EL CONDENADO HACE SU INFIERNO
Para finalizar el recorrido de estos conceptos inmaduros o equivocados más fundamentales,
voy a referirme ahora a esa tremenda realidad sostenida por la Iglesia y que más quizás que
ninguna otra ha contribuido a que se tenga al Cristianismo por una religión bárbara y cruel: El
Infierno.
Y no voy a disimular en nada la fuerza de las dificultades que se esgrimen contra esta
creencia. Es una dificultad que la puede formular un niño, sin raciocinios complicados, sencilla,
pero brutal y devastadora y con un impacto emocional tremendo.
Si Dios es infinitamente bueno, ¿cómo puede poner un castigo tan tremendo, un castigo
eterno, a todas luces desproporcionado para el pecado, que, al fin y al cabo, es una acción
pasajera? Aunque sea verdad que el castigo de la falta no se mide por su duración, sino por su
gravedad, nunca dejará de ser verdad que una falta humana o muchas faltas humanas no
pueden ser tan intensamente malas que merezcan un castigo eterno. Un castigo así haría de
Dios un ser rencoroso, vengativo, sádico, peor que cualquiera de sus criaturas, que necesita
complacerse eternamente en el sufrimiento de los que le han ofendido para
satisfacer su rencor.
No se sacia por un período por largo que sea, no, tiene que ser siempre.
Y, por otra parte, si Dios ve que una persona se va a condenar, ¿por qué la crea? Un
padre humano, por malo que fuera, no lo haría. Y para mayor cinismo esa misma Iglesia
quiere presentarnos a Dios como un Padre, quiere que le llamemos Padre y le queramos
como Padre. ¿Qué nombre reserva entonces para los verdugos? ¿Cómo, pues, creer en
una religión que adora a un Dios así y cómo esta religión puede ser buena y, por
consiguiente, ser verdadera?
Estas y parecidas consideraciones son las que hacen a muchas personas imposible la
creencia en el infierno y consecuentemente la creencia en el Cristianismo y en la Iglesia
que tiene esta creencia como un dogma de fe. Con frecuencia se encuentra uno con
personas, que se profesan católicas, y que, sin embargo, también afirman que no creen ni
pueden creer en el infierno.
Cómo pueden decir que son católicos y no creer en el infierno, sólo se puede entender
porque no han entendido lo que es la fe: conciben el Cristianismo como una especie de
partido político con un programa; para ellos tener la fe católica es aceptar una especie de
programa o lista de verdades católicas, y el hecho de que uno no esté de acuerdo en uno u
otro punto de ese programa, si está de acuerdo en todos los demás, no le excluye de ser
católico. No caen en la cuenta que la fe es ante todo y sobre todo creer en una persona,
creer en Cristo, fiarme totalmente de El, y si no acepto o pongo en duda una sola de sus
afirmaciones, ya no puedo seguir creyendo en El, como Dios, que ni puede engañarse, ni
puede engañarnos. En el fondo, pues, no tienen la fe cristiana, no creen por la autoridad de
Cristo; creen lo que a ellos les parece aceptable el creer.
Un eco de esta misma actitud se da hoy día en no pocos sacerdotes y predicadores del
Evangelio, que no se atreven a negar abiertamente esta realidad, aunque está demasiado
claramente y demasiadas veces proclamada en el Evangelio; más aún, la vida de Cristo
como salvador no tendría sentido, porque entonces, ¿de qué nos salvó? Pero silencian
esta realidad en sus conversaciones y predicaciones, y preguntados esquivan responder
comprometiéndose.
Se sienten acomplejados e inseguros, quisieran borrar de las creencias fundamentales
de la Iglesia esta realidad de la condenación eterna y la ocultan como se oculta una
bastardía. En el fondo, es porque muchas veces ellos también más o menos tienen una
serie de ideas inmaduras y equivocadas de lo que es el infierno.
Por otra parte, hay que admitir también que la palabra "infierno" está bastante
desprestigiada. No se puede negar que en épocas pasadas, con una mentalidad más
bárbara y cruel, esta doctrina del infierno ha sido presentada de una manera terriblemente
sádica: calderas de aceite hirviendo, tenazas, lenguas de fuego, etc., y toda la demás
utilería de una película de horror. Entre muchos predicadores se establecía un campeonato
para ver quién se ganaba el oscar de la tremendez.
Pretendieron hacerlo tan terrible que lo hicieron ridículo.
Tomaron al pie de la letra la imaginería que usó Cristo al hablar sobre el infierno, de
gusanos que roen, de rechinar de dientes y la gehenna del fuego, etc., etc., y la
exageraron.
Por otra parte, esto fue comprensible. Porque éste es también otro de esos puntos de los
que hablábamos al referirnos a las creencias de la Iglesia que han sufrido una
transformación. Aquí también ha tenido lugar lo que decíamos al hablar de la inspiración, de
la diferencia entre mensaje y el vehículo de ese mensaje.
Cristo, al hablar de esta realidad, usó el lenguaje apocalíptico de su tiempo, las imágenes
que se usaban para hablar de estas realidades ultraterrenas. Era un lenguaje convencional,
que no hay que tomarlo al pie de la letra. La Biblia está también llena de imágenes
exageradas para representar cualidades abstractas: "tierra que mana leche y miel", por
fertilidad, «el cordero habitará con el león», por la paz, etc., etc.
Era su manera de enfatizar ciertas cosas. En la tumba de un rabino posterior a Cristo se
encontró esta inscripción: "El día que murió, las estrellas del cielo cayeron, los cimientos de
la tierra se conmovieron y hasta el sol y la luna dejaron de dar luz». Supongo que nadie
tomaría esto al pie de la letra.
La palabra "fuego", "gusano", etc., son "expresiones metafóricas para algo radicalmente
no de este mundo. De aquí que nunca se pueden describir en términos propios... sólo
pueden expresarse en imágenes", dice ·Rahner-K en la palabra infierno en el Diccionario
de Teología citado. Más adelante diremos cuál es la realidad de estas expresiones.
No voy a probar aquí que existe el infierno eterno.
Lo único que pretendo es corregir este concepto en lo que tiene de falso o inmaduro y
hacer ver que este dogma está expresando una posibilidad real para el hombre. Una
posibilidad metahistórica que no le va a ser impuesta desde afuera, sino que se va a
producir en virtud de la dialéctica de la libertad. Dicho de otra manera: que, puesta la
libertad del hombre, se puede producir mediante el juego de esta misma libertad esa
situación existencial a la que llamamos infierno.
Por consiguiente, que es el hombre, no Dios, el hacedor de su infierno, el hacedor de la
intensidad de su infierno y el hacedor de su eternidad. Y la revelación de la existencia del
infierno en definitiva se limita a decir que Dios va a respetar esa situación creada por la
libertad del hombre y no va a intervenir en contra de esa libertad para cambiarla, y va a
concurrir en la creación de esta situación como concurre con todas las acciones del
individuo, aun cuando esta acción sea la de suicidarse.
Como se puede ver, todo esto está de acuerdo con lo que hemos dicho de Dios como
fundamento del ser, que respeta el ser de las cosas, lo garantiza y no lo impide.
Voy a tratar de hacer ver cómo esta situación existencial a la que llamamos infierno
puede producirse.
No trato de afirmar que es exactamente como lo digo; en este problema estamos
moviéndonos en planos existenciales de los que no tenemos ninguna experiencia.
Todo lo que diga sólo puede tener un valor de analogía, y aun éste bastante limitado,
pero basta hacer ver que son posibles estas situaciones para hacer cambiar nuestro juicio
sobre esta realidad.
-El condenado hace su infierno
INFIERNO/CASTIGO
La primera inexactitud está en decir en que el infierno es castigo del pecado. El infierno
no es un castigo del pecado; el infierno es el pecado, o si queremos, el eco del pecado en
nosotros mismos: Como el quemarse, al meter la mano en una llama, no es un castigo de
meter la mano, es una consecuencia; es como el eco de esa llama en nosotros. Sólo en ese
sentido se puede llamar castigo.
Esta primera inexactitud arranca de otra inexactitud: la de creer que el infierno es algo
distinto del pecado, porque el castigo siempre es distinto y posterior al delito.
P/CASTIGO: P/QUÉ-ES:Pero el infierno no es algo distinto del pecado, el
infierno es el mismo pecado; porque el infierno no es un sitio o un lugar de tormento, sino
ante todo y sobre todo es un estado, una situación existencial. Por eso, quizás, sería mejor
llamarlo estado de condenación eterna.
Esta inexactitud nace de la idea puramente moralista que la mayor parte de la gente tiene
del pecado.
Para ellos, y desgraciadamente es la única definición que aprendieron, pecado es el
quebrantar la ley de Dios en materia grave. Es, pues, una infracción del orden establecido
por Dios.
Y, naturalmente, Dios es el guardián de este orden; al morir el hombre le impone un
castigo por ese delito.
Por así decir, existe un código de leyes a cuya infracción Dios, como supremo legislador,
señaló un catálogo correlativo de castigos: a la infracción grave, le impuso un castigo
eterno, el infierno.
Pero el pecado, aunque es también eso, no es eso fundamentalmente. Este es el aspecto
moralista del pecado; existe también el teológico, que es su aspecto principal y
fundamental.
El pecado es ante todo y sobre todo la ruptura de un amor; es el rechazo consciente y
libre que el hombre hace del amor que Dios le ofrece. El hombre rehúsa a Dios
conscientemente su amor personal y se rehúsa a ser amado por El.
En todo amor existen siempre acciones, que son incompatibles con ese amor, lo rompen
y lo desgarran.
El amor conyugal queda roto, cuando uno de los dos cónyuges se va con otra persona.
Si el marido, por ejemplo, prefiere a otra mujer, la esposa no puede aceptar eso, se siente
injustamente herida y ofendida en lo más profundo de su ser: en el amor.
Ahora bien, también existen acciones que son incompatibles con el amor que Dios ofrece
al hombre y que el hombre ha aceptado libremente, acciones que Dios no puede aceptar,
porque van contra el orden esencial del universo que tiene su fundamento en El o contra
leyes que El directa o indirectamente ha dado. Y el hombre, al romper ese orden, está
rompiendo también el amor. A ciencia y conciencia está poniendo una acción que sabe que
es incompatible con ese amor.
Y no basta decir, como muchas veces hace la gente para disculparse y tranquilizarse,
que ellos no lo hacen por ofender a Dios, que a pesar de todo ellos quieren a Dios y Dios,
por consiguiente, no puede darse por ofendido. Naturalmente, nadie que está en sus
cabales y que crea en Dios, hace cosas por ofenderle.
Pero le ofende. Tampoco el hombre que se va con otra mujer lo hace precisamente para
ofender a su mujer, pero la ofende. En eso está precisamente la ofensa: en que prefiere a
otra mujer, a su propia esposa; en que sabiendo que esa acción es incompatible con el
amor y el matrimonio y que su mujer no puede aceptarla, sin embargo, lo hace.
Todo pecado es una opción entre Dios y el gusto, el placer que me proporcionan otras
cosas; y el hombre, consciente y libremente sabiendo que no puede tener las dos cosas a
la vez, opta contra Dios; prefiere renunciar a Dios a renunciar a las cosas, al gusto y
satisfacción que le proporciona. El hombre se deifica a sí mismo y creaturiza a Dios. Se
coloca a sí mismo en el centro del ser y del querer del universo y hace de su propio yo el
valor supremo y todo lo demás lo subordina a sí mismo, incluso Dios. El pecado es, pues, el
rechazo a Dios, la rebeldía contra El. No se le acepta vitalmente, existencialmente como
Dios, aunque se le acepte teóricamente. En este sentido vital existencial le rechaza.
Ahora bien, el infierno no es más que este rechazo de Dios sentido y realizado por el
pecador; es este rechazo rebotándole al condenado en su propio ser; es el eco de este
rechazo resonando dentro de él. Pero el que da el grito es también el que hace el eco y la
intensidad del eco es proporcional a la intensidad del grito.
Pero es el condenado el que da el grito. Dios en ningún momento ha rechazado al
pecador; ha sido éste el que ha rechazado a Dios. Es éste, pues, el que crea su infierno.
Situaciones existenciales parecidas las tenemos en la vida. Un muchacho locamente
enamorado de una muchacha, por no querer someterse a una exigencia justa de la
muchacha, se aleja de ella, la rechaza. Y aquel muchacho no come, no duerme, camina
como un sonámbulo por la vida, nada le interesa ni le importa. No quiere estar con ella y no
puede estar sin ella. La vida se le ha convertido en un infierno. Pero ¿quién está haciendo
este infierno?, ¿quién está convirtiendo su vida en un infierno? No es la muchacha; ella
está dispuesta a aceptarle en cuanto él se acerque a ella, en cuanto acepte esa exigencia
justa por parte de ella. Su infierno no es más que el eco de su rechazo rebotándole en el
ser; es este rechazo de la muchacha sentido.
Ahora bien, mientras el hombre está en este mundo no siente el eco de este rechazo.
Todas las cosas de él hacen demasiado ruido para que lo sienta. Estas cosas le dan
felicidad, está anestesiado. El enfermo al que le han amputado un brazo no siente el dolor
mientras está bajo el efecto de la anestesia, pero el dolor está ahí. Al pecador le han
amputado, o él mismo ha amputado a Dios de su ser, pero la felicidad que le proporcionan
los seres de este mundo le tienen anestesiado y no siente el dolor de la falta de este ser.
Pero cuando cayó el telón de la muerte y desapareció todo aquello que le daba felicidad
y que le compensaba de la pérdida de Dios, desaparecieron los seres y sólo queda el Ser,
Dios. Pero él rechaza ese Ser, pero al mismo tiempo le necesita para ser feliz.
Ha rechazado a Dios, porque se prefirió a sí mismo.
Entre Dios y él optó por sí mismo y ahora se tiene sólo a sí mismo. Depende nada más
que de sí mismo para ser feliz, pero sigue necesitando de otros seres para ser feliz. El amor
da felicidad, pero se necesita a alguien a quien amar; la vista da felicidad, pero la vista
depende de los colores, las figuras, para dar felicidad; como el oído de los sonidos, etc.,
etc. Pero ahora está solo, trágicamente solo consigo mismo a quien prefirió. Con un hueco
en el ser que quiere llenar, que necesita llenar, pero no puede. Dios está presente en él
como hueco; como el agua está presente en el sediento que siente dentro de sí mismo el
hueco que la ausencia de ese agua ha hecho en su ser físico. El condenado es un muñón
de ser.
El infierno no es, pues, algo que se produce, que se crea, es algo que resulta; no es un
castigo del pecado, es este mismo pecado sentido. Al morir desapareció el efecto del
narcótico y ese rechazo a Dios en que consiste el pecado, lo empezó a sentir. Lo que se
produce, y esto lo produce sólo el pecador, es el rechazo a Dios, lo que resulta es el
infierno. El infierno no es, pues, un castigo del pecado, es el mismo pecado.
Ahora bien, esta situación existencial no ha sido inducida por Dios: ha sido inducida por
la libertad del hombre. Es el hombre el que no ha querido aceptar el orden esencial de los
seres y ha hecho de esta actitud una actitud vital. Dios sigue ofreciendo su perdón al
pecador cada instante de su existencia; basta un segundo, no importa lo que haya hecho,
para que Dios le acepte de nuevo en su amor. Pero el hombre no quiere, no le interesa o
no le importa. Se mantiene en esa actitud de rechazo, de rebeldía; ha hecho de esa actitud
un modo permanente de ser.
-Pecado-acto y pecado-actitud: P/ACTO:P/ACTITUD:
Y aquí es importante una aclaración: No es propiamente el pecado-acto el que condena,
es el pecado-actitud. Es la actitud de pecado en el hombre que no quiere rectificar, que se
mantiene en su opción contra Dios; que sigue deificándose a sí mismo y creaturizando a
Dios. Es la adhesión obstinada, sostenida, terca al pecado.
No es, pues, lo que a veces se leía en algunos libros ascéticos y lo que a veces algunos
predicadores tronaban desde el púlpito y yo lo oí muchas veces cuando era niño: Basta un
solo pecado, cometido en un instante, después de una vida de santidad, para que un
hombre se condene. Muy efectista, pero falso. Porque un pecado así, sería un acto aislado,
un acto de debilidad, no la expresión de una actitud, sino la caída contra una actitud; y
Dios, nos lo repite El mismo ciento de veces, no quiere la muerte del pecador, sino que se
convierta. Dios le sigue ofreciendo su perdón, y si ese pecado no es una actitud de pecado,
el pecador se convertirá, porque Dios le dará la oportunidad de convertirse. Y si no quisiera
hacerlo, entonces ya no es un pecado-acto, sino un pecado-actitud y un hombre que, como
se dice, toda su vida ha amado a Dios, no puede tener esta actitud. Es, por lo tanto,
estúpido el decir que por un solo pecado el hombre se condena; es el pecado que no se
quiere rectificar el que condena.
No es, pues, la condenación el resultado de un pecado-acto, ni siquiera el de muchos
pecados-acto; es más bien la consecuencia de una actitud que se mantuvo durante la vida
hasta el momento último de la existencia y que la muerte hizo definitiva porque la hace
irreversible, como veremos en seguida. Una actitud deliberada consciente y libre de
rechazo a Dios, de rebeldía contra Dios; no esos pecados de debilidad que el hombre
comete, pero contra los que se esfuerza y lucha y de los que se arrepiente. Es la
orientación fundamental de la vida contra Dios, alejada de Dios, o sin que Dios cuente en
ella para nada. No es necesario tampoco que sea un acto directo de rebeldía, de rechazo
de Dios; son muy pocos los que actúan de esa manera. Ni tampoco se necesita que esa
actitud sea plenamente consciente, cuando no lo es porque nosotros libremente estamos
impidiendo que lo sea.
Hay personas que están en esta situación de rechazo de Dios permanente como actitud
vital, que viven en pecado y se sienten relativamente tranquilos, porque han levantado una
muralla de racionalizaciones y defensas tras las cuales se parapetan y sencillamente
asfixian en su nacimiento todos los pensamientos en contra, ahogan todos los
remordimientos y evitan todo aquello que les pudiera hacer reflexionar. Naturalmente, se
sienten tranquilos porque no dejan que nada les inquiete. No son plenamente conscientes,
cierto, pero es porque no quieren.
No sabemos en realidad de qué es capaz cada hombre. Por eso no se puede decir de
nadie con certeza que tenga en grado suficiente esta actitud de rechazo a Dios, que es la
que condena. No sabemos hasta dónde sus pecados se deben a una ignorancia invencible
en su situación existencial concreta o a un siquismo más o menos averiado en sus resortes
fundamentales. En realidad estos hombres, y son legión, son religiosa y humanamente
unos niños, incapaces, por consiguiente, de adoptar una actitud lo suficientemente libre y
consciente, como para constituir su rechazo de Dios una actitud suficiente para incurrir en
esta condenación. Y Dios, que quiere la salvación de todos los hombres, tiene mil maneras
recónditas de salir al encuentro y que le acepten en el grado que les es humanamente
posible. Nadie puede juzgar, pues, quiénes son los que se condenan ni el número de los
que se condenan. A cada uno su propia conciencia le dictará, si está haciendo lo que
buenamente puede o no. Pero de nuevo, para esto se requiere sinceridad; no basta que
uno dicte lo que puede hacer y lo que no puede, sin intentarlo y seguir intentándolo. Quizás
muchos lo único que pueden hacer es seguir intentando, tratar de no aceptar su situaci6n
actual.
En conclusión, la condenación no es propiamente un castigo del pecado-actitud, sino una
consecuencia; y la naturaleza de la consecuencia es la de seguirse necesariamente de las
premisas. Quien pone las premisas, pone las consecuencias. Es, pues, una situación
existencial creada por la decisión libre del pecador y que Dios respeta.
-El condenado hace la intensidad de su infierno
Y podemos añadir, y esto no es más que un aspecto de lo anterior, que el condenado
hace también la intensidad de su infierno. Sufre lo que quiere sufrir y no sufre más de lo
que quiere sufrir.
Es de nuevo la dialéctica de la actitud: un ser no sólo obra conforme a su ser, sino
también conforme a la intensidad de su ser. Cuanto más amargado está un ser, más
intensa es la amargura de sus pensamientos y sus reacciones y sentimientos son más
amargos. Por otra parte, la actitud es también una caja de resonancia: los sucesos
resuenan en el hombre según la caja de resonancia que tenga para ellos. Cuanto más
amargado esté, más le amargarán los sucesos desagradables que le ocurran. Lo mismo
podríamos decir de cualquier actitud: cuanto más enamorado esté un muchacho de una
muchacha, mayor será la felicidad que le produzca su presencia. Entre actitud y reacción se
produce un equilibrio continuo y estable.
Por lo tanto, cuanto más intensa es la actitud de rechazo a Dios que tiene el condenado,
más intenso será en el impacto de este rechazo: a mayor golpe, mayor dolor. Hay diversos
grados de sufrimiento en el condenado, aunque el sufrimiento es proporcional a la
exigencia y capacidad de cada uno.
Con ellos sucede lo que sucede con los bienaventurados, aunque con signo contrario:
todos gozan conforme a la capacidad que tienen de gozar y por eso unos gozan más que
otros, aunque todos gozan lo más que pueden gozar. Es conocida la comparación: copas
de diversas capacidades llenas de vino; cada una contiene todo lo que puede contener, sin
embargo unas tienen más vino que otras.
El condenado, pues, produce también la intensidad de sufrimiento que su actitud exige y
que, por consiguiente, él quiere.
-El condenado hace el infierno eterno
Sin duda esta eternidad del infierno es el elemento más perturbador de todas sus
características. Sin embargo, también aquí digo que es el condenado el que hace al infierno
eterno, porque ha creado un proceso que de por sí es irreversible.
Para comprender de alguna manera la irreversibilidad de este proceso tenemos que tener
en cuenta dos factores: la naturaleza de la actitud y la naturaleza de la eternidad.
Y primero, la naturaleza de la actitud: toda actitud: si no existen factores externos que la
puedan modificar, tiende a perpetuarse indefinidamente. La actitud es una manera de estar
síquico que se hace permanente. Una cosa es "estar" amargado y otra "ser" un amargado.
Lo primero puede ser una cosa pasajera producida por un suceso desagradable que acaba
por pasar. Pero, cuando un modo de estar síquico se hace permanente, se convierte en
una actitud, en un modo de ser. El hombre es de esta manera: es un amargado, un rebelde,
un irresponsable, etc.
Ahora bien, un ser obra conforme a su manera de ser y por eso decíamos que un ser
amargado piensa amargado y siente amargado. Pero ese mismo pensar y sentir amargado
le mantiene en su actitud amargada; se produce una interacción mutua entre pensar y
sentir, una incesante recirculación interna. Piensa amargo porque está amargado, y está
amargado porque piensa amargo. Una especie de "feed-back" que dicen en inglés; produce
la energía que consume. Al mismo tiempo los sucesos desagradables y dolorosos que le
suceden le sirven de nuevo combustible y aun los otros los interpreta siempre por el lado
desfavorable.
La única forma de romper ese círculo vicioso, sería que le sucediera una racha tal de
sucesos agradables que fueran rompiendo ese círculo de hierro, y esto requeriría tiempo.
Ahora bien, el pecador que hemos descrito, es un hombre que tiene una actitud de
rebeldía contra Dios, de rechazo de Dios y afirmación de sí mismo. Y es una actitud que se
ha ido consolidando en él, convirtiéndosele en una segunda naturaleza y manera perenne
de ser. Mientras viva, ciertos sucesos, ciertas llamadas de Dios, el vacío de su vida, los
ejemplos y palabras de otros pueden cambiar su actitud. Pero cuando sobreviene la
muerte, todo lo exterior desaparece; al pecador no le sucede nada, queda encerrado en sí
mismo, aislado en esa recirculación incesante entre ser y reaccionar, y reaccionar y ser. Y
la misma infelicidad que siente, le amarga más, le rebela más, le mantiene en su rechazo a
Dios.
A nosotros quizás esto nos parece incomprensible; pero es que estamos juzgándolo
desde una actitud diferente; también es incomprensible la actitud del suicida, una actitud tal
que busca la autodestrucción del ser, prevaleciendo sobre el instinto más profundo de ese
mismo ser. También al muchacho enamorado que rechaza a la novia, la vida se le hace
intolerable y, sin embargo, prefiere persistir en su actitud antes que bajar la cabeza y
acercarse a ella en busca de perdón.
¡Y cuántas veces muchas personas, con tal de vengarse, de mantenerse en una
posición, prefieren la autodestrucción y la muerte! Es decir, puesta una actitud, el
reaccionar de una manera propia y característica, es lo lógico y lo sicológico: es lo que le
satisface, lo que le gusta, porque fluye necesariamente de esa actitud. Para el hombre
totalmente desesperado, el pensar en suicidarse, y suicidarse es lo único que de algún
modo le consuela; a un amargado el pensar amargamente, aunque le hace sufrir, le da
satisfacci6n. Es, por así decir, su felicidad, o si preferimos es como menos sufre y por eso
lo quiere.
En cambio, el pensar en vivir a un hombre desesperado le resulta intolerable; lo mismo al
amargado, al rebelde, al vengativo, etc., pensar en contra de su actitud le resulta
intolerable.
El condenado como el suicida, como el amargado, goza destruyéndose: es la máxima
felicidad compatible con su situación real. Por eso, expresándolo con una paradoja, el
infierno es el cielo de los condenados, es su felicidad. Eso es lo que él quiere, lo exige.
Dios no le da más que lo que él quiere o exige: le da su cielo.
Esto es lo que hace irreversible esa situaci6n del condenado y, por consiguiente, eterna:
la dialéctica de la actitud que ya sólo puede dialogar consigo misma, porque ya no hay
otros elementos exteriores con los que pueda dialogar y pudieran modificarla. Por eso es el
condenado el que hace también la eternidad de su condenación, porque la hace
irreversible. Si el condenado quisiera arrepentirse, y esto es un pensamiento de Santo
Tomás, Dios le perdonaría. Pero es esa actitud de amor-odio de sí mismo la que le
mantiene permanentemente en esa actitud. Al condenado, como dijimos, ya no le sucede
nada porque en la eternidad ya no sucede nada: sólo se sucede uno a sí mismo. No hay
tiempo porque no hay cambio. La eternidad no es un tiempo limitado, la eternidad es estar
fuera del tiempo, por lo tanto, fuera del cambio.
Naturalmente, que si Dios quisiera podía hacer cambiar el ser y la actitud del condenado,
pero precisamente en eso consiste la revelación de la existencia del infierno: que Dios nos
dice que no va a intervenir, que va a respetar la decisión libre del hombre, que no le va a
imponer su amor, sino que quiere que él lo acepte libremente como se le debe a su
condición de ser libre.
-Un concepto más maduro de eternidad
Todo lo anterior se hace todavía más comprensible si, como decíamos, nos fijamos que
el condenado está viviendo en la eternidad. Este concepto de ia eternidad es sin duda el
elemento más perturbador en nuestra idea del infierno y el que la hace más terrible, y por lo
tanto el más difícil de digerir. Pero sin quitarle la importancia que realmente tiene, mucha de
su indigestibilidad se debe a la manera inmadura que tenemos de concebir la eternidad.
Por de pronto, acostumbramos imaginarnos el infierno como un sufrir interminable
compuesto de una serie de instantes sucesivos, de años y siglos que nunca terminarán. Y
el condenado va recorriendo esa ruta interminable sin llegar nunca al término, arrastrando
siempre consigo el bagaje siempre creciente de todo el dolor acumulado en el pasado y
mirando hacia adelante a un porvenir de dolor que nunca tendrá fin; y a reforzar esta
impresión vienen todas esas comparaciones repetidas con más o menos variantes por
muchos predicadores, de la hormiga que da una vuelta a una bola de acero del diámetro de
la tierra cada mil años, hasta que con el roce de las patas la parte por el medio. Y otro
predicador que quiere impresionar más, hace a esa bola del diámetro del universo y a la
hormiga la hace dar una vuelta cada millón de siglos.
Naturalmente que concebida así la eternidad se nos hace más difícil comprender, a pesar
de lo que hemos dicho sobre la actitud, que el condenado persista en ella, no escarmiente y
acabe por rendirse aceptando el amor que Dios le ofrece.
Pero sencillamente lo que estamos haciendo es revestir al condenado, que es un ser que
está en la eternidad, es decir, fuera del tiempo, de nuestra mentalidad de seres en el
tiempo; aun tratándose de seres en el tiempo sería falsa esta transposición. Una mosca,
una hormiga, un perro no tienen la misma sensación del paso del tiempo que tenemos
nosotros.
Pero tenemos que pensar que la sensación del condenado del paso del tiempo tiene que
ser distinta, sencillamente porque no puede tener tal sensación, ya que en la eternidad no
hay tiempo. La eternidad es una manera de existir fuera del tiempo.
Como el pensamiento tiene una manera de existir fuera del espacio. No tiene sentido
decir de un pensamiento cuánto espacio ocupa, si es ancho, redondo, qué volumen
desplaza, etc. Existe fuera del espacio.
A seres sometidos en todas sus dimensiones a la coordenada del espacio, como son los
animales que no tienen pensamiento abstracto, le sería imposible concebir la existencia de
un ser que no existiese en el espacio, que no tuviese dimensiones. En nosotros hay una
dimensión que existe fuera del espacio como es el pensamiento, pero no hay nada que
exista fuera del tiempo, porque hasta el pensamiento dura.
Por eso, para nosotros nos es imposible pensar sin esta categoría del tiempo e imaginar
el modo de existencia de un ser fuera del tiempo. Pero, por lo menos, tenemos que pensar,
aunque no podamos imaginar, que el condenado no tiene sensación del tiempo que pasa.
No tiene un pasado y un futuro como lo tenemos nosotros. Tenemos la analogía del
pensamiento fuera del espacio.
Para vislumbrar de alguna manera lo que esto pueda ser, podemos separar la idea
abstracta del triángulo del pensamiento que la piensa. Esta idea abstracta separada del
pensamiento que la piensa no dura, solamente es. Uno puede pensar en el triángulo más o
menos tiempo, pero es nuestro pensamiento el que dura pensándolo. La idea no dura; está
fuera del tiempo. Pero, si esa idea se pensara a sí misma, no se pensaría en términos de
antes o después, en términos de tiempo, sino sólo en términos de ser. Sólo tiene la
conciencia de su identidad, de que es un triángulo. Y esto es más o menos lo que tiene el
condenado: la conciencia de su identidad, de la perseverancia en su ser.
Pero esto no quiere decir que el condenado no tenga actividad; el condenado piensa,
odia, etc. Dios también tiene actividad, es la actividad suma y, sin embargo, para Dios no
hay antes y después, sólo existe ahora. De una manera proporcional para el condenado no
hay actos antes y después: el condenado sencillamente tiene conciencia de sus actos, pero
los percibe en cuanto actos, no precisamente en cuanto anteriores y posteriores, porque
eso sería hacerle vivir en el tiempo.
Es, pues, conforme a estas líneas de pensamiento -no digo que todo suceda
precisamente como lo he descrito- como debemos concebir la existencia del condenado. No
hay que pensar, pues, que el condenado arrastra su existencia minuto a minuto a lo largo
de una duración sin fin con un sufrimiento que se acumula del pasado y que se ve
interminable para el futuro, porque eso sería pensar en categorías temporales. Para uno
que lo vea desde afuera con categorías temporales le parecerían una serie de instantes
sucesivos; para el que los mira desde adentro sólo sería consciente del presente y del
pasado como presente. Y esto es la eternidad: un presente sentido como presente, no
como un puente entre un pasado y un futuro. Es una especie de instante petrificado, "un
ahora" perenne al que se le ha guillotinado el pasado y el futuro. Una especie de continuo
empezar.
Esto hace también más fácil el entender cómo el condenado se puede mantener en su
actitud. Porque el sufrimiento que esa actitud le provoca no es un sufrimiento acumulado o
previsto. Es un sufrimiento, por así decir, instantáneo, el que en cada instante fluye de esa
actitud, el que esa actitud exige y quiere, como vimos hace poco. Diríamos que es siempre
una actitud recién estrenada.
Resumiendo, pues, todo lo anterior: el infierno es un estado, una posible situación
existencial creada libremente por la dialéctica de la libertad. El condenado crea libremente
esa situación, crea el sufrimiento que le produce, crea la intensidad de ese mismo
sufrimiento y hace esa situación irreversible; por consiguiente, interminable y eterna.
Dicho de otra manera: una situación existencial caracterizada por una actitud, en la que
no intervienen factores externos que la puedan modificar, tendería a perpetuarse; y más, si
esta situación existencial se percibe solamente como un ahora. Pues bien, el condenado
libremente ha creado para sí esta situación existencial.
-Un infierno que es humano
Quizás haya alguno que piense que éste es un infierno con aire acondicionado. Yo mejor
diría que no es un infierno monstruoso, que es un infierno "humano". Pero, si es el hombre
el que crea esa situación, es entonces una invención y producto humanos. Y una cosa así,
no puede exceder el poder humano. Hay personas que creen que cuanto más horripilante
se presente el infierno, tendrá sobre los hombres un poder deteniente mayor. Y lo que
sucede es todo lo contrario: que un infierno así los hombres no lo toman en serio. Yo, por el
contrario, creo que un infierno así es lo suficientemente serio para hacer temblar y lo
suficientemente probable como para hacer pensar.
Cuando yo antes pensaba en el infierno, me sucedía algo de lo que le sucedía a Teilhard
de Chardin: "me habéis mandado, Señor, creer en el infierno. Pero me habéis prohibido
pensar -con certeza absoluta- que se haya condenado un solo hombre. Y consecuente
mente no intentaré descifrar la suerte de los condenados, ni siquiera saber de alguna
manera si los hay". Yo también creía en el infierno, pero pensaba que nadie o casi nadie se
condenaba. Ahora no estoy tan seguro.
-¿Por qué Dios crea a quien sabe se va a condenar7
Con esto y lo dicho anteriormente queda también resuelta esa otra dificultad que
poníamos como apéndice a la anterior, dificultad que tantas veces se oye repetir de una
manera triunfal, como quien ha acorralado al adversario dejándole sin salida. Se la he oído
poner a niños de 10 y 11 años. Y lo difícil no es resolverla, lo difícil es que capten la
respuesta y que la respuesta les impresione lo que les impresiona la dificultad. Pero esto no
se puede lograr: la dificultad está llena de carga emotiva, mientras que la respuesta es fría
como es toda respuesta metafísica. Es esa dificultad: Si Dios sabe que una persona se va a
condenar, ¿por qué la crea? Y a continuación viene todo eso de que un padre, etc., etc., no
haría eso.
Voy a tratar de responder por pasos. Por de pronto, si Dios crease a ese hombre para
que se condenara, podría valer la objeción. Pero Dios le crea para que se salve, pero él
libremente, tercamente, quiere condenarse. Yo no creo que se pueda culpar a un padre que
ha dado a su hijo todas las oportunidades más que suficientes para labrar su porvenir, si el
hijo se ha jugado el dinero que abundantemente le daba el padre para sus estudios.
En segundo lugar, para que esta obJeción tuviera fuerza habría que probar que Dios
tenia obligación de impedir que ese hombre naciese, pero Dios, hemos repetido muchas
veces, deja ser a los seres, no suprime el proceso natural de los seres; si, por consiguiente,
en un momento dado y en virtud del proceso normal, un hombre debe nacer, si Dios le
suprimiese porque él libremente se iba a querer condenar, tendría que estar interviniendo
continuamente; no dejaría ser a los seres. Es curioso lo que pasa. Muchas veces estos
mismos que ponen esta dificultad, son los mismos que acusan después al Cristianismo de
ser una religión de débiles, que necesitan la protección de un padre. Un caso más de ese
pensar fragmentario de que hablaba en otra ocasión, que hace que muchos, al poner
ciertas dificultades contra el Cristianismo, no piensan si son consistentes con otras que
también le ponen.
Pero además hay otra solución más metafísica. La objeción seria válida si Dios no
pudiera crear a ese hombre, porque el acto de crearlo sería malo. Y como Dios no puede
hacer algo que sea malo, no podría hacerlo. Dios entonces, a nuestra manera de ver,
tendría que aguardar a saber de antemano cómo aquella criatura iba a actuar en la vida; y
si al hombre libremente no le da la gana de actuar razonablemente, entonces Dlos no
podría crearlo. Tendríamos, pues, que la criatura podría convertir en mala una acción de
Dios y Dios ya no podría hacerla. Es decir, la creatura estaría imponiéndole obligaciones a
Dios y Dios estaría impotente ante su criatura; tendría que estar pendiente de lo que la
creatura va a ser, para ver si su acción es buena o es mala. Esto es absurdo; porque es
contradictorio que el ser absoluto de quien todo depende y quien no depende de nadie,
tenga que depender de quien totalmente dependa de El; sería como hacer a un padre hijo
de su hijo.
Como se ve, la solución es evidente pero no tiene carga emotiva; y a pesar de todo, la
comparación del «padre bueno» nos seguirá zumbando en los oídos. Porque, por lo visto,
sólo Dios tiene la obligación de ser Padre Bueno. Nosotros no tenemos la obligación de ser
hijos buenos. ¡que se fastidie! Para eso es infinitamente bueno.
-El Cristianismo y el coraje de la libertad
El infierno no es, pues, esa realidad tan monstruosa e inconcebible que nosotros nos
habíamos forjado; lo que tiene de monstruoso es obra de la libertad del hombre. Yo no soy
tan ingenuo como para creer que he hecho clara y comprensible esta realidad; sólo he
tratado de sugerir posibilidades, líneas de pensamientos reales que pueden dar sentido a
esta realidad. Y el sentido profundo que tiene es que el infierno es una de las dos opciones
posibles de la libertad en un ser por naturaleza inmortal. Algo que hace que la libertad sea
verdaderamente libertad; es decir, la capacidad de decidir, de disponer de sí mismo, la de
poder escoger su modo de existir definitivo. Esta es la verdadera y total libertad.
Y Dios cree en esa libertad. No está jugando a hacer hombres libres. Cree en la
grandeza única del hombre. Somos nosotros los que no nos tomamos en serio, que no
captamos la dimensión tremenda de nuestra libertad; que queremos actuar como niños
malcriados y sobreprotegidos, a quienes no les importa meterse en líos, porque saben que
tienen un "papi" muy influyente y "papi" les sacará de estos líos.
El hombre no es lo suficientemente grande ni libre, hasta que no tiene entre sus manos la
posibilidad de condenarse. Muchos acusan al Cristianismo de ser una religión de cobardes,
de apocados, de débiles. Y, sin embargo, el Cristianismo es la religión que le pone al
hombre frente al riesgo que es verdaderamente riesgo, frente a la opción que es
verdaderamente opción, ante los cuales todos los demás riesgos y opciones es como jugar
a las muñecas. En cambio, los que no creen en la condenación, están suprimiendo este
riesgo: al no creer en él, tampoco creen en esta posibilidad de la libertad. Y el que no cree
que está caminando en una tabla sobre un abismo, no hace ningún acto de valentía, si se
sale de la tabla. Si fuéramos a ser lógicos dentro de la línea de pensamiento de estos
individuos, lo que sería valentía, sería creer que están caminando sobre un abismo y, sin
embargo, saltar. Lo valiente sería creer en el infierno y saltar. Aunque yo a éste no le
llamaría valiente, sino inconsciente.
Por eso también no comprendo, aunque veo por otra parte su buen deseo y generosas
intenciones, a esos predicadores que con la piadosa intención de hacer más comercial y
vendible el Cristianismo y de no asustar a la gente, ignoran por completo esta posibilidad
de la libertad, o nos dan un infierno en el que al final todo se arregla: el esposo infiel vuelve
otra vez a los brazos de su amante esposa y son felices para siempre. Telón.
Yo creo que Cristo tenia un corazón bueno y generoso y Cristo habl6 muchas veces de
esta posibilidad. O por lo menos que me demuestren que no lo hizo y entonces estaré de su
lado.
Los santos también han sido los hombres más buenos y generosos que han existido y,
sin embargo, como dice el Catecismo holandés, no veían incompatibilidad entre esta
realidad y el infinito amor de Dios.
Dirán que es más noble amar a Dios y servirle sin miedo al castigo. De acuerdo. Pero
todo el tiempo he estado diciendo que el infierno no es un castigo, que es una
consecuencia, que es el mismo pecado en cuanto que nos rebota. Y una consecuencia así,
que fluye necesariamente del ser de las cosas, no se puede suprimir, porque sería mejor
que los hombres no procediesen por el miedo a esta consecuencia. Queda otra solución:
que los hombres no quieran proceder por miedo a esta consecuencia. Y según eso también
sería más noble si no existiera el cielo, ¿por qué no suprimen también el cielo? Ninguno
tampoco como Cristo ha insistido tanto en que el principio y móvil de nuestras acciones
debe ser el amor a Dios y al prójimo. Y sin embargo habló repetidas veces e
insistentemente de esta posibilidad de la libertad. Además, ellos saben que proceder con
esta única y sublime motivación es propia solamente de los más altos niveles de santidad.
Y es precisamente a los santos a los que no les importa que les hablen del infierno. A los
que les asusta, son precisamente aquellos para quienes el infierno puede ser un motivo. Lo
cual no quiere decir que nuestra predicación debe insistir demasiado en este aspecto; al
contrario, es el amor de Dios y de los demás el que debe ser el principal tema de ella. Pero
el temor a esta terrible posibilidad debe estar ahí, como está el freno de emergencia en los
automóviles que no sirve para empujar, pero sirve para detener, cuando los otros frenos
han fallado; como dice San Ignacio: "Para que si del amor de Dios me olvidare por lo menos
el temor de la pena me impida caer en el pecado".
Pero no se puede negar que esta posibilidad metahistórica presentada de una manera
madura, sin sadismos de ninguna especie, es uno de los aspectos del Cristianismo que
más iluminan la grandeza única del hombre y la dimensión profunda de su libertad. La
existencia del infierno, pudiéramos decir que realmente hace libre a la libertad. La
Encarnación, la Redención y el Infierno, no son más que tres hechos que están en la misma
línea y vienen a poner de relieve la misma realidad: La tremenda seriedad con que Dios
mira al hombre. Y solamente no quieren aceptar esta realidad e inventan sustitutivos o
sencillamente lo niegan los que tienen miedo a todas las posibilidades de la libertad; a los
que les asusta realmente ser libres hasta sus últimas consecuencias.
He hablado varias veces a auditorios cultos e intelectuales, precisamente el tipo de
auditorio más alérgico a esta realidad, por lo que les parecía tener de bárbara y primitiva; y
se lo he presentado así: como una de las posibilidades de la libertad. Yo acostumbraba a
empezar mi charla diciendo: "Cuando yo les anuncie el tema de que les voy a hablar, me
van a mirar ustedes con una sonrisa entre compasiva e irónica.
Déjenme terminar y juzguen al final". Y puedo decir a mis lectores que al final esa sonrisa
irónica había desaparecido de sus labios y estaban pensativos. Y cuántas veces he oído
decirme: "¡Padre, así sí se puede creer en el Infierno!.
JUAN L.
PEDRAZ, S.J.
¿DE VERAS EL CRISTIANISMO NO CONVENCE?
Edit. SAL TERRAE/SANTANDER 1973.Págs.
269-295