MÁS FUERTE QUE LA MUERTE
LECTURA ESPERANZADA DE LOS NOVÍSIMOS


por GISBERT-GRESHAKE


1. 
El futuro ultimo es algo que tendrá lugar en esta historia, es decir, debido también al esfuerzo 
del hombre. Estimulado por promesas e imágenes de esperanza, lleno del espíritu divino de la 
esperanza, el cristiano precisamente posee la capacidad de hacer de ese mundo que advierte 
como extraño, de esa realidad profundamente desintegrada y desordenada, su propia patria 
definitiva. Por eso la participación en los movimientos de liberación de los pueblos y de las 
razas, el compromiso en favor de la humanización de la humanidad, y la movilización en orden a 
construir un mundo mejor, son parte esencial de la fe cristiana y de la teología que dicha fe es 
capaz de formular.
Cuando esto sucede de una manera apropiada, no es precisamente el hombre que se 
adueña autónomamente de su futuro, sino el hombre que cree, espera y ama, el que es tomado 
por Dios a su servicio, capacitándole para dirigirse hacia el futuro de Dios 
prometido. Más aún: allí donde los hombres se comprometen en y por este mundo, allí está 
actuando el propio Dios, que por medio de nosotros edifica el futuro de su promesa. 
R. ·Shaull-R, uno de los más célebres exponentes de la llamada "teología de la 
revolución", escribe a este respecto: "EI Dios que derriba viejas estructuras para crear las 
condiciones de una existencia más humana, ese mismo Dios está en medio de la lucha. Su 
presencia en el mundo y su presión sobre las estructuras que constituyen para él un 
obstáculo, fundamentan la dinámica del proceso. Dios ha asumido forma humana en la vida 
histórica concreta y nos ha llamado a seguirle por este camino. En este contexto el cristiano 
es llamado a afanarse en la revolución tal como ésta se desarrolla. Sólo si nos hallamos en 
el centro de ella, podremos observar lo que Dios hace".
D/FUTURO-ULTIMO:Es, pues, el propio Dios quien está en juego e interviene en el 
actuar revolucionario del hombre. Por eso el obrar del hombre orientado al futuro entra en 
el plan divino de salvación: Dios quiere llevar al mundo a su realización definitiva 
precisamente por medio de nosotros; desea edificar por medio de nosotros la patria ultima y 
definitiva. (...) La esperanza, pues, no se orienta ya a Dios como Aquel que está más allá de 
las posibilidades humanas, sino que -para decirlo en el lenguaje de Ernst Bloch y de otros 
muchos de sus discípulos (entre los que también hay teólogos)- la esperanza se dirige a la 
«iluminación de nuestro incógnito», al "eschaton de nuestra inmanencia". Es decir: aún no 
se conoce todo de lo que el hombre es capaz; sólo a través de su actuar, el hombre se crea 
cada vez más a sí mismo y crea el futuro último que ha de traer la felicidad. El futuro último, 
del que esperamos la salvación, es alcanzable dentro de la historia. La idea de un 
"supramundo", de un más allá, no sólo es superflua y fruto de una ("abstracción de la 
fantasía" (A. Grosse-Suermann), sino que además conduce a una peligrosa pasividad.
Semejante concepción de la realidad última y definitiva, tal como es postulada por una 
serie de teólogos modernos (no siempre de una manera tan radical, sino con diversas 
tendencias y matices), naturalmente corresponde en muchos aspectos al pensamiento 
actual. Coincide con la obsesión por el futuro que fascina al hombre moderno. Busca 
incluso el diálogo con el marxismo y el humanismo. Es capaz de renunciar a las imágenes 
de un más allá que, para muchos, resultan de muy difícil comprensión y sintoniza, por lo 
tanto, con la orientación positivista y empirista de nuestro tiempo.
¿Será entonces que la esperanza cristiana puede, o tal vez debe, renunciar 
a esperar (como es propio de la fe) un futuro último en Dios, situado más allá de todas las 
posibilidades humanas y que, por lo tanto, no puede ser construido por el hombre en la 
historia con sus propios medios, sino que tan sólo puede ser recibido como puro don? 
¿Deberá la fe cristiana renunciar a contar con una "patria en el cielo"? 

-Los límites de la esperanza interna de la historia 
Si realmente la esperanza cristiana se funda en la resurrección de Jesús, es una esperanza radical de la que nada queda excluido: a todo, incluso a lo que desde el punto de vista humano puede parecer carente de perspectiva y destinado a la nada, le es prometido un sentido y una consumación definitiva. 
Pero ¿puede dicha esperanza consumarse dentro de la historia? Dicho de otro modo: una 
esperanza que apunta a un futuro de felicidad alcanzable dentro del horizonte histórico y 
enteramente realizable por obra del hombre, ¿no deberá necesariamente abandonar al 
terreno de la desesperación sectores enteros de la realidad? Porque, de hecho, ¿qué clase 
de esperanza en el más acá puede haber, aquí y ahora, para quienes sufren, para los 
débiles, los vencidos, los viejos, para todos cuantos no forman parte de la elite de quienes 
empujan la historia hacia un futuro de salvación y, sobre todo, para los muertos? ¿Qué es 
de los que han muerto y han padecido en el pasado? ¿Qué es de aquellos que, como 
nosotros, han esperado en una patria definitiva y no han podido alcanzarla en este mundo? 
¿Que será de nosotros mismos, que no tardaremos en formar parte del número de quienes 
no han visto cumplidas en este mundo sus infinitas esperanzas y aspiraciones? ¿Quedará 
nuestra vida eternamente inacabada y sin posibilidad de realizarse? Pero entonces, ¿no 
carece de sentido, dado su absurdo fracaso?; ¿no está abocada a la desesperación, 
supuesto que va a parar al vacío de la muerte y, consiguientemente, ella misma queda 
suspendida en el vacío? 
Una concepción teológica de la "realidad última" referida exclusivamente a la historia, no 
es capaz de dar una respuesta a estos interrogantes. Ni siquiera las recientes propuestas 
teológicas que hemos citado afrontan adecuadamente el problema, a excepción tal vez de 
Jurgen Moltmann, que destaca expresamente cómo en la resurrección de Jesús se abre un 
horizonte de esperanza definitiva aun para aquello que a los ojos del hombre parezca sin 
solución, para el sufrimiento y la muerte. Pero ¿cómo puede esta esperanza, proyectada 
más allá de la muerte, conciliarse con la esperanza que anida en el interior de la historia y 
con la acción cuyo objetivo lo constituye la reforma o la revolución de la sociedad? No es 
fácil responder. O se ignora la pregunta o se responde de un modo puramente verbal: 
también para los muertos hay futuro. Tal vez pueda tenerse la impresión de que algunas de 
las teologías que hemos citado (en especial determinadas teologías radicales de la 
revolución o de la liberación), y en las que se dan otro tipo de consonancias con ideas 
marxistas, tienen una concepción de la muerte personal y del destino del difunto muy 
semejante a la de muchos marxistas.
MU/MARXISMO: Acerca de la muerte escribe, por ejemplo, el marxista 
checoslovaco V. ·Gardavsky-V: "Mi muerte es, para mí, el fin de las esperanzas, a pesar 
de lo cual constituye una esperanza para otros, para la sociedad. Y viceversa: 
precisamente por ello, la vida de la sociedad es la superación permanente de la desilusión 
y la desesperación... Aun sin esperanza en la eternidad, aun sometido a la muerte, yo soy 
motivo de esperanza para otros que han de sobrevivirme: cuando mi vida llegue a su 
término, la conclusión que ellos podrán extraer de ella será la condición indispensable de 
su vida. Es verdad que también su vida tendrá fin en la misma falta de esperanza. Pero sólo 
a este precio supremo, al precio de la derrota personal, se mantendrá activa la esperanza... 
como esperanza de la sociedad humana en el futuro". Son palabras realmente valientes.
Pero ¿no se oculta aquí, con mucha ciencia y arte oratoria, eso sí, la verdadera 
consecuencia? Yo mismo, mis esperanzas y mi futuro se abonan en la cuenta de la 
sociedad, que precisa de la quiebra de mis esperanzas para perseverar en el camino hacia 
el futuro. La falta de sentido de mi propio ser, que se manifiesta en el inalienable destino 
personal de muerte, se convierte precisamente en el motivo determinante del movimiento de 
trascendencia, hacia la sociedad humana y su futuro, que fundamenta el sentido. Pero 
¿qué es esta «sociedad humana», esta singular grandeza hipostatizada, con respecto a la 
cual debo considerar subordinados como a su propio fin a mí mismo y mi muerte, cuando al 
mismo tiempo sé que los miembros de la sociedad humana han de llegar al final de su 
existencia con mi misma falta de esperanza? ¿Qué sentido tiene -empleando, naturalmente 
con otra intención, una imagen de Ernst Bloch- seguir «cocinando un potaje» en cuya 
preparación se afanan todos, pero que nadie ha de comer jamas? 
El ejemplo de Gardavsky puede aclarar las 
consecuencias que habrá de extraer quien piense que el futuro último y definitivo es 
alcanzable sin más dentro de la historia. Quien, como filósofo o como teólogo, afirme esto, 
deberá renunciar a lo individual. La vida del individuo, sobre todo si no está en condiciones 
de realizar nada, se hace carente de sentido e inútil. La función consoladora que se 
atribuye a la sociedad resulta más penosa que las peores perversiones de signo igualmente 
consolador de la esperanza cristiana en un más allá. Pero además, puesto que a quien no 
está en condiciones de hacer nada por la sociedad no se le puede atribuir ninguna 
esperanza, necesaria y consiguientemente los problemas del sufrimiento, de la vejez y de la 
muerte son alejados de la sociedad. Ahora bien, de este modo se produce algo funesto no 
sólo para quienes se ven afectados por ellos directamente, sino para toda la sociedad, en 
la que adquieren cada vez más carta de naturaleza la banalidad, la superficialidad y la 
inhumanidad.
Acertadamente observaba hace poco J. B. ·Metz-JB: «Si durante demasiado tiempo nos 
resignamos a aceptar la falta de sentido de la muerte y de los muertos, acabaremos 
ideando también para los vivos más y más promesas banales». En realidad, cuando son 
olvidados los muertos, también a los vivos, que no dejan de encaminarse a la muerte, se les 
sustrae el espacio vital humano; la vida resulta indiferente frente a un destino de absurdo 
que impera anónimamente y trastorna una y otra vez la vida. El intento por mantener 
despierta y justificar la esperanza radical, sin recurrir a instancia alguna situada más allá de 
las posibilidades humanas, y capaz de dar fundamento al sentido, demuestra ser, pues, 
impracticable. 
(Págs. 44-51)
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2. MÁS-ALLÁ:
Horkheimer, el celebre sociólogo de la Escuela de Frankfurt de carácter neo-marxista, 
decía en su famosa entrevista acerca de "La nostalgia del totalmente otro" (publicada por 
primera vez en el semanario Der Spiegel): «la teología es... la esperanza de que no 
vayamos a quedarnos siempre en esa injusticia que hoy caracteriza al mundo, de que la 
injusticia no puede tener la última palabra... La teología es expresión de una aspiración: la 
de que el asesino no pueda triunfar sobre la víctima inocente... La aspiración a una justicia 
perfecta... jamás podrá hacerse realidad en la historia secular; de hecho, aun en el caso de 
que una sociedad mejor llegara a reemplazar al actual desorden social, no por ello quedaría 
reparada la miseria del pasado ni se suprimiría el actual sufrimiento de la naturaleza". En 
esta aspiración y esperanza que la fe se encarga de custodiar -prosigue Horkheimer- se 
expresa la más enérgica protesta contra un «mundo administrado» que se perfila de un 
modo cada vez más nítido. Y mas tarde agrega resignadamente: «Si se suprime la 
dimensión teológica, desaparecerá del mundo lo que denominamos 'sentido'. Tal vez impere 
una mayor laboriosidad, pero sin un verdadero sentido y, consiguientemente, condenada al 
tedio..., la seria philosophia se encamina hacia su final". En otras palabras, cuando se 
desvanece la esperanza en el totalmente otro, en el «mas allá», el mundo no se enriquece, 
no se le "restituye" lo que se supone que el creyente ha transferido anteriormente a un más 
allá, sino que el propio mundo se vacía, queda privado de objeto y de perspectivas; la vida 
humana deja de tener sentido; no se puede ya dar fundamento alguno a la responsabilidad 
última; el hombre, como consecuencia extrema, queda degradado a la condición de 
"mamífero inteligente". En coherencia con tales consideraciones, lo que la fe cristiana 
espera, cuando aguarda un cumplimiento definitivo en Dios en el "más allá", puede ser visto 
a una luz nueva y plausible. La esperanza en el "mas allá" no debe llevar a la pasividad y a 
la indiferencia con respecto a este mundo. La hipótesis de un "más allá" ni siquiera supone 
la necesidad de imaginar materialmente un segundo mundo situado por encima de éste. 
Cuando se habla de "más allá", lo que más bien se pretende afirmar es que la realidad en la 
que vivimos no se agota en aquello de lo que tenemos experiencia y conocimiento y que 
subordinamos a nuestra acción. Al igual que el propio Dios no forma parte de la realidad a 
nuestro alcance. sino que, aun estando en medio de ella, está más allá de ella -por emplear 
la paradójica formulación de Dietrich Bohoeffer-, del mismo modo su futuro, la comunión de 
vida con él, en la que el hombre encuentra su realización, tiene su comienzo en medio de 
ella, aun estando más allá de ella. Lo cual significa que el mundo está abierto a una serie 
de posibilidades que en sí no posee, sino que han de serle dadas. 
LBT/ESPERANZA:La espera de este don de un futuro último capaz de plenificar el sentido, no carece desde ahora de consecuencias para la vida humana y la construcción del mundo. Al contrario: únicamente esta esperanza es capaz ya hoy de proteger de esa experiencia de ausencia de sentido que conduce a la resignación o a la desesperación obstinada y agresiva, preservando de la inminente amenaza de un mundo funcional sin perspectivas ni objetivos humanos. 
Precisamente en esta esperanza en una realización definitiva, de la que sólo Dios es autor, 
encuentra su fundamento la fuerza liberadora del Evangelio. En realidad, dicha esperanza 
protege de la desesperación cuando todo, humanamente considerado, parece 
derrumbarse. Sólo ella libera de la esclavitud de la frustración y la resignación. Sólo ella 
defiende a los hombres de la tentación, siempre amenazadoramente inminente, de sacrificar 
el presente en nombre de lo que ha de venir en la historia, de sacrificar al individuo en 
nombre de una humanidad y una sociedad en las que se supone que reside la salvación.
Esta esperanza en un más allá impide el que un individuo o un grupo reivindique para sí 
el poder absoluto de forjar el futuro y reduzca a mero instrumento a los hombres, 
sojuzgándoles para promover ese futuro. Esta esperanza libera de todos los errores del 
totalitarismo, que consiste precisamente en el hecho de que unos hombres pretendan hacer 
por sí solos el totum, pudiendo, consiguientemente, someter a violencia, oprimir y asfixiar a 
otros.
Quien espera en un más allá, no es totalitario, sino que confía en último término el futuro 
a Dios y no tiene la presunción de tener que construirlo por sí solo. La esperanza en un 
más allá es capaz de seguir atribuyendo un futuro incluso a quien no está ya en 
condiciones de hacer nada y que, en virtud de una mentalidad que únicamente tiene en 
cuenta el progreso y la productividad, es despiadadamente considerado como producto de 
desecho de la sociedad: el viejo, el impedido, el moribundo. La esperanza en un futuro en 
ese más allá del que Dios es autor, libera, por lo tanto, del sometimiento al imperativo de la 
prestación, de la obsesión de funcionar a toda costa, de ese ridículo y frenético activismo 
para el que no hay tiempo ni distancia, porque a él y sólo a él (así lo cree al menos) le 
compete hacerlo todo. Por eso, únicamente la esperanza en la «patria del cielo» 
proporciona la libertad para actuar en este mundo de un modo no espasmódico, ajustado a 
la realidad, tolerante y pacífico.
Este punto de vista ha sido desarrollado por una serie de teólogos contemporáneos, 
especialmente por J. B. Metz, que se apoya en la autoridad de Karl Rahner. A este 
respecto, habla Metz de la «reserva escatológica» bajo la que el cristiano vive en este 
mundo. La «reserva escatológica» significa que, en la esperanza de que la realización 
última vendrá de Dios, y únicamente de Dios hay que esperarla, todo lo demás en este 
mundo es realidad penúltima. Con lo cual no se pretende decir que todo ello sea 
indiferente, sino que nada puede reivindicar para sí un valor absoluto, un significado 
absoluto. Precisamente en la libertad que se deriva de esta actitud vive el cristiano de un 
modo libre, sereno, paciente, no neurótico, no fanático, no totalitario. La esperanza cristiana 
en cuanto "vida bajo la reserva escatológica" nos hace, pues, libres para obrar 
racionalmente en este mundo. 
(Págs. 55-59)
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3. ESPERANZA/EXIGENCIAS:
Son cristianos quienes "poseen la esperanza" 
Tras las anteriores reflexiones disponemos de todos los elementos para dar acabada 
respuesta a la pregunta: ¿qué significado tiene para el compromiso histórico la esperanza 
en un futuro último en Dios? Y consiguientemente, ¿cuál es la aportación cristiana a la 
formación del futuro? En pocas palabras, podemos responder del siguiente modo:
1. Puesto que el cristiano espera en un futuro último en Dios, en el que alcanzará su 
plena realización, y lo espera de él, deberá oponerse a todas las pretensiones totalitarias, 
que desean realizar ya aquí el futuro absoluto, para lo cual sacrifican a la sociedad el futuro 
individual, vendiendo el presente al precio de un futuro que queda siempre por alcanzar y 
dejando al margen de la conciencia social a quienes no están en condiciones de producir 
nada. La esperanza en el «más allá» es, por lo tanto, un correctivo crítico a la falsa 
expectativa del más acá.
2. Dado que el cristiano espera en una justicia perfecta, en la paz y en la felicidad en 
Dios, se esfuerza ya desde ahora, con su actividad, por ir al encuentro de este don y 
hacerlo realidad en sus grandes rasgos; y lo hace de un modo no menos activo que 
quienes no aceptan un futuro absoluto en Dios, sino incluso con mayor confianza, alegría y 
abnegación, porque sabe que todo ha de llegar a buen fin. La formación del más acá se 
proyecta, pues, hacia el futuro último de la esperanza. Y viceversa, el futuro último 
proyecta, por así decirlo, la luz de su aurora en la formación del más acá que se realiza con 
ayuda de la esperanza.
3. Únicamente en virtud del hecho de que haga visibles en este mundo los signos de la 
esperanza, puede la esperanza justificarse como actitud humana. La esperanza en un «más 
allá» tiene, por tanto, necesidad de la esperanza en el más acá, a fin de hacer accesible a 
la experiencia humana la plenitud de su sentido.
4. Permítasenos en este punto recordar aún una última cosa. Quien espera en un futuro 
definitivo en Dios, capaz de dar sentido y objeto a todo, sabe también que nada es en vano, 
que lo que se hace permanece y no se olvida. En concreto para Pablo, es el amor lo que 
"no acaba nunca" (1 Cor, 13, 8). Es el amor lo que entrará en el futuro absoluto de Dios, de 
un modo que no conocemos y que no podemos imaginar. Pero, dado que el amor es lo que 
no acaba nunca, el cristiano actúa con amor en este mundo, en el pequeño mundo de su 
vida y, cada cual a su modo, en la gran historia del mundo; y todo ello esperando 
confiadamente en que lo que se realiza en el amor no se pierde, sino que queda introducido 
en el futuro en Dios que da cumplimiento pleno a todo.
El futuro que esperamos de Dios y el futuro cuya construcción nos ha sido confiada no 
están, pues, en oposición, sino que se corresponden desde muchos puntos de vista. La 
esperanza cristiana, por lo tanto, es la esperanza más radical, que no excluye 
absolutamente nada, mientras que todas las demás motivaciones de la esperanza y todos 
los demás proyectos de esperanza deben abandonar a la desesperación y a la ausencia de 
esperanza dimensiones enteras de la realidad. Ser cristiano significa esperar de modo 
radical y por eso mismo, según una concisa formulación paulina, son cristianos quienes 
«poseen la esperanza» (cfr. 1 Tes 4, 13; Ef 2, 12).
(Págs. 70-73)
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1.Las "realidades últimas": paraíso, infierno, purgatorio 

1. Lo que ha de venir ya ha sido anticipado en el presente 
PARAISO/QUÉ-ES:INFIERNO/QUÉ-ES:PURGATORIO/QUÉ-ES 
Tanto la doctrina tradicional de las «realidades últimas» como en el modo concreto de ser 
la fe de muchos cristianos, el paraíso, el infierno y el purgatorio tienen una notable 
importancia. Por eso es igualmente importante y oportuno examinar detenidamente estas 
imágenes del futuro.
Ya hemos dicho que en este asunto no hay posibilidad de que se trate de informaciones 
ciertas acerca de los acontecimientos y situaciones últimas, sino que estas imágenes tan 
sólo pretenden expresar una realidad última de carácter personal: que el propio Dios, el 
encuentro personal con él y la comunión con él en Jesucristo son el paraíso; la falta de todo 
esto es el infierno; y el encuentro con el Dios que juzga y purifica es lo que trata de 
expresar la imagen del purgatorio.
Pero ¿es esto todo lo que se puede y se debe decir acerca de tales realidades últimas, o 
existen otras posibilidades de llegar a afirmaciones más profundas y exhaustivas acerca del 
paraíso, el infierno y el purgatorio? Y si es así, ¿de qué manera puede hacerse? Nos 
remitimos aquí a aquel principio que ya hemos formulado con anterioridad: acerca del futuro 
se podrá afirmar algo que tenga valor preceptivo únicamente en la medida en que, de algún 
modo, ya haya tenido comienzo en el presente. Lo cual está ciertamente fuera de nuestro 
alcance, aunque nos queda la posibilidad de llegar a ello "extrapolando", en cierto sentido, 
los factores que actúan en la situación presente y en cuyo proceso ya están anticipados los 
principales rasgos del futuro.
Lo que será, es -como suele decirse- la extrapolación del presente en el futuro: la 
proyección mental del presente en el futuro. Aplicándolo al asunto que nos ocupa, esto 
significa que si observamos nuestra vida de hombres y de cristianos y admitimos que Dios 
nos ha prometido que esta vida no ha de finalizar sin sentido, sino que habrá de 
consumarse cabalmente; más aún, si creemos que en nuestra vida está actuando ya la 
fuerza del espíritu de la esperanza, entonces se trata de atender a esta nuestra vida y, 
consiguientemente, al presente y, por así decirlo, prolongar, «extrapolar» el presente en el 
futuro, a fin de obtener un barrunto, una primera aproximación de lo que habrá de ser algún 
día. Hagámoslo, pues, de este modo.

2. Paraíso 
Con toda seguridad, entre las más fundamentales experiencias de nuestra vida se cuenta 
el hecho de que el hombre sólo alcanza su realización como hombre si no se queda en sí 
mismo, sino que sale de sí y ama, entra en comunicación con otros y no emplea su libertad 
sólo para su propio beneficio, sino al servicio de los demás. Consiguientemente, si ya ahora 
se considera realizada la vida del hombre únicamente cuando es capaz de darse 
amorosamente, de ello se sigue que el paraíso, en cuanto realización perfecta de la vida del 
hombre, no es otra cosa sino la plenitud del amor y de la comunión con los demás. El 
paraíso es amor y comunicación en su perfección. Lo cual quiere decir que es 
esencialmente una grandeza social, no un tete-à-tete privado del hombre con Dios.
Esto responde igualmente a las imágenes del paraíso de la Biblia, y especialmente al mensaje de Jesús. Cuando Jesús habla del paraíso, lo hace 
valiéndose de la imagen del banquete común. Ya los profetas del Antiguo Testamento y la misma revelación secreta se representan el paraíso con la imagen de la ciudad de Dios; de una grandeza social, por consiguiente. En concreto en el Apocalipsis de Juan, la realización es vista bajo la imagen de la liturgia común. Todas las imágenes sugieren que la comunidad es algo esencial al paraíso. Si ya la vida de la fe consiste en hacerse cada vez más cuerpo de Cristo, es decir, en asemejarse a Cristo y, al mismo tiempo, hacerse una 
sola cosa con los demás miembros de dicho cuerpo, el paraíso habrá de consistir en que todos nosotros seamos cuerpo de Cristo, semejantes y unidos a él en grado sumo, pero unidos también a los demás en un incondicional intercambio de amor.
Pero, en sentido contrario, de todo ello se deriva también que el paraíso tiene ya inicio 
allí donde Cristo adquiere forma en los hombres, allí donde los hombres existen los unos 
para los otros y se aman. El paraíso, por tanto, no es tan sólo una grandeza completamente 
ajena y extraña que haya de instaurarse únicamente en un tiempo aún por venir. También 
en esto es preciso liberarse de la idea dualista del edificio de dos planos. También del 
paraíso puede afirmarse lo que decíamos al hablar de la relación entre el futuro del más 
acá y el futuro del más allá: que se esboza anticipadamente desde ahora, que comienza 
desde ahora, que se construye desde ahora poco a poco, siempre que hay amor y se vive 
en el amor.
Y al revés, cuando el hombre se queda en sí mismo, cuando se anega en su propio 
egoísmo, cuando rechaza a los demás y rehúsa la comunión con Cristo, la vida humana da 
comienzo ya desde ahora a su destrucción, porque, en otras palabras, se inicia ya lo que la 
Escritura y la tradición llaman el "infierno". Esto ha sido acertadamente intuido por la 
sabiduría popular, que ha acuñado expresiones como «esto es un infierno». Cuando, por 
ejemplo, una familia se ve completamente desgarrada y destruida, cuando los miembros de 
una familia no tienen entre sí más que litigios y conflictos, en que no reina el orden y la 
justicia, ahí esta realmente el infierno. Ahí tiene comienzo lo que -imaginado para el final y 
proyectado en el futuro- significa que la vida humana está totalmente perdida.
Precisamente en esto consiste el infierno. El infierno no es un castigo que Dios ha ideado 
«para seguir desfogando hasta el final su ira contra el pecador»: tanto el infierno como el 
paraíso constituyen, por así decirlo, la lógica inmanente a la vida humana misma, la 
consumación absoluta -positiva o negativa- de la existencia humana tal como se realiza 
desde ahora. Esta idea la destaca especialmente, aunque no de modo exclusivo, el 
Evangelio de Juan. Y es en este contexto en el que se habla de escatología presente (o 
realizada). Es decir que, para Juan, la realidad última ya está presente. Quien cree, quien 
habita en el amor, posee la vida eterna (cfr: Jn/03/36; Jn/05/24; Jn/06/47; 1Jn/03/14); quien 
no cree ni ama, está ya desde ahora en la muerte y en el juicio (cfr. Jn/03/16; /Jn/12/31; 
1Jn/03/14). De este modo, tanto el paraíso como el infierno se van formando, ya desde 
ahora, en nuestra vida: ya desde ahora se puede vivir en un paraíso o en un infierno.

3. El infierno en la Escritura y en la tradición 
Pero ¿existe el infierno definitivo? ¿Existe la perdición total de la vida humana? La 
autodestrucción del hombre, del mismo modo que puede consumarse ya aquí y ahora, 
¿puede llegar algún día al ultimo extremo? En realidad el tema del infierno ha llegado a ser 
hoy algo extraño para muchos hombres. Difícilmente un predicador se «arriesgará» a tocar 
hoy en una predicación importante el tema del infierno. Por otra parte, sin embargo, para 
muchas personas dicho tema sigue siendo extremadamente angustioso. ¿Que se puede 
afirmar responsablemente al respecto? 
Digamos, ante todo de manera negativa, que muchas de las representaciones 
tradicionales del infierno -en parte ridículas y de mal gusto; en parte aún peores, con sus 
descripciones de las penas del infierno- son decididamente rechazadas como falsas 
interpretaciones del auténtico mensaje que pretende transmitir la realidad del infierno. ¿No 
resulta realmente pavoroso el que precisamente las representaciones del infierno 
constituyan una verdadera «mina» para la psicología profunda? ¡Cuantas tendencias 
agresivas neuróticas y perversiones patológicas, todo menos cristianas, pueden detectarse 
en este terreno! Ya en la iconografía medieval, muchas veces por deseo expreso del que 
encarga la obra, los condenados muestran los rasgos, los vestidos o los uniformes de las 
personas odiadas o de los enemigos. El ideal que con esto se manifiesta -que mi adversario 
sea condenado- podrá corresponder a cualquier otra cosa, menos al mensaje bíblico del 
amor a los enemigos. En la descripción de las penas del infierno se manifiestan, muchas 
veces de manera realmente desconcertante, impulsos sádico-sexuales que, apartados de la 
conciencia, pueden aquí desarrollarse libremente, aunque de un modo enmascarado.
Por si fuera poco, podemos descubrir aquí precursores bastante evidentes de la moderna 
pornografía; las imágenes del infierno del Bosco, por ejemplo, con sus repugnantes o 
atrayentes representaciones de órganos y símbolos sexuales exagerados, son un ejemplo 
de dónde y de qué manera, en un mundo superficialmente íntegro, puede manifestarse la 
dimensión instintivo- morbosa. En la tradición cristiana el infierno se encuentra muchas 
veces en un contexto que no tiene ya nada que ver con el mensaje de la revelación.
Junto al rechazo de tales representaciones depravadas del infierno, la teología moderna, 
sin embargo, pone de manifiesto que el infierno es un tema totalmente bíblico; más aún, 
que el tema del infierno desempeña un importante papel en el anuncio de Jesús. Incluso 
desde el punto de vista de la actual exegesis histórico-crítica, podemos afirmar que el 
propio Jesús habló del infierno y que este tema tenía una importante función en el anuncio 
de su mensaje. Un pasaje del Sermón de la Montaña como «Todo aquel que llame 
'renegado' a su hermano será reo de la gehenna del fuego» (Mt 5, 22), es absolutamente 
probable que haya que atribuirselo al Jesús histórico. También la frase «Si tu mano 
derecha te es ocasión de pecado, córtatela y arrójala de ti; más te vale que se pierda uno 
de tus miembros, que no que todo tu cuerpo vaya a la gehenna» (Mt 5, 30), pertenecía al 
anuncio histórico de Jesús (como otras muchas). Si recopilamos todos estos textos, 
veremos que el infierno no ocupa en el mensaje de Jesús un lugar tan irrelevante como 
algunos pretenden.
Pero la cuestión decisiva es la siguiente: ¿en qué contexto se 
encuentra en Jesús el tema del infierno? Se puede ver perfectamente que el infierno 
constituye el sombrío contrapunto a la llamada de Jesús a la conversión. Al hablar del 
infierno, Jesús pone de manifiesto que el hombre puede ganarlo o perderlo todo, que puede 
salvarse o condenarse. Dicho de otro modo: las palabras acerca del infierno, dentro de la 
argumentación de Jesús, pretenden que al oyente no le quede la menor duda de la 
gravedad de la situación y del carácter radical de la decisión que exige. Pretenden 
evidenciar que, en lo concerniente al señorío de Dios que Jesús anuncia, la apuesta es 
total y absoluta; que para él el señorío de Dios es un problema de vida o muerte. Ya ahora 
-en la predicación de Jesús y en la escucha de la misma- está en juego auténticamente 
todo, literalmente se juega el "todo o nada".
La función del infierno en la predicación de Jesús consiste, pues, en llamar la atención 
sobre la seriedad de su llamada a decidirse por el señorío de Dios. Pero Jesús se niega 
radical y expresamente a satisfacer la curiosidad del hombre con cualesquiera 
informaciones acerca de cómo será el infierno después de la muerte. A la pregunta de si 
serán pocos los que se salven, su respuesta, según Lucas, es la siguiente: "Esforzaos por 
entrar por la puerta estrecha" (Lc 13,24). Las palabras sobre el infierno no proporcionan, 
pues, información alguna ni satisfacen la curiosidad del hombre, sino que lo sitúan ante la 
responsabilidad incondicional: "Esforzaos por entrar por la puerta estrecha".
Podemos esclarecer esto mismo de otro modo: en la lingüística actual, algunos filósofos 
distinguen entre las llamadas proposiciones informativas y las proposiciones performativas, 
basándose en el hecho de que nuestro lenguaje puede tener muy diversas funciones. Hay 
proposiciones informativas, con las que el hablante desea comunicar a otro un tercer 
hecho, desea informarle, por medio de su palabra, acerca de una realidad ya dada, 
presente. El lenguaje, entonces, comunica, informa.
PERFORMATIVA/PALABRA PALABRA-PERFORMATIVA: La palabra performativa, 
por el contrario, no comunica al interlocutor un hecho ya existente con fines puramente 
informativos, sino que, ante todo, plantea un hecho. Cuando, por ejemplo, digo a alguien: 
«te perdono», no le estoy informando de una realidad ya existente, sino que esta palabra 
de perdón plantea una nueva realidad, es decir, una nueva relación entre ambos. O la 
palabra, por ejemplo, con que se acepta el matrimonio, no informa al cónyuge y al oficiante 
sobre la actitud interior de la tercera persona que dice el «sí», sino que plantea una nueva 
realidad: la realidad, dotada de validez jurídica, del matrimonio. Recurriendo a estos 
conceptos de informativo y performativo, podemos decir que la palabra del infierno es una 
palabra performativa, que no informa, sino que "performa", es decir, que su sentido es el de 
proponer, a quien la escucha, la realidad de una responsabilidad última para su decisión; 
debe, por así decirlo, movilizar la radicalidad última de la decisión de fe. Cuando Jesús 
habla del infierno, no se trata para él de mirar al futuro, sino de hacer ver la importancia del 
momento presente.
En la tradición teológica, esta función del tema del infierno ha sido frecuentemente 
olvidada o, al menos, no suficientemente considerada. No se ha tenido en cuenta el hecho 
de que en el mensaje de Jesús, como en toda la Biblia en general, el infierno no es un tema 
en sí mismo, ni es en absoluto un tema informativo, sino que tiene un carácter performativo. 
El desarrollo doctrinal que la teoría del infierno ha experimentado a lo largo de la historia de 
la Iglesia y de la teología, se puede interpretar del siguiente modo: el infierno ha ido 
saliendo cada vez mas del juego linguístico performativo y ha sido considerado "en sí 
mismo" como objeto de información. Posteriormente, y a través de ulteriores 
especulaciones teológicas, se intentó adquirir cada vez mayor información acerca de él.

4. El infierno, ¿tan sólo una "clave"? 
De las anteriores consideraciones ¿se sigue que no hay en realidad nada parecido al 
infierno, que éste no es sino una grandilocuencia, dentro del juego linguístico de la 
exhortación y el llamamiento a la decisión radical? 
De hecho, algún teólogo contemporáneo ha sacado esta consecuencia. Entre los más 
destacados podemos citar a Thomas y Gertrude Sartory, con su libro In der Hölle brennt 
kein feuer («En el infierno no hay fuego»), en el que mantienen la tesis de que, con sus 
palabras sobre el infierno, Jesús no hizo sino asumir como «clave» una representación 
habitual propia de la visión del mundo de su época, a fin de hacer más evidente a sus 
oyentes, con ayuda de dicha representación, el «todo o nada» que suponía la decisión que 
él exigía. Pero el hecho de que Jesús se refiera a un «transfondo» perteneciente a una 
visión del mundo, no significaría, en éste como en otros casos, absolutamente nada en 
cuanto a la existencia de una realidad que correspondiera a dicho "transfondo". Basándose 
en estas consideraciones, G. y Th. Sartory manifiestan su convencimiento de que no existe 
un infierno en el sentido tradicional, sino que, por el contrario, el pecador radical, el que ha 
pervertido absolutamente su vida, volverá a la nada en el momento de su muerte.
Cómo línea de doctrina, esta «solución» no es en absoluto nueva. Ya Orígenes y algunos 
de sus discípulos, y los mismos Padres de la Iglesia, como San Jerónimo, piensan que el 
tema del carácter eterno del infierno tiene únicamente la función de llevar a los hombres a 
la visión y a la conversión. Teniendo en cuenta dicho carácter eterno de la condena, el 
hombre debería verse inducido a una vida cristiana, pero en realidad no existiría eso de las 
penas eternas del infierno.
Podemos también constatar que en todas las épocas, a lo largo de la historia de la 
teología, ha habido cristianos y teólogos -y no ciertamente de los peores- que han negado 
la existencia de realidades del tipo de las citadas "penas eternas del infierno" o de la 
"perdición eterna del hombre". Entre el abundante material existente, podemos citar a modo 
de ejemplo un hermoso texto, nacido del ambiente del pietismo evangélico y escrito por el 
más joven de los Blumhardt: «Afirmar la existencia de un infierno en el que Dios no 
signifique ya nada por toda la eternidad, significa destruir el Evangelio. Debemos afirmar 
hasta nuestro último aliento, hasta la última gota de nuestra sangre, que todo el cielo, toda 
la tierra, el mundo entero de los muertos, pasa a las manos de Jesús. Si debemos renunciar 
a la esperanza en un solo hombre, en una sola oración, entonces quedaremos sometidos al 
peso de la muerte y del dolor, un peso de noche y de tinieblas. Entonces Jesús no es en 
absoluto la luz del mundo».
La Iglesia oficial ha rechazado siempre este tipo de ideas, insistiendo en la eternidad de 
las penas del infierno. ¿Con razón o sin ella? Es preciso considerar lo siguiente: si el 
infierno no tuviera más función que la de un puro juego linguístico, las palabras acerca de 
él o serían una mentira piadosa, o carecerían de toda fuerza de convicción. En realidad, el 
hablar del infierno sólo provocará la toma eficaz e incondicional de la decisión adecuada si 
el infierno es, al menos, una posibilidad real para el hombre. Si no lo es, se convierte en 
algo parecido a lo que es el "coco" o «el hombre del saco» para los niños. Pero este modo 
de hablar sólo puede causar efecto mientras el niño siga siendo niño. Ahora bien, en el 
momento en que intuye el «engaño», es decir, en el momento en que el niño ha 
comprendido la función del «hombre del saco», tales amenazas pierden toda su fuerza, de 
manera que, lógicamente, una vez que el niño ha crecido, sus padres ya no le importunan 
con este tipo de cosas.
No de muy distinto modo sería lo referente al infierno. Si con muchos teólogos modernos 
se afirma, y con razón, que el tema del infierno no pretende poner al hombre ante la 
importancia de su responsabilidad -el hombre puede extraviarse en su libertad y perder 
definitivamente su vida-, todo esto sólo tendrá sentido si el infierno, es decir, la perdición 
definitiva de la vida humana, es realmente posible. Esta posibilidad real de una quiebra 
definitiva de la vida humana es para mí, como para otros teólogos, el núcleo irrenunciable y 
preceptivo de la doctrina de la Iglesia sobre el infierno: el hombre puede perderse 
definitivamente, puede hacer de sí mismo, en el más verdadero sentido de la palabra, un 
monstruo.
¡De sí mismo! Porque el infierno -y esto es lo que nuestras reflexiones deberían haber 
dejado bien claro- no es un castigo que Dios inflige al hombre desde fuera, sino una 
absoluta y terrible posibilidad de la propia libertad humana. Y esta posibilidad podemos 
comenzar a experimentarla ya desde ahora. Ya desde ahora podemos saber que nos 
destruimos a nosotros mismos si con nosotros mismos mantenemos una relación egoísta 
que, evidentemente, hace que nuestra vida se vacíe y pierda toda humanidad y toda luz. La 
experiencia de que ya desde ahora puede "haber un infierno" permite augurar lo que, 
llegado a su consumación, será el infierno.
El infierno es, por lo tanto, la extrema "proyección" del hecho, del que ya ahora es posible 
tener experiencia, de que un hombre que no ama, un hombre que niega la trascendencia, 
que rehúsa salir de sí y vive, por así decirlo, en una inmanencia animalesca, es un 
monstruo. Si el hombre se mira a sí mismo y mira las posibilidades de su libertad, debe 
afirmar honradamente que existe la posibilidad real para él de reafirmarse definitivamente, 
dentro de su libertad, en dicha monstruosidad infernal.

5. Infierno y esperanza universal: 
Pero precisamente esta terrible constatación no excluye, sino que conlleva el que 
podemos y debemos esperar que Dios no permita que nadie llegue a esta posibilidad 
extrema. El infierno es aquello a lo que el hombre estaría destinado si permaneciera 
abandonado a sí mismo y, consiguientemente, no fuera amado y redimido por Dios. Para 
que el hombre no se convierta en un "monstruo", Dios, según la expresión de San Pablo, 
«no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32). Por 
eso todos podemos esperar -¡no saber!- que la gracia y el amor de Dios han de impedir que 
se verifique la posibilidad real del infierno; en otras palabras, que todos puedan alcanzar la 
consumación de su vida en Dios.
Ahora bien, la gracia de Dios es libre y no puede ser forzada por el hombre; no le "toca" a 
éste automáticamente, no se puede simplemente «contar» con ella. De este modo, la 
afirmación del infierno como posibilidad real salvaguarda incluso la libertad de la gracia de 
Dios. Yo puedo esperar, confiar, sospechar; puedo esperar de Dios que nadie habrá de 
entrar en el "infierno". Pero no puedo saberlo y confiar con certeza en que toda vida 
humana ha de llegar a un término positivo. Por eso, si miro a Dios, tengo motivos para 
abrigar una esperanza universal; pero si me miro a mí mismo, quedo preso de "temor y 
temblor".
Charles ·Péguy-Ch, el famoso poeta francés, rompió durante muchos años con la fe cristiana porque no hallaba solución al problema del infierno, es decir, al problema del infierno para los demás, para cualquiera. Peguy se negaba a «ponerse a salvo en la otra orilla» en la Iglesia, como el decía, y abandonar a los demás, a los que están fuera, a su «incierto destino». Por solidaridad con quienes no están con la Iglesia en el camino de la salvación y de la esperanza, se apartó de la comunidad de la fe de la Iglesia. Puesto que ésta se había resignado -así lo pensaba él- a que hubiera hombres que marchan derechos a la perdición eterna, la Iglesia era para él egoísta, o mejor, «burguesa» y «capitalista», en el verdadero sentido de la palabra. Sólo a partir de 1908, con su célebre obra "El misterio de la caridad de Juana de Arco" encuentra Péguy un 
nuevo camino. Allí aparecen frases como éstas: 
«¡Debemos salvarnos todos juntos! ¡Juntos ir a Dios! ¡Juntos 
presentarnos delante de él! No podemos ir a él los unos sin los otros. Todos unidos 
debemos retornar a la casa de nuestro Padre. Es menester pensar también un poco en los 
demás, trabajar el uno por el otro. ¿Qué pensaría él de nosotros si acudiésemos a su 
presencia sin los otros, si regresáramos sin los otros?».
Los creyentes deben mantenerse íntimamente unidos entre sí, existir, orar, sacrificarse y 
esperar los unos por los otros. Mientras que, para Agustín y la tradición teológica posterior, 
se daba por supuesto que el hombre tan sólo puede esperar por sí mismo y no por el 
prójimo, para Peguy es exactamente lo contrario: la esperanza es esencialmente esperanza 
por los demás; esperar significa no excluir a nadie de la solidaridad de la salvación que se 
espera de Dios. Esta esperanza, que vence la angustia y la desesperación que nacen ante 
la idea de que un solo hombre pueda perderse, tiene su fundamento en el propio Dios, en 
el corazón de Jesús. «Todos los sentimientos que debemos tener hacia Dios, ya antes los 
tuvo Dios hacia nosotros». Lleno de ansia y de preocupación por esa sola de las cien 
ovejas que se ha extraviado, «Jesús experimentó la angustia en el amor. Y, puesto que la 
esperanza divina hace que tiemble hasta el amor», por eso «Dios esperó en nosotros. El 
comenzó... Dios puso su esperanza, su pobre esperanza, en cada uno de nosotros, hasta 
en el más miserable pecador... Así son las cosas. Esta es su forma de ser. Allí donde 
deberíamos estar nosotros, allí se ha presentado él, poniéndose en aquel plano. El teme y 
espera; en suma, aguarda algo del último de los hombres. Está en las manos del último de 
los pecadores». Esta esperanza, que Dios alimenta por cada uno de nosotros sin 
excepción, debemos nosotros seguir viviéndola y manifestándola en la «comunidad de los 
que esperan», que no excluye a nadie de la posibilidad de esperar la salvación. Y 
precisamente en esta solidaridad de la esperanza están todos realmente unidos en el 
camino de la salvación definitiva.
De la solución que propone Peguy se desprende que acerca del infierno y de la 
importancia de esta realidad, como posibilidad real de nuestra vida, tan sólo es posible y 
legítimo hablar si, al mismo tiempo, se habla de la solidaridad en la esperanza. Si 
esperamos por cada uno de nosotros y no excluimos a nadie de esta esperanza, si estamos 
dispuestos a compartir en el intercambio de amor con todos, aun con nuestros peores 
enemigos, la vida de la realización en Dios, ¿acaso Dios podría estar menos dispuesto a 
ello? ¿Acaso Dios va a dejarse superar -si podemos decirlo de esta humana manera- por 
nuestra solidaridad y nuestra esperanza común, en las que el uno se apoya en el otro? 
¿Cómo podríamos hacer ver que también él tiene esta esperanza en todos y la pone en 
nuestro corazón? Por eso, el que todos se salven depende en cierto modo de nuestra 
solidaridad en la esperanza en todos. De hecho, en esta esperanza nos apoyamos 
mutuamente: yo me apoyo en el otro, no me dejo salvar sin los otros (cfr. Rom 9, 3: 
"desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos..."). La esperanza 
que tenemos por los demás es de este modo, en cierto sentido, «signo» y «medio» para 
que nadie se pierda realmente.
Esta esperanza universal se funda, en definitiva, en Jesucristo, en su oración de 
intercesión por todos nosotros junto al Padre. El nos ha dado esta oración para que 
unamos en ella nuestras voces. La oración de la esperanza es una «ofensiva» 
indefectiblemente victoriosa, dirigida al corazón del Padre. Péguy dio a esta idea una de las 
mas plenas expresiones poéticas y lingüísticas: del mismo modo que un viejo y gran navío 
de combate, con su afilado espolón, avanza al asalto del gran rey, así también la oración 
del Hijo asciende hacia el Padre. Y detrás de él, dispuesta en triángulo, avanza también la 
inmensa flota de pesados y ligeros navíos: toda la humanidad, con sus oraciones. Y 
entonces el Hijo exclama: «¡Padre nuestro, que estás en los cielos!», y Dios responde: 
«Evidentemente, cuando un hombre 
ha comenzado de este modo, 
cuando me ha dicho esas pocas palabras, 
cuando ha comenzado haciéndose preceder 
de esas pocas palabras, 
puede después seguir, puede decirme 
lo que quiera.
Lo sabéis, estoy inerme.
Y mi hijo lo sabía perfectamente, 
él, que tanto amó a estos hombres, 
que se deleitó en ellos y en la tierra, 
y en todo lo demás...
Mirad de qué modo soy atacado...
Y yo os pregunto: ¿es justo? 
No, no es justo, porque todo esto pertenece 
al reino de mi misericordia.
El reino de los cielos sufre violencia, 
y los violentos lo conquistarán o, 
si preferís, se apoderarán de él con la violencia.
¿Como quereis que me defienda? 
Mi hijo se lo ha dicho todo.
Es más: hubo un tiempo en que se puso al frente de ellos.
Y son como una grande y antigua flota, 
como una flota innumerable al asalto del gran rey. 
Y tras el vértice, tras el vértice extremo 
de esta extrema vanguardia, 
esta extrema vanguardia avanza y detrás, 
apretada como un haz que no soy capaz de romper, 
se aproxima esta misma vanguardia...
Y todos estos pecadores 
y todos estos santos 
marchan juntos detrás de mi hijo 
y detrás de las manos juntas de mi hijo.
Y también ellos tienen las manos juntas, 
como si fuesen mi hijo.
O mejor, mis hijos. Es más bien como si cada uno 
fuera un hijo como mi hijo...
Y así es como me atacan, formados de ese modo.
Pienso que me entendéis.
¿Cómo queréis ahora que les juzgue, después de lo ocurrido? 
¡Padre nuestro que estas en los cielos...! 
Realmente, mi hijo ha sabido arreglárselas muy bien 
para atar el brazo de mi justicia 
y liberar el brazo de mi misericordia.
Y ahora debo juzgarles como un padre, 
si es que un padre puede juzgar.
Un hombre tenía dos hijos... 
Ya sabemos como juzga un padre. 
Es un ejemplo bien conocido...
Ya sabemos cómo juzgó el padre 
al hijo que se había marchado y después regresó...
Incluso fue el padre el que mas lloró.
Esto es lo que mi hijo les ha contado.
Mi hijo les ha desvelado el secreto del juicio».

En esta imagen poética, a pesar del tono de confidencialidad casi irreverente, se expresa 
exactamente lo que significa el fundamento de la esperanza en Jesucristo y la solidaridad 
recíproca de la esperanza: la esperanza es el vínculo con que nos aferramos todos a Cristo 
y, al mismo tiempo, nos mantiene unidos a unos con otros ("apretados como un haz que no 
soy capaz de romper"), al punto de aglutinarnos mutuamente en la comunión con Dios.
SANTOS/INTERCESION: Con esta su «solución» al problema del infierno, lo que hizo Péguy, en el fondo, fue retomar y actualizar una idea perteneciente al cristianismo primitivo: ya en las catacumbas se solía enterrar a la gente lo más cerca posible de las tumbas de los mártires, en la esperanza de poder, en el momento de la resurrección, aferrarse al menos a la orla de la vestidura de los mártires, para de este modo ir en compañía del santo a la vida eterna en Dios. Son muchas las imágenes grabadas en los sepulcros del cristianismo primitivo que dan testimonio de esta esperanza solidaria.
Es verdad que dicha solidaridad puede no ser más que una conciencia piadosa, carente 
de consecuencias. Si hoy día no se actúa contra los infiernos que existen en la tierra en las 
mil formas distintas en las que ya ahora podemos experimentar la realidad del infierno, en 
las múltiples formas de egoísmo, de brutalidad, de odio, de estructuras injustas, etc., 
entonces esta esperanza es deshonesta; se convierte en una esperanza ficticia, en 
literatura puramente verbal. La solidaridad de la esperanza, que no excluye a nadie de la 
salvación, depende también, por lo tanto, de nuestro honrado y activo compromiso por los 
demás, en el que nos amamos mutuamente y nos apoyamos los unos en los otros incluso 
ante Dios.

6. "Purgatorio" y juicio 
Si se pretendiera tratar el tema del purgatorio de un modo más o menos exhaustivo, sería 
preciso examinar el desarrollo y los fundamentos de esta faceta de la fe. Pero sería algo 
extremadamente complicado y no es este el lugar ni el momento de hacerlo. De todos 
modos, podemos afirmar que no es ciertamente casual el que en la Biblia no haya un solo 
pasaje en el que se aluda directamente al purgatorio, lo cual ya indica que se pervierte (en 
el más propio sentido de la palabra) la fe cristiana cuando se da excesiva importancia y 
énfasis, por parte de la misma fe cristiana, a lo que en la Biblia ocupa un lugar marginal o 
está únicamente presente de modo implícito, como es el caso de la fe en el purgatorio o en 
las ánimas del purgatorio, típica de la «piedad popular».
JUICIO/QUÉ-ES: Para comprender como es debido lo que se entiende por purgatorio, es 
menester considerar el carácter de la experiencia biblico-cristiana de Dios. Es propio y 
esencial de la experiencia de Dios, tal como se refleja en muchas imágenes de la Biblia, el 
que el encuentro del hombre con Dios sea una «cosa tremenda». «Es tremendo caer en las 
manos del Dios vivo», dice la Carta a los Hebreos (/Hb/10/31). Cuando la realidad de Dios 
agarra al hombre, éste queda profundamente despavorido; se hace consciente de su 
caducidad; advierte su incapacidad para darse a si mismo una base sólida; su indignidad, 
su cerrazón y su pecaminosidad se le evidencian de un modo humillante. Experimenta que 
ante el fuego devorador de Dios no es posible resistir. Por eso es propio de la experiencia 
de Dios, tal como siempre ha sido verificada una y otra vez por los «modelos de fe» de la 
Biblia y tal como, desde entonces, se ha repetido en muchísimos hombres, el que el hombre 
se encuentre ante Dios como ante un fuego devorador, un fuego que le penetra, pone en 
cuestión todo su ser y le purifica. El encuentro con Dios es para el pecador, siempre y ante 
todo, juicio.
En la fe en el purgatorio, esta experiencia de Dios se proyecta, por así decirlo, en la 
situación del hombre que, en el momento de la muerte, se encuentra con Dios. Lo que en la 
experiencia de Dios es verdad ya ahora, en la oscuridad de la fe, con mayor motivo lo será 
en el momento de su plena realización: si después de la muerte nos vemos puestos ante 
Dios, ante la santidad de Dios, ante la experiencia de su amor, seremos plenamente 
conscientes de nuestra maldad, de nuestra debilidad, de nuestra incapacidad de amar 
hasta las últimas profundidades de nuestro interior. Ni siquiera el hombre que ha vivido en 
la fe en Dios, ni siquiera el hombre que se ha convertido constantemente a Dios de su 
pecado, está ya por ello en regla. Karl Rahner recuerda que, aunque el hombre se 
convierta y emprenda un nuevo comienzo, los sedimentos, las adherencias y los residuos 
de sus pecados y de su historia anterior no quedan verdaderamente anulados. Pecado, 
negligencia y errores nos hacen permanecer en nuestra actitud, no nos permiten llegar a 
ser lo que deberíamos y podríamos ser. Por eso, cada cual ha de confesar a cada instante 
que es inferior a sí mismo, que aún debe tratar esforzadamente de reconquistarse.
Pero eso de lo que ya ahora tenemos una inicial experiencia, se verificará mucho más en el encuentro con Dios en el momento de la muerte. Aunque seamos hombres que han creído, esperado y amado y a quienes les ha sido perdonada la culpa, en el luminoso resplandor de la santidad divina seremos como quienes no son idénticos a sí mismos, como quienes no se han logrado, como quienes no han llegado a ser lo que habrían debido ser y, por ello, en presencia del amor y la santidad de Dios deben exclamar: ¡Ay de mí, que soy un pecador! Podemos augurar, pues, que el encuentro con 
Dios en la muerte, el hallarse frente al juicio de Dios, al que el hombre -si se considera a sí 
mismo- no puede resistir, será como un fuego ardiente que le quemará dolorosamente.
Todo ello nos permite comprender algo que ya hemos insinuado, a saber, que Dios 
mismo, el encuentro con él, es el purgatorio. Pero esto quiere decir que no es preciso 
referirse a un lugar, momento o acontecimiento concreto para captar el significado del 
purgatorio. Es menos necesario que nunca dar curso a representaciones de dudoso gusto 
acerca de las «ánimas del purgatorio». Podemos, por el contrario, entender lo que la Iglesia 
enseña y ha enseñado desde siempre como un momento del encuentro con Dios en la 
muerte. Este es el punto de vista de muchos teólogos modernos; el mismo Catecismo 
Holandés y el Neues Glaubensbuch ecuménico dan esta interpretación. Por eso habría que 
evitar también, en la medida de lo posible, la expresión «purgatorio» (en alemán 
Fegfeuer='fuego purificador') y hablar, por el contrario, de purificación como momento del 
encuentro con Dios. Además, sería especialmente oportuno que quedase bien claro que el 
purgatorio no es -como muchas veces se lo imagina la piedad popular- una especie de 
«semi-infierno» creado por Dios para castigar al hombre que no es del todo malo, pero 
tampoco del todo bueno. El purgatorio no es un semi-infierno, sino un momento del 
encuentro con Dios, es decir, del encuentro del hombre, aún incompleto y que todavía no 
ha alcanzado la madurez del amor, con el Dios santo, infinito y misericordioso; un encuentro 
que es profundamente humillante y doloroso, pero por ello mismo purificador.

7. Orar por los muertos 
ORA/DIFUNTOS: Por esto tiene también sentido la oración por 
los muertos, en la que se expresa con suma claridad el hecho de que quien muere no 
queda excluido de la solidaridad de los creyentes, que se manifiesta en dicha oración. 
Cuando el difunto, cuando todos nosotros nos encontremos con Dios, no lo haremos como 
individuos aislados, sino como miembros de la Iglesia, como hermanos y hermanas en 
Cristo. La oración por los difuntos toma muy en serio esta realidad. Detrás del hombre que 
en la muerte encuentra a Dios, está la oración de intercesión de la Iglesia, que lo sostiene 
cuando ya no está en condiciones de darse a sí mismo apoyo alguno. Es una oración que 
le garantiza que no debe sentirse perdido ante Dios, porque Jesús «satisfizo» por todos 
nosotros y desea que todos y cada uno seamos acogidos en su comunión con Dios.
La oración de intercesión de la Iglesia recuerda a Dios -si es que se puede decir de esta 
humana manera- que es un Dios de los hombres, un Dios que no escatimó ni a su propio 
Hijo para redimirnos a todos. Recuerda a Dios que no queremos salvarnos sin los demás, 
que nosotros nos mantenemos unidos a los demás, y los demás a nosotros. La oración de 
intercesión por los difuntos es, por tanto, una forma o, mejor, una proclamación del amor. 
Por eso, en lugar de la oración podrían introducirse también otras manifestaciones del 
amor.
Sería éste, pues, el momento de hablar del tema de la «remisión» (a cuyo propósito 
habría que considerar que difícilmente puede hallarse en la Iglesia Católica una forma de 
piedad más equívoca e incluso sometida al abuso). Si la oración por los difuntos se 
entiende como manifestación del amor y de la solidaridad ante Dios, también hay que decir 
que no es tan grande como en algunos casos se cree la verdadera diferencia entre las 
concepciones de la fe católica y de la Iglesia Evangélica. Ciertamente, el cristianismo 
reformado no conoce la oración por los muertos, pero, como acertadamente dice el 
Catecismo Holandés, «la viva esperanza de que el difunto esté en Dios ocupa, para ellos, 
el lugar que para nosotros ocupa la oración».
El encuentro del hombre con Dios en el momento de la muerte no es, pues, un 
acontecimiento privado, sino un acontecimiento que tiene lugar en la Iglesia, en el ámbito 
del cuerpo de Cristo, sostenido por la intercesión de los creyentes y de los santos, que se 
manifiesta en la oración y en la esperanza. Bien entendido que también aquí puede decirse 
lo que ya dijimos a propósito del «infierno y esperanza universal»: la solidaridad de la 
oración por los difuntos sería falsa y carente de consecuencias si sólo fuese operativa tras 
la muerte, asumiendo una especie de "función reparadora", un valor de resarcimiento por el 
amor que se ha negado u omitido en vida. La comunidad de la oración por los difuntos es 
verosímil únicamente como consecuencia de la comunidad y de la solidaridad vividas ahora 
en la fe, en el amor y en la esperanza común.
Si se entienden el juicio y la purificación como procesos que tienen lugar entre Dios y el 
hombre y que quedan fuera del tiempo, entonces puede surgir en algunos cristianos la 
siguiente pregunta: ¿durante cuánto tiempo hay que rezar por los difuntos? Debido a la 
inconmensurabilidad existente entre tiempo y eternidad, es decir, la imposibilidad de 
establecer la relación entre ambas cosas, no es posible dar una respuesta. Pero la praxis 
extendida entre muchos católicos de orar durante toda la vida por determinados difuntos, 
muchas veces presuponiendo tácitamente que acaso tengan «necesidad» de ello, me 
parece sumamente problemática, por no decir que absolutamente no cristiana. En lugar de 
orar por los difuntos, sería mejor dirigir nuestra oración a los difuntos, confiando en la 
gracia de Dios que se impone victoriosamente a nuestros muertos.
La oración por determinados difuntos tiene su función sobre todo en relación con los ritos 
de exequias y con un tiempo especial dedicado al recuerdo (el periodo del luto). Sin 
embargo, debería ser la oración con los muertos y dirigida a los muertos -con los hermanos 
y hermanas que viven ya en Dios, y en cuya comunidad esperamos- la que determinara, en 
mayor grado de lo que suele suceder, la manifestación de la fe cristiana.

La fe que mas me agrada, dice Dios,
es la esperanza...
Es ella, la pequeña esperanza,
la que pone todo en movimiento.
Porque la fe sólo ve lo que es,
mientras que la esperanza ve lo que será.
La caridad tan sólo ama lo que es,
la esperanza ama lo que será.

La fe ve lo que es
en el tiempo y en la eternidad.
La esperanza ve lo que será
en el tiempo y en la eternidad.
Por así decirlo, en el futuro de la propia eternidad...

La esperanza ve lo que aún no es y ha de ser.
La esperanza ama lo que aún no es y sera.
En el futuro del tiempo y de la eternidad».
Charles Péguy/PO

GISBERT GRESHAKE
MAS FUERTE QUE LA MUERTE
LECTURA ESPERANZADA DE LOS "NOVÍSIMOS"
Sal Terrae Col. ALCANCE 21 Santander-1981.Págs. 111-140