¿QUIÉN SE PODRÁ SALVAR?


Hablar hoy día del cielo y del infierno es una necesidad. Sí, un desafío, un reto. Tal vez hasta 
una urgencia. 
Henri Fresquet escribía recientemente en el diario Le Monde un artículo titulado: «Decantar el 
cristianismo». Hace allí la reseña del libro de Hans Kung Ser cristiano y con esa ocasión dice: 
«Cada época tiene su espacio de credibilidad que es preciso respetar. Si el cristianismo tiene 
pretensiones de universalidad ha de ser aceptable para los hombres de todas las épocas.»
Es evidente que el «espacio de credibilidad» de nuestra época no tolera ya el anuncio de lo 
que todavía ayer se llamaba «los fines últimos». Ya no hay en la predicación un lenguaje para 
hablar del cielo y del infierno. Más aún, en un mundo marcado por Ia crítica marxista de la 
religión, todo anuncio del más-allá se hace de antemano sospechoso de desviar a los hombres 
de la urgencia de Ias tareas presentes. 
Al no saber qué decir, uno se calla. Y a fuerza de no hablar, tampoco se piensa en ello. 
INFIERNO/IMAGE-FALSA:Cuando se dice «infierno», la imaginación colectiva de los pueblos 
de cultura cristiana no se representa sino imágenes propias de la Edad Media: 
grandes calderas donde se cuecen los condenados, diablos cornudos manejando Ia horca, 
suplicios variados según el tipo de pecado de que se trate. Todas esas ilustraciones 
circunscriben la paIabra bíblica al área de lo fantástico imaginario y de terrores superados. 
Es algo que parece sin relación con la seriedad de la vida. ¡Las imágenes del infierno ya no 
estremecen y las del cielo no seducen! 
La preocupación de los mejores discurre al nivel de la historia presente. La fe convoca 
hoy a los cristianos militantes al compromiso activo en medio de las estructuras colectivas 
de lo profesional y de lo político. Su centro de interés es el combate por la justicia social, la 
lucha por la defensa de los oprimidos, por las reformas y las revoluciones que aseguren, en 
el plano mundial, una justa distribución de los bienes, el respeto a la libertad y a la dignidad 
de todos. ¡Ya tienen suficiente peso Ios combates del mundo presente! No es el miedo al 
infierno, ni la atracción del cielo, lo que les mueve, sino el sentido del hombre. 
Lo elevado de una perspectiva de este tipo, con todo lo que de cristiano encierra; la 
necesaria reacción contra una predicación de «los fines últimos», que ha impulsado a los 
cristianos a evadirse del presente y a acomodarse a las injusticias de este mundo, todo ello 
nos incita a adoptar una especie de silencio táctico o repliegue estratégico en lo tocante al 
anuncio del más-allá: ¡No hablemos más de ello, ya que no dice nada a nadie y corre el 
riesgo de devaluar nuestro Evangelio! 
PREDICACION/FIEL:Comprendo estas reacciones. Las he vivido. Sin embargo, a la 
larga, esta actitud me plantea ciertos interrogantes. Como pastor, estoy encargado del 
anuncio de la Palabra. No soy yo quien inventa el mensaje. Soy un enviado para 
transmitirlo. Tengo el deber de traducirlo para los hombres de mi tiempo, pero no tengo 
derecho a suprimir de él lo que a ellos no les agrade o a mí no me convenga. Pasar en 
silencio, sistemáticamente, una parte importante del mensaje, sería una traición. Hay un 
todo consistente en la Palabra de Dios. Suprimir una parte del Evangelio es deformarlo por 
entero. Ser incapaz de expresar una parte de nuestra fe es menoscabar la credibilidad del 
todo. 
Reducir el mensaje al «mínimo creíble» de nuestro tiempo equivaldría gradualmente a 
reconducirlo a aquello que todo el mundo sabe y piensa ya -por más que no lo ponga en 
práctica-: a la fraternidad universal y al interés por la justicia para todos. 
El propio Jesús apenas será ya más que el garante de un proyecto social o político, 
conservador o revolucionario. Y así, en fin, el Evangelio no contendrá nada original. Se 
conservan los términos. de misión, de evangelización, pero en realidad no hay nada que 
decir. 
Y hay otra cosa todavía. Creo que este eclipse total del lenguaje acerca de «los últimos 
fines» no perjudica únicamente al mensaje que hay que transmitir, sino al hombre mismo a 
quien va dirigido. El Evangelio es una Buena Noticia para el hombre. Suprimir una parte de 
él a nuestro capricho, conforme a nuestros gustos del momento, ¿no acabaría por 
perjudicar al hombre mismo a quien se dirige? ¿Tenemos derecho a modificar la 
composición o la dosis de un remedio por el hecho de que es demasiado amargo, aunque 
con eso perjudiquemos la salud del enfermo? 
Esta pienso que es la situación. En nombre del sentido de la persona humana y de la 
urgencia del servicio a la Humanidad en el mundo actual, se ha atenuado muchas veces el 
anuncio de un más-allá. Hoy, precisamente en nombre del sentido de la persona humana y 
de la urgencia de los compromisos en los momentos actuales, es preciso volver a tal 
anuncio. ¿Por qué? 
Tenemos la prueba ante nuestros ojos. ¿De dónde procede, en muchos países de 
Europa y de América del Norte, el extremado hastío de los jóvenes, su falta de compromiso 
político, su desgana por la acción y por la vida misma? Es el mal del siglo; el mal de un 
mundo sin fe, que ha tomado conciencia de su total insignificancia. MUNDO/CRISIS :Hace tiempo que lo diagnosticó Paul Ricoeur: la más grave crisis del 
mundo presente es la falta de sentido. Si la historia del mundo no sabe ya nada sobre el 
cumplimiento final que ella misma prepara y espera en Jesucristo, se repliega sobre sí 
misma. Se convierte en su propio «fin». Más exactamente, deja de tener un fin. No conduce 
a nada. No construye nada. Corre hacia la nada. El descubrimiento de su caducidad se 
convierte en conciencia de su propia insignificancia. La carencia de significado de la 
totalidad de la historia coloca a todo el mundo en el absurdo de una vida sin finalidad, 
vaciando la acción humana de toda orientación constructiva. ¿Por qué entusiasmarse? 
¿Para qué comprometerse? Para una persona que sea lúcida no queda sino la 
desesperación: el suicidio para acabar o la evasión para olvidar. ¿Olvidar qué? «Olvidar lo 
estúpida que es la vida.» 
¿Dónde está el remedio, sino en el anuncio de «los últimos fines», en el 
anuncio de quien es el término único, el único sentido de la historia: Jesucristo, luz del 
mundo? 
Hay en el campo de las ciencias un determinado número de físicos y matemáticos que se 
dedican a la «investigación fundamental». Una investigación sobre un punto de partida 
«gratuito», sin miras inmediatas de aplicaciones técnicas. Y con frecuencia ocurre que la 
fecundidad de tales invenciones abre sectores enteros de realizaciones nuevas. 
La investigación que proponemos, en el plano de la fe, es un poco análoga. No se trata, 
en primer término, de descubrir tal o cual orientación práctica. Se trata de redescubrir la 
gran luz que proporciona su significado y su orientación a toda la historia humana 
revelándole su finalidad. A partir de esa Luz, que da su sentido a la totalidad del mundo, es 
como podremos redescubrir el sentido mismo de nuestra existencia personal y volver a 
encontrar el gusto por la vida y la necesidad deI compromiso.
Esta perspectiva, lejos de ser alienante y desmovilizadora, es la única que permite hoy 
día, a quienes reflexionan, motivar sus compromisos, a los que se entregan por entero, toda 
vez que sabe uno el porqué y que merece la pena. También aquí es verdadero el dicho: 
«Buscad el Reino de Dios y todo lo demás se os dará por añadidura.» 
Estas son las convicciones que la vida y el ministerio pastoral han hecho crecer en mí. La 
primera: que ya no sabemos cómo anunciar a este mundo los «fines últimos», el cielo y el 
infierno, el fin del mundo y la última venida de Cristo. La segunda: que hoy día es urgente 
para la vida y para el futuro del mundo en su misma dimensión temporal, volver a dar con 
un lenguaje para hacerlo. La tercera: que hay que buscar, y buscar juntos. De ahí proceden 
las reflexiones reunidas en este libro y en el que un día quisiera escribir acerca de la 
alegría del cielo: «Entra en el gozo de tu Señor». 
Añadiría que para mí se trata de una cuestión vital. De ella depende mi felicidad. Desde 
mi más tierna infancia sé que no puedo ser feliz sin que todos los demás lo sean. ¿Es 
posible la felicidad a ese precio? Es la pregunta que me viene una y otra vez desde 
siempre, la que llevo en mí, la que, iba a decir, es yo. ¿Es posible plantearla? Y aun cuando 
sea imposible encontrar ahora una respuesta satisfactoria, ¿es posible interrogar a la 
Palabra de Dios hasta que ella indique un camino que lleve un día a la respuesta? Es lo 
que he intentado hacer.
Afortunadamente, sé que los grandes teólogos del momento han reencontrado la 
dimensión escatológica del mensaje cristiano. Hombres como Jurgen Moltmann, Walter 
Kasper, Urs von Balthasar, Olivier Clément y tantos otros, nos han permitido reencontrar 
esa gran tensión de toda la historia hacia la última venida de Cristo Salvador. Nos han 
hecho posible superar una problemática moralizante de simple «retribución» y de 
recompensa y castigo, para dar de nuevo con la gran perspectiva bíblica de la historia de la 
salvación. Nos han abierto los ojos para redescubrir, a la luz de la Palabras, que, según el 
proyecto de Dios, es el futuro lo que ilumina el presente, lo que le imanta y orienta. Nos han 
enseñado a ver de nuevo a esta luz el acontecimiento de hoy como llegada de 
Aquel que viene. Su mensaje me ha abierto, a partir de la Biblia, un camino de luz hacia 
horizontes que no conocía. 
Pero a veces su mensaje es difícil. Por eso creo que esta renovación del pensamiento 
teológico y su orientación escatológica no ha llegado todavía al conjunto del Pueblo de 
Dios y no le ha proporcionado aún colectivamente esa gran esperanza capaz de reavivar su 
alegría y animarle para grandes empresas. Es preciso que despertemos en medio de la luz 
del Día de Cristo que viene, para trabajar en este tiempo que El nos concede.
Yo no soy ni un especialista en exégesis ni un teólogo profesional. ¡Podrá verse en 
seguida! Soy simplemente un cristiano que quiere profundizar su fe y un pastor que intenta 
expresarla a los hombres de su tiempo. Esta búsqueda se verifica en la Iglesia y para ella. 
Me sentiré siempre muy feliz de aprovechar las luces de quienes poseen mayor 
competencia, experiencia o autoridad. 
Mi propósito es, pues, modesto. Se trata de transmitir el mensaje que yo he recibido, 
intentando traducirlo sin traicionarlo, para hacerlo accesible a un mayor número de 
personas. Estas lo transmitirán, a su vez, «hasta que toda la masa quede fermentada». ¿Y 
qué otra cosa hacemos todos nosotros, los cristianos, sino recibir la Palabra de Dios para 
transmitirla en un lenguaje que toque el corazón y el espíritu de nuestros hermanos? 
Confieso que, durante mucho tiempo, numerosos pasajes del Evangelio que se refieren 
al cielo y al infierno han permanecido para mí impenetrables e intransmisibles. Había 
renunciado a la predicación ingenua o aterradora que había conocido cuando niño y no 
había dado con otra. Los teólogos de la esperanza me abrieron un camino. Redescubrí el 
misterio de la redención a la luz de Cristo, «que bajó a los infiernos». Descubrí el infierno 
como un lugar de la manifestación de Cristo Salvador y una dimensión del misterio de la 
salvación. Esas páginas del Evangelio que yo había dejado de gustar y de transmitir se han 
convertido para mí en una advertencia y una llamada a la conversión. Sin quitar nada de su 
realismo, se han convertido en una Buena Noticia: una fuente inagotable de alegría en la 
irradiación de Cristo Salvador. Quisiera anunciar aquí esta Buena Noticia a todos. 

1. Misión imposible 
«Descendió a los infiernos.» Esta expresión tiene el riesgo de inducir a error. Parece 
introducir una reflexión acerca de este artículo del Símbolo de los Apóstoles que desde el 
siglo tercero han repetido tan frecuentemente los cristianos para afirmar su fe. Podría, 
asimismo, esperarse un estudio bíblico acerca de los textos de la primera carta de San 
Pedro, que son la base más firme de nuestra fe en la bajada de Jesús a los infiernos: «Fue 
también a predicar a los espíritus encarcelados» (/1P/03/19) y «hasta a los muertos se ha 
anunciado la Buena Noticia» (/1P/04/06). 
Nuestro enfoque es aquí más amplio. Nos parece, en efecto, que la bajada a los 
infiernos, afirmada por la Iglesia en su Credo y revelada por la Escritura, no es sólo una 
especie de episodio extraño y un tanto mítico de Ia misión de Jesús: pasaje sin 
consecuencias para nuestra vida presente y para nuestra esperanza cristiana. Certeza que 
ni siquiera hay intención de poner en cuestión: tan carente nos parece de importancia 
concreta. Fe cantada pero no vivida, cuyo contenido parece haber quedado oprimido para 
siempre entre la celebración de la muerte gloriosa de Jesús el Viernes Santo y la de su 
resurrección el día de Pascua. La admirable revalorización del misterio pascual en la 
investigación bíblica, en el pensamiento teológico y en la celebración litúrgica, parece haber 
dejado de lado en la conciencia cristiana esta dimensión del misterio que, en Occidente, no 
encuentra ni siquiera el lugar que podría parecerle destinado en la liturgia del Sábado 
Santo. 
¿Por qué ese silencio de Occidente sobre la bajada a los infiernos? ¿Quizá precisamente 
porque no se ha visto en ello generalmente más que una especie de episodio, dentro del 
misterio de Cristo, inspirado en los mitos antiguos, una expresión de la fe cristiana según 
registros de imaginería judía o pagana, registros que una honesta desmitologización debe 
hacer caer en desuso? 
Desde luego que la cuestión no es hacer un reportaje sobre el viaje de Cristo a los 
infiernos, a la manera de los mitos de Caronte o de Eneas, sino que más bien, siguiendo a 
los Padres y resituándolo en la totalidad de las Escrituras, se trata de descubrir una 
dimensión del misterio de Cristo necesaria en nuestros tiempos. 
Cuando proclamamos nuestra fe en estos términos: «Creo en Jesucristo nuestro Señor, 
que fue concebido del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen...», esta fe se refiere a 
acontecimientos que pueden situarse en el tiempo, aunque afirma una dimensión del 
misterio de Cristo que sobrepasa el tiempo y sin la que ningún otro aspecto de su misterio 
puede ser correctamente expresado y vivido. Cuando proclamamos: «Padeció bajo Poncio 
Pilato, fue crucificado, muerto..., al tercer día resucitó de entre los muertos», nuestra fe se 
enraiza en hechos que, aun hoy día, están presentes y radiantes en el misterio de la 
salvación. Quitar del Credo la fe en la muerte y la resurrección de Cristo no es suprimir un 
pasaje de su historia, sino desconocer lo esencial del misterio. 
Cuando proclamamos con toda la Iglesia: «Bajó a los infiernos», habrá que reconocer 
algún día que eso es también una dimensión de la misión de Cristo y un aspecto siempre 
actual del misterio de la salvación. De suerte que desconocer prácticamente el contenido 
de esta fe proclamada no carece de inconvenientes para la totalidad de nuestra fe, de 
nuestra vida y de nuestro anuncio del Evangelio 
Es lo que quisiéramos revalorizar en la Iglesia y para la Iglesia, en unión con la revelación 
bíblica y la tradición patrística, en medio de las actuales aspiraciones del mundo. 
Porque, paradójicamente, lo que nos ha llevado a profundizar en este artículo del Credo 
es el término «infiernos» y, concretamente, la impotencia en que a menudo nos 
encontramos para decir sobre el infierno algo que se parezca a un Evangelio, es decir, a 
una Buena Noticia. 
Pretender que la primera carta de Pedro nos proporciona una revelación sobre el 
«infierno» en el sentido que los Concilios, a partir del siglo V, dieron a este término, sería 
sólo un desafortunado juego de palabras. Cuando Jesús dice a Pedro: «Tú eres Pedro y 
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas de la muerte no prevalecerán contra 
ella» (Mt 16,18); o cuando Pedro mismo escribe de Cristo que «fue a predicar a los 
espíritus encarcelados» (1 Pe 3,19), se trata del sheol judío o del hades pagano -esos 
oscuros lugares donde vegetan los muertos-, no exactamente del infierno en el sentido que 
nosotros damos hoy a ese término. 
Sin embargo, precisamente yendo hasta el fin de lo que esa «bajada de Cristo a los 
infiernos» nos revela sobre el misterio de la salvación, es como podemos reencontrar un 
nuevo impulso para volver a proclamar a los hombres de hoy la totalidad del Evangelio. 
Iluminando los extremos es como se mide mejor la grandeza del todo. 

¡Anunciar el cielo y el infierno, 
hoy día, es algo imposible! 
Ha sobrevenido un gran hundimiento. La enseñanza sobre el infierno, que era uno de los 
pilares de la predicación cristiana, ha desaparecido casi totalmente en unos años. 
INFIERNO/PREDICACION:Durante siglos, muy especialmente entre el XIV y el XIX, la 
predicación sobre el infierno fue uno de los temas fundamentales de la catequesis, de las 
misiones y retiros. Y después, bruscamente, en unos años que se pueden situar en la 
primera mitad del siglo XX, entre 1930 y 1950, este tema desapareció casi por completo; 
hoy ya no se dice una palabra sobre el infierno. Muchos cristianos que cuentan alrededor 
de 30 años podrían afirmar que jamás han oído, ni en la parroquia ni en los «movimientos», 
predicación alguna acerca del infierno. ¿Qué ha sucedido para que se provocara un 
desplome tan rápido y tan total de uno de los pilares del edificio? Constituiría un largo y 
apasionante trabajo estudiar la historia de la predicación cristiana sobre los fines últimos. 
Un punto de referencia importante en esa larga historia sería ciertamente el influjo de los 
Ejercicios de San Ignacio. Elaborados durante su estancia en Manresa en 1522, fueron 
redactados en los años que siguieron y han sido repetidas veces recomendados por los 
Papas. 
El quinto ejercicio de la primera semana es la meditación sobre el infierno. Se invita al 
ejercitante a «pedir interno sentimiento de la pena que padecen los dañados, para que si 
del amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, a lo menos el temor de las penas me 
ayude para no venir en pecado» (1). 
Ese es el fin de esta meditación. El medio será la aplicación de los sentidos al misterio 
del infierno: «El primer punto será ver con la vista de la imaginación los grandes fuegos y 
las ánimas como en cuerpos ígneos. El segundo, oír con las orejas llantos, alaridos, voces, 
blasfemias contra Cristo Nuestro Señor y contra todos sus Santos. El tercero, oler con el 
olfato humo, piedra azufre, sentina y cosas pútridas. El cuarto, gustar con el gusto cosas 
amargas, así como lágrimas, tristeza y el verme de la conciencia. El quinto, tocar con el 
tacto, es a saber, cómo los fuegos tocan y abrasan las ánimas.» (2). Viene después el 
coloquio con Cristo Salvador. 
El influjo de los Ejercicios Espirituales tuvo una irradiación inmensa, tanto en los retiros 
como en la predicación de las misiones parroquiales y en el anuncio del misterio cristiano 
de las catequesis. San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales, San Vicente de Paúl, el 
Cura de Ars, San Alfonso María de Ligorio, los practicaron y enseñaron. De modo que 
durante siglos esta predicación fue uno de los temas fundamentales de meditación cristiana 
sobre los que se apoyó constantemente la llamada a la conversión. 
Y luego bruscamente, en pocos años, lo que parecía un dato fundamental de la 
predicación cristiana desaparecía casi por completo. ¿Por qué? 

Un cambio histórico 
No resultará inútil discernir las razones de este cambio profundo, para poder abrir los 
caminos de un nuevo lenguaje de la fe. 
Un historiador, Jean Delumeau, relaciona este anuncio del infierno, como tema capital de 
la predicación, con la época de cristiandad. Esta forma de predicación se desarrolló en 
tiempos de la reforma católica y protestante, que intentó, por todos los medios, convertir las 
costumbres y superar el paganismo que permanecía vivo, a pesar de los santos, bajo las 
monumentales instituciones cristianas de la Edad Media. 
«¿Cómo hacer que centenares de millones de personas se inclinaran por una 
espiritualidad y una moral austeras que en la práctica no se habían exigido a sus 
antepasados? ¿Cómo se quiso obtener en el ámbito católico la conversión deseada? 
Mediante la culpabilización de las conciencias, mediante una obsesiva insistencia en el 
pecado original y en las faltas cotidianas..., mediante la amenaza incesantemente esgrimida 
del infierno, mediante una pastoral del temor» (3). 

Es seguro que este constante recuerdo de los fines últimos pudo motivar, por razones 
que no son extrañas a la Revelación, la práctica religiosa y la conducta moral de un gran 
número de cristianos. La misa del domingo, la comunión pascual, la confesión misma, se 
exigían «bajo pena de pecado mortal», es decir, bajo la amenaza del infierno. 
El temor de Dios era entonces el principio de la Sabiduría, pero este temor de Dios, 
entendido en el sentido de miedo, estaba ligado a un mundo socio-cultural hoy día 
superado. Eso suponía un sistema de autoridad en el que la Iglesia de los obispos y de los 
sacerdotes imponía sus leyes a toda la vida de un pueblo, constituyéndose el poder civil, a 
menudo, en garante de la ley religiosa. Eso suponía que los clérigos tenían una especie de 
monopolio del conocimiento, una autoridad incontestada para decir e imponer lo que había 
que creer y obrar. 
«La difusión del conocimiento fuera del control y de la dependencia de la Iglesia entre los 
«laicos», la separación de la Iglesia y del Estado, trajeron consigo, en el siglo XX, una 
«contestación» global del poder clerical de enseñar y de obligar, de forzar y amenazar: en 
nuestros días, la teología del temor ya no tiene audiencia y el público está tanto o más 
instruido que quienes «ofrecen» la religión» (4) 

INFIERNO/TEMOR: El temor del infierno no es ya suficiente para 
hacer que se viva como cristianos. Pertenecería, pues, a un mundo superado y ya no 
tendría sitio en la predicación cristiana de hoy día. 
Este silencio tiene, según creo, razones todavía más profundas. Admitamos que una 
transformación social y política del mundo haya podido conducir a no servirse ya de la 
predicación del infierno como motivación de temor para arrastrar a la práctica religiosa. 
¿Por qué esta revelación, que tan amplio lugar tiene en el Evangelio, ha pasado en 
silencio, precisamente en este siglo, en el que la profundización de los estudios bíblicos ha 
hecho redescubrir de forma tan notable la actualidad del Evangelio y de la Palabra de 
Dios?
Págs. 7-23

Hoy día ha nacido una nueva antropología que rápidamente se ha convertido, en sus 
líneas esenciales, en bien común de la Humanidad contemporánea. El cuerpo ya no es sólo 
el lugar de exilio de un alma esencialmente espiritual o la parte unida de un compuesto de 
dos partes, de las que una sería materia y la otra espíritu, aun cuando al final se admita que 
esas dos partes no forman más que un todo. El cuerpo es el hombre mismo. Sí, el hombre 
modelado por Dios, no fuera del mundo, sino en el corazón del mundo, al término de la 
admirable evolución de la materia hacia la vida y hacia el pensamiento. 
«El hombre no sólo tiene un cuerpo; es ese cuerpo.» (6) Por el cuerpo nos encontramos 
en el mundo, surgidos de su historia, solidarios de su aventura. 
«El cuerpo es un fragmento del mundo que nos pertenece de tal manera que somos ese 
fragmento.» (7) «Nuestro ser es esencialmente un ser-con.» (8). 
Esta realidad ontológica constituye el fundamento radical de toda solidaridad humana: el 
cuerpo viene a ser así «presencia del mundo en el hombre y del hombre en el mundo» (9). 

Pero eso que es verdad del mundo es más verdad aún de los demás. Hemos salido, en el 
sentido más fuerte de la palabra, de la misma cepa, pertenecemos a la misma historia 
desde hace millones de años y estamos enrolados en el mismo destino: si el mundo está en 
mí y yo en él a nivel de comunes orígenes, es preciso decir también que los otros están en 
mí y yo en ellos. 
H/HERMANO-UNIVERSAL:Estas consideraciones no son sólo especulativas; se han 
convertido en prácticas. Esta ontología se ha visto expresada en una psicología. El sentido 
de la solidaridad humana universal es una de las adquisiciones más positivas de la 
mentalidad moderna. Esta solidaridad ha entrado en la conciencia, es lo mejor de la vida. 
La técnica de los medios de comunicación social ha sido un elemento decisivo en esta 
toma de conciencia. 
La misión del hombre se ha hecho planetaria, y su conciencia vive cada vez más como 
ideal esa solidaridad universal. La Humanidad ya no es únicamente una palabra, sino una 
multitud de rostros, y el hombre de estos tiempos se siente llamado a ser «hermano 
universal». Por más que este ideal esté lejos de verse realizado, queda la utopía motriz de 
la construcción de un mundo más humano: ¡llegar a ser todos solidarios! 
Págs. 26-27)
.........................
(1) IGNACIO DE LOYOL4, Ejercicios Espirituales, num. 65.
(2) Ibid., nn. 66-70.
(3) JEAN DELUMEAU. Le Cristianisme, va-t-il mourir? 
Hachette, París, 1977, pp. 196-197.
(4) Ibid, p. 120.
(6) W. KASPER, Jesús le Christ, p. 301 (trad. cast.: Jesús, el Cristo,
Sígueme, Salamanca, 1978). 
(7) Ibid., p. 302. 
(8) Ibid., p. 303. 
(9) Ibid, p. 27.

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Del sheol al infierno 
No podemos entender el significado del mensaje evangélico si no es reencontrando sus 
raíces en el Antiguo Testamento. Para anunciar el misterio del juicio, el de la salvación de 
los elegidos y el de la condenación de los réprobos, Jesús se sirvió constantemente de los 
temas e imágenes de la Biblia. Si nos atenemos a las palabras, todo cuanto El afirma 
parece estar ya dicho. Y, sin embargo, en El todo es nuevo. Descubriendo a la vez esta 
continuidad y esta novedad es, sin duda, como más profundamente se penetra en el 
mensaje del Nuevo Testamento.
Pero el Antiguo Testamento transmite ya una historia, una evolución, unos progresos. La 
historia de un pueblo que, bajo la acción del Espíritu, se convierte en revelación del 
designio de Dios sobre el hombre, manifestación del misterio de Dios entre los hombres: 
epifanía de su Amor. 
Al principio, el sheol judío es simplemente la morada de los muertos. Parece ser que 
podría encontrarse su equivalente en más de un pueblo pagano, en el griego o egipcio, por 
ejemplo: la Biblia usa sus términos: el hades o el tártaro. Es un mundo subterráneo, «el 
mundo de abajo» (Sal 1,12). Los muertos moran allí todos juntos en una especie de vida 
disminuida, sin fuerza y sin actividad; son sombras, los «refaïm», cuya morada es «polvo y 
tinieblas». 
El aspecto más desgarrador de su condición es no solamente la separación de los suyos, 
sino la separación incluso de Dios. Dios parece haberlos olvidado para siempre: «Soy como 
un hombre acabado: relegado entre los muertos..., aquellos de los que no te acuerdas 
más...» (Sal 88,6) Por eso, en este lugar de desgracia las voces se apagan y ni siquiera se 
escuchan ya las alabanzas a Dios: «La morada de los muertos no puede alabarte, ni la 
muerte celebrarte...» (Is 38,18). «Porque, en la muerte, nadie de ti se acuerda; en el sheol, 
¿quién te puede alabar?» (Sal 6,6; cfr. Sal 30,10; Bar 2,17). De este modo, el sheol queda 
para siempre encerrado en una desolación y una soledad eternas. 
Sin embargo, en medio de esta noche un grito resuena. Al principio es la voz suplicante 
de la que se hace eco el salmo 88:
Me has echado en lo profundo de la fosa, 
en las tinieblas, en los abismos... 
cerrado estoy y sin salida, 
mi ojo se consume por la pena. 

Yo te llamo, ¡oh, Yahvé!, todo el día, 
tiendo mis manos hacia Ti.
¿Acaso para los muertos haces maravillas, 
o las sombras se alzan a alabarte? 

¿Se habla en la tumba de tu amor, 
de tu lealtad en el lugar de perdición? 
¿Se conocen en las tinieblas tus maravillas 
o tu justicia en la tierra del olvido? 

Mas yo grito hacia ti, Yahvé... 
¿por qué, Yahvé, mi alma rechazas 
lejos de mí tu rostro ocultas? (Sal 88,7-15). 

«¿Acaso para Ios muertos haces maravillas?» Pues bien, sí. El Señor ha oído su grito. 
Jonás queda para siempre como el modelo y arquetipo de cuantos han llamado al Señor 
desde el fondo del abismo y han sido salvados: 

«Entonces, Jonás oró a Yahvé, su Dios, desde el vientre del pez. Dijo: Desde mi angustia 
clamé a Yahvé...; desde el seno del sheol grité y tú oíste mi voz... Echó la tierra sus 
cerrojos tras de mí para siempre, mas de la fosa tú sacaste mi vida, Yahvé, Dios mío» (Jon 
2,2-7). 

Esta Luz de Dios en medio de las tinieblas de la muerte lleva consigo un esclarecimiento 
nuevo. Su venida opera un discernimiento definitivo; es un juicio que separa para siempre a 
buenos y malos. Los profetas escenifican ese gran juicio de Dios sobre todos los pueblos: « 
¡Despiértense y suban las naciones al valle de el-Señor-juzga (Josafat)! Que allí me 
sentaré yo para juzgar a todas las naciones... Porque está cerca el Día de Yahvé en el valle 
de la Decisión.» (Joel 4,12-14) Y así, también, las grandes imágenes apocalípticas del 
profeta Daniel, en quien el juicio se reserva al Hijo del Hombre (Dn 7,13). 
Dentro de una línea paralela de búsqueda y de fe, se establece en el interior del sheol 
una especie de corte entre justos e injustos. He aquí la última morada en las tinieblas de los 
grandes héroes paganos que hicieron temblar la tierra: 
«Hijo de hombre, haz una lamentación sobre la multitud de Egipto, hazlos bajar, a él y a 
las hijas de las naciones, majestuosas, a las moradas subterráneas, con aquellos que bajan 
a la fosa... Bajaron al sheol con sus armas de guerra..., se les ha puesto la espada bajo su 
cabeza y los escudos sobre sus huesos...» (Ez 32,17-28) . 

Tal será para siempre la suerte de los impíos, olvidados de los hombres, rechazados por 
Dios. Para ellos, los infiernos se convierten en el infierno. El juicio de Dios ha hecho de su 
muerte una condena. 
Pero para los justos ocurre algo completamente distinto: el sheol se ilumina con un rayo 
de esperanza. El juicio de Dios será su salvación. Su reclusión se convierte en espera del 
Salvador. En Job el misterio del justo sufriente hace que estalle esta esperanza: 
«Job tomó la palabra y dijo: Bien sé yo que mi Defensor está vivo y que El, el último, se 
levantará sobre la tierra. Y una vez destruida esta piel que es mía, con mi carne veré a 
Dios...» (Job 19,1.25-26). 

De esta forma, poco a poco, sobre la mansión de los muertos se levanta la esperanza de 
una resurrección. Pero esta misma resurrección será la ejecución del juicio de Dios: 
«Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida 
eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno.» (Dn 12,2.) Así, desde el Antiguo 
Testamento está ya presente en el horizonte de la historia, el último juicio que preside el 
Hijo del Hombre en la magnificencia de su gloria. Desde entonces los infiernos vienen a ser 
para siempre el «lugar» de la condenación donde los impíos se ven privados de la vida 
eterna, mientras que los justos, con los patriarcas, los mártires, los santos, entran en la 
gloria de Dios para siempre e inauguran el cielo. 

Cristo habla del infierno 
A primera vista parece claro que Cristo recoge los temas y los términos mismos del 
Antiguo Testamento. Todas, o casi todas las imágenes que emplea, habían sido ya 
empleadas en la Biblia y formaban parte del mundo cultural de su tiempo: el fuego y los 
gusanos, el llanto y el rechinar de dientes, y especialmente el gran tema del Juicio que 
recorre todo el Evangelio. En la parábola del rico malo, vuelve el Evangelio sobre el sheol. 
La morada de los justos, a la que es conducido Lázaro en el seno de Abraham está 
separada por «un gran abismo» del lugar de perdición de los condenados donde se 
sumerge el mal rico: uno y otro están «en la morada de los muertos» (Lc 16,22-26). Hace 
aparición un nuevo término para designar el lugar de perdición: «la gehenna». Este lugar 
maldito donde antaño se habían sacrificado niños a Moloch (2 Cor 28,3) y donde, al 
parecer, se quemaban incesantemente los deshechos, se había convertido, en la literatura 
apocalíptica, en símbolo de maldición, incluso de maldición eterna. En Mateo se emplea 
diez veces para significar el lugar de la condenación eterna: el infierno. 
Pero no está ahí la originalidad del Evangelio. 
En primer lugar, hay que reconocer abiertamente lo siguiente: Cristo habla frecuente e 
insistentemente de un juicio que conduce a la salvación de unos y a la condenación de 
otros. Para decirlo en nuestro lenguaje actual, Cristo habla del cielo y del infierno. 
J/INFIERNO:Antes de nada, se impone una advertencia: Cristo tomó sus distancias con 
respecto a cierto número de temas del Antiguo Testamento, más exactamente en relación a 
toda una concepción del mesianismo. Rechaza claramente un mesianismo temporal. 
Rehúsa ser rey en el sentido político. Rechaza usar de su poder mesiánico para aplastar a 
sus enemigos o para colmar a sus amigos de alimentos terrestres o de honores mundanos. 
Mientras sus discípulos le incitan a usar su poder contra quienes no les habían recibido: 
«Manda que baje fuego del cielo sobre ellos», El se vuelve y les responde: «No sabéis de 
qué espíritu sois.» (Lc 9,55; cfr. Trad. Ecuménica de la Biblia, nota p). No, El no había 
venido para aplastar a los hombres, sino para salvarlos, curarlos, perdonarles, darles la 
vida. Ese es su mesianismo: el del Siervo sufriente de Isaías. 
Y, sin embargo, este mismo Jesús que lleva el nombre de Salvador, que elige un 
mesianismo de servicio, de sufrimiento y de perdón, anuncia repetidas veces el juicio de 
Dios en términos terribles. La mayoría de las parábolas en los Sinópticos acaban con la 
grave amenaza de la condenación de los pecadores: «Recoged primero la cizaña y atadla 
en gavillas para quemarla» (Mt 13,30). Juan no ignora este juicio y habla de él a su manera. 
Pueden interpretarse estas imágenes, recordar el fondo mítico, pagano o judío, del que son 
deudoras, pero no es posible, sin deformar el Evangelio, eliminar la realidad que anuncian. 

«Hay que tomar en serio a Jesús cuando utiliza las más violentas y más despiadadas 
imágenes escriturísticas del infierno: 'el llanto y crujir de dientes en el horno ardiente' (Mt. 
13,42), 'la gehenna, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga' (Mc 9, 43-48; cf. Mt 
5,22), donde Dios puede 'perder el alma y el cuerpo' (Mt 19, 28)» (1). 
«Cada vez que los Evangelios hablan de este infierno, lo hacen con un realismo 
pretendido... Alcanza al hombre entero (Mc 9,43-48). Es eterno (Mc 3,29)... Sin embargo, 
buscaríamos en vano en los Evangelios la descripción de las diversas penas del infierno tal 
como las describen la apocalíptica judía de aquella época y la de los primeros tiempos 
cristianos (por ejemplo, el apocalipsis de Pedro). Lo que cuenta únicamente para Jesús es 
expresar la temible gravedad del juicio de Dios, cuya sentencia es inapelable. En sus 
labios, el término «gehenna» designa dos ideas: a) la «gehenna» es tiniebla (Mt 8,12; 
22,13; 25,30) y significa la exclusión de la luz de Dios; b) en la gehenna habrá «llanto y 
rechinar de dientes». Este «llanto y rechinar de dientes». frente a la comunidad de mesa de 
los paganos con los patriarcas, son la expresión de la desesperación que se experimenta a 
causa de la salvación perdida por propia culpa. Tal es el infierno (2). 

Podrá alguien decir: ¿y qué hay de nuevo en todo esto?; ¿no se había dicho ya? ¿No se 
contenta Cristo con asumir por su cuenta la reveIación y los términos mismos del Antiguo 
Testamento? 
No obstante, la verdad es que todo es nuevo. Cristo no aporta un elemento nuevo a esta 
revelación, sino que los renueva todos radicalmente. 
Allí donde nos hemos encontrado con mitos paganos, progresivamente iluminados por la 
religión y la cultura judías, penetramos en el universo cristiano. El infierno, en adelante, 
forma parte del universo asumido por Cristo; entra en el misterio de la salvación. 
Lo que cambia todo, lo que da gravedad a esas afirmaciones, es que Cristo lo asume 
todo por su propia cuenta. 
El Juicio de Dios en el último día, al fin de los tiempo, será El mismo en persona quien lo 
ejerza. Si toma con tanta frecuencia la expresión de Daniel «el Hijo del Hombre» para 
designarse a sí mismo, es para llegar a esta última afirmación en la que se sitúa como el 
Juez soberano del Juicio último: «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria 
acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas 
delante de El todas las naciones...» (Mt 25,31-32). 
Afirmación exorbitante, puesto que Jesús toma para sí lo que pertenece a Dios solo: el 
Juicio último. 
«Esto acrecienta singularmente la gravedad de sus palabras: Jesús no habla sólo del 
infierno como de una realidad amenazadora; anuncia que «El mismo enviará a sus ángeles 
para arrojar en el horno ardiente a los agentes de iniquidad» (Mt 13,41) y pronunciará la 
maldición: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» (Mt 25,41). Es El quien declarará: 
«No os conozco» (Mt 25,12), «Echadle a las tinieblas de fuera» (Mt 25,30)» (3). 

Más aún. Si es el propio Jesús quien pronuncia el juicio, es también en relación a la 
actitud con respecto a El por lo que, en definitiva, serán todos juzgados. Los enemigos de 
Dios son sus enemigos. La repulsa de Jesús es repulsa del propio Dios. Los que no 
escuchan su voz, los que se niegan a oírle, los que no creen en El, ésos serán 
condenados: «Los ninivitas se levantarán en el Juicio contra esta generación y la 
condenarán; porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás y aquí hay uno que 
es más que Jonás.» (Mt 12,41). Y en Juan: «El que no cree ya está juzgado, porque ha 
rechazado la luz.» (Jn 3 ,18). 
Igualmente, Jesús asume con autoridad las sanciones establecidas por la ley mosaica 
contra todas las palabras y actitudes que puedan perjudicar al prójimo (Mt 5,21-22), pero 
las agrava considerablemente, o más bien cambia radicalmente su alcance. Para mejor o 
para peor, todo lo que de bien o de mal hayamos hecho a los otros, es a El a quien se lo 
hemos dado o rehusado: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos 
míos más pequeños, a Mí me lo hicisteis.» (Mt 25,40) «Cuanto dejasteis de hacer con uno 
de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo. E irán a un castigo eterno y 
los justos a una vida eterna. » (/Mt/25/45-46).
SV/A-H: Tal es la asombrosa gravedad y grandeza de la vida humana a la Luz de 
Cristo. Todas las relaciones con los demás, en la familia o en la ciudad, nos colocan en 
presencia de Jesús mismo y, por medio de El, en presencia de Dios. Esto es verdad para 
todos. Para todos, el amor o el rechazo del amor llevará consigo la felicidad o la desgracia 
eternas, el cielo o el infierno. Y el que los juzgará al fin de los tiempos será el mismo a 
quien habrán acogido o rechazado en el otro, aun sin conocerle: Cristo.
Semejante revelación pertenece al corazón del Evangelio. Es central. Ilumina el misterio 
de Cristo, el misterio del hombre. Penetra y transforma toda la ética pagana o judía para 
convertirla en ética cristiana. Y esa perspectiva que abre sobre el más-allá arroja una luz 
decisiva sobre toda la historia humana en la irradiación de Cristo, el Señor. 
Queda un enigma: ¿Cómo ese Jesús que nos dice: «No he venido para juzgar a los 
hombres, sino para salvarlos», puede ser al mismo tiempo, el Juez que dirá a los 
reprobados: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus 
ángeles» (Mt 25,41)? ¿Cómo es posible que el que ha venido a buscar la oveja perdida y a 
llevarla sobre sus hombros para que la Humanidad entera se reúna en un único redil, sea al 
mismo tiempo el que divide definitivamente a los hombres, enviando a unos al cielo y a 
otros al fuego eterno? ¿Cómo es posible que el que vino a salvar a todos y derramó su 
sangre en la Cruz por la multitud, es decir, por todos, sea al mismo tiempo el que condena a 
una parte de la Humanidad, perdida para siempre? ¿Será Salvador en la historia y Juez en 
el más-allá? La revelación de su gloria al final de la historia, ¿no será la del Salvador de 
todos? 
No podremos responder perfectamente a estas preguntas si no es en la luz de la 
eternidad. Pero tenemos derecho a plantearlas en la fe. La inteligencia del misterio no 
puede consistir en eliminar uno de los dos términos, como tantas veces se ve uno tentado a 
hacer, sea el realismo del infierno, sea la certeza de la salvación universal. Por el contrario, 
manteniendo firmemente ambos polos de nuestra fe, descubriremos en su profundidad el 
esplendor del misterio de la salvación. 

¿Quién, pues, 
se podrá salvar? 

SV/UNIVERSALISMO:He aquí la cuestión que más nos interesa. ¿Podemos esperar 
encontrarnos un día todos juntos en el gozo de Cristo? ¿Se salvarán todos o sólo algunos? 
Por dos veces v de dos maneras diferentes llegan los discípulos a plantear la pregunta a 
Jesús: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc/13/23). Tras la marcha del joven rico 
que rehúsa seguirle y la declaración de Jesús sobre la incapacidad de los ricos para entrar 
en el Reino: «Pues, ¿quién se podrá salvar?» (/Lc/18/26). 
Jesús no responde directamente a estas preguntas. O más bien, El mismo es la 
Respuesta. También hemos de escucharla. 
Después de lo que sabemos del juicio, podríamos responder sin reflexionar más: «Desde 
luego que no, todos no pueden salvarse, puesto que hay condenados.» Pero ahora 
debemos releer estos textos en la totalidad de la Escritura para descubrir su verdadero 
sentido, que quizá no sea el que nosotros habíamos pensado. 
Poner juntos, como lo hemos hecho, todos los textos que anuncian la condenación de los 
reprobados tiene algo de artificial. Construir una predicación del Evangelio a partir de esos 
únicos textos sería falsear radicalmente el sentido del Evangelio. 
La totalidad de esta enseñanza, que no puede pasarse en silencio, debe ser resituada en 
el conjunto de la Buena Noticia para que podamos descubrir su significado definitivo. 

Jesús, Salvador de todos J/SALVADOR
Jesús no se presenta a sí mismo como el que condena, sino como el que salva. Esta es 
la gran perspectiva que domina todo lo demás y que permite iluminarlo. 
Porque lo que se nos ha revelado es no sólo que Jesús es Salvador, sino que es 
Salvador de todos. 
La fe postpascual de los apóstoles y de los discípulos descubre progresivamente en el 
Jesús de Nazaret a quien ellos conocieron y amaron, que murió y resucitó, al Señor, al Hijo 
de Dios, al Creador de todas las cosas. Pero su gloria consiste en ser el Señor que salva: 
el Salvador. 
Es preciso que reencontremos esta fe en el Salvador en algunos textos principales de las 
cartas de Pablo. En primer lugar, en el gran texto de la carta a los /Col/01/12-20. Este texto, 
así como el de la carta a los Filipenses (2,5-11), es muy probablemente la transcripción de 
un himno de la liturgia cristiana primitiva. Es decir, que expresa verdaderamente la fe de la 
primera generación cristiana: 
«...dando con alegría gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la 
herencia de los santos en la luz. 
El nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en 
quien tenemos la redención: el perdón de los pecados. 
El es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda creación, porque en El fueron 
creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, 
las Dominaciones, los Principados, las Potestades. 
Todo fue creado por El y para El; El existe con anterioridad a todo y todo tiene en El su 
consistencia. El es también la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia. 
El es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea El el primero en 
todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la plenitud y reconciliar por El y para El 
todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su Cruz, lo que hay en la tierra y en los 
cielos» (Col 1,12-20). 

El eje de esta magna revelación quizá ha sido, en primer lugar, señalar la trascendencia 
de Cristo en relación a todos esos poderes invisibles, benéficos o maléficos, que 
preocupaban a los espíritus cercanos al paganismo o seducidos por la gnosis: Tronos, 
Dominaciones, Principados, Potestades (cfr.Ef 1,21). 
Pero la luz de este gran texto supera con mucho esa coyuntura, hoy día sobrepasada. La 
palabra todo aparece ocho veces en el corto pasaje. Porque eso es lo esencial del 
mensaje que todavía hoy nos concierne: Que Jesús Creador de todo es también el 
Salvador de todo. 
La estructura del himno es de una importancia capital para la comprensión del misterio 
cristiano. 
Tras una llamada a la acción de gracias al Padre que nos ha permitido tener parte en la 
herencia de los santos en la luz, dos estrofas a la gloria del Hijo. 
La primera canta al Hijo Creador, «Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda 
creación.... todo fue creado por El y para El». La segunda, al Cristo Salvador. Es «una 
nueva creación» por su Resurrección: «El que es el Principio, el Primogénito de entre los 
muertos..., pues Dios tuvo a bien... reconciliar por El y para El todas las cosas». Es decir, 
que la creación nueva, por encima del pecado, renueva en Cristo, por su resurrección, a la 
totalidad de la creación: todo ha sido creado por El y para El, todo ha sido reconciliado por 
El y para El. El universalismo de la salvación en Jesucristo alcanza a la totalidad de la 
creación en el Hijo. 
Ese es el eje fundamental de toda la revelación. El P. Feuillet termina su estudio sobre 
este pasaje de la carta a los Colosenses con estas palabras: «El hombre Dios, cuya 
existencia se desarrolló en un oscuro rincón de nuestro planeta, no ha de establecer su 
realeza solamente sobre todos los hombres, sino además sobre el entero universo, de 
dimensión que dan vértigo» (4). 
Esta fulgurante certeza, que ilumina toda la historia del mundo, estalla en todas las 
páginas del Nuevo Testamento. 
Así, en el himno de acción de gracias que encabeza la carta a los Efesios: «Dios nos ha 
dado a conocer el misterio de su voluntad, el benévolo designio que en El se propuso de 
antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: reunir el universo entero bajo una 
sola Cabeza, Cristo: lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,9-10). 
Este universalismo de salvación viene a menudo señalado en la Escritura mediante esas 
antítesis que en lenguaje semítico tienden a expresar la totalidad: el cielo y la tierra, el 
principio y el fin, el primero y el último. 
Así, en el gran himno de la carta a los Filipenses, Cristo, obediente hasta la muerte de 
cruz, es constituido por Dios Señor y Salvador de todos y de todo: «Por lo cual Dios le 
exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús 
toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que 
Cristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9-11). 
Así, pues, se trata no sólo de una certeza, sino de la certeza fundamental del Nuevo 
Testamento. Todas las palabras de Jesús, todos sus actos, su muerte y su resurrección, 
convergen hacia esta suprema revelación: El es el Salvador, el Salvador de todos y de 
todo. Ese es el rostro de Dios para nosotros. Esa es la Buena Noticia, el Evangelio. 
Es muy notable que en todo el Nuevo Testamento esta revelación decisiva no aparece 
nunca puesta en relación con esa otra certeza que hemos encontrado tan claramente 
afirmada, la del infierno, la de un Juicio que acaba en la salvación de unos y en la 
condenación de otros. Esta certeza de la condenación de los pecadores jamás desemboca 
en una restricción sobre el universalismo de la salvación. 
Ambas certezas, la salvación de todos y la condenación de muchos, aparecen 
fuertemente afirmadas sin que su aparente contradicción quede nunca resuelta. 
La certeza de que Jesús es el Salvador de todos jamás aparece puesta en relación con 
la revelación del infierno, en orden a poner en la primera algunas restricciones, pero sí está 
constantemente puesta en relación con dos dimensiones fundamentales del universo 
cristiano que dan, por así decir, orientaciones para medir mejor el universalismo de la 
salvación: la creación y el pecado. 

Todo lo que ha sido creado está llamado 
a quedar reunido en Cristo 
El universalismo de la salvación se empareja con el universalismo de la creación: tiene la 
misma amplitud; el Creador es Salvador: su fidelidad llena de amor hacia su creación es la 
raíz de su designio de salvación y el principio radical de toda la historia del mundo. «El 
Señor es bueno con todos, lleno de ternura hacia todas sus criaturas.» (Sal 144,9) «Tanto 
amó Dios al mundo, que le dio su Hijo único.» (Jn3,16) «La unidad de la Creación y de la 
Redención -escribe Walter Kasper- es el principio hermenéutico fundamental para la 
interpretación de la Escritura.» (5) 
El Cristo creador de todos y de todo es el que viene a ser el Cristo Salvador de todos y 
de todo. El potente paralelismo entre el prólogo de San Juan y el capítulo primero del 
Génesis es portador de esta revelación. En Jesús aparece la aurora de una nueva 
creación, de una nueva etapa de la historia del mundo: «En el principio existía la Palabra... 
Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe... Y la Palabra se hizo 
carne y puso su morada entre nosotros... De su plenitud hemos recibido todos, gracia por 
gracia...» (Jn 1,1-6) «Porque de El, por El y para El son todas las cosas.» (Rm 11;35) 
Principio de todo, El es término de todo.
El P. A. Feuillet subraya aquí el nexo entre la enseñanza de Pablo y el Antiguo 
Testamento: «Los sabios del Antiguo Testamento hacen de la organización del Cosmos por 
la Sabiduría divina, el fundamento y la garantía de su acción moral entre los hombres. De la 
misma manera, San Pablo hace de la función cósmica de Cristo el presupuesto de su 
acción salvífica.» (6) 
Tanto para Juan como para Pablo, estas perspectivas están en la entraña del mensaje 
revelado. Sólo ellas iluminan la totalidad de la historia de la Humanidad y la historia del 
mundo. 

El universalismo del pecado apela 
al universalismo de la salvación 
en Jesucristo 
El universalismo de la salvación en Jesucristo queda definido, en la 
Escritura, en efecto, por otro punto de referencia: el universalismo del pecado. Según es 
sabido, es el tema central de la carta a los Romanos: el evangelio de Pablo. 
Pablo denuncia el pecado de los paganos (Rm 1,18-32), desvela el pecado de los judíos 
(Rm 2,1-28), para manifestar la universalidad de la desobediencia (Rm 3,1-20); pero es 
para revelar, finalmente, la dialéctica de la salvación que arrastra a todos los hombres hacia 
su justificación mediante la fe en Jesucristo. «Pues Dios encerró a todos los hombres en la 
rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rm 11s). Todos pecaron y están 
privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia en virtud de 
la redención realizada en Cristo Jesús.» (Rm 3,23-24) 
Tal es, pues, en la perspectiva de Pablo, el sentido último de la historia humana: una 
revelación de la salvación de todos en Jesucristo, más allá del pecado de todos. La 
solidaridad de todos en el pecado prepara, en los designios de amor de Dios sobre el 
hombre, la salvación de todos en Jesucristo. Pablo, a su manera, vuelve a contemplar toda 
la historia santa a través de la doble solidaridad de los hombres en Adán, figura bíblica del 
primer hombre que pecó, y en Jesús, realización cumplida de la salvación para una 
Humanidad nueva que El reúne toda entera en sí mismo: «En pocas palabras, como el 
delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de 
justicia de uno solo procura a todos los hombres la justificación que da la vida...» (Rm 
5,18), «Porque si por un solo hombre, por la falta de uno solo, reinó la muerte, ¡con cuánta 
más razón por uno solo, Jesucristo, reinarán en la vida los que reciben en abundancia la 
gracia y el don de la justicia!» (Rm 5,17). 
La antítesis es constante y luminosa; anuncia el universalismo de la salvación en 
Jesucristo por encima de la pertenencia político-religiosa al pueblo judío: así como todos 
pecaron en Adán, todos son salvados en Jesucristo: «Porque, habiendo venido por un 
hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del 
mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo.» (1 Co 
15,21-22) 
J/ADAN: No obstante, se impone una advertencia. Aunque Cristo es el anti-tipo 
de Adán, la misión de Cristo no se reduce a reparar lo que prometió Adán: Adán pecó y 
Cristo repara el pecado; Adán introdujo con su desobediencia la muerte y Cristo introduce 
con su obediencia la vida, restauración de la que habíamos perdido en Adán. ¡No! El orden 
de gracia instaurado por Cristo no es sólo la vuelta al orden inaugurado antes del pecado, 
sino que le es infinitamente superior. La vida resucitada que Jesús nos otorga no es la 
vuelta a la vida perdida en Adán, sino un orden nuevo, una creación nueva que comienza 
con El. Más allá del pecado, El restaura y acaba todo en una incomparable superación. 
«Donde proliferó el pecado ha sobreabundado la gracia.» (Rm/05/20
Esta es la maravillosa generosidad de Dios. No sólo permanece su amor a pesar del 
pecado, sino que se sirve del pecado mismo y de sus inevitables consecuencias para 
instaurar en Jesucristo un mundo nuevo infinitamente mejor que el primero. «¡Oh, abismo 
de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ;Cuán insondables son sus designios 
e inescrutables sus caminos!» (Rm 11,33) 
..................
(1) X. LEON-DUFOUR, Vocabulario de Teología Bíblica. Herder, Barcelona, 1966, p. 376. 
(2) J. JEREMÍAS, Theologie du Nouveau Testament, Cerf, Paris, 1973, t. I, p. 166 (trad. cast.: Teología del N.T. 
Sígueme, Salamanca, 1977). 
(3) Ibid.
(4) A. FEUILLET, Christologie paulininienne et tradition biblique, Declée de Brouwer, París, p. 65. 
(5) W. KASPER, op. cit., p. 300. 
(6) A. FEUILLET, op. cit., p. 56.

(Págs. 30-50)

LOUIS LOCHET
LA SALVACION LLEGA A LOS INFIERNOS
SAL TERRAE.Col. ALCANCE 16.SANTANDER-1980