La trampa del éxtasis

Fuente: Ecclesia, XVII, 2003 - pp. 69-84
Autor: Carlo Climati*

 

En la oscuridad de la noche, se esconde un gran enemigo. Un traidor que se presenta con un rostro simpático, inocuo, amigable. Golpea cuando menos te lo esperas y te sorprende cuando ya es demasiado tarde.

Se llama «ecstasy» o «éxtasis». Es la nueva droga que cobra víctimas en numerosas discotecas y rave, en muchas partes del mundo.


1. La droga de la nada

El ecstasy es una píldora coloreada, que se vende en numerosos locales de baile. Es el principal instrumento de autodestrucción de las nuevas generaciones, siempre asociado al sonido ensordecedor y martilleante de la música de discoteca. Se ingiere con facilidad y no despierta las preocupaciones de otros tipos de drogas (como, por ejemplo, el riesgo de contraer el sida).

Detrás de la palabra «ecstasy» o éxtasis se esconden diversas sustancias, muchas de las cuales son, aún, poco conocidas. La sustancia original (Mdma) tiene efectos en parte estimulantes y en parte alucinógenos. Da una sensación de seguridad y de fuerza completamente ilusorias, aumentando la resistencia al hambre, a la fatiga y al sueño. Quien consume el ecstasy cree, casi, de tener «súper-poderes», como algunos personajes de las historietas. En realidad, el único verdadero poder lo tiene la droga, y es el de convertir lentamente en esclavos.

El precio que se paga, consumiendo ciertas pastillas, es altísimo. El ecstasy produce una excitación completamente innatural y una pérdida de conciencia de las reacciones del propio cuerpo. El riesgo mortal está ligado al posible golpe de calor, debido a la excesiva actividad física y al aumento crítico de la temperatura corpórea. Todo eso se agrava por el hecho de encontrarse en locales excesivamente concurridos o poco ventilados y del uso de ropa que no permiten una buena transpiración.

A largo plazo los daños conciernen esencialmente al sistema nervioso central y son, aún, objeto de estudio. Ansiedad, irritabilidad, delirios y alteraciones del sueño son, en todo caso, frecuentes y pueden persistir por mucho tiempo. El ecstasy es profundamente diverso respecto de las otras sustancias que lo han precedido, pero representa su continuación ideal. Es el último estadio de un proceso de reducción a la esclavitud, iniciado en los años sesenta con la moda de los «hijos de las flores».

Las drogas de los años sesenta y setenta enmascararon su rostro de muerte con el de los ideales, a menudo vividos de buena fe por los jóvenes: la paz, el rechazo del consumismo y la hermandad universal. Porros y LSD acompañaron a los grandes movimientos de pensamiento. Pero luego, terminaron igualmente por difundir una no-cultura del mal y de la autodestrucción.

Un ejemplo: el concierto de Woodstock del 1969, cuando medio millón de muchachos invadieron una tranquila comunidad en la parte septentrional del Estado de Nueva York, dando vida al más grande encuentro juvenil de la historia del rock. Allí tomaron parte algunos de los más grandes artistas de la época: Jimy Hendrix, Janis Joplin, Joe Cocker, Who, Grateful Dead, Jefferson Airplane, The Band, Santana y muchos otros. El gran evento de Woodstock es descrito habitualmente con eslóganes dulzones del tipo «Paz, amor y música». En realidad, se transformó en una verdadera trampa. La droga, en efecto, circulaba libremente entre el público.

Samuel Goldstein, coordinador en Woodstock de las áreas destinadas al camping, relató de haber visto entregar un cargamento de cocaína para los músicos y todos aquellos que trabajaban sobre el escenario . Por los altoparlantes eran difundidos mensajes del tipo: «El LSD que está circulando no es de buena calidad. En todo caso, haced como os parezca. La salud es vuestra. Os hemos advertido».

La droga, también en aquellos años, mataba a los muchachos. Pero lo hacía escondiéndose tras una apariencia de nobleza y grandes ideales. Hoy, en cambio, no se preocupa más de esto. Se muestra a rostro descubierto y no tiene temor de expresar lo que realmente es. El ecstasy, en efecto, es el espejo de la nada más absoluta. Representa perfectamente el sentido de vacío de nuestros tiempos: un simple, banal, egoísta deseo de placer. No por azar, el único posible escenario es el del rave o el de la discoteca.

Con el ecstasy, música y droga se convierten en una sola cosa. Se nutren y se sustentan recíprocamente. Cada una, para existir, no puede prescindir de la otra.


2. Muerte al ritmo de la música

El profundo vínculo entre música y nuevas drogas químicas ha sido claramente puesto en evidencia por el periodista Matthew Collin en el libro Estados de alteración, en el que describe las sensaciones provocadas por el consumo de ecstasy en una discoteca. «De pronto la música, que continuaba a martillar desde los altoparlantes colgados sobre la pista, adquirió repentinamente una nitidez, una centralidad que se imprimía a fuego en mi conciencia. Era como si el sonido, como si cada espléndido golpe del riff, se introdujese dentro de cada una de las células de mi cuerpo, transformando su fisiología. La batería parecía retumbar en el aire y el bajo... era como si lo sintiera por primera vez. Sus sonoridades me atravesaban completamente, hasta lo más profundo, y sus pulsaciones resonaban a la vez desde adentro y desde afuera. La música se dividía en sus elementos constitutivos, en un tejido de tramas, donde cada una de ellas vibraba con una claridad angelical, y se metía dentro de mí, abriendo, excluyendo, reteniendo...».

Otra posible descripción del estado físico provocado por el ecstasy ha sido ensayada por el crítico musical Simón Reynolds en el escrito “Generación bailo/alucino”: «Además de proyectarte en una atmósfera agradablemente irreal y prealucinógena, el ecstasy vuelve más vívidos los colores, los sonidos, los olores, los sabores y las sensaciones táctiles (una clásica señal de que la droga está haciendo efecto se ve en el hecho que, de improviso, la goma de mascar asume un sabor terriblemente artificial). Es una combinación de fresca claridad y nítido resplandor. También hay otra particular sensación física producida por el ecstasy, bastante difícil de describir: una languidez, un sensación de felicidad, una temblorosa efervescencia que te hace sentir como si en tus venas, en lugar de sangre, corriera champaña».

Simón Reynolds confirma el profundo vínculo entre música y droga: «Toda la música parece mejor cuando estás bajo el efecto del ecstasy. Más incisiva y clara, y a la vez absolutamente envolvente. El house y el techno, en particular, son absolutamente fabulosos. El énfasis puesto por este tipo de música en la textura y el timbre acentúa los efectos delicadamente sinestéticos de la droga, provocándole al oyente la sensación que el sonido le acaricia la piel. Tienes la impresión de bailar dentro de la música; el sonido se transforma en una sustancia fluida en la que estás sumergido. El ecstasy ha sido celebrado como la droga del flujo por el modo en que disuelve toda rigidez física y psicológica, permitiendo a quien baila moverse con mayor fluidez» .

El verdadero drama radica en que los jóvenes no son completamente conscientes de las terribles consecuencias de este nuevo tipo de droga. No por azar, el ecstasy es ofrecido bajo forma de pastillas que tienen una apariencia simpática, cautivante, fascinante. Algunas píldoras representan imágenes que se inspiran en los personajes de las historietas y los dibujos animados. Por ejemplo: Superman, Batman, Snoopy, Popeye (Brazo de Hierro), Fred y Barney (los dos protagonistas de la serie Flintstones), Mammolo, Dotto (los enanos de Blancanieves) y otros. Hay, luego, imágenes de animales (paloma, perro, gato, gorrión, bulldog, golondrina, toro, caballo), o símbolos gráficos de marcas de automóviles y cigarrillos. Otras veces, las píldoras vienen sencillamente llamadas con nombres de mujer, de grupos rock o con palabras que hacen referencia al sexo.

Las pastillas más peligrosas son aquellas que llevan grabadas un pequeño elefante. La elección del dibujo de un animal así de grande no es casual. Significa que este tipo de píldora contiene una doble dosis de Mdma (su principio activo) con respecto a las otras.


3. Un cambio de época

Una posible razón de la gran difusión del esctasy reside en el hecho que es muy fácil de fabricar. Lo ha denunciado uno de los mayores expertos, Pietro Soggiu, Comisario Extraordinario del Gobierno italiano para la Coordinación de las políticas antinarcóticos.

«Estamos en un cambio de época», ha declarado Soggiu, «producir una droga natural como, cannabis, cocaína o heroína por ejemplo, exige el trabajo de millares de personas. Del cultivador, al químico, al transportista. La pastilla se hace en una cocina, al costo de menos de un euro por dosis. Garantiza las mismas ganancias que las drogas clásicas. Pero en cambio, el efecto de la pastilla es parecido al de las drogas duras. Sin embargo, quien la consume está convencido de no ser drogadicto: quiere sólo tener una alucinación de sábado por la noche. En cambio se está introduciendo en un túnel. Y no lo sabe. Los estudios demuestran que transcurre un año y medio desde cuando se empieza con la así llamada droguita blanda hasta cuando se cae en la dura. En todo caso, la pastilla no es, en realidad, una droga blanda. (...)

«Hay que preguntarse», dice Soggiu, «qué ocurrirá el día en el que la delincuencia organizada descubrirá cuántos riesgos de menos se corre con las drogas químicas y cuánto se gana con una inversión modestísima».

La tendencia denunciada por Soggiu es confirmada por Alberto Oliverio, docente de Psicobiología en la facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad «La Sapienza» de Roma y Director del Instituto de Psicobiología y Psicofarmocología del Cnr (Consejo Nacional de Investigación) de Roma. «Los traficantes de droga», afirma Oliverio, «favorecen cada vez más las drogas sintéticas con respecto a sustancias como el hachís, la coca o el opio, pues con ellas no hay necesidad de afrontar los riesgos y costos ligados al cultivo abusivo en los países del Tercer Mundo. Las drogas sintéticas pueden ser, en cambio, fácilmente producidas en laboratorios mínimamente equipados y no generan los problemas causados por una sobredosis de heroína, a menudo mortal, o por el uso promiscuo de las jeringas, frecuente causa del sida».

En las páginas del períodico Avvenire, Alberto Oliverio ha puesto de manifiesto la difusión de otra terrible droga: el «speed» (palabra inglesa que significa «velocidad»), una sustancia que excita y hace sentir «en las nubes» en breve tiempo. Como la cocaína, el speed puede ser ingerido por inhalación, con una pajilla, sin que haya necesidad de «inyectarse».

Oliverio desenmascara uno de los más graves engaños de la actual no-cultura de las drogas químicas: su aparente compatibilidad con una vida normal. Es lo que ha puesto en evidencia, también, una película de Steven Soderbergh, Traffic, en la que un magistrado americano (el actor Michael Douglas) es llamado a ocupar una papel-clave en la lucha contra la droga.

La película describe tanto su batalla contra las multinacionales del crimen, como aquella que él debe enfrentar dentro de la familia. La hija adolescente, en efecto, incluso siendo una estudiante-modelo, ha iniciado a consumir cocaína y speed.

«Sustancias como el ecstasy o el speed», explica Alberto Oliverio, «son más manejables y están más en línea con una cultura de la eficiencia, a diferencia de la heroína, droga típica de la cultura de los años Setenta, en la que muchos jóvenes se “declaraban fuera” de la sociedad de los adultos y del éxito. La película de Soderbergh se detiene sobre este aspecto: se puede ser una jovencita bien integrada en la escuela y en la familia y, al mismo tiempo, consumir drogas. (...)

«La imagen de las nuevas sustancias de abuso (cocaína, speed, ecstasy) es a menudo aquella de drogas “posibles”, compatibles con algún grado de inserción social, con una doble vida. Que las cosas sean precisamente así es muy dudoso. Algunos, especialmente los adultos, pueden a veces ser drogadictos ocasionales o del fin de semana. Los jóvenes, en cambio, están más expuestos al riesgo, tanto por motivos psicológicos como toxicológicos».


4. La confesión de un padre

El magistrado protagonista de la película Traffic tiene que luchar contra la tóxico-dependencia de la hija. Diferente, en cambio, es la situación descrita en un extraño «documento» publicado por la revista literaria inglesa Granta, una de las más influyentes del mundo anglosajón. El título, Confesiones de un consumidor de ecstasy de mediana edad, parece ser la versión modernizada de la obra del siglo XIX Confesiones de un consumidor de opio de Thomas de Quincey. El autor, anónimo, con un matrimonio fracasado a las espaldas, solo revela que tiene cerca de cincuenta años y de ser americano. Su hijo, de diecisiete años, frecuenta los rave y consume ecstasy. Ambos vivieron, en el pasado, un período de crisis y depresión.

El padre, en su confesión, parece complacerse de los efectos de la droga sobre su hijo, describiéndolo de este modo: «No aturdido, ni eufórico. Sino contento, en paz consigo mismo y dentro de sí mismo». Entre los dos, poco a poco, se desencadena un mecanismo de destructiva complicidad. El hijo empieza a abastecerlo de ecstasy. Y así, la confesión publicada en Granta se transforma en una exaltación de esta droga química. El autor no señala los riesgos mortales del ecstasy. Más bien, el consumo de esta droga es presentado como un tipo de remedio contra el inconveniente de vivir.

Interesante es la crítica hecha al texto de parte del periodista Alessandro Zaccuri: «Perteneciendo a la generación de los “hijos de las flores”, el autor rechaza cualquier relación con la cultura de los estupefacientes de los años sesenta. Y esto no solamente porque, en esa época, siempre se abstuvo de experimentar con alucinógenos y afines, sino más que nada porque, según él, el ecstasy, a diferencia del LSD, no promete visiones de otros mundos, sino hace más “clara” la realidad que nos circunda. O mejor, “nos pone en condiciones de ver, sentir y pensar, con seguridad, de modo más lucido, y tal vez más profundo”. Una afirmación que parece tomada palabra por palabra de las Puertas de la percepción de Aldous Huxley, uno de los textos obligados de aquella misma cultura de los años sesenta de la cual el anónimo declara querer tomar distancia.

«Se trata del elemento más ambiguo e inquietante de un texto que no ahorra golpes bajos al lector, exigiendo primero su compasión y presentando, inmediatamente después, la felicidad sintética como una especie de derecho inalienable. Provocación o testimonio, de seguro estas “Confesiones” son una señal que no hay que subvalorar. Y, más que nada, que no hay que considerar como simple literatura. Entre otras cosas porque la literatura, generalmente, no es nunca demasiado simple».

Estoy de acuerdo con Zaccuri. No hace falta subvalorar mensajes como éste, incluso porque el problema del consumo de droga de parte de los jóvenes es, sobre todo, cultural. Desde los años sesenta hasta hoy, muchos «malos maestros» han hecho publicidad a diversos tipos de sustancias, presentándolas como cosas bellas y fascinantes. Este mensaje ha llegado, sobre todo, desde ciertos ambientes de la música. Timothy Leary, tradicional partidario de las drogas alucinógenas, dijo: «Citadme un grupo rock que no tenga entre su repertorio un pasaje que celebre al LSD y a la marihuana».

Se trata de una afirmación un poco exagerada, porque no toda la música rock ha propuesto mensajes negativos. Es más, a veces ha contribuido también a sacudir las conciencias y a llamar la atención de la gente sobre argumentos importantes. Con todo no se puede negar cierta ligereza, de parte de muchos artistas, en el modo de afrontar un tema delicado como este de la droga. También ellos son cómplices del poder. Haciendo publicidad a la heroína, la marihuana y el LSD, alimentan la no-cultura del no-pensamiento.

Ciertos cantantes rock se presentan con una apariencia de trasgresión y quieren parecer rebeldes. Luego, en cambio, mandan a sus hijos a estudiar en las escuelas para ricos, protegiéndolos en una campana de vidrio. No quieren que se ensucien las manos con aquel mundo que ellos mismos han contribuido a destruir. Los cantantes rock puede permitirse la mejor droga. Y difícilmente los veremos en la cárcel. Mientras tanto, los tóxico-dependientes más pobres y marginados mueren por las calles, por una dosis de mala calidad. Su noche ha comenzado para no terminar más. O para terminar definitivamente.


5. Un problema cultural

Un caso ligeramente distinto es el de Manu Chao, ex miembro de la Mano Negra, uno de los más famosos grupos de rock franceses. Algunas de sus canciones llaman la atención sobre problemas sociales importantes. Como, por ejemplo, Clandestino, que habla de la difícil condición de los inmigrantes.

Esta tentativa de proponer contenidos, en un panorama musical vacío como el de hoy, es indudablemente apreciable. Sin embargo, creo que personajes como Manu Chao no contribuyen a hacer reflexionar a los jóvenes. Más bien, acaban por convertirse en cómplices inconscientes del mismo tipo de poder que usan las discotecas para adormecerlos y amordazarlos. Manu Chao, en efecto, tiene en su repertorio una cancioncita repetitiva y martilleante titulada Me gustas tú, en la que afirma abiertamente: «Me gusta marihuana. Me gusta colombiana». Y así arruina todo. Se vuelve, automáticamente, un partidario del no-pensamiento.

Ya he dicho -y lo repito- que aquello de la tóxico-dependencia es, sobre todo, un problema cultural. Por lo tanto, cuando se entra en contacto con un público de muchachos, hace falta tener mucho cuidado con lo que se canta. No es justo dar publicidad a ningún tipo de droga, porque todas las drogas representan una no-cultura de la degradación y de la posible reducción al estado de esclavitud.

Mucha gente dice: «¿Qué hay de malo en fumar un pequeño porro?». Y así, a fuerza de decir «Qué de malo hay», los jóvenes corren el riesgo de caer en el consumo de drogas aún más peligrosas.

La mejor respuesta a las palabras de Manu Chao la ha dado un estudiante universitario de Milán en una bellísima carta publicada en el semanario Famiglia Cristiana. Un claro acto de acusación a ciertos modelos difundidos por la televisión y la música:

«Soy un estudiante universitario de la facultad de Farmacia de la Universidad Estatal de Milán. Desde hace más o menos un mes que estoy en la cárcel. El motivo principal por el que le escribo es la esperanza de que un cierto interés por la influencia negativa que sobre los jóvenes ejercen los medios de comunicación, en particular la televisión, no vaya menguando con el tiempo, sino al contrario venga tratado de modo más amplio y profundo. (...)

Quisiera evitar que otros jóvenes puedan caer en los mismos errores en los que yo he caído.

Soy hijo de profesionales y me encuentro en la cárcel por no haber sabido evaluar la peligrosidad de la cocaína. Esto es, en parte, fruto de mi inmadurez y debilidad de carácter, pero también de una cierta influencia que los medios de comunicación (y, repito, en particular la televisión) ejerce sobre nuestra vida cotidiana y sobre nuestras conciencias.

La “divinización” de personajes del crimen, destacados casi como si fuesen héroes a imitar y respetar, es un ejemplo de ello. Las cada vez más frecuentes noticias de crónica relativas a personas famosas que participan en festines a base de cocaína y prostitutas son, en mi opinión, otro aspecto sobre el cual reflexionar. Tratándose de personajes públicos queridos e imitados, se deberían por lo menos condenar esas situaciones, al menos desde un punto de visa moral, en lugar de encapricharse buscando frases ingeniosas con las que encabezar los artículos de los periódicos.

Es natural que un adolescente busque imitar a sus ídolos, en el bien y en el mal, pero si ninguno condena las actitudes y los comportamientos de éstos últimos, es aún más normal conformarse. Por tanto, que nadie se sorprenda cuando estos jóvenes “monstruos” realizan acciones que para ellos forman parte del mundo al que creen pertenecer, pero que en realidad es un mundo artificial e inquietante, creado precisamente por los medios de comunicación.

La televisión, principal medio de comunicación y divulgación, es la vía a través de la cual se educa (y no deseducar) a los jóvenes, puesto que cada vez más se sustituye a los padres, atrapados por un mundo donde el dinero y los estereotipos a imitar son los que mandan.

Aquí se abre otro inquietante aspecto a considerar, esto es la influencia negativa que la televisión asume incluso respecto a los adultos, anunciando estilos de vida cada vez más consumistas, por el que los padres a menudo descuidan a los hijos y se vuelven a su vez marionetas del poder oculto de los medios de comunicación.

Concluyo recordando que una de las canciones más escuchadas de los últimos tiempos pertenece a un conocido cantante, Manu Chao.

En el texto figura también la frase “me gusta marihuana, me gusta colombiana”, con clara referencia a la cocaína. Me pregunto cómo es posible que no se aplique algún tipo de censura sobre estos textos, sabiendo que los cantantes rock y pop son verdaderos modelos a imitar para los jóvenes, con una influencia indiscutible sobre su vida social».



6. Una música para la esperanza

En el mundo de la música, afortunadamente, están aumentando, siempre un poco más, los testimonios de artistas que abandonan la droga y se convierten en modelos positivos para los jóvenes. Un caso significativo es el de Roberto Bignoli, cantautor minusválido, protagonista de una historia bellísima . Roberto ha vivido de niño la experiencia de la pobreza y la enfermedad, para pasar sucesivamente a la de la droga y la cárcel. Pero luego ha llegado la luz. El amor por Jesús ha cambiado radicalmente su vida, indicándole un nuevo camino.

Hoy Roberto Bignoli es uno de los más conocidos y estimados cantautores de inspiración cristiana, autor de piezas muy famosas como Balada para Maria, Tiempo de paz y Tengo necesidad de ti. En diciembre del 2001 ha recibido en Washington el premio «Unity Awards» como mejor artista cristiano internacional.

«Cantar es mi modo de expresarme», explica Roberto. «Cada uno de nosotros debe responder a la llamada del Señor ofreciendo las propias capacidades, para que puedan ser útiles a los otros. Para los jóvenes, la música es muy importante. Hace falta salir al encuentro de los muchachos, tratando de entender sus problemas y ayudándolos a encontrar el sentido de la vida».

La infancia de Roberto ha sido dramática. Hijo de una madre soltera, contrajo la poliomielitis y vivió por años en varios institutos. «Lamentablemente, nunca tuve una familia», cuenta Bignoli. «En mi juventud, sentía una profunda sensación de rabia. Y la desahogaba a través de la experiencia de la droga, que me condujo incluso a la cárcel. Han sido años difíciles, en los que me ilusionaba con la idea de encontrar la felicidad huyendo del mundo. Luego, con el pasar del tiempo, he comprendido que todo esto era un engaño. La droga no puede y no podrá jamás ser una respuesta, una solución a los propios problemas. Es lo que quisiera comunicar, hoy, a los numerosos jóvenes que buscan una evasión en el ecstasy. Quisiera invitarlos a usar la cabeza y a entender que la vida no puede ser desperdiciada de ese modo. Tiene que convertirse, en cambio, en una estupenda ocasión para hacer el bien y abrirse a los otros».

La canción-símbolo de Roberto Bignoli es, sin duda, Concerto a Sarajevo, que se puede considerar un verdadero himno a la paz. «Es una pieza que nace de lo más profundo de mi corazón», explica Roberto, «describe los momentos que he vivido durante los viajes por Bosnia, en el período de la guerra, llevando ayudas humanitarias. En particular, he sido golpeado por la obra de Monseñor Tonino Bello, un obispo que se ha empeñado mucho en favor de la paz. Concerto a Sarajevo quiere ser, también, un himno de esperanza y amor para todos los pueblos que viven en la propia piel las tragedias y la atrocidad de la guerra. Es también un llamado de atención a la humanidad, para que reconozca los propios errores y vuelva a mirar hacia lo alto. Sólo de este modo podrá encontrar una respuesta a múltiples porqués».

Después de tantos sufrimientos, hoy Roberto es realmente un hombre feliz, que divide su tiempo entre la música y la dedicación a la familia. Casado con Paola, es padre de dos bellísimas niñas: Mariastella, de siete años y Mariachiara, de tres.

Además del amor, Roberto y Paola comparten otra bella experiencia. Desde hace dos años crearon un sitio Internet para dar a conocer la música cristiana a los jóvenes de todo el mundo.

La suya es casi una «vocación», un voluntariado vivido a través del ordenador. El sitio, en efecto, hospeda gratuitamente noticias del panorama de los artistas cristianos: biografías, fotos, indicaciones relativas a los conciertos, libros especializados y comentarios de discos.
Gracias al sitio de la familia Bignoli, la música cristiana se ha dado a conocer y apreciar por muchos jóvenes que navegan en Internet. El éxito de este género artístico es la prueba que, para vender discos y llenar las salas de conciertos, no es necesario caer en el mal gusto o en la continua provocación, como hacen ciertas estrellas del rock.

El corazón de tantos muchachos, finalmente, palpita por aquellos artistas que han elegido utilizar el lenguaje universal de las canciones para proponer mensajes positivos: contra la droga y en favor de la familia y la vida. También existe una asociación, «mi Dios canta a los jóvenes», presidida por el padre Matteo Maria Zambuto, que reúne a numerosos cantautores y que tiene como finalidad la evangelización a través de la música.

A la música cristiana se han acercado, también, algunos famosos artistas rock, a partir de experiencias muy diversas. Entre estos, destaca el nombre de Sal Solo, que en los años ochenta fue solista de grupos inolvidables como los Classix Nouveaux y los Rockets. El suyo es un testimonio muy hermoso, porque viene de un cantante que, antes de convertirse, ha frecuentado los mismos ambientes de las estrellas del rock. Hoy, en sus espectáculos, habla de Dios y propone a los jóvenes un fuerte mensaje de amor y esperanza.

De entre todos estos músicos, también hay quien une la pasión por el rock con la enseñanza de la religión en las escuelas. Como Davide Caprelli, tecladista del conjunto Krisalide. «En la escuela», explica Davide, «a menudo comento, junto a los estudiantes, los textos de algunas canciones. De este modo, siempre nacen bellísimas reflexiones. También el análisis de textos con contenidos negativos puede ser útil, para poner en evidencia valores diversos respecto de aquellos que son propuestos por ciertos cantantes».

En fin, es significativo el empeño de evangelización de muchos destacados sacerdotes y monjas. Entre éstos, hay uno que ha logrado unir los ritmos típicos del dance music con textos ricos en contenidos y bellas reflexiones. Se llama padre Mimmo Iervolino, cantautor que impacta por su capacidad de proponer mensajes fuertes, verdaderos, concretos, utilizando lenguajes musicales divertidos y envolventes.
La suya es una música que hace mover el cuerpo, pero también la mente y el corazón. Y después de haberla bailado, siempre te deja algo dentro: una esperanza, una signo, una victoria sobre aquel gran vacío que no logrará capturarnos jamás.

(Traducción de Rodrigo Frías Urrea)