, sino una vida increíble y vertiginosa; un
huracán de dicha que nos arrastra, pero no en un sentido
indeterminado cualquiera, sino cada vez más profundamente hacia el
amor y la bienaventuranza de Dios. En nuestra muerte encontraremos
definitivamente y para siempre a Dios. Y así llego a la segunda
afirmación:
Este encuentro se convertirá para nosotros en juicio
JUICIO/QUE-ES: Cada uno de nosotros ha experimentado ya, sin
duda, algo semejante. Encontramos a un hombre que es pura bondad
y rectitud y entonces se ve uno a sí mismo con otros ojos.
Advertimos, de pronto, que nuestra postura era egoísta y estrecha
hasta en las fibras más profundas del corazón; que el camino que
hemos recorrido ha sido triste y que deberíamos dar un vuelco total a
toda nuestra vida. Precisamente cuando un hombre bueno e
importante tiene confianza en nosotros y nos aprecia y ama, nos
invade -a pesar de toda la inmensa alegría- una profunda turbación;
la turbación por lo poco que hemos merecido la confianza y el amor
de los demás.
Experiencias de este tipo son plenamente necesarias, si queremos
comprender por qué el encuentro con Dios se va a convertir en juicio
para nosotros. Cuando encontremos a Dios en el momento de
nuestra muerte, conoceremos, por primera vez, lo que realmente
hemos sido. Dios no necesita sentarse para ser nuestro juez; no
necesita interrogarnos como interroga el juez humano a sus
acusados; no necesita decirnos: en este y en este punto has fallado
lamentablemente, esto y esto tienes que pagar; aquí está tu culpa, no
tengo más remedio que condenarte. No, Dios no celebrará un juicio
de ese tipo.
Todo será de una manera completamente diferente: precisamente
al experimentar nosotros, en el encuentro definitivo con Dios, la plena
dimensión de la bondad y del amor con que Dios nos amó durante
nuestra vida terrena, se nos abrirán los ojos sobre nosotros mismos.
Y reconoceremos, sumidos en una terrible turbación, nuestra
autosuficiencia; nuestra dureza de corazón; nuestra falta de amor y
nuestro egoísmo. Todos nuestros autoengaños y las ilusiones vanas
que hemos ido forjando en nosotros a lo largo de nuestra vida se
derrumbarán de golpe. Caerán también todas las máscaras tras las
cuales nos. hemos escondido. Tenemos que abandonar también
todos los papeles que hemos desempeñado ante nosotros mismos y
ante los demás. Esto será infinitamente doloroso y nos quemará como
el fuego. Cuando Dios resplandezca con toda su luz ante nosotros,
comprenderemos de golpe lo que nosotros habríamos podido ser y lo
que hemos sido en realidad.
PURGATORIO/QUE-ES: Eso es también, y al mismo tiempo,
nuestro «purgatorio». La palabra «purgatorio» es ciertamente una
palabra totalmente desafortunada y equívoca que sólo de muy mala
gana sale hoy en nuestras conversaciones. Es una palabra lastrada.
No aclara las cosas, sino que las hace aún más difíciles. Pero el
núcleo medular que esta palabra realmente expresa es una realidad
que también la teología moderna sabe tomarse muy en serio. Su
contenido fundamental consiste en que a nosotros se nos abrirán los
ojos sobre nosotros mismos en el encuentro con el Dios santo; que el
conocimiento de lo que somos en realidad, será para nosotros
terriblemente doloroso; que este dolor va a ser precisamente el que
nos va a purificar y nos va a capacitar, en última instancia, para
realizar el encuentro con Dios. Pero todo esto no como un proceso
que se nos impone como castigo temporal o como un estado, sino
como un acontecimiento que se realiza inmediatamente en el
encuentro con Dios; como un acontecimiento que es el que realmente
posibilita ese encuentro con Dios. Lo mejor sería afirmar
sencillamente: El encuentro con Dios en el momento de nuestra
muerte se va a convertir para nosotros en juicio; en JUiCio que nos va
a quemar como fuego. Quizá todo esto serían afirmaciones
unilaterales si no añadiéramos inmediatamente una tercera
afirmación:
En este encuentro experimentamos nosotros a Dios no sólo como
nuestro juez; sino que experimentamos, al mismo tiempo y para
siempre, su misericordia y su amor.
Permítaseme, también en este punto, tomar el agua desde más
arriba. Una de las exigencias más claras y apremiantes propuestas
por Jesús es la obligación que tenemos siempre de perdonarnos unos
a otros. No sólo siete veces, sino setenta veces siete; es decir,
siempre. Y no sólo debemos perdonar a aquellos que nos aman y son
buenos con nosotros, sino justamente también a aquellos que nos
odian. Dios exige, por tanto, de nosotros una ilimitada disponibilidad al
perdón, sin medidas ni condiciones previas. Esto significa, así mismo,
que Dios perdona de la misma manera. De otro modo, nos exigiría a
nosotros algo que El mismo no hace. Eso no puede ser. El perdona
siempre y sin ninguna excepción. Su misericordia no conoce limites. Si
no, ¿cómo podría haber dicho Jesús que nosotros teníamos que ser
misericordiosos como lo es nuestro Padre del cielo?
Podemos confiar, pues, en que encontraremos a la hora de la
muerte a un Dios bueno y misericordioso. La bondad y el amor de
Dios no sólo nos acompañan durante la vida, sino que solamente se
nos revelarán en toda su plenitud cuando encontremos
definitivamente a Dios; cuando se nos abran los ojos y conozcamos
nuestra dureza de corazón y nuestra falta de misericordia.
Precisamente entonces saldrá Dios a nuestro encuentro como el
padre bondadoso de la parábola; no nos interrogará sobre nuestras
culpas y nuestra justicia, sino que nos apretará contra su corazón
animado por una alegría infinita. Esta será la auténtica experiencia de
nuestra muerte: el amor, la bondad y la misericordia de Dios.
Ya he dicho anteriormente que sólo por fe podemos creer que la
meta y el misterio de nuestra vida están escondidos en nuestra
muerte. Y ahora deseo añadir también que sólo por la fe podemos
esperar que Dios saldrá entonces a nuestro encuentro lleno de amor
y misericordia. Es claro y evidente que esto no se puede demostrar
en modo alguno. Pero ya lo hemos dicho también antes: el amor
nunca se puede probar. Sólo se puede creer en él. Sólo se puede
responder a él arriesgando nuestro propio amor. El que está
dispuesto a asumir el riesgo de creer en el amor de Dios, al final no
pertenecerá al grupo de los estúpidos ni de los desengañados. Al que
cree en el amor de Dios, la muerte le conducirá al misterio
incomprensible e inefable de ese mismo amor de Dios.
Hasta ahora hemos hablado bastante extensamente de Dios; de
Dios tal como saldrá al encuentro del hombre en el momento de la
muerte; del Dios que resplandecerá ante nosotros; del Dios justo y
perdonador. Ha llegado el momento de ocuparnos algo más
detalladamente del hombre al que va a salir a recibir ese Dios. Habrá
podido notarse, sin duda, que hasta ahora he hablado siempre del
«hombre», y nunca de su alma. Hasta ahora no he dicho nunca: el
alma del hombre va al encuentro de Dios en la muerte, sino siempre:
el hombre encuentra a Dios. Esto lo he dicho conscientemente y muy
en consonancia con una amplia corriente dentro de la teología
actual.
En los siglos pasados era muy frecuente encontrar esta
formulación: En la muerte, el alma del hombre se separa del cuerpo;
el alma llega a Dios y es juzgada por El. Si Dios concede la
bienaventuranza eterna al alma, ésta goza de la visión beatífica de
Dios hasta que le sea asignado el cuerpo transfigurado por Dios el
día del Juicio final, cuando resuciten los muertos. Esta concepción se
impuso pronto en la teología, durante los primeros siglos y sigue aún
viva dentro de amplios sectores cristianos.
Pero tiene que quedar bien claro que esta explicación no es sino
una imagen auxiliar; un tipo de representación ligada a un momento
cultural determinado. Este modelo imaginativo intentaba explicar que
el Nuevo Testamento habla de la resurrección del hombre completo al
final de los tiempos; a la vez tenía que tener en cuenta que ya
inmediatamente, en el mismo momento de la muerte, tiene el hombre
que encontrarse con Dios. No es posible eliminar de la fe cristiana
ninguno de estos elementos: la resurrección corporal en el juicio final
y el encuentro de cada hombre con Dios ya en el momento de la
muerte. Se pretendía mantener ambos elementos y se pensaba que
sólo era posible mantenerlos imaginando que el alma, inmediatamente
después de la muerte, iba al encuentro con Dios y que el cuerpo, por
el contrario, sólo al fin del mundo sería resucitado por Dios.
Todo este modo de entender las cosas va siendo abandonado hoy
cada vez más por la teología, pues esta concepción parte de unos
presupuestos que no provienen, en modo alguno, de la Biblia, sino de
la filosofía griega; presupuestos que le resultan cada vez más
discutibles a la teología moderna; a saber: que el hombre pueda
descomponerse limpiamente en cuerpo y alma; que, además, el alma
sea la parte mejor y más importante del hombre y que el alma pueda
ir, incluso sin el cuerpo, al encuentro con Dios. Pero ¿puede
hablarse de alma entendida en ese sentido?; ¿es lícito imaginar el
cuerpo y el alma como dos elementos que pueden disociarse y
separarse y a los que también se les puede unir de nuevo?
Evidentemente hoy no es posible hablar así.
ALMA/CUERPO: El cuerpo y el alma no son dos partes del
hombre, sino dos modos diversos de una realidad única e indivisible
que es el hombre. El hombre es alma y cuerpo. Pero es ambas cosas
en una unidad indisoluble. Por eso la muerte afecta, también, a todo
el hombre. Quien sostenga que la muerte sólo afecta al cuerpo, no
toma en serio la realidad de la muerte. Parece entonces como si el
alma, en la muerte, liberada del cuerpo como de una cárcel, se
dirigiese al encuentro con Dios. No; la muerte alcanza a todo el
hombre, a toda su existencia. Nosotros tenemos que morir, nosotros y
todo lo que es nuestro.
Quien se represente las cosas de otra manera, tiene que
preguntarse si hace realmente justicia a la pavorosa importancia y
seriedad de la muerte. Sí; tiene que preguntarse si no considera al
cuerpo como algo superfluo, quizá, incluso, como algo negativo. Pues
si el alma halla su plena y perfecta felicidad en la contemplación
intuitiva de Dios, prescindiendo del cuerpo, entonces la resurrección
de la carne es algo sencillamente superfluo. ¿No se habrá deslizado
en esta concepción del hombre un oculto desprecio y desestima del
cuerpo?
También es válida entonces esta otra formulación: si se afirma que
el hombre constituye una unidad, que es todo el hombre el que debe
experimentar la muerte, entonces será más fácil y más inequívoco
mantener que, en la muerte, es también todo el hombre, en cuerpo y
alma, el que llega a Dios. Pues cuando morimos no nos sumergimos
en la nada, sino en la vida eterna junto a Dios. La muerte nos afecta
como totalidad, pero nos sitúa también en lo que será nuestro
permanente estado definitivo, frente a Dios. Nosotros y todo lo que es
nuestro tiene que morir. Eso es cierto. Pero también esto otro es
igualmente cierto: nosotros llegaremos a Dios, nosotros y todo lo
nuestro. Si afirmáramos solamente que nuestra alma llega a Dios en
Ia muerte y entendiéramos el alma como una realidad distinta de
nuestro cuerpo, entonces no podríamos mantener la afirmación de
que somos nosotros, con todo lo que constituye nuestro ser humano,
los que llegamos a Dios. Pues el hombre no es sólo un alma
abstracta. El hombre es también cuerpo; más aún, el hombre es todo
un mundo. Al hombre le pertenecen sus alegrías y sus sufrimientos,
sus gozos y sus tristezas, sus acciones buenas y malas, todas las
obras que ha llevado a cabo en su vida, todas las cosas que ha
creado, todas las ideas y proyectos para los que ha vivido, todos los
momentos que ha soportado, todas las lágrimas que ha derramado,
todas las sonrisas que han alegrado y vivificado su rostro, su larga y
personal historia que ha recorrido: todo esto es el hombre. Y todo
esto no lo es sólo en cuanto alma; esto lo es también, y precisamente,
en cuanto cuerpo. Si no llegara todo el hombre con alma y cuerpo a
Dios, no podría tampoco presentar toda la historia de su vida ante
El.
Hace muy poco llegó a mis manos una poesía del poeta ruso
Jewgenij Jewtuschenko que me impresionó mucho. Había sido capaz
de explicar, de un modo intuitivo, lo que quiero decir. La poesía es
como sigue:
Cada uno tiene su mundo propio, secreto, personal.
Se dan en este mundo los mejores momentos,
hay en este mundo horas terribles;
pero todo esto permanece oculto a nuestros ojos .
Y cuando muere un hombre,
muere también con él su primera nieve
y su primer beso y su primera lucha...
todo se lo lleva él consigo.
¿Qué sabemos nosotros sobre los amigos, los hermanos?
¿Qué sabemos nosotros de nuestros seres más queridos?
Y sobre nuestro propio padre
nosotros, que todo lo sabemos, no sabemos nada.
Los hombres se van...
Ya no es posibIe el regreso.
Sus secretos mundos no pueden reaparecer.
Continuamente desearía yo gritar de nuevo
esta irreversibilidad.
Cada hombre, dice Jewtuschenko, es un mundo para sí, un mundo
propio, incambiable. En cada hombre palpitan las vivencias y
experiencias de su pasado. Sumidas en lo profundo del inconsciente
descansan la experiencia de nuestro primer amor, la experiencia de
nuestro primer dolor, la vivencia de nuestra primera nieve. Y porque
cada uno tiene sus experiencias totalmente propias, que sólo puede
tener él y que sólo a él le pertenecen, por eso es cada hombre un
misterio infinitamente valioso e incomprensible y exactamente por eso
es la muerte algo terrible. Cuando un hombre muere, mueren con él,
al mismo tiempo, su primer beso y su primera nieve, todo su amor y
todo su sufrimiento, su alegría y su dolor. Cuando muere un hombre,
desaparece un mundo plenamente personal, un mundo original y
único, distinto a todos los demás que le habían precedido y que le
seguirán.
Yo opino que esta perplejidad ante el mundo misterioso e
incambiable que es propio de cada hombre, es un presupuesto
incondicionalmente necesario para poder comprender, de alguna
manera, lo que se quiere decir cuando hablamos de la resurrección
de los muertos desde una perspectiva de fe. Pues la resurrección
significa que es todo el hombre el que llega a Dios; todo el hombre
con todas sus experiencias y con todo su pasado, con su primer beso
y con su primera nieve, con todas las palabras que ha pronunciado y
con todos los hechos que ha realizado. Pues bien: todo esto es
infinitamente más que un alma abstracta y, por eso, no es imaginable
que sea sólo el alma la que llegue a Dios en el momento de la muerte.
Por tanto me gustaría añadir esta cuarta afirmación:
En el momento de la muerte se presenta ante Dios todo el hombre
en «cuerpo y alma»; es decir, con toda su vida, con todo su mundo
personal y con toda la historia incambiable de su vida.
H/RELACION: Ahora tenemos que dar un paso más. Es uno de los
conocimientos básicos de la antropología actual que el hombre no
puede realizarse a sí mismo sin el encuentro con los demás hombres.
Existencia significa vivir en contacto con los demás. Existir significa
recoger experiencias en contacto con los demás. Sólo el que de niño
ha experimentado la bondad de sus padres puede ser más tarde, él
mismo, bondadoso y bueno. Sólo aquel que ha sido amado
profundamente es capaz de amar, él mismo, más adelante. Sólo el
que ha conocido y admitido a otros hombres en su rica y multiforme
diversidad puede conocerse a sI mismo. El hombre se realiza
realmente como hombre en relación con los demás, en una vivencia
común del mundo.
He dicho anteriormente que cada hombre posee su mundo propio y
personal y que lleva consigo ese mundo a Dios. Y ahora tengo que
añadir: A este mundo propio y personal pertenecen también los
demás hombres con los que cada uno ha convivido durante su vida. A
este mundo pertenecen el padre y la madre, la hermana y el
hermano, la esposa y el esposo, los hijos, los parientes, los amigos,
aquellos por quienes se asumió una responsabilidad y otros muchos
hombres más. Todos ellos han dejado su impronta en nosotros; todos
ellos pertenecen a la historia de nuestra vida. Nuestra realización
humana no es ni siquiera pensable sin los múltiples vínculos que nos
ligan a los hombres que viven en nuestro entorno.
Si es verdad que nosotros nos presentamos ante Dios con todo
nuestro mundo, es verdad también que nos presentamos ante El con
todos estos hombres. Y si pensamos ahora que los hombres con
quienes estamos vinculados nosotros están ellos, a su vez, vinculados
con otros muchos más y así sucesivamente, entonces
comprenderemos que no sólo se puede hablar del encuentro de cada
hombre con Dios, sino que se tiene que hablar también y al mismo
tiempo del encuentro de todos los hombres con Dios; sí, del
encuentro de toda la historia con Dios. Por eso formulo esta quinta
afirmación:
El resto del mundo y toda la historia están indisolublemente
vinculados con nuestro propio mundo personal. Por eso, en el
momento de la muerte, se presenta juntamente con nosotros, ante
Dios, todo el resto de la historia.
También la Iglesia ha creído siempre que toda la historia se
presentará ante Dios; que Dios aparecerá ante todos los hombres y
ante la historia toda; que El juzgará a todos los hombres y a toda la
historia; y finalmente, que no participaremos de la vida de Dios como
individuos particulares, sino en la comunidad de los santos. La
teología dogmática tradicional desplazó naturalmente este encuentro
de toda la humanidad con Dios a un determinado momento, en el Fin
del Mundo. Desde el momento en que se admite en serio que es el
hombre entero el que comparece ante Dios en el momento de la
muerte, y se acepta, al mismo tiempo, que a cada hombre particular le
pertenece su cuerpo y toda una parte del mundo, y que ese mundo lo
constituyen otros muchos hombres, desde ese mismo instante hay
que admitir necesariamente que yo y cada uno de los hombres
tendremos que presentarnos ante Dios, en el momento de la muerte,
con todos los hombres que tienen vinculación conmigo y con mi
propio mundo; es decir, que tendremos que comparecer cada uno de
nosotros ante Dios con todo el resto de la humanidad.
Pero ¿cómo va a ser eso posible? ¿No es todo esto absurdo? Yo
vivo, pero muchos de mis amigos han muerto ya. ¿Cómo van a
presentarse ellos al mismo tiempo que yo ante Dios? Y otra dificultad:
yo muero, pero otros siguen viviendo. Y también: yo y los hombres
con los que he convivido hemos muerto; pero la historia sigue su
curso milenio tras milenio. ¿Cómo puede afirmarse que toda la
historia, que todos los hombres, comparecerán juntamente conmigo
ante la presencia de Dios en el momento de mi muerte? Pienso que
es imprescindible, en este momento, decir algo respecto al concepto
de tiempo.
TIEMPO/QUE-ES: El tiempo aparece ante nosotros, sin duda, como
algo sumamente real. El tiempo dentro del cual queda enmarcada
nuestra vida se nos presenta como algo férreo e inmodificable.
Vivimos en el tiempo, tenemos que adaptarnos a él y no podemos
saltárnoslo. Y sin embargo, el tiempo es algo mucho más irreal y
quebradizo de lo que pudiera parecer en un primer momento. Pues el
tiempo no es una cosa como las demás cosas de este mundo. El
tiempo en sí mismo no es una realidad. El tiempo es una forma de
captación de nuestra conciencia. Es un esquema en el que nos otros
vivimos la duración de las cosas. Ya en la microfísica se le asesta un
duro golpe a nuestro concepto del tiempo. Los fenómenos
parapsicológicos muestran bien claramente la relatividad del tiempo.
Más allá de nuestro mundo, ¿existe aún tiempo? Nosotros suponemos
esto con frecuencia como algo evidente. El que distingue entre el
juicio personal después de la muerte y el Juicio U1timo al Fin del
Mundo, presupone que existe tiempo en el más allá. Quien admite que
la purificación del hombre después de la muerte exige un determinado
tiempo, presupone que existe tiempo en el más allá. Quien admite que
el alma humana está, en primer lugar, junto a Dios sin el cuerpo y que
el cuerpo sólo se une a ella más adelante, presupone que existe el
tiempo en el más allá. Sin embargo, en realidad, el tiempo,
exactamente lo mismo que el espacio, es una función de nuestro
mundo terreno. El espacio y el tiempo son formas de captación con
las que nosotros experimentamos la existencia terrena. Tienen
consistencia o caen con la experiencia de este mundo nuestro. En el
mundo de Dios ya no existe nuestro espacio ni tampoco nuestro
tiempo.
Esto significa, por tanto, que el hombre, desde el momento en que
muere y penetra en el mundo de Dios, no existe ya en el tiempo, sino
más allá de todo tipo de tiempo terreno. Sólo tiene algo que ver con el
tiempo terreno en cuanto que todos los momentos de su existencia
están refundidos en su nueva existencia junto a Dios. Su nueva
existencia junto a Dios es el compendio y el fruto de todo su tiempo
terreno, ciertamente transfigurado y sublimado por Dios; pero su
nueva existencia, en sí misma, ya no es una existencia en el tiempo.
Si estas reflexiones son válidas, entonces no podemos decir que un
hombre concreto esté junto a Dios antes que otro cualquiera. Eso
supondría, sin duda, que en el más allá sigue existiendo el tiempo
terreno; que allí transcurren los días, los meses y los años igual que
en este mundo. Pero, más bien, tenemos que decir lo siguiente: Como
junto a Dios ya no sigue existiendo ningún tipo de tiempo terreno,
entonces todos los hombres, aunque hayan muerto en épocas e
instantes diversos, encontrarán a Dios «al mismo tiempo», en el único
y eterno «momento» de la eternidad. Como junto a Dios ya no existe
ninguna clase de tiempo terreno, entonces ha pasado ya la historia
en el momento en que yo muero, y mi encuentro con Dios coincide
con el encuentro de toda la humanidad con El. Como junto a Dios ya
no hay ninguna clase de tiempo terreno, entonces mi muerte es ya el
Ultimo Día e igualmente ha llegado con mi muerte la resurrección de
la carne. Es posible también formular todo esto del modo siguiente: Al
morir un hombre y dejar, por eso, el tiempo tras sí, llega a un «punto»
en el que todo el resto de la historia llega con él «al mismo tiempo» a
su fin Y todo esto, a pesar de que esta historia, «dentro» de la
dimensión del tiempo terreno, haya dejado atrás tramos inmensos e
inconmensurables.
Ahora puede comprenderse por qué parto con tal confianza de que
no sólo es mi alma la que encuentra a Dios, sino toda mi existencia y
juntamente con ella toda la humanidad. Y ahora es posible
comprender, también, por qué los novísimos, es decir, las realidades
más transcendentales de este mundo, que se vislumbran tan lejanas
en la teología dogmática tradicional que no parecen llamar
especialmente la atención de nadie, adquieren una gran actualidad y
una diáfana cercanía. El Fin del Mundo está llamando ya a mi puerta.
El momento del Juicio no está lejano. Todos nosotros vivimos en los
últimos tiempos; estamos ya próximos al fin. Y ahora la sexta
afirmación:
En la muerte se desvanece todo tiempo. Por eso, al traspasar la
muerte, experimenta el hombre no sólo su propia plenitud, sino, al
mismo tiempo, la plenitud y consumación del mundo.
Y llego a un último punto que, entendido correctamente, es el más
importante. Hasta ahora he estado hablando sólo de Dios y del
hombre, pero no había introducido a Cristo en la reflexión. Esto
significa, por tanto, que todavía no había abordado la dimensión
auténticamente cristiana de Ia muerte y la eternidad. Ha llegado ahora
el momento más propicio para hacerlo con toda claridad.
Cuando el Nuevo Testamento habla de la vida eterna, es decir, de
aquello que acontece en la muerte y al Fin del Mundo, no habla jamás
sólo de Dios, sino siempre conjuntamente de Jesucristo. Y lo mismo
hace toda la tradición cristiana. Todo lo que he dicho hasta ahora del
encuentro definitivo del hombre con Dios se explica en el Nuevo
Testamento, de la misma manera, como encuentro con Cristo.
Nuestra muerte es el gran y definitivo encuentro con Cristo; El
aparecerá ante nosotros; El es nuestro juez y salvador; El
transformará nuestro pobre cuerpo asemejándolo a la figura de su
cuerpo resucitado; El juzgará al mundo y otorgará la vida eterna:
Todo esto lo afirma de Jesucristo el Nuevo Testamento.
Esta presencia conjunta de Dios y de Jesucristo en los
acontecimientos finales no es mera yuxtaposición de dos presencias.
Si somos exactos, tenemos que decir: Nosotros encontraremos a Dios
en Jesucristo. En El resplandecerá Dios ante nosotros. En su
presencia contemplaremos nosotros la presencia de Dios. En el
encuentro con El experimentaremos el Juicio de Dios. En El nos
concederá Dios su misericordia. En El encontraremos la vida eterna
de Dios. En una palabra:
Nuestro definitivo encuentro con Dios acontece en Jesucristo
Si queremos profundizar en las afirmaciones mantenidas por el
Nuevo Testamento y la Tradición, cabe preguntarse por qué es esto
así; por qué encontraremos definitivamente a Dios en Jesucristo. Y la
respuesta no puede ser más que ésta: Porque así ha sido también en
la historia. Dios nos ha hablado en muchas ocasiones y de muchas
maneras; pero su última, definitiva e insuperable palabra nos la ha
dicho en Jesucristo. En El, Dios se ha convertido en la definitiva
revelación y en la definitiva presencia en este mundo. En El se ha
vinculado Dios definitivamente a este mundo. En El se ha revelado el
sí amoroso de Dios al mundo y al hombre de un modo definitivo y
para siempre. Quien desde ahora desee saber quién es Dios, tiene
que contemplar a Jesús. El que le ve a El, ve también al Padre. Jesús
es el lugar en el que la acción liberadora y redentora de Dios para
con el mundo ha alcanzado su máxima profundidad.
Ahora bien, si Jesús es el lugar en el que se ha instituido de ese
modo la manifestación y la acción definitiva de Dios en nuestra
historia y si la historia terrena no tiene sencillamente una
proIongación en el más allá, sino que encuentra allí su definitivo
estado permanente en el que queda inmerso todo lo que ha sido
esencial alguna vez en la historia terrena, entonces será también
Jesucristo, más allá de toda la historia, el auténtico lugar de nuestro
encuentro con Dios. El será, ya para toda la eternidad, lo que ha sido
ya aquí en la tierra: Aquel en quien Dios nos comunica la palabra
eterna de su amor.
Permítaseme acabar en este momento, porque hemos llegado al
misterio más profundo y más hermoso de nuestra fe: Dios nos ha
aceptado a los hombres tan profundamente, y nos ama tan
entrañablemente, que solo nos quiere encontrar, por toda la
eternidad, en el hombre Jesús; sí: encontraremos, para siempre y
eternamente, a Dios mismo en el corazón de un Hombre y allí nos
veremos envueltos en el amor infinito de Dios.
PASCUA Y EL HOMBRE
NUEVO
ALCANCE 29. Págs. 11-54