LA MUERTE,
FRACASO Y PLENITUD
Juan Luis RUIZ DE LA PEÑA
«Si Dios es quien dice ser, si Dios es el amigo fiel del hombre, si Dios ha creado al hombre por
amor y para la vida, Dios no puede ser vencido por la muerte ni puede contemplar impasible la
muerte de su amigo».
¿Qué piensa el hombre de nuestros días sobre la muerte? ¿Cómo la afronta? ¿En qué
medida se siente cuestionado por ella? ¿Con qué respuestas cuenta para establecer su
sentido? De esto es de lo que les querría hablar hoy dentro de este ciclo sobre «El hombre
y el Absoluto».
La muerte está siendo objeto de represión, de maquillaje, de enmascaramiento, de
silencio, de sublimación, de glorificación, pero en cualquier caso esta ahí omnipresente y
humana, humana hasta el punto de que alguien que sabe mucho de esto y que ha escrito
un precioso libro sobre el tema, Edgar Morin, ha escrito que ella diversifica al hombre del
animal más nítidamente todavía que el utensilio, el cerebro o el lenguaje. Nada tiene de
extraño, por tanto, que, tras un breve paréntesis de olvido sistemático, filósofos y
antropólogos le concedan hoy de nuevo un rango de honor en sus reflexiones.
Pero con un sesgo distinto del que venía siendo habitual: el discurso actual sobre la
muerte se ha desvinculado del discurso sobre la inmortalidad. En realidad, la filosofía de la
muerte ha sido tradicionalmente una filosofía sobre la inmortalidad, no sobre la muerte.
Pues bien, en nuestros días asistimos al nacimiento de un discurso sobre la muerte en el
que ésta es abordada en sí misma y por sí misma o en su relación con la vida, y no como
simple propedéutica o pórtico de una eventual sobre-vida o de una presunta inmortalidad.
De ahí -muy brevemente y a modo de introducción- quisiera tomar el punto de partida
para esta charla: de la ruptura que introduce Feuerbach entre muerte e inmortalidad y de la
recuperación de esa idea con M. Scheler. A partir de ahí querría intentar una síntesis de lo
que la reflexión contemporánea está dando de sí en su indagación sobre el tema que nos
reúne. No voy a referirme, por tanto, a un aspecto tan importante de la cuestión como es la
actitud sociológicamente imperante hoy ante la muerte. Baste señalar únicamente la
atención preferente que los profesionales del pensamiento le vienen dedicando al tema, en
contraste con el desentendimiento que parece reinar a nivel de calle sobre la cuestión.
Tampoco me referirá a la respuesta cristiana al problema, esa respuesta que el credo
enuncia al final con las palabras «espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo
futuro». Solamente al final haré una brevísima alusión a ella, como término de mi
exposición.
Quiebra de la idea de inmortalidad
En el patrimonio cultural que Occidente recibió de los griegos figuraba, y por cierto en un
lugar muy destacado, la creencia en la inmortalidad. Esta creencia dominó durante al
menos dieciocho siglos, salvo raras y secundarias excepciones. Este consenso secular se
rompe en el siglo XIX por obra sobre todo de Feuerbach y de la izquierda hegeliana, la
izquierda materialista. Esa ruptura alcanza en nuestros días proporciones espectaculares.
El hombre actual es prevalentemente escéptico con respecto a la posibilidad de sobrevivir a
la muerte.
Estadísticas al canto, aunque no sean muy recientes: en Inglaterra la mitad de la
población, según encuesta realizada en 1955, no creía en ninguna forma de supervivencia;
en Estados Unidos (la encuesta data de 1959) sólo un 55% se inclinaba por la admisión de
una vida después de la muerte; un 43% en Francia dice creer en Dios y no creer en la
supervivencia (datos de 1961); un 58% en Alemania Federal (datos de 1968); un 62% en
Inglaterra (datos también del 68); un 30% en Estados Unidos (datos de 1973)... Las cifras
son aún más sorprendentes si se tiene en cuenta que muchos de los que confiesan creer
en Dios dicen no creer en la supervivencia. Habría que preguntarles entonces en qué Dios
creen o qué Dios puede ser creíble en este caso.
¿Por qué camino se ha accedido a esta quiebra de la idea de inmortalidad y qué juicio de
valor merece esta quiebra?
Para Feuerbach, la tesis de la inmortalidad reposa sobre un dualismo antropológico,
alma-cuerpo, inaceptable desde la óptica materialista, no sólo por la radical incompatibilidad
de esta óptica con la afirmación de una entidad espiritual cualquiera, sino -y sobre todo-
porque el antedicho dualismo alma-cuerpo entraña otro dualismo, un dualismo ético. Al
binomio alma-cuerpo correspondería el binomio cielo-tierra, con la consiguiente
depreciación de ésta (la tierra), en favor de aquél (el cielo).
En un pasaje de su obra más conocida e importante, La esencia del cristianismo, dice
nuestro autor: «Si mi alma pertenece al cielo, ¿por qué debo yo, cómo puedo yo pertenecer
con el cuerpo a la tierra?». La inmortalidad del alma funcionaría entonces como piadosa
coartada para los evasionismos de distinto tipo. Si se quiere devolver al hombre el gusto
por la tierra y el coraje por la empresa de edificar la ciudad terrena, es preciso renunciar al
cielo y, por tanto, aparcar el sueño inmortalista. Sólo entonces, prosigue el autor, la
humanidad se concentrará en sí misma y en su mundo del presente. La humanidad -dice el
texto-: ésa es la verdadera divinidad, el único sujeto de la auténtica inmortalidad. En otro
lugar de la misma obra se lee: «Tu creencia en la inmortalidad es solamente verdadera y
auténtica cuando crees en la eterna juventud de la humanidad». Por el contrario, el
individuo singular es constitutivamente mortal, y todo el talento vanamente derrochado por
los filósofos en probar su presunta supervivencia estaría mejor empleado en reconciliarlo
con la limitación inherente a su finitud biológica y en exorcizar el temor de la muerte; temor
gratuito, según Feuerbach, porque la muerte es, textualmente, un ser fantasmagórico que
sólo es cuando no es, y no es cuando es.
En esas reflexiones de Feuerbach se encuentra ya toda una serie de motivos
anti-inmortalistas que desarrollarán más tarde el marxismo clásico y las ideologías
materialistas en general.
Habrán observado que el acento recae aquí no tanto sobre una crítica teórica de los
argumentos en favor de la inmortalidad, cuanto sobre un interés pragmático, práctico: el de
no desarraigar al hombre de su entorno. Es en este mundo, en esta historia, y no en la
eternidad del más allá, donde el ser humano se logra o se malogra; y es el
hombre-humanidad, no el hombre-individuo, el valor supremo a cuya realización es
menester subordinar cualquier otro valor. A la devaluación del individuo sigue lógicamente
la devaluación de la muerte. Sobre esto volveremos más tarde.
La muerte es un ser fantasmagórico. Se recupera así el viejo raciocinio de Epicuro, que
proclamaba la no coincidencia del evento mortal con su sujeto. Mientras existimos, la
muerte no se halla con nosotros; cuando la muerte viene, los que no existimos somos
nosotros. Nosotros y la muerte no coincidimos nunca; por eso la muerte es un ente
fantasmagórico. Para Feuerbach, en suma, la pérdida de la fe en la inmortalidad es el
supuesto previo del único humanismo posible y realista.
La muerte atañe esencialmente a la vida
Scheler, nacido dos años más tarde de la muerte de Feuerbach, va a pensar de modo
radicalmente distinto. Para él, la pérdida de la idea de inmortalidad responde a un proceso
de deterioro de la conciencia que el hombre tiene de sí mismo. No se quiere saber de la
propia inmortalidad -dice-, porque no se quiere saber de la propia muerte. Lo que se está
negando con la negación de la supervivencia es la entraña y la esencia de la muerte; y, sin
embargo, la muerte atañe a los elementos constitutivos de toda conciencia vital. Al
descarnado «yo debo morir» se prefiere un saber de carácter general acerca de la muerte
ajena. Nuestra sociedad ha instaurado -continúa Scheler- un modo de reprimir la conciencia
de la muerte propia sumergiendo al hombre en el vértigo de una praxis para la cual sólo es
real lo calculable, sólo es valioso lo que da seguridad. Los miembros de esta sociedad no
saben que tienen que morir su muerte, porque únicamente saben que el duque de
Wellington murió, que algunos hombres murieron, que el otro muere... Como consecuencia,
se impone el estilo de morir como «un otro» de otro, desposeyendo así de todo sentido a la
pregunta sobre la inmortalidad, porque se ha desposado de sentido a la pregunta misma
sobre la muerte.
No nos interesa en este momento indagar cómo el saber sobre la muerte concierne a la
constitución misma de toda autoconciencia humana, pero sí interesa retener como válida
-creo yo- la denuncia que Scheler hace de una sociedad que narcotiza a los que la
componen para que desdeñen su mortalidad, porque esta pauta de comportamiento se ha
afianzado, desde que Scheler la criticara hace ya más de sesenta años, en la comunidad
tecnocrática de nuestros días hasta cristalizar en lo que se ha dado en llamar
sarcásticamente «the americen way of death», el estilo americano de muerte.
La negación de la muerte es hoy un dato, como acabamos de ver, empíricamente
constatable, al menos por lo que tiene de negación de la inmortalidad, cuantificable incluso
en las estadísticas. Habría que preguntarse si esta negación no es sino la afirmación
invertida, crispada, neurótica, de una presencia que, por intolerable, no se quiere tematizar;
una presencia censurada, a la que se opone un veto categórico que la impide reflejarse en
la conciencia contemporánea. Estamos, por lo tanto, ante un doble diagnóstico: a) la idea
de inmortalidad ha dejado de tener vigencia, porque el hombre ha despertado a la llamada
a construir su mundo, el de este espacio y el de este tiempo (Feuerbach); b) la idea de
inmortalidad ha caído en el olvido porque se ha dado en olvidar que yo tengo que morir y
que cada cual ha de morir su propia muerte (Scheler).
¿Cual de estos dos pronósticos se ha cumplido: el de Feuerbach o el de Scheler? Para
responder a esta pregunta habría que distinguir. En lo que antes he llamado «nivel de
calle», se sintoniza indudablemente con Feuerbach, aunque no se le conozca. En el nivel
del pensamiento filosófico, es la posición de Scheler, naturalmente con matices, la que ha
terminado por prevalecer. En los profesionales del pensamiento prevalece tomarse en serio
la muerte. ¿Por qué? ¿Por qué ha prevalecido Scheler sobre Feuerbach a ese nivel? Pues
porque, si hay algún dato sobre el que no puede caber duda -algún dato antropológico,
quiero decir, que no sea susceptible de manipulación, de camuflaje-, es el dato de la finitud
del hombre. El hombre es un ser limitado, contingente, perecedero, caducable a corto
plazo. El hombre es un ser finito, y esa finitud es la nota más abarcadora, el distintivo más
infalsificable de la condición humana. De impedir su camuflaje se encarga la muerte. La
muerte sería la evidencia empírica, física, brutalmente irrefutable, de esa cualidad
metafísica de la realidad -de la realidad humana en este caso- que llamamos «finitud».
Pues bien, haber puesto esto en claro de una vez por todas es el mérito indiscutible de la
actual reflexión sobre la muerte. Se ha escrito en una obra reciente que nuestro siglo podría
ser llamado con justeza un «siglo de muerte», no sólo porque en él proliferan con una
regularidad aterradora las muertes violentamente inferidas -los especialistas en estadísticas
sostienen que la Segunda Guerra Mundial produjo más muertes violentas que todas las
demás guerras juntas-, sino también porque en él se ha reflexionado mucho y bien sobre la
muerte.
Seguramente ambos factores están relacionados, la proliferación de las muertes en el
ámbito de la praxis de la vida cotidiana tenía que inducir la consideración de la muerte en el
ámbito de la teoría, y así, como es bien sabido, el existencialismo hizo de este tema un
asunto neurálgico de su reflexión antropológica; pero también, e inesperadamente, el sector
más evolucionado del marxismo recupera el dato muerte como objeto de inquisición
filosófica. Inesperadamente, porque el marxismo clásico, desde Feuerbach para acá,
desdeñó olímpicamente el dato y lo degradó, diríamos, a puro hecho no merecedor de
reflexión, incapaz de suscitar una reflexión filosófica.
Las reales dimensiones de la muerte
Lo que resulta de esta detenida indagación del problema «muerte» es el descubrimiento
de sus reales dimensiones. En este punto creo que se puede diseñar lo que es hoy un
práctico consenso: el problema de la muerte no es un problema sectorial, sino un problema
global; cuando decimos «muerte», no estamos abordando una cuestión marginal, sino
cardinal. Efectivamente, la pregunta sobre la muerte desencadena toda una serie de
interrogantes sobre el sentido de la vida y el significado de la historia; sobre la validez de
los imperativos éticos absolutos: la justicia, la libertad, la dignidad...; sobre la dialéctica
presente-futuro; sobre la posibilidad de la esperanza... La pregunta sobre la muerte es
sobre todo una variante de la pregunta sobre la singularidad, irrepetibilidad y validez
absoluta del individuo concreto, que es en definitiva quien la sufre, su sujeto. Todas estas
dimensiones del problema muerte han sido tocadas con mayor o menor profundidad por los
autores antes citados: existencialistas como Heidegger, Sartre, Jaspers, Marcel, etc.;
marxistas evolucionados, neomarxistas o marxistas humanistas como Bloch, Garaudy,
Schaff, Kolakowski, etc. Examinémoslas más detenidamente:
1. La pregunta sobre la muerte es en primer lugar la pregunta sobre el sentido de la
vida. H/SER-PARA-LA-MU: El hombre, decíamos antes, es finitud constitutiva. En cuanto
tal, el hombre es ser-para-la-muerte-la ya tópica descripción heideggeriana de la condición
humana-, y lo es en un doble sentido: ante todo, en el sentido biológico -en lo cual no se
distingue del resto de los seres vivos, todos los cuales llevan la muerte incrustada en su
código genético (la muerte es una especie de astucia de la vida para perpetuarse)-; pero lo
es también en un sentido propio, singular: en el sentido que Heidegger llamaría
«existencial» u «ontológico». El hombre es ser para la muerte en tanto en cuanto que él, y
sólo él, no sólo muere, sino que sabe que muere. En el resto de los seres vivos, decía
Heidegger, se da la pura facticidad del expirar, se da el deceso como hecho biológico, pero
no se da esta interna ordenación hacia la muerte que se da en el hombre por su conciencia
anticipatoria del hecho mismo de tener que morir.
Siendo ser para la muerte en este doble sentido -el biológico y el existencial u
ontológico-, la vida del hombre tendrá significación en la medida en que lo tenga su muerte.
Y viceversa, una muerte sin sentido, una muerte insensata, contagiará restrospectivamente
de su insensatez a la vida.
En este punto, la reflexión de Sartre es de una enorme lucidez. Realmente, si el hombre
es ser para la muerte -le dice Sartre a Heidegger-, y la muerte no es sino asomarse a la
nada, a la cara vacía de la nada, entonces el hombre es ser para la nada; es decir, el
hombre es una pasión inútil. Por lo tanto, parece que no se puede dar respuesta a la
pregunta por el sentido de la vida mientras no se esclarezca de algún modo el sentido de la
muerte, dado que hemos convenido en que el sentido de la vida era para la muerte, o
estaba ordenada hacia ella. Entre tanto se encuentra ese sentido de la muerte, deberíamos
demandarnos con un teórico marxista, el famoso filósofo polaco Adam Schaff: «¿para qué
todo esto, si al fin hemos de morir?».
2. En segundo lugar, la pregunta por la muerte es la pregunta por el significado de la
historia. Aquí es donde el marxismo heterodoxo ha aportado el correctivo más fuerte a la
teoría clásica del marxismo sobre la muerte. No es posible encerrar la muerte en el recinto
de lo que atañe sólo a los individuos; no es lícito difamar la preocupación que suscita la
muerte, calificándola de egocentrismo inmaduro, de falta de conciencia de clase, de
deformación pequeño-burguesa, de fijación neurótica, etc., porque, como ya había
recordado Engels en su dialéctica de la naturaleza, la muerte del individuo es índice de la
mortalidad de la especie; la mortalidad microscópica es reflejo localizado de una mortalidad
macroscópica que constituye la atmósfera en que se mueve y respira todo lo que vive. No
mueren sólo los individuos: mueren también los individuos; pero mueren porque pertenecen
a una especie mortal. Los individuos son mortales, las culturas son mortales, las naciones
son mortales, la humanidad es mortal..., y por eso la muerte concreta, singular, de Fulano
de Tal debe ser situada en el horizonte de lo que Engels llamaba la «muerte total». Más
concretamente, la finitud del hombre concreto-singular es presagio, preaviso, de la finitud
de lo humano, de todo lo humano, es decir, de la humanidad y del mundo humanizado por
el hombre.
Con lo cual, lo que se pregunta de inmediato es: ¿cuál es el sentido último de la aventura
humana en el mundo?; ¿qué es lo que prevalece al término del proceso histórico: el hombre
dominando la naturaleza por vía de la racionalidad dialéctica, como pensaba Marx, o la
naturaleza engullendo al hombre por vía de la necesidad biológica que se ejecuta
sumarísimamente en la mortalidad de cada cual? Lo que parece prevalecer a fin de
cuentas, si no se encuentra respuesta al tema de la muerte, es el cosmos sobre el logos, la
naturaleza sobre el hombre, y no el hombre sobre la naturaleza.
3. En tercer lugar, la pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre los imperativos
éticos absolutos: los imperativos de justicia, de libertad, de dignidad... ¿Es posible atribuir
estos valores absolutos a sujetos contingentes? Si un hombre tratado injustamente muere
para quedar muerto, ¿cómo se le hace justicia?, preguntaría Horkheimer; y si no se le
puede hacer justicia a él, ¿con qué derecho puedo exigir yo que se me haga justicia a mi?
¿Cómo se devuelve la libertad y la dignidad a los tratados como esclavos si realmente ya
no son más, porque han dejado de ser total e irrevocablemente? Son estos interrogantes
los que mueven a Garaudy, a los posmarxistas de la escuela de Frankfurt (Adorno,
Horkheimer, Benjamín), etc., a asentar lo que Garaudy llama el «postulado de la
resurrección».
La opción revolucionaria, dice Garaudy, implica el postulado de la resurrección. ¿Cómo
puedo yo ofrecer éticamente un mundo nuevo para todos si no ofrezco a todos una
oportunidad para disfrutar de ese mundo? Por lo tanto, esa ética de la revolución que
postula la justicia universal, la libertad universal, tiene que operar con el supuesto previo de
la resurrección. (Otra cosa es que después, cuando Garaudy se pone a explicar lo que
entiende por «resurrección», su explicación nos deje a los cristianos más bien
insatisfechos. Este es ya otro asunto).
4. En cuarto lugar, la pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre la dialéctica
presente-futuro, uno de los temas favoritos del marxismo clásico. Vivimos en un presente
poco acogedor, inhóspito, dominado por la alienación, un presente que es reino de la
contradicción; y por eso soñamos con un futuro que sea lo que Bloch llamaba «reino de la
identidad». Pero entre el presente que sufrimos y el futuro que soñamos se intercala una
ruptura, la sima «muerte». ¿Es posible franquear esa sima, tender un puente por el que
podamos transitar del presente al futuro? ¿Es posible que los contenidos de futuro
alcancen también al presente, o habrá que resignarse a considerar el presente como medio
y a sacrificarlo a un futuro considerado como fin? El papel de las generaciones intermedias
-y, mientras no se diga lo contrario, todos somos generaciones intermedias, salvo la
presunta última generación- ¿habrá de ser el de servir únicamente de andamiaje o de
material de derribo para la generación escatológica?
5. En quinto lugar, la pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el sujeto de la
esperanza. ¿Quién puede conjugar el verbo esperar? ¿Posee esperanza el individuo
concreto, singular, o es más bien la esperanza de la especie, como insinuaba de alguna
manera Feuerbach? ¿Tenemos esperanza las generaciones intermedias, o somos más bien
lo que permite contemplar con esperanza a la generación escatológica? Ser esperanza
para otros no es igual que tener esperanza. Una cosa es ser sujeto de esperanza propia, y
otra ser objeto de la esperanza ajena. ¿Quién conjuga aquí el verbo «esperar» con
sentido? Cuando se dice que tenemos que sacrificarnos por un mundo mejor para nuestros
hijos -apunta Schaff-, cuando en las reuniones de partido se pedía a los militantes que se
sacrificaran por las generaciones futuras, lo único que se lograba era quitarles a nuestros
militantes las ganas de tener hijos.
6. En fin, la pregunta sobre la muerte es una variante de la pregunta sobre la persona,
sobre la densidad, la irrepetibilidad y el valor absoluto de quien la sufre. La cuestión
radical que plantea la muerte podría formularse más o menos así: «¿Es o no es todo
hombre un hecho irrevocable, irreversible?» Si lo es, este hecho no puede ser pura y
simplemente succionado por la nada. Si no lo es, si también el hombre pasa como pasan
los demás hechos, entonces no habría por qué tratarlo con tantas contemplaciones: la
realidad «persona» es una ficción especulativa y debe ser reabsorbida en esa otra realidad
omnipresente que llamamos «naturaleza». Entonces, obviamente, la muerte es un
fenómeno banal, como es banal la caída de la hoja en otoño. A nadie se le ocurre filosofar
sobre la caída de la hoja en otoño, la filosofía podría haberse ahorrado el tiempo que le ha
venido dedicando a ese tema. En suma, la envergadura que se reconozca a la muerte está
en razón directa de la que se reconozca a su sujeto paciente. La minimización de la muerte
es el índice revelador de la minimización del individuo mortal. Y viceversa, una ideología
que trivialice al individuo trivializará la muerte. Por el contrario, si la muerte es captada
como problema, es porque el hombre es captado como valor; porque el hombre se sabe
más que un puro hecho; porque el hombre trasciende la facticidad del hecho bruto.
Entonces sí; entonces la muerte es problema.
Kolakowski, otro teórico posmarxista, dirá en una frase difícilmente mejorable que, si el
hombre es un valor absoluto, entonces la muerte de un hombre es una tragedia absoluta, y
el mundo, cuando muere un hombre, es distinto y ha perdido algo supremamente valioso.
El discurso trans-racional sobre la muerte
Como puede verse, las preguntas se han multiplicado, y es dudoso que un discurso
puramente racional esté en disposición de dar las respuestas adecuadas. Los que ofertan
hoy respuestas a estas preguntas lo hacen desde lo que algunos de ellos llaman el
«discurso transracional», es decir, un discurso más meta-religioso que filosófico o científico.
Para los autores que optan por respuestas positivas a estas series de preguntas que
hemos planteado, las cosas parecen presentarse así: la muerte es necesaria por vía de
hecho y parece imposible por vía de razón, puesto que conduce al absurdo, y la razón
recusa el absurdo. Entonces la victoria sobre la muerte sería necesaria por vía de razón,
aunque parezca imposible por vía de hecho.
El espíritu oscila indefinidamente entre estos dos polos: necesidad de la muerte y
necesidad de una victoria sobre la muerte. La razón por sí sola no alcanza a despejar esta
ambigüedad, porque una y otra vez se da de bruces con el espesor del hecho opaco,
compacto, impenetrable, del tener que morir. Unamuno, obsesionado desde siempre con
este asunto, expresaba esta perplejidad bellamente cuando escribía aquello de que «ni el
sentimiento logra hacer del consuelo una verdad, ni la razón logra hacer de la verdad un
consuelo». ¿Qué resta entonces? Resta la esperanza; la esperanza, que -notémoslo bien-
sería imposible si la aniquilación o la sobre-vida fuesen certezas racionales. La esperanza
es posible justamente porque ninguna de las dos alternativas se impone apodícticamente
sobre su contraria. En este punto, dice Bloch citando a Montaigne, la única postura sensata
es la de el gran «peuttre». Me voy al gran «quizás», decía Montaigne moribundo.
Junto a la esperanza, y provocada por ella, queda también otra cosa: queda la idea de
trascendencia.
Es realmente sorprendente -y tal vez sea éste uno de los fenómenos más llamativos de la
actual filosofía- la recuperación de la idea de trascendencia. Explícitamente nombrada por
existencialistas como Jaspers o Marcel e implícitamente intuida por el último Heidegger;
explícitamente nombrada por marxistas como Bloch o Garaudy y explícitamente nombrada
también por posmarxistas como Horkheimer o Adorno, la idea de trascendencia aparece
hoy como la alternativa a la idea de la muerte. Pero por «trascendencia» ya no se entiende
-al menos no necesariamente- lo que entendía la tradición filosófico-teológica clásica. Este
concepto se ha hecho más fluido, más genérico.
Con la idea de trascendencia se expresa hoy, y cito palabras de Bloch, el anhelo de un
«non omnis confundar», de un «no desapareceré enteramente»; el voto esperanzado de
que el núcleo auténtico de lo humano no se extinga para siempre con la muerte de su
sujeto; la confianza de que, a la postre, el SER, con mayúsculas, prevalezca sobre la nada.
Pero, claro, admitida esta apelación a la trascendencia, surge inapelablemente la cuestión
crítica: ¿quién será el beneficiario concreto de esta trascendencia: el ser con mayúsculas,
del que hablaba Heidegger como destino del ente; el «homo revelatus», que dice Bloch, el
hombre revelado finalmente que sucederá al «homo absconditus», al hombre que se gesta
ahora; el revolucionario triunfante con conciencia de clase, del que hablaba Garaudy?
Todos estos sujetos de una presunta victoria sobre la muerte, de una presunta
trascendencia, tienen unas señas precisas de identidad personal, tienen un rostro, un
nombre, y éste es el punto más oscuro de los modernos discursos sobre la muerte, de las
modernas tanatologías. Se tiene la impresión, en estos autores, de que el modelo de
inmortalidad espiritualista, desencarnada, individualista, etc., los inhibe de alguna manera,
los coarta; parecen tener miedo a dar el paso a una neta afirmación de inmortalidad
personal, porque piensan que esa afirmación conllevaría la subjetividad solipsista,
individualista, desencarnada, del alma inmortal, sola. Salvo, naturalmente, la excepción
-aquí gloriosa excepción- de Gabriel Marcel, que, como cristiano confesante, ha sabido
captar que la victoria del yo personal sobre la muerte se funda en una comunión y
participación de vida interpersonal; se funda, en el fondo, en el misterio del amor y, por lo
tanto, se libra de esa egolatría individualista, de ese solipsismo egocéntrico de las antiguas
teorías de una inmortalidad del alma solamente individual.
Situados en este plano, estamos ya, como es fácil comprender, en el umbral del discurso
estrictamente teológico, según el cual la dialéctica muerte-inmortalidad, sobre la que hemos
venido discurriendo, se sustancia, no en el ámbito de la naturaleza ni como presunta
conclusión de un silogismo, sino en el ámbito de la historia, en el dialogo interpersonal
Dios-hombre. Dicho con otras palabras -y con esto termino-, la respuesta cristiana al
problema, a la pregunta sobre la muerte, se expresa con la categoría «resurrección de los
muertos». No con la categoría «inmortalidad», ni mucho menos con la categoría
«reencarnación», sino con la inédita categoría «resurrección».
Al decir «resurrección», la Biblia no habla de una salvación espiritualista del alma sola,
de una salvación individualista del yo singular solo, de una salvación desmundanizada o
acósmica de la humanidad sola. Al decir «resurrección», la Sagrada Escritura habla de una
salvación, en primer lugar, del hombre entero, cuerpo y alma; y en segundo lugar, de la
comunidad humana. El concepto de resurrección, en Pablo por ejemplo, es un concepto no
solo corpóreo, sino también corporativo y cósmico. A la humanidad resucitada
corresponderá un cosmos transfigurado. La fe cristiana cree esto, porque no cree que la
historia pueda rescatar a sus muertos ni que el hombre pueda salvarse a sí mismo; pero,
por otra parte, sí cree que hay salvación para el hombre y para la historia.
Así pues, de tejas abajo, para los creyentes la muerte es irrefutable, le quita al hombre el
ser y, por consiguiente, le quita también la palabra. La muerte es muda y hace mudos, ha
dicho alguien; el hombre se queda sin respuesta ante ella. Si alguna respuesta hay, debe
venir no del hombre. sino de Dios. En efecto, la fe resurreccionista ha surgido en la Biblia
como una explanación, como una extrapolación del concepto «Dios», como un despliegue
de la identidad de Dios. Dios es un Dios de vivos, dirá Jesús a los saduceos en la famosa
polémica sobre la resurrección. Ignoráis quien es Dios, y por eso negáis la resurrección.
Dios es un Dios de vivos.
La muerte del hombre pone en crisis al hombre, evidentemente, pero también pone en
crisis la identidad de Dios. Si Dios es el que dice ser; si Dios es el amigo fiel del hombre, el
Padre benevolente y misericordioso; si Dios ha creado al hombre por amor, entonces lo ha
creado para la vida; y ese Dios no puede ser vencido por la muerte ni puede contemplar
impasible la muerte de su amigo. La muerte del hombre interpela la identidad de Dios, y la
respuesta de Dios a esa interpelación es la resurrección del hombre.
Recordar por último que la fe resurreccionista ha surgido en un contexto martirial (2 Mac
7; Daniel 12 y, sobre todo, Cristo: el mártir por antonomasia y el resucitado por
antonomasia). La idea de resurrección tiene, pues, mucho que ver con la idea de
reivindicación del justo inicuamente perseguido, de rehabilitación de la causa
aparentemente perdida. En suma, la fe en la resurrección puede y debe testificarse por la
comunidad cristiana no sólo como esperanza personal en una victoria sobre la muerte, sino
también como la confianza en que la utopía de la justicia y la libertad universales no es un
utopismo, sino que es un sueño posible que algún día será realidad. Los cristianos creemos
que el hombre muere no para quedar muerto, sino, como Cristo, para resucitar. Y resucitar
para la vida, para una vida interminable porque es una vida procedente del amor. Ésta es
en verdad la última palabra sobre la condición humana: no el fracaso de la muerte, sino la
plenitud de una vida que, habiendo surgido del amor, es más fuerte que todo, más fuerte
incluso que la propia muerte.
J.
L. RUIZ DE LA PEÑA
SAL-TERRAE 1997, 2. Págs. 91-103
........................
*Transcripción de una conferencia pronunciada por Juan Luis Ruiz de la Peña en el Colegio Mayor «Santa
María de Roncesvalles». Pamplona.