LA «OTRA» VIDA
«La miseria del pueblo español, la gran miseria moral, está en su chabacana
sensibilidad ante los enigmas de la vida y de la muerte. La vida es un magro
puchero; la muerte una carantoña ensabanada que enseña los dientes; el
infierno, un calderón de aceite ardiendo donde los pecadores se achicharran
como boquerones; el cielo, una kermés sin obscenidades, adonde, con
permiso del párroco, pueden asistir las hijas de María. Este pueblo miserable
transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras.
Su religión es una chochez de viejas que disecan el gato cuando se les
muere».
Este es el juicio que D. Ramón Mª. del ·Valle-Inclán hace de las creencias
populares en la «otra» vida. Y lo curioso es que, haciendo abstracción de lo
que esta descripción tiene de caricatura, la escatología1 había degenerado
efectivamente en un reportaje ingenuo del «fin del tiempo», o en una «física de
las postrimerías», como dice Congar2. Los libros antiguos de teología y de
piedad hacían descripciones exactas y precisas del cielo, el purgatorio, el juicio
(particular y universal, para que la información fuera todavía más
detallada), la resurrección de los muertos y la forma y el tiempo de ésta, el limbo de los
niños y hasta el seno de Abraham.
Todo ese mundo del «más allá» era descrito en exhaustivos reportajes, cargados de
colorido y, por supuesto, de imaginación3. Baste decir que un profesor de dogmática de
Münster, llamado Baus, se atrevió a calcular la temperatura del fuego del infierno.
Quede claro desde ahora que es inútil especular sobre el «modo» de lo que ocurrirá al
final de los tiempos. Dios no lo ha revelado, como no ha manifestado el «modo» de la
creación, del principio de los tiempos. Lo mismo que hemos aceptado como lenguaje
literario las descripciones de la creación que trae la Biblia, debemos hacerlo con las
descripciones coloristas del final.
Ha llegado el momento de intentar una nueva formulación, aunque sea muy
prudentemente.
¿Vida después de la vida?
Si recordamos lo que dijimos sobre el cuerpo y el alma en el capítulo titulado «En Cristo
adivinamos las posibilidades del hombre», nos daremos cuenta en seguida de que
«muerte», «inmortalidad», «resurrección», tienen que significar necesariamente cosas muy
diversas para una antropología dualista, como la de Platón, o para una antropología
unitaria, como la cristiana.
ALMA/INMORTALIDAD: Desde una antropología dualista la muerte es simplemente la
separación del alma inmortal y el cuerpo mortal. Este se corrompe bajo tierra y aquella
queda liberada para siempre 4. Desde una antropología unitaria, en cambio, la muerte
aparece mucho más terrible porque es el final del hombre entero. Si al hombre se le
promete un futuro después de la muerte, sólo podrá entenderse como resurrección. De
hecho, el Credo que proclamamos todos los domingos durante la celebración eucarística no
dice «creo en la inmortalidad del alma», sino «espero la resurrección de los muertos».
Para Platón el alma era inmortal porque era divina. Igual que preexistía al cuerpo,
seguirá existiendo cuando éste desaparezca. Para el cristiano, en cambio, el alma ni es
divina ni preexiste al cuerpo. Ha sido creada precisamente para que informe una materia, y
no hay razón para pensar que tenga que seguir existiendo una vez que deje de informar
esa materia. La certeza en la incorruptibilidad del alma (expresión preferible a
«inmortalidad») se basa en la voluntad de Dios, y no en el alma como tal. Taciano decía:
«Griegos, nuestra alma no es inmortal por sí misma, sino mortal; pero es capaz también de
no morir»5.
En realidad, resurrección de los muertos e incorruptibilidad del alma son dos realidades
que se implican mutuamente. En primer lugar, si lo que afirmamos no es la incorruptibilidad
del «alma-espíritu puro» de Platón, sino la del «alma-forma del cuerpo», eso exige la
resurrección del hombre (ya dijimos que para Santo Tomás el alma separada del cuerpo se
encontraría en un estado contrario a su naturaleza). Y, a la inversa, para que de verdad
pueda haber resurrección es necesaria la incorruptibilidad del alma, porque si nada del
sujeto sobreviviera a la muerte y sirviera, por tanto, de nexo entre esta vida y la otra, más
que de una resurrección se trataría de la creación de otro ser a partir de la nada.
Dado que el alma separada del cuerpo se encontraría en un estado contrario a su
naturaleza muchos teólogos defienden hoy la tesis de que la resurrección tiene lugar en el
momento mismo de la muerte. En tal caso la muerte sería la frontera entre dos formas de
existencia, de las cuales sólo la actual conocemos bien.
En efecto, no tenemos la menor idea de cómo será el cuerpo resucitado, pero podemos
asegurar con toda seguridad que no estará formado por las moléculas que se
descomponen en el sepulcro. Ya dijimos de Jesús -y lo repetimos ahora para todos- que la
resurrección no es la reanimación del cadáver:
«Se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se
siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo
espiritual» (/1Co/15/42-44).
Evidentemente, no cabe ninguna comprobación empírica de la existencia de esa vida al
otro lado de la muerte. Tampoco de su no existencia. Se trata de otra dimensión del ser.
No debemos dejarnos confundir por los testimonios aducidos en libros como «Vida
después de la vida»6. En ellos aparecen hombres que fueron dados por muertos y
volvieron a vivir. Narran su encuentro con parientes y amigos muertos, así como con un Ser
luminoso que irradia luz y paz. Tan a gusto se sentían, que se desilusionaron al
comprender que debían volver a la vida.
¿Se tratará verdaderamente de gente que ha echado un vistazo «al otro lado» de la
muerte y nos han contado cómo son allí las cosas? No. Fueron hombres que sufrieron la
«muerte clínica», es decir, la paralización del cerebro, del aparato respiratorio y del
corazón, pero no llegaron a la «muerte biológica», cuando la pérdida de todas esas
funciones tiene ya lugar de forma irreversible.
Los testimonios recogidos por el Dr. Moody son de hombres que comprobaron lo que era
«el morir», pero no «la muerte». Fueron hombres «aparentemente muertos» y, como se vio
después, «falsamente muertos». Sus experiencias no prueban nada sobre una vida
después de la muerte porque no tuvieron lugar cinco minutos después de morir, sino cinco
minutos antes.
Por suerte o por desgracia, la existencia de una vida después de la muerte es objeto de
fe.
El juicio, una fiesta casi segura
JUICIO/FIESTA: Nos hemos imaginado
el juicio de Dios que sigue a la muerte como un acto forense del que brotarán para unos
sentencias absolutorias y para otros condenatorias. Pero es necesario tener presente que
el verbo hebreo safat no significaba originalmente «juzgar», sino «hacer justicia» en el
sentido de liberar del enemigo, salvar (por eso Gedeón, Sansón, etc. -que nunca
presidieron un tribunal de justicia- reciben el nombre de «jueces»).
El juicio de Dios será, pues, la definitiva y aplastante victoria de Dios sobre el pecado y la
muerte. Por eso los primeros cristianos deseaban ardientemente ese día, como indica la
exclamación Marana tha (¡Ven!) que repetían en las reuniones litúrgicas (cfr. Ap 22,
17-20).
Después, por la influencia del concepto latino de justicia, se empezó a ver el juicio como
una rendición de cuentas. Ya no evocaba la confianza en el triunfo, sino la angustia y la
inseguridad ante la sentencia incierta. En el siglo XI se pensaba que la inmensa mayoría de
los hombres estaba condenada. San Bernardo no dudaba en afirmar que eran muy pocos
los que se salvaban. Todavía en el siglo XIII, Berthold de Ratisbona dirá que sólo uno de
cada cien mil alcanza la salvación. Con Malebranche, en el siglo XVII, mejoró algo la
proporción, pero de todas formas seguía siendo muy baja: «De mil personas, no hay una
veintena que sean salvadas efectivamente. Habrá veinte veces, cien veces más
condenados que elegidos»7 . Así, pues, el antiguo Dies Domini (Día del Señor) se fue
transformando cada vez más en el Dies irae (Día de la ira), cuya expresión plástica más
espeluznante la ofreció Miguel Angel en el Cristo-Juez de la Capilla Sixtina que separa con
el puño cerrado a los buenos de los malos. Nada tiene de extraño que ante esa imagen
hayamos suprimido el gozoso grito de Marana tha.
Pero es necesario poner las cosas en su sitio. No pensemos que la salvación y la
condenación son dos destinos igualmente probables para los hombres.
Así ocurría, desde luego, en el Antiguo Testamento: «Yo pongo ante vosotros bendición y
maldición. Bendición si escucháis los mandamientos de Yahveh vuestro Dios que yo os
prescribo hoy, maldición si desoís los mandamientos de Yahveh vuestro Dios» (Dt 11,
26-28). Así ocurría también en la predicación de Juan Bautista: «Ya está el hacha puesta a
la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego»
(Mi 3, 10).
Pero una maravillosa originalidad de Jesús con respecto a los profetas que le
precedieron es que El anuncia sólo la salvación: «Convertíos, porque el Reino de Dios ha
llegado» (Mi 4, 17).
Como es sabido, Jesús leyó en la sinagoga de Nazaret un conocido oráculo de Isaías:
«El Espíritu del Señor está sobre mi,
porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la Buena Nueva,
me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).
Pues bien, al repasar el texto original de Isaías resulta significativo descubrir que se
«saltó» un renglón que hablaba de «pregonar el día de venganza de nuestro Dios» (ls 61,
2).
Y es que el infierno difícilmente podría pertenecer al Evangelio que, traducido de forma
literal, significaba «Buena Noticia», anuncio de salvación (y no de salvación o
condenación). Heine decía en su lecho de muerte: «Dieu me pardonnera. C'est son métier»
(Dios me perdonará, es su oficio).
Mientras que la victoria final de Cristo y del conjunto de la humanidad es para el creyente
una certeza absoluta («¡Ha llegado el Reino de Dios!»), la condenación sería en el peor de
los casos únicamente una posibilidad para personas individuales. Sin duda por eso no se
menciona el infierno en los antiguos símbolos de la fe.
Una concepción simétrica del juicio que concediera la misma probabilidad a la salvación
eterna y a la muerte eterna traicionaría el espíritu de la escatología cristiana.
Precisamente por esa «asimetría» la Iglesia se ha considerado siempre capacitada para
canonizar a muchos fieles, pero nunca ha emitido un testimonio de condena definitiva (ni
siquiera de Judas).
El cielo: patria de la identidad
Por descontado, el cielo de la fe no es el de los astronautas. El «cielo» no es otra cosa
que el Reino de Dios. Ocurre que Mateo (y sólo él), puesto que escribió su Evangelio para
los judíos, empleó casi siempre la expresión «Reino de los Cielos»; es decir, una perífrasis
para evitar, según el uso rabínico, pronunciar el sacratísimo nombre de Dios.
Eso tuvo importantes consecuencias porque, en los siglos posteriores, olvidado ya el
origen de la expresión, se empezó a hablar de «cielo» a secas, polarizándose el esfuerzo
de los cristianos en llegar individualmente al «cielo» después de la muerte, amortiguándose
la preocupación colectiva por la tierra.
Grave equivocación. En el capítulo titulado «El cristiano en el mundo» vimos ya que los
destinos del hombre y del cosmos están ligados para siempre. Ambos deben perfeccionarse
poco a poco hasta alcanzar su plenitud, que llegará tras esos momentos de discontinuidad
que en el caso del hombre llamamos «muerte» y en el caso del cosmos «fin del mundo».
Así, pues, dejemos de hablar del «cielo» y digamos que la bienaventuranza eterna se
llama Reino de Dios; la situación de reconciliación definitiva con nosotros mismos, con
nuestros hermanos, con el mundo y con Dios. A esa situación accederán todos cuantos ya
aquí intentaron vivir así, y se mantuvieron firmes en su propósito, aun con los altibajos de
cualquier ser humano. Tras la muerte, sin posibilidad ya de retroceso, permanecerán para
siempre en ese estado que eligieron.
Esperamos vivir, pues, en unos «nuevos cielos y nueva tierra en los que habite la
justicia» (2 Pe 3, 13). Esperamos que cuando el mundo llegue a su fin será transformado
por Dios, y ese mundo nuevo nos servirá de patria.
Pero -pensará alguno- si la resurrección tuviera lugar en el momento de la muerte, ¿qué
será de los que hayan muerto antes del fin del mundo? ¿cuál será su patria hasta
entonces? La pregunta se responde fácilmente si caemos en la cuenta de que el tiempo y la
sucesión temporal corresponden a este lado de la muerte. Al otro lado quedarán abolidas
nuestras categorías de espacio y tiempo. La eternidad no es, pues, una sucesión infinita de
tiempo, sino un permanente ahora; un ahora persistente en el que todo es realidad a la
vez.
CIELO/MONOTONIA: Precisamente porque la eternidad es un permanente ahora
viviremos lo que Olivier Clément llama el «milagro de la primera vez: la primera vez que
sentiste que ese hombre sería tu amigo; la primera vez que oíste tocar, cuando niño,
aquella música que te marcó; la primera vez que tu hijo te sonrió; la primera vez... Después
uno se acostumbra. Pero la eternidad es desacostumbrarse»8. No debemos temer, pues, la
monotonía. (Es conocida la anécdota del pintor Lantara: Cuando en su lecho de muerte, en
1778, alguien le dijo que pronto vería a Dios para siempre cara a cara, replicó: «¡Cómo!, ¿y
nunca de perfil?»).
Soy consciente de que apenas he dicho nada sobre el cielo. Me he limitado a emplear
algunas imágenes, pero es que -como decía San Anselmo- la bienaventuranza es más fácil
conseguirla que explicarla. Hoy por hoy, «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del
hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9).
Yo me contento con saber que en el Reino de Dios veremos la auténtica realización
humana. «Cuando llegue allá, entonces seré hombre»9.
La suerte de estar en el purgatorio
A menudo vemos en la Biblia cómo el encuentro con Dios provoca en el hombre una
conciencia repentina de su indignidad, de su pecaminosidad. Pues bien, esa es la
experiencia del purgatorio. La mayoría de los hombres llegan al final de sus vidas no como
hombres plenamente madurados, sino como aspirantes inacabados a la humanidad.
Cuando esos hombres se encuentran cara a cara con el Dios santo, infinito y
misericordioso se desencadena un proceso por el que se actualizan todas su
potencialidades no desarrolladas hasta entonces. Es -naturalmente- un proceso doloroso
(pensemos en los penosos ejercicios de rehabilitación o fisioterapia que son necesarios
para recuperar la agilidad de miembros que se habían atrofiado como consecuencia de
fuertes traumatismos).
PURGATORIO/LUGAR: No debemos preguntar dónde está el purgatorio porque
sería convertir la situación que acabamos de describir en sitio. La mirada llena de gracia y
amor que dirige Cristo al hombre que va a su encuentro es el «lugar» teológico del
purgatorio.
Tampoco tiene sentido preguntar cuánto dura. Ya dijimos que al otro lado de la muerte
quedan abolidas nuestras categorías temporales.
Y, desde luego, a la luz de lo anterior no deberíamos ver el purgatorio como un castigo
por el pasado pecador del hombre -una especie de «infierno temporal»-, sino más bien
como la última gracia concedida por Dios al hombre para que se purifique con vistas a su
futuro junto a El. Por eso dice la liturgia que quienes están allá «duermen ya el sueño de la
paz». Sin duda llevaba razón Santa Catalina de Génova: «No hay felicidad comparable a la
de quienes están en el purgatorio, a no ser la de los santos del cielo»10
Por eso convendría también purificar las motivaciones de oración por los difuntos. Tiene,
sin duda, pleno sentido, pero no debemos entenderla tanto en clave de reparación como en
clave de fraternidad eclesial. Expresa que ninguno nos presentamos ante Dios corno
individuos aislados, sino como hermanos y hermanas en Cristo.
«Existe el infierno, pero está vacío»
Llega ahora el momento de hablar del infierno; una verdad de fe «incómoda» que desde
la Ilustración ha sido frecuentemente repudiada. Por ejemplo, en los «Pensamientos
Filosóficos» -una obra que Diderot escribió en su juventud, cuando todavía era deísta-
podemos leer lo que sigue:
«¡Qué voces! ¡qué gritos! ¡qué gemidos! ¿Quién ha encerrado en esos calabozos a
todos esos cadáveres plañideros? ¿Qué crimen cometieron todos esos desgraciados?
Unos se golpean el pecho con guijarros, otros se rasgan el cuerpo con uñas de hierro;
todos tienen la mirada cargada de lamentos, dolor y muerte. ¿Quién condena a estos
tormentos? El Dios a quien han ofendido... ¿Qué Dios es? Un Dios lleno de bondad... Pero,
¿puede un Dios lleno de bondad sentir agrado al verse bañado de lágrimas? ¿No insultan
estos temores su clemencia?»".
Como vemos, para Diderot admitir el infierno es tanto como admitir la imagen de un Dios
sádico que inventa tormentos refinados para hacer sufrir a sus enemigos derrotados.
Veremos que no es así en absoluto:
Ante todo debemos erradicar todas esas descripciones fantásticas y terribles de los
calabozos y las uñas de hierro porque, ni que decir tiene, carecen del más mínimo
fundamento. Es verdad que el Nuevo Testamento habla del infierno con la imagen del
fuego, pero tomarla al pie de la letra es tan absurdo como tomar al pie de la letra la imagen
del banquete nupcial que suele emplear para referirse al Reino de Dios.
En segundo lugar, aclaremos lo más importante: Dios no ha creado el infierno. Todo lo
que tiene su origen en El es bueno: Al acabar la creación «vio Dios cuanto había hecho, y
todo estaba muy bien» (Gen 1, 31).
Más aún, Dios no pudo crearlo porque el infierno es una situación humana y, por lo tanto,
no es algo que pueda existir con independencia de que alguien decida colocarse en dicha
situación. (Como es sabido, la Iglesia siempre se opuso al predestinacionismo, es decir, a la
afirmación de que Dios hubiera destinado de antemano a alguien a la condenación).
INFIERNO/CREACION-H: Desarrollemos esta idea un poco más:
El infierno es la situación existencias que resulta del endurecimiento definitivo de una
persona en el mal. Es una existencia absurda que se ha petrificado en el absurdo. Por lo
tanto, el infierno lo han creado los propios condenados. Recordemos el descubrimiento
que hacen aquellos tres asesinos de la tragedia Huis-clos que deben vivir eternamente
juntos, bajo sus miradas recíprocas:
«Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído... Ya os acordaréis: el azufre, la
hoguera, las parrillas... Qué tontería todo eso... ¿Para qué las parrillas? El infierno son los
demás»12.
Y esto es muy importante. Si el cielo fuera un lugar, sería inconcebible que Dios
excluyese de él a nadie; pero si es un estado de amor, ni siquiera Dios puede introducir en
él a quien se niega a amar. Beda decía que el demonio no necesita estar recluido en un
lugar porque «llevaría el infierno siempre consigo»13. También D. Quijote, que a veces
ejercía de teólogo, explicó un día a Sancho que los diablos, «dondequiera que están, traen
el infierno consigo» 14.
Así, pues, existe infierno porque la amistad no se puede imponer. Es algo que se ofrece
gratuitamente y libremente se acepta. La oferta divina es la salvación total. Rehusada se
convierte en la total perdición. Por eso puede decir paradójicamente von Balthasar: «El
infierno es un producto de la redención»15; es no aceptar el que se ahoga la mano que se
le tiende. El infierno será por toda la eternidad un testimonio del respeto que tiene Dios a la
libertad del hombre.
Pero, ¿habrá algún hombre a la vez suficientemente maduro y perverso para rechazar
lúcidamente la salvación? Es conocida la «boutade» del abate Mugnier: «Existe el infierno,
pero está vacío. ¡Los hombres no son suficientemente malos para poder merecerlo!».
La Iglesia ha condenado la doctrina de Orígenes según la cual la salvación universal se
producirá automática y necesariamente ; pero ha preservado la esperanza de que pueda
ocurrir tal cosa: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4).
Si esa esperanza se hiciera algún día realidad deberíamos sentimos felices; no vayamos
a reaccionar como aquellos viñadores de la parábola que se quejaron de que los
compañeros llegados a la hora undécima recibieron un denario igual que ellos, que habían
estado trabajando todo el día con denuedo (Mt 20, 1-16). Karl Barth se indignaba contra los
predicadores de la cólera de Dios:
«Valiente cristianismo éste, cuya preocupación más acuciante parece ser que la gracia
de Dios sea demasiado generosa, que el infierno, en vez de poblarse con muchísima gente,
resulte acaso algún día estar vacío»17.
...................
1. «Escatología» viene del griego éskhata (= «últimas cosas», «definitivo»). Aun cuando los valores definitivos
empezamos a gustarlos ya en esta vida, la escatología se refiere, sobre todo, al destino del hombre y el
mundo después de la muerte. De hecho, ya en los libros griegos del Antiguo Testamento se empleó el
vocablo éskhata para hablar de la muerte y el juicio subsiguiente (Sir 7, 36; 28, 6; 38, 20).
2. Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques (1949) 463.
3. Si somos sinceros, incluso las detalladas descripciones que hace Santo TOMAS DE AQUINO de la vida
eterna nos parecen ingenuas (cfr. Suma contra los gentiles, lib. 4, cap. 79-97; BAC, t. 2, Madrid, 2ª. ed.,
1968, pp. 939-1.002).
4. PLATÓN, Fedón, 67 c (Obras completas, Aguilar, Madrid, 2ª. ed., 1972, p. 617).
5. TACIANO, Discurso contra los griegos, 13 (RUIZ BUENO, Daniel, Padres apologistas griegos, BAC, Madrid,
1954, p. 590).
6. MOODY, Raymond A., Vida después de la vida, Edaf, Madrid, 1978.
7. MALEBRANCHE, Nicolás de, Réponse a la Dissertation, cap. 3, par. 16.
8. CLEMENT, Olivier, Sobre el hombre, Encuentro, Madrid, 1983, p. 81.
9. IGNACIO DE ANTIOQUIA, Carta a los romanos, 6, 2 (RUIZ BUENO, Daniel, Padres apostólicos, BAC,
Madrid, 2.'ed., 1967, p. 478).
10. CATALINA DE GÉNOVA, Tratado del purgatorio, cap. 2.
11. DIDEROT, Denis, Pensées philosophiques, Paris, 1746, aforismo 7.
12. SARTRE, Jean-Paul, A puerta cerrada (Obras completas, t. 1, Aguilar, Madrid, 1974, p. 175).
13. BEDA EL VENERABLE, In Ep. Jac., 3 (PL 93, 27).
14. CERVANTES, Miguel de, Don Quijote de la Mancha (Obras completas, t. 2, Aguilar, Madrid, 17ª. ed., 1970,
p. 1.456).
15. BALTHASAR, Hans Urs von, El misterio pascual; Mysterium Salutis, t. 3, Cristiandad, Madrid, 2ª. ed., 1980,
p. 755.
16. ORÍGENES, Peri archôn 1, 6, 1, 3; 3, 6, 6 (PG 11, 165; 169.338).
17. BARTH, Karl, Die Menschlichkeit Gottes: Theologische Studien (1956) 24.
(·CARVAJAL-3. Págs. 259-270)